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Liev Nikolaievich Tolstoi nació en Yásnaia Poliana, Tula, Rusia, el 28 de agosto de 1828, en el seno
de una adinerada familia de procedencia aristocrática. Su padre era el conde Nikolai Ilich Tolstoi y
su madre la princesa Maria Nikolaievna Volkonski.
Tolstoi se crió con sus tías paternas en la gran hacienda familiar tras el fallecimiento de sus padres
cuando todavía era un niño. A partir de 1844 estudió en la Universidad de Kazán leyes y lenguas
orientales, pero abandonó sus estudios en 1847 descontento con los métodos educativos.
Su primer libro fue Infancia (1852), continuado por Adolescencia (1852-54) y Juventud (1857), una
trilogía autobiográfica. En Relatos de Sebastopol (1855-1856) rememoraba su época bélica. Más
tarde publicó Felicidad Conyugal (1859).
Su espíritu social y solidario le llevó a fundar una escuela en 1857 a la que asistían los hijos de los
campesinos que trabajaban en su hacienda.
También creó una revista denominada Yasnaia Poliana en la que exponía sus idearios
pedagógicos. En el año 1862, contrajo matrimonio con Sofia Andrejevna Bers, a quien el escritor
llamaba Sonia.
Guerra y Paz (1865-1869) y Ana Karenina (1878) son sus novelas más conocidas, de estilo sencillo,
perspectiva realista e incisión psicológica en sus personajes.
Otros títulos de importancia del autor ruso son Los Cosacos (1863) La Muerte de Iván Ilich (1886),
Sonata a Kreutzer (1889) o Resurrección (1899).
La última etapa de su obra, marcada por varias desdichas como la muerte de dos de sus hijos, se
caracteriza por sus conflictos y reflexiones espirituales, éticas y filosóficas, bases de títulos como
Confesión (1879), En que consiste mi fe (1882), La iglesia y el Estado (1891) o La doctrina cristiana
(1897), libros en los que pone de manifiesto su creencia en el amor y la humildad como base
principal del ser humano. Por estos textos fue excomulgado por la Iglesia Ortodoxa en 1901.
La obra de Tolstói ha sido llevada al cine de manera recurrente desde principios del siglo XX;
Guerra y Paz, Ana Karenina, Resurrección o La última estación son algunos de los títulos que más
se han adaptado. Además, también hay versiones teatrales e incluso operísticas de sus novelas.
Tolstói murió en 1910, a los 82 años de edad, aquejado de una fuerte neumonía. A su entierro
acudieron miles de personas desde todos los rincones de Rusia para acompañar su último viaje.
Ana Karenina
(Fragmento)
Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial
para sentirse desgraciada.
En casa de los Oblonsky andaba todo trastrocado. La esposa acababa de enterarse de que su
marido mantenía relaciones con la institutriz francesa y se había apresurado a declararle que no
podía seguir viviendo con él.
Semejante situación duraba ya tres días y era tan dolorosa para los esposos como para los demás
miembros de la familia. Todos, incluso los criados, sentían la íntima impresión de que aquella vida
en común no tenía ya sentido y que, incluso en una posada, se encuentran más unidos los
huéspedes de lo que ahora se sentían ellos entre sí.
La mujer no salía de sus habitaciones; el marido no comía en casa desde hacía tres días; los niños
corrían libremente de un lado a otro sin que nadie les molestara. La institutriz inglesa había tenido
una disputa con el ama de llaves y escribió a una amiga suya pidiéndole que le buscase otra
colocación; el cocinero se había ido dos días antes, precisamente a la hora de comer; y el cochero
y la ayudante de cocina manifestaron que no querían continuar prestando sus servicios allí y que
sólo esperaban que les saldasen sus haberes para irse.
El tercer día después de la escena tenida con su mujer, el príncipe Esteban Arkadievich Oblonsky –
Stiva, como le llamaban en sociedad–, al despertar a su hora de costumbre, es decir, a las ocho de
la mañana, se halló, no en el dormitorio conyugal, sino en su despacho, tendido sobre el diván de
cuero.
Volvió su cuerpo, lleno y bien cuidado, sobre los flexibles muelles del diván, como si se dispusiera
a dormir de nuevo, a la vez que abrazando el almohadón apoyaba en él la mejilla.
«¿Cómo era», pensó, recordando su sueño. «¡A ver, a ver! Alabin daba una comida en Darmstadt...
Sonaba una música americana... El caso es que Darmstadt estaba en América... ¡Eso es! Alabin
daba un banquete, servido en mesas de cristal... Y las mesas cantaban: "Il mio tesoro"..: Y si do era
eso, era algo más bonito todavía.
Los ojos de Esteban Arkadievich brillaron alegremente al recordar aquel sueño. Luego quedó
pensativo y sonrió.
«¡Qué bien estaba todo!» Había aún muchas otras cosas magníficas que, una vez despierto, no
sabía expresar ni con palabras ni con pensamientos.
Observó que un hilo de luz se filtraba por las rendijas de la persiana, alargó los pies, alcanzó sus
zapatillas de tafilete bordado en oro, que su mujer le regalara el año anterior con ocasión de su
cumpleaños, y, como desde hacía nueve años tenía por costumbre, extendió la mano hacia el lugar
donde, en el dormitorio conyugal, acostumbraba tener colocada la bata.
Sólo entonces se acordó de cómo y por qué se encontraba en su gabinete y no en la alcoba con su
mujer; la sonrisa desapareció de su rostro y arrugó el entrecejo.
Confesión
(Fragmento)
A juzgar por algunos recuerdos, nunca creí seriamente, sólo tenía confianza en lo que mis
mayores me enseñaban y profesaban ante mí; pero esa confianza era muy vacilante.
Recuerdo que, cuando tenía unos once años, recibimos un domingo la visita de un chico
que estudiaba en el liceo, Volodinka M., muerto ya hace mucho tiempo, quien nos anunció como
una gran novedad un descubrimiento que había hecho en el liceo. El descubrimiento era que Dios
no existía y que todo cuanto nos enseñaban no era más que pura invención (esto sucedió en
1838). Recuerdo cuánto se interesaron por esta noticia mis hermanos mayores; incluso me
llamaron para que participara en el coloquio. Todos, me acuerdo, estábamos muy excitados y
acogimos la noticia como algo sumamente interesante y completamente posible.
Mi desarraigo de la fe se produjo del modo habitual entre la gente que ha recibido nuestro
mismo tipo de educación. Me parece que en la mayoría de los casos sucede así: la gente vive como
vive todo el mundo, y todo el mundo vive basándose en principios que no sólo no tienen nada que
ver con la fe, sino que, las más de las veces, se oponen a ella. La fe no participa en la vida, no
regula en modo alguno nuestras relaciones con los demás ni es preciso que la confirmemos en
nuestra propia vida; la fe se profesa en algún lugar lejos de la vida e independientemente de ella.
Si nos topamos con la fe, será sólo como un fenómeno externo, no ligado a la vida.
Por la vida de una persona, por sus actos, hoy igual que ayer, es imposible saber si es
creyente o no. Si existe alguna diferencia entre los que profesan abiertamente la ortodoxia y los
que la niegan, no es en beneficio de los primeros. Ahora, como entonces, el reconocimiento
público y la profesión de la ortodoxia se encuentran, en gran medida, entre personas estúpidas,
crueles e inmorales, que se consideran muy importantes. La inteligencia, la franqueza, la
honradez, la bondad y la moralidad se suelen hallar, por el contrario, entre los hombres que se
reconocen no creyentes.
Guerra y Paz
(Fragmento)
"La princesa lo miró con asombro. No comprendía siquiera que pudiera hacerse semejante
pregunta. Pierre entró en el despacho. El príncipe Andréi, a quien halló muy cambiado, vestía de
paisano. Indudablemente parecía haber mejorado de salud, pero tenía una nueva arruga vertical
en la frente, entre las cejas; hablaba con su padre y el príncipe Mescherski y discutía con energía y
pasión. Hablaban de Speranski: la noticia de su súbito destierro y supuesta traición acababa de
llegar a Moscú.
—Ahora lo juzgan y lo culpan todos aquellos que hace un mes lo ensalzaban y aquellos que no
eran capaces de comprender sus fines— decía el príncipe Andréi. —Es muy fácil juzgar al caído en
desgracia y achacarle todos los errores ajenos. Pero yo les digo que si algo bueno se ha hecho
durante este reinado, a él se lo debemos y a nadie más.
Se detuvo cuando vio a Pierre. En su rostro hubo un ligero estremecimiento y al instante adoptó
una expresión adusta.
—La posteridad le hará justicia— terminó, y se volvió a Pierre: —¡Hola! ¿Cómo estás? ¡Sigues
engordando!— sonrió animadamente. Pero la arruga reciente de su frente se hizo más profunda.
—Estoy bien— dijo el príncipe con una sonrisa irónica, y Pierre leyó claramente en la sonrisa de
Andréi: “Estoy bien, es cierto, pero a nadie le importa mi salud”. Cambió con Pierre unas palabras
sobre el pésimo estado de los caminos desde la frontera polaca, sobre varios conocidos de Pierre,
a los que había visto en Suiza, y, por último, sobre el señor Dessalles, al que había traído como
preceptor para su hijo Nikolái. Seguidamente volvió a intervenir con ardor en la conversación
sobre Speranski, en la cual seguían enfrascados los dos viejos.
—Si fuera verdad lo de la traición— decía con vehemencia y apresuradamente, —se encontrarían
pruebas de sus relaciones secretas con Bonaparte y se harían públicas. Personalmente, no me
gustaba ni me gusta Speranski, pero me gusta la justicia.
Pierre reconoció en su amigo esa necesidad, que él tan bien conocía, de acalorarse y discutir sobre
algo que no le importaba para apartar otras ideas demasiado dolorosas e íntimas.
Cuando marchó el príncipe Mescherski, Andréi tomó a Pierre del brazo y lo llevó a la habitación
que le habían destinado. Había en ella una cama sin hacer y varias maletas y baúles abiertos. De
uno de ellos sacó una cajita; la abrió y extrajo un paquete envuelto en papel. Todo lo hacía en
silencio y rápidamente. Se enderezó y tosió. Su rostro estaba hosco, los labios contraídos. "