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III CONGRESO LATINOAMERICANO DE SOCIOLOGIA DEL

TRABAJO

Buenos Aires, 17 al 20 de mayo del 2000

GENERO, GLOBALIZACION Y DESARROLLO

Luz Gabriela Arango


Departamento de Sociología, Centro de Estudios Sociales
Universidad Nacional de Colombia

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Presentación

En esta ponencia, quiero presentar algunos de las críticas que la perspectiva de


género introduce en el debate sobre el desarrollo y la globalización, partiendo de
los avances de los estudios de genéro y la sociología del trabajo en América
Latina. El propósito es contribuir a poner en evidencia la necesidad de
considerar el género como una dimensión central de los procesos de inequidad
social presentes en los modelos de desarrollo en discusión y por lo tanto, la
necesidad de pensar modelos alternativos que le otorguen al género la atención
que merece como organizador social, reproductor de fuertes desigualdades.
Para ello, analizaré en primer lugar las implicaciones que tuvo el modelo de
desarrollo basado en la industrialización por sustitución de importaciones sobre
el trabajo de las mujeres y las desigualdades de género. En segundo lugar,
revisaré algunas tendencias presentes en el nuevo modelo de desarrollo y sus
consecuencias y articulaciones con las relaciones de género. Finalmente,
plantearé perspectivas para el futuro.

El desarrollo de los estudios de género en América Latina

En América Latina, el estudio del trabajo de la mujer se inicia en la década del 60


con los primeros interrogantes sobre la participación de las mujeres en el
desarrollo, en el marco de disciplinas como la sociología del desarrollo, la
economía o la antropología, desde dos grandes polos teórico-políticos: las teorías
de la modernización y la crítica feminista marxista. Se estudia la participación de
las mujeres en los procesos de urbanización, las migraciones campo-ciudad, su
inserción en el mercado informal urbano y en el servicio doméstico, su acceso a
la educación y su participación en la población económicamente activa. En los
años 70, la configuración de un “nuevo orden mundial” y el desarrollo de
programas fronterizos de industrialización que apelan a la contratación de
abundante mano de obra femenina, plantean nuevas preguntas sobre la
interrelación entre división internacional del trabajo y división sexual del
mismo. A partir de la década del 80, el debate sobre la “división internacional
del trabajo” da paso al de la “globalización”, al cual se añaden temas como la

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transformación de los procesos productivos en las empresas, la introducción de
nuevas tecnologías y teorías organizacionales.

Surgen investigaciones que buscan evaluar el impacto del cambio técnico en la


segmentación vertical y horizontal del trabajo en las empresas, la reproducción
de formas de discriminación en el marco de discursos igualitarios, el acceso de
las mujeres a niveles gerenciales, el impacto de la reestructuración productiva en
el empleo femenino. Los temas de la flexibilidad laboral y la precarización del
empleo introducen nuevas perspectivas en el análisis de la inserción de las
mujeres en el mercado laboral. Es importante destacar como uno de los aportes
más significativos de las investigaciones sobre el trabajo de la mujer, el haber
puesto en evidencia las interrelaciones entre el universo laboral y el ámbito de la
familia, la reproducción y el trabajo doméstico. Se estudian las estrategias
familiares de supervivencia y el ciclo de vida familiar, las formas de
socialización para el trabajo como dinámicas sociales que inciden de manera
definitiva y desigual en las estructuras de oportunidades de mujeres y hombres
y por ende, en la reproducción o transformación de las relaciones de género.

Estos estudios, que se habían concentrado en la problemática específica del


trabajo femenino, en un esfuerzo por hacer visible la contribución de las mujeres
al desarrollo -en el caso del enfoque de la modernización- o las condiciones de
explotación de las mujeres -en los enfoques feministas marxistas-, se reorientan
hacia una problemática relacional y multidimensional al difundirse el concepto
de “género” en la década del 70. Si bien este concepto se encuentra en
desarrollo, según lo han señalado teóricas como Joan Scott (1990), Teresita de
Barbieri (1996), Marta Lamas (1994), introduce por lo menos tres dimensiones
de análisis: las relaciones sociales de género -en donde se ubica la división
sexual del trabajo-, la construcción cultural y simbólica de lo femenino y lo
masculino, y las subjetividades femeninas y masculinas. La mayoría de los
estudios recientes que recurren al concepto de género siguen concentrándose
exclusivamente en el análisis de la problemática del trabajo femenino. El estudio
de la masculinidad y de las relaciones inter-género e intra-género en el ámbito
del trabajo son todavía escasas.

La crítica epistemológica feminista puso en evidencia el androcentrismo de las


ciencias sociales, mediante el cual el varón es tratado como modelo universal de

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lo humano. Este androcentrismo explica el por qué las mujeres y otros grupos de
trabajadores con características sociales que no corresponden al modelo
masculino dominante -jóvenes, negros, minorías étnicas, homosexuales- son
vistos como marginales o como versiones deficientes del modelo. Aunque las
ciencias sociales han sido sacudidas por esta crítica, y algunas de ellas han
revisado sus paradigmas introduciendo diversidad en los sujetos, todavía
persiste la asociación de una versión particular de lo masculino con lo universal.
Los hombres son tratados excepcionalmente como sujetos que ocupan posiciones
y situaciones sociales igualmente condicionadas por el género, la clase, la raza, la
etnia o la orientación sexual.

Refiriéndose a los paradigmas interpretativos con los cuales se ha analizado el


trabajo femenino, la socióloga italiana Elda Guerra (1988) incorpora un tercer
criterio diferenciador. Menciona dos grandes tendencias: la primera corresponde
a un análisis a partir de la “debilidad” que considera a la mujer desde su
posición de desventaja en el mercado de trabajo en relación con el modelo
laboral masculino: empleada en puestos poco calificados, con salarios bajos, sin
estabilidad y no sindicalizada... En esta primera corriente se ubicarían los dos
enfoques anteriormente mencionados. La segunda corriente, en contraste,
pretende dar cuenta de la complejidad de la experiencia femenina y reevaluarla,
cuestionando el enfoque de la debilidad sin negar la opresión pero postulando
un análisis de la experiencia de trabajo como sexualmente connotada. Esta
corriente reúne investigaciones sobre la subjetividad, la identidad de género en
el trabajo y la heterogeneidad de las experiencias laborales de sujetos ubicados
en distintos contextos de interrelación.

Industrialización por sustitución de importaciones, fordismo y desigualdad de género

El modelo de desarrollo para América Latina con base en la industrialización


por sustitución de importaciones ha sido asimilado en algunos aspectos al
llamado fordismo, en la medida en que comparten algunos supuestos, de los
cuales solo mencionaré aquellos que tienen especial incidencia en las relaciones
de género: un modelo de producción masiva dirigida al mercado interno en
grandes unidades productivas y con una organización del trabajo basada en los
principios tayloristas de división y especialización del trabajo; un Estado de
bienestar con un sistema de seguridad social orientado a socializar los costos de

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reproducción de la fuerza de trabajo en materia de salud, educación,
capacitación y retiro; relaciones laborales basadas en grandes convenciones
colectivas y en la sindicalización de amplios contingentes de trabajadores.

Es indudable que este modelo logró desarrollos muy desiguales en los distintos
países latinoamericanos y aún en aquellos en que conoció su máxima realización
como Argentina, Brasil o México, siempre quedaron excluidos de sus beneficios
porcentajes muy elevados de la población. ¿Qué significó este modelo para las
relaciones de género? En lo que respecta a la participación de las mujeres en la
industrialización y en el mercado laboral, es interesante observar cómo la
aplicación del modelo de industrialización por sustitución de importaciones
generó un desplazamiento progresivo de las mujeres de la industria, las cuales
se habían incorporado en altas proporciones a los primeros esfuerzos fabriles de
finales del siglo XIX y comienzos del XX. A lo largo de la década del 50, la
participación femenina en la industria, y especialmente en la gran industria
moderna, se reduce en muchos países, quedando confinada a los segmentos más
artesanales, a la pequeña y mediana industria, o a sectores considerados
femeninos como las confecciones. Las mujeres se vinculan fundamentalmente a
los servicios y al sector informal.

Una clara segmentación de género caracteriza entonces al mercado laboral,


diferenciando los sectores feminizados en los cuales el trabajo corresponde a
una extensión de las tareas domésticas y familiares: servicios personales,
actividades de cuidado de niños, ancianos, enfermos, tareas manuales
segmentadas, minuciosas y repetitivas en la industria, oficios de limpieza y aseo
en todos los sectores de la producción; profesiones universitarias femeninas
como las ciencias de la educación y la salud opuestas a profesiones masculinas
como las ingenierías. Esta segmentación horizontal que diferencia, aunque de
manera raras veces tajante, las áreas de trabajo propias de los hombres y de las
mujeres, va acompañada de una desigualdad flagrante en las remuneraciones y
el reconocimiento social atribuídos a unas y otras. La segmentación laboral de
género se reproduce a niveles microsociales, en las características de los puestos
de trabajo individuales que se asignan a hombres y mujeres en sectores
aparentemente mixtos. Por otra parte, a la segmentación horizontal se añade una
segmentación vertical del mercado laboral que concentra a las mujeres en los

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puestos inferiores e impone barreras para su acceso a los altos niveles de las
jerarquías laborales.

La noción de segmentación o segregación laboral requiere algunas precisiones y


se hace indispensable evitar la idea de una separación tajante entre grupos
ocupacionales. Dolors Comas d'Argemir (1995) distingue dos tipos de
segregación laboral: una segregación horizontal presente cuando "determinado
grupo de personas se concentra mayoritariamente en un número relativamente
pequeño de ocupaciones y se encuentra total o parcialmente ausente de las
demás" (57) y una segregación vertical cuando la "concentración de
determinados grupos se produce en los niveles ocupacionales inferiores, en tanto
que otros se reparten por todas las categorías o se sitúan solo en las superiores"
(57). La segregación laboral nunca es absoluta y solo puede hablarse de
tendencias y de grados de segregación. Por otra parte, ésta no es en general el
resultado de restricciones explícitas o de formas abiertas de discriminación sino
que responde a un conjunto de factores que derivan de los valores sociales, las
expectativas y capacidades de las trabajadoras, las características ocupacionales
y la lógica laboral. A nivel conceptual, la segmentación laboral según el género,
la raza o la etnia remite a las interrelaciones entre los procesos culturales y
sociales de construcción de la diferencia y los procesos económicos y sociales de
asignación de las personas a las distintas ocupaciones que componen el mercado
laboral. "Las creencias y estereotipos sobre el carácter humano y sus diferencias
se incorporan a la lógica laboral como uno de sus elementos constitutivos. No se
trata de factores añadidos, sino que se hallan en el corazón mismo del sistema,
contribuyendo a reproducirlo como un sistema segmentado y jerarquizado."
(Comas d'Argemir 1995:64).

Esta segregación del mercado laboral se apoya en una división sexual del trabajo
que distingue producción y reproducción, trabajo productivo y trabajo
doméstico. Siguiendo la tradición inaugurada en el siglo XIX, cuando la
economía política convirtió el trabajo doméstico en disposición innata, propia del
sexo femenino por prescripción de la naturaleza, excluyéndolo de la economía y
de las estadísticas nacionales, las múltiples actividades de las mujeres en el
hogar para garantizar la reproducción biológica, cotidiana y social de la fuerza
de trabajo, son consideradas exteriores a la economía. Sobre estas

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consideraciones se construye a su vez el mito del proveedor masculino y el
"salario complementario" femenino.

El llamado modelo "fordista" está indisolublemente ligado a una noción


implícita del obrero "normal", entendido como varón proveedor y padre de
familia, siendo su complemento obligado la mujer ama de casa. Hay que
recordar que la política particular de Henry Ford en su fábrica de Detroit a
comienzos del siglo XX incluye la preocupación por la reproducción de la fuerza
de trabajo. De allí que en su programa de salarios altos, -el famoso "five dollars
day"- que implantó en la segunda década de este siglo, superando los niveles
salariales de la época, iba dirigido exclusivamente a los hombres para estimular
el incremento de su productividad y lo acompañaba un conjunto de exigencias
sobre el uso del mismo. Los obreros debían observar un comportamiento "moral"
fuera de la fábrica, limitando el consumo de alcohol y sus familias empezaron a
ser objeto de vigilancia y educación por parte de la empresa.

Sobre este esquema de hombre proveedor y mujer ama de casa -eventualmente


asalariada complementaria- se montan los sistemas de seguridad social, la
legislación laboral, los discursos sindicales y buena parte de sus lógicas
reivindicativas que incluyen la defensa del salario familiar. El modelo otorga a
las mujeres un lugar periférico en el mercado de trabajo y actúa como un fuerte
legitimador de la noción del salario femenino como complementario, cuya
persistencia explica en buena medida los desniveles salariales entre hombres y
mujeres. El modelo impone además una norma familiar y excluye entre otras, las
opciones de pareja homosexuales.

Globalización, división internacional y división sexual del trabajo

A nivel económico, el proceso de globalización se caracteriza por la


internacionalización y transnacionalización de las economías, al desarrollarse
una red cada vez más compleja de intercambios entre países a nivel financiero,
productivo, comercial y de comunicaciones. Aunque el mercado capitalista
internacional conoce una primera fase de expansión en el siglo XIX y comienzos
del XX, el proceso que se vive desde finales de la década del 60 alcanza
magnitudes y niveles nunca antes vistos. La intensificación de los intercambios e
interconexiones internacionales ha sido liderada en el último cuarto de siglo por

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el mercado financiero, que llega a intercambiar más de un trillón de dólares
diarios, según estimaciones del diario The Economist1 para 1997 (Benería, 1998).
Le siguen la transnacionalización de la producción y la liberalización del
comercio de bienes y servicios. La transformación de las relaciones
internacionales que conlleva este “nuevo orden económico mundial”, incluye
una ingerencia creciente de las compañías transnacionales y de entidades como
el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, la Organización Mundial
del Comercio en los destinos económicos (sociales, políticos y culturales) de los
países, limitando la capacidad de acción de los estados nacionales. No obstante,
la apertura de mercados y la desregulación económica y laboral no son posibles
sin la intervención activa de los Estados: la expansión del mercado es en buena
medida el resultado de la acción del Estado, como lo recuerda Lourdes Benería
retomando a Polanyi (1998).

Para América Latina, la globalización está asociada con los procesos de apertura
económica y de ajuste estructural, exigidos por el FMI a raíz de la crisis de la
deuda en la década del 80 y por los posteriores esfuerzos de integración de
mercados regionales. Significa también la revisión del modelo de
industrialización por sustitución de importaciones, en pro de un modelo de
industrialización para la exportación. Las políticas de ajuste estructural se basan
en una reestructuración económica profunda que comprende un periodo de
austeridad para la gran mayoría de la población, con consecuencias
diferenciadas para los trabajadores de acuerdo con su ubicación laboral y sus
características sociales en términos de género, etnia, edad, quedando claro que
los sectores más pobres pagan los costos más elevados del ajuste.

Si bien en los inicios, como lo destaca Lourdes Benería (1995), el problema de


género estaba poco presente en estos debates, en el último lustro se ha escrito
considerablemente sobre las dimensiones de género de la globalización, la cual
coincide con un incremento sostenido de la participación femenina en el
mercado laboral y la industria. Destacaré dos tipos de procesos que han sido
analizados por investigadoras feministas para poner en evidencia las nuevas
interrelaciones entre la división internacional y la división sexual del trabajo que
ubica a ciertos sectores de trabajadoras del "tercer mundo" en segmentos

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desventajosos del mercado laboral. El primero es el de las zonas de
industrialización para la exportación y el segundo el del trabajo industrial a
domicilio integrado a cadenas internacionales de subcontratación.

El primer ejemplo de la feminización de la fuerza de trabajo está relacionado con


el desarrollo de estrategias de industrialización para la exportación que se
pusieron en marcha en varios países en la década del 70. La nueva división
internacional del trabajo que se va configurando entonces se caracteriza por una
reestructuración industrial que traslada a los países con mano de obra abundante
y barata la realización de procesos manufactureros intensivos en mano de obra.
La apertura del comercio internacional y la explosión de nuevos productos y de
nuevas tecnologías crean un "sistema de manufactura global", al cual se integran
de manera desigual los países en desarrollo. Estas estrategias de
industrialización para la exportación tienen antecedentes en la década del 50,
cuando se establecen en Puerto Rico las primeras Zonas de Producción para la
Exportación, ejemplo que es seguido durante las dos décadas siguientes por
numerosos países en América Latina, el Caribe y Asia: México, El Salvador,
República Dominicana, Corea, Filipinas, Taiwan, Pakistán, Sri Lanka, China
(Fernández-Kelly, 1989). En América Latina, el programa de maquiladoras en la
frontera norte mexicana que llega a emplear cerca del 10% de la fuerza de
trabajo del país, es el caso más estudiado y ha sido erigido como modelo de
estrategia de industrialización para los países latinoamericanos.

En relación con esta forma de vinculación laboral de las mujeres, también existen
divergencias en las interpretaciones. En el caso mexicano, de acuerdo con un
balance realizado por Susan Tiano (1994) predomina la “tesis de la explotación”
que insiste sobre las condiciones de trabajo desfavorables que experimentan las
mujeres: empleos inestables y mal remunerados, segregación ocupacional entre
trabajos “femeninos” no calificados y “masculinos” calificados, tareas femeninas
monótonas y repetitivas, controles arbitrarios y sexistas, malas condiciones
ambientales, dificultades para sindicalizarse... Este tipo de interpretación ha sido
adelantado por autoras como Patricia Fernández-Kelly (1983a, 1983b, 1989, 1994)
Lourdes Benería (1994) o Helen I. Safa (1991, 1994, 1995). A este enfoque se
opone la “tesis de la integración”, defendida por autores como Stoddard (1987) y
Lim (1990) quienes sostienen que el trabajo en la industria maquiladora
representa una mejora sustantiva con respecto a las condiciones de empleo

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accesibles a las mujeres en México, proporcionándoles recursos económicos y
psicológicos para negociar mejor con los hombres en el hogar. Interpretaciones
matizadas rescatan aspectos progresivos de la incorporación de las mujeres a
este tipo de empleos en el campo de las ideologías de género y las relaciones de
poder y autoridad en la familia. Sin embargo, al comparar estas condiciones de
trabajo con las de la clase obrera masculina "central", se observan indudables
desventajas en términos salariales y de derechos laborales en general.

El estudio comparativo de experiencias como la de Puerto Rico, Cuba y


República Dominicana (Safa, 1991, 1995) confirma la presencia de estrategias
empresariales que buscan reducir costos mediante el empleo de mujeres. Las
repercusiones de estas estrategias sobre las dinámicas de género particulares
varían de acuerdo con las características del mercado de trabajo local para ambos
sexos, el tipo de sindicalización, el grado de protección estatal, los patrones
familiares y reproductivos.. Por otra parte, en el caso mexicano, la industria
maquiladora de “segunda generación”, más heterogénea que la primera, con
sectores industriales en expansión, tecnología de punta y nuevos países
inversionistas como el Japón, contrata a un personal más calificado y en forma
creciente a personal másculino y ofrece mejores niveles salariales y
prestacionales... Si bien las mujeres siguen empleadas en su mayoría en sectores
tradicionales como confecciones en donde las formas de empleo y trabajo no
han mejorado significativamente, se han abierto algunas alternativas de empleo
calificado para ellas en el sector de auto-partes (Carrillo 1989, Kopinak 1995).
Aunque los niveles de calificación y productividad han mejorado, los salarios no
se han incrementado significativamente y ha prosperado un nuevo tipo de
sindicalismo “subordinado” o “transparente”, con escasa capacidad negociadora
(Quintero Ramírez 1990).

El segundo ejemplo de las modalidades de incorporación de las mujeres a la


industria en el marco de la nueva división internacional del trabajo es el trabajo
a domicilio, integrado a cadenas internacionales de subcontratación que lo
ubican como su eslabón más débil. Lourdes Benería y Marta Roldán (1992) en
una investigación ya clásica, reconstruyen las cadenas de subcontratación que
articulan a corporaciones multinacionales en países centrales con empresas y
talleres nacionales y trabajadoras a domicilio en ciudad de México. Otros
estudios realizados en Brasil (Abreu, 1993), Colombia (Gladden 1994), México

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(Peña Saint-Martin, 1994) coinciden en señalar las condiciones precarias de
trabajo de estas mujeres, sometidas a pagos a destajo, extensas jornadas
laborales, sin seguridad social y sin ninguna estabilidad en el empleo. Son una
muestra extrema de la flexibilización y precarización del empleo y uno de los
ejemplos que más directamente revela las articulaciones entre los sectores
dinámicos y competitivos de la economía con las modalidades más precarias e
informales de trabajo.

El "nuevo paradigma productivo": flexibilidad laboral y precarización

Buena parte de los debates actuales de la Sociología del Trabajo giran en torno a
la crisis del modelo fordista. Además de la crisis del Estado de Bienestar en los
países industrializados y la intronización del mercado como instrumento básico
de regulación social, el debate gira en torno al surgimiento de un nuevo sistema
industrial que se basaría en la integración de tareas, el empleo de una mano de
obra calificada, la formación de redes de subcontratación entre empresas con
base en relaciones horizontales y cooperativas. Como lo señalan Leite y
Aparecido da Silva (1995), este sistema, llamado “especialización flexible” por
Piore y Sabel (1984), “producción ligera” por Womack et al. (1992); “sistema-
red” por Hoffman y Kaplinsky (1988) se caracterizaría “por la superación de la
organización fordista del proceso de trabajo y su sustitución por una nueva
forma de organización basada en la implicación de los trabajadores en los
objetivos empresariales”. Leite y da Silva hacen una lectura crítica de estas
teorías, mostrando cómo estos autores generalizan abusivamente al conjunto de
la economía tendencias observadas en algunos sectores muy particulares como la
industria automotriz. Su enfoque, excesivamente optimista, se limita a
considerar aspectos técnicos y económicos, ignorando los factores políticos,
sociales y culturales y minimizando los problemas sociales que le acompañan.
Las investigaciones de los últimos años han mostrado la inexistencia de un
nuevo patrón productivo único y universal, al documentar una gran variedad de
experiencias en función del país, el sector o la empresa, en donde se combinan
taylorismo y especialización flexible.

Uno de los temas que domina en los discursos apologéticos del nuevo modelo es
el tema de la "flexibilidad", considerada como la panacea del mismo. Como lo

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han señalado numerosos críticos, la "flexibilidad" remite a diferentes
dimensiones. El análisis de Elson (1995a) incluye las siguientes:
. flexibilidad en la forma de producción, con alteración de la división
técnica del trabajo.
. flexibilidad en la estructura organizacional de las empresas, con redes de
subcontratación y sociedades entre firmas.
. flexibilidad en el mercado de trabajo, con crecientes desregulaciones y
alteraciones en los contratos, costumbres y prácticas que organizan el mercado
de trabajo, facilitando la contratación y el despido de trabajadores.

De acuerdo con esta autora, estos tres tipos de flexibilidad generarían un


aumento en la flexibilidad funcional, obteniéndose así mayor flexibilidad en la
definición de tareas; en la flexibilidad numérica, tanto en número de
trabajadores como en horas de trabajo (turnos y total de horas trabajadas); y en
la flexibilidad financiera, es decir, mayor flexibilidad en los costos del trabajo a
través de la minimización de los costos fijos. (Abreu, 1995). La flexibilidad ha
sido analizada por algunos autores como el eje de un nuevo esquema de
dominación y de distribución del poder (Appay 1994) y de desestructuración de
la clase obrera (Bilbao, 1992). La flexibilidad "positiva" asociada con cooperación,
calificación y autonomía en el trabajo es indisociable de la flexibilidad "negativa"
a nivel de la contratación. La cooperación de los trabajadores con los nuevos
esquemas de producción está estrechamente relacionada con el efecto
"disciplinador" que tiene su nueva vulnerabilidad contractual. Dentro de esta
perspectiva crítica, se cuestionan los análisis en términos de crecimiento
económico y competitividad que remiten a la categoría de "costos necesarios",
fenómenos como el desempleo o la precarización del empleo y se asume, al
contrario, que estos dos constituyen procesos centrales de la reestructuración de
la economía y del trabajo. Desde la óptica de las relaciones de género, se hace
evidente que las consecuencias de las modificaciones que afectan el proceso
productivo y en el mercado de trabajo difieren para hombres y mujeres, y para
las distintas categorías de trabajadores y trabajadoras. Danièle Kergoat (1992)
afirma que la flexibilización en muchos casos significa para los hombres una
reprofesionalización del trabajo con integración de funciones, mientras para las
mujeres significa en general precarización de las formas de contratación y
empleo.

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Las crecientes flexibilización y precarización del empleo coinciden con un
incremento sostenido de la participación femenina en el mercado de trabajo
desde finales de la década del 70, tanto en los países industrializados como en
los no industrializados. Este incremento se produce en medio de una
sobrerrepresentación de las mujeres en los empleos precarios. Según datos para
el Mercado Común europeo, el 70% de los nuevos puestos de trabajo creados
entre 1985 y 1992, considerados descalificados, se encuentran en el sector
servicios, en tiempo parcial y ocupados por mujeres. En 1990, el 22% del total de
los nuevos puestos de trabajo creados en Inglaterra, son “a tiempo parcial”,
siendo el 87% de ellos desempeñados por mujeres (da Silva Blass, 1997). Para
América Latina, el índice de crecimiento de la PEA por sexo entre 1970 y 1990 es
del 251,7% para las mujeres y del 168,4% para los hombres pero en la mayoría de
los países, las tasas de desempleo para las mujeres son superiores a las de los
hombres (Valdes, Gomariz, 1995).

Los procesos de globalización y apertura económica no han transformado la


tradicional segregación horizontal y vertical del mercado laboral según el
género. Los estudios latinoamericanos de los últimos años (Valdes y Gomariz
1995; Abreu 1995, Arriagada 1994 entre otros) coinciden en señalar algunas
tendencias en los ochenta y los noventa como son el aumento sostenido de la
participación femenina, una distribución desigual de hombres y mujeres en la
estructura ocupacional, una creciente vinculación de las mujeres al empleo
asalariado, con ingresos claramente inferiores a los masculinos a pesar del
incremento visible del nivel educativo de las mujeres que alcanza o supera al de
los hombres.

Es importante recordar que el empleo en América Latina se compone en


porcentajes muy altos de ocupaciones informales. A comienzos de los noventa,
dos de cada cinco mujeres ocupadas en las zonas urbanas lo hacían en empleos
por cuenta propia o como familiares no remuneradas de baja calificación o como
empleadas domésticas, con importantes diferencias según los países (Valdes,
Gomariz, 1995). Por otra parte, el trabajo de una proporción muy alta de
mujeres se desenvuelve en un contexto doméstico, como lo señala Abreu para el
Brasil sumando las empleadas domésticas, las trabajadoras a domicilio y las que
se emplean en pequeños negocios en domicilios ajenos (1995). Esto produce una
configuración particular de la segmentación por género del mercado laboral en

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América Latina. De este modo, las nuevas líneas de demarcación que separan a
los hombres con contratación permanente de las mujeres con contratación
temporal y que afectan a la población asalariada, se suman a las anteriores líneas
de fractura que diferencian a las mujeres subempleadas a domicilio de los
hombres trabajadores independientes, microempresarios o asalariados.

La crisis del modelo “fordista” de proveedor y el problema de la reproducción

Una de las dimensiones del agotamiento o sustitución del modelo "fordista" que
ha sido menos estudiada es la que atañe a la crisis del modelo de proveedor
masculino. Maria Patricia Fernández-Kelly (1994) sostiene la tesis de que el
orden económico que reposaba sobre el modelo de trabajador varón proveedor y
el corolario de la mujer como encargada del trabajo doméstico, ha sido
transformado por la globalización económica durante las últimas tres décadas.
De acuerdo con su tesis, la concentración de la producción industrial en los
países centrales desde el siglo XIX y la movilización de los trabajadores hicieron
posible un incremento sostenido de los salarios reales, fundamentalmente
masculinos. Este aumento de los salarios habría ocasionado una crisis de
rentabilidad que estimuló el cambio tecnológico y la relocalización industrial. El
traslado de segmentos de la producción a países sub-desarrollados que
acompaña al "nuevo orden económico" en la década del 70 permitió a los
empleadores aprovechar los enormes diferenciales salariales y frenar el alza de
salarios en los países desarrollados. El mismo fenómeno ayudó a los
inversionistas a evitar las tarifas sindicales y los salarios comparativamente altos
de los países desarrollados y obtener beneficios derivados del empleo de mano
de obra poco costosa en los países subdesarrollados. Numerosos gobiernos de
Asia, América Latina y el Caribe proporcionaron incentivos para desarrollar
zonas de industria para la exportación y maquiladoras en las cuales millones de
trabajadores, especialmente mujeres, ensamblaron productos para el mercado
mundial. Desde este punto de vista, la globalización y la feminización de la
fuerza de trabajo industrial tuvieron efectos de contención salarial y re-
disciplinamiento de la fuerza de trabajo en una gran escala.

A pesar de su creciente importancia como trabajadoras remuneradas, las mujeres


siguen asumiendo la mayoría de las tareas del hogar, especialmente en el
cuidado de los niños. La redefinición de los roles de género ocurre en un

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contexto con pocas evidencias de que los hombres hayan aumentado su
participación en el trabajo doméstico. Los análisis sobre el impacto de la crisis en
las estrategias familiares en América Latina (Benería 1992, González de la Roche
1995, Arriagada 1994), confirman que el deterioro de los ingresos masculinos
redundan en una intensificación del trabajo doméstico de las mujeres y una
prolongación de las jornadas dedicadas a esas tareas. En ese sentido, la caída de
los salarios y el creciente desempleo no solamente obligan a multiplicar los
proveedores en el hogar sino que este último debe suplir bienes y servicios que
las familias adquirían anteriormente en el mercado. De acuerdo con González de
la Rocha (1994), la familia se convierte en un amortiguador de la protesta social
al limitar los efectos negativos de la crisis mediante una intensificación del
trabajo remunerado y no remunerado de los miembros de la familia, en
particular de las mujeres y los niños.

Las economistas feministas y otros economistas alternativos han señalado la


importancia del trabajo de reproducción social que permanece invisible,
excluido de las cuentas nacionales y no remunerado. Diane Elson (1995b, citada
por Campillo 1998) habla de dos economías: "una economía en la que las
personas reciben un salario por producir cosas que se venden en los mercados o
que se financian a través de los impuestos. Esta es la economía de los bienes, la
que todo el mundo considera 'la economía' propiamente dicha, y por otro lado
tenemos la economía oculta, invisible, la economía del cuidado". Estas dos
economías no están, sin embargo, separadas. Al contrario, existen estrechos lazos
entre la una y la otra, de los cuales la economía oficial no es consciente. Desde la
II Conferencia Mundial sobre la Mujer, en Copenhague en 1980, el tema del
trabajo doméstico como espacio de subordinación y transferencia a la economía
de mercado, fue incluido en la agenda del movimiento de mujeres y la III
Conferencia (Nairobi 1985) recomendó hacer esfuerzos para medir y reflejar en
las estadísticas y cuentas nacionales las contribuciones no remuneradas de las
mujeres a la agricultura, la producción de alimentos, la reproducción y las
actividades domésticas.

Se han señalado los efectos sociales inequitativos que tiene el mantenimiento del
trabajo doméstico en manos de las mujeres y los menores. Uno de ellos es el
subsidio a la producción de mercado y a la acumulación de capital que se realiza
mediante la transferencia de valor de la economía de la casa a la economía de

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mercado. El trabajo doméstico contribuye a abaratar los costos de reproducción
de la fuerza de trabajo y a amortiguar la pérdida de poder adquisitivo de los
salarios en tiempos de crisis mientras la presencia de una mano de obra
femenina abundante en los hogares ejerce un "efecto depresor" sobre los salarios.
Un segundo efecto es la inequidad en las oportunidades de mujeres y hombres
para acceder a los mercados laborales y permanecer en ellos. Las extensas
jornadas de trabajo que deben cumplir las mujeres sumando trabajo doméstico y
remunerado limitan considerablemente sus posibilidades de acceder a los
sectores más dinámicos, a obtener empleos de tiempo completo, mejorar su
capacitación y nivel de ingresos; situación que se agrava para las mujeres jefas
de hogar cuyo número tiende a aumentar considerablemente en América Latina
(Campillo 1998).

Otro efecto importante en el contexto de desmonte del Estado de bienestar es la


organización de los servicios y políticas sociales sobre los cimientos invisibles
del trabajo doméstico. El estado no considera necesario socializar servicios de la
esfera doméstica mientras exista el trabajo no pagado de las mujeres en el hogar
y tiende, al contrario, a transferir algunas de sus funciones privatizando
actividades de servicios y delegándolas a organizaciones de la sociedad civil que
acuden al trabajo voluntario y altruista de mujeres y otros miembros de las
comunidades. La invisibilidad del trabajo doméstico también permite ocultar
trabajo femenino productivo, especialmente en las actividades agropecuarias y
en el sector informal. (Campillo, 1998).

La transformación de las percepciones culturales sobre la obligación exclusiva de


las mujeres de encargarse del trabajo doméstico están relacionadas con
transformaciones en la producción que tienden a atomizar la fuerza de trabajo.
La individualización de la fuerza de trabajo con base en las nuevas definiciones
de género comportó la promesa para las mujeres de una independencia
económica y personal, así como de una mayor igualdad entre los sexos. En
realidad, el trabajo remunerado se ha convertido en una necesidad para las
mujeres pero no va acompañado del acceso a un salario de proveedora ni a un
salario "para la vida y la independencia" como fue la consigna de las obreras
sindicalistas francesas en el siglo XIX. La desregulación laboral y el creciente
abandono de responsabilidades con respecto a la reproducción de los
trabajadores por parte de las empresas y del Estado ha intensificado el trabajo

16
doméstico e invisible, el cual permanece en elevadas proporciones en manos de
las mujeres.

Algunas perspectivas

El equivalente al sindicalismo "fordista" en América Latina se constituyó en los


países con procesos de industrialización por sustitución de importaciones más
exitosos, como Argentina, México o Brasil. La negociación colectiva y el
protagonismo sindical en relación con el Estado generaron un "control sobre el
puesto de trabajo", de acuerdo con Bilbao (1993), para algunos sectores de
trabajadores. En Colombia, este tipo de sindicalismo se desarrolló en el Estado y
en algunas grandes empresas. El obrero fabril, de sexo masculino, blanco o
mestizo y la lucha salarial strictu sensu constituyeron el modelo básico que
orientó la acción sindical en América Latina, de espaldas a un mundo donde el
trabajo informal, los servicios, el trabajo femenino, infantil, la diversidad racial y
étnica han sido primordiales (Godinho Delgado, 1995).

Martha Roldán considera que el esquema fordista de sindicalismo ofrecía un


marco más propicio para la participación equitativa de las mujeres. El sistema de
convenciones colectivas por rama que existía en Argentina antes de las reformas,
por ejemplo, garantizaba una distribución de ingresos mínimos y un grado
elevado de homogeneidad social. Según Roldán, esta homogeneidad, a pesar de
las desigualdades genéricas, otorgaba verosimilitud a las demandas feministas
de igual remuneración por igual trabajo o por trabajo de igual valor (1995). Esto
puede ser cierto para un sector minoritario de trabajadoras asalariadas estables
pero excluye a un inmenso contingente de mujeres cuyas formas de trabajo no
coinciden con el modelo asalariado "fordista": asalariadas en condiciones
precarias, trabajadoras a domicilio, trabajadoras por cuenta propia, empleadas
domésticas. De este modo resulta paradójico que la "feminización" de las
condiciones de empleo de la mayoría de los trabajadores que ha disuelto la base
social tradicional del sindicalismo, lo obligue hoy a replantear sus formas de
acción, su filosofía y sus objetivos sociales, económicos y políticos, para tratar de
incluir la diversidad de problemáticas laborales existentes incluidas las de las
mujeres.

17
Orientar la acción reivindicativa, sindical y política hacia la equidad de género
en el trabajo implica analizar simultáneamente el trabajo asalariado y el
doméstico y ampliar el concepto de trabajo y de trabajador(a), problematizando
el modelo general de “productor” y “trabajador” encarnado en el obrero fabril,
profesional, asalariado y masculino. De acuerdo con Kergoat, el esfuerzo debe
dirigirse a “restablecer las conexiones entre lo que había sido separado hasta
aquí, a través de una definición más extensiva de trabajo...” , a partir de la cual,
el trabajo doméstico y las particularidades del trabajo asalariado de las mujeres
no sean mas “excepciones a un modelo supuestamente general”. (H. Hirata y D.
Kergoat, 1987, citado por da Silva Blass 1997:66).

Especulando sobre el futuro a partir de las tendencias observables en Europa


especialmente, Elda Guerra (1988) retoma a Gallino para imaginar algunos
escenarios: uno de ellos, hiperliberal, en el cual podrían coincidir una ruptura de
la segregación por sexo y una disminución de la cantidad de trabajo disponible,
con una polarización creciente entre un área restringida del mercado de trabajo
que comprende las profesiones de alta calificación y un área más extensa de
malos trabajos por los cuales compiten trabajadores y trabajadoras que transitan
entre ocupaciones marginales, descalificadas y el desempleo. Se trataría de una
eliminación de la segregación de género dentro de una jerarquía social
rígidamente establecida.

Otro escenario posible es la ampliación de las tendencias actuales: una mayor


penalización de las mujeres ante la reducción de la demanda de trabajo,
concentrándolas en los trabajos de tiempo parcial, acentuándose la
discriminación sexual. Esto puede coexistir con una tendencia a la reclasificación
en términos de utilidad y prestigio social de las profesiones en las que aumenta
la presencia femenina. En este caso, se acentuaría la segregación de género en los
trabajos poco calificados y se avanzaría hacia una mayor equidad de género en
los trabajos calificados y profesionales.

La tercera alternativa, que rescataría la existencia de identidades laborales


sexualmente connotadas, implica una revaluación social de los trabajos
realizados por las mujeres para la reproducción de las condiciones cotidianas de
existencia. Esto significaría una ampliación del concepto de trabajo para incluir
"el complejo de actividades productivas y reproductivas desarrolladas en el

18
mercado, en la economía informal, en la economía doméstica y familiar"(Guerra
1988:13). Esto implicaría redistribuir la actividad laboral y replantear una cultura
del trabajo, o mejor del "obrar humano", que comprenda también la experiencia
femenina.

La ampliación del concepto de trabajo también ha sido planteada por las


economistas feministas. La definición más incluyente de mano de obra recogida
en un estudio realizado por Anker y Hein (1987, citado por Campillo 1998) es la
que propone la OIT y dice así: "personas cuyas actividades generan productos y
servicios, independientemente de que estos se vendan o no, que deberían
incluirse en las estadísticas sobre la renta nacional" (17). Las mediciones
parciales que se han hecho en esta dirección han sido tan impactantes que
organismos internacionales como el PNUD han tenido dificultades para
encontrar formas de evaluar y reconocer la contribución del trabajo no
monetizado sin generar cambios radicales... En efecto, para 1996, el mismo
PNUD proponía un estimativo de la contribución de la economía no monetizada
generada por el trabajo en los hogares, a nivel mundial, del orden de 16 billones
de dólares, es decir, un 70% del valor total del producto bruto oficial del mundo
estimado en 23 billones (PNUD 1996: 110, citado por Campillo). De estos 16
billones, 11 correspondían a aportes realizados por las mujeres en actividades
ignoradas por las estadísticas oficiales. Los sistemas de cuentas nacionales
promovidos por las Naciones Unidas y el Fondo Monetario Internacional no
incluyen directrices ni elementos metodológicos para medir las actividades no
remuneradas. Según Waring (1988, citado por Koch 1995), el sistema de cuentas
nacionales de Naciones Unidas y su aplicación en los países han dejado por
fuera precisamente los objetivos sociales y valores conectados con la
reproducción de toda la raza humana, esto es: las condiciones de vida de
mujeres, niños y niñas, el mantenimiento de los recursos naturales y los costos
del deterioro ambiental (Campillo 1998).

Algunas autoras y autores señalan la presencia de cambios embrionarios en la


división sexual del trabajo, como consecuencia inesperada y positiva de las
transformaciones en las condiciones de trabajo, con su creciente flexibilidad e
incertidumbre. Hombres y mujeres estarían sometidos a condiciones laborales
cada vez más semejantes al eliminarse el paradigma del trabajo asalariado
estable, asociado fundamentalmente con el varón. Casa y calle tenderían a

19
convertirse en espacios de trabajo para hombres y mujeres haciendo posible una
división del trabajo flexible que combine tareas en el ámbito doméstico y
responsabilidades laborales en el ámbito público.

Un nuevo paradigma de desarrollo que promueva y aliente la igualdad y la


equidad entre los géneros, nos dice Fabiola Campillo (1998), debería incluir,
además de los derechos fundamentales conquistados por las mujeres en las
últimas dos décadas y consignados en la Plataforma de Acción de la IV
Conferencia sobre la Mujer en Beijing (1995), cambios radicales frente al trabajo
doméstico no pagado, que lo conviertan en un trabajo visible, incluido en las
cuentas nacionales, asumido como corresponsabilidad de hombres y mujeres, y
remunerado.

En un ejercicio de imaginación política que se inscribe dentro de los esfuerzos de


intelectuales de izquierda norteamericanos por darle contenido a la idea de
"democracia radical", Nancy Fraser (1997) en contravía con el desmonte de los
estados de bienestar propone el modelo de "Cuidador Universal" como
alternativa al "Proveedor Masculino" que caracterizó al fordismo. Según Fraser,
este utópico modelo sería el único capaz de romper con la inequidad de género
en todos los ámbitos. Se trata de hacer que los actuales patrones de vida de las
mujeres, que combinan la actividad de proveedoras con las de cuidado2, con
grandes dificultades y esfuerzos, se conviertan en la norma para todos... De este
modo se promueve simultáneamente la participación equitativa de las mujeres
en la sociedad civil y en la política y la participación masculina en el ámbito
doméstico, socialmente revaluado. Los puestos de trabajo estarían diseñados
para empleados que son también cuidadores. En esta transformación, la acción
del Estado es fundamental pues éste sería el encargado de desmantelar la
oposición genérica entre proveedor y cuidador, subvirtiendo la división sexual
del trabajo y reduciendo la importancia del género como principio estructurante
de la organización social.

En este mismo orden de ideas, pero en otro registro, Lourdes Benería (1998) trae
a colación la discusión sobre el tipo de racionalidad que ha servido de sustento a
la teoría económica neoclásica, basada en la búsqueda de beneficio, que excluyó

2 Nancy Fraser incluye dentro de las actividades de "cuidado" las actividades domésticas de
mantenimiento del hogar y preparación de alimentos, el cuidado de los niños, los ancianos, los enfermos...

20
otros tipos de comportamiento como la reciprocidad, la redistribución o el
altruismo. Apoyándose en el análisis de Karl Polanyi (1957) sobre la expansión
del mercado como construcción social en los países europeos del siglo XIX y
primera parte del XX, Benería plantea la necesidad de complementar o
reemplazar los supuestos de los modelos económicos neoclásicos con modelos de
conducta alternativos y transformadores. Retoma la crítica a la economía clásica
que desde Adam Smith considera que la búsqueda del interés individual a
través del mercado conduce a una asignación eficiente de los recursos, favorable
al bienestar colectivo. El discurso triunfalista del mercado que ha acompañado la
globalización ha dado nuevo impulso al culto a la productividad, la eficiencia y
el crecimiento económico, exaltando la conducta individualista y competitiva y
la aceptación tácita de las nuevas desigualdades económicas y sociales. Benería
se pregunta si los comportamientos de las mujeres, tradicionalmente asociados
con el cuidado de otros, la solidaridad o el altruismo pueden constituir un tipo
alternativo de conducta o si, al contrario, la inserción creciente de las mujeres en
la economía de mercado, ha transformado sus modos de actuar hacia una
racionalidad económica similar a la masculina. Sin caer en consideraciones
esencialistas, que pretendan atribuir a las mujeres comportamientos altruistas
por naturaleza, Benería recoge los planteamientos de un número importante de
economistas feministas que han mostrado con múltiples ejemplos la existencia
de conductas económicas que contradicen abiertamente los postulados
neoclásicos, una buena parte de las cuales proviene de las mujeres. Tal como
Polanyi puso en evidencia las tendencias disruptivas del mercado, y el
sometimiento de la sociedad a la economía, Lourdes Benería llama la atención
sobre las agudas contradicciones sociales que ha generado esta nueva etapa de
expansión del mercado. Reafirma la necesidad de situar la actividad económica
al servicio del desarrollo humano y pensar la productividad y la eficiencia sólo
desde el punto en que contribuyen a aumentar el bienestar colectivo:

"Esto significa, por ejemplo, que las cuestiones relacionadas con la


distribución, la igualdad, la ética, la dignidad humana, el medio
ambiente, y la misma naturaleza de la felicidad individual, desarrollo
humano y cambio social tienen que ser centrales en nuestras agendas. Este
proyecto también requiere la transformación de nuestros esquemas
teóricos y la reconceptualización de los modelos convencionales y sus
implicaciones prácticas" (Benería, 1998, 16)

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