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Allende Porno Star (Para Atlas)
Allende Porno Star (Para Atlas)
Perón
tenía una pija enorme
la mostraba
con insistencia
a sus compañeros
en los baños
del liceo.
Carlos Godoy, Escolástica
peronista ilustrada
11 de septiembre de 2013.
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El asunto es que de pronto, no sé cómo, el flujo se interrumpe, algo se corta. Y
caigo.
Como en Alicia, también aquí hay un señuelo, un mensajero que anticipa y prepara
la caída. En este caso, el conejo blanco es una famosa foto de Allende, parte de su
iconografía épica, intervenida con un vistoso código QR sobre su rostro (imagen de
la serie POP-UP, de Felipe Rivas San Martín, de septiembre de 20131). La
descifrabilidad del rostro de Allende se ve interrumpida por la sobreimpresión de
un mensaje encriptado, un Q(uee)R code. El aura del rostro épico, vivo y hablante,
se petrifica en un jeroglífico, muerto y mudo: desmembramiento alegórico que
suspende la continuidad visual entre significante y significado. Desde la barra, nos
habla, silenciosa, esa singular esfinge moderna: el código.
Y bien, ¿qué nos dice el código en ese espaciamiento que supo inscribir en el flujo
ininterrumpido de las imágenes virtuales de la web? ¿Cómo leer ese jeroglífico que
encripta la marea conmemorativa de las imágenes épicas de la izquierda? Como la
palabra de la esfinge, el código QR es escritura cifrada: todo está allí, simplemente
hay que saber leer. La lectura, como la escritura, es una técnica, una astucia para
poner a los objetos de nuestro lado. Cada protocolo de lectura habla de la época. La
lectura de las vísceras, por ejemplo, habla de protocolos mágico-anímicos. La
lectura de códigos QR remite a protocolos científico-comerciales.
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modo que el código, en vez de garantizar el flujo de mercancías inmateriales, pone
en cuestión la descifrabilidad inmediata de la imagen. Foto-escritura, imagen-
escritura: jeroglífico en la era de la reproductibilidad, pictografía de masas. Contra
la imagen-cliché que dispone lo real para su circulación mercantil, la imagen-
jeroglífico rompe la univocidad y recuerda que también la imagen ha de ser leída.
Incluso, diríase, la imagen de Allende. Ambas fuerzas están allí, una contra otra,
pero no neutralizándose sino potenciándose en su recíproca violencia, como en el
aikido: la crítica tiene que aprender a no dar golpes y patadas, sino a evadir y
redireccionar la violencia ya circulante –las imágenes ya circulantes. El QueeR code
no es situacionismo, sino entrismo parasitador de la «sociedad del espectáculo».
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violencia que pone en jaque la distinción entre palabra y voz, entre sentido y
sonido). Ambas series (bios entrelazándose con zoé y logos con phoné) culminan en
un mismo estallido final: el cum shot performático por un lado, y, por otro, el texto-
voz que despliega la pregunta por la tensión entre imagen y real, entre escena y
obscenidad, entre serialidad y singularidad. El video concluye con una irónica
afirmación del mandato realista del cine porno: «gracias al cum shot sabemos que
lo que hemos visto es real». («La única verdad es la realidad», decía, pornográfico,
el General.)
De este modo, «Ideología», la vieja palabra, puede ser entendida, al presidir esta
video-performance, en dos sentidos. En primer lugar, como alusión a la crítica
ideológica que el video plantea de la izquierda que aún pretende manejarse con los
protocolos modernos de la representación. La irreverente puesta en cuestión de la
evidencia supuesta en la imagen de Allende, la puesta en duda de su estatuto de
portadora transparente de una experiencia emancipatoria del pasado supuesta
como disponible sin más para un presente, la interrupción de la empatía
celebratoria que liga imagen a experiencia y que es supuesta en este 11 de
septiembre por una izquierda que vuelve a consolarse con sus fantasías
melancolizadas, con las fantasmagorías espectacularizadas en una era de
desolación y derrota: este es el primer movimiento del video.
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no opone el curso apariencial de la imagen al curso real de la historia (ideología 1).
Es más bien una interrogación sobre la circulación de las imágenes, y el semen
«real» chorreando sobre la foto «fetiche» es un nuevo desdoblamiento de la
imagen (ideología 2). El cum shot como «prueba» de realidad es sólo eso –y nada
menos que eso–: imagen contra imagen (gramática pensante de la disposición
relativa de las imágenes).
En este delicado trabajo podemos reconocer una doble crítica a la izquierda: contra
la izquierda tradicional, el registro más ruidoso del video muestra una cruda
iconoclastia contra-conmemorativa capaz de destituir el fetiche revolucionario en
la provocación pornográfica; pero a la vez, contra toda la gestualidad reactiva de la
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izquierda liberalizada en las gramáticas «posmo», el fin del teatro no implica el fin
de la política, sino el reclamo de llevarla a un nuevo registro, a una nueva guerra
trans-representacional. No hay celebración del simulacro. Se afirma el
encriptamiento de las imágenes a la vez que su relación inmanente con el deseo.
Hay un desplazamiento desde las imágenes de lo real (representación,
desdoblamiento, presentación) hacia las imágenes-real (acto, flexión, agujero). Al
fin y al cabo, entender un polvo en la foto de Allende como un acto de insolencia
irrespetuosa ya supone un protocolo púdico-realista de lectura, típico de la
izquierda ascética tradicional; del mismo modo, entenderlo como un mero acto de
des-jerarquización lúdica de los signos y de juego indiferente con las imágenes
devenidas en significantes vaciados ya supone un protocolo nihilista de lectura,
típico de cierta izquierda «posmoderna». Un protocolo post-porno a la vez que
post-posmo podría rezar: un cum shot en la foto de Allende es, después de todo, un
acto de amor. La crítica a las inercias militantes que se reproducen en la
iconografía hagiográfica de las izquierdas vernáculas no se escenifica aquí como
celebración del fin, sino como promesa de recomienzo, como fidelidad a la
emancipación encriptada en ese nombre siempre fuera-de-sí: Allende.
Y bien, escribiendo desde donde lo hago no puedo evitar esta reacción inicial: esto
sería impensable en la Argentina.
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ochenta, es decir, no tuvieron juicios a los militares ni «escena de la ley», no hubo
interregno entre terrorismo de Estado y terrorismo de mercado. Y el resultado es
curioso: ciertamente impuso a fuerza de terror pinochetista el neoliberalismo craso
que llega hasta el día de hoy, pero al mismo tiempo engendró una izquierda radical
que no tuvo que montar la parodia del pacto democrático, de la transición lograda,
de la república verdadera, del duelo consumado. Si «el estado de excepción en que
vivimos se ha vuelto la norma», en Argentina hemos asumido el ethos de salvar las
apariencias de la norma (siempre asediados por la irrupción de esa excepción que
creemos excepcional), mientras que en Chile se ha vivido y se ha pensado el estado
de excepción que se inscribe en la propia estructura de la norma.
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Boni, en la nuda vida del «pichi» retratada por Fogwill, en los devenires
minoritarios de Néstor Perlongher y sus políticas del deseo, en la temporalidad
anacronizada del utópico «el futuro ya fue» de Héctor Libertella, en la comunidad
impresentable del irrepresentable «no matar» en Oscar del Barco. En estas
prácticas y escrituras opera un desfondamiento: no hay ley, ni del estado ni del
padre, capaz de contener la irrupción de una heterogeneidad irreductible. Y con la
masa amorfa que allí se libera difícilmente se pueda construir un educado «pacto
social», o diseñar un maleducado –aunque orgánico– «pueblo». Sin embargo, una
izquierda que no sepa hacerse cargo de ese soplo irreductible –de esa diseminación
sin padre, de ese cum shot político– difícilmente pueda superar la gesticulación de
fórmulas perimidas.
Quizá por eso, esa tarde del 11 de septiembre, algo se cortó en mi pantalla. Y me
permitió caer.
Allende-la-imagen.