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UNIVERSIDAD BOLIVARIANA

ESCUELA DE DERECHO
EXAMEN DE GRADO
SANTIAGO, agosto 14 de 2007

Postulantes:
Marcia Andrea Navarro Díaz
José antonio Martínez Demandes

Tema:
“Responsabilidad Contractual del Ministerio Público”

Mientras guardaba algunos documentos en la estantería, cayó una


carpeta que Alejandra Araya se apresuró a ordenar. En el rótulo
decía “Zapallar”. Los papeles estaban dispersos en el piso y
siguiendo su costumbre habitual de ordenar cronológicamente,
Alejandra se fue fijando en cada uno de los papeles. Se detuvo en
uno de ellos titulado “Modificación del Plano Regulador.
Autorización Construcción de Edificio Departamento”. Lo leyó, y
bajo el timbre de la Municipalidad de Zapallar, se autorizaba la
construcción de un edificio, precisamente frente al departamento
que don Vicente Rodríguez había comprado y vendido a don
Rolando Ríos, un próspero agricultor de San Fernando.

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Alejandra comprobó lo que ya intuía en los seis meses que llevaba
trabajando en la oficina de corretaje de Vicente Rodríguez, dedicado
a recorrer el litoral central buscando casas para venta o arriendo que
después ofrecía a precios más elevados a agricultores y comerciantes
adinerados de la zona. Había encontrado un pequeño y hermoso
departamento en Zapallar con una espectacular vista al mar y a un
precio muy bajo. Intrigado averiguó y supo que, frente a ese edificio,
se construiría un lujoso condominio, de sólo cuatro pisos, altura
suficiente para formar un murallón que lo privaba de la hermosa
vista al mar. Sin dudarlo compró el departamento, pensando que era
un negocio redondo: comprarlo barato y venderlo caro a los
agricultores de la zona poco instruidos pero con dinero. Convenció a
Rolando Ríos de comprar el departamento argumentando que podía
invitar a sus amigos. Para persuadirlo arregló el departamento, de tal
modo que desde cualquier lugar podía verse a la bahía, sentado en la
cama, sentado en los sillones, incluso, había arreglado una terraza
con un pequeño bar. Todo estuvo calculado hasta la actuación de
algunos de sus trabajadores que contrató para que lo remodelaran y
que como lugareños del lugar, alabaran la buena ubicación y vista
del departamento y afirmaran que no se podía construir más
edificios de acuerdo al plan regulador de la Municipalidad. Lo que
era una verdad a medias, puesto que efectivamente existía una
disposición que prohibía construir edificios superiores a cuatro
pisos. Don Rolando Ríos estaba feliz con la compra y le contaba a
todos sus amigos, que su departamento tenía una vista hermosa y
que la municipalidad había establecido algo así como una
servidumbre de vista -decía él-.

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Alejandra fue quien recibió el llamado telefónico de don Rolando
Ríos, quien con voz de tristeza le contaba que al departamento, le
habían construido un edificio que le tapaba toda la vista al mar y que
ya no podía, desde allí, ver la puesta del sol. Cuando Alejandra se lo
comentó a don Vicente, éste fue enfático al responderle “Yo no me
hago cargo de los imponderables ni menos de los imprevistos, así
que dígale que lo siento mucho, pero nada puedo hacer”. Ahora,
frente al documento de la Municipalidad fechado mucho tiempo
antes que su jefe lo vendiera, éste ya tenía en sus manos la
autorización municipal.

Nada había sido fácil para Alejandra este último año, ni siquiera se
sentía cómoda en este trabajo, sobretodo con las cosas que
diariamente iba descubriendo de su jefe. En los últimos 20 años ella
prácticamente no trabajó. Su marido, el doctor Cristián Villalobos,
titulado en Venezuela con grado en Gran Bretaña, especialista en
tanatología y medicina forense, se había desempeñado con éxito en
el Servicio Medico Legal en los últimos diez años. Hacía más de
nueve meses que la Policía de Investigaciones lo detuvo, luego que
un llamado telefónico anónimo lo indicara a él como autor de los
horribles crímenes de varias mujeres jóvenes, que antes de ser
muertas, fueron abusadas sexualmente y que la prensa denominó el
“Psicópata del Barrio Suecia”. Alejandra estaba convencida que su
marido no era el psicópata sin embargo, por el hecho de que en su
casa se encontraron ropas de dos de las víctimas, Carolina
Valenzuela y Ángela Hidalgo y con quienes su marido había
reconocido haber compartido íntimamente, lo inculparon. El Fiscal,
en la audiencia de control de detención y de formalización, le
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atribuyó participación como autor de al menos dos homicidios y el
Juez de Garantía ante la alarma pública, accedió a la prisión
preventiva requerida por el Ministerio Público desestimando la
inocencia planteada por la defensa. Ahora, hace 15 días los diarios
hablaron de un homicidio de características similares a las que
efectuaba el psicópata del Barrio Suecia, por lo cual, el Abogado de
su marido, Alberto Munita, pidió la revisión de la medida cautelar y
como sabía de que su marido era portador del VIH, requirió pruebas
periciales a fin de establecer si todas las victimas también tenían
dicha enfermedad. Al final, sólo se encontró que Carolina y Ángela
eran portadoras con las cuales él había reconocido una relación
previa. Inmediatamente, después que lo acusaron, fue destituido de
su cargo público y vejado públicamente. Su vida personal era noticia
todos los días. Por lo cual, su abogado Munita, decidió actuar contra
los que lo había atacado pidiendo que para él se restableciera la
justicia y se reparara el daño.

A pesar de la indignidad y de la ofensa que le había causado la


conducta de su marido, Alejandra Araya seguía convencida de que él
no era responsable de los delitos ni siquiera el de Ángela ni
Carolina. A veces en las noches, pensaba que era imposible que
hubiese cometido estos crímenes. Era tan buen padre y amaba tanto
a sus hijas y a ella misma, que era insólito imaginarlo en algo así.
Incluso se había puesto furioso, cuando Ana María, su hija mayor se
había ido a vivir con ese rufián de Andrés Catalán. Ana María sólo
tenía 23 años, estudiaba derecho. Andrés en cambio era hombre de
más de 50 años, retirado del ejército, de mirada turbia, especialista
en temas computacionales y de Internet, con el que convivió hasta
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fines del mes pasado. A pesar de las advertencias, tanto de su padre,
Cristian, y de ella misma, Ana María igual se fue a vivir con él. Al
principio todo marchaba bien, pero después empezó a mostrarse el
verdadero Andrés. Como percibía una pensión del ejército, se
quedaba navegando en Internet incluso hasta altas horas de la noche.
Se jactaba de que nadie sabía más que él computación y decía que
podía ingresar a los correos electrónicos de cualquier persona con un
programa que ubicaba la clave secreta. La situación se hizo
insostenible ya que cada día la trataba peor, incluso físicamente. Por
eso Ana María decidió terminar la relación. Andrés, sólo se limitó a
mirarla con desdén. Tomó sus cosas y se fue con su notebook el que
contenía una serie de documentos y fotos digitales de Ana María.
Días después ella le pidió que le devolviera estas pertenencias. La
respuesta fue escueta. “Te lo enviaré por mail para así evitar volver
a verte”. Al día siguiente su hija recibió un mail de Andrés que
contenía un archivo adjunto titulado “tus cosas”. Como era el mail
que estaba esperando, lo abrió pero el archivo no contenía ningún
documento ni fotos. Ella de nuevo le escribió solicitándole que le
enviara otro mail con sus pertenencias y que se cerciorara que
efectivamente estaban adjuntas. Esa tarde, cuando Ana María quiso
revisar su correo se dio cuanta que no podía ingresar.
Aparentemente, le habían cambiado la clave de acceso, Andrés no
contestaba el celular ni le envió nunca más ningún documento.
Después de una semana sin tener noticias y aconsejada por su padre
que, desde la cárcel, estaba indignado, denunció el hecho al
Ministerio Público. El fiscal a cargo del caso formalizó a Andrés por
delito informático e inició una investigación, dictando orden de
investigar a la Brigada del Cibercrimen de la Policía de
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Investigaciones, investigación que duró seis meses. Y a pesar de que
también se dictaron medidas cautelares, al concluir la investigación
no se pudo comprobar la participación directa de Andrés, por lo
cual, el fiscal decidió sobreseer definitivamente el caso.

Como un remolino, todo se le sumaba a Alejandra. En la mañana su


hermana Patricia la llamó muy alterada, señalándole que José
Altamirano, el novio de su hija se iba a meter en un grave lío. Se
sentía obligada a guardar silencio y para desahogarse se lo contaba a
ella. Sin que José se diera cuenta, junto a una vecina escuchó la
conversación que éste sostenía al parecer con ex-compañeros de
colegio en un café próximo a la plaza Brasil. José parecía ser el líder
del grupo y planteaba la forma de realizar el robo a la sucursal del
banco del Estado situada en la comuna de Maipú, decía que uno de
ellos, Juan, sería el encargado de robar un auto y conducirlo, los
trasladaría y los esperaría con el motor en marcha a la salida de la
sucursal. Pedro junto a Diego entrarían al Banco y ambos
recorrerían pistola en mano, las distintas ventanillas solicitando el
dinero a los cajeros. Por su parte Raúl se apostaría a la entrada a fin
de asegurar el éxito de la operación. José aclaró que a la hora de
repartir el botín no debían olvidarse de “el flaco” que fue el que
proporcionó las armas y de “el Sandro” hermano de José, que las
escondería hasta que las aguas se calmaran.

Patricia confiaba en el criterio y temple de su hermana Alejandra.


Por ello le contaba todos los secretos. Siempre recordaba su valor
cuando de viaje en Punta Arenas les tocó presenciar cómo un sujeto
presa de un ataque de ira había rociado con bencina a su pareja,
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embarazada de ocho meses. La decidida actuación de Alejandra
permitió la oportuna intervención de los servicios médicos e impidió
la muerte de la criatura al practicar una cesárea de urgencia. Luego,
trasladando a su madre al Servicio de Quemados de la Posta Central.

Alejandra Araya miró durante largo rato la estantería de su oficina,


las carpetas estaban en un religioso orden como tosas las cosas y
objetos que la rodeaban. Pensó en su marido, su hija, sus hermanas,
sus amigas. Siempre había sido lo mismo, ella escuchando, ella
ordenando. Estaba cansada. Buscó en su libreta de notas el teléfono
de Ximena Azócar, una antigua compañera de colegio que dirigía
una agencia de viajes. La conversación fue amable y corta, Ximena
le había hecho reserva para un vuelo en Iberia a Barcelona en cinco
días más, suficientes para vender todos sus bienes y partir.

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