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Sinopsis
La Reina Roja es vieja pero los reyes del Imperio Roto le temen como a nadie más.
Durante todo su reinado, ha luchado la larga guerra, llevada a cabo en secreto, contra
los poderes que están detrás de las naciones, por intereses más grandes que la tierra
o el oro. Su mayor arma es la Hermana Silenciosa —no vista por muchos y muda para
todos.
El nieto de la Reina Roja, el Príncipe Jalan Kendeth —borracho, apostador, seductor
de mujeres— es uno de los que puede ver a la Hermana Silenciosa. Décimo en la línea
al trono y satisfecho con su rol de realeza menor, finge que la bruja horrible no está
ahí. Pero la guerra se acerca. Los testigos afirman que un ejército de muertos vivientes
está en marcha, y la Reina Roja ha llamado a su familia para defender el reino. Jal
piensa que sólo es un rumor —nada que vaya a afectarle a él— pero está equivocado.
Después de escapar de una trampa mortal puesta por la Hermana Silenciosa, Jal
encuentra su destino mágicamente entrelazado con un feroz guerrero nórdico.
Mientras los dos emprenden un viaje a través del Imperio para deshacer el hechizo,
encontrarán graves peligros, mujeres dispuestas, y un príncipe advenedizo llamado
Jorg Ancrath a lo largo del camino. Jalan gradualmente descubrirá una tenue luz de la
verdad: el nórdico y él no son sino piezas de un juego, parte de una serie de
movimientos en la larga guerra —y la Reina Roja controla el tablero.
Dedicado a mi hija, Heather
Agradecimientos
Muchas gracias a la buena gente en Ace Books quienes hicieron posible todo esto y
pusieron el libro en tus manos. Un agradecimiento especial a Ginjer Buchanan y
Rebecca Brewer.
Gracias también a Justin Landon, quien leyó la primera parte del libro y proporcionó
información muy apreciada.
Y finalmente, otra ronda de aplausos para mi agente, Ian Drury, y el equipo de Sheil
Land por su excelente trabajo.
Staff
Coordinadoras
Fefe – Silvia
Traductores
Adriana
M.Arte
Mersy
Rashel
Bianca
Paula M.
Ariana
Fefe
Jaz
Claudia
Mauricio
Ernie
Jonathan
Silvia
Ro
Riku
Diana N
Pamela Chu

Corrección General
Fefe

Corrección final y edición


Silvia M

Diseño
Rashel
Contenido
Portada
Sinopsis
Dedicatoria
Agradecimientos
Staff
Índice
Mapa
Capítulos
 Del 1 al 31
Nosotros
Capítulo 1
Soy un mentiroso y un tramposo y un cobarde, pero nunca, nunca, abandono a un
amigo. A menos claro, que no abandonarlo requiera honestidad, jugar limpio o
valentía.
Siempre me ha parecido que golpear a un hombre por detrás es la mejor manera de
hacer las cosas. Esto a veces se puede lograr con la ayuda de una simple artimaña.
Clásicos como, “¿Qué es eso de ahí?” funcionan con sorprendente frecuencia, pero
para obtener resultados verdaderamente mejores es mejor si la persona ni siquiera sabe
que estuviste allí.
—¡Auch! ¡Jesu! ¿Por qué demonios hiciste eso? —Alain DeVeer se giró, sujetándose
la parte posterior de la cabeza con la mano y apartándola sangrienta.
Cuando la persona que golpeas no tiene la gracia de caerse, generalmente es mejor
tener un plan de respaldo. Dejé caer lo que quedaba del jarrón, me giré y corrí. En mi
mente se había desplomado con un agradable “ooff” y me había dejado libre para irme
de la mansión sin ser observado, pasando por encima de su cuerpo tendido y sin sentido.
En cambio, su forma sin sentido ahora estaba persiguiéndome por el pasillo bramando
por sangre.
Pasé por la puerta del cuarto de Lisa y la cerré detrás de mí, preparándome para el
impacto.
—¿Qué demonios? —Lisa se sentó en la cama, con las sábanas de seda cayendo como
agua, mostrando su desnudez.
—Uh. —Alain dio un golpe en la puerta, sacando el aire de mis pulmones y raspando
mis talones sobre el azulejo. El truco es no apresurarse nunca por el pomo. Lo estarás
buscando a tientas y conseguirás un golpazo en la cara con la apertura de la puerta.
Prepárate para el impacto; cuando eso sucede, cierra de golpe el cerrojo mientras que
la otra parte se está recuperando levantándose del suelo. Alain resultó estar de pie
preocupantemente rápido y casi recibo de desayuno el pomo de la puerta a pesar de mis
precauciones.
—¡Jal! —Lisa había salido de la cama, llevando nada más que la luz y la sombra
entrando por las persianas. Las rayas le quedaban bien. Más dulce que su hermana
mayor, con más curvas que su hermana menor. Incluso entonces la deseaba, con su
hermano el asesino retenido por tan sólo una pulgada de roble y con mis posibilidades
de escapar evaporándose por momentos.
Corrí a la ventana más grande y rasgué las persianas al abrirlas.
—Dile a tu hermano de mi parte que lo siento. —Pasé una pierna por encima del
marco—. Identidad equivocada o algo… —La puerta comenzó a temblar cuando Alain
golpeó desde el otro lado.
—¿Alain? —Lisa se las arregló para mirarme enojada y aterrorizada al mismo tiempo.
No me detuve para contestarle pero salté hacia los arbustos, que por suerte eran de la
variedad flagrante en lugar de la espinosa. Dejarte caer en un arbusto espinoso puede
conducir a un dolor sin fin.
El aterrizaje siempre es importante. Yo hago muchas caídas y no es cómo comienzas
lo que importa, sino cómo terminas. En esta instancia, terminé como acordeón, los
talones en el culo, con la barbilla en las rodillas, la mitad de un arbusto de azalea en mi
nariz y todo el aire de los pulmones expulsado, pero con ningún hueso roto. Me abrí
camino para salir y cojeé hacia el muro del jardín, sin aliento y con la esperanza que el
personal estuviera demasiado ocupado con las tareas previas al amanecer para no estar
alertas y listos para cazarme.
Salí disparado, a través de los jardines oficiales, pasando por el jardín de hierbas,
acortando por un camino recto a través de todos los pequeños diamantes de salvia,
triángulos de tomillo y otras cosas. Atrás, en algún lugar de la casa un perro ladró, y
eso me introdujo el miedo. Soy un buen corredor cualquier día de la semana. Soy un
gran miedoso de clase mundial. Hace dos años, en el “incidente de la frontera” con
Scorron, huí de una patrulla de Teutones, cinco de ellos en grandes corceles viejos. Los
hombres que estaban bajo mi cargo estaban alertas, esperando cualquier orden. Creo
que lo importante al huir no es lo rápido que corres sino que corras más rápido que el
otro hombre. Desafortunadamente mis muchachos hicieron un trabajo muy pobre en
detener a los Scorrons, y eso dejó al pobre Jal corriendo por su vida con apenas veinte
años en su haber y una gran larga lista de cosas por hacer; con las hermanas DeVeer
cerca del principio y muriendo con una lanza de Scorron no era ni siquiera la primera
página. De cualquier manera, las fronteras no son lugar para estirar las piernas de un
caballo de guerra, y mantuve la distancia entre nosotros corriendo a través de un campo
de rocas a una velocidad vertiginosa. Sin previo aviso me encontré en una batalla
campal entre una fuerza de Scorrons irregulares mucho más grande y la banda de
hostigadores de la Marcha Roja que yo había estado representando en primer lugar. Me
dispararon en medio de todo aquello, agité alrededor mi espalda en un terror ciego
tratando de escapar, y cuando el polvo se asentó y la sangre dejó de borbotear, me
descubrí siendo el héroe del día, destrozando al enemigo con un ataque valiente que
mostró total desprecio por mi propia seguridad.
Así que aquí está la cosa: La valentía se puede observar cuando una persona aplasta el
miedo, mientras que en secreto está tratando de huir de un terror mayor. Y aquellos
cuyo mayor terror es ser conocidos como cobardes, siempre son valientes. Yo, por el
contrario, soy un cobarde. Pero con un poco de suerte, una sonrisa encantadora, y la
habilidad de mentir desde la cadera, siempre he hecho un trabajo sorprendentemente
bueno en parecer un héroe y engañar a la mayoría de la gente, la mayor parte del
tiempo.
La pared de la casa de los DeVeer era alta e imponente, pero ella y yo éramos viejos
amigos: Conocía sus curvas y debilidades, así como cualquier contorno que Lisa,
Sharal o Micha pudieran poseer. Las rutas de escape siempre han sido una obsesión
mía.
La mayoría de las barreras están ahí para mantener a la plebe fuera, no a los ricos. Salté
un barril de agua y de ahí al techo del edificio del jardinero, y brinqué hasta la pared.
Unos dientes se cerraron en mis talones mientras me arrastraba hacia arriba. Me aferré
con los dedos y me dejé caer. Un estremecimiento de alivio me recorrió el cuerpo
mientras el perro encontraba su voz y escarbaba frustrado en el lado opuesto de la
pared. La bestia había corrido en silencio y casi me atrapa.
Los silenciosos son los más aptos para matarte. Cuanto más ruido y furia hay, menos
asesino es el animal. Una verdad en los hombres también. Soy nueve partes
bravuconería, una parte de codicia y hasta ahora ni un gramo de asesinato.
Aterricé en la calle, con menos fuerza esta vez, libre y sin compañía, y si no olía a rosas
por lo menos olía a una mezcla de azaleas y hierba. Alain sería un problema para otro
día. Él podría tomar su lugar en la fila. Y era una fila larga y a la cabeza estaba Maeres
Allus, aferrando una docena de notas promisorias de pago, pagarés y las intenciones
de pago que garabateé borracho en la ropa interior de seda de las putas. Me puse de
pie, me estiré y escuché el perro quejándose detrás de la pared. Necesitaba una pared
más alta que esa para mantener a los matones de Maeres a raya.
El Camino de los Reyes se extendía ante mí, sembrado de sombras. En El Camino de
los Reyes, las casas de la ciudad de las familias nobles compiten con la ostentación de
mansiones de los príncipes comerciantes, el nuevo dinero tratando brillar más que el
viejo. La ciudad de Vermillion tiene pocas calles tan buenas.
—¡Llévalo a la puerta! Se ha impregnado de ese aroma. —Voces atrás en el jardín.
— ¡Aquí, Pluto! ¡Aquí!
Eso no sonaba bien. Salí a velocidad de carrera en dirección al palacio, ahuyentando
las ratas y dispersando a los recogedores de estiércol en sus rondas, el amanecer
persiguiéndome, arrojándome lanzas rojas en la espalda.
Capítulo 2
El palacio de Vermillion es una extensa relación de recintos amurallados, exquisitos
jardines, mansiones de satélite para la ampliación de la familia y finalmente el Palacio
Interior, la gran confección de piedra que durante generaciones ha alojado a los reyes
de la Marcha Roja. Todo el lugar está decorado con estatuas de mármol manipulado en
formas sorprendentemente realistas por el arte de los masones de Milano, y un hombre
dedicado probablemente podría raspar suficientes láminas de oro de las paredes para
hacerse un poco más rico que Croesus. Mi abuela lo odia con pasión. Ella sería más
feliz detrás de barricadas de granito, de un centenar de metros de espesor con las
cabezas de sus enemigos clavadas en ellas.
Aún en el más decadente de los palacios no se puede entrar sin algún protocolo. Entré
deslizándome por en medio de la Puerta de los Cirujanos, lanzándole una corona de
plata al guardia.
—Saliste temprano de nuevo, Melchor. —Me gusta aprenderme los nombres de los
guardias. Ellos todavía piensan en mí como el héroe del Paso de Aral y es útil tenerlos
a mi lado cuando mi vida cuelga de una red de mentiras, tan grandes como en la que
estoy.
—Sí, príncipe Jal. Mientras mejor trabajen más duro trabajan, eso dicen.
—Es verdad. —No tenía ni idea de lo que había dicho pero mi sonrisa falsa es mejor
aún que la verdadera, y nueve décimas partes de ser popular es la habilidad de alegrar
a los sirvientes.
—Pondré a uno de estos bastardos perezosos a cambiar de turno. —Asentí con la
cabeza hacia el brillo sangrante de la linterna más allá de la rendija de la puerta de la
caseta de vigilancia y pasé a través de las puertas mientras Melchor las abría.
Una vez dentro, fui en línea recta al Edificio Roma. Como tercer hijo de la reina, Padre
se instaló en el Edificio Roma, un edificio palaciego del Vaticano construido por los
propios artesanos del Papa para cuando el Cardenal Paracheck regresara. La Abuela
tiene muy poco tiempo para Jesús y su cruz, a pesar de que dice algunas palabras en
celebraciones e intenta decirlas en serio. Ella tiene mucho menos tiempo ahora para
Roma, y ninguno en absoluto para el Papa que se sienta allí ahora; la Santa Vaca, ella
la llama.
Como tercer hijo de mi Padre soy un cabrón para todo. Una cámara en el Edificio
Roma, un cargo no deseado en el Ejército del Norte, uno que ni siquiera me movía a
un rango de caballería desde que las fronteras del norte son tan jodidamente
montañosas para un caballo. Scorron desplegó caballería en las fronteras, pero la
Abuela declaró su terquedad como un defecto que la Marcha Roja debería explotar, en
lugar de una estupidez que deberíamos seguir. Las mujeres y la guerra no se mezclan.
Lo he dicho antes. Yo debería estar rompiendo corazones en un corcel blanco, armado
para el torneo. Pero no, esa vieja bruja me tenía gateando alrededor de las cumbres
tratando de no ser asesinado por los campesinos de Scorron.
Entré al Edificio, que era en realidad una colección de salones, camarotes, salón de
baile, cocinas, establos, y un segundo piso con alcobas, por el ala oeste, una puerta de
servicio hecha para pinches de cocina y eso. El Gordo Ned sentado en guardia, su
alabarda contra la pared.
—¡Ned!
—¡Amo Jal! —Se despertó con un sobresalto y estuvo peligrosamente cerca de tumbar
la silla hacia atrás.
—Jamás me viste. —Le guiñé el ojo y me fui. Gordo Ned mantuvo los labios apretados
y mis excursiones estaban a salvo con él. Me conocía desde que era un pequeño
monstruo que intimidaba a los príncipes y princesas más pequeños y adulando a los
suficientemente grandes para influenciarme. Él ya era gordo desde esos días. La carne
colgándole ahora como el cosechador rodeándole para el golpe final, pero el nombre
se le quedó. Hay poder en un nombre. “Príncipe” me ha servido muy bien; algo donde
esconderme detrás cuando vienen los problemas, y “Jalan” lleva el eco del Rey Jalan
de la Marcha Roja, Puño del Emperador tiempo atrás cuando teníamos uno. Un título
y un nombre como Jalan traen consigo un aura, suficiente para darme el beneficio de
la duda, y nunca hubo duda alguna de que necesitaba eso.
Casi logro llegar a mi cuarto.
—¡Jalan Kendeth!
Me detuve a dos pasos del balcón que guiaba a mis aposentos; con el dedo del pie listo
para el siguiente paso, las botas en la mano. No dije nada. Algunas veces el obispo
bramaba mi nombre cuando, por azar, descubría alguna travesura. Para ser justos
normalmente yo era la raíz del problema. Esta vez, sin embargo, me estaba mirando
directamente.
—Te estoy viendo, Jalan Kendeth, tus huellas negras con pecado mientras te arrastras
de nuevo a tu guarida. ¡Ven aquí!
Me di la vuelta con una sonrisa de disculpa. Los eclesiásticos quieren que te sientas
apenado y en algunas ocasiones no importa si de verdad estás arrepentido. En este caso
yo lo sentía por haber sido descubierto.
—Y la mejor de las mañanas para usted, Su Excelencia. —Puse las botas detrás de mi
espalda y me contoneé hacia él como si todo este tiempo ese hubiera sido mi plan.
—Su Eminencia me mandó presentarlos a sus hermanos y a usted en la sala del trono
a la segunda campanada. —El obispo James me frunció el ceño, sus mejillas grises con
barba incipiente, como si él también hubiera sido expulsado de la cama a una hora
irrazonable, aunque quizás no por el bonito pie de Lisa DeVeer.
—¿Padre ordenó eso? —No había dicho nada en la mesa la noche anterior, y el cardenal
no es alguien que se levanta antes del mediodía, sea lo que sea que el buen libro tenga
que decir sobre la pereza. La llaman un pecado mortal, pero en mi experiencia la lujuria
te meterá en más problemas y la pereza es sólo un pecado cuando estás siendo
perseguido.
—El mensaje vino de la reina. —La mirada del obispo se profundizó. Le gustaba
atribuir todos los comandos a Padre como el más alto representante de la iglesia,
aunque menos entusiasta, en la Marcha Roja. La Abuela una vez dijo que había sido
tentada a poner el sombrero del cardenal en el burro más cercano, pero Padre había
estado más cerca y prometió ser liderado con mayor facilidad—. Martus y Darin se
han ido ya.
Me encogí de hombros.
—Ellos llegaron antes que yo también. —Diría que perdono ligeramente a mis
hermanos mayores. Me detuve, fuera del alcance de su brazo ya que el obispo no amaba
nada más que darte una palmada para sacar los pecados de un príncipe rebelde, y me
di la vuelta para subir las escaleras—. Voy a vestirme.
—¡Irás ahora! Ya casi dan la segunda campanada y tu embellecimiento nunca tarda
menos de una hora.
Por mucho que me hubiera gustado discutir con el viejo tonto, él tenía razón y yo sabía
que no debía llegar tarde con la Reina Roja. Suprimí una mueca y me apresuré delante
de él. Llevaba puesto lo que había vestido para mis escapadas nocturnas, y aunque era
bastante elegante, al terciopelo acuchillado no le había ido tan bien durante mi huida.
Aun así, tendría que servir. La Abuela preferiría ver a su engendro de batalla blindado
y goteando sangre en cualquier situación, por lo que un toque de barro por aquí y otro
por allá me podrían dar un poco de su aprobación.
Capítulo 3
Llegué tarde a la sala del trono, con el eco de la segunda campanada apagándose antes
de que llegara a las puertas de bronce, grandes objetos fuera de lugar, robados de algún
palacio aún más grandioso que este, por uno de mis lejanos y sangrientos parientes.
Los guardias me miraron como si fuera una mierda de ave que había entrado volando
sin invitación por gran ventana para estrellarme contra ellos.
—Príncipe Jalan —Estiré las manos para apresurarlos—. ¿Es posible que hayan oído
hablar de mí? Estoy invitado.
Sin ningún comentario, el más grande de ellos, un gigante con una armadura de bronce
quemado y casco carmesí emplumado, abrió la puerta izquierda lo suficiente para
dejarme entrar. Mi campaña para ser amigo de cada guardia en el palacio nunca ha
penetrado con los hombres escogidos por la Abuela; pensaban demasiado en sí mismos.
También estaban muy bien pagados para impresionarse por mi generosidad, y quizás
fueron prevenidos contra mí en cualquier caso.
Me arrastré sin anunciarme y me apresuré a través de la extensión haciendo eco en el
mármol. Nunca me ha gustado la sala del trono. No por la grandeza arqueada de la
misma, o la historia que vive en las piedras sombrías y mirando desde cada pared, sino
porque el lugar no tiene rutas de escape. Guardias, guardias y más guardias, junto con
el escrutinio de aquella terrible vieja mujer que dice ser mi abuela.
Me dirigí hacia mis nueve hermanos y primos. Parecía que esto iba a ser una audiencia
exclusivamente para los nietos reales: los nueve príncipes jóvenes y la única princesa
de la Marcha Roja. Por derecho yo debería haber sido el décimo en la línea al trono
después de mis dos tíos, sus hijos, y mi padre y hermanos mayores, pero la vieja bruja
que había mantenido ese asiento caliente en particular estos últimos cuarenta años tenía
ideas diferentes acerca de la sucesión. La Prima Serah, todavía a un mes de su décimo
octavo cumpleaños, sin tener ni una onza de lo que sea que hace una princesa, era la
niña de los ojos de la Reina Roja. No voy a mentir, Serah tenía más de algunas onzas
de lo que sea que le permite a una mujer robar la mirada de un hombre, y en
consecuencia con mucho gusto habría ignorado los puntos de vista comunes de lo que
primos deben y no deben hacer. De hecho he tratado de ignorarlos varias veces, pero
Serah tenía un gancho de derecha vicioso y una habilidad para patear el más tierno de
los puntos que el hombre posee. Había venido hoy llevando algún tipo de traje de
montar beige y gamuza que parecía más adecuado para la caza que para la corte. Pero,
maldita sea, se veía bien.
Pasé junto a ella y di codazos para pasar entre mis hermanos cerca de la parte delantera
del grupo. Soy un tipo de tamaño decente, lo suficientemente alto para dar a los
hombres una pausa, pero normalmente no me importa quedarme entre Martus y Darin.
Ellos me hacen parecer pequeño y, con nada que nos distinga, todos con el mismo
cabello color oro oscuro y ojos color avellana, soy reconocido como “el pequeño”. Eso
no me gusta. Aunque, en esta ocasión, estaba preparado para que me pasaran por alto.
No era simplemente el estar en la sala del trono lo que me ponía nervioso. Ni siquiera
por la mirada de desaprobación de la Abuela. Era la mujer del ojo ciego. Ella me asusta
hasta el tuétano.
La vi por primera vez cuando me trajeron ante el trono en mi quinto cumpleaños, el día
de mi onomástica, flanqueado por Martus y Darinen con su mejor ropa de iglesia, Padre
con su sombrero de cardenal, sobrio a pesar que el sol ya había pasado su cénit, mi
madre en sedas y perlas, un puñado de clérigos y damas de la corte formando la
periferia. La Reina Roja se sentó delante, en su gran silla gritando algo acerca del
abuelo de su abuelo, Jalan, el Puño del Emperador, pero reparó en mí; la había visto a
ella. Una mujer vieja, tan vieja que me revolvía el estómago con sólo mirarla. Se
agachó a la sombra del trono, encorvada por lo que si mirabas desde el otro lado parecía
que estaba escondida. Tenía una cara como de papel que había sido empapado y luego
dejado a secar, sus labios una línea gris, pómulos afilados. Vestida con harapos que no
tenían lugar en esa sala de trono, en contradicción con las galas, los guardias
bronceados al fuego y el séquito brillante que fue a ver cómo sería puesto mi nombre.
No había movimiento en la arpía; ella podía haber sido un truco de la luz, un manto
descartado, una ilusión de líneas y de sombras.
—… ¿Jalan? —La reina Roja paró su letanía con una pregunta.
Había respondido con silencio, arrancando mi mirada de la criatura a su lado.
—¿Y bien? —la Abuela estrechó su mirada hasta sostenerme una mirada afilada.
Aún no decía nada. Martus me dio un codazo lo suficientemente fuerte para hacer que
mis costillas crujieran. No había ayudado. Quería ver de nuevo a la vieja. ¿Todavía
estaba aquí? ¿Se había movido en el momento que mis ojos la dejaron? Me imaginé
cómo se movería. Rápida como una araña. Mi estómago se hizo un nudo.
—¿Aceptas el cargo que te he dado, hijo? —preguntó la Abuela, simulando bondad.
Mi mirada parpadeó de nuevo a la bruja. Seguía allí, exactamente igual, su rostro se
volvió a medias hacia mí, fijo en la Abuela. No me había dado cuenta de su ojo al
principio, pero ahora me atrajo. Uno de los gatos en el Salón tenía un ojo así. Lechoso.
Casi color perla. Ciego, dijo mi enfermera. Pero para mí parecía que veía más con ese
ojo que con el otro.
—¿Qué le pasa al chico? ¿Es tonto? —El descontento de la Abuela había ondulado por
la corte, silenciando los murmullos.
No podía retirar la mirada. Me quedé ahí sudando. Apenas siendo capaz de evitar
mojarme los pantalones. Demasiado asustado para hablar, demasiado asustado incluso
para mentir. Demasiado asustado como para hacer nada más que sudar y mantener los
ojos en aquella vieja señora.
Cuando se movió, casi corro y grito. En su lugar se me escapó un chillido.
—¿No… no la ven?
Ella se movió con muchísima lentitud. Así que al principio lentamente tenías que
compararla con el fondo para estar seguro que no era tu imaginación. Luego
acelerando, suave y seguro. Giró esa cara horrible hacia mí, un ojo oscuro, el otro leche
y perla. De repente sentí mucho calor, como si todas las grandes chimeneas hubieran
rugido a la vida con una sola voz abrasadora, desatando su furia en un perfecto día de
verano, las llamas saltando de las rejillas de hierro como si no quisieran nada más que
estar entre nosotros.
Ella era alta. Lo pude ver ahora, encorvada pero alta. Y delgada, como un hueso.
—¿No la ven? —Mis palabras elevándose en un grito, la señalé y ella se puso en frente
de mí, alcanzándome con una mano blanca.
—¿Quién? —Darin a mi lado, nueve años bajo el cinto y muy viejo para esas tonterías.
No tuve voz para contestarle. La mujer del ojo ciego había dejado caer su mano de
papel y huesos sobre la mía. Me sonrió, una mueca horrible en su cara, como gusanos
moviéndose unos contra otros. Ella sonrió, y me caí.
Caí en un lugar caliente y a oscuras. Me dicen que tuve un ataque, convulsiones. Una
“mini epilepsia”, dijo el cirujano a Padre al día siguiente, una condición crónica, pero
nunca las tuve de nuevo, no en mis casi veinte años. Lo único que sé es que me caí, y
creo que no he dejado de caerme desde entonces.
La Abuela había perdido la paciencia y estableció mi nombre sobre mí, mientras me
sacudía y retorcía en el suelo.
—Tráelo de vuelta cuando le cambie la voz1 —dijo.
Y eso fue todo durante ocho años. Volví a la sala del trono con trece años de edad, para
ser presentado a la Abuela antes del banquete de Saturnalia en el frío invierno del 89.
En esa ocasión, y en todas las que siguieron, he seguido el ejemplo de todos y
pretendido no ver a la mujer del ojo ciego. Quizás sea verdad que ellos no la ven,
porque Martus y Darin son muy tontos para actuar y muy malos mentirosos, y aun así
sus ojos nunca parpadean de más cuando miran hacia donde ella está. Tal vez soy el
único que la ve cuando golpea sus dedos en los hombros de la Reina Roja. Es difícil
no mirar cuando sabes que no deberías. Como con el escote de una mujer, pechos
apretados y levantados para la inspección, y aun así se supone que un príncipe no debe
darse cuenta, no dejar caer la mirada. Lo intento arduamente con la mujer del ojo ciego
y la mayoría del tiempo lo controlo, a pesar de que la Abuela me ha echado una mirada
extraña de vez en cuando.
En cualquier caso, esta mañana en particular, la sudoración que llevaba en la ropa de
la noche anterior, y con la mitad del jardín de las DeVeer decorándola, no me importaba
en lo más mínimo estar encajado entre mis hermanos gigantes y ser “el pequeño”, es
más fácil que me pasen por alto. Francamente, la atención de cualquiera de las dos, la
Reina Roja o su silenciosa hermana eran cosas con las que prefería no vivir.
Estuvimos de pie durante otros diez minutos, sin hablar principalmente, algunos
príncipes bostezando, otros cambiando el peso de un pie al otro, o lanzándome miradas
de amargura. Trato de mantener mis desventuras fuera para no contaminar las
tranquilas aguas del palacio. Es poco aconsejable cagar donde comes, y además, es
difícil ocultarse detrás de una fila cuando el ofendido es también un príncipe. A pesar
de ello, con el transcurso de los años, a mis primos les he dado muy pocas razones para
amarme.
Por fin la Reina Roja entró, sin hacer una gran entrada pero flanqueada por guardias.
El alivio fue momentáneo, la mujer del ojo ciego siguió a su paso, y aunque me di la
vuelta más rápido que la luz, me vio mirándola. La reina se acomodó en su asiento real
y los soldados de la guardia se acomodaron alrededor de las paredes. Un solo
acompañante, Mantal Drews, creo, se quedó incómodo entre la descendencia real y
nuestra soberana, y una vez más la sala volvió a estar en silencio.
Observé a la Abuela y, con un poco de esfuerzo, mantuve mi mirada sin deslizarse
hacia la mano blanca y arrugada que descansaba detrás de su cabeza en el hombro del
trono. Con los años he oído muchos rumores acerca del consejero secreto de la abuela;
1
Refiriéndose a cuando entre en la pubertad, alrededor de los 13 años, que es cuando la voz de los
hombres se hace más grave
una anciana medio loca que mantienen escondida; la Hermana Silenciosa, la llamaban.
Parecía, sin embargo, que soy el único que sabía que ella esperaba al lado de la Reina
Roja cada día. Los ojos de las otras personas parecen evitarla justo como yo siempre
deseé que mis ojos hicieran.
La Reina Roja se aclaró la garganta. En las tabernas que cruzan Vermillion dicen que
mi Abuela alguna vez fue una mujer guapa, aunque monstruosamente alta. Una
rompecorazones que atraía pretendientes de todos los rincones del Imperio Caído y
más allá. Para mis ojos ella tenía una cara brutal, huesuda, piel estirada como si se
hubiera quemado, pero aún mostrando arrugas como lo haría un pergamino. Ella debía
de tener setenta años encina, pero nadie diría que tenía más de cincuenta. Su cabello
oscuro y sin una pizca de canas, aún mostrando un rojo profundo donde le da la luz.
Guapa o no, sus ojos volvían agua las entrañas de cualquier hombre. Astillas de
pedernal de desapasionamiento. Y no hay corona para la reina guerrera, oh no. Se sentó
siendo casi tragada por una túnica negra y escarlata, sólo la diadema más delgada de
oro para mantener los rizos en su lugar, raspando la parte trasera de su cabeza.
—Los hijos de mis hijos. —Las palabras de la Abuela salían tan impregnadas de
decepción que sentías cómo te alcanzaban y trataban de estrangularte. Ella sacudió la
cabeza, como si todos nosotros fuéramos un experimento en la cría de caballos que ha
ido trágicamente mal—. Y algunos de ustedes van a parir nuevos príncipes y princesas
por su cuenta, según he escuchado.
—Sí, W...
—Inactivos, numerosos y criando la sedición en sus números. —La Abuela pasó sobre
el anuncio del Primo Roland antes de que pudiera adularse a sí mismo. Su sonrisa murió
en esa estúpida barba suya, la que dejó crecer para permitir que la gente pudiera tener
por lo menos la sospecha de que tiene barbilla—. Tiempos oscuros están llegando y
esta nación tendrá que ser una fortaleza. El tiempo de ser niños ya pasó. Mi sangre
corre en cada uno de ustedes, débil a pesar de que ha crecido. Y serán ustedes soldados
en esta guerra que viene.
Martus resopló ante eso, aunque lo suficientemente bajo para que pasara
desapercibido. Martus había sido encargado de los caballos pesados, destinados a la
caballería en general, comandante de la élite de la Marcha Roja. La Reina Roja en un
ataque de locura hace cinco años casi había eliminado la fuerza. Siglos de tradición,
honor y excelencia arados bajo el capricho de una anciana. Ahora todos íbamos a ser
soldados corriendo a la batalla a pie, cavando zanjas, practicando sin cesar tácticas
mecánicas que cualquier campesino podía dominar, y eso establece que un príncipe no
es superior a un mozo.
—…mayor enemigo. Es hora de poner a un lado los pensamientos inútiles de conquista
e involucrarse en…
Subí la mirada desde mi disgusto para encontrar a la Abuela todavía zumbando sobre
la guerra. No es que me preocupe demasiado por el honor. Toda esa caballerosidad sin
sentido de llevar cargado a un hombre caído y cualquier compañero sensato se deshará
de ti para salvarse en el momento que necesite correr; pero es el aspecto de ello, su
forma. Estar en uno de los tres cuerpos de caballos, para ganar tus espuelas y mantener
un trío de cargadores en el cuartel de la ciudad… había sido el derecho de nacimiento
de los jóvenes nobles desde tiempos inmemorables. Maldita sea, quería mi cargo.
Quería entrar en las caballerizas de los oficiales, quería intercambiar relatos fantásticos
alrededor de las mesas de humo en el Conarrf y pasear a lo largo del Camino de los
Reyes volando los colores de Lanza Roja o de Casco de Hierro, con el cabello largo y
bigote erizado de un soldado de caballería y un semental entre mis piernas. Ser el
décimo en la línea para el trono te conseguirá la entrada en un número nada
insignificante de alcobas, pero si un hombre lleva la capa escarlata de los jinetes de la
Marcha Roja y envuelve sus piernas alrededor de un caballo de guerra, habrá pocas
damas de calidad que no se abran para él cuando las deslumbre con una sonrisa.
En la periferia de mi visión la mujer del ojo ciego se movió, echando a perder mi sueño
y poniendo todos mis pensamientos de cabalgar, de uno u otro tipo, fuera de mi cabeza.
—…quemando todos los muertos. La cremación es obligatoria, para nobles y plebeyos,
y condenar cualquier disidente de Roma…
Eso de nuevo. El pájaro viejo había estado insistiendo sobre los ritos de muerte durante
más de un año. ¡Como si a los hombres de mi edad les importara un comino esas cosas!
Se había quedado obsesionada con cuentos de marineros, cuentos de fantasmas de las
Islas Ahogadas, las divagaciones de los borrachos de barro de los Pantanos Ken. Los
hombres ya fueron encadenados a tierra; buen hierro desperdiciado contra la
superstición, y ahora ¿las cadenas no eran suficiente? ¿Los cuerpos tenían que ser
quemados? Bueno, a la iglesia no le gustaría. Representaría un problema en sus planes
para el Día del Juicio y todos nosotros levantándonos de la tumba para un gran abrazo
mugriento. ¿Pero a quién le importaba? ¿En serio? Observé la luz de la mañana
deslizarse a través de las altas paredes sobre mí y traté de imaginar a Lida como la
había dejado esa mañana, vestida con luces y sombras y nada más.
La caída del personal del chambelán sobre las losas trajo mi cabeza de regreso. Para
ser justos había tenido muy pocas horas de sueño la noche anterior y una mañana
retadora. Si no me hubieran atrapado a un metro de la puerta de mi dormitorio me
hubiera quedado cómodamente en él hasta después de mediodía, soñando con mejores
versiones del día que la Abuela seguía interrumpiendo.
—¡Traigan a los testigos! —el chambelán tenía una voz que podría hacer una sentencia
de muerte aburrida.
Cuatro guardias entraron, flanqueando un guerrero Nuban, alto y con cicatrices,
esposado de las muñecas y tobillos, las cadenas enroscadas a través de un cinturón de
hierro que estaba alrededor de su cintura. Eso captó mi interés. Desperdicié gran parte
de mi juventud apostando en las peleas del pozo en el Barrio Latino, y tenía la intención
de malgastar gran parte de lo que me quedaba allí también. Siempre he disfrutado de
una buena pelea y una buena dosis de sangre derramada, con tal de no ser yo el que sea
golpeado o mi sangre la que sea derramada. Los Pozos del Gordo, o los Agujeros de
Sangre en el centro de Mercants, te ponen lo suficientemente cerca para limpiar las
salpicaduras ocasionales de la punta de tu bota, y ofrecen un sinfín de oportunidades
para hacer apuestas. Últimamente incluso he metido hombres con mi propio boleto.
Chavales que probablemente compraron en los barcos de esclavos de Maroc. Ninguno
ha durado más de dos combates aún, pero incluso perdiendo puedes ganar si sabes en
donde colocar tus apuestas. En cualquier caso, el Nuban parecía una apuesta sólida.
Tal vez incluso podría ser el boleto que me quitaría a Maeres Allus de la espalda y
silenciara sus tediosas demandas de pagarés por brandy ya consumido y por putas ya
jodidas.
Un mestizo malicioso con un arreglo decorativo de dientes perdidos seguía al Nuban
para traducir su jerigonza. El acompañante hizo una pregunta o dos, y el hombre
respondió con las tonterías de costumbre sobre muertos elevándose desde las arenas
del Afrique, elaborando cuentos para hacer pequeñas legiones de ellos. Sin duda
esperaba la libertad si su historia probaba ser suficientemente entretenida. Hizo un buen
trabajo, lanzando uno que otro genio por si acaso, aunque no eran los genios alegres
normales en pantalones de satén ofreciendo deseos. Me sentí tentado de aplaudir al
final, pero la cara de la Abuela sugería que no podía ser una buena idea.
Le siguieron dos depravados más, cada uno encadenado similarmente, cada uno con
una fábula más escandalosa que la otra. El corsario, un tipo moreno con orejas rasgadas
donde el oro había sido rasgado de él, contó acerca de barcos hundidos levantándose,
tripulado por hombres ahogados. Y el esclavo habló de los hombres de hueso en los
túmulos del mar de hierba. Ancianos muertos revestidos de oro pálido y ajuares de
antes del tiempo de los Constructores. Ninguno de los dos tenía mucho potencial para
el boxeo. El corsario parecía nervioso y fue, sin duda, usado para pelear en combates
en lugares cerrados, pero había perdido dos dedos de ambas manos y la edad estaba en
su contra. El esclavo era un tipo grande, pero lento. Algunos hombres tienen un tipo
especial de torpeza que se nota con cada movimiento que hacen. Empecé a soñar con
Lisa de nuevo. Luego Lisa y Micha juntas. Luego Lisa, Micha y Sharal. Se puso algo
complicado. Pero cuando más guardias marcharon con el cuarto y último de esos
“testigos”, la Abuela de repente tuvo toda mi atención. Solamente tenías que mirar al
hombre para decir que los Agujeros de Sangre no sabrían ni por donde los golpearon.
¡Había encontrado a mi nuevo luchador!
El detenido entró en la sala del trono con la cabeza muy alta. Hizo enanos a los cuatro
guardias a su alrededor. He visto hombres más altos, aunque no muy a menudo. He
visto hombres más musculosos, pero rara vez. Incluso en raras ocasiones se pueden ver
hombres más grandes en ambas dimensiones, pero este nórdico se comportaba como
un verdadero guerrero. Puede que yo no sea muy bueno para pelear, pero tengo buen
ojo para los luchadores. Entró como un asesino, y cuando lo sacudieron para detenerle
delante del chambelán, gruñó. Gruñó. ¡Casi podía contar las monedas de oro
derramándose sobre mis manos cuando me llevara a este a los pozos!
—Snorri ver Snagason, comprado en el barco de esclavos Heddod. —El chambelán
dio un paso atrás y mantuvo a su personal entre ellos mientras leía de sus notas—.
Vendido en un intercambio comercial del Hardanger Fjord. —Deslizó un dedo,
frunciendo el ceño—. Describe los eventos que le relataste a nuestro agente.
No tenía ni idea de dónde podría ser ese lugar, pero claramente crían hombres duros en
Hardanger. Los esclavistas habían cortado la mayor parte del cabello del hombre, pero
el pequeño espesor que quedaba era tan negro como para ser casi azul. Justo había
pensado en los escandinavos. La quemadura profunda a por su cuello y hombros
mostraba sin embargo que no le iba bien el sol. Innumerables marcas de latigazos
cruzaban la quemadura de sol, ¡eso tenía que picar un poco! Aun así, los pozos de
boxeo siempre eran a la sombra, así que por lo menos él apreciaría esa parte de mis
planes para él.
—Habla, hombre. —La Abuela se dirigió al gigante directamente. Incluso a ella la
había impresionado.
Snorri volvió su mirada hacia la Reina Roja y le dio el tipo de mirada que es capaz de
hacer perder los globos oculares a los hombres. Tenía ojos azules, pálidos. Por lo menos
eso era atribuido a la herencia. Eso y los restos de sus pelajes y pieles de foca, y las
runas nórdicas grabadas en tinta negra y azul alrededor de sus brazos. Escribiendo
también, por el aspecto, algún tipo de guiones paganos pero con el martillo y el hacha
allí también.
La Abuela abrió la boca para hablar de nuevo, pero el escandinavo se adelantó, robando
la tensión para sus propias palabras.
—Dejé el Norte de Hardanger, pero no es mi hogar. Hardanger son aguas tranquilas,
laderas verdes, cabras y huertos de cerezos. La gente de allí no es verdaderamente la
gente del Norte.
Habló con una voz profunda y un acento poco marcado, afilando los bordes de cada
palabra lo suficiente como para que te dieras cuenta que había sido criado en otra
lengua. Se dirigió a toda la habitación, aunque mantuvo sus ojos en la reina. Contó su
historia con la habilidad de un orador. Había oído decir que el invierno en el Norte es
una noche que dura tres meses. Tales noches crean narradores.
—Mi casa estaba en Uuliskind, lejos del alcance del Hielo Amargo. Les cuento mi
historia porque ese tiempo y lugar se han terminado y viven solamente en mis
recuerdos. Quiero poner estas cosas en sus mentes, no para darles un sentido o vida,
sino para hacerlos reales para ustedes, para dejarlos caminar entre el Undoreth, los
Hijos del Martillo, y para que escuchen de su última lucha.
No sé cómo lo hizo, pero cuando envolvió su voz alrededor de las palabras, Snorri tejió
una especie de magia. Me erizó el vello de la parte trasera de los brazos, y maldito sea
si no quisiera ser un Vikingo también, balanceando mi hacha en una lancha navegando
por el Uulisk Fjord, con el hielo de la primavera crujiendo bajo el casco.
Cada vez que él paraba para respirar la locura me quitaba el aliento y me sentía muy
afortunado de estar cálido y a salvo en la Marcha Roja, pero mientras hablaba un latido
de corazón de Vikingo latía en el pecho de cada oyente, incluso en el mío.
—Al Norte de Uuliskind, más allá de las Tierras Altas de Jarlson, el hielo es cosa seria.
El verano más fuerte se lo llevará un kilómetro y medio o tres, pero poco tiempo
después te encuentras elevado por encima de la tierra en un manto de hielo que nunca
se derrite, plegado, fisurado y antiguo. Los Undoreth sólo se aventuran a ir allí para
comerciar con los Inowen, los hombres que viven en la nieve y cazan focas en el hielo
del mar. Los Inowen no son como cualquier hombre, cosidos en sus pieles de foca y
comiendo la grasa de las ballenas. Ellos son… una especie diferente.
—Los Inowen ofrecen colmillos de morsa, aceites líquidos de la grasa de las ballenas,
dientes de grandes tiburones, pieles de osos blancos y el cuero. También marfiles
tallados en peines y picos y en las formas de verdaderos espíritus de hielo.
Cuando la Abuela intervino en el flujo de la historia, sonaba como un cuervo chillando
tratando de sobrescribir una melodía. Aun así, le doy créditos por encontrar el deseo
de hablar; se me había olvidado incluso que estaba de pie en la sala del trono, con los
pies doloridos y bostezando por mi cama. En su lugar estaba con Snorri comerciando
hierro forjado y sal para sellar los huesos de las ballenas.
—Habla de los muertos, Snagason. Pon un poco de miedo en estos príncipes ociosos
—le dijo la Abuela.
Fue cuando lo vi. El parpadeo rápido de su mirada hacia la mujer del ojo ciego. Había
llegado a entender que era conocimiento común lo que la Reina Roja consultaba con la
Hermana Silenciosa. Pero como con la mayoría de los “conocimientos comunes”, los
destinatarios difícilmente te van a decir de donde obtuvieron la información, aunque
son insistentes en decirte la veracidad de la historia con un vigor considerable. Era bien
sabido, por ejemplo, que el duque de Grast llevaba chicos jóvenes a su cama. Yo
inventé esa historia después de que me abofeteara por hacerle una sugerencia impropia
a su hermana; una moza rolliza que también tenía montón de sugerencias suyas
inapropiadas. La calumnia se quedó y tuve un gran deleite al verlo defender su honor
contra la oposición que decía “¡lo escuché de una fuente de confianza!”. Era bien
sabido que el duque de Grast sodomizaba a niños pequeños en la privacidad de su
castillo, todos sabían que la Reina Roja practicaba su magia prohibida en su torre más
alta, todo el mundo sabía de la Hermana Silenciosa, una bruja lamentable cuya mano
descansaba sobre gran parte de los males del imperio, era o bien en la palma de la Reina
Roja, o viceversa. Pero hasta que este Nórdico brutal miró en su dirección nunca había
encontrado a nadie que viera a la mujer del ojo ciego al lado de mi abuela.
Ya sea que estaba convencido por la mirada del ojo aperlado de la Hermana Silenciosa
o por el comando de la Reina Roja, Snorri ver Snagason inclinó la cabeza y habló de
los muertos.
—En las Tierras Altas de Jarlson los muertos vagan congelados. Tribus de cadáveres,
negros por las heladas, se tambalean en columnas, perdidos en el remolino de la helada.
Dicen que los mamuts caminan con ellos, bestias muertas liberadas de los acantilados
de hielo que los mantienen lejos del Norte, desde tiempos antes de que Odín les diera
a los hombres la maldición del lenguaje. Sus números son desconocidos, pero son
muchos.
—Cuando las puertas de Niflheim se abren para liberar el invierno, y los gigantes de
hielo respiran a través del Norte, los muertos vienen con él, tomando a quien puedan
encontrar para que se una a sus filas. A veces los comerciantes solitarios, o los
pescadores arrastrados a costas extrañas. A veces cruzan un fiordo por puentes de hielo
y toman pueblos enteros.
La Abuela se levantó de su trono, y una veintena de manos se movieron para cubrir las
empuñaduras de las espadas. Lanzó una mirada agria a su descendencia.
—¿Y cómo es que llegas delante de mí encadenado, Snorri ver Snagason?
—Pensamos que la amenaza provenía del Norte, de las Tierras altas y el Hielo Amargo.
—Negó con la cabeza—. Cuando los barcos llegaron a Uulisk en lo más profundo de
la noche, a oscuras y silenciosamente, nosotros dormíamos, nuestros centinelas
mirando al norte buscando muertos congelados. Los Raiders habían cruzado el Mar
Tranquilo y venían en contra de los Undoreth. Los hombres de las Islas Ahogadas
rompieron nuestras barreras. Algunos vivos, otros cadáveres preservados de la
putrefacción, y otras criaturas aún —medio-hombres de los pantanos de Brettan,
comedores de cadáveres, demonios con dardos envenenados que roban la fuerza de un
hombre y lo dejan tan indefenso como un recién nacido.
—Sven Broke-Oar guió sus naves. Sven y otros de la Hardassa. Sin su traición los
isleños nunca hubieran sido capaces de navegar el Uulisk de noche. Incluso por el día
ellos hubieran perdido sus barcos. —Las manos de Snorri se cerraron en enormes puños
y los músculos se amontonaron sobre sus hombros, sacudidos por violencia—. El
Broke-Oar tomó veinte guerreros encadenados como parte de su pago. Nos vendió en
Hardanger Fjord. El comerciante, un mercader del Puerto de los Reinos, tenía la
intención de vendernos de nuevo en África después de que lleváramos su carga al sur.
Su agente me compró en Kordoba, en el puerto de Albus.
La Abuela debía de haber estado buscando a lo largo y ancho por estas historias, la
Marcha Roja no tenía la costumbre de esclavizar y sabía que ella no aprobaba el
comercio.
—¿Y el resto? —preguntó la Abuela, pasando más allá de él, fuera del alcance de sus
brazos, pareciendo que se inclinaba hacia mí—. ¿Los que no fueron tomados por su
compatriota?
Snorri se quedó mirando al trono vacío, y luego directamente a la mujer del ojo ciego.
Habló tras los dientes apretados.
—Muchos fueron asesinados. Yo yacía envenenado y vi espíritus malignos rodeando
a mi esposa. Vi a hombres Ahogados persiguiendo a mis hijos y no podía girar la cabeza
para ver su vuelo. Los Isleños regresaron a sus barcos con espadas rojas. Los
prisioneros fueron tomados. —Pausó, frunció el ceño y negó con la cabeza—. Sven
Broke-Oar me contó… historias. La verdad haría retorcer la lengua de Broke-Oar…
pero dijo que los Isleños planeaban tomar prisioneros para excavar el Hielo Amargo.
El ejército de Olaaf Rikeson está allá afuera. El Broke-Oar dijo que los Isleños habían
sido enviados para ponerlos en libertad.
—¿Un ejército? —la Abuela se acercó casi tan cerca como para tocarlo. Un monstruo
de mujer, más alta que yo, y yo ya paso el metro ochenta, y probablemente lo
suficientemente fuerte para quebrarme por mitad con la rodilla—. ¿Quién es este
Rikeson?
El nórdico levantó una ceja ante eso, como si cada monarca debiera conocer la historia
desabrida de sus tierras heladas.
—Olaaf Rikeson marchó hacia el norte en el primer verano del reinado del emperador
Orrin III. Las sagas2 cuentan que él planeaba llevar a los gigantes de Jotenheim y
atravesar con él la llave de sus puertas. Historias más sobrias dicen que tal vez su
objetivo era sólo llevar a Inowen al imperio. Sea cual sea la verdad, los registros están
de acuerdo que llevó más de mil con él, tal vez diez mil —Snorri se encogió de hombros
y se volvió de la Hermana Silenciosa hacia la Abuela. Más valiente que yo, aunque eso
no es decir mucho; yo no daría la espalda para esa criatura—. Rikeson pensó que
marcharon con la bendición de Odín, pero aun así el aliento de los gigantes disminuyó,
y un día de verano cada guerrero en su ejército quedó inmóvil donde estaban parados
y la nieve los ahogó.
—El Broke-Oar cuenta que aquellos tomados de Uulisking estén excavando los
muertos. Liberándolos del hielo.
La Abuela se paseaba a lo largo de la fila frente a nosotros. Martus, el pequeño yo,
Darin, el Primo Roland con su estúpida barba, Rotus, magro y amargo, soltero a los
treinta, más aburrido que soso, obsesionado con la lectura, ¡e historias de eso! Hizo una
pausa con Rotus, otra de sus favoritos y el tercero en la fila por la derecha, aunque
parecía que iba a darle el trono al Primo Serah antes que a él.
—¿Y por qué, Snagason? ¿Quién ha enviado esas fuerzas con tal diligencia? —Ella se
encontró con la mirada de Rotus como si de todos nosotros fuera el único del que
apreciaría la respuesta.
El gigante hizo una pausa. Es difícil para un Nórdico ponerse pálido pero juro que él
se puso así.
—El Rey Muerto, señora.

2
Una historia heroica de origen nórdico
Un guardia hizo un movimiento como para derribarlo, ya sea por dirigirse
incorrectamente o por burlarse con cuentos tontos, no podía decirlo. La Abuela detuvo
al hombre levantando un dedo.
—El Rey Muerto. —Hizo una lenta repetición de las palabras como si de alguna
manera sellaran su opinión. Quizás lo había mencionado antes cuando yo no estaba
escuchando.
Yo había escuchado historias, por supuesto. Los niños habían comenzado a contarlas
para asustarse unos a los otros en la noche de Halloween. ¡El Rey Muerto vendrá por
ti! Buu, buu, buu. Requería sólo un niño para estar asustado. Cualquier persona con
una idea adecuada de lo lejos que están las Islas Ahogadas y de cuantos reinos se
extendían entre nosotros tendrían poco tiempo para preocuparse con eso. Aún si las
historias tenían un poco de verdad, no podía ver ningún caballero lo suficientemente
emocionado acerca de un grupo de nigromantes paganos jugando con cadáveres viejos
en donde sea que quedaran las lomas húmedas para los Señores de las Islas. Entonces,
¿qué pasa si realmente levantaron un millón de hombres muertos retorciéndose de sus
ataúdes y soltando carne muerta con cada paso? Diez grandes caballos cabalgarían en
media hora sin pérdida ninguna y sin condena a sus ojos podridos.
Me sentí cansado y de mal humor, enojado porque había tenido que soportar más de la
mitad de la mañana escuchando a este sinfín de disparates. Si también hubiera estado
ebrio le habría dado voz a mis pensamientos. Probablemente era bueno que no lo
estuviera, aunque la Reina Roja podría dejarme sobrio al asustarme con una mirada.
La Abuela se volvió y señaló al Nórdico.
—Bien dicho, Snorri ver Snagason. Deja que tu hacha te guíe. —Parpadeé ante eso.
Algún tipo de refrán del norte, supuse—. Llévenselo —dijo, y sus guardias lo sacaron,
con las cadenas sonando.
Mis compañeros príncipes comenzaron a murmurar, y yo a bostezar. Observé al gran
Nórdico alejándose y deseé que nos liberaran pronto. A pesar de que mi cama me
llamaba tenía planes importantes para Snorri ver Snagason y necesitaba agarrarlo
rápidamente.
La Abuela regresó a su trono y guardó silencio hasta que las puertas se cerraron tras la
salida del último prisionero.
—¿Sabían que hay una puerta a la muerte? —La Reina Roja no levantó la voz y sin
embargo cortó la plática de los príncipes—. Una puerta real. Una que puedes tocar. Y
detrás de ella, todas las tierras de la muerte. —Su mirada nos barrió—. Hay una
pregunta importante que me deberían hacer ahora.
Nadie habló, no tenía ni idea pero estaba tentado a responder de todas maneras sólo
para apresurar esto. Decidí ir en contra de mis pensamientos y el silencio se estiró hasta
que Rotus se aclaró la garganta por último y preguntó, — ¿Dónde?
—Error. —La Abuela ladeó la cabeza—. La pregunta era, “¿Por qué?” ¿Por qué hay
una puerta a la muerte? La respuesta es tan importante como cualquier cosa que hayan
escuchado hoy. —Su mirada se posó en mí y rápidamente puse mi atención a la
condición de mis uñas—. Hay una puerta a la muerte porque vivimos en una era de
mitos. Nuestros ancestros vivieron en un mundo de leyes inmutables. Los tiempos han
cambiado. Hay una puerta porque hay cuentos de esa puerta, porque los mitos y las
leyendas han crecido sobre ella durante siglos, porque se encuentran en los libros
sagrados, y porque las historias de esa puerta son contadas una y otra vez. Hay una
puerta porque de alguna manera la queremos, o la esperamos, o ambas. Ese es el por
qué. Y es por eso que deben de creer las historias que les han sido contadas hoy. El
mundo está cambiando, moviéndose debajo de nuestros pies. Estamos en una guerra,
niños de la Marcha Roja, aunque no lo puedan ver todavía, aunque aún no puedan
sentirla. Estamos en guerra en contra de todo lo que se puedan imaginar y armados
solamente con nuestro deseo de oponernos.
Tonterías, por supuesto. La única guerra reciente de la Marcha Roja fue contra Scorron,
e incluso ésa había terminado con una incómoda tregua el año pasado… La Abuela
debió sentir que estaba perdiendo incluso hasta los más crédulos de su público y cambió
de táctica.
—Rotus preguntó “¿Dónde?”, pero yo sé dónde está la puerta. Y sé que no se puede
abrir. —se levantó de nuevo de su trono—. ¿Y qué es lo que la puerta demanda?
—¿Una llave? —Serah, siempre dispuesta a complacer.
—Sí. Una llave —Una sonrisa para su protegida—. Dicha llave fue buscada por
muchos. Una cosa peligrosa, pero mejor tenerla nosotros que nuestros enemigos. Muy
pronto voy a tener tareas para todos ustedes: misiones para algunos, preguntas para
otros, hasta nuevas lecciones para otros. Asegúrense de comprometerse con ustedes
mismos en estas labores como nunca lo han hecho. En esta ocasión me van a servir,
van a servirse a sí mismos, y lo más importante, servirán al imperio.
Intercambio de miradas, murmullos, “¿Dónde estaba la Marcha Roja en todo eso?”
Martus quizás.
—¡Suficiente! —la Abuela dio varias palmadas, liberándonos—. Váyanse. Escúrranse
de vuelta a sus lujos vacíos y disfrútenlos mientras puedan. O, si mi sangre corre
caliente en ustedes, consideren estas palabras y actúen de acuerdo a ellas. Estos son los
días finales. Todas nuestras vidas se dirigen hacia un solo punto y hora, no a
demasiados kilómetros o años de esta habitación. Un punto en la historia cuando el
emperador nos vaya a salvar o a condenar. Todo lo que podemos hacer es comprarle el
tiempo que necesita, y el precio tendrá que ser pagado con sangre.
¡Al fin! Me apuré para salir entre los demás, alcanzando a Serah.
—Bien, ¡Eso lo confirma! El viejo murciélago está demente. ¡El emperador! —Me reí
y dirigí mi caballerosa sonrisa—. Ni la Abuela tiene la edad suficiente para haber visto
al último emperador.
Serah me miró con una mirada de disgusto.
—¿Escuchaste por lo menos algo de lo que dijo ella? —Y salió, dejándome parado ahí,
empujado por Martus y Darin mientras pasaban por mi lado.
Capítulo 4
Desde la sala del trono corrí por el gran corredor, girando a la izquierda en donde toda
mi familia había girado a la derecha. Armaduras, estatuas, retratos, exhibiciones de
espadas abiertas en abanico, todas ellas brillando al pasar. Mis botas golpearon unos
cien metros de una alfombra tejida asombrosamente cara, exuberantes sedas
estampadas al estilo Hindú. Giré en una esquina al final del camino, balanceándome al
borde de perder el control, esquivé a dos sirvientas, y corrí a toda velocidad a lo largo
del pasillo central de huéspedes, donde decenas de habitaciones estaban preparadas
contra la posibilidad de visitas de la nobleza.
—¡Fuera del maldito camino! —Algún viejo sirviente se tambaleó desde una puerta en
mi camino. Uno de los de mi padre, Robbin, un viejo canoso lisiado que siempre
cojeaba sobre el lugar bajo sus pies. Me desvié para pasarlo—. Dios sabe por qué
mantenemos a esos parásitos—. Y aceleré por el pasillo.
Dos guardias sorprendidos desde sus alcobas, uno incluso desafiándome antes de
decidir si yo era más un imbécil que un asesino. Paré a dos puertas cerca del final del
corredor, e hice la entrada a la Sala Verde, apostando a que estaría desocupada. La
habitación, diseñada con estilo rústico con una cama con dosel tallada como la
extensión de los robles, yacía vacía y envuelta en sábanas blancas. Pasé por la cama,
dónde una vez había pasado varias noches agradables en compañía de una condesa
morena, de los tramos más al sur de Roma y aparté las cortinas. A través de la ventana,
en el balcón, saltando la barandilla y cayendo en la azotea enarbolada de las
caballerizas reales, un edificio que pondría en vergüenza cualquier mansión en el
Camino de los Reyes.
Ahora, sé cómo caer, pero la caída del techo de los establos mataría a un acróbata
Chinee3, así que la velocidad con la que corrí a lo largo de la canaleta de piedra era un
cuidadoso equilibrio entre mi deseo de no caer a mi muerte y mi deseo de no ser
apuñalado hasta la muerte por Maeres Allus o uno de sus ejecutores. El gigante nórdico
podía hallarme una manera de pagar mi deuda por completo si yo lograba asegurarme
sus servicios y tomaba las decisiones correctas. Joder, si la gente veía lo que yo vi en
el hombre y no me daba buenas probabilidades, entonces podría sólo pasarle algunos
amuletos de hueso y apostar contra él.

3
Chinee: Persona nativa de China pero que vive en Inglaterra.
En el extremo del establo dos antiguos pilares de Corinto sostenían vides, o viceversa.
De cualquier manera, un escalador bueno o desesperado, podría llegar al suelo desde
allí. Resbalé los últimos tres metros, me hice un moretón en el talón, me mordí la lengua
y salí corriendo hacia la Puerta de Batalla escupiendo sangre.
Llegué sin aliento y tuve que inclinarme, palmas en los muslos, lanzando grandes
bocanadas de aire antes de que pudiera evaluar la situación.
Dos guardias me miraron con evidente curiosidad. Un viejo ladrón comúnmente
conocido como Double, y uno más joven que no reconocí.
—¡Double! —Me enderecé y levanté la mano en saludo—. ¿A qué mazmorra han sido
llevados los prisioneros de la reina? —Serían las celdas de guerra arriba en la torre de
Marzal. Puede que sean esclavos pero no podrían al nórdico con ese populacho.
Pregunté de todos modos. Siempre es bueno abrir con una pregunta fácil para hacer
que un hombre baje la guardia.
—No hay ninguna celda para ellos —Double preparó un escupitajo, pero se lo pensó
mejor y se lo tragó ruidosamente.
—¿Qu… —¡Ella no podía estar pensando en matarlos! Sería una pérdida criminal.
—Los liberarán. Eso es lo que he oído. —Double sacudió la cabeza ante la mala calidad
del negocio, con su quijada tambaleándose—. Contaph vendrá a procesarlos. —Asintió
con la cabeza al otro lado de la plaza y efectivamente allí estaba Contaph, con un aire
de superioridad en sus ropas oficiales y abriéndose camino hacia nosotros, con el tipo
de soberbia que sólo los funcionarios menores exhiben. Desde las altas ventanas
enrejadas por encima de la Puerta de Batalla podía oír el distante ruido metálico de las
cadenas, acercándose más.
—Maldita sea. —Eché un vistazo desde la puerta del sub-oficial y viceversa—.
Mantenlos aquí, Double —le dije—. No les digas nada. Ni una sola palabra. Te veré.
A tú amigo también. —Y con eso me apresuré a interceptar a Ameral Contaph de la
Casa Mecer.
Nos encontramos en medio de la plaza donde un antiguo reloj de sol marcaba el tiempo
con las sombras de la mañana. Ya las losas comenzaban a calentarse y la promesa del
nuevo día hervía sobre los tejados.
—¡Ameral! —Levanté las manos ampliamente como si fuera un viejo amigo.
—Príncipe Jalan. —Agachó la cabeza como si tratara de evitar mírame. Le podía
perdonar su desconfianza; cuando era un niño solía ocultar escorpiones en sus bolsillos.
—Los esclavos que puso en el entretenimiento de esta mañana en la sala del trono...
¿qué va a ser de ellos, Ameral? —Me moví a interceptarlo mientras él intentaba dar la
vuelta, agarrando firmemente el rollo con órdenes con su puño regordete.
—Voy a ponerlos en una caravana para el Puerto Ismuth con papeles de disolución de
cualquier contrato. —Paró de intentar deshacerse de mí y suspiró—. ¿Qué es lo que
quiere, Príncipe Jalan?
—Sólo al nórdico. —Le dirigí una sonrisa y un guiño—. Es demasiado peligroso para
sólo liberarlo. Eso debería haber sido obvio para todos. En cualquier caso, la Abuela
me envió para hacerme cargo de él.
Contaph me miró, estrechando los ojos con desconfianza.
—No he recibido tales instrucciones.
Tengo, debo confesar, un rostro muy honesto. Sincero y valiente se me ha llamado.
Soy fácil de confundir con un héroe, y con un poco de esfuerzo puedo convencer
incluso al desconocido más cínico de mi sinceridad. Con gente que me conoce, ese
truco se vuelve más difícil. Mucho más difícil.
—Camina conmigo. —Pongo una mano en su hombro y lo llevo hacia la Puerta de
Batalla. Es bueno dirigir a un hombre en la dirección en la que tenía intención de ir.
Desdibuja la línea entre lo que quiere y lo que quieres.
—En verdad la Reina Roja me dio un pergamino con la orden. Un garabato apresurado
en un trozo de pergamino, realmente. Y para mi vergüenza lo he dejado caer en mi
apuro por llegar hasta aquí. —Retiré la mano de su hombro y desaté la cadena de oro
de mi muñeca, una cosa de fuertes enlaces fijados con un pequeño rubí en ambos
cierres—. Sería muy vergonzoso para mí tener que volver y admitir la pérdida ante mi
abuela. Un amigo entendería este tipo de cosas. —Lo vuelvo a dirigir como si mi único
deseo fuera que él llegara a su destino con seguridad. La cadena colgando delante de
él—. Tú eres mi amigo, ¿no es así, Ameral? —En lugar de soltar la cadena en un
bolsillo de su túnica y arriesgarme a recordarle los escorpiones, la presioné en medio
de su palma sudorosa y se arriesgó al darse cuenta que era de cristal rojo y oro
niquelado sobre plomo. No había empeñado nada de verdadero valor desde hace mucho
tiempo en contra de los intereses de mis deudas.
—¿Volverá sobre sus pasos y encontrará ese documento? —preguntó Contaph,
haciendo una pausa para mirar la cadena en su mano—. ¿Y traerlo para el papeleo antes
del atardecer?
—Ciertamente. —Rezumaba sinceridad. Un poco más y sería persuadido por mí.
—Es peligroso, este nórdico —Contaph asintió con la cabeza como si se convenciera
a sí mismo—. Un pagano con dioses falsos. Me sorprendí, debo admitir, ver “libertad”
puesto al lado de su nombre.
—Un descuido. —Asentí—. Ahora corregido —delante de nosotros Double parecía
estar dedicado a la acalorada conversación a través de la rejilla de visión de la subpuerta
de la Puerta de Batalla—. Puede dejar salir a los prisioneros —le dije—. ¡Estamos
listos para ellos ahora!
***
—Pareces extrañamente contento contigo mismo. —Darin entró paseando al Alto
Salón, un salón comedor llamado así por su elevación y no por la altura de su techo.
Me gusta comer allí por la vista que ofrece, por el complejo del palacio a través de las
ventanas, en el gran vestíbulo de la casa de mi padre.
—Faisán, trucha en escabeche, huevos de gallina. —Hice un gesto a las bandejas de
plata delante de mí a lo largo del caballete—. ¿Qué no es como para estar satisfechos?
Sírvete. —Darin es santurrón y excesivamente curioso sobre mis actividades, pero no
es el dolor de culo de Martus, así que por no ser Martus llevaría el título de "hermano
favorito".
—El mayordomo dice que el menaje sigue desapareciendo de la cocina últimamente.
—Darin tomó un huevo y se sentó en el otro extremo de la mesa con él.
—Curioso. —Ese sería Jula, nuestro cocinero con vista aguda, contando historias a
nuestro mayordomo, aunque cómo tales rumores llegaron a oídos de Darin...— Tengo
a algunos pinches ganados. Pronto pondrán fin a eso.
—¿Con qué pruebas? —Puso sal al huevo y dio un gran bocado.
—¡Maldita sea la evidencia! Condenaré a algunos de los sirvientes, infundiré miedo en
un montón de ellos. Eso pondrá fin a esto. Eso es lo que haría la Abuela. Los dedos
ligeros deben ser quebrados, diría ella.
Me incliné por la honesta indignación, usando mi propia disconformidad para dar color
a mis reacciones. Ya nada de vender plata de la familia para Jal, entonces… esa línea
de crédito había llegado a su fin. Aun así, tenía al nórdico prudentemente resguardado
lejos, en la torre Marsail. Podía ver la torre desde donde estaba sentado, un inclinado
edificio de piedra más antiguo que cualquier parte del palacio, marcado y desfigurado
pero tercamente resistiendo los planes de una docena de anteriores reyes para
derribarlo. Un anillo de pequeñas ventanas, con gruesos barrotes, corriendo alrededor
de su circunferencia como un cinturón. Snorri ver Snagason estaría mirando desde uno
de aquellos pisos en su celda. Les había dicho que le dieran carne roja, cruda y
sangrienta. Los luchadores se nutren de la sangre.
Durante mucho tiempo que me quedé mirando la ventana, mirando la torre y el vasto
paisaje del cielo detrás de ella, un cielo de blanco y azul, todo en movimiento de modo
que la torre parecía moverse y las nubes quedarse quietas, haciendo una nave con toda
esa piedra, surcando a través de olas blancas.
—¿Qué piensas de todas esas tonterías de esta mañana? —pregunté sin esperar
respuesta, seguro que Darin estaba por marcharse.
—Creo que si la Abuela está preocupada, nosotros también deberíamos estarlo —dijo
Darin.
—¿Una puerta a la muerte? ¿Cadáveres? ¿Nigromancia? —Chupé y la carne salió
fácilmente del hueso de un faisán—. ¿Debo temer a eso? —Di golpecitos con el hueso
a la mesa, mirando hacia lo lejos por la venta y le sonreí—. ¿Van a perseguirme por
venganza? —Lo hice pensar.
—Ya has oído esos hombres…
—¿Alguna vez has visto a un hombre muerto caminar? Olvídate de desiertos lejanos y
los desechos de hielo. Aquí en la Marcha Roja, ¿alguien alguna vez ha visto algo así?
Darin se encogió de hombros.
—La Abuela dice que por lo menos un no nacido ha entrado en la ciudad. Eso es algo
para tomarse en serio.
—¿Un qué?
—¡Jesu! ¿Realmente no escuchaste ni una palabra de lo que dijo? Ella es la reina, ya
sabes. Harías bien en prestar atención de vez en cuando.
—¿Un no nacido? —El término no hizo sonar ninguna campana. Ni siquiera se acercó
al campanario.
—Algo que nace de la muerte en lugar de la vida, ¿recuerdas? —Darin sacudió su
cabeza ante mi mirada en blanco—. ¡Olvídalo! Sólo escucha ahora. Padre te espera en
su noche de ópera. No llegues tarde, o borracho, o ambos. No pretendas que nadie te
lo dijo.
—¿Opera? Dios mío, ¿por qué? —Eso era lo último que necesitaba. Un grupo de
idiotas gordos pintados gimiendo hacia mí desde un escenario durante varias horas.
—Sólo ve allí. Se espera que un cardenal financie tales proyectos de vez en cuando. Y
cuando lo hace, es mejor que su familia haga acto de presencia o las clases chismosas
querrán saber por qué.
Había abierto la boca para protestar cuando recordé que las hermanas DeVeer estarían
entre esas clases chismosas. Phenella Maitus también, la recién llegada, y al parecer,
hermosísima hija de Ortus Maitus, cuyos bolsillos eran tan profundos que incluso
podría valer la pena un contrato de matrimonio para llegar a ellos. Y por supuesto, si
pudiera tener el debut de Snorri en los pozos antes de que empezara el espectáculo,
entonces era probable que encontrara un sinfín de carteras aristocráticas y mercantiles
abiertas en los intermedios de la ópera para apostar en esta emocionante sangre nueva.
Si hay algo bueno que decir acerca de la ópera, es que hace que un hombre aprecie
mucho más todas las otras formas de entretenimiento. Cerré la boca y asentí. Darin
salió, aun comiendo su huevo.
El apetito me había abandonado. Empujé para apartar el plato. Mis ociosos dedos
descubrieron mi antiguo relicario bajo los pliegues de mi capa, lo saqué, golpeándolo
contra la mesa. Una cosa bastante barata de placa y cristal, que se abrió para revelar el
retrato de mi Madre. Lo cerré de golpe otra vez. La última vez que me vio fue cuando
tenía siete años; una Fiebre se la llevó. Ellos lo llaman Fiebre. En realidad es sólo una
mierda. Te debilita, la fiebre te lleva, mueres apestando. No es la forma en que se
supone que una princesa debe morir, o una madre. Deslicé el medallón lejos sin abrir.
Mejor que me recuerde de siete y no como soy ahora.
***
Antes de abandonar el palacio recogí a mi escolta, los dos viejos guardias asignados a
la tarea de preservar mi pellejo real, por la generosidad de mi padre. Con la pareja a
cuestas giré al Salón Rojo y reuní a un puñado de mis camaradas habituales. Roust y
Lon Greyjar, primos del Príncipe Arrow, enviados para "relaciones próximas," que
parecían dispuestos a comerse toda nuestra mejor comida y perseguir a las doncellas.
También Omar, séptimo hijo del Califa de Liba y un buen hombre para los juegos de
azar. Lo había conocido durante mi breve e ignominioso hechizo en el Mathema, y ¡él
había persuadido al Califa para que lo enviara al continente para ampliar su educación!
Con Omar y los Greyjar me dirigí hasta la zona de huéspedes, ese ala del Palacio
Interior donde se alojaban los más importantes dignatarios y donde el padre de Barras
Jon, el Embajador de la corte de Vyene, mantenía un conjunto de habitaciones.
Mandamos a un sirviente a buscar a Barras y vino bastante elegante, con Rollas, su
compañero guardaespaldas, a la zaga.
—¡Qué noche tan perfecta para emborracharse! —Barras me saludó mientras bajaba
las escaleras. Siempre decía que era una noche perfecta para emborracharse.
—¡Para eso necesitaríamos vino! —Extendí las manos.
Barras se hizo a un lado para revelar a Rollas detrás de él, llevando una gran botella.
—Grandes acontecimientos hoy en la corte.
—Una reunión del clan —le dije. Barras nunca dejaba de sonsacar noticias de la corte.
Tenía el presentimiento de que la mitad de su asignación dependía de conseguir
chismes para su padre.
—¿Lady Blue jugando sus juegos de nuevo? —Arrojó un brazo alrededor de mis
hombros y me condujo hacia la Puerta Común. Con Barras todo era un complot de
nación contra nación, o peor aún, una conspiración para socavar la paz que quedaba en
el Imperio Caído.
—Maldita sea, si lo sé —Ahora que lo mencionaba, hubo una charla de Lady Blue.
Barras siempre insistió en que mi abuela y esta supuesta hechicera estaban peleando su
propia guerra privada y había sido durante décadas; si es cierto, entonces, en mi opinión
era una excusa pobre ya que había visto muy pocas señales de ella. Los cuentos sobre
Lady Blue parecían tan dudosos como aquellos sobre el puñado de los supuestos magos
que parecían perseguir a las cortes occidentales. Kelem, Corion, y media docena de
otros: charlatanes muchos de ellos. Sólo la existencia de la Hermana Silenciosa de la
Abuela prestaba alguna credibilidad a los rumores...— Lo último que oí fue que nuestra
amiga azul revoloteaba de una corte de Teuton a la siguiente. Probablemente para este
momento ya ha sido colgada por bruja.
Barras gruñó.
—Esperemos que sí. Esperemos que no esté de vuelta con los Scorron causando esa
pequeña guerra otra vez.
Podría estar acuerdo con él en eso. El padre de Barras negoció la paz y la trató como si
fuera su segundo hijo. Preferiría que un pariente cercano viniera a perjudicar ese
acuerdo de paz en particular. Nada me induciría de nuevo para combatir en a las
montañas contra los el Scorrons.
Dejamos el Palacio por la Puerta de la Victoria de buen humor, pasando nuestra botella
de Wennith rojo entre nosotros mientras que explicaba las virtudes de cortejar
hermanas.
Cuando entremos a la Plaza de los Héroes el vino se convirtió en vinagre en mi boca.
Me estaba ahogando y se me cayó la botella.
—¡Allí! ¿La ves? —Tosiendo, y limpiándome las lágrimas de los ojos, me olvidé de
mi propia regla y señalé a la mujer ciega. Se puso en la base de una gran estatua, la
Última Steward, sombría en su trono mezquino.
—¡Espera! —Roust me golpeó entre los hombros.
—¿Ver a quién? —preguntó Omar, mirando hacia donde señalaba. Vestida con
harapos, podría pasar por nada más que un arbusto muerto si la mirabas otra vez. Tal
vez eso fue lo que Omar vio.
—¡Casi pierdo esto! —Barras había recuperado la botella, segura en su cubierta de
caña—. ¡Ven con Papá! Te voy a estar cuidando de ahora en adelante, pequeña! —Y
la acunó como si fuera un bebé.
Ninguno de ellos la vio. Ella me observó un momento más, sus ojos ciegos
quemándome, entonces se dio la vuelta y se alejó entre la multitud fluyendo hacia el
Mercado Trent. Empujado por los demás, caminé, atormentado por los viejos miedos.
Nos acercamos a los Agujeros de Sangre temprano por la tarde, yo sudando y nervioso,
y no sólo por el calor fuera de temporada o el hecho de que mi futuro financiero estaba
a punto de caer sobre dos hombros muy anchos. La Hermana Silenciosa siempre me
inquietó, y hoy había visto por completo demasiado de ella. Seguí mirando alrededor,
casi esperando verla otra vez a lo largo de las calles atestadas de gente.
—¡Vamos a ver a este monstruo tuyo! —Lon Greyjar me golpeó con una mano el
hombro, sacudiéndome de mis recuerdos y alertándome sobre el hecho de que
habíamos llegado a los Agujeros de Sangre. Le sonreí y me prometí que exprimiría al
cabrón hasta su última corona. Tenía una manera molesta, Lon también, muy sociable,
demasiado dispuesto a poner sus manos sobre ti, siempre cortando cualquier distancia
como si dudara de todo, incluso de las botas que en las que estabas de pie. Muy bien,
miento mucho, pero eso no significa que los primos de algún menor principito puedan
tomarse libertades.
Hice una pausa antes de dirigirme a las puertas y di un paso atrás, echando una mirada
a lo largo de las paredes externas. El lugar había sido un matadero, aunque uno grande,
como si el rey de aquellos tiempos hubiera querido que incluso su ganado fuera
asesinado en edificios que avergonzarían a las casas de sus rivales con coronas de
cobre.
En la única otra ocasión que había visto a la mujer ciega, fuera de la sala del trono, ella
había estado en la Calle de Clavos cerca de una de las mansiones más grandes hacia el
extremo occidental. Salía de un baile de salón de algún embajador con una atractiva
joven, tenía mi rostro abofeteado por mis esfuerzos y se estaba enfriando, mirando la
calle antes de volver a entrar. Había estado moviendo uno de mis dientes para
comprobar que la maldita chica no lo hubiera soltado cuando vi a la Hermana
Silenciosa a través de la amplitud de la calle. Se quedó allí, más audaz que el bronce,
con una cubeta en la mano blanca y una brocha de crin de caballo en la otra, pintando
símbolos en las paredes de la mansión. No en las paredes del jardín frente a la calle,
pero si en las paredes del propio edificio, aparentemente inadvertido por el guardia o
el perro. La observé, con la noche cada vez más fría como si un viento la recorriera,
dejando que todo el calor se desvaneciera. No mostraba señales de prisa, pintando un
símbolo, pasando al siguiente. Bajo la luz de la luna parecía como si pintara con sangre,
grandes pinceladas oscuras, cada una derramando innumerables gotas, que se unían
para hacer los sellos que parecían torcer la noche alrededor de ellos. Estaba rodeando
el edificio, lanzando un lazo sobre él, paciente, con lentitud, implacable. Entonces corrí
dentro, con mucho más miedo de esa mujer y su cubeta de sangre que de la joven
Condesa Loren, con su mano rápida, y cualquiera de sus hermanos que podrían ponerse
sobre mí para defender su honor. La alegría de la noche se había ido, sin embargo, y
me fui a casa bastante rápido.
Un día después, oí el informe de un terrible incendio en la Calle de Clavos. Una casa
quemada hasta las cenizas sin un solo superviviente. Incluso hoy en día el sitio se
encuentra vacío, sin nadie dispuesto a construir allí otra vez.
Las paredes de los Agujeros de Sangre afortunadamente estaban libres de cualquier
decoración, salvo quizás los nombres rayados de los amantes temporales aquí y allá
donde un contrafuerte proporcionaba refugio para tal trabajo. Me maldije por tonto y
me dirigí a través de las puertas.
Los hermanos Terrif que dirigían los Agujeros de Sangre habían enviado un carro para
recoger a Snorri desde Marsail más temprano este día. Había sido exigente en el
mensaje que envié, advirtiéndoles, de tener considerable cuidado con el hombre y la
garantía, demandando mil coronas de oro si fallaban al asegurar su presencia en el pozo
Crimson para el primer combate.
Flanqueado por mi séquito me dirigí dentro de los Agujeros de Sangre, inmediatamente
envuelto en el sudor, humo, peste y estruendo del lugar. Maldita sea, pero me encantaba
así. Nobles vestidos de seda paseaban alrededor de la pista de combate, cada uno una
isla de color y sofisticación, presionados de cerca por compañeros, luego de un halo de
andrajosos aduladores, vendedores ambulantes, hombres-cerveza, hombres-amapola y
desvergonzados, y en la periferia, pilluelos listos para escabullirse entre un caballero y
otro llevando mensajes por boca o por mano. Los tomadores de apuestas, cada uno
sancionado y aprobado por los Terrifs, se situaron en sus puestos alrededor del borde
de la sala, las probabilidades enumeradas en tiza, chicos listos para recoger o entregar
a la carrera.
Los cuatro principales pozos yacían en los vértices de un gran diamante, de baldosas
rojas en el suelo. Escarlata, Marrón, Ocre, y Carmesí. Todos semejantes, de seis metros
de profundidad, seis metros de ancho, pero con el Carmesí primero entre iguales. La
nobleza pasaba entre estos y los pozos menores, mirando hacia abajo, discutiendo
acerca de los combatientes de la demostración, las posibilidades que ofrecen. Una
barandilla de madera robusta rodeaba cada pozo, colocada como un delantal de madera
superpuesto a la piedra, alcanzando un metro por debajo de la hendidura. Me abrí
camino hasta el Carmesí y me incline, la barandilla contra mi estómago con fuerza.
Snorri ver Snagason frunció el ceño hacia mí.
—¡Carne fresca aquí! —Levanté la mano, todavía mirando a mi boleto de comida—.
¿Quién quiere un trozo?
Dos pequeñas manos oliva se deslizaron hacia fuera sobre la barandilla junto a mí.
—Creo que yo. Siento que me debes un trozo, o dos, Príncipe Jalan.
Oh demonios.
—Maeres, qué bueno verte —Para darme crédito oculté el terror ciego de mi respuesta
y no me embarré a mí mismo. Maeres Allus tenía una voz tranquila y razonable como
la que un escribano o tutor deben tener. El hecho de que le gustara ver cuando sus
cobradores cortan los labios de un hombre, convertía ese tono razonable del confort al
horror.
—Es un hombre grande —dijo Maeres.
—Sí. —Miré violentamente alrededor hacia mis amigos. Todos ellos, incluso los dos
viejos veteranos escogidos especialmente por mi padre para protegerme, se habían
escabullido hacia Umber sin decir nada, dejando a Maeres Allus deslizarse junto a mí
sin previo aviso. Sólo Omar tenía la decencia de parecer culpable.
—¿Cómo le iría contra el hombre de Lord Gren, Norras? ¿Qué piensas? —preguntó
Maeres.
Norras era un pugilista experto, pero pensé que sería Snorri quien golpearía al hombre.
Podía ver al luchador de Gren, de pie detrás de la puerta de barrotes opuesta a las que
había llegado Snorri.
—¿No deberíamos preparar la lucha? ¿Tener listas las probabilidades? —Le lancé una
mirada a Barras Jon y lo llamé— ¿Norras contra mi carne fresca? ¿Qué números hay?
Maeres puso una mano suave en mi brazo.
—Tiempo suficiente para apostar cuando el hombre haya sido probado, ¿no?
—P… pero él podría llegar a causar daño —dije con nerviosismo—. Planeo hacer buen
dinero aquí, Maeres, te pagaré con intereses. —Me dolía el dedo. El que Maeres me
había roto cuando me quedé corto hacía dos meses.
—Me convenciste —dijo—. Eso será de mi interés. Cubriré las pérdidas. Un hombre
como él... podría valer 300 coronas.
Entonces vi su juego. Trescientos era sólo la mitad de lo que le debía. Significaba que
el bastardo quería ver morir a Snorri y mantener al príncipe real con su correa. Sin
embargo, no parecía haber un camino más allá de eso. No se discute con Maeres Allus,
ciertamente no en el salón de lucha de sus primos y debiéndole la mayor parte de mil
en oro. Maeres sabía hasta dónde podía empujarme, príncipe menor o no. Había visto
más allá de mis bravuconerías a lo que yace debajo. No llegas a dirigir una organización
como la de Maeres sin ser bueno juzgando a los hombres.
—¿Apuestas trescientos si no está en condiciones para luchar los combates esta noche?
—Podría deslizarme de regreso después de la ridícula ópera de mi Padre e invertir en
las peleas serias. La maniobra de esta tarde sólo había tenido la intención de estimular
el apetito y despertar interés.
Maeres no respondió, sólo aplaudió con sus suaves manos y tenía a los guardias
levantando la puerta opuesta del pozo. Al sonido de reja de hierro en la piedra y las
cadenas con trinquete a través de sus bastidores, las multitudes vinieron hasta la
barandilla, atraídas por el tirón del pozo.
—¡Es enorme!
—¡Un chico guapo!
—Norras lo hará feo.
—Sabe lo que hace, Norras.
El fornido Teuton salió del arco, girando su cabeza calva sobre el cuello grueso.
—Sólo puños, nórdico —dijo en voz alta Maeres—. La única salida de ése pozo para
ti es seguir las reglas.
Norras levantó ambas manos y las apretó en puños como para instruir al bárbaro.
Acortó la distancia entre ellos, rápidamente en sus pies, sacudiendo la cabeza en
movimientos marcados hacia delante y atrás, destinados a engañar al ojo y tentar un
golpe equivocado. Parecía más bien como un pollo para mí, moviendo su cabeza, con
los puños en la cara, y los codos hacia fuera como pequeñas alitas. Una gran gallina
musculosa.
Snorri claramente tenía el alcance, pero Norras llegó rápido. Agachó la cabeza, así
Norras —recibiría golpes en el cráneo. Eso es lo que iba a decir. Había visto antes a
hombres herirse las manos con la cabeza gruesa y huesuda de Teuton. No tuve tiempo
para dejar salir las palabras. Norras lanzó un puñetazo y Snorri lo atrapó con la palma
de la mano, cerrando los dedos para atraparlo. Tiró de Norras hacia adelante, dando un
puñetazo con su otro brazo, apartando a un lado el golpe salvaje de la izquierda del
Teuton con el codo. El puño enorme del nórdico golpeó el rostro de Norras, los nudillos
impactando desde la barbilla a la nariz. El hombre voló hacia atrás un metro o más,
golpeando el suelo con un golpe deshuesado, sangre salpicando su cara, mezclada con
dientes y suciedad de su hocico aplastado.
Un momento de silencio, y luego un rugido que hirió mis oídos. Mitad placer, mitad
indignación. Pergaminos de apuestas volando, monedas cambiando de manos, todas
las apuestas informales hechas en el momento.
—Un espécimen impresionante —dijo Maeres sin pasión. Observó mientras dos
sirvientes arrastraban a Norras lejos por la válvula de salida de la cámara doble. Snorri
les dejó hacer su trabajo. Pude ver que había calculado sus probabilidades de escapar
y las encontró nulas. La segunda puerta de hierro podía elevarse solamente desde el
exterior y sólo cuando la primera ya había bajado.
—Enviar a Ootana. —Maeres nunca levantaba la voz, pero siempre se escucha en
medio del estruendo. Me ofreció una leve sonrisa.
—¡No! —estrangulado por mi indignación, recordando que había visto a los hombres
sin labios incluso en el Palacio. Maeres Allus tenía un brazo largo—. Maeres, mi
amigo, ¿estás hablando en serio? —Ootana era un especialista, con innumerables
accesos a cuchillos dentados en su cinturón. Él ya había descuartizado a media docena
de hombres este año—. ¡Al menos deja a mi luchador entrenar con el cuchillo de
gancho un par de semanas! Él es del hielo. Si no es un hacha no lo entienden —traté
con humor, pero Ootana ya estaba esperado detrás de la puerta, un diablo suelto desde
el extremo más lejano de África.
—Peleen. —Maeres levantó la mano.
—Pero… —A Snorri ni siquiera le habían dado su arma. Era un asesinato, puro y
simple. Una lección pública para poner con firmeza a un príncipe en su lugar. ¡Aunque
al público ni siquiera tenía que gustarle! Los abucheos resonaron cuando Ootana entró
en el pozo, su espada enganchada descuidadamente a un lado. Los nobles abuchearon
como si estuviéramos viendo a titiriteros en la Plaza. Ellos podrían silbar otra vez esta
noche con la misma pasión si la ópera de mi padre contenía un grupo de villanos.
Snorri levantó la mirada hacia nosotros. Juro que estaba sonriendo.
—¿No hay reglas ahora?
Ootana comenzó un lento avance, pasando el cuchillo de una mano a otra. Snorri
extendió sus brazos, no totalmente, pero suficiente como para hacer que un hombre
ancho aún más ancho en ese espacio reducido, y con un rugido que ahogó las voces de
muchas voces arriba, cargado. Ootana se movió a un lado, con la intención de cortar y
esquivar limpiamente, pero el nórdico llegó demasiado rápido, desvió para compensar,
y alcanzó con los brazos cada vez al africano. Al final Ootana no podía hacer nada más
que intentar el golpe mortal; nada más lo salvaría de la garra de Snorri. El intercambio
se perdió en la colisión. Snorri había golpeado al hombre, conduciéndolo hacia atrás
un metro y estrellándolo contra la pared del pozo. Se mantuvo así durante un latido —
tal vez una palabra pasó entre ellos— luego se alejó. Ootana se deslizó a un montón
arrugado en la base de la pared, fragmentos blancos de hueso mostrándose a través de
la piel oscura, en la parte posterior de su cabeza.
Snorri se dirigió hacia nosotros, me lanzó una mirada ilegible, y luego miró hacia abajo
para inspeccionar el cuchillo-gancho atravesando su mano, la empuñadura fuerte
contra la palma de su mano. El sacrificio que había hecho para evitar la hoja en su
garganta.
—El Oso —dijo Maeres en voz más baja que nunca entre el ruido de la multitud en
erupción. Yo nunca lo había visto enojado, pocos hombres lo habían visto, pero pude
verlo ahora en la delgadez de sus labios y la palidez de su piel.
—¿El Oso? —¡Por qué no dispararle con ballestas desde la barandilla y listo! Había
visto al oso una vez en los Agujeros de Sangre, una bestia negra de los bosques
occidentales. Lo pusieron contra un hombre de Conaught con una lanza y red. No era
más grande que él, pero la lanza sólo lo hizo enojar y cuando lo acorraló todo había
terminado. No importa cuánto músculo tenga un hombre, la fuerza de un oso es una
cosa diferente y hace que cualquier guerrero parezca débil como un niño.
Les tomó un tiempo preparar al oso. Esto claramente no había sido parte del plan que
involucraba a Norras y Ootana. Snorri simplemente se quedó de pie donde estaba,
sosteniendo su mano herida por encima de la cabeza y agarrando la muñeca con la otra.
Dejó el gancho-cuchillo donde estaba, incrustado en su palma.
La furia de la multitud que había demostrado a la entrada de Ootana estalló a nuevas
alturas cuando el oso se acercó a la puerta, pero la risa en pleno auge de Snorri los
silenció.
—¿Llaman a eso un oso? —Bajó los brazos y se golpeó el pecho—. Yo soy de
Undoreth, de los Hijos de Hammer. La sangre de Odín corre por nuestras venas.
¡Nacidos de la Tormenta! —Señaló hacia Maeres con su mano traspasada, goteando
carmesí, sabiendo que él era su torturador—. Yo soy Snorri, Hijo de Axe. ¡He luchado
contra los trolls! Tienes un oso más grande. Lo he visto en las celdas. Envía a ese.
—¡El Oso más grande! —gritó Roust Greyjar detrás de mí, y su hermano tonto tomó
el canto—. ¡Oso Grande! —En cuestión de segundo todos estaban aullando y el antiguo
matadero vibraba con la demanda.
Maeres no dijo nada, sólo asintió con la cabeza.
—¡El Oso más grande! —La multitud rugió una y otra vez hasta que por fin llegó el
gigantesco oso que los dejó asombrados y en silencio.
No podría decir dónde había conseguido la bestia Maeres, pero debió costarle una
fortuna. La criatura era simplemente la cosa más grande que jamás había visto.
Eclipsando a los osos negros de los bosques de Teuton, rebasando incluso a los osos
entrecanos de más allá de las tierras de Slav. Incluso encorvado detrás de la puerta en
su piel grisácea, se puso de pie y medía más de tres metros, puro músculo y grasa
debajo de la piel. La multitud respiró hondo y aulló de placer y horror, extasiados ante
la perspectiva de la muerte y sangre derramada, indignados por la injusticia de la
muerte venidera.
A medida que la puerta se levantaba, el oso gruñía y se ponía a cuatro patas detrás de
él, Snorri tomó el cuchillo-gancho y tiró de él liberándolo, haciendo un curioso giro
con la hoja en el último momento, necesario para evitar que la herida se volviera más
grande. Cerró su mano lastimada en un puño escarlata y tomó la hoja por encima de la
cabeza con la otra.
El oso, claramente una raza ártica, entró sin prisas en cuatro patas, balanceando la
cabeza de lado a lado en grandes barridos, perfilando el hedor de los hombres y la
sangre. Snorri fue a la carga, estampando sus grandes pies, con los brazos abiertos,
rugiendo ese desafío ensordecedor propio de él. Se detuvo en seco pero fue lo suficiente
como para hacer que el oso se levantara sobre sus patas traseras, devolviendo el desafío
con un gruñido que casi me hace mearme, incluso detrás de la seguridad la barandilla.
El oso con tres metros de altura, con sus patas delanteras levantadas, sus garras negras
más largas que dedos. El cuchillo de Snorri, carmesí por su propia sangre, parecía una
pequeña cosa que daba pena. Que apenas podría penetrar la grasa del oso. Se necesitaría
una espada larga para alcanzar sus entrañas.
El nórdico gritó una maldición en su lengua pagana, extendiendo la mano herida,
manteniéndola abierta, salpicando sangre sobre el pecho del oso, un patrón de color
rojo sobre el fondo blanco.
—¡Qué locura! —incluso yo sabía que no le debes dejar ver a algo salvaje que estás
herido.
El oso, más curioso que enfurecido, se agachó, inclinándose para oler y lamer su pelaje
ensangrentado. Y en ese instante Snorri arremetió contra él. Por un momento me
pregunté si realmente podría matar a esa cosa. Si por algún milagro de guerra podría
conducir la hoja justo a su columna mientras tenía la cabeza agachada. Todos nosotros
lanzamos una exhalación. Snorri saltó. Puso su mano herida en la parte superior de la
cabeza del oso, como un vaso de corte saltó sobre sus hombros, en cuclillas. Rugiendo
de indignación, el oso se irguió, buscando la molestia, levantándose hasta su altura
máxima como si Snorri fuera un niño y el oso su padre cargándolo en su espalda. A
medida que el oso se enderezaba, Snorri también se enderezaba, saltando hacia arriba
con su empuje combinado, alzando el cuchillo con la mano. Condujo la hoja a unos 6
metros por encima del borde del barandal de madera del pozo. Se impulsó, alcanzó,
giró, y en unos segundos estaba entre nosotros.
Snorri ver Snagason surgió a través de la multitud de alcurnia, pisoteando a hombres
adultos bajo sus pies. En algún lugar en esos primeros pasos encontró un cuchillo
nuevo. Dejó un rastro de ciudadanos aplastados y sangrantes, usando su hoja sólo tres
veces cuando miembros del equipo del pozo Terrif hicieron esfuerzos fervientes para
detenerlo. Los dejó destripados, con la cabeza casi arrancada. Salió a la calle antes de
que la mitad de la gente supiera lo que había pasado.
Me incliné sobre el borde. El pasillo era un caos; en todas partes los hombres fueron
encontrando su coraje y empezaban a dar caza a su presa que se había ido. El oso había
vuelto a olfatear el suelo del pozo, lamiendo la sangre de las losas, la huella roja de la
mano de Snorri marcada en la parte posterior de su cabeza.
Maeres había desaparecido. Tenía la costumbre de ir y venir. Me encogí de hombros.
El nórdico era demasiado peligroso para retenerlo. Habría sido la causa de mi muerte,
de una forma u otra. Al menos así podría pagar trecientas coronas de mi deuda con
Maeres Allus. Eso lo mantendría lejos de mis espaldas por unos buenos tres meses, tal
vez seis. Y muchas cosas pueden pasar en seis meses. Seis meses es una eternidad.
Capítulo 5
¡Ópera! No hay nada como eso. Excepto los jabalíes en celo.
Lo único bueno de la interminable ópera de Padre era el lugar, un fino edificio con
cúpula construido en el este del barrio de Vermillion donde la preponderancia de los
banqueros de Florentino y los mercaderes de Milano daban a la ciudad un toque muy
diferente. Durante la primera hora miré a las ninfas desnudas jugueteando a lo largo de
la cúpula, pintadas de modo que la superficie curvada las presentara sin ninguna
distorsión. Por mucho que admiraba el ojo de los artistas por el detalle, encontraba la
escena frecuentemente interrumpida por recuerdos de imágenes provenientes de los
Agujeros de Sangre. Snorri derrotando a Norras con lo que debió de haber sido un
golpe mortal. Ootana cayendo hacia adelante desde la pared del pozo, la parte posterior
de su cabeza fracturada abierta. Ese salto. ¡Ese espectacular, imposible y loco salto! En
el escenario, un soprano subiendo a través de un aria mientras volvía a ver al nórdico
lanzándose hacia su libertad.
En el intermedio busqué caras familiares. Llegué tarde al espectáculo y me deslicé
ruidosamente a un asiento, bloqueando la vista de los demás. En la tenue luz y separado
de mis compañeros más puntuales, tuve que conformarme con sentarme entre extraños.
Ahora bajo las luces del vestíbulo y tomando copas de vino de cada bandeja que pasaba,
encontraba que a pesar de las terribles advertencias de mi hermano Darin, la noche de
apertura contaba sorprendentemente con muy poca asistencia. Parecía que hasta el
mismo Padre había fallado en llegar. Está enfermo, dijeron los chismosos. Él nunca fue
un amante de la música, pero las arcas del vaticano financiaron su tontería de ángeles
y demonios clamando unos contra otros, hombres gordos sofocados de calor bajo las
alas de cera y plumas mientras cantaban a coro. Lo menos que su representante local
podía hacer era asistir y sufrir con el resto de nosotros. Maldita sea, ni siquiera pude
ubicar a Martus, o al maldito Darin.
Empujé a un hombre con una máscara de esmalte blanco, como si estuviera yendo hacia
una mascarada en lugar de a una ópera. O al menos intenté empujarlo, fallé y reboté en
él como si estuviera hecho de metal. Me giré, frotándome el hombro.
Algo en los ojos que miraban desde esas ranuras me dejaron en un baño de miedo frío
a cualquier cosa que tuviera que reclamarle. Dejé que la multitud de personas nos
separaran. ¿Había sido siquiera un hombre? Lo ojos me poseyeron. El iris blanco, la
pupila gris. El hombro me dolía, como si una infección se comiera el hueso… No
Nacido. Darin había dicho algo acerca de un no nacido en la ciudad...
—¡Príncipe Jalan! —Ameral Contaph me saludó con una familiaridad irritante,
hinchado en una ropa elegante ridícula, comprada sin duda sólo para esta ocasión.
Deben de estar desesperados por llenar los asientos si los aduladores de Contaph fueron
invitados al estreno─. ¡Príncipe Jalan!
De alguna forma el flujo de la multitud nos separó lo bastante lejos y yo fingí no verlo.
El tipo probablemente estaba buscándome por el papeleo inventado sobre Snorri. Peor
aún, tal vez ya hubiera escuchado que el nórdico estaba corriendo frenético por las
calles de Vermillion…o tal vez habría arrancado el baño de oro de mi regalo. ¡De
cualquier forma, ninguna de las razones por las cuales él probablemente quería hablar
conmigo, parecían ser razones por las que yo quisiera hablar con él! Me giré
rápidamente y me encontré cara a cara con Alain DeVeer, usando una inapropiada
venda alrededor de su cabeza y flanqueado por dos altos y feos hombres en apretadas
capas de ópera.
—¡Jalan! —Alain se estiró hacia mí, alcanzando sólo un poco de mi exquisitamente
ajustada capa. Encogí los hombros quitándome la prenda y se la dejé, mientras corrí
por las escaleras, tejiendo un peligroso camino alrededor de viudas con diamantes en
su cabello y lords huraños y viejos bebiendo vino, con la triste determinación de un
hombre deseando apagar sus sentidos.
Soy de pies ligeros, pero probablemente es mi total indiferencia por la seguridad de
otras personas es lo que me permite abrirme un considerable espacio rápidamente.
Hay letrinas colectivas detrás del teatro. Para el hombre, una docena de asientos
abiertos sobre agua fluyendo en canales que se vierten en el callejón de atrás. El agua
corre desde un tanque largo ubicado en el techo. Una pequeña banda de niños pobres
pasan todo el día llenándolo con cubetas; una actividad que tuve la oportunidad de
notar cuando usé uno de los camerinos del elenco para una asignación con la Duquesa
Sansera una temporada anterior. Yo estaba esforzándome diligentemente, como lo hace
un tipo con una mujer en sus últimos años de vida e incrementando su fortuna,
esperando a aprovecharse de un préstamo, pero cada vez que parecía que estábamos
llegando a algo, un pequeño niño deambulaba pasando por la puerta, derramando agua
de las pesadas cubetas. Me desconcentraba. Y la desgraciada vieja no me prestó más
que un penique de plata.
A pesar de todo, la tarde Dinero-Cubetas con la Duquesa no fue una total pérdida.
Antes de que le permitiera sacarme de allí con un beso mojado y un apretón de mi
trasero, perseguí a tantos niños sucios como pude y pateé algunos traseros. Es cierto
que mis enemigos me sobrepasan en número, pero después de todo, soy el héroe del
Paso de Aral, y algunas veces, cuando el Príncipe Jalan Kendeth está encendido de
furia es mejor huir, sin importar la edad. Si tienes ocho.
Había encontrado tres de los pequeños bastardos arrinconados en el pequeño cuarto
trastero, donde las cubetas son almacenadas entre muchas escobas y trapos. Y esa fue
la recompensa; otro escondite para agregar a mi lista.
Corriendo a lo largo del mismo pasillo ahora, con Alain y amigos a una esquina o dos
detrás de mí, me detuve en seco, agarré la puerta abierta del armario y me zambullí en
él. La cuestión de cerrar puertas detrás de ti es hacerlo rápido pero en silencio. Eso
resultó ser un desafío mientras trataba de desenredarme de los palos de las escobas en
la oscuridad, sin balancear las torres de cubetas cayéndose alrededor de mí. Segundos
después, cuando Alain y sus amigos bajaron el pasillo, el héroe del Paso de Aral estaba
agachado entre los trapos agarrándose la boca para reprimir un estornudo.
Me las arreglé para retener el estornudo casi lo suficiente, pero ningún hombre puede
estar en control total de su cuerpo, y a veces hay cosas imparables, como le dije a la
Duquesa Sansera cuando ella expresó su decepción.
—¡Achuu!
Las pisadas, debilitadas al borde del sonido, se detuvieron.
—¿Qué fue eso? —La voz de Alain, distante pero no lo suficiente.
Los cobardes se dividieron en dos grupos grandes. Aquellos paralizados por el miedo,
y aquellos motivados por él. Afortunadamente yo pertenezco al último grupo y salí
corriendo de ese armario como un…bueno, como un príncipe pervertido esperando
escapar de una paliza.
Siempre he hecho un estudio cuidadoso de las ventanas, y las más accesibles en el
teatro estaban en las antes mencionadas letrinas colectivas, necesitadas por obvias
razones. Bajé el corredor, giré, tomé la curva, y me zambullí en la fétida penumbra de
las letrinas para hombres. Un viejo caballero se había quedado allí con una botella de
vino, sintiendo claramente que respirar en una olorosa cloaca era preferible a un asiento
más cerca del escenario. Lo pasé corriendo, escalé sobre la parte de atrás del trono, y
traté de meter mi cabeza entre las cortinas. Normalmente estaban entreabiertas para
ofrecer suficiente ventilación para prevenir que el lugar explotara si algún inmaduro y
sobrealimentado lord se pedorreaba. Hoy, como todo lo demás desde que me levanté,
parecía estar en contra mía y permanecían firmemente cerradas. Las agité fuertemente.
No estaban aseguradas y no tenía sentido que lo estuvieran. El miedo prestó fuerza a
mi brazo y cuando las malditas cosas no abrieron, rompí los vidrios antes de meter la
cabeza.
Por medio segundo solo me quedé tirado con ese suave y ligeramente menos fétido aire
en la cara. ¡Salvación! Hay algo casi orgásmico en escaparse de un montón de
problemas, ganando libertad y burlándose al respecto. Tal vez mañana ese mismo
problema te estará esperando a la vuelta de la esquina, pero hoy, justo ahora, ha sido
vencido, ha quedado en el polvo. Los cobardes, sobrecargados con imaginación como
nosotros, prestamos más atención al futuro, preocupándonos por que vendrá después,
así que cuando la rara oportunidad de vivir el momento se presenta, la agarro con todas
las manos que tengo libres.
En el medio segundo siguiente me doy cuenta de que estamos en el tercer piso y la
caída hacia la calle de abajo parece que, probablemente, me lastimará más gravemente
de lo que Alain y sus amigos se atreverían. Quizá debería levantarme, enfrentarlo y
recordarle a Alain del padre de quién era esta maldita ópera, y cuya abuela sucede que
está calentando el trono. Ni una parte de mí quería apostar por el sentido común de
sopesar la ira de Alain, pero una rotura de tobillo por una caída en el callejón donde
descargan la mierda… tampoco me atraía mucho.
Y después la vi. Una andrajosa figura en el callejón, doblada por una carga. ¿Un cubo?
Por un ridículo momento pensé que era otro de esos niños pequeños arrastrando agua
del tanque. Una pálida mano levantó una brocha; la luz de la luna brilló en lo que goteó
de esta.
—Jalan Kendeth, escondido en las letrinas. Qué apropiado. —Alain DeVeer,
estrellando la puerta detrás de mí. No giré la cabeza ni una fracción. Si no me hubiera
hecho cargo de unos asuntos al inicio del intermedio, hubiera llenado rápidamente la
letrina donde estaba parado a través de las dos piernas del pantalón. La figura en el
callejón miró hacia arriba y un ojo atrapó los rayos de la luna, brillando perlada en la
oscuridad. Mi hombro me dolió con un repentino recuerdo de la figura enmascarada
con la que choqué dentro. Una certeza me llegó desde la garganta. Ese no había sido
un hombre. No había nada humano en esa mirada. Afuera, la mujer ciega de un ojo
pintó sus runas letales, y dentro, entre los lords y las damas, el infierno caminó con
nosotros.
Yo habría corrido sin pensarlo hacia una docena de Alain DeVeers para escapar de la
Hermana Silenciosa. Demonios, hubiera aplastado a Maeres Allus para poner un poco
de espacio entre esa vieja bruja y yo. Hubiera puesto el pie en su ingle y le hubiera
dicho que lo añadiera a la cuenta. Me hubiera encargado de Alain y sus dos amigos si
no hubiera sido por el recuerdo de un incendio en la Calle de Clavos. Las paredes
ardieron por sí solas. No había quedado nada más que finas cenizas. Nadie salió. Ni
una persona. Y ha habido otros cuatro incendios como ese a lo largo de la ciudad.
Cuatro en cinco años.
—¡Oh, Jalan! —Alain prolongó la a, haciéndola sonar como una canción burlona—.
¡Jaaaalan! —Realmente no tomó muy bien lo de aquel jarrón roto sobre su cabeza.
Me introduje más allá a través de la persiana rota, metiendo a presión ambos hombros
en el hueco y separando más vidrios. Alguna clase de red se extendió a lo largo de mi
cara. ¿Por qué justo ahora necesitaba una gran araña en mi cabeza? Una vez más los
dioses del destino estaban cagándose en mí desde lo alto. Miré a la izquierda. Símbolos
negros cubrían la pared, cada uno parecía como un insecto horroroso y perverso
atrapado en sus lechos de muerte. A la derecha, más de ellos, extendiéndose desde
donde la mujer ciega de un ojo había regresado a su trabajo. Parecían haber crecido a
lo largo de los lados del edificio, como enredaderas…o trepando. No había forma de
que pudiera llegar tan alto. Plantó sus horribles semillas mientras rodeaba el edificio,
pintando un lazo de símbolos, y por cada uno crecían más, y más, elevándose hasta que
el lazo se convirtió en una red.
—¡Hey! —El alardeo de Alain se convirtió en irritación al ser ignorado.
—Tenemos que salir de aquí. —Me liberé y miré atrás a los tres en el camino hacia la
puerta, el hombre viejo agarrando su vino mirándolos, desconcertado—. No hay
tiempo…
—Bájenlo de ahí. —Alain agitó su cabeza en señal de disgusto.
La caída a la calle había sido eliminada del primer puesto de la lista de las cosas más
aterradoras, donde se había situado justo encima de Alain y sus amigos. Las escrituras
en la pared inmediatamente sacaron todas las otras cosas fuera de la lista y me metí en
las letrinas. Atoré ambos brazos a través del agujero que había hecho y me lancé fuera.
Brinqué unos cuantos pies y me detuve sobre el astillado marco de una contraventana.
Algo oscuro y muy frío se extendió a lo largo de mi cara nuevamente, sintiendo algo
muy parecido a una red tejida por la araña más fuerte del mundo. Los hilos de esto me
cerraron el ojo izquierdo y se opusieron a cualquier futuro avance.
—¡Rápido!
—¡Agárrenlo!
Corrí tan pronto como Alain dio la orden. Soy muy bueno cuando se trata de
escabullirse de las cosas, pero mi situación actual ofrecía pocas opciones. Agarré el
alféizar de la ventana con las dos manos y traté de impulsarme más allá, logrando una
delantera de unos cuantos centímetros y una chaqueta rota. La cosa negra sobre mi cara
tiraba aún más fuerte, presionando mi cabeza hacia atrás y amenazando con tirarme de
vuelta al cuarto si disminuía mi agarre, aunque fuera un poco.
Ahora, la naturaleza podrá haberme regalado un muy físico decente pero trato de evitar
cualquier actividad extenuante, al menos cuando estoy vestido, y no reclamo de
ninguna gran fuerza. Sin embargo, el terror puro tiene un efecto sorprendente en mí y
habría sabido lanzar objetos extraordinariamente pesados si se interpusieran entre una
rápida huida y yo.
Anticipar la llegada de la mano de Alain DeVeer agitando mi espinilla ocasionó el nivel
exacto de terror. No era el pensamiento de ser arrastrado dentro otra vez y que me
dieran una buena paliza lo que me preocupaba; aunque normalmente lo
haría…muchísimo. Era la idea de que mientras ellos estuvieran golpeándome, y
mientras el pobre Jalan estuviera rodando agarrando sus protuberancias
masculinamente y gritando por misericordia, la Hermana Silenciosa completaría sus
lazos, el fuego comenzaría y todos y cada uno de nosotros arderíamos.
Lo que sea que se había extendido a lo largo de mi cara se había dejado de extender y
en su lugar estaba reteniéndome para no poder avanzar, toda su elasticidad al máximo.
Ahora lo sentía más como un trozo de cable, cortándome la frente y la cara. Sin entrar
nada desde donde impulsarme con los pies, me colgué, un tercio afuera, dos tercios
dentro, golpeando en vano y rugiendo toda clase de amenazas y promesas. Sospechaba
que Alain y sus amigos se habían detenido para reírse a expensas de mí porque llevó
más de lo que esperaba que alguien pusiera una mano en mí.
Deberían haberse tomado el asunto más en serio. Unas piernas temblorosas son una
propuesta peligrosa. Lleno de desesperación fracasé e hice una sólida conexión, patee
algo que crujió como una nariz. Alguien hizo un ruido similar al que Alain había hecho
aquella mañana cuando le rompí el florero sobre la cabeza.
El impulso añadido resultó suficiente. La obstrucción de lo que parecía un cable se
adentró un poco, como un cuchillo frío cortando a través de mí, y después algo cedió.
Sentía más como si fuera yo quién cedía en lugar de la obstrucción, como si me
quebrara y eso me atravesara, pero de cualquier manera quedé libre y caí fuera en una
pieza en lugar de dos.
Como son las victorias resultó bastante pírrica, siendo mi premio la libertad de
lanzarme de cara a una caída de dos pisos entre el pavimento y yo. Cuando te quedas
sin gritos durante una caída, sabes que has caído demasiado profundo. Demasiado lejos
y demasiado rápido en general para haber alguna esperanza razonable de que te vuelvas
nunca a levantar de nuevo. Algo tiró de mí, sin embargo, deteniendo mi descenso por
una fracción, aunque un sonido horrible de rasgadura silenció mi grito al caer. Aun así,
me golpeé contra el suelo con una fuerza más que suficiente para matarme, excepto por
el gran montículo de mierda semisólido acumulado debajo de la salida de las letrinas.
Caí con un ¡plaf!
Me tambaleé al ponerme de pie, escupiendo bocanadas de mierda, rugí una grosería,
resbalé e inmediatamente me sumergí de nuevo. Risas burlonas desde arriba me
confirmaron que tenía audiencia. En mi segundo intento me caí de espaldas, retirando
mierda de mis ojos. Mirando hacia arriba vi todo el lado del teatro de la ópera vestido
con símbolos entrelazados, con una excepción. La ventana desde la cual caí al
descubierto, la cara de un hombre mirando de cerca desde el agujero que dejé. En algún
otro lado, las extremidades negras de la caligrafía de la Hermana Silenciosa, cerraron
las ventanas, pero ni un rastro a lo largo de la ventana rota de la letrina. Y descendiendo
de esta, una grieta, corriendo profundamente en los escombros, siguiendo el patrón de
mi descenso. Una peculiar luz dorada sangró de la grieta, parpadeando con sombras
por toda su longitud, iluminando tanto el callejón como el edificio.
Con más rapidez y menos prisa logré salir y busqué a la Hermana Silenciosa. Ella había
dado vuelta en la esquina, posiblemente antes de que cayera, No podía ver lo lejos que
había llegado hasta completar su tarea. Retrocedí a la mitad del callejón, fuera del
montón de mierda, limpiando la suciedad de mi ropa con poco éxito. Algo se enganchó
a mis dedos y me encontré sosteniendo lo que parecía ser una cinta negra, pero parecía
más como una pata retorciéndose de algún horrible insecto. Con un quejido me lo quité
y encontré un símbolo completo de la bruja colgando de mi mano, casi llegando al
suelo y retorciéndose con una brisa que no estaba allí; como si fuera algo intentando
envolverse de nuevo en mí. Lo lancé hacía abajo con asco, percibiendo que era más
asqueroso que cualquier otra cosa que se me hubiera envuelto.
Una réplica mordaz volvió mi mirada al edificio. Mientras miraba, la grieta se
expandió, corrió hacia abajo otros cinco metros, casi alcanzando el suelo. El chillido
que salió de mí fue más afeminado de lo que habría deseado. Sin titubear, me di la
vuelta y hui. Más risas desde arriba. Me detuve al final del callejón, esperando algo
inteligente que gritarle a Alain. Pero cualquier ocurrencia que pudo haberse
materializado, desapareció cuando los símbolos a lo largo de la pared junto a mí
empezaron a iluminarse. Cada grieta se abrió, brillando, como si se hubieran convertido
en fisuras hacia un mundo de fuego a la espera de todos nosotros, justo debajo de la
superficie de piedra. Me di cuenta en ese momento que la Hermana Silenciosa había
completado su trabajo y que Alain, sus amigos, el viejo con su vino, y cada una de las
personas de dentro estaban a punto de arder. Lo juro, en ese momento incluso sentí
pena por los cantantes de ópera.
—¡Salten, idiotas! —grité por encima del hombro, mientras corría.
Doblé la esquina a toda velocidad y resbalé, mis zapatos aún estaban pegajosos por la
mierda. Extendiéndome a través del pavimento, miré de nuevo hacia el callejón, ahora
iluminado en una cegadora incandescencia lleno de sombras palpitantes. Cada símbolo
quemándose. En el final, una sombra en particular se mantuvo constante: la Hermana
Silenciosa, andrajosa e inmóvil, siendo poco más que una mancha en el ojo a pesar del
resplandor de la pared detrás de ella.
Moví los pies al sonido del espantoso grito. El viejo salón sonó con notas que jamás
habían sido emitidas por ninguna boca, a pesar de los largos años de su historia.
Entonces corrí, mis pies resbalando y deslizándose debajo de mí; y fuera de la brillantez
del callejón algo me persiguió. Una línea brillante e irregular zigzagueó a lo largo de
mi ruta, como si el patrón roto buscara reclamarme, agarrarme e iluminarme para que
también compartiera el mismo destino del que me había costado tanto escapar.
Pensarías que es mejor guardar el aliento para correr, pero a veces encuentro que gritar
ayuda. La calle en la que giré desde el callejón pasa detrás del teatro y era muy
transitada incluso a esta hora de la noche, aunque no tanto como Calle Pintura, que
pasa por la gran entrada y reparte clientes en las puertas. Mi… grito masculino… sirvió
de alguna manera para despejarme el camino, y donde los ciudadanos resultaron
moverse demasiado lento, los esquivé o si eran lo suficientemente pequeños o frágiles,
los arrasé. La grieta emergió en la calle detrás de mí, avanzando en pasos titubeantes
rápidos, cada uno acompañado por un sonido como si algo caro se demoliera.
Dando un giro hacia el espacio entre dos policías en una patrulla, dirigí una mirada
hacia atrás y vi la punta de la grieta a la izquierda, virando calle abajo, lejos del teatro
y en la dirección que yo había tomado. La gente de la calle apenas se dio cuenta,
paralizados como estaban por el resplandor del edificio que estaba más allá, sus paredes
ahora envueltas en una llama morada pálida. La grieta en sí parecía más de lo que en
primer lugar apareció, siendo en realidad dos grietas corriendo juntas, cruzando y
volviéndose a cruzar, una goteando una luz dorada candente y la otra revelando una
oscuridad incontenible que parecía tragarse cualquier iluminación que caía en su
camino. En cada punto que se cruzaban, hervían chispas doradas en la oscuridad y
destrozaban las losas.
Me metí entre los dos policías, el impacto me dejó girando, saltando sobre un pie para
mantener el equilibrio. La grieta corrió debajo de un hombre viejo que había derribado
en mi huida. Más que eso, corrió a través de él, y donde la oscuridad cruzó la luz algo
se rompió. Fisuras más pequeñas se dispersaron desde cada punto del cruce, abarcando
al hombre rápidamente antes de que él literalmente explotara. Trozos rojos de él fueron
lanzados hacia el cielo, quemándose mientras volaban, consumidos con tal ferocidad
que fueron pocos los que lograron regresar al suelo.
Digan lo que digan de correr, lo importante es levantar los pies tan rápido como sea
posible; como si el suelo hubiera desarrollado un gran deseo de lastimarte. Lo que más
o menos estaba pasando. Corrí a un ritmo que habría hecho que mi perro huyendo esa
misma mañana, se parase para comprobar si sus piernas se estaban moviendo aún. Más
gente explotó en mi estela mientras la grieta corría a través de ellos. Salté un carro, que
inmediatamente detonó detrás de mí, pedazos de madera ardiendo salpicaron la pared
mientras me lanzaba a través de una ventana abierta.
Rodé sobre mis pies dentro de lo que parecía ser, y ciertamente olía como tal, un burdel
de tan baja clase que no estaba al tanto de su existencia. Unas formas se retorcían en la
penumbra a un lado mientras me arrojé al otro lado de la cámara, tirando una lámpara,
una mesa de mimbre, un vestidor, y un pequeño hombre con un peluquín, antes de
pulverizar los postigos de la rara ventana en mi entrada.
El cuarto se iluminó detrás de mí. Choqué contra el callejón en el cual caí, dejé que la
pared opuesta detuviera mi impulso, y salí volando. La ventana por la que entré se
quebró, el alfeizar y el dintel, el edificio entero dividiéndose. Las fisuras gemelas, luz
y oscuridad, tejieron su camino tras de mí, aumentando más su velocidad. Salté sobre
un cachorro desplomado en el callejón y corrí. Por el sonido de ésta, la fisura recuperó
su permanente adicción un latido después.
La mirada hacia adelante es la segunda regla de correr, justo después de levantar los
pies. Aunque algunas veces no puedes seguir las reglas. Algo de la grieta demandaba
mi atención, y lancé otra mirada hacia atrás.
¡Golpe! Al principio pensé que había chocado contra una pared. Recuperando aliento
para gritar y correr más, me alejé, sólo para descubrir que la pared me estaba
deteniendo. Dos grandes puños, uno vendado y uno sangrado, agarrándome la chaqueta
sobre el pecho. Miré hacia arriba, luego un poco más arriba, y me encontré a mí mismo
mirando a los pálidos ojos de Snorri ver Snagason.
—¿Que… —No tuvo tiempo para más palabras. La grieta corrió a través de nosotros.
Vi una fractura negra alzarse a través del nórdico, haciendo líneas irregulares a lo largo
de su cara, sangrando oscuridad. En el mismo momento algo caliente e
insoportablemente brillante cortó a través de mí, llenándome con luz y llevándose el
mundo lejos.
Mi visión se aclaró justo a tiempo para ver la frente de Snorri descendiendo. Escuché
un crujido de una clase completamente diferente. Mi nariz estaba rota. Y todo el mundo
se desvaneció nuevamente.
Capítulo 6
Primero revisé dónde estaba mi billetera, y luego di una palmada buscando mi relicario.
Es un hábito que he desarrollado. Cuando despiertas en los tipos de lugares donde yo
despierto, y con la compañía que normalmente pago por mantener… bueno, vale la
pena tener tu dinero cerca. La cama estaba más dura y desigual de lo que me suele
gustar. Tan dura y desigual como adoquines, en realidad. Y olía a mierda. El glorioso
momento seguro entre estar dormido y estar despierto se acabó. Rodé hacia mi costado,
agarrándome la nariz. O no estuve inconsciente durante mucho tiempo, o el hedor
mantuvo alejados incluso a los pordioseros. Eso y la conmoción camino abajo, el rastro
de ciudadanos destrozados, la casa de la ópera quemándose, la grieta en llamas. ¡La
grieta! Me tambaleé al ponerme en pie, esperando ver un camino irregular conduciendo
por el callejón y apuntándome directamente. Nada. Al menos nada que se pueda ver a
la luz de las estrellas y un cuarto de luna.
—Mierda. —Me dolía la nariz más de lo que parecía razonable. Recordé unos ojos
feroces bajo cejas gruesas… y luego esas cejas gruesas estrellándose en mi cara—.
Snorri…
El nórdico se había ido hace rato. No podía decir porqué no había pedazos nuestros
carbonizados decorando las paredes. Recordé la forma en que esas dos fisuras corrían
de lado a lado, cruzándose y volviéndose a cruzar, y en cada unión, una detonación. La
fractura oscura atravesó a Snorri, la había visto en su cara. La luz...
Me revisé de pies a cabeza, repentinamente buscando heridas con manos frenéticas. La
fractura luminosa me había atravesado. Al subir las perneras de los pantalones sólo
había mugrientas canillas, sin señal de una luz dorada brillando de ninguna grieta. Pero
la calle no mostraba indicios de grietas, tampoco. Ni un rastro de ellas más que el daño
que dejaron.
Alejé los pensamientos de esa cegadora luz dorada de mi mente. ¡Había sobrevivido!
Los gritos de la casa de la ópera volvieron a mí. ¿Cuántos habían muerto? ¿Cuántos de
mis amigos? ¿Y mis familiares? ¿Habían estado las hermanas de Alain allí? Roguemos
a Dios que Maeres Allus hubiera estado. Que fuera una de esas noches donde pretende
ser un comerciante y usara su dinero para entrar a grupos sociales mucho más altos que
el de él. Sin embargo, ahora necesitaba poner más distancia entre el incendio y yo.
¿Pero adónde iría? La magia de la Hermana Silenciosa me había perseguido. ¿Estaría
esperando en el palacio para terminar el trabajo?
Cuando tengas dudas, corre.
Me retiré nuevamente, a través de calles oscuras, perdido pero sabiendo al mismo
tiempo que daría con el río y me orientaría de nuevo. Correr a ciegas te hace propenso
a romperte la nariz, y dado que ya me la había roto y no tenía ganas de saber qué ocurre
después, mantuve mi paso vertiginoso prudente. Normalmente encuentro que dejar los
problemas detrás de mis talones a muchas millas de distancia mejora las cosas. Sin
embargo, mientras corría, respirando por la boca y agarrándome el costado donde un
músculo sufría un calambre, me sentía cada vez peor. Un malestar crecía minuto a
minuto y empeoró hasta convertirse en una ansiedad paralizante. Me pregunté si así era
cómo se sentía la carga de conciencia. No es que tuviera la culpa. No hubiera podido
salvar a nadie ni aunque lo hubiera intentado.
Me detuve y me apoyé en una pared, recobrando el aliento y tratando de deshacerme
de lo que fuera que me atormentase. Mi corazón seguía palpitando contra mis costillas,
como si hubiera empezado a correr a toda marcha en vez de haber tomado un descanso.
Cada parte de mí parecía frágil, quebrantable de alguna manera. Mis manos tenían mal
aspecto, muy blancas y brillantes. Empecé a correr de nuevo, acelerando y dejando
toda la fatiga atrás. La energía de reserva corrió por toda mi piel, agitándome,
recolocando mis vibrantes dientes en su lugar, haciendo parecer que mi cabello flotara
alrededor de mi cabeza. Algo estaba mal conmigo, roto; no podía parar aunque hubiera
querido.
Adelante, la calle se bifurcaba y la luz de las estrellas sólo ofrecía la forma de los
edificios que dividían el camino. Cambié de un lado de la calle al otro, sin estar seguro
de cuál camino seguir. Ir por el izquierdo me empeoraba, aumentando mi velocidad
como si estuviera en una carrera, haciendo mis manos casi brillar mientras rebotaban,
haciendo que me doliera la cabeza, tanto como para dividirse en dos, la luz brillante
nublando mi visión. Virando a la derecha, se restauraba algo de normalidad. Elegí la
bifurcación derecha. De repente supe a dónde ir. Algo había estado tirando de mí desde
que me levanté de los adoquines. Ahora, como si una lámpara hubiera sido encendida,
sabía qué dirección tomar. Y si me alejaba de ella, cualquier malestar que me afectase
empeoraría. Caminé recto y los síntomas desaparecieron. Tenía una dirección.
Cuál era el destino, no lo sabía.
Parecía ser mi día de dirigirme calle abajo por las calles de Vermillion. Mi ruta ahora
seguía la suave pendiente hacia el Seleen donde ella moderó su paso a través de la
ciudad. Empecé a pasar los mercados y bahías de carga tras los grandes almacenes que
daban hacia los muelles de los ríos. Incluso a esta hora los hombres se movían de acá
para allá, acarreando cajas de carretas tiradas por mulas, cargando camiones,
trabajando con la luz de linternas para empujar la mercancía a través de las estrechas
calles de Vermillion.
Mi ruta me llevó a través de un mercado desierto que olía a pescado y me hizo parar
contra una gran extensión de pared, uno de los edificios más antiguos de la ciudad,
ahora nombrado almacén de muelles. Se extendía más de cien yardas y más tanto a la
derecha como a la izquierda, pero a mí no me interesaban ninguna de esas direcciones.
Recto. Mi ruta era totalmente recta. Desde allá es donde venía el tirón. Una puerta de
amplios tablones chirrió abriéndose a un par de metros de distancia y sin pensarlo
estaba allí, abriéndola de par en par, pasando al desconcertado servil que aún seguía
tratando de empujar la puerta. Había un pasillo adelante, en mi camino, y empecé mi
carrera. Gritos detrás de mí mientras los hombres se precipitaban y trataban de
atraparme. Había reflectores por el lugar, derramando la fría luz blanca del edificio. No
me había dado cuenta de lo viejo que era el edificio. Corrí sin darle importancia,
pasando de arco en arco, cada uno de los cuales daba a talleres iluminados de
constructores. Todos ellos con bancos verdes llenos y paredes repletas de estantes sobre
estantes, con plantas de muchas hojas. Cuando, a mitad del camino del pasillo del
almacén, una puerta de tablones se abrió, golpeando en mi camino, en lo único que
tenía tiempo de pensar antes de caer inconsciente, fue en que golpear a Snorri ver
Snagason habría dolido más.
***
Cuando desperté, estaba acostado, una vez más, y dolorido en tantos lugares que
extrañé el dichoso estado de ignorancia y fui directo a las preguntas estúpidas.
—¿Dónde estoy? —Todo nasal y dudoso.
La brillante pero parpadeante luz y el leve sonido antinatural me ayudaron a recordar.
Algún lugar con reflectores. Traté de sentarme y me encontré atado a una mesa...
—¡Ayuda! —Un poco más alto. Entrando en pánico, probé mi fuerza contra las
cuerdas pero no cedieron—. ¡Ayuda!
—¡Mejor guarda tu aliento! —La voz venía desde las sombras junto a la puerta.
Entrecerré los ojos. Un rufián robusto se apoyó contra la pared, mirándome.
—¡Soy el Príncipe Jalan! ¡Conseguiré tu jodida cabeza por esto! Desata éstas cuerdas.
—Sí, eso no va a pasar. —Se acercó, masticando algo, con la parpadeante luz
reluciendo en su calva.
—¡Soy el Príncipe Jalan! ¿No me reconoces?
—Como si supiera qué aspecto tienen los príncipes. ¡Ni siquiera sé sus nombres! En lo
que a mí respecta eres un ricachón que fue atrapado y terminó nadando en una
alcantarilla. Tuviste la mala suerte de acabar aquí. Horace, sin embargo, parecía
conocerte de alguna parte. Me dijo que te mantuviera aquí y se fue. “Vigila a ese,
Daveet”, me dijo. “Vigílalo muy bien”. Debes ser importante o estarías flotando por el
río con la garganta cortada.
—¡Mátame y mi abuela derrumbará este cuartel! —Una gran mentira, pero dicha con
convicción, me hizo sentir mejor—. Soy un hombre rico. Déjame ir y tendrás dinero
toda tu vida. —Admitiré que tengo un don para mentir. Sueno menos convincente
cuando digo la verdad.
—El dinero es genial y todo —dijo el hombre. Dio un paso alejándose de la pared y
dejó que los reflectores iluminaran la brutalidad de su rostro—. Pero si te dejo ir sin
permiso de Horace, no tendré dedos para contarlo. Y si resulta ser que de verdad eres
un príncipe y te dejamos ir sin que el jefe lo diga, bueno, Horace y yo pensaremos que
el que nos quiten los dedos será la parte fácil. —Me enseñó los dientes, bueno, más
brechas que dientes, siendo sincero y regresó a las sombras.
Me recosté, quejándome de vez en cuando y haciendo preguntas que él ignoraba. Al
menos la extraña compulsión que me condujo hasta este desastre en primer lugar se
había esfumado. Aún seguía sintiendo el tirón, pero la necesidad de seguirlo había
disminuido y me sentía más como mi antiguo yo. Lo cual en este momento significaba
aterrorizado. Incluso en mi pánico, sin embargo, me di cuenta que la dirección que me
molestaba estaba cambiando, tambaleándose, el impulso por perseguirla bajando su
intensidad minuto a minuto.
Tomé un gran respiro y analicé mis alrededores. Una pequeña habitación, no uno de
los grandes talleres. ¿Habían estado sembrando plantas allí? Eso no tenía sentido. No
había plantas aquí, sin embargo. La luz rota probablemente indicaba que no era apto
para eso. Sólo una mesa y yo atado a ella.
—¿Por qué… —La puerta se abrió con un estruendo y cortó mi pregunta número
diecinueve.
—¡Santo Dios, apesta! —Una calmada y triste voz familiar—. Por qué no levantan a
nuestro invitado y ven si pueden quitarle algo de esa suciedad de encima.
Unos hombres se acercaron por ambos lados, manos fuertes agarraron la mesa y el
mundo volvió a su ángulo correcto, dejando la mesa de pie, conmigo y todo, aún atado
a ella. Un balde de agua fría se me llevó el aliento y la visión antes de que tuviera
tiempo de mirar alrededor. Otro siguió inmediatamente. Me encontraba jadeando,
tratando de encontrar aire; una misión difícil cuando tu nariz está tapada con sangre y
agua, mientras que una piscina marrón con hedor comenzó a extenderse alrededor de
mis pies.
—Bueno, estoy bendecido. Parece haber un príncipe escondido bajo toda esa
asquerosidad. Un diamante en el barro, como dicen. Aunque uno de muy pocos
quilates, sin embargo.
Sacudí el cabello húmedo de mis ojos, y allí estaba él, Maeres Allus, vestido con sus
mejores ropas como si fuera a encontrarse con gente de alta sociedad… ¿Y una ópera,
quizás?
—¡Ah, Maeres! Esperaba verte. Tenía algo que entregarte de nuestro acuerdo. —Nunca
lo llamaría mi deuda. Nuestro acuerdo sonaba mejor. Más como si fuera problema de
ambos y no sólo mío.
—¿Sí? —Sólo la más mínima sonrisa burló las comisuras de sus labios. Había usado
esa misma sonrisa cuando uno de sus pesos pesados me rompió el dedo índice. El dolor
todavía me recorre en las frías mañanas cuando tomo la pequeña jarra de cerveza que
colocan junto a mi cama. Recorría ese mismo dedo ahora, seguro en mi costado.
—Sí. —Ni siquiera tartamudeé—. Lo tenía conmigo en la ópera. —Según mis cálculos,
el negocio con Snorri me había comprado en la región seis meses de gracia, pero nunca
hace daño sonar dispuesto. Además, lo más importante cuando estás atado a una mesa
por criminales es recordarles que eres más valioso cuando no estás atado a una mesa—
. El oro estaba justo en mi bolsillo. Debí haberlo perdido en el pánico.
—Trágico. —Maeres levantó una mano, dobló los dedos y un hombre vino desde las
sombras para pararse a su lado. Un crujido seco acompañaba su paso y se detuvo
cuando él lo hizo. No me gustó éste en absoluto. Parecía demasiado feliz de verme—.
Otro incendio sin supervivientes.
—Bueno… —No quería contradecir a Maeres. Mis ojos se deslizaron al hombre a su
lado. Maeres es un tipo delgado, sin nada especial, el tipo de hombrecito que te
encontrarías inclinado sobre libros de contabilidad en la oficina de algún comerciante.
Ordenado cabello marrón, ojos que no eran ni crueles ni amables. Ciertamente,
notablemente parecido a mi papá en edad y apariencia. Su acompañante, sin embargo,
parecía del tipo de hombres que ahogarían gatitos por diversión. Su cara me recordaba
a las calaveras de las catacumbas del palacio. Colócales algo de piel y ponles unos
pálidos ojos, y obtienes a este hombre, con una gran sonrisa y dientes muy grandes y
blancos.
Maeres chasqueó los dedos, volviendo mi atención hacia él.
—Éste es Cutter John4. Le iba diciendo cuando entrábamos qué desafortunado es que
hayas visto mi proyecto aquí.
—¿Pro..pro…proyecto? —tartamudeé la pregunta. La victoria podía medirse ahora por
la ausencia de suciedad en mí mismo. Cutter John era un nombre que todos conocían,
pero no muchos afirmaban haberlo visto. Cutter John entraba en juego cuando Maeres
quería lastimar a las personas creativamente. Cuando un dedo roto, un dedo del pie
amputado o una buena paliza no eran suficientes, cuando Maeres quería marcar su
autoridad y dejar su marca en alguna pobre alma, Cutter John era el hombre para hacer
el trabajo. Algunos le llamaban arte.
—Las amapolas.
—No he visto ninguna amapola. —Filas y filas de cosas verdes creciendo, aquí bajo
reflectores. Mi tío Hertert, el al-parecer-no-heredero, como a Padre le gusta llamarlo,
ha hecho incontables iniciativas para cortar los suministros de opio. Ha ido
asegurándose de hacer cumplir la ley, yendo en botes a patrullar Dios sabe cuántos
kilómetros del Seleen, convencido de que la fuente se encontraba río arriba, en el puerto
de Marsail. Pero Maeres hizo sus propios suplementos. Aquí mismo. Bajo la nariz de
Hertert y listos para venderse—. No vi nada, Maeres. Me estrellé contra una puerta,
por amor a Dios. Tan borracho que iba ciego.
—Volviste a la sobriedad extraordinariamente bien. —Levantó una vinagreta dorada
hasta su nariz, como si mi olor lo ofendiera. Lo que probablemente era cierto—. En
cualquier caso es un riesgo que no puedo correr, y si tenemos que separar la compañía
deberíamos hacerlo un evento memorable, ¿no? —Agitó la cabeza hacia Cutter John.
Eso fue suficiente para que mi vejiga explotara. No era como si alguien se fuera a dar
cuenta, de tan empapado y oloroso que estaba.
—Va…Vamos, Maeres, ¿estás bromeando? Te debo dinero. ¿Quién te pagará si…si
yo no te pago? —Él me necesitaba.
—Bueno, Jalan, la cosa es que no pienso que puedas pagarme. Si un hombre me debe
mil coronas, está en problemas. Si me debe cientos de miles, entonces yo estoy en
problemas. Y tú, Jalan, me debes ochocientas seis coronas, una cifra apenas menor que
el de tu entretenido nórdico. Todo lo que te convierte en un pequeño pez que ni me
puede tragar, ni alimentar.
—Pero… puedo pagar. Soy el nieto de la Reina Roja. ¡Soy bueno con las deudas!

4
John el Cortador.
—Una de muchas, Jalan. Tantas denominaciones no quitan el hecho de que me debes.
Le llamaría “príncipe” a un producto sobrevalorado en la Marcha Roja en estos
tiempos.
—Pero… —Siempre he conocido a Maeres como un hombre de negocios, cruel, y
ciertamente implacable, pero cuerdo. Ahora parecía que la locura giraba tras esos
pequeños ojos oscuros. Había mucha sangre en el agua para el tiburón dentro de él
como para que se mantuviera quieto por mucho tiempo—. Pero… ¿qué bien haría
matarme? —No podría decírselo jamás a nadie. Mi muerte no le beneficiaría.
—Moriste en el incendio, príncipe Jalan. Todo el mundo lo sabe. No tengo nada que
ver con eso. Y si una pizca de rumores flota bajo las conversaciones de Vermillion, un
susurro de que quizás podrías haber muerto en otro lugar, en situaciones nada
placenteras por una deuda… bueno, ¿A qué alturas podrían llegar mis clientes en un
intento por no decepcionarme en un futuro? ¿Quizás haya señoritas con una mala
reputación que reconocerían el último brazalete de Cutter y esparzan la palabra así
como lo hacen con sus piernas? —Miró a Cutter John, quien levantó su brazo derecho.
Bandas secas de cartílago pálido rodeaban la extremidad, decenas de ellos cruzándose
entre sí, empezando en la muñeca y llegando más allá del codo.
—¿Qu-qué? —No entendía lo que estaba viendo, o a lo mejor una parte sensible de mi
cerebro rehusaba a dejarme entender.
Cutter John rodeó sus labios con un dedo. Los trofeos a lo largo de su brazo susurraron
mientras lo hacía.
—Abrir de par en par —Su voz se deslizó como si fuera algo inhumano.
—No debiste haber venido aquí, Jalan. —Maeres habló en el silencio de mi horror—.
Es desafortunado que no puedas “no ver” mis amapolas, pero el mundo está lleno de
desgracias. —Se alejó para pararse junto a Daveet en la puerta. Las luces parpadeando
a través de su cara formando una única animación, una sombra de sonrisa yendo y
viniendo, yendo y viniendo.
—¡No! —Por primera vez, no quería que Maeres Allus se fuera. Cualquier cosa es
mejor que ser abandonado con Cutter John—. ¡No! ¡No hablaré! No lo haré. Jamás. —
Puse algo de rabia en eso, ¿Quién creería una promesa entre sollozos?—. ¡No diré ni
una palabra! —Tensé las cuerdas, volviendo la mesa de nuevo a sus patas—.
Arránquenme las uñas. No hablaré. Tenazas calientes no harán que diga nada.
—¿Qué hay de las frías? —Cutter John levantó las tenazas de hierro de mango corto,
que había estado sosteniendo durante todo este tiempo en la otra mano.
Rugí hacia ellos, agitándome, inútil con las cuerdas. Si los hombres de Maeres no
hubieran estado en las patas de las mesas, se habría volcado y hubiera caído de boca
contra las baldosas, lo que, tan mal como suena, habría sido mucho menos doloroso
que lo que Cutter John tenía en mente para mí. Seguía rugiendo y gritando, pasando
rápidamente a los sollozos y las súplicas, cuando algo caliente y húmedo me salpicó
en la cara. Fue suficiente para abrir los ojos y detener mis bramidos. A pesar de que
había dejado de gritar, el estruendo no era menos ensordecedor, sólo que ahora no era
yo gritando. Había ahogado la caída de la puerta cuando la rompieron para abrirla,
demasiado aterrado como para darme cuenta. Sólo Daveet estaba allí ahora, enmarcado
en el umbral. Se dio la vuelta mientras yo miraba, con una hendidura desde la clavícula
hasta la cadera, derramando sus entrañas en el suelo. A la izquierda una gran figura se
movió en el borde de mi visión. Cuando giré la cabeza, la acción ocurrió detrás de la
mesa; otro grito y un brazo pálido envuelto en pulseras hechas de labios se situó en las
baldosas, a más o menos un pie de distancia de donde la cabeza de Daveet golpeó la
piedra cuando se tropezó con sus intestinos. Y en un momento se hizo el silencio.
Ningún sonido excepto los hombres gritando fuera en el pasillo, haciendo eco en la
distancia. Daveet parecía haberse desmayado o muerto por una pérdida repentina de
sangre. Si Cutter John había perdido su brazo, no se quejaba. Podía ver otro de los
hombres de Maeres que yacía muerto. Los demás quizás estaban muertos detrás de mí
o actuando como haría yo y corriendo hacia las colinas. Si no hubiera estado atado a la
maldita mesa los estaría adelantando yo mismo de camino hacia las antes mencionadas
colinas.
Snorri ver Snagason se colocó en mi periferia.
—¡Tú! —dijo.
La túnica con capucha que había llevado puesta cuando me topé con él estaba rasgada
en los hombros; con sangre salpicada en el pecho y brazos y goteaba de la espada
escarlata que sostenía en el puño. Más de ella corría por su rostro de un corte superficial
en la frente. No sería difícil confundirlo con un demonio saliendo del infierno. De
hecho, en la luz parpadeante, revestido de sangre y con la batalla en los ojos, era muy
difícil no hacerlo.
—¿Tú? —la elocuencia que Snorri había demostrado en la sala de trono de Abuela lo
había abandonado totalmente.
Alargó la mano hacia mí y me encogí, pero no mucho ya que la maldita mesa estaba
en medio. Mientras esa gran mano se acercaba, sentí hormigueos en los pómulos,
labios, frente, como alfileres y agujas, un sentimiento de presión formándose. Él
también lo sintió, vi sus ojos agrandándose. La dirección que me había guiado, el
destino que me había llevado… era él. La misma fuerza había traído a Snorri aquí y lo
había enfrentado contra los hombres de Maeres. Los dos nos dimos cuenta.
El nórdico ralentizó la mano, con los dedos a una pulgada o dos de mi cuello. La piel
allí vibraba, casi crepitando con… algo. Se detuvo, sin querer saber qué ocurriría si me
tocaba la piel. Retiró la mano y volvió con un cuchillo y antes de que pudiera chillar
se puso a cortar mis ataduras.
—Te vienes conmigo. Podemos resolver esto en otro lugar.
Dejándome entre retazos de cuerda cortada, Snorri volvió al umbral, deteniéndose solo
para estampar en el cuello de alguien. No el de Maeres, desafortunadamente. Agachó
la cabeza y la echó hacia atrás inmediatamente con un movimiento rápido. Algo silbó
al otro lado de la entrada, muchos algos.
—Ballestas. —Snorri escupió en el cadáver de Daveet—. Odio a los arqueros. —Me
miró—. Toma una espada.
—¿Una espada? —El hombre claramente pensaba que seguía en las tierras remotas
entre la gente excesivamente peluda del Norte. Le eché un ojo a la masacre, mirando
detrás de la mesa. Cutter John yacía tendido con el muñón del brazo apenas palpitante
y una herida fea en la frente. Sin señales de Maeres. No me podía imaginar cómo había
escapado.
Ninguno de ellos tenía un arma más ofensiva que un cuchillo de seis pulgadas; llevar
algo más grande dentro de las murallas de la ciudad no merecía la pena los problemas
que daba por los reglamentos. Tomé la daga y pateé a Cutter John en la cabeza un par
de veces. De verdad me hizo daño en los dedos de los pies, pero fue un precio que valió
la pena pagar.
Cojeé alrededor de la mesa sosteniendo mi nueva arma y obtuve una mirada fulminante
del nórdico. Agarró la puerta.
—Atrápala. —No lo conseguí. Mientras saltaba sobre el pie bueno, me agarraba la cara
y maldecía nasalmente, Snorri quitó las patas de la mesa rápidamente usándola como
un escudo enorme para luego avanzar hacia el pasillo—. ¡Cúbreme!
El temor de ser dejado atrás y encontrarme en las garras de Maeres otra vez me impulsó
a entrar en acción. Con esfuerzo tomé la puerta y juntos propulsamos nuestros escudos
hacia el pasillo antes de encontrarnos con ellos. Las flechas resonaron hacia ambos
inmediatamente, puntas de hierro fraccionándose parcialmente.
—¿Hacia dón… —Snorri ya estaba demasiado lejos para escucharme incluso si no
estuviera haciendo su grito de guerra. Había irrumpido furioso en el pasillo detrás de
mí. Lo seguí lo mejor que pude, tratando de sostener la mesa en mi espalda mientras
tropezaba tras él, manteniendo la cabeza abajo, estirando los hombros para mantener
la puerta en su lugar. Gritos y alaridos adelante indicaban que Snorri se había
enfrentado con sus odiadas ballestas, pero para cuando llegué allí, todo era sangre y
pedazos. El problema principal radicaba en no resbalar sobre la sangre derramada.
Varias flechas más golpearon la mesa a mi espalda con golpes poderosos, y otra pasó
entre mis tobillos, dejándome saber que había dejado un espacio sin cubrir.
Afortunadamente, sólo quedaban diez metros para llegar a la salida. Con la puerta
raspando el suelo detrás de mí, y sólo teniendo las puntas de los dedos al descubierto,
salí al aire de la noche. Mi momento tradicional de triunfo por escapar una vez más fue
detenido por un musculoso brazo que llegó desde la oscuridad y me tiró a un lado.
—Tengo un bote —gruñó Snorri. Normalmente cuando se dice que alguien gruñe algo,
es una forma de hablar, pero Snorri realmente ponía algo salvaje en sus palabras.
—¿Qué? —Liberé mi brazo, o él lo dejó ir, o ambos lo hicimos, sin gustarnos la
quemante sensación de hormigueo donde sus dedos me agarraron.
—Tengo un bote.
—Por supuesto que sí, eres un Vikingo. —Todo parecía bastante surrealista. Tal vez
había sido golpeado en la cara demasiadas veces desde que Alain me agarró en la ópera
una o dos horas antes.
Snorri negó con la cabeza.
—Sígueme. ¡Rápido!
Salió disparado hacia la noche. Los sonidos de los hombres que se acercaban por el
pasillo del almacén me convencieron para perseguirle. Cruzamos un amplio espacio
lleno de barriles y cajas, pasando decenas de redes de pesca, las velas de los botes
asomándose por encima del muro del río junto a nosotros. Bajo la luz de la luna
cruzamos un muelle y bajamos escalones de piedra hacia el agua, donde un bote de
remos yacía atado a uno de los grandes anillos de hierro establecidos en la pared.
—Tienes un bote —le dije.
—Estaba a un kilómetro río abajo, libre y despejado. —Snorri arrojó su espada dentro,
y luego entró él y cogió un remo—. Algo me pasó. —Hizo una pausa, mirando un
momento su mano, aunque había sólo oscuridad—. Algo… Me estaba enfermando. —
Se sentó y tomó ambos remos—. Sabía que tenía que volver, sabía la dirección. Y
entonces te encontré.
Me quedé de pie en el escalón. La magia de la Hermana Silenciosa había hecho esto.
Lo sabía. La grieta había corrido a través de nosotros, la luz a través de mí, la oscura a
través de él, y como Snorri y yo nos habíamos separado, alguna fuerza arcana intentó
reincorporar esas dos líneas, la oscuridad y la luz. Nos habíamos alejado el uno del
otro, el río llevando a Snorri al oeste, y esas fisuras ocultas comenzaron a abrirse de
nuevo, comenzaron a desgarrarnos sólo para que pudieran ser libres para correr juntos
una vez más. Recuerdo lo que sucedió cuando se unieron. No fue muy bonito.
—No te quedes ahí como un idiota. Desata la soga y sube.
—Yo… —El bote de remos se movía con la corriente tratando de arrancarse del
amarre—. No parece muy estable. —Siempre he considerado los botes como un tablón
delgado entre el ahogarme y yo. Como un compañero al que nunca le había confiado
mi seguridad antes, y que de cerca parecía aún más peligroso. El río oscuro sorbió los
remos como si tuviera hambre.
Snorri asintió hacia los escalones, hacia el hueco en el muro del río a donde conducían.
—En un momento, un hombre con una ballesta estará allí y te convencerá de que
esperar fue un error.
Me subí inmediatamente después de eso, Snorri desplegó su peso para evitar que
volcara el bote antes de arreglármelas para sentarme.
—¿La soga? —preguntó. Los gritos resonaron por encima de nosotros, acercándose.
Saqué mi cuchillo, rasgué la cuerda, casi pierdo el cuchillo en el río, lo intenté de nuevo
y finalmente corté los hilos hasta que por fin cedieron y nos soltamos. La corriente nos
llevó y la pared desapareció en la penumbra junto con toda la vista de la tierra.
Capítulo 7
—¿Vas a vomitar otra vez?
—¿El río ha dejado de fluir? —pregunté.
Snorri resopló con disgusto.
—Entonces sí. —Manifesté, añadiendo otra raya de color en las oscuras aguas del
Seleen—. Si Dios hubiera tenido la intención de que los hombres fueran por el agua,
les habría dado… —Me sentía demasiado enfermo para el ingenio y colgaba inerte
sobre un lado de la embarcación, frunciendo el ceño al amanecer gris que se levantaba
detrás de nosotros— ...les habría dado lo que sea que se necesite para ese tipo de cosas.
—¿Un mesías que caminara sobre el agua para mostrarles a todos ustedes que era
exactamente donde Dios tenía la intención de que estuvieran los hombres? —Snorri
sacudió esa gran cabeza cincelada suya—. Mi gente tiene un aprendizaje más antiguo
que el que trajo su Cristo Blanco. Aegir es dueño del mar y no tiene intención de que
vayamos sobre él. Pero aun así lo hacemos —rugió a través del compás de una
canción—: Undoreth, nosotros. Nacimos para la batalla. Levantamos el martillo,
levantamos el hacha, a nuestros gritos de guerra los dioses tiemblan. —Remó,
tarareando sus canciones desafinadas.
Me dolía la nariz como la sodomía, sentía frío, la mayor parte de mí me dolía, y cuando
conseguí aspirar a través de mi morro, dos veces roto, me di cuenta de que aún olía
ligeramente menos mal que ese montón de estiércol que salvó mi vida.
—Mi... —Me callé. Mi pronunciación sonaba cómica; mi nariz se hubiera salido “por
la dosis”. Y a pesar de que tenía todo el derecho de quejarme, eso podría irritar al
nórdico, y no vale la pena irritar a la clase de hombre que puede saltar sobre un oso
para escapar de una fosa de lucha. Especialmente si fuiste tú quien lo puso en esa fosa
en primer lugar. Como diría mi padre, “Errar es humano, perdonar es divino… pero
solo soy un cardenal y los cardenales son humanos, así que en lugar de perdonarte voy
a errar al golpearte con este palo.” Snorri no parecía de la clase que perdona tampoco.
Me conformé con otro gemido.
—¿Qué? —Levantó la vista de su remo. Recordé el notable número de cuerpos que
dejó a su paso entrando y saliendo de la granja de amapolas de Maeres para buscarme.
Todo con la mano gravemente herida.
—Nada.
***

Remamos a través de las extensiones de jardines de la Marcha Roja. Bueno, Snorri


remó, y yo tumbado gimiendo. En realidad él principalmente nos dirigió y el Seleen
hizo el resto. Donde su mano derecha agarraba el remo, lo dejaba ensangrentado.
Los paisajes pasaban, verdes y monótonos, y yo me desplomé por la borda,
murmurando quejas y vomitando esporádicamente. También me pregunté cómo había
pasado de despertar al lado del deleite desnudo de Lisa DeVeer a compartir un bote de
remos de mierda con un maníaco nórdico gigante, todo entre el espacio de dos
amaneceres.
—¿Tendremos problemas?
—¿Eh? —Levanté la vista de mi miseria.
Snorri inclinó la cabeza corriente abajo donde varios muelles de madera desvencijados
llegaban al río, un número de barcos pesqueros se amarraban en ellos. Los hombres se
movían aquí y allá a lo largo de la orilla controlando las trampas para peces, arreglando
redes.
—¿Por qué debería… —Recordé que Snorri estaba muy lejos de casa en tierras que
probablemente solo habría vislumbrado desde la parte trasera de un vagón de
esclavos—. No —dije.
Él gruñó y fijó un remo para ponernos en ángulo hacia aguas más profundas donde
corría la corriente más rápida. Tal vez en los fiordos del norte congelado cualquier
extraño que pasaba era una presa y te convertías en un extraño a diez metros de tu
puerta. La Marcha Roja gozaba de formas de comunicarse un poco más civilizadas,
debido en gran parte al hecho de que mi abuela clavaría a un árbol a cualquiera que
rompiera las leyes más importantes.
Continuamos pasando varias aldeas sin nombre y pequeños pueblos que probablemente
tenían nombres pero contenían muy pocas distracciones como para que me importara
cuáles eran esos nombres. Ocasionalmente un campesino descansaba los dedos en la
azada, mentón en los nudillos y nos miraba pasar con la misma vaciedad que las vacas.
De vez en cuando nos perseguían algunos pillos, siguiendo a lo largo de la orilla
durante unos cuantos metros, algunos lanzando piedras, otros enseñando sus culos
sucios como una amenaza burlesca. Las lavanderas haciendo sonar los trajes húmedos
de sus maridos contra piedras planas, levantaban las cabezas y silbaban
apreciativamente al nórdico mientras flexionaba sus brazos contra los remos. Y
finalmente en un tramo solitario del río donde el Seleen exploraba la llanura aluvial,
con el sol caliente y alto, Snorri nos desvió debajo de la amplia franja de un gran sauce.
El árbol se asomaba a través de las tranquilas aguas junto al extremo de un largo
meandro y nos cubría bajo su follaje.
—Entonces —dijo, y la proa chocó contra el tronco del sauce. La empuñadura de su
espada se resbaló del banquillo e hizo un ruido metálico sobre las tablas, hoja oscura
con sangre seca.
—Mira… acerca del foso de lucha… yo... —Gran parte de la mañana de mi primer
viaje la había gastado planeando las fluidas negaciones que ahora se negaban a salir de
mi lengua. En medio del vómito y las quejas había estado ensayando mis mentiras,
pero ante la mirada atenta de un hombre que parecía estar más que listo para matar para
abrirse camino a través de cualquier situación, me quedé sin la saliva necesaria para
falsedades. Por un momento lo vi mirando a Maeres desde el fondo de la fosa—.
“¿Traigan un oso más grande?” —Recordé la sonrisa que tenía en la cara. Una
carcajada salió de mí y, mierda, sí me dolió—. ¿Quién dice esa clase de cosas?
Snorri sonrió.
—El primero era muy pequeño.
—¿Y el último estaba bien? —Sacudí la cabeza tratando de no reírme otra vez—.
Llegaste antes que Ricitos de Oro a la culminación por un oso.
Frunció el ceño ante eso.
—¿Ricitos de Oro?
—No importa. No importa. ¡Y Cutter John! —Contuve el aliento y me rendí al placer
del recuerdo de escapar de ese demonio de ojos saltones y sus cuchillos. El regocijo
burbujeó saliendo de mí. Me doblé, jadeando con una risa histérica, golpeando el
costado del bote para detenerme—. ¡Ah, Jesu! Arrancaste el brazo del bastardo.
Snorri se encogió de hombros aguantando otra sonrisa.
—Por haberse metido en mi camino. Una vez que vuestra Reina Roja cambió de idea
acerca de dejarme ir, puso su ciudad en guerra conmigo.
—La Reina Ro… —Me contuve a mí mismo. Yo había dicho que fue orden de la reina
que lo enviaran a la fosa. No tenía ninguna razón para no creerme. Recordar los puntos
de anclaje de cualquier red de mentiras es parte de lo básico cuando se practica el
engaño. Normalmente soy de primer nivel en eso. Culpé de mi fallo a las circunstancias
extenuantes. Después de todo, había escapado de la sartén de Alain DeVeer al fuego
de la ópera solo para sumergirme desde eso a algo aún peor—. Sí. Eso fue… cruel de
su parte. Pero mi abuela es conocida como una tirana.
—¿Tu abuela? —Snorri levantó las cejas.
—Um. —Mierda. Él ni siquiera se había percatado de mí en la sala del trono y ahora
incluso me conocía como un príncipe, un premio de rehén—. Soy un nieto muy lejano.
Apenas emparentado en absoluto, realmente. —Alcé una mano hacia mi nariz. Toda
esa risa la había dejado palpitando con dolor.
—Toma un respiro. —Snorri se inclinó hacia adelante.
—¿Qué?
Deslizó su brazo, agarrando mi cabeza por atrás, los dedos como barras de hierro. Por
un segundo pensé que me iba a aplastar el cráneo, pero luego su otra mano bloqueó mi
vista y el mundo estalló en blanca agonía. Pellizcando el puente de mi nariz con sus
dedos y el pulgar, tiró y retorció. Algo chirrió y si me hubiera quedado algo en el
estómago que vomitar, hubiera llenado el bote con eso.
—Ya está. —Me soltó—. Arreglado.
Grité por el dolor y la sorpresa en un estallido, arrastrándome a la coherencia al final
de eso.
—…¡Jesu jódeme con una cruz! —Las palabras salieron claras, la voz gangosa se había
ido. Sin embargo no me atreví a decir gracias, así que dije—: ¡Ouch!
Snorri se echó hacia atrás, apoyando los brazos a los lados de la embarcación.
—¿Entonces estabas en la sala del trono? Debes haber oído el cuento por el que nos
trajeron prisioneros para contarlo.
—Bueno, si… —Ciertamente unos pedazos.
—Sabes a dónde me dirijo entonces —dijo Snorri.
—¿Al sur? —Me aventuré.
Se quedó perplejo ante eso.
—Estaría más a gusto yendo por mar, pero puede que sea difícil de planificar. Puede
ser que tenga que caminar hacia el norte a través de Rhone y Renar y Ancrath y
Conaught.
—Bueno, por supuesto… —No tenía idea de lo que estaba hablando. Si hubiera habido
una palabra de verdad en su historia no querría volver. Y su itinerario sonaba como una
excursión al infierno. Rhone, nuestro vecino tosco al norte, siempre fue un lugar que
era mejor evitar. Sin embargo si me encontrara con un hombre de Rhone lo mearía si
estuviera en llamas. Renar, nunca había oído hablar de ese lugar. Ancrath era un reino
tenebroso en el borde de un pantano y lleno de un linaje de puros asesinos, y Conaught
yacía tan lejos que estaba destinado a haber algo malo allí.
—Te deseo suerte en el viaje, Snagason, a donde sea que estés destinado. —Tendí mi
mano para un abrazo varonil, preludio de una partida hacia nuestros caminos.
—Yo voy al norte. A casa para rescatar a mi esposa, mi familia… —Se detuvo por un
momento, apretando los labios, después se quitó de encima la emoción—. Y salió mal
la primera vez que te dejé atrás —dijo Snorri. Miró mi mano extendida con una medida
de sospecha y extendió la suya con cautela —. ¿No sentiste eso justo ahora? —Tocó
su propia nariz con la otra mano.
—¡Claro que lo sentí! —Era posiblemente lo más doloroso que había experimentado,
y eso de alguien que aprendió por las malas a no saltar hacia una silla de montar desde
la ventana de un dormitorio.
Acercó más su mano a la mía y una presión se levantó en mi piel, toda alfileres, agujas
y fuego. Acercándose más, y más lento, y mi manó comenzó a palidecerse, casi a brillar
desde dentro, mientras la suya se oscurecía. Con una pulgada entre nuestras palmas
extendidas parecía que un fuego frío corría por mis venas, mi mano más brillante que
el día, su mirada como si se hubiera sumergido en aguas oscuras, teñidas con tinta
negra que se juntaba en cada arruga y llenaba cada poro. Sus venas corrían en negro
mientras que las mías se quemaban, una oscuridad salía de su piel como niebla, una
voluta de pálida llama transparentándose a través de mis nudillos. Snorri se encontró
con mi mirada, sus dientes apretados contra un dolor que reflejaba el mío. Ojos que
habían sido azules donde ahora eran agujeros dentro de su propia noche.
Di uno de esos gritos que siempre espero que pasen desapercibidos y quité mi mano
rápidamente.
—¡Maldición! —La sacudí, tratando de quitar el dolor con la sacudida, y miré mientras
volvía a la normalidad—. ¡Esa maldita bruja! Entiendo tu punto de vista. No vamos a
asustarnos por esto. —Hice un gesto hacia una playa de grava en el borde del
meandro—. Puedes dejarme ahí. Encontraré el camino de regreso.
Snorri sacudió la cabeza, sus ojos volviendo a ser azules.
—Fue peor cuando nos separamos mucho. ¿No te diste cuenta?
—Estaba más bien distraído —dije—. Pero si, recuerdo algunos problemas.
—¿Qué bruja?
—¿Qué?
—Dijiste “maldita bruja.” ¿Qué bruja?
—Ah, nada, yo… —Recordé los fosos de lucha. Mentirle al hombre en este punto sería
probablemente un error. Estaba mintiendo por costumbre en cualquier caso. Mejor
contárselo. Podría ser que sus métodos paganos pudieran conducir a algún tipo de
solución—. Tú la conociste. Bueno, la viste en la sala del trono de la Reina Roja.
—¿La vieja völva? —preguntó Snorri.
—¿La vieja qué?
—Esa arpía al lado de la Reina Roja. ¿Ella es la bruja de la que estás hablando?
—Sí. Todo el mundo la llama la Hermana Silenciosa. Aunque la mayoría no la ve.
Snorri escupió en el agua. La corriente se lo llevó en una serie de remolinos lentos.
—Conozco ese nombre, la Hermana Silenciosa. Las völvas del norte lo nombran, pero
no en voz alta.
—Bueno, ahora la has visto. —Todavía me asombraba con eso. Tal vez el hecho de
que los dos pudiéramos verla tenía algo que ver con que su magia fallara en
destruirnos—. Ella hizo un hechizo para matar a todos en la ópera a la que fui anoche.
—¿Ópera? —preguntó.
—Es mejor no saber. En cualquier caso, escapé del hechizo pero escapé, algo se
quebró, una grieta corría tras de mí. Dos grietas, una oscura, una iluminada. Cuando tú
me agarraste, la grieta nos alcanzó y pasó a través de nosotros dos. Y de alguna forma
se detuvo.
—¿Y cuándo nos separamos?
—La fisura oscura pasó a través de ti, la luz a través de mí. Cuando las separamos
parece que las grietas tratan de liberarse, de reunirse.
—¿Y cuándo se juntan? —preguntó Snorri.
Me encogí de hombros.
—Es malo. Peor que la ópera. —Sin embargo, a pesar de lo indiferentes que mis
palabras pudieran ser, y a pesar del calor del día, mi sangre corría más fría que el río.
Snorri apretó la mandíbula de esa forma que yo había llegado a reconocer como
consideración. Sus manos tranquilamente estrangulaban los remos.
—¿Así que tu abuela me sentencia al foso de lucha y después tú dejas caer la maldición
de su bruja sobre mí?
—¡Yo no te busqué! —La indiferencia por la que me había esforzado no vendría de
una boca seca—. Tú me paraste en seco en la calle, ¿recuerdas? —Me arrepentí de usar
la expresión en seco 5inmediatamente.
—Eres un hombre de honor —dijo a nadie en particular. Busqué la sonrisa y no
encontré nada excepto sinceridad. Si estaba actuando, yo tenía que obtener lecciones
del mismo lugar donde él hubiera obtenido las suyas. Llegué a la conclusión de que
estaba recordándose a sí mismo sus obligaciones, lo que parecía extraño en un vikingo
cuyas obligaciones se extendían a recordar saquear antes de violar, o al revés—. Eres
un hombre de honor. —Esta vez más fuerte, mirándome fijamente. No tenía noción de
dónde diablos sacó esa idea.
—Sí —mentí
—Deberíamos resolver esto como hombres. —Absolutamente las últimas palabras que
quería oír.
—Este es el asunto, Snorri. —Contemplé las diferentes opciones de escaparme ante
mí. Podía saltar por la borda. Desafortunadamente siempre había visto los botes como
un delgado tablón entre ahogarme y yo, y nadar como lo mismo otra vez pero sin el
tablón. El árbol ofrecía la siguiente mejor opción, pero las hojas del sauce no son
material para escalar, a menos que resultes ser una ardilla. Escogí la última opción—.
¿Qué es eso de allí? —Señalé un punto en la orilla del río detrás del nórdico. Apenas
giró la cabeza. Mierda—. Ah, error mío. —Y eso me dejaba sin opciones—. Como
estaba diciendo. El asunto es. El asunto. Bueno, honestamente. —El asunto tenía que
ser algo—. Um. Tengo miedo de que cuando te mate, la grieta salga de ti, tal como
haría si nos separásemos demasiado. Y entonces —boom— una fracción de segundo
más tarde estaría muy lejos. Tan tentador como poner mis principescas habilidades de
lucha contra las de… ¿cuál es tu rango? Nunca lo he sabido.
—Terrateniente. Soy dueño de mi tierra, cuatro hectáreas desde la costa de Uulisk hasta
la cima del risco.

5
La expresión original en inglés es stopped dead que significa ‘parar en seco’. En el original se arrepiente de
usar la palabra dead, que por si sola significa ‘muerto’. Imposible traducirlo con el mismo sentido.
—Así que por mucho que me tiente romper las reglas sociales y destrozar el brazo de
un príncipe de la Marcha Roja contra un… un terrateniente, me preocupa que no vaya
a sobrevivir a tu muerte. —Por su ceño podía ver que podía ser un riesgo que estaba
dispuesto a tomar si no había ninguna otra mejor alternativa en oferta, así que para
impedírselo añadí—: Pero sucede que siempre he tenido el anhelo de visitar el Norte
por mí mismo y ver cómo se hacen los saqueos. Y además, mi abuela se preocupa de
esos fantasmas muertos tuyos. Traería paz a su corazón el tener el asunto resuelto. Así
que mejor voy contigo.
—Me refiero a viajar rápido. —El ceño de Snorri se profundizó—. Lo he dejado
demasiado tiempo y la distancia es grande. Y te lo advierto: Será un asunto sangriento
cuando llegue allí. Hazme ir más despacio y… pero te estabas moviendo bastante
rápido cuando chocaste contra mí. —Su frente se alisó, nubes de tormenta disipándose,
y esa sonrisa le iluminó, medio salvaje, medio amigable, pero totalmente peligrosa—.
Además, tú sabrás más del terreno que yo. Háblame de los hombres de Rhone.
Y como si estuviéramos viajando como compañeros. Me había atado a su búsqueda de
rescate y venganza en alguna tierra distante. Con suerte no llevaría mucho tiempo.
Snorri podría salvar a su familia, luego matar a sus enemigos hasta el último hombre,
nigromante, y monstruo cadáver, y eso sería todo. Soy bueno con el autoengaño pero
no pude lograr hacer que el plan sonara como algo más que una pesadilla suicida. Aun
así, el Norte helado era un largo camino; lleno de oportunidades para romper el hechizo
que nos unía y correr a casa.
Snorri cogió los remos de nuevo, hizo una pausa, entonces:
—Ponte de pie un momento.
—¿En serio?
Asintió. Tengo buen equilibrio en un caballo pero ninguno en el agua. A pesar de eso,
sin querer fallarle al hombre a pocos momentos de nuestra nueva compresión, me puse
de pie, brazos extendidos para no perder el equilibrio. Hizo balancearse el barco, un
movimiento agudo deliberado, y me lancé al río, agarrándome desesperadamente a las
ramas del sauce como un hombre a punto de ahogarse se agarraría a un clavo ardiendo.
Por encima de la salpicadura podría escuchar a Snorri riéndose a carcajadas para sí
mismo. Estaba diciendo algo como: —Limpien… juntos… —pero solo podía entender
palabras extrañas dado que ahogarse es un asunto ruidoso. Finalmente, cuando me
había rendido de intentar salvarme a mí mismo tragándome toda el agua y me había
deslizado debajo de la superficie por tercera y última vez, me tomó del chaleco y me
arrastró de nuevo con angustiante facilidad. Me tendí en la parte inferior dejándome
caer como un pez y vomitando gran cantidad del río como para inundar el bote.
—¡Bastardo! —Mi primera palabra coherente antes de que recordara lo grande y
asesino que era.
—¡No podía dejar que vinieras al Norte oliendo así! —Snorri se rió y se dirigió de
vuelta a la corriente, el sauce arrastrando sus dedos sobre nosotros en
arrepentimiento—. ¿Y cómo puede un hombre no saber nadar? ¡Qué locura!
Capítulo 8
El río nos llevó hasta el mar. Un viaje de dos días. Dormimos en las orillas de los ríos,
lo suficientemente lejos para escapar de lo peor de los mosquitos. Snorri se reía de mis
quejas.
―Durante el verano en el norte los mosquitos en el aire son tan grandes que producen
sombras.
―Probablemente por eso eres tan pálido ―dije―. Sin bronceado y la pérdida de
sangre debido los mosquitos.
Me fue difícil encontrar el sueño. El suelo duro no ayudó, ni la picazón ni cualquier
cosa que usara para suavizarlo. Todo el asunto me recordó la miseria que había sido el
Campamento Scorron dos veranos atrás. Es cierto que no estuve allí más de tres
semanas antes de volver a ser agasajado como el héroe del Paso de Aral y que cuidaran
y curaran mi pierna herida, lesionada en combate, o por lo menos por correr de un
combate a otro. En cualquier caso, estaba tirado en el suelo demasiado duro y áspero
mirando las estrellas, con el río susurrando en la oscuridad y los arbustos vivos con
cosas que murmuraban y crujían. Entonces pensé en Lisa DeVeer y sospeché que
pasarían varias noches entre hoy y mi regreso al palacio y no iba a encontrar ocasión
para preguntarme cómo había acabado en tal situación. Y en las horas más cortas de la
noche, sintiendo lástima de mí mismo, incluso encontré tiempo para preguntarme de
nuevo si Lisa y sus hermanas podrían haber sobrevivido a la ópera. Quizás Alain había
convencido a su padre de que las dejara en casa como castigo por las compañías que
habían estado manteniendo.
―¿Por qué no duermes, Marcha Roja? ―habló Snorri desde la oscuridad.
―Estamos en la Marcha Roja, nórdico. Sólo tiene sentido llamar a alguien por su lugar
de origen cuando se está muy lejos de él. Ya hemos pasado por esto.
―¿Y lo de dormir?
―Hay mujeres en mi mente.
―Ah. ―Había tanto silencio que pensé que lo había dejado, entonces…―. ¿Alguna
en especial?
―Prácticamente todas, y su ausencia en esta orilla del río.
―Es mejor pensar solo en una ―dijo.
Contemplé las estrellas durante mucho tiempo. La gente dice que giran, pero no pude
notarlo.
―¿Por qué estás despierto aún?
―Me duele la mano.
―¿Un rasguño como ese? ¿Y un gran Vikingo como tú?
―Estamos hechos de carne al igual que otros hombres. Esto necesita limpieza, coserlo.
Si se hace bien conservaré el brazo. Dejaremos el bote cuando el río se ensanche, luego
bordearemos la costa. Encontraré a alguien en Rhone.
Él sabía que habría un puerto en la desembocadura del río, pero si la Reina Roja lo
había marcado para morir, sería una locura ir allí en busca de tratamiento.
El hecho de que la Abuela hubiera ordenado que lo pusieran en libertad y de que el
puerto de Marsail era un centro de renombre en medicina, con una escuela que había
producido los mejores médicos de la región durante casi trescientos años, lo guardé
para mí. Decírselo desentrañaría mis mentiras y me pintaría como el arquitecto de su
destino. No me sentía al respecto, pero era mejor eso a que decidiera cortarme con su
espada.
Volví a las imaginaciones de Lisa y sus hermanas, pero en lo más profundo de la noche
el fuego encendió mis sueños, coloreándolos de violeta, y vi a través de las llamas, no
la agonía de los moribundos, sino dos ojos oscuros en la hendidura oscura de una
máscara.
De alguna manera había roto el hechizo de la Hermana Silenciosa, escapé del infierno,
y se desvaneció parte de la magia… pero, ¿qué otra cosa podría haber escapado y dónde
podría estar ahora? De repente, cada ruido en la oscuridad era el lento paso de ese
monstruo, olfateándome en la noche ciega, y a pesar del calor un sudor frío yacía sobre
mí.
***
La mañana azotó con la promesa de un día de verano abrasador. Más una amenaza que
una promesa. Cuando observas desde un porche cubierto del sol, bebiendo vino helado
y el verano de la Marcha Roja pinta limones en las ramas de los jardines; eso es una
promesa. Cuando tienes que trabajar un día entero en el polvo para cubrir la distancia
de un pulgar en el mapa; eso es una amenaza. Snorri frunció el ceño al este, rompiendo
su ayuno con los últimos restos del pan que había robado en la ciudad. Dijo poco y
comió con la mano izquierda, la derecha estaba roja e hinchada, la piel con ampollas
como en los hombros, pero no por quemaduras del sol.
El río tenía un aire salobre, las orillas separándose y entregándose a las marismas. Nos
pusimos de pie al frente de nuestro bote, ahora el agua estaba a cincuenta metros de
distancia, absorbidos de nuevo por el flujo de las mareas.

―Marsail. ―Señalé una bruma en el horizonte, una mancha de oscuridad contra el


arrugado azul donde la distancia del mar estaba concentrado bajo el cielo.

―Grande. ―Snorri negó con la cabeza. Fue a la barca de remos e hizo una ligera
reverencia, murmurando. Algunas malditas oraciones paganas, sin duda, como si fuera
necesario agradecer a esa cosa, por no ahogarnos. Terminó por fin, se dio la vuelta y
me hizo un gesto para liderar el camino.
―Rhone. Y por carreteras rápidas.
―Serían más rápidas si tuviéramos caballos.
Snorri resopló como si estuviera ofendido por la idea. Y esperó. Y esperó un poco más.
―Oh, ―dije, y nos conduje, aunque en verdad mi experiencia terminaba con el
conocimiento de que el río Rhone yacía al norte y un poco al oeste. Yo no tenía la
menor idea acerca de las carreteras locales. De hecho, pasado Marsail tendría
problemas para nombrar cualquiera de las principales ciudades de la región. Sin duda
mi prima Serah podría volverlos locos, por sus pechos desafiando la gravedad todo el
tiempo, y el primo Rotus probablemente podría aburrir a un bibliotecario hasta la
muerte hablando de la población, producción y la política de cada asentamiento hasta
la última aldea. Mis atenciones, sin embargo, siempre se habían centrado más cerca de
casa y con ocupaciones menos dignas.
Salimos de la amplia franja donde la llanura aluvial estaba cultivada y subimos por una
serie de cordilleras hacia tierra más seca. A Snorri le corría el sudor en el momento en
que la tierra se niveló. Parecía estar teniendo problemas; tal vez una fiebre por la herida
tenía sus garras sobre él. No pasó mucho tiempo para que el sol se convirtiera en una
carga. Después de un kilómetro y medio o tres de senderismo a través de los valles
pedregosos y matorrales ásperos, con los pies doloridos, y las botas demasiado
apretadas, regresé al tema de los caballos.
―¿Sabes qué sería bueno? Caballos. Eso es.
―Los nórdicos navegamos. No cabalgamos. ―Snorri parecía avergonzado, o tal vez
fuera por las quemaduras del sol.
―¿No lo hacen o no pueden?
Se encogió de hombros.
―¿Qué difícil puede ser? Sostener las riendas e ir hacia adelante. Si nos encuentras
caballos, los montaremos. ―Su expresión se ensombreció―. Tengo que volver allí.
Dormiré sobre la montura si un caballo me lleva al norte antes que Sven Broke-Oar
termine su trabajo en el Hielo Amargo.
Se me ocurrió entonces que el nórdico realmente esperaba que su familia pudiera
sobrevivir. Pensaba en esta misión como un rescate en lugar de una venganza. Eso me
hizo sentir peor. La venganza es un asunto de cálculo, se sirve mejor fría. El rescate es
más como un sacrificio, peligro suicida, y toda clase de locura que debería hacerme
correr en la dirección opuesta. Romper el hechizo que nos unía se volvió una prioridad
mayor. Por el aspecto de su mano, que parecía empeorar a cada hora, con la infección
propagándose ahora marcada por el oscurecimiento de sus venas, teníamos que romper
el hechizo lo más rápido posible. No sea que se me muriese y entonces mis terribles
predicciones sobre las consecuencias para uno de nosotros si el otro moría, serían
puestas a prueba. Lo había dicho como una mentira, pero lo había sentido como una
verdad cuando lo dije.
***
Caminábamos penosamente en medio del calor del día, forzándonos a atravesar un
sendero de un bosque de coníferas seco y sin aire. Horas más tarde, los árboles nos
liberaron, con rasguños y pegajosos tanto de savia como de sudor. Por suerte nos
desbordamos en un margen del bosque directamente sobre un camino ancho, salpicado
de restos de antigua pavimentación.
―Bien ―Snorri asintió limpiando la cuneta lateral con una patada―. Pensé que te
habías perdido allá atrás.
―¿Perdido? ―Fingí estar herido―. Cada príncipe debe conocer su reino como la
espalda de… de… ―Un recuerdo atisbado de la espalda de Lisa DeVeer vino a mí, el
patrón de las pecas, los huesos de su columna vertebral proyectando sombras a la luz
de la lámpara mientras se inclinaba para alguna dulce tarea―. De algo familiar.
El camino terminó en una meseta donde innumerables manantiales brotaban de las
colinas del este a lo largo del manto de piedra, y la tierra regresaba al cultivo. Los
olivares, el tabaco, campos de maíz. Aquí y allá, una casa de campo solitaria o
colecciones de cabañas de piedra, con tejados de pizarra, acurrucadas juntas buscando
protección.
Nuestro primer encuentro fue con un anciano conduciendo a un burro aún más
venerable que él, por delante suyo con golpes de vara. Dos enormes cestos de lo que
parecía ser palos casi engullían a la bestia.
―¿Caballo? ―Snorri murmuró la sugerencia cuando nos acercamos.
―Por favor.
―Tiene cuatro patas. Eso es mejor que dos.
―Encontraremos algo más robusto. Y tampoco un caballo de arado. Algo apropiado.
―Y rápido ―dijo Snorri.
El burro nos ignoró, y el viejo prestó un poco más de atención a nuestra conversación,
como si encontrarse vikingos gigantes y príncipes harapientos fuera algo cotidiano.
―Ajá.
Y había pasado.
Snorri frunció los labios llenos de ampollas y siguió caminando, hasta que a un centenar
de metros más abajo del camino algo lo detuvo en seco.
―Eso ―dijo mirando hacia abajo―, es el mayor montón de estiércol que jamás he
visto en mi vida.
―Oh, no lo sé ―le dije―. He visto más grandes. ―De hecho, había caído en más
grandes, pero ya que este parecía haber caído de una única bestia tenía que estar de
acuerdo que era malditamente impresionante. Podrías haber apilado una veintena de
platos para la cena con eso si lo desearas―. Es grande, pero he visto parecidos antes.
De hecho, es muy posible que pronto tengamos algo en común.
―¿Si?
―Es muy posible, mi amigo, que nuestras vidas sean salvadas por un gran montón de
mierda. ―Me volví hacia el viejo de atrás―. ¡Hey! ―grité calle abajo a su espalda―.
¿Dónde está el circo?
El anciano no se detuvo, sino que simplemente extendió un brazo huesudo hacia una
cresta tachonada de aceitunas hacia al sur.
―¿Circo? ―Preguntó Snorri, todavía paralizado en el montón de estiércol.
―¡Estás a punto de ver un elefante mi amigo!
―¿Y ese elefante curará mi mano envenenada? ―Mantuvo la parte en cuestión
levantada haciendo una mueca mientras lo hacía.
―¡El mejor lugar para conseguir que te vean las heridas fuera de un hospital del campo
de batalla! Estas personas hacen malabares con hachas y palos de fuego. Se mecen en
trapecios y caminan sobre cuerdas. No hay un solo circo en el Imperio Caído que no
tenga media docena de personas que puedan coser heridas y, con suerte, un vendedor
de hierbas para otros padecimientos.
Un camino se apartaba de la carretera cuatrocientos metros más adelante y conducía
hacia la cima.
Tenía evidencia de tráfico reciente, y sí que era un gran tráfico, el suelo duro marcado
con surcos por las ruedas, los árboles que sobresalían mostraban ramas rotas
recientemente. En la cima pudimos ver un campamento: Tres grandes círculos de
vagones, varias tiendas extendidas. No era un circo creado para entretener, sino uno
que se movía y disfrutaba de una parada de descanso. Un muro seco de piedra cercaba
el campo donde los viajeros habían acampado. Paredes así eran muy comunes en la
región, siendo un lugar para poner los pedazos ubicuos de roca que cedía el suelo, ya
que era un medio para contener al ganado o marcar límites. Un amargo enano de pelo
gris estaba sentado cuidando la puerta de tres barrotes en la entrada del campo.
―Ya tenemos un hombre fuerte. ―Miró a Snorri con un estrabismo miope y escupió
una impresionante cantidad de flema en el polvo. El enano era del tipo que se asemeja
a los hombres comunes en el tamaño de su cabeza y manos, pero cuyos torsos han sido
concentrados en espacios demasiado pequeños, sus piernas eran delgadas y arqueadas.
Se sentó en la pared limpiándose las uñas con un cuchillo y su expresión anunciaba
que sería más que feliz usándolo con extraños.
―¡Vamos! ¡Ofenderás a Sally! ―protesté―. Si ya tienes una mujer barbuda, apenas
puedo creer que sea tan bien parecida como ésta joven muchacha.
Eso llamó la atención del enano.
―Bueno ¡Hola Sally! ¡Gretcho Marlinki a su servicio!.
Podía sentir a Snorri acercándose desde atrás en una manera que sugería que mi cabeza
podría ser destrozada en poco tiempo. El hombrecillo saltó de la pared, miró de reojo
hacia Snorri y desenganchó la puerta.
―En marcha. Tienda azul dentro del círculo a la izquierda. Pregunta por Taproot.
Caminé, agradecido de que Gretcho fuera demasiado bajo para pellizcar el trasero de
Snorri o podríamos deberle a Taproot un nuevo enano.
―¿Sally? ―El nórdico retumbó detrás de mí.
―Coopera conmigo ―le dije.
―No.
La mayor parte de la gente del circo estaba durmiendo fuera, probablemente por el
calor del mediodía, pero una buena parte trabajaba en varias tareas alrededor de los
vagones. Reparando ruedas y tachuelas, atendiendo a los animales, cosiendo el lienzo,
una chica bonita practicaba piruetas, una mujer con un embarazo avanzado tatuaba la
espalda de un hombre sin camisa, el malabarista inevitablemente tiraba cosas
esperando atraparlas.
―Absoluta pérdida de tiempo. ―Asentí con la cabeza en dirección al malabarista.
―¡Me encantan los malabaristas! ―La sonrisa de Snorri mostró sus dientes blancos
en la oscuridad de su barba.
―¡Dios! ¡Probablemente eres del tipo al que le gustan los payasos!
Su sonrisa se amplió, como si la mera mención de los payasos fuera divertidísima. Bajé
la cabeza.
―Venga.
Pasamos una pared de piedra mucho más allá, lejos de la cuesta, había dispersadas
varias lápidas. Claramente las generaciones habían usado este sitio para hacer una
pausa en sus viajes. Y algunos nunca se fueron. La tienda azul, aunque casi parecía
gris, resultó fácil de hallar. Era más grande, limpia y alta que el resto, estaba en el
centro y lucía un cartel pintado en mal estado en dos postes.
Famoso Circo del Dr. Taproot
Leones, Tigres, Osos, ¡por Dios!
Por Nombramiento de la Corte Imperial de Vyene

Ya que llamar con la mano es difícil en la tiendas de campaña, me incliné hacia la


trampilla de la entrada y carraspeé.
―… ¿No podías simplemente pintar algunas rayas en el león?
―…
―Bueno, no…Pero ¿podrías lavarlos de nuevo antes de eso?
―…
―No, ya ha pasado un tiempo desde la última vez que bañe a un león, pero…
Mi segundo carraspeo, más teatral les llamó la atención.
―¡Pase! ―Me agaché, Snorri se agachó y entramos.
Me llevó un momento que se me acostumbraran los ojos a la penumbra azul dentro de
la tienda. El Dr. Taproot, supuse, era la figura delgada sentada detrás del escritorio, y
la criatura más substancial inclinándose hacia él, con las manos puestas firmemente en
los papeles entre ellos, debía de ser el compañero objetando acerca de bañar a los
leones.
―¡Ah! ―dijo la figura sentada―. ¡Príncipe Jalan Kendeth y Snorri ver Snagason!
Bienvenidos a mi morada. ¡Bienvenidos!
―¿Cómo rayos… ―Me sorprendí a mí mismo. Es bueno que me conozca. Había
estado preguntándome cómo lo iba a convencer de que era un príncipe.
―Oh, soy el doctor Taproot, y lo sé todo mi príncipe. ¡Míreme!
Snorri me adelantó y se sentó en una silla vacía.
―Se corre la voz. Especialmente sobre los príncipes. ―Él parecía menos
impresionado que yo.
―¡Mírenme! ―Taproot asintió, como un pájaro, una cabeza de rasgos afilados sobre
un cuello delgado.
―Los jinetes-mensajeros en el camino Lexicon transportan chismes junto con sus
pergaminos sellados. ¡Y qué historia! ¿Realmente saltó sobre un oso ártico, señor
Snagason? ¿Cree que podría saltar uno de los nuestros? La paga es buena. Ah, pero
tiene lesionada la mano. Un cuchillo de gancho ¿Cierto? ¡Mírenme! ―La cháchara de
Taproot llegó tan rápido y se movió tan deprisa que aun sin prestarle toda la atención
te sentías hipnotizado.
―Sí, la mano. ―Eso me enganchó―. ¿Tiene usted algún cirujano? Estamos sin
fondos. ―Snorri frunció el ceño ante eso―. Pero soy bueno con los créditos. Las arcas
reales aseguran mi cartera.
El doctor Taproot me ofreció una sonrisa de complicidad.
―Sus deudas son parte de la leyenda, mi príncipe. ―Levantó las manos como tratando
de enmarcar la enormidad de ellas―. Pero no tema, yo soy un hombre civilizado.
¡Nosotros, los del circo no dejamos que un viajero herido se vaya sin atención! Haré
que nuestra dulce Varga vea el asunto personalmente. ¿Una bebida? ―Alcanzó el
cajón del escritorio―. Te puedes ir, Walldecker. ―Ahuyentó al hombre de la cicatriz
en la cara que había permanecido en silencio durante nuestra conversación en señal de
desaprobación.
―¡Rayas! ¡Mírenme! Unas buenas. Serra tiene pintura negra. Ve a Serra.
Volviendo su atención hacia mí, sacó una botella de vidrio oscuro, lo suficientemente
pequeña para contener veneno.
―Tengo un poco de ron. Antiguo material del naufragio del Hunter Moon, dragado
por hombres de vieiras de la costa Andoran. Pruébalo. ―Mágicamente sacó tres tacitas
de plata―. Siempre tengo uno para sentarme y charlar. Es mi marca. ¡Mírenme! El
chisme corre por mis venas y tengo que alimentar el hábito. Dígame mi príncipe. ¿Está
su abuela bien? ¿Cómo está su corazón?
―Bueno, tiene uno, supongo. ―No me gustó la impertinencia del hombre. Y su ron
olía como a lo que los vendedores de hierba frotan sobre los sabañones. Ahora que
tenía un silla debajo de mi trasero, y una tienda de campaña sobre mí y mi nombre y
posición social siendo reconocidos, empecé a sentirme más como mi viejo yo. Tomé
un sorbo de ron y lo maldije por eso―. Sin embargo, no sé nada de cómo lo está
llevando. ―La idea de mi abuela sufriendo alguna flaqueza parecía ajena a mí. Ella
está hecha de la roca madre y es la que más durará de nosotros. Fue así como Padre lo
tenía.
―¿Y sus hermanos mayores? ¿Martus y Darin, no? ¿Martus ya va para los veintisiete,
cierto? Si, ¿en dos semanas?
―Um. ―Demonios si yo supiera sus cumpleaños―. Están bien. Martus falló en la
caballería, pero al menos consiguió una oportunidad.
―Por supuesto, por supuesto. ―Las manos de Taproot nunca estaban quietas, estaban
tomando el aire como si arrancara trozos de información de él―. ¿Y tú tío abuelo?
Nunca fue un hombre de bien.
―¿Garyus? ―Nadie sabía nada sobre el viejo. Yo ni sabía que era pariente en mis
primeros años, hasta después de ir a visitarlo a la torre donde lo mantenían. Subí por la
ventana para que nadie me viera. Era el tío―abuelo Garyus, quien me había dado el
relicario con la imagen de mi mamá. Yo debía tener unos cinco o seis años. Sí, no
mucho después de que la Hermana Silenciosa me tocara. La mujer del ojo ciego, como
yo la llamaba por ese entonces. Me dio una mini-epilepsia. Se quedó y me dominó por
un mes. Encontré al viejo Garyus por accidente cuando era pequeño, trepé y me di
cuenta de que la habitación no estaba vacía. Él me dio miedo, encorvado y enfermo en
su lecho, retorcido de una forma que un hombre no debe retorcerse. No malvado, pero
mal. Me asusté de atraparlo, esa es la verdad. Y él lo sabía. Era bueno sabiendo como
trabajaba la mente de un hombre, y también la de un niño
“Yo nací así” había dicho él. No groseramente, aunque yo lo había mirado como si
fuera un pecado. Su cráneo sobresalía, deforme, como una patata.
Él yacía recostado en la cama, una jarra y un vaso en la mesa cercana, iluminado por
la luz del sol. Nadie iba a verle en esa torre, sólo una enfermera para limpiarlo y a veces
un niño que trepaba por la ventana.
“Nací roto.” Con cada frase se quedaba sin respirar. “Yo tenía una hermana gemela, y
cuando nacimos tuvieron que separarnos. Un niño y una niña, los primeros gemelos
siameses que no eran ambos niña o niño. Nos separaron. Pero no lo hicieron bien y
conseguí…esto.” Levantó su brazo torcido, como si hacerlo fuera un trabajo de
Hércules.
Se había librado de las sábanas; como una tumba, eso era lo que esas sábanas me
hicieron pensar, se acercó y me entregó un medallón, bastante simple, pero con la foto
de mi madre en el interior, tan linda y real que se podría pensar que te estaba mirando.
―Garyus. ―Me recordó Taproot, rompiendo el silencio que se había creado.
Hice a un lado eso de mi memoria.
―Está bastante bien. ―Lo que quería decir era: No es de tú incumbencia. Pero cuando
estás lejos de casa y más pobre que los ratones de iglesia, tienes que frenar tu orgullo.
Garyus era al único al que le dedicaba tiempo, a decir verdad. No podía salir de su
habitación. No, a menos que alguien se lo llevara. Así que lo visitaba. Posiblemente
era la única tarea que siempre cumplí―. Bastante bien.
―Bien, bien. ―Taproot se retorció las manos, exprimiendo la aprobación, una lucha
entre sus dedos demasiado pálidos y largos―. Y Terrateniente Snagason ¿Cómo se
encuentra el Norte?
―Frío, y demasiado lejos. ―Snorri dejó la taza vacía, lamiéndose los dientes.
―¿Y el Uuliskind? ¿Sigue siendo blanco? Cabras rojas en las laderas Scraa para la
leche, negras para la lana en la cordillera Nfflr?
Snorri entrecerró los ojos al amo del circo, preguntándose tal vez si el hombre estaba
leyendo su mente.
―¿Ha... estado en Uuliskind? El Undoreth recordaría un circo y sin embargo nunca he
oído hablar de elefantes hasta el día de hoy. Y eso me recuerda. Tengo que ver esa
bestia.
Taproot sonrió: de forma estrecha, incluso los dientes detrás de los finos labios.
Destapó el ron de nuevo, moviéndose para rellenar nuestras copas.
―Mis disculpas, pero pueden ver la forma de tratar conmigo. Fisgoneo. Pregunto.
Devoro los cuentos de los viajeros. Almaceno cada fragmento de información. ―Se
tocó la frente―. Aquí. ¡Mírenme!
Snorri tomó la copa con su mano buena.
―Sí. Cabras rojas en Scraa, negras sobre la cordillera Nfflr. Aunque no hay
prácticamente nadie que las atienda. Llegaron los barcos negros. Cosas muertas de las
Islas Sumergidas. Sven Broke-Oar trajo esta condena sobre nosotros.
―Ah. ―Taproot asintió, juntó los dedos y frunció los labios―. El de los Hardassa. Un
hombre duro. No es bueno, me temo. ―Sus pálidas manos confirmaban su opinión―.
Tal vez las cabras, rojas y negras, tengan ahora nuevos pastores. Chicos del Hardassa.
Snorri bebió del ron. Puso la mano envenenada sobre la mesa. La herida del cuchillo
estaba descolorida y supurando por una ranura entre los tendones.
―Cúrame y tendrás que cambiar esa historia, amo del circo.
―Ciertamente. ―Una rápida sonrisa iluminó el rostro de Taproot―. Matar o curar,
ese es nuestro lema. Mírenme. ―Sus manos se movían alrededor del nórdico, nunca
tocando, pero si enmarcando y siguiendo la línea de la incisión―.Vayan al vagón de
Varga. El más pequeño del círculo rojo. En la agrupación cerca de la puerta. Varga
puede limpiar, coser y vendar una herida. Las mejores cataplasmas que alguna vez
hayan visto. ¡Mírenme! Incluso una herida rancia se rinde ante ellos.
Snorri se puso de pie, me levanté para ir con él. Se había convertido en un hábito.
―¿Se puede quedar, príncipe Jalan? ―Taproot no levantó la mirada, pero algo en su
tono de voz me mantuvo allí.
―Te veré más tarde ―le dije a Snorri―. Ahórrate la vergüenza de llorar frente a mí
cuando Varga esté haciendo su trabajo. Y cuidado con los elefantes. Son verdes y les
gusta el sabor a Vikingo.
Snorri respondió con un bufido y se agachó hacia el brillo cegador del día.
―Un hombre feroz. ¡Míreme! ―Taproot miró la puerta de la tienda, balanceándose a
la estela de Snorri―. Dime príncipe. ¿Cómo es que viajan juntos? No lo imagino como
uno que busque dificultades en el camino. ¿Cómo es eso que el nórdico no lo ha matado
en algún foso o que usted no haya huido a la comodidad de su hogar?
―Tiene que saber que he aprendido a ver más sobre dificultades en Scorron Heights
que… ―Algo en el lento pesar con que Taproot negó con la cabeza me dejó sin
confianza. Temía mencionar mi heroísmo en el Paso de Aral, él podría reírse de mí.
Ese es el problema con los hombres que me conocen demasiado. Un suspiro se me
escapó―. ¿Sinceramente? Estamos destinados por un hechizo. Un maldito
inconveniente. ¿Usted no tendría un…
―¿Un hechicero jurado? ¿Una mano oculta que pudiera separarlos? ¡Mírame! Si
tuviera tal cosa, este circo sería una mina de oro y yo el más rico de todos los hombres
ricos.
Había esperado que se riera ante mis afirmaciones del hechizo, así que ser tomado
seriamente era un alivio, aunque oír lo difícil que era deshacerse de la magia era menos
agradable.
Taproot terminó su bebida y puso la pequeña botella de vuelta en la gaveta.
―Hablando de hombres ricos, podrías estar interesado en saber sobre un Maeres Allus.
―Tú sabes... ―Claro que él sabía. Taproot sabía sobre el hermano secreto de la Reina
Roja, demasiado roto para el trono. Él sabía de cabras masticando en las laderas
distantes de Fjords. Difícilmente no sabría del señor más grande del crimen de
Vermillion.
―Mírame. ―Taproot puso un dedo delgado junto a su nariz delgada―. Maeres tiene
secretos que ni siquiera yo sé. Y no está muy complacido contigo.
―Entonces, quizás un viaje al norte sería bueno para mi salud en cualquier caso ―dije.
―Muy cierto. ―Taproot me despidió con la mano, agitándola como si yo fuera un
acróbata que viene a pedir más serrín para el anillo central y no un Príncipe de la
Marcha Roja. Dejé que lo hiciera también, cuando un hombre que sabe demasiado, no
desgasta sus modales en ti, es mejor seguir adelante.
Capítulo 9
La mujer embarazada, dejando de tatuar por un momento, me condujo hacia el vagón
de Varga. Caminaba como pato en frente de mí, con cada paso que daba parecía estar
más cerca de dar a luz, aunque dijo que todavía faltaban semanas para eso.
—Daisy —me dijo. Su nombre, o tal vez como planeaba nombrar al bebé si es que
resultaba ser niña. No estaba escuchando con mucha atención. Habíamos pasado por
una carreta donde una mujer con medias ajustadas de seda estaba sentada, con los
tobillos cruzados detrás de su cabeza y mi atención se había apartado.
—¿Daisy? Un buen nombre. —Para una vaca.
Vi al elefante, acorralado por una cerca que él mismo podría derribar de un golpe, atado
a un grueso poste con una cadena. Varios hombres del circo, mostrando esbeltos y
musculosos cuerpos, se paseaban alrededor de una barra hecha con dos barriles y un
tablón, observando al elefante y a lo que sea que pasase por ahí. Detrás de ellos una
carreta llena de cerveza les proporcionaba sombra. Los circos siempre venían con
cerveza en abundancia para la audiencia. Supongo que es más fácil impresionar a un
público borracho.
Más adelante, pasamos por una tienda de campaña andrajosa cosida con lunas y
estrellas, símbolos del horóscopo esparcidos entre los cielos desteñidos. Un viejo
estaba sentado afuera en un taburete de tres patas, dientes torcidos, en mal estado y con
manchas en la piel.
—Estrecha mi mano, forastero. —No pude definir si la criatura era hombre o mujer.
—No la complazcas. —Daisy apuró el paso—. Es una chiflada. Todo es perdición y
melancolía. Ahuyenta a los jugadores.
—Eres la presa —nos gritó la anciana, luego tosió como si un pulmón le hubiera
estallado—. Presa. —No sé a quién iban dirigidas esas palabras.
—Guárdate eso para los campesinos —le dije, pero me causó un escalofrío. Siempre
lo hace. Creo que es por eso que se venden las profecías.
Caminamos hasta que la tos seca se desvaneció detrás de nosotros. Me reí, pero en
realidad me había sentido cazado desde que dejé la ciudad. Aunque no sabía por qué.
Más que la Hermana Silenciosa, más que los terrores de Maeres, eran los ojos detrás
de esa máscara de esmalte que me observaba en mis momentos de calma. Sólo un
vistazo a la ópera, sólo un breve encuentro, y aún me perseguía.
—Varga —Daisy señaló un vagón tal como Taproot lo había descrito. Respiró
profundamente y empezó a andar, de vuelta por el camino que vinimos. No dije gracias,
me distraje por el pequeño grupo de mujeres escasamente vestidas agrupadas alrededor
de la puerta del vagón de Varga. Bailarinas, pensé, por su flexibilidad y los retazos de
seda que llevaban puestos.
—Señoritas. —Me acerqué, mostrándoles mi mejor sonrisa. Sin embargo, parecía que
un príncipe alto y rubio de la Marcha Roja era menos interesante que un enorme y
oscuro nórdico con músculos hinchados, como si sus brazos y piernas hubieran sido
rellenas de piedra. Las muchachas señalaban a la oscuridad debajo del toldo, soltando
risitas con las manos en sus bocas, intercambiando susurros de admiración. Me incliné
y subí al vagón de cuatro ruedas.
—No era necesario quitarle la camisa —dije—. Son sus manos las que necesitan que
se retiren cosas.
Snorri me lanzó una mirada oscura desde el sofá en el cual había estado acostado.
Realmente tenía una topología alarmante, su estómago surcado y dividido por músculo,
su pecho y brazos rebosando de poder, venas retorciéndose a través de él para alimentar
sangre al motor de su fuerza, todo tenso ahora contra el dolor que las investigaciones
de Varga le estaban causando.
—Me estás bloqueando la luz. —Varga detuvo el trabajo complicado y se dio la vuelta.
Era una mujer de mediana edad, canosa, con un rostro poco atractivo del tipo que
muestra compasión y desaprobación en medidas iguales.
—¿Vivirá? —pregunté con genuino interés aunque emprendedor.
—Es una herida desagradable. Los tendones no están dañados pero uno de los huesos
pequeños de la mano está roto, otro dislocado. Sanará, pero lentamente, y sólo si la
infección es contenida.
—¿Entonces es un sí?
—Probablemente.
—¡Buenas noticias! —Me giré hacia las muchachas de afuera—. Esto merece una
celebración. Bellas damas, déjenme invitarlas a beber algo y así permitámosle a mi
compañero un poco de privacidad. —Caminé hasta estar entre ellas. Olían a maquillaje,
perfume barato, sudor. Todo bien—. Soy Jalan, pero pueden llamarme Príncipe Jal.
Al fin mis viejos encantos empezaron a funcionar. Incluso la magnificencia esculpida
de Snorri ver Snagason tuvo dificultad al competir con la palabra mágica príncipe.
—Cherri. Un placer conocerlo, Su Majestad. —había algo de duda en su voz, pero pude
darme cuenta de que quería creer que su príncipe había llegado.
Tomé su mano.
—Encantado. —Y sonrió hacia mí, suficientemente linda con una nariz respingona y
ojos pícaros, cabello rubio, rizado, con rayos dorados.
—Lula —dijo su amiga, una moza pequeña con cabello negro y corto, pálida a pesar
del verano, y entallada como para satisfacer el sueño de cualquier estudiante.
Con Cherri en un brazo, Lula en el otro, y un grupo de bailarinas siguiéndonos, dirigí
el camino de vuelta a la carreta de cerveza. Snorri soltó un jadeo debajo del toldo de
Varga. Y la vida fue buena.
***
La tarde pasó con una neblina agradable y me privó de la compañía de mis últimas
coronas de plata. Los hombres del circo resultaron ser extraordinariamente tolerantes
al verme manoseando a sus mujeres, tal como hacían las mujeres del circo, y nos
recostamos en cojines situados frente a la carreta de cerveza, bebiendo vino en ánforas,
cada vez más ruidosos mientras las sombras se alargaban.
Fastidiosamente, las bailarinas siguieron preguntándome acerca de Snorri, como si el
héroe de Aral entre ellas no fuera suficiente para captar su atención.
—¿Es un caudillo? —preguntó Lula.
—Es tan grande —dijo una belleza pelirroja llamada Florence.
—¿Cuál es su nombre? —Una chica Nuban, alta con bucles de cobre a través de sus
orejas y una boca hecha para besarla—. ¿Cómo lo llaman?
—Snorri —dije—. Significa golpea-esposas.
—¿No? —Cherri, con los ojos muy abiertos.
—¡Sí! —Fingí tristeza—. Un temperamento horrible; si una mujer lo molesta él le corta
la cara. —Dibujé una línea con el dedo por mi mejilla.
—¿Cómo es el Norte? —No era tan fácil de distraer la chica Nuban.
Me acerqué el ánfora a la boca, tragando vino mientras extendía la mano en un ángulo
inclinado.
—Como esto. —Me limpié los labios—. Sólo que congelado. Todos los norteños se
van a las costas, donde se congregan en aldeas miserables y con olor a pescado. Se
abarrota de gente. De vez en cuando un grupo más se desliza sobre su trasero desde las
montañas y el único lugar para los más cercanos a la costa es en un bote. Y entonces
zarpan. —Imité el progreso de un barco a través de las olas. Le di a Lula mi ánfora—.
¿Esos cuernos en sus yelmos? —Me hice dos cuernos, una mano a cada lado de mi
cabeza—. Cuernos de cornudos6. Los recién llegados están rebotando en la cama con
las esposas que han sido dejadas atrás. En un lugar terrible. Nunca vayan allí.
Una niña y un niño pequeños vinieron a cantarnos, una pareja singular con voces claras
y agudas, incluso el elefante se acercó para escuchar. Tuve que callar a Cherri para oír
ininterrumpidamente cuando cantaban “High-John”, pero la deje soltar risitas en
medio de su interpretación de “Boogie Bugle”. Sin advertencia, sus voces se elevaron
en un aria que me llevó de vuelta a la ópera de mi Padre. La cantaron de una manera
más dulce y con más corazón, pero aun así el mundo parecía cerrarse a mí alrededor y
escuché aquellos gritos en el incendio. Y debajo de esos gritos, en mi memoria despertó
un sonido más profundo, algo escuchado pero al mismo tiempo no entendido, un tipo
de aullido diferente. El rugido de algo enojado en vez de asustado.
—Suficiente. —Les lancé un cojín. No les di y el elefante lo recogió del suelo—.
¡Largo! —El labio de la pequeña niña tembló por un instante y luego ambos se fueron.
—… “denles lo que quieran, queridos.” Eso es todo lo que dice. Con Taproot todo es
caderas y tetas. No hay arte en eso para él —Lula me miró por encima del cáliz de
arcilla, buscando afirmación.
—Bueno, para ser justo, Lula, tú eres mayormente caderas y tetas —dije, mis palabras
un tanto insultantes ahora.
Se rieron con eso. La combinación de un título y vino fluyendo libremente hará a las
personas reírse de cualquier cosa que parezca sonar gracioso, y nunca me he quejado
de eso, ni una vez. Una gran palabrota se oyó en dirección del vagón de Varga. Puse
un brazo alrededor de Cherri, otro alrededor de Lula, y las acerqué a mí. Disfruta el
mundo mientras puedas, digo. Una filosofía lo suficientemente superficial con la cual
vivir, pero superficialidad es lo que me tocó. Además, lo profundo está dispuesto a
ahogarte.
Las primeras estrellas de la tarde me vieron ser escoltado a un tour por el vagón de las
bailarinas, apoyado en cada lado por Cherri y Lula, aunque sería difícil decir quién

6
Un hombre con una esposa que está con muchos hombres.
daba más soporte. Nos dejamos caer dentro y es extraño decir que en la oscuridad, casi
todo lo que queríamos hacer requería de tres pares de manos.
***
En la oscuridad de la noche, una conmoción interrumpió los procedimientos en el
vagón de las bailarinas. Al principio lo ignoramos. Cherri estaba haciendo su propio
alboroto y yo estaba haciendo lo mejor para ayudarla. Lo ignoramos hasta que el
balanceo del vagón se detuvo, haciendo a Cherri tomar aliento. Hasta ese punto había
escuchado muy poco encima de sus exclamaciones y el crujido de los ejes y soportes.
—¡Jalan! —La voz de Snorri.
Saqué mi cabeza entre las rendijas, hacia la luz de las estrellas, nada contento. Snorri
estaba de pie agarrando la cama de la carreta con un brazo grueso, deteniendo su
movimiento.
—Ven.
No tenía el aliento para decirle que eso era lo que estaba intentando hacer. En vez de
eso, salí, amarrándome lo que necesitaba ser amarrado.
—¿Sí? —dije, sin esconder el temperamento de mi voz.
—Ven. —Me guió entre las carretas más cercanas. Podía escuchar llantos ahora.
Lamentaciones.
Snorri siguió el gradiente del campo, dejando que nos guiara un poco hacia afuera de
las carretas alrededor de la tienda de Taproot. Aquí varias docenas de personas del
circo se acurrucaban ante el fuego.
—Un niño murió. —Snorri puso su mano sobre mi hombro, como para ofrecer apoyo—
. No nacido.
—¿La mujer embarazada? —Una tontería que decir, tenía que ser una mujer
embarazada. Daisy. Recuerdo su nombre.
—El bebé está enterrado. —Asintió hacia un pequeño montículo en la tierra más allá
del fuego, ceñido entre dos viejas lápidas—. Deberíamos dar el pésame.
Suspiré. No más diversión para Jal esta noche. Sentí lástima por la mujer, claro, pero
los problemas de personas que no conozco nunca llegan tan profundamente dentro de
mí. Mi padre, en uno de sus raros momentos de coherencia, lo declaró como un síntoma
de la juventud. Mi juventud, al menos. Le pidió a Dios que me hiciera llevar la
compasión como carga más adelante en la vida. Simplemente me impresionaba el
hecho de que me hubiera notado, o a mis costumbres por una vez, y claro, siempre es
bueno para un cardenal recordar hablar con Dios de vez en cuando.
Nos sentamos un poco separados del grupo principal, aunque lo suficientemente cerca
para sentir el calor de la hoguera.
—¿Cómo está la mano?
—Duele más, se siente mejor. —Extendió su extremidad en cuestión y la flexionó
ligeramente, contrayéndose del dolor—. Me extrajo mucho veneno.
Afortunadamente Snorri omitió la mayoría de detalles. Algunos buscan entretenerte
con los detalles sangrientos de sus padecimientos. Mi hermano Martus hubiera pintado
cada gota brillante de pus para mí en uno de sus monólogos de pobre-de-mí, para los
cuales el único remedio es una salida rápida.
La noche estaba lo suficientemente cálida, combinada con el fuego y mi ejercicio
reciente, para dejarme agradablemente somnoliento. Me recosté sobre el suelo, sin
quejarme por su dureza o el polvo en mi cabello. Por un momento o tres observé las
estrellas y escuché el llanto suave. Bostecé una vez y el sueño me llevó.
Sueños extraños me persiguieron esa noche. Vagaba por un circo vacío, perseguido por
el recuerdo de los ojos detrás de esa máscara de porcelana pero encontrando solo a las
bailarinas, cada una sollozando en su cama y rompiéndose en fragmentos brillantes
cuando intentaba tocarlas. Cherri estaba ahí, Lula también, y se rompieron juntas,
diciendo una sola palabra. Presa. La noche se fracturó, agrietándose a través de tiendas
de campaña, llantas, barriles; un elefante rugió en la oscuridad de la noche. Mi cabeza
llena de luz hasta que al fin abrí los ojos para no quedarme ciego.
¡Nada! Solo el bulto de Snorri, sentado a mi lado, sus rodillas encogidas. El fuego había
disminuido a brasas rojas. La gente del circo ya se había ido a sus camas, llevando su
tristeza con ellos. Ningún sonido, solamente el zumbido y chirrido de insectos. Los
latidos de mi corazón disminuyeron la velocidad. La cabeza me siguió doliendo como
como si estuviera fracturada, pero la culpa por ese encuentro con un cuarto de galón de
vino, fue engullida en el calor del día.
—Es una cosa que hace al mundo llorar, la pérdida de un bebé. —El murmullo de
Snorri fue casi tan profundo como para poder entenderlo—. En Asgard, Odín lo ve y
su ojo que no parpadea, parpadea.
Pensé que sería mejor no mencionar que técnicamente un Dios con solo un ojo solo
puede guiñarlo.
—Todas las muertes son tristes. —Me pareció algo bueno que decir.
—La mayoría de lo que un hombre es, ha sido escrito para el momento en que su barba
empieza a cosquillear. Un bebé está hecho de varios “tal vez”. Hay pocos crímenes
peores que el fin de algo antes de su tiempo.
Una vez más me mordí la lengua y no me quejé que eso era exactamente lo que él había
dicho antes en la carreta de las bailarinas. No fue tacto lo que me mantuvo callado sino
el deseo de no terminar con la nariz rota otra vez.
—Supongo que algunas tristezas sólo pueden tocar en realidad a un padre. —Había
escuchado eso en alguna parte. Pienso que tal vez mi Prima Serah lo había dicho en el
funeral de su hermano pequeño. Recuerdo todas las cabezas grises asintiendo e
intercambiando palabras acerca de ella. Probablemente lo sacó de un libro. Incluso a la
edad de catorce años estaba planeando obtener la aprobación de la Abuela. Y su trono.
—Cuando te conviertes en padre, eso te cambia. —Snorri habló en dirección al brillo
del fuego—. Ves el mundo de otra manera. Aquellos que no cambian no eran
completamente hombres para empezar.
Me pregunté si estaba borracho. En ese estado es cuando suelo hablar profundidades
hacia la noche. Luego recordé que Snorri fue padre. No podía imaginarlo. Pequeños,
una vez, rebotando en sus rodillas. Manos pequeñas tirando de sus trenzas de batalla.
Aun así, entendí mejor su humor ahora que pude suponer qué era lo que veía entre las
brasas. No a este niño no nacido, sino a sus propios hijos, huyendo de los horrores de
la nieve. La cosa que lo llevó al norte contra todo sentido.
—¿Por qué estás aquí todavía? —le pregunté.
—¿Por qué lo estás tú?
—Me desmayé. —La exasperación se notó levemente en mi voz—. ¡No me quedaré a
hacer vigilia! De hecho, ahora que estoy despierto buscaré un lugar mejor para dormir.
—Tal vez uno con curvas más interesantes y una nariz respingona. Me puse de pie, un
lado de mi cuerpo me dolía, y pataleé para darle algo de vida a mis piernas.
—¿No puedes sentirlo? —dijo mientras me giraba para irme.
—No. —Pero sí podía. Algo estaba mal. Un sentimiento de quebrantamiento—. No,
no puedo. —Aun así, no di ni un paso más.
En un respiro los insectos silenciaron su coro. Un sonido profundo me alcanzó,
retumbando desde la planta de mis pies, aún descalzos.
—Ah, demonios. —Mis manos temblaban, con el familiar terror a lo desconocido, pero
también con algo nuevo, como si estuvieran llenas de luz fragmentada.
—Sí, demonios. —Snorri se puso de pie también. Tenía su espada robada en la mano.
¿La había tenido todo el tiempo o había ido a buscarla mientras dormía? Apuntó con
la espada hacia la tumba del bebé. El ruido había venido de ahí. Un excavación, un
rasguño, el sonido de las raíces abriéndose camino a ciegas a través de la tierra. La
lápida a la izquierda se inclinó mientras el suelo se hundía bajo ella. La de la derecha
se tambaleaba hacia adelante, cayendo con un golpe sordo. Todo alrededor de
montículo del niño se agrietaba y se levantaba.
—Deberíamos correr —dije, no teniendo ni la menor idea de por qué no lo estaba
haciendo ya. La palabra presa se repetía una y otra vez detrás de mis ojos—. ¿Qué está
pasando ahí abajo? —Tal vez una fascinación extraña me mantuvo ahí, o la
inmovilidad de un conejo bajo de las garras de un halcón.
—Algo está siendo construido —dijo Snorri—. Cuando el no nacido regresa, toma lo
que necesita.
—¿Regresa? —A veces pregunto incluso cuando en realidad no quiero saber la
respuesta. Mal hábito.
—Es difícil regresar para el no nacido. No son como los caídos que se levantan gracias
a la muerte de los hombres. —Snorri empezó a balancear la espada con la mano
izquierda, haciéndola borrosa alrededor de él en destellos del brillo del fuego, haciendo
al aire suspirar—. Son cosas no comunes. El mundo debe de ser abierto para aceptarlos,
y su fuerza es incomparable. El Rey Muerto en verdad debe querernos bastante.
Mis pies reaccionaron a eso y corrí. Mientras el suelo se elevaba y una cosa oscura se
levantaba, arrojando terrones secos de tierra y sacudiendo lápidas, avancé cinco pasos
grandes antes de tropezar con una jarra de vino; posiblemente una que había traído
conmigo, y cayendo de cara.
Me di la vuelta y vi el resplandor de las estrellas y la tenue luz de las brasas haciendo
su silueta visible, algo terrorífico todavía enterrado y aun así más sobresaliente que el
nórdico, una cosa delgada de huesos viejos, con ropas andrajosas, brazos
sobrecogedores con garras construidas de demasiados huesos de dedos para contar. Y
cerca de estos restos secos y chirriantes, algo húmedo y brillante, una frescura vital
corriendo a lo largo de un Golem construido de la arena de la tumba, tejiendo esto con
lo otro, sangrando con rapidez en la construcción.
Snorri anunció a gritos su desafío sin palabras, pero se mantuvo firme: No atacó a su
enemigo. Le sobrepasaba por más de un metro. La cosa muerta extendió un brazo, sus
garras buscando a Snorri, luego regresó la mano a su lugar. Un cráneo gris, lleno de
nueva humedad, se unió a un cuello que una vez fue la totalidad de la columna de un
hombre. ¡Y habló! Aunque no tenía pulmones para soplar, ni lengua para formar sus
palabras, habló. La voz del no nacido chirrió como un diente contra otro, rechinó como
un hueso contra otro, y de alguna manera llevaba un significado.
—Reina Roja —dijo.
Snorri retrocedió un paso, su espada levantada. El cráneo roto y esos espantosos hoyos
húmedos que servían de ojos me encontraron, descalzo, desarmado y alejándome de
espaldas en el suelo.
—Reina Roja.
—¡Yo no! Nunca he oído acerca de ella. —La fuerza abandonó mis piernas y dejé de
intentar escapar, aunque era lo único que quería hacer.
—Tú llevas su propósito —dijo—. Y la magia de su hermana. —Balanceó su cabeza
hacia Snorri y pude respirar de nuevo—. O tú —dijo—, ¿Y tú? —El no nacido volvió
su mirada hacia mí otra vez, ahora hacia mis pies. Bajo esa inspección empecé a morir
de nuevo—. ¿Escondido? —El cráneo se inclinó en pregunta—. ¿Cómo está
escondido?
Snorri atacó. Mientras la atención del no nacido se mantenía fija en mí, avanzó con la
espada en su otra mano, y lo golpeó en su angosta cintura de hueso, piel seca y cartílago
viejo. La cosa se sacudió alarmantemente, se recuperó, y lo alejó con una ligera
palmada que levantó al nórdico del suelo y lo envió disparatándose, su espada volando
detrás de mí, perdida en la noche.
Las batallas en base a la estrategia, y el eje central de la estrategia son las prioridades.
Como mis prioridades eran Príncipe Jalan, Príncipe Jalan, Príncipe Jalan, y “tener buen
aspecto” en el cuarto puesto, aproveché la oportunidad de retornar mi huida. Considero
que lo más importante del éxito es la habilidad de actuar en el momento. Un héroe
ataca en el momento; un buen cobarde huye en él. El resto del mundo espera el
siguiente momento y termina como carroña para los cuervos.
Avancé diez metros antes de casi rebanarme el pie con la espada de Snorri, la cual
había terminado su trayectoria con la punta hacia arriba. Veinte centímetros de la
espada estaban enterrados en la tierra fuerte, el resto sobresalía peligrosamente. Incluso
en mi terror reconocí el valor de tres pies de acero frío y me detuve para tirar de ella.
La acción hizo que me girara y pude ver al no nacido acercarse a Snorri, fantasmagórico
a la luz de las estrellas. Desarmado, Snorri se negó a correr y sostenía lo que parecía
ser una lápida sobre él como un escudo. La piedra se destrozó bajo el puño del no
nacido. Una mano delgada de muchos huesos rodeó la cintura del Vikingo, en algún
momento sería destripado o le arrancaría la cabeza.
Algo enorme, oscuro y lamentándose como una banshee se arrastró hacia mí desde el
campamento. En vez de ser aplastado bajo su enorme corpulencia, corrí, eligiendo la
dirección donde estaba apuntando anteriormente. Necesitaba toda mi rapidez para
mantenerme alejado de los enormes pies golpeando detrás de mí, y gritando, me dirigí
directamente al no nacido, tratando desesperadamente de tener piernas extras para virar
hacia un lado.
En el último momento, con los pantalones listos para mojarse, me dejé caer hacia la
izquierda, no dándole a Snorri por poco, me di la vuelta, di vuelta otra vez, y de alguna
manera evité ensartarme la espada. Me levanté para ver, atónito, mientras Cherri
rebotaba sobre un elefante enfurecido. El no nacido cayó con el sonido de un centenar
de palos húmedos rompiéndose, el suelo en pedazos bajo los pies contundentes del
tamaño de rodelas. El elefante retumbaba en la oscuridad de la noche, todavía llevando
a la chica, y haciendo un sonido de trompetas lo suficientemente fuerte como para
despertar a los muertos, si es que alguno dormía todavía.
Snorri aterrizó cerca de mí con un ruido sordo y me sobresalté. Se mantuvo en el suelo
sin moverse el tiempo que mi corazón tardó en latir cinco veces, luego se levantó con
sus brazos gruesos. Extendí su espada y la tomó.
—Gracias.
—Era lo menos que podía hacer.
—Cualquier hombre no iría a recuperar el arma de su compañero y luego atacar a un
no nacido con una mano. —Se levantó con un gruñido y fijó su vista en la oscuridad
de la noche—. Un elefante, ¿no?
—Sí.
—Y una mujer. —Se acercó a la hoguera y empezó a patear las brasas sobre los restos
del no nacido.
—Sí.
La gente del circo estaba acercándose a nosotros ahora, formas oscuras contra la noche.
—¿Crees que la chica estará bien?
Lo consideré, habiendo pasado algo de tiempo entre sus muslos yo mismo.
—Estoy más preocupado por el elefante.
Capítulo 10
A la primera luz la mitad del circo había medio empacado. Nadie expresaba ningún
deseo de quedarse, y como era de esperar el Dr. Taproot tendría que encontrar un nuevo
apeadero la siguiente vez que pasaran por aquí.
Cherri regresó con el elefante mientras esperaba a Snorri por la entrada del terreno. El
enano había regresado a su poste y ambos tratábamos de hacernos trampa con las cartas.
Me paré y salude. Cherri debió haber esperado que amaneciera para regresar. Se veía
demacrada, la pintura de su cara derramada, líneas oscuras alrededor de sus ojos. Un
caballero finge no darse cuenta de estas cosas, y me apresuré a atraparla mientras se
deslizaba de la espalda de la criatura. Se sintió lo suficientemente bien en mis brazos
para que me arrepintiera de la necesidad de irme.
—Mis agradecimientos, señora. —La puse en el suelo y me aparté de la trompa
inquisitiva el elefante. La bestia me hacía sentir siete tipos de nerviosismo y además
olía a establo—. ¡Buen chico! —Le di una palmada en el costado arrugado y giré hacia
la puerta de nuevo.
—Es una chica —dijo Cherri—. Nelly.
—Ah. ¿De qué otra manera podría llamarse? —Salvado por una bailarina en una
elefanta. No añadiría eso a la historia del héroe del Paso de Aral.
Cherri tomó la cuerda del ronzal de la elefanta y la guió hacia el campamento,
lanzándome una última mirada mágica que me hizo desear una noche más, al menos.
Snorri llegó unos momentos después.
—Qué cosa más del demonio. —Negó con la cabeza—. ¡Elefantes!
—Podrías llevarte uno a casa —sugerí.
—¡Tenemos mamuts! Incluso más grandes, pero con abrigos de piel. Nunca he visto
uno, pero ahora lo quiero. —Miró hacia el campamento—. Le di el pésame a la madre.
No hay nada que decir en estas situaciones, pero es mejor decir algo a no decir nada.
—Dio un pequeño apretón con una mano muy familiar sobre mi hombro—.
Deberíamos irnos, Jal, ya no somos tan bienvenidos. ¿A menos que quieras hacer algún
trueque de caballos?
—¿Con qué? —Le mostré mis bolsillos—. Me dejaron sin dinero.
Snorri se encogió de hombros.
—Ese medallón con el que siempre jugueteas podría comprar diez caballos. De los
buenos.
—Casi nunca lo toco. —Lo miré, sorprendido, diciéndome que recordara sus intensos
ojos. No recuerdo haberlos mirado ni una vez desde que nos conocimos—. Y no es de
valor. —Dudé que el anciano en el camino hubiera cambiado su burro por el medallón
y una corona de plata.
El nórdico se encogió de hombros y empezó a marcharse. Le di un pequeño codazo
mientras pasaba.
—Taproot ha venido a vernos marchar.
Dr. Taproot se acercó. Parecía incómodo al aire libre, lejos de su escritorio. Dos
hombres lo flanqueaban, guiando sus caballos, un capón pálido y una yegua parda.
El primero era el domador de leones que conocimos en lo azul de la tienda de Taproot,
el segundo era un hombre enorme quien obviamente estaba ocupando el trabajo de
fortachón que que se había pensado inicialmente que buscaba Snorri. Me pregunté si
el buen doctor estaba esperando algún tipo de problema.
—Taproot. —Snorri inclinó la cabeza. La espada robada colgaba de su cintura ahora,
dependiendo de un arreglo de tiras de cuerda y cuero.
—¡Aja! ¡Los viajeros! —Taproot miró a su fortachón, como si lo comparara con
Snorri—. Ahora yendo al norte. ¡Mírenme!
Ninguno de los dos tenía una respuesta para eso. Taproot continuó.
—¿Perseguidos por la mala suerte, tal vez? El tipo de desgracia que llena y vacía
tumbas. ¡Mírenme! —Sus manos se movían como dramatizando lo que describía—.
Eso hubiera sido información importante. Ayer al mediodía esa información hubiera
ganado su sustento. —La tristeza en sus largos rasgos parecía casi perfecta, casi
caricaturesca. Me preocupaba que no pudiera saber si la muerte del bebé había
significado algo para él o no—. De todas formas, no hay que llorar sobre la leche
derramada —terminó, luego giró para marcharse pero pareció como si recordase algo
y se dio la vuelta hacia nosotros una vez más—. ¡No nacido! —Casi un grito ahora—.
¿Traen al mundo a un no nacido? ¿Cómo… —Se controló una vez más y prosiguió, su
tono familiar de nuevo—. Esto no estuvo bien hecho. No estuvo bien hecho para nada.
Deben irse lejos de aquí. Y rápido. —Hizo señas a los caballos y sus compañeros
caminaron al frente, extendiendo las riendas hacia nosotros. Tomé el capón.
—Veinte coronas en su cuenta de deudas, mi príncipe. —Taproot inclinó la cabeza una
fracción—. Sé que serán buenos con eso.
Observé a mi corcel, le palmeé el cuello, sentí la carne sobre sus costillas. Un rocín lo
suficientemente decente. Snorri se mantuvo rígidamente al lado del suyo como si
estuviera preocupado de que le mordiera.
—Muchas gracias —dije, y me subí a la silla de montar. Veinte en oro era un precio lo
suficientemente justo. Un tanto exagerado, pero justo, dadas las circunstancias. Me
sentí mejor montado. Dios nos dio los caballos para que pudiéramos escapar más
rápido.
—Mejor sean rápidos en el camino, están en el centro de una tormenta, joven príncipe,
sin errores. —Taproot asintió como si hubiera sido yo el que hablaba y el sólo estaba
de acuerdo—. Hay manos sumergidas en abundancia en este asunto, muchos dedos en
la cacerola. Todos mezclándose. Una mano gris detrás de ti, una mano negra en tu
camino. Escarba un poco más profundo, y tal vez encuentres azul detrás del negro, rojo
detrás del gris. ¿Y aún más profundo? ¿Va más profundo? ¿Quién sabe? No este
guardián de circo. Tal vez todo va más profundo que lo profundo, profundo sin fin.
Pero estoy viejo, mis ojos se hacen más débiles, sólo veo a lo lejos.
—Um. —Parecía la única respuesta sensata para su torrente de tonterías. Podía ver
ahora quién entrenó a la adivina del circo.
Taproot asintió a mi sabiduría.
—Despidámonos como amigos, Príncipe Jalan. Los Kendeths han sido una fuerza del
bien en la Marcha Roja. —Extendió su mano delgada y la tomé lo suficientemente
rápido, supuse que le dolía mantenerla más tiempo—. ¡Eso! —dijo—. Sentí mucho
escuchar de la muerte de su madre, mi príncipe. —Solté su mano—. Tan joven, era tan
joven para la espada del asesino.
Parpadeé hacia él, asentí y conduje mi caballo por el camino.
—Vamos, Snorri. —Sobre mi hombro—. Es como remar un bote.
—Caminaré un poco primero —dijo, y siguió, guiando a su rocín con las riendas.
Admito un poco de remordimiento en dejar el circo atrás. Me gustaba la gente, el aire
del lugar, incluso estando en movimiento. Y por supuesto, las bailarinas. A pesar de
eso, tenía una pequeña sonrisa en los labios. Era bueno saber que incluso la amplia
fuente de información de Taproot le fallaba de vez en cuando. Mi madre murió por
unas fiebres. Toqué el bulto hecho por el medallón bajo mi chaqueta. La foto de mi
madre adentro. Unas fiebres. El contacto me hizo sentir incómodo de repente, y mi
sonrisa se desvaneció.
* * *
Llegamos al camino principal y cruzamos de nuevo al camino que habíamos tomado
primero, guiados por direcciones del enano tramposo en la entrada. Ninguno de los dos
habló hasta que nos encontramos la pila de estiércol de elefante que me había alertado
primero de la proximidad del circo.
—Así que, ¿no puedes montar, entonces?
—Nunca lo he intentado —dijo.
—¿Nunca te has sentado siquiera en un caballo? —Parecía difícil de creer.
—He comido muchos —dijo.
—Eso no ayuda.
—¿Cómo puede ser de difícil? —preguntó, no moviéndose ni un poco para descubrirlo.
—Menos difícil que saltar sobre osos y bajarse de ellos, supongo. Por suerte, soy el
mejor jinete de la Marcha Roja y un gran maestro. —Señalé al estribo—. Pon el pie
ahí. No el primer pie en que piensas, el otro. Súbete y no te caigas.
Las lecciones continuaron lentamente y para su orgullo, Snagason no se cayó. Sí me
preocupé de que enterrara sus musculosas piernas en las costillas del caballo, pero al
final Snorri y el caballo llegaron a una tregua incómoda en donde ambos adoptaron una
sonrisa y siguieron avanzando.
Para el momento en que el sol había pasado su cenit pude darme cuenta que el nórdico
estaba sufriendo.
—¿Cómo está la mano?
—Me duele menos que los muslos —gruñó.
—Tal vez si aflojaras un poco el agarre y dejaras al caballo respirar…
—Cuéntame acerca de Rhone —dijo.
Me encogí de hombros. No llegaríamos a la frontera hasta la tarde siguiente y el último
kilómetro bastaría para contarle cualquier cosa que valiese la pena acerca del lugar,
pero parecía que necesitaba distracción de sus molestias y dolores.
—No hay mucho que decir. Un lugar terrible. La comida es mala, los hombres hoscos
e ignorantes, las mujeres con ojos torcidos. Y son ladrones tal y como son hombres. Si
le das la mano a un Rhonish, cuéntate los dedos después.
—Nunca has estado allí, ¿verdad? —Me lanzó una mirada con los ojos entrecerrados,
luego se sacudió para mantenerse estable en la silla.
—¿No escuchaste lo que acabo de decir? ¿Por qué iría a un lugar así?
—No lo entiendo. —Se arriesgó a dar otra mirada hacia atrás—. Los reyes de Rhonish
fundaron la Marcha Roja, ¿no es así? ¿No fueron los Rhonish quienes les salvaron de
la invasión de Scorron? ¿Dos veces?
—¡No lo creo! —Aunque ahora que lo mencionaba, un vago recuerdo vino a mi mente
de días muy calurosos en la Habitación Gris con Tutor Marcle—. Pienso que un
príncipe de la Marcha Roja sabe un poco más de la historia del lugar que un…
campesino fuera de las laderas congeladas de un fiordo. —Admito haberme dormido
en la mayoría de clases de Marcle, pero probablemente hubiera notado algo como
eso—. En cualquier caso, son malos.
Para cambiar el tema de la conversación, y porque cada vez que miraba hacia atrás mi
imaginación escondía monstruos en las sombras, saqué el tema de la búsqueda.
—Cuando me topé contigo, la fisura, la grieta que me perseguía… venía del hechizo
de la Hermana Silenciosa.
—Me contaste eso. El hechizo que lanzó para matar a todos en eta ópera tuya.
—Bueno… hubiera matado a todos, pero no creo que esa sea la razón por la cual
hechizó el lugar. Tal vez no quería destruirnos a todos, tal vez tenía su objetivo y el
resto solo estábamos en el camino. ¿Pudo habernos perseguido hasta el circo lo que sea
que ella haya estado persiguiendo?
Snorri levantó las cejas, luego frunció el ceño, luego negó con la cabeza.
—Ese no nacido estaba recién formado, del niño de Daisy. No nos siguió hasta ahí.
Eso sonó un poco esperanzador.
—Pero, eso no pasó sólo porque sí, ¿no? ¿No se supone que estas cosas son extrañas?
Algo hizo que eso pasara. Alguien tratando de matarnos.
—Tu Reina Roja estaba recopilando cuentos de muertos. Ella sabe que Ragnarok está
cerca de nosotros, la última batalla se acerca. Está planeando luchar contra el Rey
Muerto, y seguramente él planea luchar contra ella. El Rey Muerto tal vez sepa de
nosotros, tal vez sepa que nos dirigimos al norte, llevando la magia de la bruja con
nosotros. Tal vez sepa que estamos ligados por el Hielo Amargo donde sus muertos se
reúnen. Tal vez quiera detenernos.
Mientras que había desviado la conversación de Rhone con éxito, Snorri no me había
dicho nada para tranquilizar la mente. Mastiqué y saboreé lo que me había dicho unos
cuantos kilómetros más y me supo muy amargo. Estábamos siendo perseguidos, lo
sabía, sangre a hueso. Esa cosa de la ópera nos acosaba, y corriendo ante eso nos
sumergimos de lleno en lo que sea que el Rey Muerto hubiera colocado en nuestro
camino.
***

Un día después nos topamos con los primeros ejemplares del tipo de hombres Rhonish
de los que había advertido a Snorri. Un puesto de guardia de cinco soldados de Rhone
unido a una gran taberna que se extendía a ambos lados de la frontera. El puesto de
guardia de la Marcha Roja, de cuatro hombres, estaba contiguo al lado opuesto de la
taberna, y los dos grupos cenaban juntos la mayoría de las tardes en los lados opuestos
de una mesa larga a través de la cual se encontraba la frontera, marcada a lo largo de
los tablones por una línea de clavos de cabezas pulidas.
Me presenté como un noble andrajoso ya que ninguno reconocería a un príncipe de la
Marcha Roja y, pensando que nos burlábamos de ellos, se ofenderían. Supongo que
hubiera podido levantar una corona de oro con el rostro de la Abuela en ella y protestar
acerca del parecido de la familia, pero no tenía ninguna. O una corona de plata. Y la
mayoría de las monedas de cobre tenían la Torre Iax en ellas o al Rey Gholloth, quien
reinó antes que la Abuela y no se parecía en nada a su hija o a mí.
Snorri dijo muy poco en la taberna, su tensión reflejada, preocupado de que se hubieran
dado órdenes de asegurar la frontera contra él. Gastamos el resto de mis monedas en
una pequeña comida de sopa de repollo y carne misteriosa antes de dirigirnos a Rhone,
el cual, a pesar de mis recelos, se parecía mucho a la Marcha Roja, excepto que las
personas solían pronunciar la “r” de una forma molesta.
El primer pueblo Rhonish al que llegamos coincidió con nuestra primera noche. Un
lugar bastante grande con un nombre torpe pero digno: Milltown7. Montamos a un paso
suave a lo largo de la calle fangosa, una avenida llena de comerciantes, viajeros y gente
del pueblo. Snorri avanzó a una herrería en la calle, abierta y ruidosa con los martillos.
—Deberíamos conseguirte una espada, Jal —ahora me llamaba Jal, no “mi príncipe”,
no “Príncipe Jalan”, ni tampoco “Jalan”, sino “Jal”. No le hice saber que me molestaba
7
Milltown: Ciudad del Molino.
porque solo conseguiría que hiciera lo mismo más veces y con una sonrisa más
amplia—. ¿Qué tal eres con una espada?
—Mejor que tú con un caballo —dije.
Snorri lanzó un bufido y su yegua se unió a él. La había llamado Sleipnir por un rocín
pagano, y parecían llevarse bien a pesar de que Snorri montó como un tronco pegado
a la silla, pesaba casi lo mismo que su montura. Desmontó, el efecto nada diferente al
ya mencionado tronco cayéndose de su pedestal.
—¿Me lo muestras? —Sacó su espada y me la ofreció por la empuñadura.
Miré a mi alrededor.
—No puedes ir balanceando la espada en la calle principal. ¡Alguien perdería un ojo!
Y eso solamente si la seguridad de la ciudad no te atrapa primero.
Snorri parecía desconcertado, como si en las laderas cubiertas de hielo del norte eso
fuera la cosa más natural del mundo.
—Esto es una herrería. —Hizo señas hacia la ferretería a la par de nosotros—. El
herrero hace espadas. Las personas deben probarlas aquí fuera todo el tiempo. —La
empuñadura de la espada extendida hacia mí de nuevo.
—Lo dudo. —Mis manos firmes en las riendas. Asentí hacia las mesas expuestas,
cuchillas de guadaña, ganchos de embalar, clavos, y otros bienes domésticos era todo
lo que tenía en frente—. Un pueblo de este tamaño tal vez tenga un herrero de armas
en algún lugar. Aunque este no lo es.
—¡Ja! —Snorri señaló una espada colgando en la penumbra bajo los toldos—.
¡Herrero!
El herrero apareció justo en el pleno auge de Snorri, un hombre bajo, feo con sudor,
grueso de brazos por supuesto, pero con una apariencia sorprendentemente estudiosa.
—Buenas tardes.
—Probaré esa espada. —Snorri señaló la espada colgando.
—Estoy reparando esa para Garson Host —dijo el herrero—. Le quito las muescas y
le coloco otro filo. No está a la venta.
—No lo complazca —asentí mi aprobación al hombre.
El herrero se mordió el labio. Había olvidado que los hombres Rhonish siempre
buscaban la oportunidad de poner a un hombre de la Marcha Roja en su lugar, y a estos
hombres comunes no hay nada que les guste más que ver a sus superiores destrozados.
Hubiera sido más sabio si me hubiera quedado callado. Snorri podría ser un extranjero
pero al menos no había cometido el pecado capital de ser extranjero del país de al lado.
—Supongo que a Garson no le importará si le quito tres o cinco muescas de la espada.
—El herrero fue a traer la espada.
Resignado a mi destino, desmonté y tomé la empuñadura que Snorri me ofrecía de
nuevo. Sucede que no soy un tan mal espadachín cuando mi vida no está en peligro.
En el patio de práctica con espadas desafiladas y envuelto lo suficiente siempre pude
defenderme lo bastante bien. Más que bien. Pero lo aprendido en todas esas lecciones
se desvaneció el único día que me llamaron para esgrimir una espada en serio. Mientras
peleábamos entre esos soldados de Scorron en el Paso de Aral, el crudo terror hizo que
se desvaneciera todo mi entrenamiento en un instante. Esos eran hombreas grandes y
enojados con espadas afiladas que de verdad querían cortarme en pedazos. No es hasta
que has visto una herida roja y abierta, y todos los pedazos pequeños y complejos del
interior del hombre, rotos y en pedazos y que sabes que nunca se recompondrán de
nuevo, y hayas vomitado tus dos últimas comidas en las rocas… no es sino hasta ahí
que entiendes el negocio de las espadas correctamente, y si eres un hombre sensato
prefieres no tener nada que ver con eso nunca más. No recuerdo nada de la batalla en
el Paso de Aral más que momentos congelados y mezclados; acero brillando, arcos
color carmesí, rostros horrorizados, un hombre ahogándose en sangre mientras se
alejaba de mí… y gritando, por supuesto. Todavía lo escucho hoy en día. Todo lo
demás acerca de la batalla está en blanco.
Snorri tomó su nueva espada con la mano herida y me golpeó con ella. La esquivé. Él
sonrió y se acercó a mí de nuevo. Intercambiamos estocadas y paradas durante unos
momentos, el choque del acero haciendo a la gente en calle detenerse, cabezas
girándose hacia nosotros. Por lo general, la fuerza aunque es importante no es el factor
principal en peleas con espadas, incluso con espadas más pesadas como el tipo que
usábamos. El florete se trata de rapidez, pero incluso con espadas largas tiene más que
ver con la rapidez, una vez que tienes la fuerza para esgrimirla, lo demás es exceso de
fuerza. Entrenado apropiadamente, un espadachín se beneficiará más de un pequeño
aumento de habilidad y rapidez que de un gran aumento de fuerza. La espada es,
después de todo, una palanca. Con Snorri, sin embargo, la fuerza era un factor. Usaba
movimientos los suficientemente básicos, pero bloquearlos me provocaba dolor en la
mano, y el primer golpe en el que puso bastante esfuerzo casi me hace soltar la espada.
Aun así, estaba claro desde el inicio que tenía más agilidad en mi mano derecha, que
la que él tenía en su mano izquierda.
—¡Bien! —Snorri bajó su arma—. Eres muy bueno.
Traté de no poner una sonrisa boba gracias a su halago.
—Mi Abuela requiere que toda su familia sea versada en las artes de guerra. —Aunque
quieran serlo o no… Recordé entrenamientos sin fin cuando era un joven príncipe,
sosteniendo una espada de madera hasta que tuviera ampollas, y siendo golpeado sin
piedad por Martus y Darin, quienes lo veían como parte de sus deberes como hermanos
mayores.
—Quédate la espada —me dijo Snorri —. Le darás mejor uso que yo.
Fruncí los labios. Mientras que tener la espada no significara que tuviera que usarla,
entonces estaba bien con el acuerdo. Definitivamente fanfarroneo mejor con una
espada en la cadera. Levanté la espada y dejé que la luz corriera a lo largo de ella. En
un punto el metal había adoptado una mancha oscura. Tal vez era la parte que Snorri
le había insertado al no nacido cuando lo ataco con la espada. Aparté el recuerdo de mi
mente.
—¿Qué hay de ti? —pregunté, más preocupado por mi seguridad que por la de él.
—Compraré una en sustitución. —Se giró hacia el herrero, quien no hizo ningún
esfuerzo por ocultar su decepción al no ver al Vikingo gigante aplastarme.
—¡No puedes permitirte comprar otra espada! —No podía comprar nada; había sido
prisionero durante meses hasta su fuga reciente. Una ocupación no muy lucrativa.
—Tienes razón. —Snorri le devolvió la espada al herrero—. No está a la venta en
cualquier caso. —Asintió hacia adentro de la ferretería—. ¿Tiene algún hacha buena?
Una de guerra, no algo para cortar árboles.
Mientras el herrero se dirigía a buscar entre sus existencias, Snorri sacó una bolsa con
una cuerda del cuello. Me acerqué para ver qué tenía. ¡Monedas de plata! Al menos
cinco de ellas.
—¿A quién asesinaste por esas? —Fruncí en ceño, más por el hecho de que Snorri
fuera más rico que yo que por el acto del robo con violencia.
—No soy un ladrón. —Snorri bajó sus cejas.
—Está bien, lo llamaremos saqueo —dije.
Snorri se encogió de hombros.
—Los campos de los Vikingos son pobres, la tierra escasa, los inviernos crueles. Así
que algunos sí van y toman cosas de los débiles. Es cierto. Sin embargo, nosotros los
Undoreth preferimos tomar cosas de los fuertes, tienen mejores cosas. Para cada barco
lanzado contra las costas lejanas hay diez y más listos para atacar vecinos cercanos.
Las naciones Vikingas gastan su fuerza principal las unas en las otras y siempre lo han
hecho.
—Aún no has respondido mi pregunta.
—¡Tomo de los fuertes! —Snorri sonrió y extendió la mano para tomar el hacha que
el herrero le había traído—. ¿Ese hombre grande que estaba con Taproot cuando nos
fuimos? ¡El Asombroso Ronaldo! El fortachón del circo. —No era ningún hacha
nórdica, sino el hacha de un lacayo servicial, una hoja triangular, el mango de fresno y
hierro y un oscurecido por la antigüedad. El hacha fue alguna vez el arma de un
campesino, pero esta al menos había sido hecha por un campesino como una paga a
algún señor. Snorri la hizo girar, acercándose alarmantemente a la mesa las existencias,
a mí y al herrero—. El Asombroso Ronaldo hizo una apuesta conmigo con respecto a
nuestra fuerza. No ganó. ¡El enano dijo que lo llamarían El Asombrado Ronaldo ahora!
—Snorri levantó el hacha y sostuvo la hoja cerca de su oreja como si la estuviera
escuchando—. Me la llevo.
—Tres. —El herrero levantó la cantidad apropiada de dedos como si Snorri no hubiera
estado hablando la Lengua del Imperio.
—¡Te está robando! ¿Tres monedas de plata por lo que es básicamente una herramienta
de granja?
Pero Snorri pagó con las monedas.
—Nunca regatees el precio de un arma. Compra o no compra. ¡Guarda los argumentos
para cuando sea tuya!
—Tenemos que conseguirte una espada —dije—. Cuando podamos pagarla.
Snorri negó con la cabeza.
—Un hacha para mí. Las espadas te engañan al hacerte pensar que puedes defenderte.
Con un hacha todo lo que puedes hacer es atacar. Así es como mi padre me nombró.
Snorri. Significa, “atacar”. —Levantó el hacha sobre su cabeza—. Los hombres
piensan que pueden defenderse contra mí, pero cuando ataco, están expuestos.
***
—¿Qué demonios es un no nacido? —Me tomó tres días hacer esa pregunta. Habíamos
llegado cabalgando al pueblo de Pentacost, cubriendo unos cien kilómetros de la
frontera. Snorri aún cabalgaba como un tronco, pero desafortunadamente también se
comportaba como uno y no había murmurado ni una palabra de queja. La lluvia nos
encontró a medio camino y cayó sobre nosotros durante los últimos diez kilómetros,
así que llegamos goteando a los establos y nos sentamos en medio de nuestros pequeños
lagos personales, con algo de vapor humeando suavemente frente a una chimenea vacía
en la taberna del Rey de Rhone.
—¿No lo sabes? —Snorri levantó las cejas mojadas y se aplastó el cabello contra la
frente, sacudiendo el exceso de agua de los dedos.
—No. —Generalmente soy así. Tengo un mal hábito de bloquear cosas desagradables
de mi mente; algo que he venido haciendo desde que era un chico. La sorpresa genuina
es de gran ayuda cuando se trata con un deber no bienvenido. Claro, cuando se trata de
olvidar pagar unas deudas, eso puede significar unos cuantos dedos rotos. Y peor. Creo
que es una forma de mentir, mentirse a uno mismo. Y soy bastante bueno con las
falsedades. La gente dice que los mejores mentirosos creen a medias en sus mentiras;
lo que me hace el mejor, ya que puedo repetir una mentira lo suficiente para creerla por
completo—. No, no lo sé.
Durante nuestros viajes, la mayoría por caminos aburridos y lodosos a través de
innumerables granjas pequeñas, pasaba la mayor parte del tiempo recordando los
encantos de Cherri y el placentero sentir de exploración de Lula, pero del incidente en
las tumbas… nada, solamente un corto recuerdo de Cherri cabalgando al rescate. Una
docena de veces me imaginé el rebote de sus senos mientras ella pasaba como un rayo.
Me tomó llevó tres horas empapándome al final de un viaje de tres días para que el no
nacido surgiera con una insistencia persistente para que finalmente yo preguntara. La
verdad no podría ser peor que lo que mi imaginación había empezado a sugerir. Tenía
la esperanza.
—¿Cómo puedes no saberlo? —demandó Snorri. Él no golpeó la mesa, pero yo sabía
que quería hacerlo.
Snorri resultó ser el compañero de viaje ideal para un hombre como yo, que no quiere
pensar en cosas como los errores del pasado. Hasta donde Snorri sabía todas sus metas,
ambiciones, amores, y peligros eran venideros —cualquier cosa en nuestra estela, la
Marcha Roja y toda su gente, la Abuela y su Hermana Silenciosa, el no nacido, todas
aquellas cosas del sur, debían ser dejadas atrás, superadas, no preocuparnos por ellas o
por sus consecuencias.
—¿Cómo puedes no saberlo? —repitió.
—¿Cómo puedes no saber cuánto es once veces doce?
—Ciento treinta y dos.
Maldición.
—Es que estoy más interesado en las cosas buenas de la vida, Snorri. Si no puedes
montarlo —de una u otra forma— y no juega a los dados, o a las cartas, o no se sirve
desde una botella de vino, entonces realmente no estoy tan interesado. Especialmente
si es extranjero. O pagano. O ambos. Pero esta… cosa… mencionó algo que me
preocupó.
—Presa —Snorri asintió—. Fue enviado tras nosotros.
—¿Por quién? El otro día dijiste que podría haber sido el Rey Muerto, pero ¿no podría
ser alguien más? —Quería que fuera alguien más—. Algún nigromante o…
—El Rey Muerto es el único que puede enviar al no nacido a cualquier lugar. Ellos se
ríen de los nigromantes.
—Entonces. Este Rey Muerto. He oído de él.
Snorri extendió las manos, invitando más de mi conocimiento en el tema.
—Un lord de Brettan. Algunos ateos saltaislas de las Islas Sumergidas. —Sorbí un
poco de mi vino. Un rojo de Rhone. Una cosa horrible, como vinagre y pimienta. Otros
países no serían tan malos si no fueran atiborrados con extranjeros y todas sus cosas.
Este Rey Muerto era un buen ejemplo.
—¿Eso es todo? ¿Eso es lo que sabes del Rey Muerto? “Es de las Islas Sumergidas”
—Parecía que ahora el vapor salía más rápido de Snorri.
Me encogí de hombros.
—¿Entonces, por qué algún Brettan enviaría un monstruo a por nosotros? ¿Cómo pudo
saberlo? Apuesto que Maeres Allus se lo contó. Seis te conseguirá diez. ¡Maeres Allus!
—¡Ja! —Snorri drenó su cerveza, se limpió la espuma del bigote, y pidió otra antes de
recordar nuestra pobreza—. Eso, Jal, sería como un pececillo dando órdenes a una
ballena. Este Allus que mencionas no es nada. Sal diez millas de los muros de tu ciudad
y nadie conoce tu nombre.
¡Príncipe Jalan, maldita sea! Diez millas fuera de mi ciudad y nadie sabe que soy un
príncipe.
—¿Entonces por qué enviar al monstruo?
—El Rey Muerto y esta Hermana Silenciosa, son manos ocultas, ellos juegan un juego
a través del imperio, ellos y otros, moviendo a reyes y señores a través de su tablero.
¿Quién sabe qué es lo que desean al final? Quizá rehacer el imperio y darle un
emperador con cuerdas con las que pueda ser obligado a bailar, o quizá limpiar el
tablero y comenzar un juego nuevo. En cualquier caso el no nacido dijo que llevábamos
el propósito de la Reina Roja, y luego dijo que llevábamos magia. Cosa que hacemos.
—Golpeó con un dedo mi hombro y aquella energía crepitante y desagradable surgió
inmediatamente, permaneciendo hasta que levantó su dedo ofensor.
—¡Pero eso fue algún tipo de accidente! ¡No estamos del lado de nadie! Y ciertamente
no del de mi abuela. —No a menos que el ojo ciego de la Hermana Silenciosa viera el
futuro y eligiera una oportunidad muy remota. Un pensamiento inquietante. Ella estaba,
después de todo, luchando con la muerte, y Snorri estaba arrastrándome a mí y a la
magia de la bruja al norte, donde sus enemigos trabajaban mano a mano con hombres
cadáver traídos en barcos negros desde las Islas Sumergidas—. ¡Es mera coincidencia!
—Entonces quizá el no nacido estaba equivocado, también el Rey Muerto. Quizá los
tenemos, a la Hermana Silenciosa, y hasta a tu comadreja Allus en nuestro rastro.
Dejemos que vengan. ¡Veremos cuánto poder les queda! Es un largo trecho hacia el
norte.
—Entonces —dije, volviendo a mi tema—. ¿Qué demonios es un no nacido? —Tenía
un vago recuerdo del nombre antes de que el viaje de pesadilla comenzara. Creo que la
primera vez que lo escuché había esperado que no fueran más que cadáveres
reanimados, que, tomando en cuenta su tamaño, fuera sencillo lidiar con ellos. No es
que sea un entusiasta de matar bebés, vivos o muertos, pero aquello era levemente
menos peligroso que lo que sucedió en el circo—. ¿Y cómo demonios es un “no
nacido” un gran horror de las tumbas que requiere a un elefante en carga para ser
derribado?
—Potencial, eso es lo que son los no nacidos. Potencial. —Snorri levantó su jarra vacía,
observó su vacuidad, y la bajó—. El que enfrentamos no era tan peligroso, dado que
solamente llevaba muerto unas cuantas horas. Todo el potencial de crecimiento y
cambio que tiene un niño; todo eso va hacia las tierras muertas si el niño muere antes
de nacer. Se vuelve retorcido. Amargado. El tiempo pasa de diferente manera en ese
sitio, nada permanece joven. El potencial del niño no nacido es infectado con un
propósito más viejo. Hay cosas que siempre han estado muertas, cosas que moran en
la Tierra más allá de la Muerte, y son aquellos males antiguos los que montan el
potencial del no nacido, lo poseen y lo embrujan, hambrientos de nacer en el mundo
de la vida. Mientras más tiempo pase un no nacido en las tierras muertas, mayor será
la fuerza que obtenga de ese sitio, pero menor será el cambio, y será más complicado
regresar. Ningún nigromante común puede invocar a un no nacido. Se dice que incluso
el Rey Muerto solamente ha sido capaz de traer un puñado, y raramente donde él
quisiera. Ellos sirven como sus agentes, sus espías, capaces de cambiar su forma,
disfrazarse, caminar entre los hombres sin ser reconocidos.
—¿Los nuevos no son tan peligrosos? —Me aferré a eso y me lo repetí a mí mismo sin
poderlo creer, mientras el resto de lo que él decía pasaba sobre mí—. ¡Pudo haberte
partido por la mitad si no hubiera sido por ese elefante! Esperemos no hallar otro nunca,
porque los elefantes son escasos por aquí, por si no te habías dado cuenta. ¡Dios!
Snorri se encogió de hombros.
—Tú preguntaste.
—Bueno, desearía no haberlo hecho. En el futuro recuérdame no hacerlo. —Tomé un
gran trago de vino, arrepintiéndome de no tener los medios para comprar lo suficiente
para ponerme ebrio y lavar todo el asunto hacia una conveniente amnesia.
—Hubo algo ahí, esa noche en la ópera. —No quería hablar de eso, pero las cosas
difícilmente podían ponerse peor.
—¿Ese demonio tuyo?
Asentí.
—Rompí el hechizo. —Lo destrocé—. De todas maneras. Había algo allí con nosotros.
Un demonio. Parecía un hombre. O al menos su cuerpo; nunca vi su rostro. Pero había
algo malo. Lo sé. Lo vi tan claro como cuando veo a la Hermana Silenciosa cuando
todos los demás ven más allá de ella.
—¿Piensas que sea un no nacido? —Snorri arrugó el ceño—. ¿Y dices que ahora nos
está siguiendo? —Se encogió de hombros—. No ha realizado un buen trabajo
poniéndose al corriente. Me preocuparía más por lo que nos espera que por lo que
hayamos dejado atrás.
—Hmmm —¿Dejar de preocuparse de la sartén porque el fuego es más caliente? Me
encogí de hombros pero no pude sacar esos ojos de mi mente—. ¿Pero qué pasa si se
pone al corriente con nosotros?
—Eso sería algo malo. —Snorri examinó su jarra vacía de nuevo.
Miré hacia afuera a la lluvia, y el cielo oscureciéndose con una tormenta acechando, y
la cercanía de la noche. Lo que fuera que Snorri había dicho, ahí afuera, algo que no
nos quería seguía nuestro rastro. Presa, nos había llamado. Recogí mi capa mojada del
suelo, aun goteando.
—Debemos apresurarnos al siguiente pueblo. No hay motivos para holgazanear. —
Aunque hubiera sido bueno pasar la noche bajo un buen techo, era hora de irnos.
Mantente quieto y los problemas te encontrarán. Quizá no sabía mucho del no nacido,
¡pero seguro que sabía mucho sobre correr!
Capítulo 11
—¡No está lloviendo! —No me había dado cuenta al principio. Mi cuerpo todavía
acurrucado contra el aguacero, pero en esta noche, además del sendero fangoso y lo
suficientemente cerca de la fogata para que saliera vapor de mi ropa, no había una sola
gota de lluvia de la cual esconderse.
—Estrellas. —Snorri clavó un dedo sobre el oscuro cielo de medianoche.
—Recuerdo esas. —No hace mucho tiempo había estado observándolas en una noche
calurosa, asomándome desde el balcón de Lisa DeVeer y descansando—. Esos son los
amantes —le había dicho. Apuntando a algún lugar aleatorio del cielo—. Romeo y
Julieta. Se necesita un experto para señalarlos.
—¿Y es de buena suerte que brillen sobre nosotros? —había preguntado Lisa,
disfrazando a medias una sonrisa que me hizo pensar que ella podría saber más de
astrología de lo que parecía.
—Averigüémoslo —le había dicho, y me aproximé a ella. Y realmente resultaron dar
suerte esa noche. Aun así, sospechaba de mí mismo como una víctima de la insistencia
de la Abuela en la educación para todos. Es difícil para un chico cuando una mujer, a
la que él desea impresionar, está mejor educada que él. Sospecho que mi prima Serah
podía nombrar cada constelación en el cielo mientras escribía un soneto.
—No fui capturado en las laderas Uulisk —dijo Snorri.
Fruncí el ceño a las estrellas, tratando de darle sentido a eso.
—¿Qué?
—Lo que le dije a tu reina la llevaría a creer que lo había sido.
—¿Habías sido qué? —Aún estaba tratando de descubrir qué tenía que ver esto con las
estrellas.
—Dije que Broke-Oar navegó a Uulisk. Que cayeron sobre nosotros allí, que los
Undoreth estaban separados, mis hijos dispersos. Le dije que me llevó en su barco
encadenado.
—Si —dije, tratando de recordar algo de eso. Recordé que el salón del trono había
estado lleno de cosas, que me dolían las piernas al estar de pie, que había perdido una
noche de sueño y tenía resaca. Los detalles de la historia de Snorri, no tanto; excepto
que yo había pensado que él había dejado descansar los cuernos de su casco vikingo y
ahora parecía decirme que en realidad así era.
—Cuando la primavera llega a Uulisk viene en un apuro, ¡lista para la guerra! —dijo
Snorri, y contó su historia, con el fuego crepitante a nuestras espaldas y nuestros ojos
sobre la inmensidad de las estrellas. Contó su historia a la oscuridad, tejiendo imágenes
con su voz, demasiado brillantes, demasiado vívidas como para dejar de verlas.
***
Se había despertado esa mañana por el quejido del hielo. Durante días el agua negra
había brillando en el centro del fiordo. Hoy, sin embargo, hoy el deshielo vendría en
serio y con el primer toque de sol, llegando a través de las altas crestas de Uulisking,
el hielo en la orilla gemiría en protesta.
—¡Levántate! ¡Arriba tu gran buey! —Y Freja quitó las pieles de la cama, dejando que
el aire frío pellizcara su carne. Snorri gimió mientras el hielo crujía. Fuera, el hielo se
quejó y se rindió a la autoridad de la primavera para descongelarlo; en el interior, un
marido cedió ante una madre dispuesta a barrer un montón de suciedad creada por el
invierno y lanzarla por las persianas de las ventanas. Ninguno de los dos se resistiría.
Snorri tomó la camisa y los pantalones, bostezando lo suficientemente amplio como
para romperse la mandíbula. Freja trabajó a su alrededor, girando a un lado con soltura
cuando sus manos buscaron sus caderas.
—Compórtate, Snorri ver Snagason —Empezó a levantar las sábanas y apartó el
cobertor—. Hay corrales que necesitan arreglo en la ladera Pel. La primavera tendrá a
los machos cabríos persiguiendo a las cabras.
—Este macho cabrío quiere a su cabra —resopló Snorri, pero se puso de pie y se dirigió
a la puerta. Freja tenía razón, como siempre. Las vallas no mantendrían a los niños o a
los lobos fuera. No como estaban. No como el invierno las había dejado. Tomó la sierra
dentada de acero de la pared—. Ver Magson tendrá cayados. Le prometeré un barril de
merluza con sal.
—Prométele medio barril y comprueba la madera primero —dijo Freja.
Snorri se encogió de hombros y mantuvo la boca cerrada dibujando una sonrisa. Tomó
un rollo de piel de foca, su cuchillo de acero, una piedra para afilar.
—¿Dónde están los niños?
—Karl está pescando con el chico Magson. Emy salió a buscar su muñeca de madera,
y Egil… —Freja hizo un nudo en las pieles de la cama contra la pared— ¡Egil sigue
durmiendo y se tiene que despertar! —Su voz se elevó en un tono de mando y el nudo
se desplazó, murmurando alguna queja, una mata de pelo rojo ahora apenas visible en
el otro extremo de las pieles.
Snorri tiró de sus botas, tomó su piel de oveja del gancho, palmeó el hacha de guerra
asegurada por encima del dintel, y abrió la puerta. El frío lo golpeó de lleno, pero le
faltaba su mordedura; este invierno era frio y húmedo y, muy pronto, la primavera
lucharía con él hasta hacerlo suave.
La pendiente rocosa iba desde su puerta hasta más allá de una media docena de chozas
de piedra, hasta la orilla bloqueada por hielo de Uulisk. Los barcos de pesca encorvados
en sus atracaderos de invierno, acunados en madera por encima de lo peor de la nieve.
Los Ocho Muelles comenzaban sobre el hielo, apuntalados en patas de pino, el
entarimado deformado por demasiadas temporadas duras. La ciudad les debía su
nombre a ellos, Ocho Muelles, de regreso en una época en que ocho era un número del
que presumir. Einhaur, a nueve kilómetros mar adentro, tenía veinte años o más, pero
no había sido Einhaur nada más que hielo y roca cuando el abuelo del abuelo de Snorri
se había asentado en la orilla de Ocho Muelles.
Una pequeña figura se abría paso a través del más largo de esos muelles mientras Snorri
lo observaba.
—¡Emy! —El grito de Snorri hizo que se asomaran cabezas desde las puertas, ventanas
ocultas se abrieron. La pequeña niña casi cae del largo muelle por el susto, el cuál había
sido precisamente el peligro que lo había asustado y hecho gritar así en primer lugar.
Pero ella se agarró después de ir a trompicones hacia delante y equilibrarse hasta una
posición vertical, sus pequeños dedos agarrando la madera helada, el cabello blanco le
caía sobre el rostro y alargándose hacia las oscuras aguas a un par de pies más debajo.
Un resbalón y el fiordo se la hubiera tragado, el frío robando tanto su respiración como
su fuerza.
Snorri descendió la velocidad y corrió hacia el largo muelle, con pies firmes, pisando
donde soportaría su peso y sin perder tiempo sobre las opciones. Había corrido por ese
largo muelle toda su vida.
—¡Niña tonta! Tú sabes que no tienes permitido… —El miedo hizo que su voz sonara
más áspera mientras caís sobre sus rodillas y recogía a Emy en los brazos. Contuvo su
ira—. ¡Pudiste haber caído, Einmyria! —Un niño criado en Undoreth debería tener más
sentido común, incluso a los cinco años. La sostuvo firmemente contra su pecho,
cuidando de no aplastarla, con el corazón martilleando. Emy había sido un bebé en el
pecho de su madre cuando Jarl Torsteff se dirigió al Undoreth contra Hoddor de los
Iron Tors. En ningún momento de la batalla, ni el muro de escudos, ni cuando estuvo
mojado con la sangre de Edric ver Magson, ni cuando fue cubierto con la madera
empalizada de dos hombres de Iron Tors acercándose; había conocido Snorri el miedo
como el que se apoderó de él al ver a su propia hija colgando sobre las aguas negras.
Snorri sostuvo a Emy lejos de él.
—¿Qué estabas haciendo? —Suave ahora, casi suplicando.
Emy se mordió el labio, luchando para hacer retroceder las lágrimas que le llenaban
los ojos, del mismo azul que su madre.
—Peggy está en el agua.
—¿Peggy? —Snorri trató de traer a su memoria una niña con ese nombre. Conocía a
todos los chicos de vista, por supuesto, pero… vino a él, un alivio borró cualquier
exasperación.
—¿Tu muñeca? ¿Estás aquí buscando una muñeca de madera que perdiste antes de las
heladas?
Emy asintió, aún cerca de las lágrimas.
—¡Tú la encontrarás! Encuéntrala, papi.
—Yo no… Está perdida, Einmyria.
—Tú puedes encontrarla. Tú puedes.
—Algunas cosas perdidas pueden ser encontradas de nuevo y otras no. —Se
interrumpió en su explicación, viendo en los ojos de su hija ese exacto momento cuando
un niño al fin entiende que hay límites en lo que sus padres pueden hacer, en lugar de
solo límites que ellos escogen hacer. Se arrodilló ante ella en un momento de silencio,
un poco menos de lo que había estado unos segundos antes, y Emy un paso más cerca
de la mujer en la que algún día se convertiría.
—Vamos. —Se puso de pie, levantándola—. De vuelta con tu madre. —Y caminó de
regreso, con cuidado ahora, mirando las tablas, colocando cada pie con precisión.
Cargando a Emy en la pendiente, Snorri hizo eco con un viejo dolor, el dolor que cada
padre siente al separarse de sus hijos, ya sea por un deslizamiento repentino en aguas
profundas y hambrientas o por pasos lentos a lo largo de caminos divergentes unidos
por el futuro.
***
Ellos llegaron esa noche.
Snorri a veces decía que Freja le había salvado la vida. Ella lo sacó de esa rabia que
había forjado su habilidad con el hacha y la lanza, poniendo en su lugar nuevas
pasiones. Dijo que ella le había dado un propósito donde todo lo que había tenido antes
era confusión, que había ocultado, como casi todos los hombres jóvenes hacen, detrás
de una ilusión de acción. Quizá ella salvó su vida de nuevo esa noche, alguna
advertencia murmurada en sueños haciendo su sueño más ligero.
Snorri no podía decir qué fue lo que le despertó. Yacía acostado en la oscuridad y el
calor de sus cobijas, Freja lo suficientemente cerca como para tocarlo pero sin hacerlo.
Durante un largo momento escuchó solo el sonido de la respiración de ella y el crepitar
del hielo reformándose. No tenía ninguna preocupación sobre algún ataque, los Jarls
habían asentado la peor de las disputas, por ahora. En cualquier caso, solo un tonto
correría el riesgo de iniciar un ataque con la temporada apenas comenzando.
Snorri puso una mano sobre la suavidad de la cadera de Freja. Ella murmuró algún
rechazo en sueños. La pellizcó.
—¿Oso? —preguntó ella. A veces, un oso blanco venía a merodear, a tomar una cabra.
Lo mejor que se podía hacer era dejarle hacerlo. Su padre le aconsejó: “Nunca te comas
el hígado de un oso blanco”. De niño, Snorri le había preguntado por qué, ¿eran
venenosos? “Si”, le había dicho su padre, “pero la principal razón es que si lo intentas,
el oso estará ocupado comiéndose el tuyo, y tiene los dientes más grandes”.
—Quizás —No es un oso. Snorri no sabía de dónde venía esa seguridad.
Se deslizó fuera de las pieles y el frío se apoderó de él. Vestido solo con algo de piel,
tomó su hacha, Hel. Su padre le había dado el arma, una sola hoja ancha, una hoja en
forma de media luna. “Esta hoja es el comienzo de un viaje”, le había dicho su padre.
“Ha enviado a muchos hombres a Hel, y mandará a muchas más almas antes de que su
tiempo termine”. Con el hacha en la mano Snorri se sintió vestido, el frío le impedía
poner un dedo encima del arma por miedo a que se lo cercenara.
Alguien tropezó fuera, cerca de la cabaña, aun no tan cerca para no dejar lugar a dudas.
—¿Eres tú, Haggerson? ¿Meando en tierras equivocadas? —A veces Haggerson bebía
con Magson y Anulf The Ship, luego tropezaba en busca de su hogar; perdido a pesar
de que solo tenía 40 cabañas para elegir.
Un grito suave pero penetrante se elevó, casi la llamada de un loco, pero no del todo,
y en cualquier caso las aves permanecieron silenciosas antes de que el hielo se fuera.
Snorri deslizó el pestillo, puso la bola de su pie en la madera, y abrió la puerta de una
patada tan fuerte como pudo. Alguien aulló de dolor y se tambaleó hacia atrás. Snorri
salió disparado a través de la puerta, en esa noche sin luna atravesada por la luz de la
linterna, más linternas siendo descubiertas por el momento. La nieve yacía gruesa sobre
el suelo. Caía en copos gruesos y pesados: nieve de primavera, no los diminutos
cristales de invierno. Los pies descalzos de Snorri casi se deslizaron por debajo de él,
pero mantuvo el equilibrio, oscilando, y hundió el hacha en la columna vertebral del
hombre que aún agarraba su rostro después de besar la puerta. Un tirón salvaje arrancó
la hoja fuera de la espalda del hombre mientras colapsaba.
—¡Incursión! —gritó Snorri—. ¡A las armas!
Bajando la pendiente, un incendio se esforzó por seguir ardiendo en el techo de una
choza de césped cerca de la costa. Unas formas oscuras se apresuraron a pasar en medio
de ráfagas blancas, atrapados en el resplandor por un momento, luego fueron tragados
por la noche una vez más. Los extranjeros, entonces: Los Vikingos podrían prender
fuego a la paja cuando hacían incursiones en climas más cálidos, pero ninguno de ellos
hubiera desperdiciado tiempo para eso en el Norte.
Las figuras se reunieron torno a Snorri, tres rodeando la cabaña, medio corriendo, uno
trepando por el montón de leños. Otros vinieron por la ladera. Más pequeños, formas
escuálidas que no tenían sentido ante su vista. Snorri corrió tras el trío más cercano. La
oscuridad, las llamas y las sombras ofrecían una pequeña oportunidad de recoger
alguna de las armas y defenderse. Snorri no intentó hacer eso, sino que confió mejor
en la lógica, que le decía que si matas a tu enemigo inmediatamente no tendrás
necesidad de escudo o armadura, pues no habrá necesidad de bloquear o evadir. Giró,
ambas manos, brazos extendidos, su cuerpo girando con el golpe. Hel cortó la cabeza
del primer hombre, golpeó en el hombro al segundo y se enterró lo suficientemente
profundo como para dejarle el brazo colgando de un hilo. Snorri revirtió su giro,
sintiendo pero no viendo el chorro caliente de sangre a través de sus hombros mientras
giraba. La rotación lo llevó al nivel del tercer hombre, alzándose con un juramento
entre los troncos dispersos. La espinillera de Snorri atrapó la cara del hombre, su
ímpetu dejó a Hel libre, y hundió el hacha, por encima de la cabeza, como lo había
hecho tantas veces antes en ese mismo lugar; un hacha diferente, partiendo troncos para
el fuego. El resultado fue casi el mismo.
Algo silbó junto a su oreja. Llantos y gritos subieron por todo Ocho Muelles ahora,
algunos aterrorizados, algunos eran los sonidos finales que hace un hombre cuando es
herido más allá de algo que pueda ser reparado. Podía oír a Freja gritando a los niños
dentro de la cabaña, poniéndolos detrás de ella junto a la chimenea de piedra. Algo
afilado le golpeó entre los hombros, no con fuerza, pero si algo afilado. Se volvió,
avistando figuras sobre la cabaña de Hender, entendiéndose por el techo, desalojando
la nieve para caer en avalanchas en miniatura, con algún tipo de palos en las manos…
Un dardo le golpeó en el hombro, no más largo que su dedo. Tiró de él, corriendo hacia
la puerta de Hender, donde estaría fuera de la vista de los del techo. El dardo se resistió,
sus púas se engancharon profundamente en su carne, y aun así no había dolor, solo un
entumecimiento. Snorri arrancó esa cosa, sin preocuparse por el daño.
La puerta de Hender colgaba de una bisagra de cuero, hombres con harapos negros
estaban acurrucados sobre algo en el otro extremo de la recámara principal, tocados
por el resplandor de un fuego moribundo.
El lugar olía a podredumbre, tan mal que hizo que le picaran los ojos a Snorri, carne
podrida y un acre hedor a pantano. En el suelo se marcaban huellas oscuras, cerca de
un charco de sangre delante de la chimenea.
Un rugido desde detrás trajo a Snorri de vuelta a la escena exterior. Ante la choza de
Magson, Olaaf Magson yacía a su alrededor, con la espada que su padre ganó de un
príncipe de Conaught. Su hijo, Alrick, a su lado con una antorcha alumbrando en una
mano y un hacha de mano en la otra.
Hombres harapientos se apresuraban en todas direcciones, sin armas, su piel hundida,
pieles teñidas de oscuro, cabello en cuerdas negras. Avanzaron hacia delante, incluso
sin manos, incluso con el hacha de mano de Alrick enterrada en la unión del cuello y
el hombro. Una figura enorme pasó junto al tumulto, con pieles de lobos detrás de sus
hombros, el hacha de doble cabeza en la mano, un pequeño escudo de hierro en la otra.
Dos Vikingos se mantenían a su lado.
—Broke Oar8. —Snorri resopló ese nombre, presionando su espalda contra la pared de
troncos. Pocos hombres descollaban sobre Snorri y solo uno era suficiente renegado y
traidor para el trabajo de esta noche. Aunque nadie había acusado a Broke-Oar de
navegar con los nigromantes Snorri se habría reído ante la idea. Hasta ahora.
Había dardos pequeños en el cuello de Olaaf Magson. Snorri los vio a la luz de la
antorcha mientras Alrick caía, peleando con sus atacantes. Magson trató de levantar su
espada, con los brazos temblando, luego desapareció entre sus enemigos. Snorri
alcanzó uno que estaba entre sus hombros y sacó el dardo de forma limpia. Lo había
presionado un poco más profundamente contra la pared y no lo sintió. Incluso ahora
una debilidad corría a través de él.
Hombres muertos se movían hacia la puerta de la cabaña de Snorri, dando un paso y
quedando congelados en la nieve. Entre las chozas de Ver Luten y cien metros hasta la
costa, Broke-Oar y su puñado de hombres se quedaron con antorchas levantadas.

8
Broke Oar : remo roto
Alrededor de ellos Necrófagos del Fango se encontraban en los tejados, con las
cerbatanas listas.
Desde la costa voces ladraban órdenes, sus acentos extraños, recortados como los
hombres de Brettan. Las Islas Sumergidas entonces, una incursión de las Islas
sumergidas, guiada por Sven Broke-Oar. No tenía ningún sentido.
El primer hombre muerto puso sus manos negras heladas en la puerta de Snorri. Cuando
Snorri había visto a Emy esa mañana caminando con la falta de astucia de un niño de
cinco años a lo largo del muelle, conoció un terror como ningún otro. Su hija se había
quedado, en ese momento, fuera de su alcance, sola con el peligro. No había sido el
peligro que él no había podido controlar sino su incapacidad de estar de pie entre ese y
ella.
—Thor. Mírame. —Snorri nunca había tenido mucho tiempo para llamar a los dioses.
Él quizá había levantado una jarra por Odín en su día festivo, o jurado por Hel cuando
cosían sus heridas, pero en general los veía como un ideal, un código por el cuál vivir,
no un oído al cual se podía ir a quejar. Ahora, sin embargo, rezó. Y se lanzó contra el
montón de cadáveres ante su puerta.
Cuando Snorri salió de su escondite no oyó nada más que su propio rugido de batalla:
no las agudas exhalaciones de los necrófagos o el silbido de los dardos volando. Incluso
no se dio cuenta de los aguijones mientras perforaban su hombro, brazo y cuello. Tomó
la cabeza del hombre muerto más cercano a él, el brazo que lo había agarrado, una
mano, otra cabeza. Todo ese tiempo sintió pesada en sus manos a Hel, como si el hacha
estuviera hecha de piedra. Incluso sus brazos se volvieron pesados, músculos casi
incapaces de soportar el peso de los huesos que envolvían. Un puño negro lo golpeó,
nudillos congelados martillando sus sienes. Unas manos se agarraron alrededor de sus
rodillas, algún oponente caído aún incapaz de morir a pesar de las graves heridas.
Snorri comenzó a caer, derrumbándose hacia un lado. Con sus últimas fuerzas se lanzó
a sí mismo para romper el agarre alrededor de sus piernas, talones rodando encima de
la cabeza alrededor de los márgenes helados de su choza. Los invasores siguieron
adelante hacia la puerta de la choza en un corillo apretujado, dejando solo miembros
de cuerpos despojados por su hacha y un cadáver muy herido en la columna vertebral
pero acercándose hacia él mano sobre mano.
Un entumecimiento corrió por Snorri, profundo como cualquier escalofrío que tuviera
algún hombre. No podía sentir sus extremidades, aunque vio sus brazos delante de él
blanco cadáver y manchados con el oscuro icor que todavía estaba en las venas de los
hombres muertos. Ninguna parte de él se movería, aunque cada fibra de su voluntad lo
exigía. Solo el sonido de los tablones de la puerta astillándose conmocionó su cuerpo
traidor de forma creciente. Una avalancha lo martilleó de vuelta al suelo. Algo en el
techo de su choza —necrófagos— moviendo la nieve mientras correteaban para
ponerse en posición; y cayó en una masa, presionándolo contra el suelo con una suave
pero implacable mano.
Snorri yacía indefenso, sus últimas fuerzas se habían ido, su cuerpo desnudo enterrado
en la nieve, esperando la muerte, a la espera del estrangulador agarre de unas manos
muertas o los dientes de los necrófagos o el hacha de uno de los asaltantes de Broke-
Oar. No importaba para qué le hubieran pagado a Broke-Oar, él no quería testigos de
esta vergonzosa noche.
Un grito agudo llegó hasta él, incluso a través de su capullo de nieve. ¡Emy! Luego los
gritos de Freja, su grito de guerra, la furia de una madre, el rugido de Karl, su
primogénito, mientras atacaba. Cada parte de su mente aulló por moverse, hasta la
última gota de su voluntad tratando de forzar sus brazos a que se levantaran, piernas
para bombear…pero ninguna parte de él se movió. Toda esa ira y desesperación, sin
embargo solo un suspiro escapó del entumecimiento de sus labios, babeando sobre el
blanco cegador que estaba sobre él.
***
El golpeteo incesante lo había despertado. El tap-tap-tap de la lluvia. Lluvia
vertiéndose en los aleros, llevándose la nieve, llevándose el hielo de sus párpados para
que pudiera abrirlo al día. Volvió la cabeza y el agua corría por sus ojos. Los rastros
de nieve se amontonaban a su alrededor, un poco más blanco que el mármol de su
carne.
La nieve hace una cama blanca, pero ningún hombre se despierta de ella. Esa era la
sabiduría del Norte. Snorri había visto a suficientes borrachos congelados donde
dormían como para conocer la verdad de ello. Se le escapó un gemido. Esta era la
muerte. Su cadáver sería un desastre después de las legiones de cadáveres, su mente
atrapada dentro. Nunca había pensado que los hombres buenos podrían ver impotentes
detrás de unos ojos muertos, esclavos de los nigromantes.
El agua aun salpicaba sobre él, brotando desde detrás de la tabla del alero, cayendo en
una cortina gris a lo largo de la orilla del techo. Sonaba con un repiqueteo en su oído,
corría a través de su pecho, casi cálida aunque los témpanos cercaban los aleros,
desafiando el deshielo. Rodó a través de la tierra casi congelada. El movimiento lo
tomó por sorpresa, no estaba seguro de si él era el dueño o no.
¡La Incursión! Como si la mente de Snorri estuviera derritiéndose también, su memoria
comenzó a filtrarse detrás de sus ojos. En un momento se encontró los pies, la lluvia
empezando a limpiar el barro a su costado. Se puso de pie, vacilante, un temblor
corriendo a través de él, el frío alcanzándole por primera vez.
—¡No, dioses! —Se tambaleó hacia delante, alcanzando la pared en busca de apoyo,
aunque sus manos no tenían más sensibilidad que sus pies.
La puerta yacía plana, arrancada de sus goznes de cuero, el interior lleno de pieles de
cama esparcidas, ollas rotas, maíz derramado. Snorri se tambaleó al entrar, buscando a
través de las pieles con dedos determinados, incautados por un temblor más allá de su
control, lanzando la ropa de cama a un lado, temiendo no encontrar nada, temiendo
encontrar algo.
Al final descubrió solo un charco de sangre sobre la chimenea, oscura y pegajosa y
manchada por pies. Contra la blancura de sus dedos la sangre recuperaba su vitalidad
carmesí. ¿De quién era la sangre? ¿Cuánta se había derramado? No quedaba nada de
su esposa, de sus hijos, ¿pero sangre? En la puerta, una mata de cabello pelirrojo le
llamó la atención, enganchado por una grieta en el soporte, bailaba con el viento.
—Egil. —Snorri tomó el cabello de su hijo con las manos manchadas de sangre. Las
convulsiones lo dominaron y cayó hacia atrás, golpeándose y temblando entre las pieles
de lobo gris y oso negro.
Snorri no podía decir cuántas horas había tardado en abandonarle el veneno de los
necrófagos. El veneno que lo había preservado en la nieve, ralentizando su corazón y
trayéndolo de nuevo hacia una vida con un corazón apretado, ahora todas sus
sensaciones restauradas ya que había dejado su sistema. Lo puso en el borde de cada
uno de los sentidos, aumentando el dolor de la circulación volviendo, haciendo una
miseria el frío a pesar de que estaba cubierto con muchas pieles, incluso poniendo púas
frescas en un duelo que parecía estar más allá de lo que podía soportar. Se enfureció y
se agitó, y lenta y gradualmente tanto el calor como la fuerza regresaron a sus
extremidades. Se vistió, atando los cordones con los dedos, aun entumecidos en un
éxtasis de torpeza, se calzó las botas, metió lo último de las tiendas de invierno en su
mochila de viaje, merluza seca y un panecillo negro, sal en un saco de piel de foca,
grasa en una jarra de barro. Tomó sus pieles de viaje, foca en dos capas, atrapando la
gaviota del acantilado. Por encima llevaba una piel de lobo, una bestia gris que como
los osos negros viajaba al norte en el verano y regresaba antes de las nevadas. Sería
suficiente. La primavera había ganado la guerra, y al igual que el lobo veraniego Snorri
atacaría al norte y tomaría lo que necesitaba.
—Te encontraré —prometió en la habitación vacía, prometió al espacio en la cama
donde su esposa había dormido, prometió al techo sobre él, el cielo por encima de él,
a los dioses en lo alto.
Y esquivando el dintel, Snorri ver Snagason dejó su hogar para encontrar su hacha en
medio del deshielo.
***
—¿Y lo encontraste? —pregunté, imaginando el hacha de su padre descansando ahí en
la nieve derretida, y Snorri levantándola con un horrible propósito.
—Al principio no. —La voz del nórdico puso tanta desesperación en esas dos palabras
que no le hubiera podido pedir que hablara más y contuve mi tranquilidad, pero un
momento después habló espontáneamente.
—Encontré primero a Emy. Desechada en un montón de basura, flácida y andrajosa,
como una muñeca perdida. —Ningún sonido más que el crepitar del fuego a nuestro
lado. Quería que permaneciera callado, que no dijera nada más—. Los necrófagos se
habían comido la mayor parte de su rostro. Sin embargo todavía tenía los ojos.
—Lo siento mucho. —Y lo sentía. La magia de Snorri me había alcanzado de nuevo y
me hizo valiente. En ese momento quise ser esa persona parada entre su hija y sus
atacantes. Para mantenerla a salvo. Y si fallaba en eso, ir cazarlos hasta el fin de la
tierra—. La muerte debió ser un acto de generosidad.
—Ella no estaba muerta. —No había emoción en su voz ahora. Ninguna. Y la noche
se sintió espesa a nuestro alrededor, la oscuridad profundizándose hasta la ceguera,
tragándose las estrellas—. Saqué dos dardos de los necrófagos de ella y empezó a
gritar. —Se acostó y el fuego se atenuó como si se hubiera ahogado con su propio
humo, a pesar de que había ardido de forma lo suficientemente limpia cuando se fijó—
. Su muerte fue generosa. —Respiró fuerte—. Pero ningún padre debería tener que
hacer ese acto de generosidad con su hija.
Me acosté también, sin importarme el suelo duro, la capa húmeda, el estómago vacío.
Una lágrima descendió a lo largo de mi nariz. La magia de Snorri me había
abandonado. Mi único deseo estaba en el sur, de vuelta en la comodidad del palacio de
la Reina Roja. Un eco de su miseria sonó dentro de mí y se confundió con la mía. Esa
lágrima probablemente había sido por la pequeña Emy —podría haber sido por mí—
probablemente fue por mí, pero me diré a mí mismo que era para ambos, y quizás algún
día me lo crea.
Capítulo 12
A la mañana siguiente del relato de horror de Snorri en el Norte, ninguno de los dos
habló de ello. Desayunó con un humor sombrío, pero cuando íbamos a montar, su buen
humor había regresado. Gran parte de ese hombre era un misterio para mí, pero esto lo
entendía bastante bien. Todos practicamos el autoengaño hasta cierto grado, ningún
hombre puede gestionar una honestidad completa sin ser cortado en cada oportunidad.
No hay suficiente espacio en la cabeza de un hombre para la cordura junto con cada
pena, cada preocupación, cada terror que él posee. Estoy muy acostumbrado a enterrar
ese tipo de cosas en un sótano oscuro y seguir adelante. Los demonios de Snorri quizá
hayan escapado en un momento de calma en la noche anterior cuando estábamos
sentados observando las estrellas, pero ahora él los había arrastrado de nuevo en algún
sótano de su propiedad y había puesto barrotes a la puerta nuevamente. Hay lágrimas
suficientes en el mundo para ahogarse, pero Snorri y yo sabíamos que la acción requiere
una mente despejada. Sabíamos cómo dejar ese tipo de cosas a un lado y seguir
adelante.
Por supuesto que quería seguir adelante al peligroso rescate y la venganza sangrienta
en el Norte, mientras que yo quería ir donde estaban las dulces mujeres y la vida
tranquila en el Sur.
***
Otro día de viaje: húmedo, fangoso, de cielos grises y viento fuerte. Otro campamento
en la carretera con muy poca comida y demasiada lluvia. Desperté a la mañana
siguiente al amanecer, decepcionado de encontrarme debajo del mismo seto empapado
y con la capa húmeda con la que me había cubierto para dormir la noche anterior. Mis
sueños habían estado llenos de extrañeza. Al principio el horror habitual del demonio
de la ópera acechándonos en la noche oscura y lluviosa. Más tarde, sin embargo, mi
pesadilla se llenó de luz y parecía que una voz se dirigía a mí desde una gran distancia,
en el centro de todo ese brillo. Casi podía entender las palabras… y finalmente cuando
abrí los ojos a las primeras señales grises del día me pareció ver, a través de la borrosa
rendija de las pestañas, un ángel, con las alas extendidas, delimitado por un resplandor
color rosado, y al final una palabra llegó a mí.
Baraqel.
***
Tres días más cabalgando a través del continuo aguacero que servía como un verano
Rhonish y estaba más que listo para galopar de vuelta al sur, hacia los preciados
placeres de casa. Solo el miedo me unía a nuestro rumbo. Miedo de lo que había detrás
y miedo de lo que sucedería si me alejaba demasiado de Snorri. ¿Se abrirían las grietas
a través de mí desde los pies hasta la cabeza, derramando luz y calor hasta que crujiera?
También miedo de su persecución. El sabría la dirección que tomaría, y aunque
confiaba en mis habilidades cabalgando para mantenerme de forma segura por delante
en la cacería, tenía menos fe en las murallas de la ciudad, la guardia de la ciudad y de
la seguridad del palacio para mantener al nórdico fuera una vez que hubiera dejado de
huir.
Dos veces en los siguientes tres días vi una figura, medio imaginándole a kilómetros
en la lluvia, en codilleras lejanas, oscura contra el cielo brillante. El sentido común me
decía que era un pastor siguiendo su rebaño o algún cazador encargándose de sus
negocios. Cada nervio de mi ser me decía que era el no nacido, que había escapado del
hechizo de la Hermana y nos pisaba los talones. En ambas ocasiones insté a mi caballo
a ir a medio galope y mantuve a Snorri detrás de mí, hasta que dejé atrás el peor de los
terrores helados que tenía la vista puesta en mí.
Con los recursos cada vez más escasos comimos a mitad de precio pequeñas porciones,
cocinadas por campesinos a los cuales no les confiaría que alimentaran a mi caballo.
Pasamos dos noches más sin dormir, acurrucados debajo de cobertizos que hacían de
refugios, hechos de ramas y helechos que Snorri construía contra los setos. Afirmaba
que era una necesidad de todo hombre para poder dormir y procedió a roncar toda la
noche. El aguacero que él proclamó era “un poco de clima húmedo”.
—En el Norte de Hardanger los niños correrían desnudos bajo lluvias cálidas como
estas. No cosemos nuestras pieles de oso hasta que el mar empieza a congelarse— dijo
él.
Estuve a punto de golpearlo.
Dormí mejor en la silla de montar que como lo había hecho en su refugio, pero donde
sea que el sueño me encontrase, los sueños lo hacían también. Siempre el mismo asunto
—algo de oscuridad interior, un lugar de paz y aislamiento, violado por la luz. Primero
sangrando a través de una fisura en el nacimiento del cabello, y a continuación una
iluminación mientras la fisura se bifurca y divide, y más allá las delgadas paredes que
se rompen de mi santuario, luminosidad demasiado cegadora para mirar… y una voz
diciendo mi nombre.
—Jal… ¿Jal?... ¡Jal!
—¿Q-Qué? —Desperté de un tirón para encontrarme con frío y empapado en la silla
de montar.
—Jal. —Snorri asintió hacia delante—. Un pueblo.
***
La sexta noche de fiesta de Pentecostés nos vio a través de las puertas de un pequeño
pueblo, rodeado de muros, llamado Chamy-Nix. El lugar sonaba vagamente
prometedor pero resultó ser una gran decepción, nada más que otra húmeda ciudad
Rhonish, tan austera y digna como todas las demás.
Peor aún, era uno de esos malditos lugares donde los locales fingen no hablar la lengua
del imperio. Lo hacen, por supuesto, pero se esconden detrás de alguna otra lengua
antigua como si estuvieran muy orgullosos de ser tan primitivos. El truco es repetirte
más y más fuerte hasta que el mensaje es recibido. Esa es probablemente una de las
cosas para las que mi entrenamiento militar fue bueno. Soy bueno gritando. No como
el estruendo que hace Snorri, pero una estridencia que definitivamente viene muy bien
para reprimir a siervos rebeldes, oficiales subalternos insubordinados, y claro, como
último recurso para intimidar a hombres que de otra manera podrían atravesarme con
una espada. Parte de la técnica de supervivencia como un cobarde es no dejar que las
cosas lleguen al punto donde la cobardía queda expuesta. Si puedes fanfarronear todo
el tiempo a través de situaciones peligrosas es por una buena causa, y una voz buena
para gritar ayuda inmensamente.
Snorri nos llevó a un antro horrible, una taberna subterránea de techo bajo apestando
al hedor de cuerpos mojados, cerveza derramada y humo de leña.
—Es un poco más cálido y un poco menos húmedo que el exterior, lo reconozco.
Dando codazos atravesé la multitud en el bar. Los hombres locales, de cabello negro,
tez morena, algunos dientes perdidos o cicatrices de cuchillo, llenaban las pequeñas
mesas alrededor de la parte de atrás en una neblina de humo de pipa.
—Al menos la cerveza será barata. —Snorri estampó lo que podía ser nuestro único
cobre en el mostrador lleno de cerveza derramada.
—Qu’est-ce que vous voulez boire? —preguntó el tabernero, aun limpiando el
escupitajo de alguien, de la jarra donde tenía la intención de servirnos.
—Kesquer-qué? —Me incliné sobre el mostrador, con mi cautela natural borrada tras
seis días de lluvia y mal humor por haber estado expuesto al torrente—. Dos cervezas.
¡Lo mejor que tenga!
El hombre me favoreció con la más vacía de las miradas. Respiré, para repetirlo en vez
de hacerlo más alto.
—Deux biéres s’il vous plaît et que vous vendez repas? —Snorri respondió, deslizando
sus monedas hacia delante.
—¿Qué demonios? —Parpadeé hacia él, hablando por encima de la respuesta del
camarero—. ¿Cómo…quiero decir…
—No me crié hablando la Lengua, ¿sabes? —Snorri negó con la cabeza como si yo
fuera un idiota y tomó la primera jarra llena—. Cuando has tenido que aprender una
nueva lengua desarrollas interés en las demás.
Tomé la jarra de él y miré la cerveza con sospecha. Parecía extraña. La espuma flotante
hizo una isla que me hizo pensar en algún lugar extraño, donde jamás habían escuchado
la Marcha Roja y no son tolerantes con los príncipes. Eso me dejó un mal sabor de
boca, antes si quiera que la hubiera probado.
—Nosotros, los de Norte, somos grandes comerciantes, ¿sabes? —continuó Snorri,
aunque no sabía qué le hacía pensar que yo estaba interesado—. Mucho más llega a
nuestros puertos en los buques de carga nórdicos, que en las bodegas de los barcos que
regresan de las incursiones. Más de un nórdico sabe tres, cuatro y hasta cinco idiomas.
Porque, yo mismo…
Me di la vuelta y me llevé la cerveza de mal sabor hacia las mesas, dejando a Snorri
para que negociase la comida en cualquier lengua retorcida que se requiriera.
Encontrar un sitio resultó problemático. El primer campesino fornido al que me
acerqué se negó a moverse a pesar de mi obvia posición social, en vez de eso regresó
a su enorme tazón, que parecía ser sopa de mierda pero definitivamente olía peor,
ignorándome. Murmuró algo como “murdtet” mientras me iba. El resto de los patanes
maleducados se mantuvo en sus asientos, y al final tuve que apretujarme en un lugar al
lado de una mujer casi esférica, que bebía ginebra de un vaso de arcilla. El hombre de
la sopa procedió a echarme el mal de ojo9 mientras jugaba con su cuchillo de aspecto
malvado –una herramienta generalmente no requerida para el consumo de la sopa–
hasta que Snorri vino con su cerveza y dos platos de vísceras humeantes.
—Muévanse a un lado —ordenó, y toda la fila de lugareños se movieron a lo largo, la
mujer a mi lado tambaleándose como gelatina mientras ondulaba hacia la izquierda,
dejando suficiente espacio para la nueva adición.

9
En inglés Evil Eye, en algunos países se refiere a que le desees mala suerte a alguien con una mirada
profunda
Miré el plato ante mí.
—Esto es lo que cualquier carnicero decente quita de… lo que generosamente asumiré
que era una vaca… antes de mandarla a las cocinas.
Snorri empezó a comer.
—Y lo que tú dejes será comida para alguien que esté realmente hambriento. Come,
Jal.
¡De nuevo Jal! Tendría que resolver eso con él en algún momento próximo.
Snorri acabó con su plato en aproximadamente el mismo tiempo que me tomó decidir
qué parte del mío parecía menos peligroso. Tomó un trozo de pan rancio de su bolsillo
y empezó a untarlo en la salsa.
—Ese tipo con el cuchillo parece que quiere clavártelo, Jal.
—¿Qué puedes esperar de este tipo de establecimiento? —traté de decir con un gruñido
varonil—. Recibes por lo que pagas, y pronto no seremos capaces ni de pagar por esto.
Snorri se encogió de hombros.
—Es tú decisión. Si quieres lujos, vende tu medallón.
Me contuve de reírme ante la ignorancia del bárbaro; tanto más desconcertante, se
podría pensar que un hombre acostumbrado a la actividad del saqueo y el pillaje tendría
un buen ojo en cuanto a apreciar qué objetos de valor llevar.
—¿Qué te pasa con mi medallón?
—Eres un hombre valiente, Jal —dijo Snorri, de la nada. Tomó el último pedazo de
pan entre sus labios y empezó a masticar, con las mejillas hinchadas.
Fruncí el ceño, tratando de averiguar por qué había dicho eso —¿era algún tipo de
amenaza? Traté también de descubrir qué era lo que colgaba del extremo de mi
cuchillo. Me lo puse en la boca. Mejor no saberlo.
Finalmente Snorri logró tragarse todo lo que tenía en la boca y lo explicó.
—Dejaste a Maeres Allus romperte el dedo en lugar de pagar tus deudas. Y sin embargo
podrías haberle pagado al hombre, en cualquier momento, con alguna baratija tuya.
Escogiste no hacerlo. Decidiste conservarlo y honraste la memoria de tu madre sobre
tu propia seguridad. Eso es lealtad a la familia. Eso es el honor.
—¡Eso es una tontería! —La ira se apoderó de mí. Había sido un mal día. Una mala
semana. La peor de todas. Saqué el medallón de su escondite en un pequeño bolsillo
bajo mi brazo. Un criterio mejor me advirtió contra eso. Un criterio peor me advirtió
también, pero Snorri se había llevado ambos. Snorri y la lluvia—. Esto —dije— es una
simple pieza de plata y nunca he sido valiente en mi…
Snorri me dio un golpe en la mano y salió volando en un arco brillante y reluciente
hasta aterrizar en el plato de sopa del hombre, salpicándole con una generosa mancha
de lodo marrón.
—Si no vale nada y no eres valiente, entonces no irás allí a recuperarlo.
Para mi sorpresa me encontré a mí mismo recorriendo la mayor parte del camino a
través del espacio intermedio antes de que Snorri terminara con la tercera palabra. El
hombre de la sopa se levantó, berreando alguna amenaza en su jerigonza: “murdtet”
apareció de nuevo. Su cuchillo parecía aún más desagradable de cerca, y en un intento
desesperado para evitar que me apuñalara, agarré su muñeca mientras lo golpeaba en
la garganta tan fuerte como pude. Tristemente su barbilla se interpuso en el camino,
pero lo golpeé de nuevo hacia atrás y, como un extra, la pared le golpeó la parte de
atrás de la cabeza.
Nos quedamos allí de pie, yo congelado por el miedo, él escupiendo sangre y sopa a
través de los huecos donde le faltaban dientes. Me aferré a su muñeca por mi vida antes
de darme cuenta de que no estaba haciendo ningún esfuerzo en apuñalarme. En ese
punto me di cuenta de que mi cuchillo de la cena estaba aún constreñido en el puño
que le había metido debajo de la barbilla. Un hecho que él ya tenía registrado. Me
quedé mirando expectante su cuchillo de mano y la abrió para dejar caer su hoja al
suelo. Solté su muñeca y enganché la cadena de mi medallón desde el borde de su
tazón, sacando mi baratija goteando fuera de la sopa.
—Si tienes un problema, campesino, háblalo con el hombre que lo arrojó. —Mi voz y
mano temblaron con lo que esperaba sería considerada como una contenida furia viril,
pero en realidad era un terror frío. Asentí con la cabeza hacia Snorri.
Después de haber pateado el cuchillo del hombre bajo la mesa, retiré el mío bajo su
barbilla y regresé a sentarme junto al nórdico, asegurándome de que mi espalda estaba
contra la pared.
—Hijo de puta —dije.
Snorri inclinó la cabeza.
—Al parecer un hombre que volvería con mi espada contra un no nacido no iba a tener
miedo de un trabajador de molino con un cuchillo de comer. Aun así, si no tuviera valor
seguramente habrías hecho una pausa para pensarlo antes de ir a reclamarlo.
Limpié la cubierta con lo que había salido de la ciudad de Vermillion siendo un pañuelo
de mano y ahora era poco más que un trapo gris.
—Es la fotografía de mi madre, tú ignorante…
La mancha de sopa se quitó para revelar la joya de platino de debajo.
—Oh.
Admitiré que al observar a través de una capa de lodo y la niebla en mis ojos era difícil
juzgar el valor de ese objeto, pero Snorri no había estado alejado. Recordé ahora el día
en que el Tío-Abuelo Garyus puso el medallón en mi mano. Había brillado entonces,
capturando la luz dentro de los diamantes tallados y devolviéndola en destellos. El
platino había brillado con ese fuego plateado que hacía que los hombres lo atesoraran
por encima del oro. Lo recordé ahora como no lo había hecho durante muchos años.
Soy un buen mentiroso. Uno grande. Y para ser un gran mentiroso tienes que vivir tus
mentiras, creértelas, hasta el punto que cuando te lo dices a ti mismo tantas veces,
incluso lo que está justo delante de tus ojos se doblará a sí mismo a la falsedad.
Todos los días, año tras año, tomaba ese medallón y lo ponía en mi mano y veía solo
plata barata y pegamento. Cada vez que mis deudas crecían, me decía a mí mismo que
el medallón valía un poco menos. Me decía a mí mismo que no valía la pena venderlo,
y me decía a mí mismo esa mentira porque le había prometido al viejo Garyus, acostado
en su cama en esa solitaria torre, lisiado y retorcido como estaba, que lo mantendría a
salvo. Y porque llevaba la fotografía de mi madre y no quería tener una razón para
venderlo. Día tras día, por grados imperceptibles, la mentira se volvía realidad, la
verdad tan olvidada, tan encerrada entre paredes, que me senté allí y denegué a Maeres
Allus —la mentira se volvió tan real que ni siquiera, cuando el bastardo hizo que su
hombre me quebrara el dedo, hizo que ningún suspiro de la verdad me alcanzara y me
dejara traicionar esa confianza para salvar mi pellejo.
—¿Ignorante qué? —preguntó Snorri con rencor.
—¿Eh? —Lo miré por encima del medallón que limpiaba. Uno de los diamantes se
había aflojado, quizás al golpearse con el tazón. Se sintió libre en mis dedos y lo
sostuve en alto.
—Vayamos por algo de comida de verdad. —Madre no me envidiaría. Y así comenzó.
El brillo del objeto ya estaba atrayendo la atención. Un hombre miraba atentamente
desde la barra, un hombre con el cabello corto color gris acero, salvo por una amplia
franja peculiar, más oscura que el ala de un cuervo, en la parte superior, como si los
años se hubieran olvidado de esa parte. Escondí el medallón rápido y él sonrió, pero
siguió mirando como si yo hubiese sido el objeto de su interés desde un principio. Por
un momento sentí un escalofrío de reconocimiento, aunque me gustaría jurar que no
conocía al hombre. El déjà vu pasó cuando mis dedos dejaban el medallón, y me ocupé
con mi cerveza.
***
Snorri gastó lo último de su dinero en un gran tazón de porquería, más cerveza y unos
pocos metros cuadrados de espacio en el suelo de la sala comunal para dormir de la
taberna. La sala parecía servir como un método para evitar la pérdida de borrachos que
de otra manera vagarían en busca de un lugar para dormir y despertarían más cerca de
alguna taberna de la competencia. Para cuando estábamos listos para retirarnos, los
lugareños restantes estaban ocupados rugiendo canciones en Old Rhonish.
—¡El más húmedo callejón, el más húmedo callejón de Jonty! —retumbó la voz de
Snorri, levantándose de su asiento.
—Una buena voz para cantar tienes, para estar seguros. —Esto de un hombre que
estaba cerca, tomando un licor oscuro que rebosaba de una taza de peltre. Miré hacia
arriba para encontrar que era el compañero con la franja de color azul-negro en medio
de su cabello canoso—. Edris Dean soy. Viajo por mi cuenta. ¿Se dirigirán al norte por
la mañana? —Salió de la barra y se inclinó para hacerse oír por encima de la canción.
—Sur —dijo Snorri, el buen humor lo había abandonado.
—Sur. ¿Eso dice? —Edris asintió y tomó un sorbo de su bebida. Tenía una mirada dura
debajo de su sonrisa. Una sonrisa que no le llegaba a los ojos pero los llenó de buen
humor —el cual es un truco difícil de lograr si no te lo propones. Aun así, algo en las
finas cicatrices a lo largo de sus brazos, pálidos a través de la suciedad, me puso
nervioso. Eso y el ágil pero sólido cuerpo envuelto por el cuero gastado de su jubón 10,
y los cuchillos en cada cadera; y no del tipo para comer, más del tipo para abrir un oso
desde el estómago para que gruñera. Tenía una gruesa cicatriz rugosa en la mejilla
también, una vieja, corriendo a lo largo del hueso. Esa en especial atrajo mi atención y
me hizo odiarlo, aunque no podía decir por qué.
Edris chasqueó los labios y llamó a dos hombres que estaban con él en el bar.
—¡El Sur, dice!
Ambos hombres se unieron a nosotros.
—Mis socios. Darab Voir y Meegan.

10
Chaqueta para hombres de los tiempos medievales
Darab parecía que tenía un toque de África en su mezcla, de tez morena y matón, más
alto que yo por una pulgada más o menos, con los ojos más negros, y patrones de
cicatrices de rituales en el cuello, desvaneciéndose hacia abajo tras su túnica. Meegan
me asustaba más, a pesar de que era el más pequeño de los tres, pero con largos brazos
y ojos pálidos y fijos, que me ponían en mente a John el Cortador. Debajo de un
pretendido interés casual, todos ellos me estudiaron con una intensidad que me puso
de los nervios. Se fijaron en Snorri también, y me encontré deseando que no hubiera
guardado su hacha con los caballos.
—Quédense. Tomen otra cerveza. Este grupo solo está entrando en calor —Edris
saludó con la mano a las mesas, donde el canto había llegado a un nivel completamente
nuevo.
—No —Snorri no sonrió. Snorri le había sonreído al oso, ahora parecía sombrío.
—Vamos a dormir bastante bien, con o sin canción. —Y con eso volvió su ancha
espalda hacia el trío y se alejó. Logré una sonrisa de disculpa, extendí las manos, y
retrocedí tras él, el instinto no me permitía mostrar el espacio entre mis hombros a sus
cuchillos.
En la penumbra de la siguiente sala era bastante fácil encontrar a Snorri, era el bulto
más grande.
—¿De qué iba todo eso? —le susurré.
—Problemas —dijo—. Mercenarios. Han estado observándonos la mitad de la noche.
—¿Es por el medallón? —pregunté.
—Eso espero.
Tenía razón, cualquier alternativa que me imaginara era mucho peor que un robo.
—¿Por qué mostrarían su mano? ¿Por qué ser tan obvios? —No tenía ningún sentido
para mí.
—Porque no piensan actuar ahora. Quizá esperen asustarnos en una acción
desprevenida, pero en su defecto es solo para darnos una noche o dos sin poder dormir
por culpa de nuestros nervios.
Me senté cerca, pateando a un lado el brazo extendido de un extraño bulto con forma
humana y las piernas de otro. Mañana vendería ese diamante y pondría fin a esta
miseria nocturna de escoger entre el hedor y los piojos, o frío y lluvia. Hice una
almohada con mi capa y puse mi cabeza en ella.
—Bueno —dije—. Si su intención es asustarnos, está funcionando. —Mantuve los ojos
en el arco de la taberna y la forma de las siluetas que pasaban hacia delante y hacia
atrás.
—Maldita sea si estoy durmiendo. Yo…
Un sordo ronquido familiar me atravesó.
—¿Snorri? ¿Snorri?
Capítulo 13
Nunca había sido perturbado por la conciencia antes, estaba lejos de estar seguro de
qué esperar de una, y así cuando por un minuto o dos cada día, al amanecer, una voz
comenzó a susurrarme que fuera un hombre mejor, decidí que el impacto de los
acontecimientos recientes finalmente habían despertado la mía. Mi conciencia tenía
un nombre —Baraqel. No me gustaba mucho.

Desde el momento en que fui arrojado al mundo del despertar esa mañana, de repente
aterrorizado de que me hubiera quedado dormido con Edris y sus asesinos esperando
cerca, hasta el momento en que dejamos la ciudad bajo un cielo brillante, había estado
mirando por encima del hombro.
—No los extrañarás —dijo Snorri.
—¿No? —No había ninguna parte de Rhone que pudiera extrañar. Aunque tal vez
ahora con el monedero lleno y tintineando una vez más, la nación podría abrir sus
brazos hacia mí y dignarse a mostrar a un príncipe visitante algo bueno.
—Habrá muchos de los que ocultarse. —La voz de Snorri tembló con el andar de su
corcel, sacudiéndose hacia arriba y hacia abajo cuando la yegua aceleró el ritmo.
—¿Cómo sabes eso? —La molestia coloreando mi pregunta. No me gustaba el
constante recordatorio de nuestros problemas. Con Snorri los problemas siempre se
ponían de frente y al centro y había que enfrentarlos. Mi estilo era más el de barrerlos
debajo de la alfombra hasta que el suelo fuera demasiado desigual como para
desplazarse, y luego cambiar de casa.
—Estaba demasiado confiado, ese tal Edris. Habrá al menos una docena más como él.
—Mierda. —¡Una docena! Apreté a mi caballo para ir un poco más rápido. Había
nombrado al castrado Ron, después de que el Increíble Ronaldo cuya desacertada
apuesta con Snorri había financiado la primera parte de nuestro viaje.
Traqueteábamos a lo largo del valle a un ritmo decente, lo suficientemente rápido como
para asustar a las ovejas en los sucesivos campos en oleadas de pánico lanoso. Tenía
que decir que, con lo poco inspirador que era Chamy-Nix, las vistas del entorno con el
amanecer en rojo y rosa detrás, eran bastante impresionantes. Rhone se vuelve
montañoso conforme te diriges hacia el norte. Las colinas se transforman en montañas,
las montañas se convierten en picos, y desde Chamy-Nix puede ver las blancas cimas
de los Aups, montañas tan altas y lejanas que dividen al imperio con más seguridad
que una espada. En muchos sentidos el imperio siempre había estado roto y los Aups
eran la espada que lo dividía.
Una hora después, ganando altura y con el camino a Chamy-Nix quedando detrás de
nosotros, vi la persecución.
—Diablos, ¡eso parece mucho más que una docena! —Y una docena era mucho más
de lo que podíamos manejar. De hecho, si hubiera sido solo Edris, Darab y Meegan,
hubieran sido demasiados. Mi estómago se plegaba sobre sí mismo en un nudo frío.
Recordé el Paso de Aral. No hay manera de que una persona sensata pudiera ver la
perspectiva de otra persona tratando de abrirles con un borde afilado como algo menos
que aterrador. Me encontré a mí mismo mirando las rocas más grandes con la esperanza
de que pudiera esconderme detrás de ellas.
—Veinte. Bastante cerca. —Snorri miró hacia atrás al camino y ordenó a Sleipnir
continuar. Él me había dicho que el portador original del nombre en sus cuentos
paganos había tenido ocho patas. Es posible que en una bestia tan superdotada incluso
Snorri tuviera una oportunidad de superar a la horda en nuestro camino. En cualquier
monte regular, sin embargo, eso nunca iba a suceder.
—Quizá si dejáramos el medallón aquí… —Me llevó alrededor de tres segundos
descubrir mi fallo. Podía abandonar a Snorri y darle a la banda de Edris una prueba
más dura. Por derechos ganaría limpiamente, pero Ron estaba lejos de los mejores
caballos y en esos terrenos tan montañosos es fácil dejar cojo a un animal si lo presionas
mucho. Eso me dejaría a merced de la horda solo —sí, por supuesto, me las arreglaba
para sobrevivir a la muerte de Snorri dada la magia que nos vinculaba. Abandonando
el medallón para ellos parecía el camino más fácil.
Snorri se rio como su hubiera hecho un chiste.
—Deberíamos dejar vivo a uno de ellos —dijo—. Quiero saber quién los envió contra
nosotros.
—Oh, claro —un hombre chiflado, estaba cabalgando con un chiflado—. Trataré de
dejar a uno pequeño para después. —Snorri, al parecer, era tan capaz de engañarse a
sí mismo sobre próximas batallas como yo lo era conmigo sobre el valor de mi
medallón. Tal vez toda esa valentía fue una forma de engaño. Ciertamente hizo que
fuera mucho más fácil de entender si ese fuera el caso.
—Necesitamos un buen lugar para ponernos en posición. —Snorri dijo esto como si
fuera posible en un lugar así. Podría haberle dicho con algo de seguridad que no existía
un lugar así, en ningún lado. En vez de eso lo intenté con una táctica diferente.
—Tenemos que subir más arriba. —Señalé las laderas estériles por encima de nosotros,
donde la miserable hierba perdía sus cimientos y las rocas desnudas hacían un camino
hacia el cielo—. Vamos a tener que abandonar nuestros caballos, pero ellos también lo
harán, y el hecho de que no puedas montar una mierda ya no nos importará. —Y si
fuera por mí habríamos perdido al grupo de Edris entre la confusión de la cresta y
desfiladero, y luego ganaríamos nuestra libertad para comprar mejores caballos en otro
lugar.
Snorri se frotó su corta barba, frunció los labios, volvió a mirar la horda distante, y
asintió.
—Mejor si todos van dos pies.
Dirigí el camino, instando a Ron fuera del camino y hacia las crestas imposiblemente
lejos por encima de nosotros. Más allá de los picos rosados de esas crestas, blancos de
nieve brillante bajo el sol. Una brisa fresca nos siguió hasta el costado del valle,
ofreciendo un empujón útil y, por un tiempo, sentí como la esperanza hundía sus
crueles ganchos en mí.
El duro césped de la montaña dio paso a campos rocosos y cuestas de piedras; los
cascos de Sleipnir se deslizaron debajo de ella y se cayó, agitando las patas, buscando
un momento como si realmente tuviera ocho. Snorri gruñó cuando cayó al suelo,
tirando para salir de debajo mientras Sleipnir luchaba para enderezarse.
—Eso duele. —Se frotó el muslo donde el peso del caballo le había presionado, luego
usó los dedos para hacer palanca en las pequeñas piedras encajadas en la carne—.
Caminaré desde aquí.
Me quedé en la silla de montar otros cinco o diez minutos, mientras Snorri cojeaba a
lo largo del camino sin siquiera quejarse. Al final, incluso con mi orientación experta,
la marcha se hizo demasiado empinada para Ron. En lugar de esperar a la caída
inevitable, lo cual probablemente hubiera terminado con ambos rodando colina abajo,
hasta donde Snorri había sufrido su propia caída, desmonté.
—Adelante, Ronaldo. —La cuesta frente nosotros pondría a prueba a una cabra de
montaña. Le di a su flanco una sonora bofetada y siguió adelante, cargando una vez
más mis pocas posesiones. La espada que Snorri me había dado era la más pesada de
mis cargas y seguía tratando de hacerme tropezar. Me aferré a ella sobre todo para
complacer al nórdico, aunque mi plan final era tirarla lejos y rogar misericordia si me
acorralaban.
El viento se hizo menos amigable mientras ganábamos altura, más frío y caprichoso,
parecía que nos presionaba contra las rocas en un momento, y en el siguiente trataba
de tirarnos, tan claramente que podría lanzarnos de nuevo al lugar del que veníamos.
Me detuve con frecuencia para revisar el progreso de nuestra persecución. Habían
cabalgado más duro que nosotros y abandonaron a sus caballos más tarde. Una mala
señal. Estos eran hombres determinados. Delante de mí, Snorri coronó la cresta que
habíamos estado pretendiendo durante el largo ascenso. Todavía cojeaba, pero su
lesión no parecía estar peor de como había estado al principio.
PÁGINA 110
—Mierda. —El Paso de Aral corría entre dos enormes montañas en el Auger en las
tierras fronterizas de Scorron. Siempre había sentido que esas montañas no podrían
ser más grandes; las rocas del fondo seguramente serían incapaces de soportar ese peso.
Había estado equivocado. Los Aups sobre Chamy-Nix engañaban al ojo. No es hasta
que llegas a ellos que entiendes lo ridículamente grandes que son. Toda una ciudad
sería poco más que una mancha en los flancos de la más alta. Más allá de la cresta a la
que ahora nos aferrábamos, desafiando un viento asesino, se levantaba una segunda
arista y una tercera y una cuarta, cada una separada por profundos desfiladeros, las
pendientes entre cada una diversamente letales con canchales o imposibles de escalar.
Y todos los caminos abiertos para nosotros yacían divididos por pequeños desfiladeros
y arena con rocas del tamaño de edificios, cada una a punto de caer.
Snorri empezó el camino, gruñendo una vez que su pie trató de deslizarse debajo de él.
Sabía que si me ralentizaba yo lo dejaría atrás. No quería hacerlo, y me enojaría
conmigo mismo por hacerlo, pero nada me obligaría a pelear contra veinte mercenarios.
Sonaba mejor así. Más razonable. Veinte mercenarios. La verdad es que nada me
obligaría a estar contra un mercenario, pero veinte sonaba como una excusa mejor para
dejar a un amigo a su suerte. ¿Un amigo? Reflexioné eso en el camino hacia abajo. Un
conocido sonaba mejor.
Para el momento en que teníamos que empezar a movernos de nuevo, había pocas
partes de mí que no me doliesen. He desarrollado un buen grado de resistencia cuando
se refiere a cabalgar. Caminar, no tanto. Escalar, nada en absoluto.
—E-Espera un minuto —jadeaba, tratando de arrebatar un aliento del viento, menos
feroz en el valle pero igual de insistente. El aire parecía más escaso, poco dispuesto a
llenar mis pulmones. Snorri parecía no darse cuenta, su respiración apenas parecía más
forzada ahora que empezábamos la subida.
—Vamos —dijo con una sonrisa, a pesar de que estaba más sombrío conforme
seguíamos—. Es bueno hacer una parada en un lugar alto. Bueno para la batalla. Bueno
para el alma. Vamos a terminar con esto. —Miró hacia atrás a la cresta de la cual
descendíamos—. Tuve sueños oscuros anoche. Últimamente todos mis sueños han sido
oscuros. Pero no hay nada de oscuridad en guerreros reunidos para la batalla en la
ladera de una montaña, bajo un ancho cielo. Eso, mi amigo, es parte de la leyenda.
¡Valhala espera! —Me golpeó el hombro y se volvió para escalar—. Mis hijos
perdonarán a su padre si muere luchando para estar con ellos.
Frotándome el hombro y la punzada a mi costado, lo seguí. Su “guerreros reunidos bajo
un ancho cielo” era una tontería que estaba llena de oscuridad en lo que a mí respecta,
pero siempre y cuando estuviéramos haciendo nuestro mejor esfuerzo para no
encontrarnos con los mercenarios en ningún lado, entonces estábamos de acuerdo.
Tuvimos que trepar en algunos lugares, inclinándonos tanto hacia delante que
prácticamente besábamos la montaña, tratando de llegar a las grietas en el lecho de
roca plegada para ayudarnos a subir. Mi respiración se hizo entrecortada, el aire helado
llenando mis pulmones como cuchillos. Miré a Snorri analizando el camino, seguro,
midiendo, sin fatiga, pero favoreciendo su pierna no lesionada. Había hablado de sus
sueños, pero no tenía que haberlo hecho. Había dormido junto a él, oí sus murmullos,
como si discutiera toda la noche con algún visitante y después despertara esa mañana
con el suelo de la taberna en sus ojos, normalmente de un azul nórdico, cielo pálido,
ahora negros como el carbón. Cuando se levantó para desayunar, ningún rastro de su
cambio se mantenía y pude fingir que había sido un truco de sombras en una sala
iluminada solo por la luz prestada. Pero no lo había imaginado.
Avisté lo primero de las crestas buscadas subiendo la arista detrás de nosotros, mientras
cerrábamos las últimas cien yardas a la cresta por encima de nosotros. Perderlos de
vista mientras descendíamos en el siguiente desfiladero me dio un poco de consuelo.
Los problemas son lo suficientemente problemáticos sin tener que mirarlos todo el
tiempo. Tenía la esperanza de que encontraran la travesía tan difícil como yo, y que al
final alguno de esos hijos de puta tendría la última caída de su vida.
Las sombras empezaron a alzarse, perfilando las laderas. Mi cuerpo me dijo que
habíamos estado subiendo por lo menos un mes, pero mi mente estaba sorprendida al
descubrir que el día casi había terminado. La noche ofrecería al menos una oportunidad
de parar, para descansar un poco. Nadie podía desplazarse por laderas como estas en la
oscuridad.
Las montañas son bellas en la distancia, pero mi consejo es no dejar que lleguen a ser
más que un paisaje. Si tienes que estirar el cuello para mirar algo, estás demasiado
cerca. En el momento en que nos acercamos a la cima del tercer desfiladero
prácticamente estaba arrastrándome. Cualquier idea desleal de abandonar a Snorri con
su pierna herida fue dejada de lado muy por debajo de nosotros. Lo había ascendido a
mejor amigo y al hombre más capaz de llevarme. En lugares donde no era la pendiente
la que me tenía arrastrando si no el puro agotamiento, mis pulmones en carne viva no
eran capaces de tomar el suficiente aire para funcionar. Abrimos paso a lo largo del
camino por series de amplias rocas arenosas, que iban desde el tamaño de hombres
hasta elefantes enanos, a la caza de cada repisa que hiciera capaz el subir al siguiente.
—Vamos. Es fácil. —Snorri miró hacia mí, por debajo del nivel en que estaba él,
ofreciéndome la mano. Había llegado a dos tercios del camino hacia arriba, atrapado
en un campo escarpado suelto de rocas heladas. Di un paso hacia él, alcanzando la
mano que me ofrecía.
—J… —Empecé a decir “Joder” pero como mi bota continuaba deslizándose la palabra
salió en un gemido, que se convirtió en un grito que terminó en un ¡Ufff! y yo sobre
mi culo.
—Prueba de nuevo.
Snorri. Siempre tan servicial.
—No puedo —dije a través de los dientes apretados. Mi tobillo se había llenado de un
dolor líquido y caliente. Sentí como la flexión de la articulación pasó el ángulo que
cualquier tobillo debe hacer. Pudo haber existido un chasquido ahogado por mi grito,
o quizá solo un desgarramiento, pero de cualquier manera la idea de poner peso sobre
él no era algo que pudiera hacer.
—¡Levántate! —rugió Snorri hacía mi como si yo fuera un simple soldado en un
desfile. Él habría sido un buen sargento porque estaba sobre mis pies antes de que un
mejor juicio me detuviera. Me caí hacia delante y colapsé gritando, haciendo que mi
respiración diera rienda suelta en un sucesivo estallido de dolor.
Cuando me quedé en silencio podía oír un deslizamiento de piedras, y un segundo
después Snorri se alzaba por encima de mí, bloqueando el día.
—No abandono a mis camaradas —dijo—. Vamos, te ayudaré.
Ahora, no soy un hombre que siente placer con otros hombres, pero en ese momento
el cuerpo musculoso y sudoroso de Snorri era mil veces mejor recibido que lo que
pudiese obtener de Cherri o Lisa. Me levantó sobre un hombro y empezó a caminar.
La proximidad causó que se empezara a crear esa crepitante energía extraña entre
nosotros, pero estaba dispuesto a correr el riesgo, al ser menos fatal que Edris y sus
asesinos.
—Gracias —balbuceé, delirando a medias por el dolor—. Sabía que no me dejarías.
Sabía… —Snorri se detuvo y me puso de espaldas a una roca, apoyado en un pie—.
¿Qué?
—Está bien. —Snorri se echó al suelo, estudiando la distribución de las rocas, el ancho
de la cornisa—. Esto vamos a hacer, ven. No me iré.
—¡Quiero que te vayas! —susurré las palabras a través de los dientes apretados—.
Sigue adelante, tú gran idiota. —¡Sólo que llévame contigo! Mantuve esa última parte
detrás de mis dientes. No porque Snorri pudiera pensar mal de mí, sino porque no creí
que fuera a cambiar su decisión. Por supuesto, si él realmente lograba salir yo
inmediatamente empezaría a plantear la cuestión de tener que ser arrastrado también.
Por ahora, el jugar el rol del héroe al menos lo mantendría feliz y más dispuesto a poner
algo de esfuerzo en defenderme en mi estado de incapacidad.
Snorri puso rígida su hacha. Hubiera estado más satisfecho con la amplia media luna
de un hacha nórdica, adecuada para cortar miembros. El arma que cargaba acuñaba una
pesada hoja diseñada para perforar un hoyo en una armadura. Si los mercenarios tenían
alguna armadura significante y aun así lograban escalar a donde estábamos, entonces
quizá nosotros también deberíamos darnos por vencidos ya que tendrían que ser
superhombres.
Un trecho corto de vuelta en la plataforma se hacía angosto y una roca gigante sellaba
todos ellos menos dos o tres pies de éste, dejando un tramo angustioso donde habíamos
tenido que ir por la orilla a lo largo de la roca a pesar de que el nivel inferior estuviera
diez yardas abajo. Snorri se agachó donde no estuviera a la vista de los hombres que
llegaban a lo largo de ese camino abierto y estrecho.
—¿Ese es el plan? ¿Sorprendes al primero y luego solo hay que lidiar con los otros
diecinueve?
—Si —se encogió de hombros—. Sólo estaba corriendo porque sabía que te quedarías
conmigo y no quería tener tu muerte en mi conciencia, Jal. Ahora estamos en esto
juntos como los dioses habían querido desde el principio. —La sonrisa que me dedicó
me hizo querer golpearlo de verdad.
—No estamos a la vista. Podemos escondernos. Ellos pasarán, se separarán, nos
perderán, se rendirán. ¡No pueden localizarnos en las piedras! —No mencioné que él
tenía que llevarme.
Snorri negó con la cabeza.
—Ellos pueden esperarnos. Si intentáramos dejar las cornisas nos verían en las laderas
más expuestas. Mejor de este modo.
—Pero… —Hay 20 jodidos de ellos, ¡imbécil!
—Están fastidiados, Jal. Un buen líder los habría mantenido juntos, pero son
demasiado confiados, con ganas de matar. Los cuatro o cinco en la parte delantera están
casi un kilómetro por delante del último hombre. —Escupió para mostrar su disgusto
por sus pobres tácticas. Hubiera escupido también, pero mi boca estaba demasiado
seca.
—Tranquilo, pensemos esto mientras…
Snorri me cortó con un siseo y una mano levantada. Un ruido rocoso en la ladera bajo
nosotros. Una maldición. No me había dado cuenta de cuánto había ralentizado el paso
del nórdico, nuestros perseguidores estaban a tan solo unos minutos detrás nuestro. Me
recosté contra la fría piedra. ¿Mi lugar de descanso final? Probablemente iba a morir
en un rango de un metro de aquí. En nuestra elevación, la montaña no tenía nada en
común con el mundo que yo conocía, solo piedras desnudas y fracturadas, demasiado
expuestas y demasiado altas para el liquen o musgo, ni una ramita o trozo de hierba o
cualquier atisbo de verde para poder fijar la mirada. Un lugar tan solitario como jamás
había visto. Más cerca de dios, tal vez, pero un lugar olvidado por dios.
En el oeste el cielo cayó sobre los picos altos y nevados, el cielo carmesí sobre todos
ellos.
Snorri sonrió hacia mí, ojos claros y azules una vez más, el viento jugando con el
cabello negro alrededor de su cuello, sobre sus hombros. Veía la muerte como una
liberación. Podía ver eso ahora. Demasiado le había sido arrebatado. No quiso rendirse
nunca, pero disfrutó de la imposibilidad de las probabilidades. Le devolví la sonrisa —
parecía que era lo único que hacer— eso o empezar a arrastrarme para alejarme.
El viento traía sonidos débiles de los hombres que subían ahora. Las piedras se
deslizaban por debajo de sus botas, armas repiqueteando, maldiciones dedicadas los
unos a los otros y al mundo en general. Probé mi tobillo y casi me muerdo la lengua,
pero solo casi; era un esguince más que una fractura. Di los pasos más rápidos y me
encontré recostado contra la piedra, teniendo un desmayo por un momento. Quizá
podía saltar y tropezar un poco más lejos, impulsado por el terror, pero sería atrapado
muy pronto y sin la protección de Snorri. En el momento en que cayera, sin embargo,
estaría fuera, con o sin esperanza.
Encuentra tu lugar feliz, Jalan. Salté alrededor de mi roca, intentando recordar mis
últimos momentos con Lisa DeVeer. Unos pasos sonaron a lo largo del estrecho camino
entre el descenso y la piedra. La caída era la menor de sus preocupaciones, a pesar de
que no lo sabían. Agachándome y mordido de nuevo por el dolor, me asomé por el
borde de la roca para verlos llegar. Habría sudado pero el aire de la montaña es muy
deshidratante.
El primero hombre que salió a la vista fue Darab Voir, justo como lo recordaba de la
taberna, un matón calvo, con cicatrices en forma de dibujos por las tradiciones de
alguna tribu africana, y el sudor brillando en su piel oscura. Nunca vio a Snorri. El
hacha del nórdico descendió en un arco, en paralelo con el lado de la roca de donde
emergió Darab. Siempre había considerado la cabeza como un objeto sólido, pero tal
como el hacha de Snorri pasó a través de la suya lo reconsideré. La cuña de su hoja
entró en el cráneo de Darab por atrás, cerca de la coronilla, y emergió bajo su barbilla.
El rostro del hombre literalmente sobresalió, los laterales de su cabeza parecían fluir
hacia el exterior, y mientras se venía abajo sobre el descenso, sin lágrimas o protestas,
las rocas se empaparon con él.
Snorri rugió entonces. La ferocidad en él le habría dado una pausa al elefante de
Taproot, pero no era ahí donde yacía el terror. El horror estaba en la alegría sencilla y
desenfadada de eso. No esperó a que nadie más emergiera. En su lugar, dio la vuelta
en la esquina balanceando su hacha para introducirla en el lado de la cabeza del
siguiente hombre y le aplastó contra la pared de roca. Corrió entonces, literalmente
corría tras ellos, lanzando golpes rápidos y cortos como si su hacha fuera un estoque,
ligero como una vara de sauce. Dos, tres, cuatro hombres de diversas formas dirigidos
contra el espacio vacío o golpeados contra la roca, todos ellos con un agujero lo
suficientemente grande como para meter un puño dentro.
En algún lugar fuera de la vista, Snorri hizo una pausa y empezó a declamar, no algún
canto nórdico de batalla si no un verso antiguo de “Las Baladas de Roma” 11.
Entonces fuera habló valiente Horacio,
el Capitán de la Puerta:
“A cada hombre en esta tierra
La Muerte viene pronto o tarde”.

11
Refiriéndose a “Lays of Rome”, una colección de poemas narrativos sobre episodios heroicos en la
historia romana, escrito por Thomas Babington Macaulay
Otro gruñido de esfuerzo, un ruido de metal contra la piedra. El ruido sordo de cuerpos
cayendo.
“Y cómo puede morir mejor un hombre
que enfrentando temidas probabilidades,
Por las cenizas de sus padres,
Y los templos de sus dioses”
Maldito bárbaro. ¡Estaba disfrutando de esta locura! ¡Se vio a sí mismo como Horacio
en el estrecho puente ante las puertas de Roma, frenando el poder del ejército Etrusco!
Comenté a arrastrarme. Es una lástima que haga que nos maten. La vergüenza es el
ancla, la carga más pesada para llegar del campo de batalla. Afortunadamente la
vergüenza era una aflicción que nunca había sufrido. Me pregunté, sin embargo,
oyendo a Snorri moverse al siguiente verso en su poema épico, si sería capaz o no de
detenerlos indefinidamente. Siempre y cuando no tuvieran arqueros con ellos… Por
supuesto, si ese Edris fuera alguna clase de líder habría enviado hombres para flanquear
a su enemigo. Ningún hombre solo puede pelear contra muchos hombres cuando
vienen de ambos lados. Yo hubiera flanqueado…
—Hola. ¿Qué tenemos aquí?
Miré hacia arriba a los ojos claros de Meegan, el segundo acompañante de Edris de la
noche anterior. La puesta de sol lo enmarcó con una luz sangrienta. Me dio la impresión
en la taberna de que era el último hombre en la tierra que quisiera encontrarme en un
callejón oscuro. Como John el Cortador tenía la mirada de un hombre que mantenía
una distancia del mundo, como si nos viera desde detrás de la pantalla del
confesionario. Esos hombres son buenos torturadores.
En el hombro de Meegan había un guerrero endurecido tendiendo a gris con una espada
larga lista en la mano. Más hombres enviados a flanquearnos probablemente se
acercaron por la cornisa mientras Meegan y yo nos mirábamos el uno al otro, yo a
cuatro patas, él inclinándose hacia delante como si estuviera haciendo una
investigación.
Hagas lo que hagas en situaciones peligrosas, lo principal es hacerlo rápidamente.
Siempre me he preservado porque está claro que ser un cobarde no significa que sea
algo que no puedas aspirar a hacer bien. Mi padre solía reprenderme para sobresalir en
todas las cosas. Excelencia en la cobardía significa salir adelantar al resto. Si quieres
huir rápido, entonces lo primero que debes hacer es correr en cualquier dirección que
tengas de frente.
—Uuuf —fue el único comentario que Meegan tuvo la oportunidad de hacer mientras
yo corría a través de él, y esa expresión fue elegida para él por el hecho de que es
necesaria una gran cantidad de aire para desocupar los pulmones en un apuro. Me lancé
hacia delante con mi tobillo sano y puse mi hombro en ese pequeño bastardo. Ser un
gran bastardo ayuda en estos intercambios. El hombre detrás de él se tambaleó hacia
atrás, tropezando.
Una cosa buena de caerse en una montaña, buena al menos cuando es otra persona—
es que está prácticamente garantizado que te golpearás la cabeza con una roca. Meegan
no mostró señales de querer levantarse de nuevo. El otro hombre se las arregló para
aterrizar en su culo, sin embargo saltó hacia atrás soltando una maldición. Nos
encontramos a nosotros mismos mirando la longitud de mi reluciente espada entre
ambos, sostenida por un extremo por mi mano en la empuñadura y por el otro por sus
costillas que estaban envueltas alrededor de la hoja. No tenía recuerdo de haberla
apuntado, y mucho menos apuntarla hacia él.
—Lo siento. —No me pregunten por qué me disculpé. En el calor del momento las
quejas de mi tobillo fueron ignoradas y me apresuré en alejarme del mercenario, tirando
del acero fuera de su carne con un asqueroso sonido de rasguño húmedo y el chirrido
de la hoja afilada contra el hueso. Vi más figuras llegando a un acuerdo sobre la cornisa
de la plataforma delante de mí y ejecuté un giro rápido sobre mi tobillo bueno antes de
cojear velozmente de vuelta hacia el punto donde había visto por última vez a Snorri.
Lo encontré viniendo en la dirección contraria. O, más exactamente, me lancé al suelo
cuando giró en la esquina, empapado en sangre, la hoja de su hacha contra su oreja, el
mango sobre el pecho. El silencio deliberado en él era aterrador —y entonces rugió su
grito de guerra y de pronto el silencio que hacía a propósito habría estado bien. Un
momento después pude distinguir lo que había estado gritando:
—¡Detrás de ti!
Cuatro hombres estaban prácticamente dentro del alcance de apuñalarme los talones.
Snorri estalló contra ellos sin importarle la seguridad de todos, incluida la mía y la
suya. La cabeza de su hacha se clavó en el plexo solar de un hombre en un arco
ascendente que dividió su esternón. Con el hombro cargó contra otro hombre, uno
fuerte, levantándolo hasta que sus pies dejaron de tocar el suelo y estrellándolo contra
una esquina de roca afilada. Un tercer hombre empujó a Snorri pero de alguna manera
el gigante contorsionista no conspiró para estar en el camino, la punta de la espada del
mercenario punzó al nórdico entre su codo y pecho. El giro continuo de Snorri atrapó
la hoja y arrancó el arma de las manos de su atacante. El último de los cuatro tuvo a
Snorri frío. El hacha se incrustó en un enemigo, se enredó con otro, se puso frente a la
lanza del hombre.
—¡Snorri! —No sé porqué grité una advertencia inútil. Snorri podía ver el problema lo
suficientemente bien. El hombre de la lanza dudó por una fracción de segundo. No creo
que mi grito lo distrajera. Lo más probable es que estuviera intimidado por el gigante
empapado en sangre frente a él, su máscara de batalla escarlata dividida por una mueca
amplia y feroz. Una fracción de segundo no hubiera sido suficiente, pero con un rugido
Snorri imposiblemente impulsó su hacha contra el pecho de su víctima, salpicando las
variadas entrañas del hombre en el proceso, y cortó la cabeza de la lanza justo antes de
que llegara a su cuello. El balanceo del arma abrió el rostro del hombre de la lanza con
el reverso del romo de la cuchilla. Y puedo jurar que el hierro hizo un sendero a la
oscuridad conforme cortaba el aire. Remolinos de noche fueron dejados a su paso,
desapareciendo como humo.
El último hombre, ahora sin espada, dio media vuelta y corrió hacia ella. Snorri se
volvió hacia mí, sus ojos completamente negros, jadeando, gruñendo, sin ver en
realidad.
Giré sobre mis pies —bueno, pie— la espada colgando de mi mano, y por un momento
nos encaramos el uno al otro. Sobre el hombro izquierdo de Snorri él último escarpe
de sol cayó detrás de las montañas.
—Tienes un poco de… —Hice una seña con mi mano, rascando mi barbilla—. Um…
algo en tu barba. Pulmón, creo.
Alzó la mano, un movimiento lento, sus ojos aclarándose mientras lo hacía.
—Puede ser. —Arrojó lejos el pedazo de carne. Una sonrisa. Snorri de nuevo.
—¿Vienen más? —pregunté.
—Hay más —dijo—. Ya sea que estén viniendo o no aún no se ha decidido. Creo que
hay ocho restantes. —Se limpió la cara, manchada de carmesí. Donde se veía piel
limpia estaba demasiado pálido, incluso para un nórdico. La oscura y fluida naturaleza
de la sangre por debajo de sus costillas del costado izquierdo sugirió que no toda la
sangre pertenecía a nuestro enemigo.
—¿Edris? —pregunté.
Snorri negó con la cabeza.
—Me acordaría de haberlo aniquilado a él. Traerá a los que se quedaron en la parte
trasera, asegurándose de que ninguno de sus rezagados decida que la montaña es muy
empinada. —Se inclinó hacia atrás contra la roca, el hacha colgando de la mano, su
carne blanca debajo de la escarlata ahora, sus venas curiosamente oscuras.
—Deberíamos de darles algo en lo que pensar —dije. Conocía el poder del miedo mejor
que muchos hombres, y Snorri había dejado un lío espantoso. Sostuve al hombre al que
Snorri había arrancado su hacha para salvarse de la lanza. Su bota izquierda resultó la
parte menos resbaladiza de él y lo tiré por el descenso que daba a nuestra cornisa
seguida de una más. Lo había movido unos seis pies, antes de descubrir que mientras
el terror ciego es un gran analgésico en el momento, una vez que el peligro inmediato
pasa, el efecto desaparece rápidamente. Caí hacia atrás agarrándome el tobillo e
inventando nuevas maldiciones que pudieran transmitir con mayor eficacia mi
angustia. “Hueveración”
—¿Lanzar los cadáveres? —preguntó Snorri.
—Podría hacer que se lo pensaran dos veces. —A mí me haría solo pensarlo una vez,
y el pensamiento sería volveré más tarde.
Snorri asintió y, tomando a dos hombres de sus tobillos, los arrojó sobre el borde.
Aterrizaron con un sonido que era húmedo y crujiente al mismo tiempo, y mi estómago
dio un vuelco. Sería el camino que los mercenarios que se habían quedado atrás
probablemente tomarían; la ruta que nosotros habíamos tomado. Meegan y sus
compañeros solo habían sido inspirados al ascenso alternativo que era más difícil por
los sonidos de batalla. El deseo sensato de flanquear a Snorri en lugar de encararlo uno
a uno en el punto de defensa estrecho que él había elegido, los había dirigido hacía un
camino más peligroso.
Todavía sentado en mi trasero, agarré a otro hombre por la muñeca, apoyé mi pierna
buena contra la cresta de una roca, y empecé a empujarlo unas cuantas pulgadas hacia
el borde. Lo moví como un metro durante el tiempo que le llevó a Snorri arrojar todos
menos uno en la zona.
—Éste todavía está vivo. —Snorri se inclinó sobre Meegan y lo pateó en las rodillas.
—Sin embargo fuera de combate. —Me miró con una sonrisa de admiración—.
Salvaste a uno pequeño para interrogarlo como prometiste.
—Todo es parte del plan. —gruñí, moviendo mi cadáver otros tres centímetros. Era el
hombre de la lanza. Afortunadamente yacía boca abajo. Su paso a través de las rocas
había dejado una mancha roja donde lo había arrastrado. Le agarré por debajo de la
mano, sin querer tocar sus cálidos y muertos dedos.
—Voy a preparar los demás. —Y Snorri se dirigió a lidiar con algún otro de los caídos
de su ataque inicial, que no hubiera caído demasiado lejos.
—No, estoy bien. No te molestes. —No recibí respuesta, con Snorri fuera del alcance
de oír y el resto de la audiencia muerta o inconsciente, mi sarcasmo se desperdiciaba.
—¡Tiren! —Y tiré de nuevo. El cadáver se deslizó hacia delante otras tres pulgadas.
Dedos muertos se movieron contra mi piel, una convulsión de estos como patas de
araña flexionándose, acariciando las venas y tendones en mi muñeca. Estuve a punto
de olvidarme rápido de eso, pero la mano me agarró mientras yo me deshacía de ella,
el hombre muerto levantó la cabeza, y la ruina de su cara hizo una sonrisa boquiabierta
carmesí hacia mí, el cráneo blanco visible bajo su carne aleteando. El miedo presta
fortaleza al hombre, pero también lo hace el estar muerto, aparentemente. Arranqué
con la fuerza suficiente para arrastrar al hombre de la lanza todo un metro, pero no me
ganó libertad, solo lo traje lo suficientemente cerca para llegar a mi garganta. Me las
arreglé para dar un medio grito antes de que sus dedos muertos, aún cálidos, la cortaran
con un puño de hierro.
No es hasta que has sido estrangulado cuando te das cuenta de lo terrible que es. No
hace falta una gran fuerza el sellar el aire completamente; y la fuerza del hombre
muerto era enorme. Cuando se te niega el respirar, entonces una respiración repentina
es lo único en lo que estás interesado. Arañé la muñeca bajo mi barbilla, escarbé sus
dedos, pero si una cara puede besar el hacha de Snorri y aun encontrar una sonrisa,
entonces las uñas no son algo a lo que darle importancia. Planté un pie en su hombro y
lo empujé con todo lo que tenía. Sentía como si mi garganta fuera arrancada de mi
cuello, pero el agarre no se liberaba. Puntos negros empezaban a aparecer en mi visión,
uniéndose en los bordes para hacer un muro de oscuridad. Grietas cegadoras corrían a
través del negro, mi corazón martilleaba por detrás de su jaula de costillas, y el hedor
de carne quemada llenó mis fosas nasales a pesar de que no podía tomar aire por ellas.
Y luego, tan repentinamente como la mano me había agarrado, ya no estaba. Snorri se
cernía sobre mí, agarrándome por debajo de las axilas, y me arrastró fuera. Si mi
garganta no hubiera estado tan bien lubricada por el sudor del terror, sospecho que la
hubiera visto aun agarrada en los dedos del hombre muerto, roja y goteando.
Snorri cogió su hacha mientras yo chupaba el aire a través de la paja que por haber sido
asfixiado me había quedado. El hombre muerto se puso en pie, sin dejar de sonreír en
medio de los restos descuartizados de su rostro, y levantó sus manos hacia nosotros,
sus muñecas y antebrazos curiosamente quemados, volutas de humo aún se levantaban
de ellos. Snorri empezó a avanzar, pero dos figuras lo abordaron desde la parte
posterior. Se tambaleó, desesperado por mantener el equilibrio. Dos de sus víctimas se
aferraban a él, la sangre aun rezumaba de las heridas fatales que su hacha les había
hecho.
Jadeando y débil, me aparté del hombre de la lanza, aun sobre mi culo, arrastrando los
pies entre las rocas, retirándome antes de su avance sin prisa. Snorri parecía en
problemas también, con una de las cosas que se aferraban a su espalda, el otro rodeando
su cintura con ambos brazos y tratando de comer a su manera en su estómago.
—Ayuda. —Solo me las arreglé para chillarlo como un susurro. No creo que Snorri se
diera cuenta. Solo se arrojó hacia atrás contra la roca de la siguiente saliente, haciendo
un sándwich con el cadáver en su espalda entre la amplitud de sus hombros y la piedra.
Quizá no había escuchado mi llamada de ayuda, pero oí el chasquido resultante de
costillas y vértebras quebrándose alto y claro.
—Mffgl. —El cadáver del hombre de la lanza trató de hablar justo antes de que cayera
sobre mí. La carne desgarrada y su mandíbula desquebrajada lo dejaron
incomprensible.
—¡Ayuda! —Me las arreglé para darle un poco más de volumen, y esta vez, esperando
ser estrangulado de nuevo, cogí ambas muñecas de la criatura. La fuerza de esa cosa
era impresionante, y la carne quemada se deslizó y rompió por debajo de mi agarre.
Al otro lado del camino, justo detrás de la cabeza de mi atacante, vi a Snorri
destrozando el cadáver que había aplastado, no cortando su cabeza si no pulverizando
su cuello con dos golpes rápidos de su hacha. Con el segundo golpe un cambio horrible
se apoderó de mi oponente. Su fuerza se multiplicó y donde hacía estado presionando
inexorablemente mis brazos ahora había dejado cualquier intento de defensa y selló
ambas manos sobre mi magullado cuello una vez más.
La cara destrozada se acercó a la mía, goteando, la lengua se retorcía sobre los dientes
destrozados y una inteligencia abominable en sus ojos. Metros atrás, Snorri tomó la
cabeza de su último oponente con sus dos manos y con una maldición la apartó de su
lado. Tomó todas sus fuerzas, como si su enemigo también hubiera crecido en poder,
y la boca escarlata que arrancó de su cadera perdía piel y hebras de carne de su
mandíbula. Snorri condujo su rodilla justo al rostro de la criatura, le quitó con una
patada, luego le persiguió, levantando una gran roca en alto para hacer puré su cabeza.
Una vez más, como si una vitalidad nigromántica hubiera sido compartida entre los
cadáveres y ahora fluyera al cadáver destruido en el último barco disponible, la fuerza
de mi enemigo se redobló. Se puso en pie, levantándome como si no fuera nada. Sin
problemas debió haber quebrado mi cuello, pero a pesar de que la fuerza de sus brazos
había crecido, el agarre de la criatura en realidad se debilitó.
Miré hacia abajo y donde mis manos apretaban piel muerta, una luz cegadora quemaba.
El calor extremo de un sol del desierto sangraba entre mis dedos, mis huesos solo
sombras en una neblina rosa de sangre bombeando y carne viva. La criatura muerta
crujió donde lo toqué. Grasa burbujeaba, carne se quemaba, exponiendo los tendones
que ardían, entonces se marchitaban.
Casi entro en shock.
Snorri vino corriendo, hacha recuperada y lista. Se dio la vuelta en un golpe hacia la
cabeza de la monstruosidad, pero de alguna manera quitó una mano de mi garganta y
atrapó el arma de la hoja. El mango chocó contra su palma con un ruido opaco y a
madera. Snorri luchó para liberar su hacha, pero a pesar de que arrastró al hombre
muerto varios metros, y a mí también, aun la sostenía en sus dedos asfixiantes, no podía
derrotar la fuerza de la cosa.
El nórdico se detuvo, deslizó su agarre al final del mango del hacha y de la cabeza, y
usó el arma como palanca para girar la muñeca del hombre de la lanza. Los huesos se
rompieron con fuertes réplicas, los tendones cedieron, la carne fue arrancada. Dejando
su hacha en la mano rota, Snorri atravesó a su enemigo contra el suelo y procedió a
hacer puré su cara sonriente con una gran roca.
Liberado, rodé lejos, luchando por respirar. La mano que me había sostenido ahora
descansaba sobre dos huesos del brazo ennegrecido que sobresalían del antebrazo del
hombre muerto. Incluso ahora mi respiración no se realizaba. Caí en la inconsciencia,
reflejando más bien de forma abstracta que ni siquiera sabía que hubiera dos huesos en
el antebrazo de un hombre.
Capítulo 14
—Despierta.
No quiero.
—Despierta. —Una bofetada esta vez. Tal vez había habido una la primera vez
también.
No si todavía estoy en esa maldita montaña. Alguien había llenado mi garganta con
zarzas y me dolía el pecho.
—¡Ahora!
Abrí un ojo. El cielo aún mantenía un eco del día, aunque el sol se había puesto. El frío
ya había caído desde las cumbres. Maldita sea. Seguía en la montaña.
—Imbécil. —La palabra salió en finas rodajas. Snorri dejó que mi cabeza se deslizara
de nuevo en mi mochila y se alejó.
—¿Qué estás haciendo? —No surgió lo suficiente de la pregunta para que él
respondiera. Me di por vencido y dejé que el aire volviera a mis pulmones. Una mano
carbonizada apareció delante de mi rostro y grité, estremeciéndome antes de darme
cuenta que era la mía. La extraña sensación de desconexión persistió mientras me
deslizaba a una posición vertical y empezaba a recoger trozos de piel ennegrecida de
mi palma. No mi piel, sino fragmentos de la cosa muerta que trató de matarme. Los
trozos de piel, parte crujiente y parte húmeda, cayeron entre las rocas, demasiado
pesados para que el viento se los llevara. Los recuerdos del ataque eran tan dispersos
como no deseados. Tratar de no pensar en eso no ayudó. Seguía viendo la luz sangrando
por debajo de mi mano, cegadora y sin calor. ¿Cómo se quemó sin calor?
—¿Qué estás haciendo? —Quizás Snorri me distraería. Mi voz salió más fuerte esta
vez, y él miró hacia arriba.
—Limpiándome la herida. La maldita cosa me mordió.
Pude ver marcas de dientes en la carne por encima de su cadera.
—El corte de la espada parece peor. —Un surco rojo a través del relieve estriado de su
abdomen.
—Las mordeduras son heridas sucias. Mejor que te ensarten el brazo con una espada,
que ser mordido en la mano por un perro. —Snorri apretó la carne lastimada de nuevo,
produciendo que un torrente de sangre corriera por encima del cinturón. Hizo una
mueca y cogió el frasco de agua, volcando algo de nuestras últimas reservas sobre el
sitio de la lesión.
—¿Qué diablos pasó? —La mayor parte de mí no quería saber, pero al parecer mi boca
sí.
—Necromancia. —Snorri tomó una aguja e h hilo de su mochila, algo que debió haber
adquirido en el circo. Ambos estaban cubiertos de una pasta de color naranja. Cierta
presunción pagana para mantener los humores de enfermedades fuera de la herida, sin
duda—. Ningún no nacido aquí —dijo—, pero sí una poderosa necromancia para
regresar a los muertos tan pronto después de la muerte. —Otra puntada puesta. Mi
estómago dio un vuelco—. ¡Y por el nigromante sin siquiera estar presente! —Negó
con la cabeza, y luego asintió con la cabeza a un lugar detrás de mí—. Espero que
nuestro amigo sepa más.
—¡Tonterías! —Torcer el cuello para mirar me recordó que alguien lo había llenado
de cristales rotos. Acerqué todo mi cuerpo alrededor un poco, manteniendo la cabeza
mirando al frente y al centro. Finalmente Meegan apareció a la vista, los ojos pálidos
desorbitados hacia mí a través de una mordaza de tela anudada. Snorri lo había atado
de pies y manos y le había sentado de espaldas a una roca. La saliva se le aferraba a la
barba y le temblaban los brazos, por el miedo o el frío, o ambos.
—Entonces, ¿cómo vas a hacerlo hablar? —le pregunté.
—Golpeándolo, supongo. —Snorri levantó la vista de su herida cosida. La aguja
parecía ridículamente pequeña en las grandes patas que tenía por manos, y al mismo
tiempo mucho más grande y puntiaguda que cualquier cosa que me gustara tener
atravesando mi propia carne.
Olisqueé. El lugar apestaba a muerte y el viento no podía limpiarlo.
—¡Edris! —La memoria me golpeó como agua fría. Busqué mi espada y no la encontré.
—Se ha ido. —Snorri sonó un poco decepcionado—. Los cuerpos que arrojamos se
levantaron de nuevo y le asustaron mucho. Los vi irse.
—¡Demonios! ¿Más de esas cosas? —Prefiero enfrentarme a Edris que a otro de esos
cadáveres sonrientes con su negativa a hacerse los muertos y su inclinación por
estrangularme.
Snorri asintió, se agachó a morder el hilo, y luego lo escupió.
—Sin embargo no se puede escalar. No eran muy buenos en eso cuando estaban vivos.
¿Ahora? —Negó con la cabeza.
No tenía ningún deseo de mirar por el borde y ver sus rostros mirándome, dedos en
carne viva aferrándose a las rocas, subiendo, cayendo, subiendo de nuevo. Recordé la
mirada en esos ojos cuando la cosa me ahogaba. La bilis subió en la parte posterior de
mi garganta. Algo diferente me había mirado desde esos ojos, algo mucho peor que
cualquier cosa que hubiera mirado través de ellos por los años previos a esos últimos
minutos.
Meegan podría haberme asustado en la taberna, estudiándome como si yo fuera un
insecto con el que disfrutaría arrancándole las patas, pero en la montaña resultó una de
las cosas menos preocupantes a las que mirar.
—Golpearlo es apto para noquearlo sin sentido otra vez. Y tu idea de golpear
probablemente mataría a un buey.
—No podemos matarlo —dijo Snorri— ¿Quién sabe lo que conseguiríamos?
—Eso lo sé. —Me apoyé la frente en la mano, recordándome a mí mismo cuánto más
grande era Snorri que yo—. Y ahora también él también lo sabe. Lo que no va a ayudar
a nuestra causa.
—Oh —Snorri dio otra puntada, dibujando dos bordes irregulares juntos en su
vientre—. Lo siento.
—Yo digo que le saquemos las botas y encendamos un fuego pequeño bajo sus pies.
Sabrá que su única oportunidad de salir de esta montaña es siendo capaz de caminar.
Y no pasará mucho tiempo hasta que afloje la lengua.
—Mira a tu alrededor. —Snorri hizo un gesto con el cuchillo que estaba usando para
recortar un vendaje—. No hay madera. No hay fuego. —Frunció el ceño—. El último
cadáver que tiré lejos sin embargo… los brazos se le quemaron. ¿Cómo hiciste eso? —
Los ojos entrecerrados se centraron en mis manos, todavía ennegrecidas.
—No fui yo. —Casi sonaba cierto. No podría haber sido yo—. No lo sé.
Snorri se encogió de hombros.
—Cálmate. No soy uno de tus Inquisidores Romanos. Sólo pensé que podría ser de
utilidad con Goggle allí. —Señaló con el cuchillo a Meegan.
Me miré las manos y me pregunté. A menudo se dice que los cobardes hacen el mejor
papel como torturadores. Los cobardes tienen mucha imaginación, pensamientos que
les atormentan con todas las peores pesadillas, todos los horrores que podrían
ocurrirles. Esto proporciona un excelente arsenal cuando se trata de infligir sufrimiento
a los demás. Y su última cualidad es que entienden los temores de su víctima mejor de
lo que la víctima misma lo hace.
Todo esto podría ser cierto, pero siempre me he encontrado a mí mismo demasiado
asustado de que de algún modo, de alguna forma, toda víctima mía podría escapar,
cambiar la jugada, y provocar los mismos horrores en mí. Básicamente los cobardes
que hacen de buenos torturadores son menos cobardes que yo. Aun así, Meegan
necesitaba algo de estímulo y yo necesitaba entender lo que había sucedido con el
hombre-cadáver. Snorri había mencionado a los Inquisidores de Roma, sin duda alguna
los torturadores más destacados del Imperio Caído. Si quería evitar discutir de "mi
brujería" con esos monstruos, entonces sería mejor que me informara para entenderlo
yo mismo, para deshacerme de ello tan pronto como me fuera posible y ser capaz de
ocultarlo lo más eficazmente posible.
Meegan tenía un corte de muy mal aspecto en el brazo, justo debajo del hombro.
Algunos bordes de la roca habían arrasado con su jubón acolchado y masticado su
carne. Extendí la mano hacia él. Siempre comienza con un punto débil.
—¡Myltorc! ¡Myltorcdammu! —Masticaba en la mordaza tratando de sacar las
palabras.
Tengo que admitir una pequeña emoción por tener la sartén por el mango, después de
lo que pareció una semana de nada más que correr, dormir en zanjas, y estar
aterrorizado. Aquí estaba por fin un enemigo al que podía manejar.
—¡Oh, hablarás bien! —Usé la voz amenazante que solía asustar a mis primos más
jóvenes cuando eran lo suficientemente pequeños para zarandearles—. Vas a hablar.
—Y le di una palmada en la herida, ¡deseando que ardiera!
Los resultados fueron… decepcionantes. Al principio no sentí nada más que la
blandura decididamente desagradable de su lesión, mientras se retorcía y sacudía bajo
mi tacto. Tuve que apretar con fuerza para que no se retorciera más. Por lo menos,
parecía estar haciéndole daño, pero que resultaba ser más por la anticipación que
cualquier otra cosa, y se calmó pronto. Lo intenté más fuerte. ¿Quién sabe lo que se
supone que hay que sentir para hacer magia? En los juegos que jugábamos en el
palacio, el hechicero —siempre Martus, a fuerza de ser el hermano mayor— lanzaba
sus hechizos con una cara tensa, como si estuviera estreñido, concentrando su magia
reacia al mundo a través de una pequeña... bueno, ya es fácil de imaginar. A falta de
una mejor instrucción, puse en práctica lo que había aprendido cuando era niño. Me
puse en cuclillas allí en el monte, con una mano en mi espero que aterrorizada víctima,
mi cara constreñida con el impresionante poder que estaba esforzándome por liberar.
Cuando realmente sucedió, nadie allí estaba más sorprendido que yo. La mano me
hormigueaba. Estoy seguro de que toda la magia hormiguea —aunque podían haber
sido alfileres y agujas— y entonces un sentimiento frágil y peculiar robado de cada
yema del dedo, se unió y se difundió a la muñeca. Lo que primero llegó a ser una
palidez de la carne se convirtió en un resplandor débil pero inconfundible. La luz
comenzó a filtrarse alrededor de mis dedos como si estuviera ocultando algo más
brillante que el sol dentro de mi puño, y un calor tenue rodó bajo mi palma. Meegan
dejó de luchar y se me quedó mirando con horror, tirando de sus ataduras. Empujé con
más fuerza, esperando infligir dolor en el pequeño bastardo. Líneas de fractura
brillantes comenzaron a extenderse a través de la palma de mi mano.
La luz y el calor parecían correr en mí, fluyendo de mi núcleo a la única extremidad
donde ardieron. El día se hizo más frío, las rocas más duras, el dolor en mi tobillo y la
garganta agudos e insistentes. Las grietas se extendían asustándome, demasiado fuerte,
como un un recordatorio de la fisura que me había perseguido cuando rompí el hechizo
de la Hermana Silenciosa.
—¡No! —Tiré mi mano hacia atrás, y el peso del agotamiento que se instaló en mí casi
me presionaba a las rocas.
Una sombra se alzaba al otro lado de nosotros.
—¿Lo has doblegado ya? —Snorri se puso en cuclillas a mi lado, haciendo una mueca.
Levanté la cabeza. Pesaba varias veces más de lo que debería. El rasgón en el chaleco
de Meegan mostró piel pálida e ininterrumpida por debajo de las manchas de sangre
ennegrecidas, una débil cicatriz marcando donde había estado su herida.
—Mierda.
Snorri tiró de la mordaza del hombre.
—¿Listo para hablar?
—He estado listo desde que llegué —dijo Meegan, tratando de rodar a una posición
para sentarse—. Estaba tratando de decir eso. No hay necesidad de cualquier acción
ruda. Les voy a contar todo lo que sé.
—Oh —dije, vagamente decepcionado, a pesar de que era exactamente lo que yo habría
hecho en su posición—. Y se supone que debemos dejarte ir después de eso, ¿verdad?
Meegan tragó.
—Sería justo por parte de ustedes. —Sudaba de una manera nerviosa.
—¿Justo como veinte contra dos? —Snorri gruñó. Él había traído su hacha con él y
pasó el pulgar a lo largo del filo a medida que hablaba.
—Ah, bueno. —Meegan tragó de nuevo—. No era nada personal. Eso es sólo el
número que ella pagó. Fue sólo un negocio para Edris. Repartió las monedas y reunió
un grupo de hombres locales, muchachos que habían estado en algunos problemas,
muchachos que habían luchado en una batalla o se habían contratado ellos mismos para
trabajos difíciles antes, esa clase de cosas.
—¿Ella? —Yo sabía de un montón de mujeres a las que les gustaría verme recibir una
paliza, y no pocas que podrían pagar para que se hiciera, pero veinte hombres era
excesivo, y la mayoría de ellas probablemente no querían que el castigo fuera fatal.
Meegan asintió, con ganas de agradar, tenía baba seca en la barbilla, mocos en el labio
superior.
—Edris dijo que ella era una mujer de buen aspecto. Sin embargo no lo dijo así de
educado, no señor.
—¿Tú no la viste? —Snorri se inclinó.
Meegan negó con la cabeza.
—Edris hizo el trato. Él no es local. Conoce a un montón de personas malas. Está de
paso una o dos veces al año.
—Ella será el nigromante. ¿Tenía un nombre? —preguntó Snorri.
—Chella. —Meegan se humedeció los labios—. Tenía a Edris asustado, lo tenía.
Nunca lo había visto asustado anteriormente. Yo no quería conocerla, no después de
eso. No me importaba lo sabrosa que estuviera.
—¿Y sabrías dónde encontrar a esta Chella ahora? —Las grandes manos de Snorri
cerradas alrededor del mango del hacha como si imaginara que era la garganta del
nigromante.
Meegan negó con la cabeza, un movimiento rápido como un perro sacudiéndose el
agua.
—No es de por aquí. Una norteña, dijo Edris. Bebió de una botella de licor de ella, él
lo hizo, por todos nosotros para brindar por la misión. Algún brebaje Gelleth, creo que
Darab dijo que era eso. Extrañas quemaduras en él —chasqueó los labios—. Al pasarlo
era extraño. Sin embargo te hacía querer más de eso. Seguro si es de Gelleth. Tal vez
ella regresó. Tal vez nos está mirando ahora mismo. Algo puso de pie a los chicos
después de que los derribasen.
—¿Qué debemos hacer? —No me gustaba la idea de una bruja nigromante mirándonos
desde las cordilleras, lista para enviar a sus hombres muertos tras nosotros. Toda idea
había sonado igual de ridícula en la corte de la Abuela. Había estado seguro de que la
mayoría era mentira, y las partes que podrían haber contenido verdad no parecían tan
temibles. Cadáveres viejos mohosos sacudiéndose tontamente tras unos campesinos
asustados, no parecían ninguna amenaza para la buena soldadesca. Pero a millas de la
civilización —y la civilización Rhonish— superados en número por los muertos en un
terreno traicionero, mi visión de las cosas había sufrido un cambio—. Quiero decir,
que deberíamos hacer algo.
—¿Con él? —Snorri pateó los pies vendados de Meegan.
—Sobre ella —le dije.
—Mi meta está en el Norte. Si algo se interpone en mi camino, lo atravesaré con un
agujero. Si no, lo dejaré atrás.
—Retomamos el ritmo, seguimos hacia el norte. Me gusta. —Cuando un plan consiste
en salir corriendo, estoy dentro.
—¿Y él? —Ninguna de las soluciones para Meegan parecía buena. Yo no quería
dejarlo ir, no quería mantenerlo con nosotros, pero a pesar de que hago caer a mis
semejantes a cada paso, no tengo asesinatos en mí.
—Que se una a sus amigos. —Snorri anudó una mano en las cuerdas alrededor de las
muñecas de Meegan y lo levantó de un salto.
—Eh, ahora, difícilmente parece justo. Él iba a matar…
Snorri dio tres zancadas, arrastrando Meegan hasta el borde donde la roca se desprendía
en un solo paso… y lo empujó.
—Esos amigos.
El gemido de desesperación de Meegan terminó con un golpe seco y el sonido de algo,
o cosas, corriendo hacia el lugar que él golpeó. Snorri se encontró con mi mirada
sorprendida.
—Trato de ser un hombre justo, para vivir con honor, pero si vienes contra mí armado
y buscando quitarme la vida, no caminarás de nuevo.
Capítulo 15
No está recomendó pasar la noche en las montañas. Noches donde la oscuridad está
llena de los sonidos de los hombres muertos, que tratan de subir a donde estás
temblando bajo las mantas delgadas, incluso menos que eso.
Finalmente llegó la mañana. Eso es lo que importa.
—Así que curaste a ese hombre —Snorri encabezó la marcha a través de la ladera de
la montaña, en busca de un camino que no fuera accesible a los cadáveres en nuestro
paso.
—No, no lo hice. —Negar todo era una política que había adoptado a temprana edad—
. ¡Mierda! —Perdí el equilibrio y fijé la bota con más fuerza de lo previsto. Las
candentes agujas de dolor punzando desde el tobillo me hicieron saber que conseguir
llegar abajo de la montaña iba a doler.
—Él tenía un desgarrón en el brazo más profundo que el corte que tengo en mi vientre.
—No. Sólo su chaqueta. Un gran agujero en su chaqueta, un pequeño rasguño en el
brazo. Él sangraba mucho. Eso es probablemente lo que te engañó. Yo sólo limpié un
poco la sangre. Podía ver hacia donde iba esto. Snorri quería el mismo tratamiento.
Bueno, no. El corte en el brazo de Meegan había succionado demasiado de mi energía.
Toda una noche con las hermanas DeVeer me podría haber dejado apenas
sosteniéndome en las piernas. Las lesiones de Snorri me dejarían arrastrándome—. Lo
siento, pero yo… ¡Ay, Cristo sangrante, eso duele! —Un ligero golpe de mi tobillo
contra una roca.
—Por supuesto —dijo Snorri—. Un hombre que pudiera eliminar una herida como esa
habría arreglado su propio tobillo a estas alturas. Debo haberme equivocado.
Di otros tres pasos dolorosos mientras que mi tobillo se hundía, luego me senté en la
roca más cercana.
—Sabes, duele mucho. Voy a tratar de frotar un poco de vida de nuevo en él. —Traté
de ser subrepticio al respecto, pero él se quedó allí mirando, con los brazos cruzados,
como un gran nórdico sospechando. La idea de caminar hacia abajo con un tobillo en
buen estado resultaba demasiada tentadora. Con los dientes apretados y la mandíbula
apretada, uní las manos alrededor de la articulación y las tensé. Snorri levantó una ceja.
Busqué cualquier magia que hubiera ardido en mí y presioné con más fuerza.
—Yo, em, puedo dejarte si necesitas un momento de tranquilidad. —La línea apretada
de los labios en esa barba negra no daba ninguna indicación de que se estuviera
burlando de mí.
—Te estás burlando, ¿no es así?
—Sí.
Me solté y le di a mi tobillo un movimiento experimental.
—Hijo de p… —las palabras se convirtieron en un aullido inarticulado.
—¿No está sanado, entonces? —preguntó Snorri.
Me puse de pie lentamente. Parecía que todo lo que había hecho para Meegan era como
un cosquilleo, algo que no te puedes hacer a ti mismo. Y en definitiva, la curación de
Meegan había sido una completa pérdida de esfuerzo, dado que Snorri lo había
empujado sobre la cornisa un minuto o dos más tarde. Tal vez había sido cosa de una
sola vez. Eso esperaba.
—¿Quieres un poco? —Tendí una mano hacia la cintura de Snorri.
Dio un paso con fuerza hacia atrás.
—Mejor no. Pasan cosas malas si nos tocamos, y tengo la sensación de que sería peor
que la última vez.
Recordé alcanzar su mano cuando me resbalaba por la montaña. En retrospectiva el
daño hecho a mi tobillo podría haber sido el menor de los dos males. Si yo hubiera
logrado agarrarme, podríamos simplemente habernos quemado igual que el hombre
muerto.
—¿Qué está pasando? —Sostuve las manos, con las palmas hacia mí—. Ese hombre
muerto se quedó frito donde lo toqué. Y tú. —Me giré para mirar a Snorri, ahora
enfadado, asustado y enojado y en ese momento sin importarme si él se ofendía—. ¡Tú!
Hay algo malo contigo, nórdico. He visto esos ojos negros. Vi… humo, infierno, voy
a llamarlo por lo que es, vi un oscuro remolino que te rodeaba cuando mataste a esos
hombres, al igual que tu hacha estaba cortando las cosas en el aire. —Hice la conexión
entonces. Debería haberlo visto antes—. Eso es lo que hay en ti, ¿no es así? Ojos
oscuros, sueños oscuros. ¡Oscuridad!
Snorri levantó el hacha, deslizando un ojo especulativo por su longitud. Por un
momento pensé que podría golpearme, pero negó con la cabeza y me ofreció una
sonrisa sombría.
—¿Hasta ahora no habías entendido? Es la maldición que trajiste sobre mí. Sobre
nosotros. Tu bruja, la Hermana Silenciosa. Su maldición. Ese hechizo roto, esa doble
grieta, corriendo detrás de ti, oscuridad y luz. Yo recibí la oscuridad, tú recibiste la luz,
ambos susurrándonos, y ambos queriendo salir.
—En el Norte las mujeres sabias dicen que el mundo es una tela, tejida a partir de
muchas hebras y estirada a través de lo que es real. El mundo que vemos es delgado.
—Levantó el pulgar y el dedo, casi tocándose—. Cuando se rompe, las verdades más
profundas escapan. Y estamos desgarrados, Jal. Estamos llevando heridas que no
podemos ver. Estamos llevándolas al norte y los muertos quieren detenernos.
—Mira, vamos a volver. Mi abuela es la Reina Roja, maldita sea. Ella puede arreglar
esto. Volveremos y…
—No —Snorri me cortó—. Saqué al príncipe fuera del palacio, pero el palacio todavía
está aún abarrotado con firmeza en el culo del príncipe. Tienes que dejar de quejarte
de cada dificultad, dejar de perseguir a todas las mujeres en las que pones los ojos, y
concentrarte en sobrevivir. Aquí afuera… —Agitó el hacha hacia la soledad de las
montañas—. Aquí, lo que necesitas es a vivir el momento. Mira el mundo. Eres un
hombre joven Jal, un niño que se niega a crecer. Hazlo ahora, o morirás joven. Lo que
sea que esté detrás de esta persecución, comenzó en Vermillion. Cualquiera que sea la
guerra que se está luchando, allí se está perdiendo. El Rey Muerto está tratando de
matarnos porque estamos llevando la fuerza de la Hermana al norte.
Me puse de pie.
—¡Entonces dejemos de ir al norte! Regresemos. ¡Hagamos esto bien! Es una tontería
de todos modos. Todo fue un accidente. Sólo mala suerte. Nadie podría haberlo
planeado. Todo es un error.
—Yo también la vi, Jal. Esta Hermana Silenciosa tuya. —Snorri puso la punta del dedo
índice justo por encima de su pómulo—. Tenía un ojo blanco.
—Sí, ciega a medias. —Ojo perlado. Le había llamado así a la mujer del ojo ciego
durante años antes de que supiera cualquier otro nombre.
Snorri asintió.
—Ella ve el futuro. Miró demasiado lejos y se cegó. Pero todavía tiene un segundo ojo
para mirar. Ella miró a través de la esperanza no cumplida y vio lo suficiente como
para saber que escaparías, me encontrarías y llevaríamos su poder al norte.
—Diablos. —No parecía que hubiera mucho más que decir.
***
Encontramos una ruta bajando las montañas que no permitía que los hombres muertos
nos siguieran, aunque se podría decir que estuvieron lo suficientemente cerca de
matarnos. Digo "nosotros", pero Snorri dirige el camino. Mis habilidades de
orientación son más adecuadas para la ciudad, donde puedo encontrar algún bar de
calle con habilidad infalible. En las montañas soy más como el agua. Me dirijo hacia
abajo, cayendo sobre las rocas cuando es necesario.
En su prisa los mercenarios que se retiraron no habían recogido todas las monturas de
sus compañeros caídos, y mejor aún, encontramos a Ron y Sleipnir explorando en las
laderas más bajas. Ninguno de los caballos eran algo de lo que presumir, pero estaban
acostumbrados a nosotros, y los cargamos con las cosas más útiles que pudimos robar
del camino antes de retirarnos. Sleipnir continuó su mascar plácidamente en la hierba
de la sierra mientras Snorri apiló su botín sobre ella, estremeciéndose sólo cuando él
subió encima. Para ser justos, parecía como si debieran turnarse; pensé que el nórdico
era plenamente capaz de llevar a su yegua hasta el valle.
—Tenemos buscar a Edris y sus amigos —le dije. No es que hubiera dejado de hacer
exactamente eso en algún momento—. Ah, y esa perra nigromante. —La idea de una
belleza que promete la muerte acechando entre las rocas era inquietante. Que pudiera
asustar a Edris con sólo una mirada, regresar a los muertos, y bien pudiera filtrarse en
nuestro campamento, en medio de la noche, era material para pesadilla; no es que
planeara dormir de nuevo. Nunca.
—Y Maeres todavía podría tener un espía pisándonos los talones…. y si esos cadáveres
saben dónde b…
—¿Qué tal si sólo estamos pendientes de los problemas? —Y Snorri lideró el camino
hacia el norte.
***
Pasamos otra noche en terreno elevado, nuestras camas tan frías y pedregosas como las
de antes, las sombras igual de amenazantes. Peor aún —como si pudiera empeorar— a
medida que el sol se puso, Snorri se volvió distante y extraño, con los ojos bebiendo
en la penumbra y haciéndose incluso más negro de lo que había sido en la matanza del
enemigo y pintando las laderas de rojo. La forma en que me miró, antes que el último
pedazo ardiente del sol cayera detrás del hombro de la montaña, me hizo considerar
alejarme cojeando tan pronto como se fuera a dormir.
Aunque minutos más tarde me pareció ver volver a su viejo yo y me recordó apuntar
pendiente abajo si la naturaleza llamaba en la noche.
Con las montañas degradando al paisaje, seguimos las tierras fronterizas, primero a lo
largo de la frontera con Scorron, y pronto sería la frontera con Gelleth. Snorri mantenía
los ojos fijos siempre en el horizonte, buscando el norte, los míos siempre hacia el sur,
hacia el hogar, y para percibir qué peligros podrían estar en nuestros talones. Las zonas
fronterizas ofrecen viajes rápidos a los que no están tratando de cruzar con la gente que
a menudo habita allí, los cuales frecuentemente están ocupados con sus vecinos y no
tan dispuestos a cuestionar a los viajeros, detenerlos, o para obtener impuestos de ellos.
Estas tierras son, sin embargo, lugares insalubres a la relajación. Muchas de mis peores
experiencias se produjeron en la frontera de la Marcha Roja con Scorron, de hecho,
todas ellas desde que conocí a Snorri.
En la provincia de Aperleon, el reino de Rhone se encuentra con el ducado de Gelleth
y el principado de Scorron. Monumentos a los muertos de un centenar de batallas llenan
las elevaciones, la mayoría en ruinas, pero la tierra es abundante y la gente vuelve a
reasentarse una y otra vez, ya que están acostumbradas. Snorri encabezó la el camino
a lo largo de la aproximación a la ciudad de Compere, famosa por su sidra y por la
calidad de tapices tejidos allí. No podía decir de donde había aprendido esas cosas,
pero el nórdico siempre obtenía alguna nueva información de una u otra forma, incluso
por el más pequeño intercambio con los transeúntes.
El verano nos alcanzó por fin y montamos bajo el brillante sol, sudando bajo las ropas
de viaje manchadas, arrojando sombras oscuras y espantando a las moscas. Vimos
algunas personas, luego menos, todos alejándose en sus propios caminos,
retrocediendo como si pudiéramos contagiarlos.
Más adelante, la tierra adquirió un aire descuidado. Ron y Sleipnir andaban con lentitud
y plácidamente entre altos setos, la piel blanca de Snorri se puso roja bajo el sol, y por
un momento comencé a sentirme a gusto, arrullado por el calor y la paz de los cultivos.
No duró mucho. Pronto nos encontramos con campos sin cultivar y cubiertos de
maleza, casas rurales vacías, los animales fugados.
En lugar la tierra revuelta, un timón abandonado, una mano picoteada por un cuervo.
Un escalofrío volvió a mí, a pesar del calor del día.
El castillo de la Maldición de Rewerd —la sede ancestral de la Casa Wainton— se alza
en un alto risco de roca pálida algunos kilómetros más allá de la ciudad de Compere.
Nos contempló con ojos vacíos, las paredes negras con humo, los acantilados debajo
de ella aun manchados de un color oxidado, como si la sangre de los últimos defensores
se hubiera derramado de las puertas y se desbordado por la meseta. El sol había
comenzado a hundirse detrás de la fortaleza, haciendo siluetas dentadas de las almenas
y enviando su sombra inquisitiva hacia nosotros, un dedo acusador, largo y oscuro.
—Esto es reciente. —Snorri respiró hondo por la nariz—. Se puede oler el carbón.
—Y la putrefacción. —Lamenté oler tan profundamente—. Vamos a buscar otro
camino.
Snorri negó con la cabeza.
—¿Crees que algún camino es seguro? Lo que sea que sucediera aquí ya ha pasado. —
Señaló a una neblina tenue por delante, senderos indistintos de humo que se elevaban
para unirse a ella—. Los incendios han quemado casi todo. Encontrarás más paz en
estas ruinas que en cualquier otro lugar. El resto está a la espera de convertirse en
ruinas. Aquí ya ha sucedido.
Y así cabalgamos y llegamos por la noche a la desolación de Compere.
***
—Esto fue por venganza. —Las murallas habían sido derribadas, en ninguna parte en
pie eran más altas que tres piedras encima una de otra—. Castigo. —Pasé por encima
de los escombros. El calor todavía se elevaba del suelo. Más allá de un bosque de
mástiles ennegrecido, una alfombra de cenizas se dirigió a lo lejos hasta que el humo a
la deriva se lo tragó.
—Asesinato. —Snorri se asomó por encima de mi hombro, con una quietud en él.
—Ellos nunca tuvieron la intención de tomar este lugar —le dije—. Quien sea que
fueran “ellos”. Podrían haber sido tropas de Gelleth, una incursión de Scorron, o
incluso un ejército Rhonish reclamando lo que se había tomado. —Nunca había visto
algo por el estilo—. Yo sabía que las disputas de los Cien dejaron este tipo de daños a
su paso, pero no había visto algo como esto.
—Yo sí. —Snorri se adelantó a grandes zancadas sobre los restos de lo que había sido
Compere.
Hicimos un campamento en las ruinas. Los remolinos de ceniza hacían que nos picaran
los ojos e hicieron a los caballos toser, pero la noche estaba sobre nosotros y Snorri se
mostró poco dispuesto a seguir adelante. Por lo menos no tuvimos que elegir entre el
riesgo de un fuego y un campamento frío. Compere vino con sus propios fuegos. Camas
de brasas muertas en el centro, pero dando un gran calor.
—He visto cosas peores —Snorri se repitió a sí mismo haciendo a un lado el guiso que
había preparado—. En los Ocho Muelles los isleños hicieron el trabajo rápido y
siguieron adelante. En Orlsheim, más arriba del Uulisk, se tomaron su tiempo.
En las ruinas, Snorri una vez más me llevó hacia el Norte, serpenteando su relato en
torno a la noche.
***
Snorri siguió las pistas de los Raiders por el deshielo. Sus naves se habían ido, tal vez
a alguna caleta apartada para refugiarse de la tormenta y los ojos hostiles. Él sabía que
estarían planeando un regreso para recoger a los nigromantes de las Islas Sumergidas,
sus tropas y sus cautivos. Incluso en la primavera, el interior era un lugar inhóspito, en
este norte lejano. Los Broke Oar se lo habrían contado. Cuántos de los cautivos podrían
estar en los barcos y cuántos con los Raiders, Snorri no podía decirlo.
A los Raiders, sin embargo, los podría seguir y, finalmente, lo llevarían a sus naves.
Orlsheim estaba cinco kilómetros tierra adentro, en el borde de Uulisk, donde el fiordo
comenzaba a disminuir y los bosques de pino casi alcanzaban el agua en las pendientes
más suaves en los Ocho Muelles. Los Brettans habían dejado un amplio sendero,
agobiados por llevar muchos cautivos. Aparte de Emy sólo había habido un puñado de
muertos: tres bebés en brazos, masticados y desechados, y Elfred Ganson, le faltaba
una pierna y dejado atrás para desangrarse hasta morir. Snorri supuso que los
asesinados en la batalla serían añadidos a las filas de siervos nigromantes y se dirigirían
a traspiés hacia Orlsheim. Snorri no podía adivinar cómo Elfred llegó a perder una
pierna, pero al menos le había evitado el horror de una muerte viviente.
Donde el asentamiento en Ocho Muelles se había construido de piedra, las casas de
Orlsheim eran de madera, algunas construcciones toscas de troncos y zarzos, otras
construcciones de botes de tablas como si fueran barcos, desafiando el clima con la
misma obstinación que los buques de los Vikingos ofrecieron al mar. El humo había
señalado la destrucción de Orlsheim incluso desde la puerta de la casa de Snorri, pero
no fue hasta los últimos pocos cien metros se había imaginado él que el fuego hubiera
sido tan consumador. Incluso el gran salón de celebraciones de Braga Salt no era más
que un montón de brasas abandonado, cada viga del techo consumida, sus dieciocho
pilares, cada uno más grueso que un mástil y tallados profundamente con cuentos, todo
devorado por las llamas.
Snorri siguió adelante, dejando las orillas de Uulisk cuando las pistas de los Raiders
giraron para bordear Wodinswood, un denso y poco acogedor bosque que alcanzaba
cincuenta kilómetros y más hasta las faldas de Jorlsberg donde terminaba. Los hombres
llamaron a Wodinswood el último bosque. Si giras el rostro hacia el norte ya no
encontrarás más árboles. El hielo no lo permitiría.
Y en los márgenes de ese bosque, donde tantas veces había ido en busca de los renos
que exploraban el musgo de los árboles, Snorri encontró a su hijo mayor.
***
—Supe que era él en el momento en que lo vi —dijo Snorri.
—¿Qué? —Sacudí la cabeza, librándome del sueño que el nórdico había tejido. Se
dirigía directamente a mí ahora, demandando una respuesta, exigiendo algo; tal vez
solo mi compañía en este momento de redescubrimiento.
—Sabía que era él, mi hijo… Karl. A pesar de que estaba muy por delante. Hay un
rastro de ciervos junto a Wodinswood desde el Uulisk, ampliado en el barro por los
Raiders, y él yacía al lado. Supe que era él por su cabello, rubio claro, como su madre.
No Freja, ella dio a luz Egil y Emy. La madre de Karl era una chica que conocí cuando
no era mucho más que un niño: Mhaeri, la hija de Olaaf. No éramos más que niños,
pero hicimos un niño.
—¿Qué edad? —le pregunté, sin saber realmente si me refería a él o el chico.
—Debíamos haber tenido catorce veranos. Ella falleció trayéndolo al mundo. Murió
justo entrando en los quince años. —El viento cambió y nos envolvió en un humo más
denso. Snorri se sentó sin movimiento, la cabeza inclinada sobre las rodillas. Cuando
el aire se aclaró, habló de nuevo—. Corrí hacia él. Debería haber sido cauteloso. Un
nigromante podría haber dejado su cadáver para abordar a cualquiera que los estuviese
siguiendo. Pero ningún padre tiene esa precaución. Y a medida que me acercaba vi la
flecha entre sus hombros.
—¿Escapó, entonces? —pregunté, para dejarlo tener su orgullo en eso por lo menos.
—Se liberó —Snorri asintió—. Un muchacho grande, como yo, pero era más un
pensador. La gente siempre dijo que pensaba demasiado, dijeron que yo siempre sería
el mejor Vikingo no importa lo fuerte que creciera él. Dije que él siempre sería mejor
hombre y que eso importaba más. Aunque nunca se lo dije, y ahora desearía haberlo
hecho. Ellos los habían tenido con grilletes de hierro, pero él se liberó.
—¿Él estaba vivo? ¿Te lo dijo? —pregunté.
—Aún tenía un último aliento. No lo usó para decirme cómo escapó, pero yo pude ver
las marcas de hierro y tenía las manos fracturadas. No puedes escapar de los grilletes
de esclavos sin fracturarte los huesos. Sólo tenía cuatro palabras para mí. Cuatro
palabras y una sonrisa. Primero la sonrisa, a pesar de que la vi a través de lágrimas,
conteniendo mis maldiciones para poder oírlo. Podría haber estado allí antes, podía
haber corrido, encontrarlo horas antes. En cambio yo había recogido mis pertenencias,
mis armas, como si fuera a la caza. Debería haberlos perseguido en el momento en que
el banco de nieve cedió. Yo… —La voz de Snorri se había llenado de emoción y ahora
se había desmoronado. Se quedó sin palabras, con la mandíbula caída, tenía espasmos
en la cara. Bajó la cabeza, derrotado.
—¿Qué dijo Karl? —No podría decir en qué parte del relato había empezado a
importarme la historia del nórdico. El preocuparme por otros nunca fue mi fuerte. Tal
vez fue la semana que pasamos juntos en el camino lo que me hizo hacerlo, o más bien
algún efecto secundario de la maldición que nos encadenaba, pero me encontré
sintiendo el dolor con él, y no me gustó ni un poco.
—Ellos quieren la llave —le habló a al suelo.
—¿Qué?
—Eso es lo que él me dijo. Utilizó su último aliento para decirme eso. Me senté con
él, pero no tenía más palabras. Duró una hora más, menos que eso tal vez. Esperó por
mí y luego murió.
—¿Una llave? ¿Qué llave? Eso es una locura. ¿Quién haría todo eso por una llave?
Snorri negó con la cabeza y levantó una mano como si estuviera pidiendo tiempo.
—Esta noche no, Jal.
Fruncí los labios, le miré, encorvado ante mí, y me tragué todas las preguntas que me
burbujeaban en la lengua. Snorri me lo diría o no. Tal vez él ni siquiera lo sabía. De
cualquier manera, no era de gran importancia para mí. El Norte sonaba más terrible
cada minuto y, mientras estaba apenado por las pérdidas de Snorri, no tenía ninguna
intención de perseguir a los hombres muertos a través de la nieve. Sven Broke-Oar se
había llevado a Freja y Egil al Hielo Amargo. Snorri parecía pensar que su esposa e
hijo estaban todavía vivos; y tal vez lo estuvieran. De cualquier forma, ese era un asunto
entre Snorri y el Broke-Oar. En algún lugar entre nosotros y el hielo del norte habría
un medio para liberarnos a ambos, y en ese momento me iría antes de que la A de Adiós
hubiera dejado la barba del nórdico.
Nos sentamos en silencio. O casi silencio, pues parecía como si la voz de Baraqel
hablara un poco más allá del borde de la audición, apacible y llena de música. Después
de un tiempo me acosté y puse la cabeza en la mochila. El sueño me tomó lo
suficientemente rápido y, como si me hubiera atrapado oyendo la voz, vino con más
claridad de modo que en los momentos antes de soñar se apoderara de mí y de la voz,
casi podía distinguir las palabras. Algo sobre el honor, sobre ser valiente, acerca de
ayudar a Snorri encontrar su paz…
—Joder —le contesté. Las palabras murmuradas medio dormido por los labios flojos;
pero, no obstante, sinceras.
Capítulo 16
Llegamos a Ancrath por los caminos fronterizos entre Ródano y Gelleth. Snorri viajó
con precaución instintiva que nos mantuvo a salvo en varias ocasiones,
manteniéndonos en medio de un bosque mientras tropas de combate harapientas
marchaban al sur, llevándonos dentro del maíz cuando unos forajidos pasaron en busca
de maldad. Yo era más agudo para evitar este tipo de encuentros que Snorri, pero mis
sentidos estaban mejor afinados para detectar la aproximación de problemas en una
sala de fiesta llena de gente o a través de los humos de un salón de opio, que a caballo
por campo abierto.
En la ciudad de Oppen, a unos pocos kilómetros en Ancrath, compré ropas de viaje
más útiles. Me aseguré de comprar de calidad suficiente para señalarme como un
hombre de distinción, aunque, por supuesto, normalmente no sería visto muerto con
botas gruesas y con prendas hechas para ser resistentes. Había rechazado la idea de
dejar que un hombre de Rhone me midiera para la capa y el sombrero, pero decidí que
podía sufrir las atenciones de un sastre de Ancrath. Snorri resopló y pataleó tanto
durante las pruebas que tuve que mandarlo a buscar un hacha más adecuada a sus
gustos.
En el momento en que se había ido empecé a sentir un malestar. Nada que ver con el
ligero estiramiento de las magias que nos ataban, y todo que ver con la certeza de que
la nigromante que había buscado nuestras muertes en Chamy-Nix seguía siendo
insistente en nuestro rastro. Ella o aquella criatura que me había mirado desde detrás
de una máscara en la ópera.
La trampa de la Hermana Silenciosa había sido puesta para uno. Estaba seguro de ello
ahora. Había sido preparada para sacrificar las vidas de doscientas personas,
incluyendo algunos de los mejores de Vermillion —incluyéndome a mí, maldita sea—
para quemar a ese monstruo. Sólo podía rezar para que la grieta que había puesto en su
hechizo mientras escapaba no lo hubiera dejado libre. Y, por supuesto, otros agentes
del Rey Muerto podrían estar al acecho a la vuelta de la esquina. ¡Incluso en una
sastrería!
Al final me fui de Oppen con una sensación de alivio. Estar en movimiento se había
convertido en un hábito, y no estaba seguro de que alguna vez me volviera a sentir
completamente cómodo estableciéndome en un solo lugar de nuevo.
Rodeamos las montañas Matterack, una cordillera hosca, con nada de la grandeza de
los Aups, y encontramos nuestro camino a tiempo al Camino de Roma, del cual había
discutido durante mucho tiempo que deberíamos haber seguido todo el camino.
—Está mejor pavimentado, es más seguro, equipado con pensiones y prostíbulos, a
intervalos regulares, pasa a través de dos docenas de ciudades importantes…
—Y es observada con facilidad —Snorri guio a Sleipnir hacia fuera a las antiguas losas.
Ella de inmediato comenzó a repiquetear. Creo que ese ruido, de herradura sobre
piedra, es el sonido de civilización. En el campo todo es barro. Prefiero un repiqueteo
sobre un pisoteo cualquier día.
—Así que, ¿por qué nos estamos arriesgando ahora?
—Velocidad.
—¿Hará que…—Me tragué las palabras. ¿Haría alguna diferencia? Para Snorri la
haría. Su esposa y su hijo menor habrían estado cautivos durante meses ahora, incluso
antes de que hubiera sido arrastrado encadenado a Vermillion. Y si habían aguantado
todo ese tiempo, trabajando en alguna tarea que los nigromantes de las Islas
Sumergidas les impusieron, lo más probable era que unos pocos días, de cualquier
forma, no harían mucha diferencia en su situación. Sin embargo no podía decirle eso a
él. Sobre todo porque aprecio mis dientes, pero también porque el ángel que me susurra
no lo aprobaría, y no quieres molestar a un ángel que vive debajo de la piel. Son la peor
clase.
—Hemos estado haciendo un buen tiempo, yendo a nuestro ritmo para el viaje. ¿Por
qué tenemos que viajar más rápido ahora, de repente? —Me decidí por dejar que él lo
dijera por sí mismo. Es más difícil mentirse a uno mismo en voz alta con una audiencia.
Hacer que me dijera que todavía realmente creía que su esposa y su hijo vivían.
—Ya lo sabes —Me dirigió una mirada oscura.
—Dímelo de todos modos —dije.
—Las voces. Tenemos que superar esto y terminarlo, quitarnos la maldición de esa
perra, antes de que la voz que oigo deje de sugerir y comience a gritar.
Eso me dejó con la boca abierta y nada que decir. Ron golpeó sus cascos en el camino
hasta otros veinte metros del Camino de Roma antes de que encontrara el aplomo para
apretar los labios.
—¿Estás intentando decirme que no escuchas una voz? —Snorri se inclinó alrededor
de la silla de montar para fruncirme el ceño. Podía hacer el tipo de mueca que te
recordaba que le puso nombre a sus hachas.
Difícilmente podía negarlo. La voz que había susurrado más allá del borde de la
audición en Compere, se había vuelto más clara día a día, y sus indicaciones eran más
frecuentes. Se hacía más fuerte cada amanecer. Al principio me había imaginado que
esto era a lo que la gente, como la prima Serah, se refería cuando me instaba a escuchar
a mi conciencia. Pensé que tal vez el exceso de aire fresco y una falta de alcohol me
habían abierto al irritante monólogo de la conciencia por una vez en mi vida. Sin
embargo, mañana tras mañana de piadoso sermón me hacía dudar de mi teoría.
¿Seguramente todo el mundo no podía ir por ahí con un vigilante enfermo por la moral
intimidando en cada momento de sus vidas? ¿Cómo permanecerían vagamente en su
sano juicio? ¿O divertirse?
—¿Y qué te dice la voz? —le pregunté, todavía sin admitir nada.
Snorri volvió su mirada hacia el camino por delante, mostrándome sus anchos
hombros.
—Soy un oscuro comprometido Jal. Agrietado por él. ¿Qué tipo de secretos crees que
susurra la noche?
—Hmm. —Eso no sonó bien, aunque francamente, no me hubiera importado el
intercambio. Sugerencias desagradables burbujeaban de la oscuridad del fondo de mi
mente todo el tiempo. La mayoría las ignoraba con bastante facilidad. Por otro lado,
ser reprendido por mis propios defectos morales a cada paso, estaba resultando más
molesto.
— ¿Tu voz tiene nombre?
—Ella se llama Aslaug.
—¿Ella? ¿Tienes una mujer? —No podía ocultar la queja en mi voz. Tampoco lo
intentaba.
—Loki se acostó con una jötnar, una belleza con la sombra de una araña. —Snorri
sonaba cohibido, ningún indicio del narrador ahora, vacilando mientras repetía detalles
desconocidos—. Ella dio a luz un centenar de hijas en los lugares oscuros del mundo,
y ninguno de ellas salió a la luz. El Viejo Elida solía contarnos ese cuento. Ahora una
de esas hijas camina en mi sombra.
—Entonces tú tienes una belleza con la mente sucia, y a mí me dieron un aguafiestas
piadoso. ¿Dónde está la justicia en eso?
—¿Cómo se llama? —Snorri me miró.
—Baraqel. Supongo que mi padre solía hablar mucho de él desde el púlpito. Sin
embargo, que me aspen si conozco el nombre. —Estaba seguro de que Baraqel estaría
deseoso de que yo cargara con su descendencia si le daba la oportunidad. Parecía ser
una voz sin cuerpo al que le gustaba el sonido de sus propias declaraciones.
Afortunadamente sus visitas se limitaban a los pocos minutos entre el sol coronando el
horizonte y luego desapareciendo. El resto del tiempo casi podía ignorarlo. Y que
conmigo, estando hecho casi totalmente de pecados que necesitaban ser denigrados, no
dejaba mucho tiempo para otros asuntos.
—Bueno —dijo Snorri—, está bastante claro que tenemos que darnos prisa, antes de
que Baraqel haga de ti un hombre decente. Y antes de que Aslaug haga de mí uno malo.
Ella no te quiere Jal, deberías saberlo.
—Deberías escuchar lo que Baraqel tiene que decir sobre mi elección de compañero
de viaje pagano. —No fue mala respuesta, pero mi irritante ángel elevaba a Snorri
como una especie de dechado de virtudes durante nuestras charlas de la mañana, así
que era mejor que el nórdico no lo oyera después de todo.
Cabalgamos todo el día y por una vez el sol brillaba. Parecía que Ancrath estaba
disfrutando del verano que tanto tiempo nos había sido negado en nuestro camino. Tal
vez el clima distorsionaba mi juicio, pero tengo que decir que Ancrath me pareció un
buen rincón del imperio: libre de la mancha Rhonish, tierras fértiles bien cultivadas,
campesinos agradables y humildes, y los de las clases mercantiles tan serviles como
deseas en busca de una moneda.
Mantuve estrecha vigilancia sobre Snorri todo ese día para detectar cualquier signo de
maldad, aunque no tenía idea de lo que haría al respecto si viera alguno. Estar
encadenado a un vikingo hambriento de batalla, en camino a una misión de rescate
suicida, había sido bastante angustioso. Ahora estaba encadenado a uno que podría
convertirse en una criatura de la noche rápidamente a la mínima señal.
El día transcurrió bastante pacífico y Snorri no mostró inclinación hacia las actividades
demoníacas tradicionales, aunque me convencí a mí mismo de que su sombra era
mucho más oscura que la de todos los demás y me encontré mirándola de vez en
cuando, en busca de cualquier indicio de su nueva amante.
Mi propia pequeña bendición de la Hermana Silenciosa me despertó en el momento de
la salida del sol al igual que los gallos carraspeaban para el primer canto del día.
—El pagano se ha convertido en un siervo de la oscuridad. Debes denunciarlo a algún
elemento de la inquisición de la iglesia. —Baraqel habló más que suficiente, pero hay
algo en una voz detrás del tímpano que es difícil de ignorar. También tenía un tono
muy irritante acerca de él.
—¿Q-qué?
—Haz que lo arresten.
Bostecé y me estiré. Encantado de encontrarme a mí mismo en una cama por una vez,
aunque sin compañía.
—Pensé que Snorri era tu chico de oro. ¿Todo lo que yo debería aspirar a ser?
—Incluso un pagano puede encarnar rasgos de personalidad que pueden ser admirados,
y los buenos modelos de conducta son difíciles de encontrar en las tierras remotas,
Príncipe Jalan. Sin embargo, su falta de fe verdadera lo dejó abierto a la posesión y ha
sido contaminado más allá de la salvación. Ahora el dolor y el fuego son su última y
mejor opción para reducir su condena en el infierno.
—Hmmm. —Me rasqué las bolas. Pulgas poco familiares eran un pequeño precio a
pagar por la comodidad de una cama—. Dudo que él me diera las gracias por el favor.
—Los deseos de Snorri no tienen importancia, Príncipe Jalan. El mal que lo ha poseído
debe ser quemado. Ella debe ser echada al fuego y…
—¿Ella? Así que ya conoces a la pasajera de Snorri, ¿verdad? ¿Vieja amiga tuya?
—Pones en peligro a tu alma cada vez que te burlas de mí, Jalan Kendeth. Yo soy el
siervo de Dios en la tierra, descendido del cielo. ¿Por qué…
—¿Por qué Dios crearía las pulgas? ¿Alguna vez te lo dijo? ¡Ah, te tengo pequeño
bastardo! —Lo aplasté entre dos uñas—. Entonces, ¿qué tenemos para hoy, Baraqel?
¿Alguna cosa útil que debería saber? Escuchemos algo de esa sabiduría divina. —No
era tanto que yo no creyera que fuese un ángel, y ciertamente no estaba a punto de
disputar la existencia de tales —todavía llevaba en el cuello el rastro de moretones
donde un hombre muerto trató de estrangularme— era sólo que sentía Baraqel debía
de ser un ejemplo bastante pobre. Después de todo, los ángeles deben elevarse por
encima de ti en oro y plumas, llevando espadas de fuego y hablando con sabiduría en
distintas lenguas. No esperaba que se escondieran y me dieran la lata para levantarme
cada mañana, con una voz sospechosamente parecida a la de mi padre.
Baraqel permaneció en silencio durante unos momentos, y luego un gallo soltó un
aleluya estridente a la mañana cercana, y decidí que mi ángel se había marchado.
—Viajeros oscuros en la carretera. Nacidos de las llamas. Un príncipe les ha enviado.
Un príncipe del mal, de las tinieblas y de la venganza, un príncipe de un rayo. Un
príncipe espino. Ellos son su obra. Los mensajeros de la destrucción por venir.
El pronunciamiento me sobresaltó despertándome de nuevo.
—Ese es el tipo de tonterías que podría obtener del viejo adivino el Dr. Taproot por
media pieza de cobre. —Más bostezar, más rascarse—. ¿Qué príncipe? ¿Qué
destrucción?
—El príncipe espino. Aquel cuya dinastía derramará el cielo al infierno y deshará el
mundo en pedazos. Su don es la muerte de los ángeles, la muerte de… —Y
afortunadamente él se desvaneció, habiendo despejado el sol el horizonte en algún
lugar más allá de los confines mohosos de mi habitación.
Me estiré, bostecé, me rasqué, contemplé el fin de todas las cosas, y me volví a dormir.
Nos fuimos de la posada después de un desayuno de hígado y patatas fritas regados
con una pequeña cerveza. Hasta el momento la famosa cocina de Ancrath había
demostrado el aspecto menos atractivo del país, pero andar a caballo día tras día durante
semanas, da a un hombre un apetito del tipo que está listo para probar cualquier cosa.
Incluso caballo.
Volviendo al Camino de Roma una vez más desde el camino de tierra de la posada, caí
en mi ensoñación habitual, del tipo que es apto para que te maten en las tierras remotas,
pero es la clase de lujo que la civilización nos ofrece. Me di cuenta de que al mismo
tiempo no tenía ni idea de para qué era el hígado y que tampoco quiero volver a comerlo
otra vez, especialmente no para el desayuno con ajo.
Snorri me impidió seguir esa línea de pensamiento acercándose al camino justo delante
de mí. Un grupo andrajoso de viajeros se dirigían al norte hacia la ciudad de Crath,
bloqueando el camino, algunos empujando carros, otros trabajando en sus posesiones,
otros agitándose a lo largo en los harapos que vestían. Y entre ellos no se mostraba
ninguna extremidad limpia: Todas eran negras con suciedad de algún tipo.
—Refugiados —dijo Snorri
Viajeros oscuros. Un eco de la profecía de Baraqel cruzó por mi mente.
A medida que los alcanzábamos vi muchas heridas perforadas, aún en carne viva y
abiertas, y cada uno de ellos —hombre, mujer, niño— estaba negro por el hollín, o con
barro seco, o por ambos. Snorri empujó a Sleipnir entre ellos, pidiendo disculpas. Lo
seguí, tratando de no dejar que ninguno de ellos me tocase.
—¿Qué sucedió aquí, amigo? —Snorri se inclinó desde su silla de montar hacia un tipo
alto, un campesino delgado, con un rasgón feo a lo largo de la parte superior de su
cuero cabelludo.
El hombre le miró con los ojos en blanco.
—Raiders —En poco más que un murmullo.
—¿Dónde? —preguntó Snorri, pero el hombre se había apartado de él.
—Norwood. —Una mujer en el otro lado, de pelo gris y cojeando—. Lo quemaron
todo. Ahora no hay nada para nosotros.
—¿Las tropas del Barón Ken? ¿Está Ancrath en guerra? —Snorri frunció el ceño.
La mujer negó con la cabeza y escupió.
—Raiders. Hombres de Renar. Todo el lugar está siendo quemado. Algunas veces son
caballeros y soldados, a veces sólo chusma. Escoria del camino. —Se dio la vuelta, con
la cabeza baja, perdida en su miseria.
—Lo siento. —Snorri no trató de animarla o afirmar que su suerte mejoraría pronto,
pero dijo algo. Más de lo que yo sabría que decir. Una sacudida de las riendas y siguió.
Nos abrimos paso a través de los refugiados, treinta de ellos tal vez, y tomamos
velocidad. Fue un alivio estar libre de la peste. Había sido pobre por un día o tres y no
me había gustado ni un poco. Los supervivientes de Norwood habían sido lo
suficientemente pobres para empezar y ahora tenían nada más que necesidad.
—Están esperando a lanzarse a la misericordia del rey Olidan —dijo Snorri—. Ése es
su grado de desesperación.
Todavía me molestaba lo mucho lo que el nórdico sabía de las tierras que están al otro
lado del mar de las suyas. Había oído hablar de Olidan, por supuesto. Su reputación
había llegado incluso a mi mundo acogedor: La Abuela se quejaba de sus maniobras
políticas más que suficiente por eso. Pero no tenía ni idea de quién gobernaba en
Kennick y cómo estaban las relaciones entre Ancrath y su vecino fangoso. Snorri me
había reprendido por mi poca comprensión de la historia del imperio, pero le dije que
la historia sólo son noticias antiguas, una profecía de la cual ya había pasado la fecha
de caducidad. Los asuntos actuales eran más lo mío. Especialmente mis asuntos de
actualidad, y la ciudad de Crath podría mejorar aquellos sin fin. Había vino, mujeres,
y canto, algo que echaba de menos en nuestro largo y miserable viaje hasta el momento;
las mujeres en particular. Además, ¿qué mejor lugar para encontrar hombres sabios
para eliminar las cadenas de la Hermana Silenciosa que me habían unido a Snorri?
El Camino de Roma nos llevaba más ligeros que un río y tuvimos a la vista la ciudad
de Crath mientras el sol se sumergía detrás de sus torres, dibujando una arquitectura
negra de torres y extensiones. Había oído que la capital de Olidan competía con
Vermillion por la grandeza de sus edificios y la riqueza en ladrillos y mortero. Martus
la visitó en una embajada hace dos años y describió el palacio Ancrath como el muñón
de algún constructor de la torre, pero mi hermano siempre decía mentiras y yo sería
capaz de hacer mi propio juicio de eso muy pronto.
—Debemos rodear lo. —Snorri se había quedado atrás y cuando me di la vuelta todo
el rostro estaba cubierto de sombra, sólo los bordes de su frente y sus pómulos
capturaban el enrojecimiento de la puesta de sol.
—Tonterías. Soy un príncipe de la Marcha. Tenemos acuerdos con Ancrath y es mi
deber llamar al rey. —El deber no tenía nada que ver con eso. La ciudad de Crath era
mi última y mejor oportunidad de romper la maldición de la Hermana Silenciosa. Con
suerte el Rey Olidan podría ser persuadido para ayudarme. Tendría magos a su servicio.
E incluso sin su ayuda allí siempre habría forjadores de hechizos de uno u otro tipo en
una ciudad tan antigua. Nunca le había dado mucha importancia a tales cosas antes.
Humo, espejos y huesos antiguos, lo había llamado. Pero incluso un príncipe de la
Marcha Roja puede tener que corregir su opinión en alguna ocasión.
—No —dijo Snorri. No podía ver sus ojos en la penumbra, y como las sombras se
extendían por el camino, recordé que este sería el momento en el que ella le hablaba.
Aslaug, su espíritu oscuro, estaría susurrando su veneno mientras el sol caía del mundo.
—Apresurarnos sin estar preparados no te funcionó tan bien la primera vez, ¿o sí?
¿Deseas salvar a Freja? ¿Al pequeño Egil? ¿Cortar a Sven Broke-Oar en varios
pedazos? Es tiempo de que uses la cabeza, para entender a lo que nos enfrentamos y
formular un plan. —Tenía que activarle de alguna manera, aunque corría el riesgo de
provocar al vikingo en él y enfrentarme a las consecuencias—. Ésta es la ciudad de
Crath. ¿Cuánto de la sabiduría del mundo provenía de este mismo lugar? Profundiza
lo suficiente en lo que sea que digan los sabios y habrá un documento de las cámaras
acorazadas del Loove al final del mismo. —Hice una pausa para tomar aliento,
habiendo agotado todo lo que podía recordar diciendo a mis tutores acerca la ciudad de
Crath.
—¿No se emplearía bien el tiempo aquí? ¿Asesoramiento sobre la naturaleza de tu
enemigo? Tal vez un antídoto contra el veneno de un necrófago. O incluso una cura
para la maldición sobre nosotros. Estás arriesgando el Camino de Roma, corriendo a
toda velocidad hacia el norte, con la esperanza de llegar antes de que la oscuridad te
seduzca…. y la solución puede estar justo detrás de esas paredes. La Hermana
Silenciosa no es la única bruja en el Imperio Caído, ni mucho menos. Hallemos una
que nos pueda ayudar.
Nos miramos el uno al otro ahora, caballos frente a frente, esperando alguna respuesta.
El silencio se prolongó.
—Tienes razón —dijo Snorri por fin, y le dio un codazo a Sleipnir para marchar hacia
la ciudad. La sensación de alivio que se apoderó de mí al pasar duró poco. Se me
ocurrió que no sabía a ciencia cierta a quién le estaba hablando él. ¿A mí o a su
demonio? Esperé un minuto, luego me encogí de hombros y seguí cabalgando. ¿A
quién le importaba realmente? Obtuve lo que quería. Una oportunidad. Después de
todo, eso es todo lo que un hombre realmente necesita: una gran ciudad llena de pecado,
inmoralidad, y una oportunidad.
—Aslaug habla de ti —dijo Snorri mientras me aproximaba a su altura en el camino—
. Dice que la luz te convertirá… poniéndote en mi trayectoria. —Sonaba cansado—.
Dudo que la hija de Loki pueda decir cualquier cosa que no sea la mitad mentira, pero
tiene una lengua de plata y hasta una media mentira es una verdad a medias. Así que
escucha cuando digo que sería… un mal consejo… que te condujera a intentar
detenerme.
—Ja. —Le di una palmada en el hombro y deseé no haberlo hecho, mi mano
chisporroteo con magia dolorosa—. ¿Puedes pensar en alguien menos propenso que yo
a escuchar a un ángel, Snorri?
***
La ciudad de Crath abrió sus brazos y nos invitó a entrar. Nos dejábamos llevar a lo
largo de la orilla del río, disfrutando de la calidez de la noche. En todas partes a lo largo
del camino polvoriento, las posadas iluminaban el camino desde la derecha, las
barcazas desde la izquierda, amarradas y adornadas con faroles. La gente de la ciudad
bebía en las mesas, encima de barriles, de pie en grupos, tumbados en el césped, o en
las cubiertas de las barcazas. Bebían de tazas de barro, de estaño, boles de madera, de
las jarras, botellas, barriles, y aguamaniles, la forma de suministro era tan diversa como
las cervezas que corrían por tantas gargantas.
—Muy alegres, estos Crathianos. —El lugar ya había empezado a sentirse como en
casa. Cualquier ansia se había esfumado en el momento en que olí vino barato y
perfume más barato.
Un campesino de mejillas rubicundas se tambaleó hacia atrás en nuestro camino,
manteniendo de alguna manera su taza en un ángulo en que no se derramara la cerveza,
aunque tropezó como si estuviera en el mar en una noche de tormenta. Snorri me lanzó
una sonrisa, el humor negro de Aslaug lo había dejado con elevación ahora.
Una multitud de hombres en la barcaza de cerveza más cercana estalló en un coro de
"Lamento del granjero", una balada obscena que detalla en diecisiete versos las
atracciones que se puede y no se puede tener con el ganado. Me la sabía muy bien,
aunque en la Marcha Roja es un hombre Rhonish quién no tendrá paz hasta que agarre
lana, no un Highlander.
—Debe ser un día de fiesta. —Snorri respiró profundamente; el aire vino cargado con
olor carne asada. Ese es un olor que te deja el estómago gruñendo después de un largo
día de viaje. El estómago de Snorri prácticamente rugió—. No puede ser así todas las
noches.
—El príncipe perdido ha vuelto. ¿No lo sabías? —Una mujer borracha, pasando y
alcanzando a tocar el muslo de Snorri—. ¡Todo el mundo lo sabe! —Cambió de
dirección y se dirigió junto a Sleipnir, su mano aun explorando la pierna de Snorri—.
¡Oh! ¡Hay una gran cantidad de carne aquí abajo!
Un esposo o pretendiente logró enganchar la mano de la mujer y apartarla, frunciendo
el ceño todo el camino pero difícilmente estaba en posición de culpar a Snorri. Lo cual
era probablemente lo mejor, considerando todas las cosas. La observé irse. Tentadora
como el asado a su manera, bien alimentada, con grasa dirán algunos, pero alegre con
ello, brillo en sus ojos. Ella incluso tenía la mayoría de sus dientes. Suspiré. Había
estado demasiado tiempo en el camino.
—¿Príncipe perdido? —¿No había dicho Baraqel algo sobre un príncipe?
Snorri se encogió de hombros.
—Tú eres un príncipe perdido. Ellos siempre aparecen de nuevo. Algún hijo pródigo
ha regresado. Si eso pone a la gente de buen humor, entonces hace la vida más fácil.
Entramos, tomamos lo que necesitemos, nos vamos.
—Suena bien. —Por supuesto, no estábamos hablando exactamente de las mismas
cosas; pero sí sonaba bien.
Cruzamos el Sane por el Puente Real, una construcción amplia y atractiva asentada en
grandes pilas que deben de haber sobrevivido a los Mil Soles. La ciudad de Crath se
alzaba de los muelles en la orilla opuesta, expandiéndose sobre suaves colinas y
alcanzando las murallas de la Ciudad Vieja donde vivía el dinero, con vistas a lo que
poseía. El Castillo Alto esperaba en el medio de todo, muy por encima de nosotros.
Dejé que la pendiente guiara el camino. Nos llevó a un barrio mal iluminado, en donde
las alcantarillas corrían en hileras y los borrachos se tambaleaban por estrechos
senderos en el medio de los callejones, sin confiar en las sombras.
—Encontraremos un sitio aquí esta noche —le dije—. En algún lugar desagradable.
Mañana sería un príncipe de nuevo, llamando a las puertas de Olidan. Esta noche quería
sacar el máximo provecho de mi anonimato y disfrutar de los beneficios de la
civilización al máximo. Los beneficios de una civilización decadente. Si Baraqel me
iba a despertar con el canto del gallo para darme una conferencia sobre moralidad, bien
podría hacerlo digno de su tiempo. Además, si encontraba un bar lo suficientemente
bajo y despertaba en medio de tanto pecado como yo esperaba, él podría decidir no
aparecer.
—¿Allí? —Snorri apuntó hacia abajo a una vía lo suficientemente amplia como para
albergar las tabernas, las casas amontonadas con tres plantas de altura, cada pesada
plataforma de vigas sobrepasando la de abajo por lo que invadían la calle. El grueso
dedo de Snorri me dirigió hacia una de las varias señales que colgaban.
—“El Ángel Caído”. Suena bastante bien. —Me pregunté qué diría Baraqel de eso.
Con los caballos encargados a un mozo de cuadra y en el establo, seguí a Snorri dentro
del bar. Él tuvo que agacharse para evitar las linternas sobre la puerta de la calle, y
cuando se hizo a un lado me reveló el lugar. Un bar en efecto, y poblado por una
colección de los hombres con apariencia más peligrosa en los que hubiera puesto mis
ojos fuera de un foso de lucha… y muy posiblemente en el interior de uno también. Mi
instinto era ejecutar una rápido cambio de dirección sobre un talón y encontrar un lugar
menos intimidante, pero Snorri ya se había asegurado una mesa, y después de haberlo
visto demoler la tripulación de Edris en las montañas, sentí que podría ser más seguro
el quedarse cerca de él que probar suerte solo fuera.
El Ángel tenía aquel hedor al mismo: sudor, caballos, cerveza rancia, y sexo reciente.
Las chicas que servían parecían acosadas, los tres taberneros nerviosos; incluso las
prostitutas se mantenían en las escaleras, mirando hacia abajo entre las rejas, como si
ya no estuvieran seguras de la profesión escogida. Parecía como si la mayor parte de
los clientes llenando el lugar desde la pared frontal hasta el fondo, fueran clientes
habituales. De hecho, mientras me deslizaba a lo largo del banco para sentarme al lado
de mi Vikingo me di cuenta de que la clientela nocturna parecían todos lejanos de un
nórdico y un nativo de Marcha Roja. El Nuban cerca del fogón tal vez había viajado
más lejos. Un hombre corpulento con cicatrices tribales y una seriedad vigilante sobre
él. Me pilló mirándolo y esbozó una sonrisa.
—Mercenarios —dijo Snorri.
Me di cuenta en cuanto lo dijo porque casi todos los hombres del lugar llevaban un
arma, la mayoría de ellos varias armas, y no un puñal de hombre civilizado o estoque,
sino grandes espadas sangrientas, hachas, cuchillas, cuchillos para destripar a los osos,
y la más grande ballesta que he visto nunca ocupaba la mayor parte de la mesa ante el
Nuban. Varios de los hombres llevaban corazas, sucias y maltratadas como de un duro
servicio; otros camisas viejas de cota de malla o armadura acolchada cosida con una
placa ocasional de bronce.
—Podríamos probar ese lugar bajando la calle, el Dragón Rojo —sugerí mientras
Snorri levantaba el brazo por cerveza—. En algún lugar un poco menos lleno de gente
y… —Levanté la voz para competir con una ovación de la mesa de al lado —menos
"ruidosa".
—Me gusta este lugar. —Snorri levantó más alto su brazo—. ¡Cerveza, mujer, cerveza!
¡Por el amor de Odín!
—Hmmm —Vi cartas y dados en abundancia, pero algo me dijo que ganar dinero de
cualquiera de estos hombres podría ser un efímero placer. Al lado de Snorri un hombre
viejo y sin dientes cenaba su cerveza de un platillo, ingeniándoselas para derramar la
mayor parte de ella sobre el rastrojo gris de su barbilla. Un muchacho joven se sentó al
lado del anciano, éste sin la edad suficiente para afeitarse, delgado, menudo, nada
especial a excepción de una fina calidad en sus rasgos que podrían hacer que pareciera
guapo a la luz adecuada. Me lanzó una sonrisa tímida, pero la verdad era que no
confiaba que ninguno de los dos fuera lo que parecían. Estar en compañía de bandidos
de los que estaba lleno el Ángel y había que tener un poco de hierro en ti,
probablemente, toda una parcela de maldad también.

Nuestra cerveza llegó, golpeando en vasos de barro y con espuma a los lados. Estaban
elaboradas con un diseño muy pobre, hechas a toda prisa por el costo más bajo, el tipo
de copas que esperas que se rompan. Tomé un sorbo de la mía —algo amarga— y me
limpié el bigote blanco. Al otro lado de la habitación, a través del humo y más allá del
ir y venir de los cuerpos, un hombre enorme me estaba echando el mal de ojo. Él tenía
una cara del tipo de arma contundente que te podrías imaginar rompiendo una puerta,
y sentado tenía la cabeza y hombros por encima de los hombres a su lado. A la izquierda
del gigante, un hombre que parecía demasiado gordo para ser peligroso, pero de alguna
manera se las arreglaba para dar miedo de todos modos, con una barba irregular
rezagada bajo varios mentones, ojos porcinos que evaluaban la multitud mientras
mordía la carne de un hueso. A la derecha estaba el único hombre de tamaño normal
del trío, pareciendo de alguna forma ridículo a su sombra, y aun así yo mantendría las
distancias con él.
Todo en él decía guerrero. Comía y bebía con una intensidad que me ponía nervioso,
y si un hombre te puede poner nervioso en una habitación llena de gente simplemente
cortando su carne, entonces probablemente no querrás verle desenvainar el acero.
—Sabes, realmente creo que estaríamos mejor en el Dragón Rojo bajando la calle —le
dije, dejando mi taza medio vacía—. Esta es, obviamente, una fiesta privada… No creo
que sea seguro estar aquí.
—Por supuesto que no lo es. —Snorri me dedicó esa misma sonrisa inquietante que
había ofrecido en la montaña—. Por eso me gusta. —Levantó su copa, estando
peligrosamente cerca de salpicar a otro del grupo con espuma, éste era un compañero
bigotudo con un número improbable de cuchillos atados sobre su persona—. ¡Carne!
¡Pan! ¡Y más cerveza! —Podía imaginarlo ahora en el salón celebraciones de su conde
en una reunión de los clanes, agarrando un cuerno para beber. Estaba más relajado de
lo que lo había visto desde los fosos de sangre en Vermillion.
Vi al gigante feo lanzándome otra mirada sucia.
—Volveré. —Luché entre el banco y la mesa y me fui a la parte frontal para hacer mis
necesidades. Si mi admirador de la taberna se hubiera levantado y venido a crear
problemas, probablemente me lo habría hecho encima, así que salir de su línea de
visión para responder a la llamada de la naturaleza parecía un buen movimiento.
El Ángel Caído no resultó ser totalmente sin clase. Tenían una pared especialmente
diseñada para orinarla y una cuneta corriendo hacia abajo en la calle para llevarse los
cerveza utilizada. Aunque el hecho de que alguien yaciera boca abajo en la cuneta de
la calle y derramando sangre en ella, le restaba un poco de la escena, de otro modo
agradable, de la vida que fluye a través de las arterias menos saludables de la ciudad
de Crath. Más allá de él, bravos y trabajadores, buenas esposas con sus buenos maridos,
los vendedores de comida en palillos, todos iban y venían, vislumbrados a la luz de una
linterna, perdidos, luego vistos de nuevo a la luz de otra, pasando a lado de las
proveedoras de afecto en la esquina de la calle y perdidos de nuevo para no volver
jamás.
Terminé y entré de nuevo.
—...piensa eso, pero podrías estar equivocado.
Había estado fuera durante dos minutos, tres a lo sumo, y volví para encontrar a Snorri
flanqueado por mercenarios e intercambiando historias como viejos amigos.
—No —Snorri continuó, de espaldas medio mirando hacia mí—. Te estoy diciendo
que no lo es. Quiero decir, es posible pensar que se parece a él, sentado. Pero yo lo
arrastré fuera de este lugar, lo habían atado a una mesa, querían un poco de información
y los cuchillos estaban fuera. Y no estamos hablando de un pinchazo suave; estaban a
punto de cortarlo en el tipo de pedazos que perderías. —Snorri drenó lo último de su
cerveza—. ¿Sabes lo que él les dijo? Les rugió, lo hizo. Lo escuché fuera en el pasillo.
“¡No lo diré nunca!" gritó en sus caras. “Trae las tenazas si quieres. Caliéntalas con las
brasas. No hablaré”. Ahora esa es la clase de hombre que tiene determinación para
pelear. Podría parecer que no hay nada detrás de esas bravatas, pero no puedes confiar
en tu instinto con este. Hombre valiente. Cargó contra un no-nacido él solo. Esa cosa
debía de medir unos cuatro metros de horror de tumba, me había desarmado, y vino Jal
blandiendo una espada. —Snorri miró hacia mí—. ¡Jal! Justo estaba hablando de ti. —
Hizo un gesto a través de la mesa—. ¡Hagan un espacio! —Y lo hicieron, dos matones
de ojos malvados se deslizaron para que yo pudiera caber—. Estos excelentes
compañeros son los Hermanos Sim. —Señaló al muchacho delgado—. Hermano
Elban, Hermano Gains... —Señaló al anciano y a un matón rubio de cabello
alborotado—. Bueno, son todos hermanos. Es como una santa orden del camino, sólo
que ningún 'santo'. —Hizo un gesto con un hueso roído a mitad de la fila—. Hermanos
Grumo, Elmer, Roda, Jove... —El hombre del cuchillo, uno severo recién rasurado, y
dos hombres más jóvenes, ambos pálidos, con una cicatriz en una mejilla, la otra con
marcas de viruela—. ¡Más cerveza! —Y golpeó la mesa con la fuerza suficiente para
hacer que todo en ella saltara.
De alguna manera la sonoridad de Snorri había roto la tensión y el Ángel volvió a la
vida.
El personal se relajó, las chicas bajaron las escaleras para ejercer su oficio, y la risa
corrió con mayor libertad. Podría haber sido el único hombre que aún era miserable.
Está en mi naturaleza ausentarme del peligro siempre que sea posible, y relajado o no,
esta hermandad en la que habíamos caído sudaba peligro por cada uno de sus poros.
Además, la magia de Snorri no había llegado a todos los rincones de la habitación.
Todavía podía sentir la mirada hostil abrasadora del gigante en la nuca. Cogí el
conjunto cerveza delante de mí y golpeé de nuevo, con la esperanza de amortiguar la
sensación.
El alivio llegó al instante. Una suavidad acogedora presionó contra mi cuello para
reemplazar la sensación de ser observado, rizos de henna flotando en mi hombro, unas
manos estrechas me masajeaban los brazos, y los bordes de un corsé de huesos de
ballena presionan la longitud de mi espalda.
—¿Dónde está tu sonrisa, mi guapo? —Ella se inclinó a mi alrededor, el corpiño
ofreciendo sus mercancías para la visualización. Pálidas manos corrían a través de mi
pecho, sobre la llanura de mi estómago. Admitiré que semanas de ejercicio no deseado
y la carencia me habían despojado de cualquier relleno—. Estoy segura de que la podría
encontrar. —Sus dedos se deslizaron más abajo. Años de experiencia en este tipo de
situaciones mantienen dividida mi atención entre las gemelas distracciones de senos
servidos hacia arriba en el corpiño y la ubicación de mis objetos de valor. Ella se inclinó
y me habló al oído—. Sally lo hará todo bien.
—Te doy las gracias, pero no. —Me sorprendí a mí mismo. Todavía tenía su juventud,
y el buen aspecto con el que había nacido. Quienes todavía no se han despojado por el
viento amargo de la experiencia que sopla a través de las callejuelas de este tipo de
lugares. Pero no estoy en mi mejor momento con un sudor frío, y el instinto de todo
cobarde me había dicho que debería estar corriendo. Bajo tales circunstancias mi
pasión crecía más suave.
—¿De verdad? —Se inclinó, con los pechos balanceándose, respirando las palabras
en mi oído.
—No tengo dinero —le dije, y en un instante el calor cayó de su expresión, sus ojos
me despidieron para buscar otras oportunidades. Snorri le llamó la atención, por
supuesto, pero él estaba bien acuñado en su esquina y atacaba un trozo de carne en el
hueso con tal ferocidad que Sally quizás dudó que fuera capaz de competir con eso. En
un remolino de faldas se había ido. Nervioso o no, todavía estaba girado para verla
retirarse y me encontré a mí mismo siendo el estudio de dos veteranos, cabezas canosas,
pero delgados y resistentes como el cuero viejo, la misma especulación desapasionada
en sus ojos que había visto cuando Cutter John me tomó la medida. Me volví hacia mi
plato, careciendo de apetito. Alguien había llamado a aquellos dos hermanos Liar y
Row. Yo no tenía ningún deseo de averiguar cómo llegaron a esos nombres. Una
carcajada de Snorri sobrescribió mis temores, aunque me estremecí cuando clavó el
hacha en la mesa.
—No. Esto es un hacha. Lo que tienes es más un hacha de mano.
Mientras Snorri disertaba acerca de barcas, diseño de hachas y el precio del pescado
salado, eché un vistazo por encima del borde de una jarra de cerveza. Aparte del trío
del enorme, el gordo y el mortal detrás de mí, otra mesa que parecía interesada en
asuntos más serios que el vaciado de barriles. En un rincón al otro lado de la sala, dos
hombres discutían en una mesa. Las pocas piezas de la armadura que todavía llevaban
eran de mucha mejor calidad que cualquier cosa que los Hermanos tuvieran. Ambos
eran altos, ambos con el pelo largo y oscuro, uno liso, otro rizado, el mayor tal vez de
treinta años, un rostro generoso quizá no debido a su mirada sombría actual, el otro
joven, muy joven, tal vez aún no en los dieciocho, pero peligroso. Si el resto de los
Hermanos desataba mis alarmas de advertencia, este muchacho de rasgos agudos las
hacía sonar sin cesar. Él me lanzó una mirada en el momento en que me fijé en él. Una
mirada al infinito que me decía que mirara hacia otro lado.
La cerveza continuó fluyendo y poco a poco mi apetito volvió, seguido por mi buen
humor. La cerveza tiene una manera de llevarse lejos los miedos de un hombre.
Seguramente los encontrará al día siguiente, empapados y envueltos alrededor de sus
tobillos, con un par de nuevos miedos lanzados en la mezcla y un dolor de cabeza
excelente para partir rocas, pero en el momento la cerveza es un buen sustituto de la
valentía, el ingenio y la alegría. Pronto estaba intercambiando cuentos de fulanas con
el taciturno Hermano Emmer encajado a mi lado. Un intercambio bastante
unidireccional, a decir verdad, pero me caliento con el tema una vez que he aflojado la
lengua, al igual que los hombres más jóvenes en buen estado de salud.
Para cuando la siguiente prostituta se acercó yo estaba listo con una respuesta muy
diferente a la que había dado a Sally. Mary había reducido el corsé y el vestido de
conjunto a sólo un corsé, y la combinación de su largo cabello oscuro, ojos traviesos,
y la amplia porción de imprudencia, que la cerveza me había prestado, me hizo
ponerme de pie. En ese momento me di cuenta de que el gigante —los hermanos lo
llamaban Rike— entraba, con la cara agrupada sobre los huesos prominentes, con una
mueca terrible. Me senté de inmediato y de pronto encontré el fondo de mi tarro
fascinante.
Un suspiro de alivio salió de mí cuando la sombra del gigante pasó por encima de
nosotros y siguió su camino. El hombre era más alto que Snorri por lo menos el ancho
de una mano, sus brazos carecían del músculo bien definido del nórdico pero eran más
gruesos que mis muslos. Los Hermanos se dispersaron fuera de su camino mientras él
se acercaba a Snorri: el joven Sim literalmente se deslizó debajo de la mesa para evitar
ser atrapado entre ellos, resbaladizo, como yo sospechaba. María también se
desvaneció con rapidez encomiable. El mismo Snorri parecía despreocupado, poniendo
su tarro de cerveza en la mesa de al lado y limpiándose la barba en las comisuras de la
boca para limpiar y quitar cualquier resto de comida.
Generalmente, incluso cuando una pelea es inevitable, ambas partes se toman un rato
para calentar la idea. Un comentario despectivo tiene como objetivo, las respuestas
suben las apuestas, a la madre de alguien es una puta, y un instante después —no
importa si la madre era de hecho una puta o no— hay sangre en el suelo. El Hermano
Rike favoreció un camino más corto a la violencia. Simplemente dejó escapar un rugido
animal y cerró los últimos tres pasos a velocidad.
En el último momento Snorri cambió su considerable peso y el extremo del banco
apresuradamente despejado se disparó para golpear a Rike debajo de la barbilla, luego
de improviso contra su garganta. Incluso con Snorri sentado en él, el banco raspó varias
pulgadas a lo largo del suelo antes de detener el avance de Rike. Snorri se puso de pie,
dejando caer el banco mientras Rike se tambaleaba hacia atrás, luego de una zancada
rápida sujetó al hombre por detrás de la cabeza con las dos manos y chocó su cara
primero contra la mesa. El impacto envió mi cerveza saltando fuera de su tarro hacia
mi regazo. Rike se deslizó a sí mismo al suelo, dejando una mancha roja en las tablas
empapadas de cerveza.
El asesino estaba de pie detrás de su compañero caído. Red Kent, se llamaba éste. Su
mano en el hacha de guerra a un lado, una pregunta en su frente.
—¡Ja! Déjale dormir la mona. —Snorri sonrió a Kent y se sentó. El Hermano Kent le
devolvió la sonrisa y volvió a sentarse con su compañero gordo.
Snorri volvió a su sitio y se estiró para recuperar su bebida en la otra mesa.
Me sentí mucho mejor después de eso. La súbita caída de Rike me llenó de un sinfín
de buen humor. Cogí otra cerveza de una chica que pasaba sirviendo, lanzando una
moneda de cobre en su bandeja.
—Bueno, Hermano Emmer. —Hice una pausa para bebérmelo todo —un estilo de
beber no muy diferente de tragar pero que implica derramar un poco más de cerveza
sobre el pecho—. No sé nada de ti pero estoy de humor para un poco de entretenimiento
más horizontal12 —Y como si fuera una señal la dulce María se puso de pie a mi lado,
con la sonrisa en su lugar—. Dios te salve María, llena eres de gracia —le dije con el
alcohol sustituyendo mi sentido común—. Mi padre es un cardenal, ¿sabías eso?
Vamos arriba a discutir asuntos ecuménicos. —María rió obedientemente, y con una
mano en el hombro del hermano Emmer encontré mis pies—. Guíeme, querida dama.
—Empecé una reverencia pero lo pensé mejor, todo indicio de equilibrio me había
abandonado.
Seguí a María a las escaleras, virando de un lado a otro pero afortunadamente
arreglándomelas para no derramar la cerveza de algún Hermano, o de otro modo
causaría una ofensa, y siempre atraído de nuevo al rumbo por su tentador meneo. Al
final de la escalera María tomó una vela de la caja de la pared, la encendió, y nos guio

12
Se refiere a tener sexo
hacia arriba. Parecía que había empezado una tendencia, pues otra persona nos siguió
escaleras arriba, con las botas haciendo un ruido sordo.
Un largo pasillo dividía el segundo piso, puertas a ambos lados. María guio el camino
a una que estaba entreabierta. Dejó la vela en un soporte en la pared y se volvió. Su
sonrisa desapareció, con los ojos muy abiertos.
—Piérdete. —Por un momento me pregunté por qué yo había dicho eso, entonces me
di cuenta de que la voz venía de detrás de mí.
María lo esquivó y correteó por el pasillo mientras yo luchaba con el asunto de darme
la vuelta sin caerme. Antes de que pudiera controlarlo, unos dedos anudados en la parte
de atrás de mi cabello me dirigieron a la habitación a oscuras.
—¡Snorri! —Lo que había sido pensado como un grito varonil pidiendo ayuda, salió
más como un chillido.
—No lo necesitamos. —La mano me condujo más adentro. Las sombras basculaban
mientras la vela se movía detrás de mí—. Yo… —Una pausa para profundizar mi
voz—. Yo no tengo nada de dinero. Sólo una o dos piezas de cobre. El Vikingo lo lleva
por mí.
—Yo no quiero tu dinero, muchacho.
Incluso un pellejo de cerveza deja cierto espacio para ser optimista. El borde del marco
de la cama se apretaba fuerte contra mis espinillas.
—¡A la mierda con eso! —Me giré en redondo, agitando un puño. La luz parpadeante
me permitió una visión del hermano Emmer antes de que un empujón a dos manos me
enviara dando volteretas hacia atrás. Mi puño encontró sólo el aire, y la vela se apagó.
—¡No! —Se convirtió en un gemido. Las ropas de cama me envolvieron, perfumadas
de lavanda para ocultar el hedor de sudor viejo. Ataqué de nuevo, pero la manta estaba
enredando mi brazo. Oí la puerta cerrarse de una patada. El peso de un cuerpo me
cubrió.
—¡Emmer, yo no soy así! —Un grito ahora—. Soy… —Me acordé de mi cuchillo y
comencé a buscarlo.
—Oh, calla. —En tono mucho más suave, cerca de mi cara—. Sólo compórtate.
—Pero…
—Es Emma.
—¿Qué?
—Emma, no Emmer. —Una mano de hierro rodeaba mi muñeca cuando la punta de
mis dedos encontró la empuñadura de la daga. El cuerpo sujetándome ahora estaba
tendido sobre el mío, duramente con músculo pero más bajo que yo, y desde tan cerca,
posiblemente femenino.
—Emma —dijo de nuevo—. Pero deja que eso salga de este cuarto, niño bonito, y te
cortaré la lengua y me la comeré.
—Pero…
—Sólo relájate. Ya te he ahorrado la mitad de un Ducet de plata.
Y así lo hice.
Capítulo 17
—¡Sumido en el pecado! —La irritante y sentenciosa voz sonó detrás de mis orejas y
envió fragmentos de dolor incandescente a mi cabeza—. ¡Más profundo en hechos que
en pensamientos! No lo había considerado posible.
—¡Oh por Dios! —Alguien le había dado la vuelta a mi estómago y lo había llenado
con anguilas. Estaba seguro de eso.
—¡Como te atreves a mencionarlo! —La ira de Baraqel llevaba un toque de deleite,
como si nada le agradara más que encontrar un buen pecado fresco que condenar.
—¡Solo mátame! —Me di la vuelta. Todo me dolía. Debía de haber dormido con la
boca abierta, porque sabía cómo si las ratas la hubieran estado usando de letrina durante
toda la noche.
—Cómo una criatura como tú llegó a la luz… —La imaginación o la elocuencia de
Baraqel le fallaron.
Abrí un ojo. La luz del día entraba como navajas, astillas finas de ésta llegaban a través
de las pesadas persianas para iluminar una sucia habitación. Me pasé una mano sobre
el pecho, recordando a alguien empujándome. ¿Desnudo? ¡Mi medallón! Me tambaleé,
mi estómago se tambaleó más rápido y por un momento, me esforcé para no decorar la
cabecera. Mi ropa yacía sobre las tablas del suelo, y una imprudente arremetida colocó
mi mano sobre el reconfortante bulto que el medallón hacía en la camisa que había
llevado desde Oppen. Esta vez mi lucha fue en vano y vomité lo que parecía ser todo
lo que había comido la noche anterior, junto con un par de comidas de otras personas
y una bolsa de zanahoria en cubitos que no recordaba haber consumido.
—¡Cúbrete, hombre! Hay una dama presente. —Hice una mueca al oír la voz del ángel,
rugiendo como clavos bajo la pizarra de mi alma.
—Uuuurgod —resultó ser mi respuesta inmediata. Me limpié la boca y me estiré hacia
arriba para que mi cabeza se elevara por encima del borde de la cama.
En el otro lado, pasando un arrugado mar de lino sucio y lana gris, Emma estaba
metiéndose de vuelta en un par de desgastados pantalones de cuero. Aun en mi estado
delicado, logré admirar las duras, aunque mugrientas líneas de su cuerpo, antes de que
estuvieran totalmente tapadas. Se dio la vuelta, abotonando su justillo13 sobre sus
apretados pechos, su expresión era una mezcla de diversión y leve disgusto. Calculaba
que estaba en sus treinta y tantos años, tal vez al final de ellos. Incluso con su corto
cabello y la nariz rota, no podía entender como antes no la había visto por lo que ella
era antes.
—Mi secreto. —Se agarró entre las piernas, todo rastro de diversión cayendo de su
rostro—. Habla de esto y te cortaré hasta que luzcas igual —De repente no podía ver
ningún rastro de una mujer en ella en absoluto.
—No hay ningún secreto, Hermano Emmer —dije.
—Exacto. —Pasó una corona de cobre sobre mí, tomó su cuchillo de donde había
estado acuñando la puerta cerrada y salió de la habitación.
Sólo, en ese desagradable lío, tomé un momento para reflexionar.
—¡Una tremenda mujer! —Me arrastré de regreso a la cama.
—¡Desnudo como el diablo y vestido en pecado! —aulló Baraqel; o al menos sentí
como si hubiera aullado—. Encuentra un sacerdote, Príncipe Jalan y… —En algún
lugar el sol se separó del horizonte y lo encerró. La luz del día punzaba cada vez más
convergente a través de las cortinas y tiré la manta sobre mi palpitante cabeza. El
golpeteo empeoró. Después de algunos minutos confusos revolcándome en la miseria,
presionándome las sienes, me di cuenta que una buena parte del golpeteo, de hecho,
venía de la pared como de un cabecero golpeando contra ella repetidamente. Enterré la
cabeza bajo mis brazos, luego decidí no hacerlo; el colchón estaba a mucha distancia
de la sanidad, probablemente varias fronteras nacionales de distancia. En lugar de eso
me tapé los oídos y esperé que el mundo en general se fuera lejos y que cualquiera que
estuviera teniendo un momento tan bueno en el cuarto de al lado, se quedara sin
energía. O muriera.
Una cantidad indeterminada de tiempo después, el hedor del lugar me llevó a
tambalearme hacía la puerta, aún aturdido, medio borracho de la noche anterior,
envuelto en una delgada manta y agarrando la mayoría de mi ropa, mis botas, mi
espada. Tomé el cobre de Emma también. Nunca despilfarres y nunca te faltará. La
camisa la dejé como un regalo para el próximo ocupante; excepto el medallón de mi
Madre, por supuesto.
—… espléndidamente jodido. —Un hombre estaba parado en la puerta de la
habitación de al lado, frente a ella. Desde la parte de atrás se parecía bastante al mayor

13
Prenda interior sin mangas, que se ajusta al cuerpo y no baja de la cintura.
de los dos mercenarios en la alcoba la noche pasada—. Así que, ¿Estamos listos para
irnos? —preguntó.
—Díganles que una hora. Estaré listo en una hora. —Un hombre más joven, dentro de
la habitación.
El otro se encogió de hombros y se dio la vuelta para irse, cerrando la puerta detrás de
él. Una mujer en la habitación dijo algo sobre un príncipe, pero el resto se perdió
cuando la puerta se cerró. El hombre, era el tipo del rincón; pasó junto a mí, una ligera
sonrisa torciéndose en sus labios.
Se me ocurrió que podría ponerme la ropa en vez de cargarla. Me vestí, un tanto
cuidadoso, dolorido de todas las formas posibles en cada sitio, y bajé las escaleras.
El bar estaba en gran parte desierto; sólo un puñado de Hermanos durmiendo en sus
mesas con las cabezas sobre brazos cruzados, y Snorri en la mitad de todo atacando un
plato de peltre lleno con huevo y tocino. El hombre de cabello negro del pasillo se sentó
a su lado.
—¡Jal! —gritó Snorri, lo suficientemente fuerte como para separarme la cabeza, y me
hizo una seña—. ¡Luces como el infierno! Mete algo de comida dentro de ti.
Resignándome a su buen ánimo me senté en la mesa, tan cerca de su desayuno como
mi estómago lo permitía.
—Este es Makin. —Clavó un tenedor cargado al hombre a su lado.
—Mucho gusto —dije, sintiendo cualquier cosa menos eso.
—Lo mismo digo. —Makin asintió educadamente—. Veo que tienen chinches temibles
en este establecimiento. —Su mirada se deslizó a donde mi chaqueta colgaba abierta,
mostrando mi pecho y estómago.
—¡Cristo en bicicleta! —Algo me había mordido todo. Las marcas de los dientes de
Emma me hacían parecer como si tuviera alguna clase de plaga colosal en todo el
cuerpo.
—¿Una de las mujeres dijo que tuviste algún problema con el Hermano Emmer
anoche? —Snorri paleó la mitad de una loncha de cerdo hasta su boca, empujando la
punta del tocino con un dedo.
—Ese Emmer es un tipo complicado —dijo Makin asintiendo a sí mismo—, rápido
como un rayo. Algo inteligente también. —Dio un golpecito en su frente.
—No. —Evité chirriar la negación—. Ningún problema.
Snorri frunció los labios con la boca llena, mirando hacia mis mordiscos. Estiré la
chaqueta para taparlos.
—No te estoy juzgando —dijo, elevando una ceja.
—El hombre es libre de escoger su propio camino. —Makin se frotó la barbilla.
Me puse de pie de un salto, deseando inmediatamente haber tardado un poco más en
hacerlo.
—Maldita sea si estoy sentado aquí viéndolos engullir cerdo como unos… como…
—¿Cómo unos cerdos? —sugirió Snorri. Levantó su plato y dejo caer varios huevos
fritos en su boca.
—Necesito algo de ropa decente y un baño, y una comida de algún establecimiento
medio civilizado. —Un dolor de cabeza apareció intentando cortarme a la mitad, y
odiaba el mundo—. Te veré en la puerta del castillo al mediodía.
—¡Ya es mediodía!
—¡Tres horas! —grité desde la puerta y me tambaleé hacia fuera a la luz de sol.
***

El sol miraba desde el oeste mientras subía la larga colina a la puerta exterior del
Castillo Alto. Me lavé el hedor a camino en una casa de baño, dejando el agua negra;
hice que me cortaran el cabello y peinaran; y había calmado mi cabeza con algunos
polvos que el barbero juró que eran buenos para tranquilizar el dolor, también eran
beneficiosos en casos de plagas y la hidropesía14. Por último había comprado una
camisa de lino fresco, adaptada a mi talla con unas pocas puntadas bien ubicadas; una
capa de terciopelo peinado, adornado con algo llamado armiño que probablemente era
ardilla; y un broche plateado montado con una pieza de vidrio parecida al rubí para
perfeccionarlo. No del todo un atuendo principesco, pero lo suficiente para pasar
aceptablemente como un noble en una inspección casual.
Snorri no había aparecido. Consideré continuar sin él pero lo descarté. Además del
espectáculo de tener un guardaespaldas, siempre había estado a favor de tener uno, para
que guardara mi espalda. Especialmente un maniaco de dos metros de altura,
abarrotado de músculos y con un interés personal en no dejarme morir.

14
Edema o retención de líquido en los tejidos
Tomó tal vez otra media hora antes de ver al nórdico en la amplia calle más abajo.
Tenía a Sleipnir y a Ron remolcados pero al menos no se las había arreglado para traer
a cualquiera de los Hermanos a que nos acompañara.
—Deberías haber dejado a los caballos donde estaban. —Yo sabía que era mejor no
reprenderlo por llegar tarde. Él sólo sonreiría y me palmearía en la espalda como si yo
estuviera bromeando.
—Pensaba que sólo los mendigos llegaban a pie en estos países planos. —Snorri sonrió
y movió una mano entre las crines de Sleipnir—. Además, he llegado a encariñarme
con la vieja chica, y ella lleva todas mis cosas.
—Sería mejor dejarlos pensar que tengo un caballo decente en el establo, en algún
lugar cercano, que marchar hacia las puertas con este sarnoso par y pasar la vergüenza
de los soldados de la guarda.
—Bueno…
—Mira, olvídalo, solo finge que los dos son tuyos. —Seguí caminando, dejándole
seguirme a una distancia respetuosa.
Me presenté en la llamada apropiadamente Triple Puerta, al guardia de más alto rango,
entre varios guardias con armaduras de cadenas que estaban de pie para examinar a los
posibles visitantes. Hay una cierta arrogancia que se espera de la aristocracia, y una
vida de servicio había entrenado hombres así como los que estaban ante mí para
responder a ella. Mi hermano Martus tenía una maravillosa forma de mirar por encima
de la nariz incluso al más alto de los subordinados y yo hago un trabajo muy decente
respecto a eso por mí mismo. Convoqué mis reservas e irradié desdén. Snorri por
supuesto afirmó, y frecuentemente lo hacía, que nunca dejaría IR mi superioridad real,
aunque por su forma de hablar sería algo en la línea de “todavía tiene el cetro en el
culo”— pero él aún no me había visto totalmente metido en mi papel.
—Príncipe Jalan Kendeth de la Marcha Roja, descendiente de la Reina Roja, décimo
heredero de Vermillion y todos sus dominios. —Hice una pausa para dejarles digerir
el “príncipe”—. Estoy viajando al norte y me he desviado del Camino de Roma para
ofrecer una visita de cortesía al Rey Olidan. Además de las cortesías normales, me voy
a ofrecer para llevar a la Reina Roja cualquier correspondencia diplomática posterior a
la reciente visita de mi hermano, el Príncipe Martus. —Por una vez en mi vida tenía
motivos para estar agradecido de que Martus y yo fuéramos tan parecidos.
—Bienvenido al Castillo Alto, su Alteza. —El hombre, un robusto hombre con cabello
gris acero escapando de su casco, dio un paso hacia mí. Pasó sus pequeños y brillantes
ojos negros sobre mi atuendo y miró deliberadamente detrás de mí como si buscara mi
séquito.
—Viajo a toda prisa. Este hombre es mi guardia personal. Tenemos habitaciones abajo
en el casco antiguo. —Dejé colgando la sugerencia de que más criados podrían estar
ocupando esas habitaciones.
—Por supuesto, Príncipe… —Frunció el ceño— ¿Jalan?
—Sí. Jalan. Ahora dile a Olidan que estoy aquí y hazlo rápido.
Eso llamó su atención. No había muchos que le quitaran al Rey Olidan su título
hablando cara a cara con sus guardias. Incluso menos quien quisiera una audiencia con
el rey bajo falsos pretextos. De todas formas el Rey Olidan no era el mejor de los
hombres.
—Mandaré un mensajero inmediatamente, Su Majestad. Tal vez le gustaría esperar en
mis aposentos en la casa de guardia. Puedo hacer que un hombre guarde sus… caballos.
Consideré esperar a la sombra de la pared. Prometía ser una noche agradable. Pero si
nos hacía esperar demasiado tiempo, estaríamos parados sobre nuestra dignidad para
la diversión de los mirones.
—Llévanos —dije. Siempre es mejor sentarte en tu dignidad en privado que pararte
sobre ella en público.
Seguimos debajo de los portones a una pequeña puerta en el espesor de una pared. Las
escaleras de atrás conducían hacía arriba. El capitán de la Triple Puerta tenía para sí
mismo un desván sobre la puerta de entrada, escondido detrás del temible y tortuoso
engranaje y los huecos en los que la verja levadiza descansaba cuando no mantenía a
la gente afuera. Resultó limpio y contaba con una mesa y sillas. Dudé que muchos
príncipes extranjeros hubieran sido entretenidos ahí, pero probablemente más bien
pocos llegaron sin anunciarse y otros menos sin compañía.
Snorri apretó las rodillas por debajo de la mesa.
—Una cerveza no estaría mal.
El capitán de la puerta alzó una ceja ante eso y me miró a mí. Asentí. No era que yo
fuera a tocar esa cosa. Había renunciado a ella para bien esa mañana.
—Veré que puedo hacer —dijo, y salió por la puerta. Lo oímos bramando en la escalera
un momento después.
—Parece ir bien. —Snorri estiró el brazo hacía el trozo de pan en el centro de la mesa
y comenzó a llenarse la barba con migas.
—Hmmm. —Él no tenía preocupaciones. El riesgo vendría completo hacia mí. Tenía
que confiar que Olidan sabría que yo no era lo suficientemente importante para
clasificar como rehén y que incluso un hombre tan frío y despiadado como el Rey
Ancrath, tenía fama por pensar dos veces antes de ganarse un disgusto de mi abuela.
La Abuela era mi mejor oportunidad. Había suficientes historias de cómo ella hizo que
sus vecinos le temieran a la Marcha Roja, y algunas de ellas, las más difíciles de creer,
eran del tipo que produce pesadillas a un hombre. En cualquier caso, estimaba que el
riesgo de la corte de Ancrath valía la pena por la oportunidad de que pudiera ser
liberado de las cadenas que me amarraban a Snorri y puestos en libertad para echar a
correr hacia el sur una vez más.
La cerveza llegó con una jarra y dos jarras de peltre. Vi a Snorri saborearla mientras
mi estómago intentó varias hazañas de acrobacia. A pesar de las buenas maneras del
nórdico, podía ver la impaciencia depositada detrás de su mirada. Necesitaba estar de
nuevo en camino, cabalgando por la costa a toda prisa y sólo podía retrasarlo en
Ancrath cierto tiempo.
El capitán volvió una hora o más tarde para decir que seríamos alojados en la fortaleza
y muy probablemente seriamos llamados a la corte la tarde del día siguiente. Mejor de
lo que había esperado.
Bajamos los estrechos escalones a la entrada una vez más, donde el capitán nos entregó
al cuidado de un escudero vestido de terciopelo y finalmente salimos a la entrada de un
túnel y entramos al Castillo Alto.
Se podría decir a primera vista que la torre había sido trabajo de un constructor; era
fea, angular y resistente. Los Mil Soles habían quemado la tierra en todo el Imperio
Caído. En muchos lugares el suelo se había quemado hasta los cimientos y la base se
había fundido en vidrio. Pero el Castillo Alto había sobrevivido. El hecho de que los
Ancraths hicieran su hogar aquí decía mucho sobre su carácter e intenciones.
La muralla establecida en el recinto y las diversas dependencias —cuarteles, una
herrería, establos y similares— tenían tres o cuatro siglos de antigüedad, pero la
fortaleza, era de roca vertida hace miles de años. Recuerdo de mis lecciones, que las
constructores rara vez mantienen sus edificios por largo tiempo. Ellos los levantan y
luego los tiran abajo como si fueran tiendas de campaña. Pero para algo no destinado
a durar, hicieron un maldito gran trabajo.
El escudero nos llevó hasta la fortaleza bajo la vigilante mirada de varios guardias en
posición, hombres patrullando en las murallas, y caballeros transitando. Fue Snorri
quien llamó la atención, por supuesto: no el maldito príncipe de la Marcha Roja
rebajado a adornar sus miserables vestíbulos, sino algún nórdico monstruosamente
grande con diez hectáreas de laderas a su nombre. Algo sobre las trenzas en su cabello,
o el ártico destello en sus ojos, o tal vez la sangrienta hacha cruzando su espalda, son
aptos para que cualquier habitante del castillo pensara por un momento que sus
defensas habían sido burladas.
La fortaleza se cernía en tierra clara con patios señalados para entrenamiento a caballo
y armas. Hacía un alarmante contraste con el palacio de Vermillion, y sospechaba que
la Abuela lo hubiera cambiando de un momento a otro. Este era un lugar construido
para la guerra, no construido para parecerlo. Un castillo que había resistido asedios, y
caído al menos en uno de ellos, por si los cuentos de Snorri eran ciertos, los Ancraths
no fueron los primeros en reclamar este lugar después de que las tribus del hombre se
difundieran dentro de las tierras envenenadas.
—Bonito castillo. —Snorri contemplaba el Castillo Alto mientras esperábamos que la
gran puerta de roble y hierro ante nosotros fuera abierta.
El castillo era alto. No podía quejarme de eso. Aunque parecía sin terminar o propenso
a quebrarse. La cosa no se estrechaba o mostraba alguna concesión a la altura en
absoluto, como una torre haría en esos días. Solamente se erguía hacia arriba a los
cielos y daba la impresión que antes de que los Mil Soles hubieran puesto fin a su
ambición, ninguna intimidación de alcanzar las nubes lo detendría.
—He visto mejores —mentí.
La puerta se abrió y uno de los caballeros de la mesa de Olidan, en una reluciente
armadura, me ofreció una reverencia.
—Príncipe Jalan, un honor conocerlo. Soy Sir Gerrant de Treen. —Cuando se enderezó
di medio paso hacia atrás. Obviamente habían notado la estatura de Snorri y decidieron
mandar a su hombre más alto a recibirnos. Sir Gerrant estaba cerca de ser tan alto y
amplio como Snorri, un rostro atractivo dividido por una fea cicatriz. Extendió el brazo
hacia un lado, invitándonos a entrar. La sonrisa en sus labios divididos por la cicatriz
lucía lo suficientemente auténtica—. Les mostraré sus cuartos. Tú ven también, Stann.
—Miró de nuevo al escudero—. El príncipe Jalan necesitará alguien para traer y llevar
cosas por él.
Sir Gerrant nos condujo hacia un amplio tramo de escaleras a lo largo de varios
corredores. La arquitectura tenía una cualidad ajena a él, como si los que lo
construyeron unos miles de años atrás no fueran hombres. En todas partes vi signos de
trabajo más reciente, de esfuerzos hechos para construir una habitación más humana.
Los suelos habían sido retirados, las habitaciones ampliadas y aumentadas, las curvas
introducidas con soportes tallados en madera, aunque nada hecho por los Constructores
necesitaba algún refuerzo.
—Tuve el honor de conocer al príncipe Martus durante su misión el verano antepasado.
—Sir Gerrant abrió otro conjunto de puertas y las sostuvo para nosotros—. Su parecido
familiar es notable.
Me tragué una respuesta brusca e hice una mueca. Es cierto que mis dos hermanos
comparten algo de mi apariencia —lo que viene por parte de la familia de mi padre, el
oro en nuestro cabello por lo menos— la altura de la Abuela y el atractivo de Madre,
nuestro padre siendo un pequeño y poco atractivo tipo, quien parecía adecuado siendo
un empleado de oficina como usando un sombrero de cardenal. Martus, sin embargo,
tenía una forma hecha con mano dura. Darin un poco mejor. El artista había
perfeccionado el diseño para cuando me tuvieron a mí.
Pasamos por un pasillo donde unas damas nos observaban desde una galería alta.
Prefería sospechar que Sir Gerrant nos había inducido a desfilar para su inspección.
Seguí el juego y actué como si no me diera cuenta. Snorri, por supuesto, miraba
abiertamente, sonriendo. Oí risitas y un miembro del escenario susurró—: ¿No es otro
príncipe vagabundo?
Mi habitación, donde finalmente llegamos, estaba bien equipada y aunque no era tan
grande como un príncipe visitante podría esperar, era cien veces mejor que cualquier
alojamiento que había visto desde que salí a toda prisa del dormitorio de Lisa DeVeer,
lo que parecía como toda una vida antes.
—Le mostraré a tu hombre aquí un cuarto de servicio, o Stan aquí puede hacerlo luego
—dijo Sir Gerrant.
—Llévatelo —dije—. Y no dejes que cualquiera de tus hombres se meta con él. No
está domesticado y terminará haciéndolos pedazos. —Mandé a Snorri de vuelta al
corredor moviendo ligeramente los dedos. Él no respondió, solo sonrió
exasperantemente y partió después de Gerrant.
Me dejé caer en una silla tapizada. El primer asiento cómodo en el que me había
sentado desde hacía una era.
—¡Botas! —Levanté una pierna y el escudero se acercó para empezar a tirar de ellas.
Era algo que realmente había extrañado en el viaje. Estar totalmente inactivo. Mi padre
era demasiado tacaño para contratar equipar la servidumbre del castillo
apropiadamente, pero cuando teníamos visitantes importantes él importaba un número
decente de sirvientes. El nivel ideal es donde si tú dejas caer algo hay una criada con
las manos listas para recogerlo casi antes de que golpee el suelo, y si tienes picazón
que de otra manera podría requerir que te gires o te estires, solo tienes que mencionarlo
antes de que uñas contratadas lo hayan rascado por ti.
La bota se liberó con un tirón y el chico se tambaleó lejos y luego regresó por la otra.
—Y luego puedes traerme algo de fruta. Manzanas y algunas peras. Peras Conquence,
tenlo en cuenta, no esas Maran amarillas; no son más que masas blandas.
—Sí, señor. —La segunda bota se liberó y las llevó a esperar al lado de la puerta. Con
suerte alguien les daría un buen pulido antes del amanecer, o mejor si las reemplazaban
por un par mejor. El chico abrió la puerta y dio un paso afuera—. Traeré la fruta.
—Espera un momento. —Me incliné hacia delante en la silla, moviendo los dedos de
los pies—. Stann, ¿Cierto? —Se me ocurrió que el pillo podría resultar ser útil.
—Sí, señor.
—Fruta, y un poco de pan. Y averigua a dónde ha llegado ese príncipe perdido que
todos están celebrando. ¿Cuál es su nombre de todos modos?
—Jorg, señor. Príncipe Jorg. —Y se fue sin esperar un despido, o incluso sin cerrar la
puerta detrás de él.
—Jorg ¿Eh? —Me pareció extraño ahora que pensaba en ello. Ayer por la noche
ninguno de los Hermanos había como mucho mencionado a este príncipe perdido,
reunido de nuevo al seno de su padre. Toda la ciudad de Crath se había visto envuelta
en una celebración del regreso del hijo pródigo y de alguna manera encontramos la
única taberna a la vista del Castillo Alto donde nadie quería hablar sobre eso. De lo
más extraño.
Una sombra en la puerta me llamó la atención y me sacó de mis reflexiones.
—¿Si? —¿Había estado corriendo el joven Stann desde allí en lugar de hacia allí? El
hombre en la puerta no parecía muy aterrador, pero debía de haber estado acercándose
por el pasillo cuando Stann arrancó a correr…
El sujeto ante mí habría sido el más anodino de los hombres, dándole incluso a mi
querido padre algo de competencia en las apuestas de los “ordinarios”, si no fuera por
el hecho de que cada centímetro de su piel expuesta, subiendo a sus manos, cuello y
cabeza estaban tatuados con garabatos extranjeros. Las letras incluso subían por su cara
agolpándose en sus mejillas y la frente con densa caligrafía.
Un incómodo silencio se formó a continuación de su llegada y ciertamente en casa
habría estado tentado a maldecir sus ojos y exigirle que hablara o se fuera, posiblemente
animándolo a lo uno o a lo otro con la ayuda de cualquier cosa que estuviera a la mano
para tirar. Sin embargo había pasado mucho tiempo en los caminos, donde cualquier
campesino me podría apuñalar por mirar mal a su hermana y mis viejos instintos se
habían oxidado.
—¿Si? —A pesar de que era su turno de explicar, no el mío de preguntar.
—Mi nombre es Sageous. Aconsejo al rey en los… asuntos más inusuales.
—¡Aleluya! —Tal vez no era lo que había que decir a alguien con mirada pagana, pero
en la alegría de descubrir a un hombre que pudiera deshacer mi maldición, estaba
preparado para pasar por alto las diferencias como ser de orígenes netamente
extranjeros y no adorar la deidad correcta. Snorri compartía esos fallos, después de
todo y a pesar de mi desconfianza había mostrado tener varias características
rescatables.
—Las personas no siempre están tan complacidas de verme, Príncipe Jalan. —Una
pequeña sonrisa en sus labios.
—Ah, pero no todo el mundo necesita un milagro. —Me puse de pie y avancé hacia el
hombre, contento de descubrir que era más alto que él. Supuse que tenía alrededor de
cuarenta años y desde mi punto de vista pude leer lo que estaba escrito en su frente. O
por lo menos hubiera podido si conociera la caligrafía. Suponía que la escritura era de
algún lugar del este y tal vez también del sur. Un largo camino del este al sur. Un lugar
donde la escritura lucía como arañas apareándose. Había visto una parecida en los
aposentos de mi madre. Sageous ladeó la cabeza para encontrar mi mirada y me olvidé
de toda su inconveniente caligrafía, la falta de estatura, incluso el olor a especias que
había llegado a mis fosas nasales. De repente esos poco destacables ojos se convirtieron
en lo que me importaba. Piscinas gemelas de contemplación, calma, marrones y
ordinarios…
—¿Príncipe Jalan?
Negué con la cabeza para encontrar al condenado hombrecito chasqueando los dedos
en frente de mi rostro. Si no hubiera querido algo de él, hubiera golpeado su trasero
todo el camino hasta la Triple Puerta. Bueno, si no fuera un hechicero también. No era
alguien a quien tratar de mala forma. Frotado de la manera correcta… como la lámpara
de Aladino, podría conseguir mi deseo. Por lo menos sabía que no era un charlatán con
los espejos y el humo y manos veloces.
—Príncipe Jal…
—Estoy bien. Me mareé por un segundo. Adelante. Siéntate. Necesito preguntarte algo.
—Me pellizqué el puente de la nariz y parpadeé un par de veces para concentrarme de
nuevo, mientras caminaba medio derecho hacia mi silla—. Siéntese. —Señalé hacia el
otro asiento.
Sageous tomó el una elegante silla con respaldo pero se paró detrás de ella en lugar de
seguir mi oferta. Sus dedos bronceados pasaban sobre la madera oscura casi negra,
investigando cada curva pulida y reluciente como buscándole significado.
—Usted es un rompecabezas, Príncipe Jalan.
Me tragué mi opinión y me resistí a maldecirlo por su imprudencia.
—Un rompecabezas de dos piezas. —El pagano me observaba con esos plácidos ojos
suyos. Se levantó de la silla y se pasó los dedos por la frente, cejas, pómulos, mejillas.
En todas partes donde sus dedos tocaban parecía que por un instante la caligrafía
tatuada se oscurecía, como fisuras a través de su carne hacia alguna negrura interior.
Ladeó la cabeza, entonces miró de nuevo hacía el pasillo—. Y la segunda pieza está
muy cerca.
—No habría esperado menos de alguien de quien un rey como Olidan busca consejo.
—Irradié mi mejor sonrisa, esa que dice: “Amigable héroe fanfarrón con sentido
común”—. La verdad es que quedé atrapado en un inmundo hechizo con el nórdico
que he traído conmigo. Estamos unidos por la magia. Si nos alejamos mucho, nos pasan
cosas malas. Y todo lo que quiero hacer es tener a alguien que nos desvincule y así
podamos tomar caminos separados de nuevo. ¡El hombre que pueda hacerlo encontrará
que soy un príncipe muy generoso de verdad!
Sageous me miró menos sorprendido de lo que esperaba. Casi como si ya hubiera oído
la historia.
—Puedo ayudarte, Príncipe Jalan.
—Oh, gracias a Dios. Quiero decir, gracias a cualquier dios. No sabes lo difícil que ha
sido, unido a ese bruto. Pensaba que iba a tener que viajar todo el camino a los fiordos
con él. El frío y yo no congeniamos en absoluto. Mis fosas nasales…
Sageous levantó una mano y detuvo mi balbuceo. Era inconcebible que debiera
interrumpir a un príncipe, pero era verdad que el alivio de todo esto me había soltado
la lengua.
—Hay, como en muchas cosas, una manera fácil y otra difícil.
—La forma fácil suena más fácil —dije, inclinándome hacía delante, para que el
pagano hablara muy suave.
—Matar al otro hombre.
—¿Matar a Snorri? —Me sobresalté, sorprendido—. Pero pensé que si él…
—¿Por qué motivos piensas eso, Príncipe Jalan? Un hombre sensato puede temer
ciertas posibilidades, pero no dejes que el miedo vuelva las posibilidades en certeza. Si
alguno de ustedes muere, la maldición morirá con él y el otro puede continuar sin
problemas.
—Oh. —Parecía una tontería que hubiera estado tan seguro de lo que pasaría—. Pero
no puedo matar a Snorri. —No lo quería muerto—. Quiero decir, sería muy difícil. No
lo conoces. Cuando lo hagas, los entenderás.
Sageous se encogió de hombros, la más leve elevación de hombros.
—Estás en el castillo del Rey Olidan. Si él ordenara matar al hombre, el hombre
moriría. Dudo que rechazara la solicitud de un príncipe por la vida de un plebeyo.
Especialmente un hombre del hielo y la nieve, dado a la adoración de dioses primitivos.
Mi anterior entusiasmo se me escapó en un largo suspiro.
—Dime la forma difícil…
Capítulo 18
Desperté bañado en un sudor frío, la cama caliente a mi alrededor. Por un momento me
pregunté en qué taberna me hallaba. Incluso pensé por un instante que Emma estaría
acostada a mi lado, pero mis dedos expeditivos solo hallaron sábanas de lino. Sábanas
de lino fino. El castillo. Recordé y me senté, la noche ciega por todas partes.
Me habían estado persiguiendo las pesadillas, una tras otra, y mi corazón todavía latía
con fuerza por el ejercicio, pero no podía recordar ningún detalle. Nada vino a mí, salvo
el recuerdo de algo terrible acechándome a través de lugares oscuros, tan cerca que
podía sentir su aliento en mi cuello, agarrándome, tomándome por la camisa…
—Castillo, Jal; estás en un castillo. —Mi voz sonó tenue, como si estuviera en un
espacio vasto y vacío.
La vela que había dejado encendida debió de apagarse —ni siquiera un aroma de esta
persistía. Tenía una yesca y un pedernal, pero estaban en una alforja donde sea que Ron
la huera dejado.
—Eres demasiado grande como para asustarte con la oscuridad. —El miedo en mi voz
me convenció de que era mejor permanecer en silencio. Escuché para oír cualquier
sonido que no fuera mi propia respiración, pero no escuché ninguno.
Me recosté sobre la almohada, tiré las sábanas por encima de mí, y para distraerme de
los terrores nocturnos me concentré en mi última conversación con Sageous.
—¿El camino difícil? —preguntó, sorprendido de que lo considerara—. El camino
difícil sería el de completar el trabajo para el que fue hecho el hechizo. Cada
encantamiento es un acto de voluntad que se esfuerza por completarse. Los deseos del
más poderoso, cuando se dicen en voz alta, cuando anuncian a lo largo de los caminos
que se han esculpido en la tela de lo que es, se convierten como en cosas vivientes. El
hechizo girará y se retorcerá; cambiará, analizará, conspirará hasta que alcance la meta
que lo creó.
—El hechizo está incompleto porque el objetivo permanece. Destruye ese objetivo, y
el encantamiento, esta maldición que te manipula según sus fines, se desvanecerá.
Había pensado en los ojos detrás de esa máscara.
—¿Matar a Snorri dices? —la manera fácil sonaba más sencilla.
Los ojos que habían brillado detrás de los orificios en esa trabajada máscara de
porcelana, esos mismos ojos que me habían estado vigilando durante mis pesadillas.
Mi piel se erizó con la posibilidad de aquel escrutinio incluso ahora. Las sábanas de
lino que sostenía eran una protección infantil, e incluso una armadura de acero no
ofrecería protección alguna contra este horror. ¿Matar a Snorri?
—Un asunto sencillo que puedo solucionar para usted, mi príncipe. —Todo lo que el
pagano decía sonaba razonable.
—No, en realidad, no puedo. Se ha convertido en algo… —callé—. En un secuaz de
confianza.
Sageous había negado con la cabeza, las cosas se tornaron borrosas frente a mis ojos.
—Es una locura en lo que usted ha caído, mi príncipe. El bárbaro lo ha tomado
prisionero —un rehén de su propia suerte— y lo arrastra a un peligro terrible. Un
hombre sabio, Lord Stoccolm, escribió sobre esto muchos siglos atrás. Gradualmente
el prisionero ve a su captor como un amigo. Usted ha caído en su sueño, Príncipe Jalan.
Es hora de despertar.
Y acostado ahí en la silenciosa oscuridad de aquella habitación, sin más que un par de
sábanas como protección, ante la certeza de que el horror sin nombre de Vermillion
estaba observándome al pie de mi cama, intenté despertar. Apreté los dientes e intenté
ya fuera dormir o despertar —pero sólo el recuerdo de la voz de Sageous ofrecía huida
alguna.
—Sólo tiene que pedirle al Rey Olidan para su protección —yo llevaré el mensaje— y
por la mañana este nórdico ocupará una fosa común cerca del río. Despertará como un
hombre libre, listo para volver a la vida de la cual fue arrancado. Libre para retomar
sus viejas costumbres como si nada hubiera sucedido.
Tuve admitir que había sonado demasiado tentador. Aún lo hacía. Pero mi lengua
aún rechazaba decir las palabras. Quizá eso también era parte de la enfermedad de
Estocolmo.
—Pero él es… bueno, un secuaz leal. —Y por supuesto, aun siendo un mentiroso,
tramposo y cobarde, nunca, pero nunca, defraudaría a un servidor leal. A menos, claro,
que requiera honestidad, juego limpio, o valentía hacerlo —o algún acto que de alguna
manera me incomodara al realizarlo—. Veo tus razones… sin embargo, debe existir
otra manera ¿No puedes hacer algo? ¿Un hombre con tus habilidades?
Una vez el movimiento de cabeza, tan lenta y tan levemente que casi podrías haber
creído la tristeza.
—No sin un gran riesgo, mi príncipe, tanto para mí como para usted. —Giró esos
apacibles ojos hacia mí e inmediatamente sentí su atracción, como si en cualquier
momento pudiera ahogarme—. Hay un tercer camino. La sangre de la persona que puso
la maldición en usted.
—Oh, no, yo no podría… —El pensamiento de aquella anciana bruja me había
controlaba casi tanto como hizo la criatura en la ópera—. La Hermana Silenciosa es
demasiado astuta y La Abuela la adora.
Sageous asintió como si esperara aquella respuesta.
—Ella tiene una hermana gemela. Una a quien el destino quizá coloque en tu camino.
La sangre de la hermana tendrá el mismo resultado. Enfriará el fuego del hechizo.
—¿Una gemela? —Era demasiado difícil imaginar dos monstruos similares. La mujer
ciega siempre había parecido tan única.
—Su nombre es Skilfar.
—¡Maldita sea! —Había oído hablar de Skilfar. Y de cualquiera de quien hayas oído
algo significa problemas. Eso era sabiduría común, eso era. La Bruja Malvada del
Norte —estoy seguro que había escuchado a la Abuela llamarla de esa manera,
sonriendo como si hubiera dicho algo inteligente—. ¡Maldita sea! —Matar a Snorri
sería complicado. Había sido feliz de pasar su vida en los fosos de sangre ante la
posibilidad de alguna moneda. Pero ahora lo conocía y eso ponía las cosas bajo una
perspectiva diferente. En realidad, me había quitado el gusto del negocio de los fosos.
Todos los hombres que estaban ahí tenían una vida, y yo no estaba seguro de poder
disfrutar de nuevo aquel deporte sabiendo eso. La vida tiene formas de meterse bajo tu
piel, arruinando tu diversión con demasiada información. La juventud es realmente la
época más feliz, cuando rodamos en la dicha de la ignorancia.
—Su antigua vida, mi príncipe. Devuelta a usted.
Mi antigua vida, los placeres de la carne, y de las mesas de apuestas, y algunas veces
los primeros en los segundos. Había sido superficial y balanceado en el filo del cuchillo
de Maeres, pero en algunas ocasiones superficial es más que suficiente. Uno puede
ahogarse en la profundidad.
—Lo pensaré mientras duermo —había contestado.
Excepto que no podía dormir. En su lugar me tumbé observando a la noche en el frío
sudor que me cubría por el temor. La muerte de Snorri, la destrucción del monstruo, la
sangre de la Hermana Silenciosa o su gemela del norte. Nada de eso era fácil. Cada una
era complicada a su propia manera.
—Pide al rey la cabeza del vikingo —dijo Sageous hacia mí—, es la forma más
sencilla. —¿No eres bueno con lo sencillo? Es lo que la escritura parecía decir;
ofreciéndolo en sus palmas. ¿No eres bueno desapareciendo?
Si fuera bueno desapareciendo sabría dónde se hallaba la maldita puerta. Normalmente
tengo buena memoria para ésas cosas, planeo mis rutas de huida, la disposición del
terreno. Pero cuando el pagano abandonó la habitación, un cansancio enorme me
envolvió, rodeándome y me hundí en la cama como una piedra en la profundidad de
un estanque.
—Mata al nórdico. —Sonaba más razonable cada vez que él lo decía. Después de todo,
salvaría a Snorri de saber que su familia se encontraba muerta. Todo lo que quedaba
frente a él era un viaje sumamente largo hacia las peores noticias del mundo. ¿Acaso
no recibía la batalla como a un viejo amigo, ansioso por conocer su final?—. Mata al
vikingo. —No pude saber si lo había dicho yo o Sageous.
Me había sentado en la suavidad de la gran silla, frente al pagano, escuchando sus
verdades. ¿Me había sentado? ¿Estaba sentado? Me senté frente a él ahora mientras él
permanecía de pie detrás de una silla de respaldo abierto, paseando sus dedos sobre la
madera, como si se tratara de un arpa donde se pudiera tocar alguna melodía.
—Así que pedirás su cabeza. —No era una pregunta. Esos ojos apacibles ahora
parecían paternales. Un padre y un amigo. Aunque el Señor sabe, no mi padre, que
siempre parecía abochornado por toda la situación de padre e hijo.
Sí. Sageous estaba en lo correcto. Empecé a decir las palabras.
—Pediré su…
La punta de una espada emergió del pecho de Sageous, y no una espada común y
corriente sino una brillante como el amanecer, tan brillante como el acero extraído del
calor al rojo vivo de un horno. Sageous bajó la mirada hacia la punta, sorprendido,
mientras ésta avanzaba hasta que treinta centímetros de espada reluciente sobresalían
de su pecho.
—¿Qué? —La sangre le salía por la comisura de la boca.
—Este no es tu sitio, pagano —Unas alas se desplegaron tras el hombre como si fueran
suyas. Alas blancas. Blancas como nubes de verano, con plumas similares a las de las
águilas, lo suficientemente anchas como para llevar a un hombre hacia el cielo.
—¿Cómo? —Sageous hacía gárgaras con la sangre ahora, derramándola por la barbilla
al pronunciar la palabra.
La espada se retiró y una cabeza se levantó tras el pagano, un rostro tan orgulloso e
inhumano como aquellos esculpidos en las estatus de mármol de dioses Griegos o
emperadores Romanos.
—Él pertenece a la luz. —Y en un parpadeo la espada desprendió la cabeza del pagano,
atravesando su cuello como lo hace una guadaña al cortar la hierba.
—Despierta. —No era la voz del ángel que se alzaba sobre el cadáver de Sageous. Era
una voz que venía de fuera del castillo, más grande que lo que el sonido debía ser,
suficientemente ruidosa para romper piedras—. Despierta.
No tenía sentido.
—Qué...
—Despierta.
Parpadeé. Parpadeé de nuevo. Abrí los ojos. En lugar de las tinieblas, un amanecer
grisáceo. Me senté, las sábanas aún estaban pegadas a mi cuerpo bañado en sudor.
Detrás de los pálidos fantasmas que eran las cortinas de encaje, el cielo se iluminaba
en el este.
—¿Baraqel?
—¡Un pobre forjador de sueños que pensó que podía manchar a uno de los luminosos!
—Baraqel tenía un tono petulante. Luego, en un tomo más serio—. Veo una mano
detrás de él, sin embargo. Con un toque más mortal… de dedos azules. El L…
—¿F-uiste tú? Pero tú eres tan…bueno…siendo un dolor. —Me deslicé fuera de la
cama, cada parte de mi cuerpo dolorida como si hubiera pasado la noche luchando
contra un macaco. La habitación permanecía desnuda, el ángel se confinó de nuevo en
mi cabeza.
—Yo hablo con la voz que me diste, Jalan. Estoy limitado por tu imaginación,
conformado por tus presunciones. Cada una de tus fallas me disminuye, y son varias.
Yo…
El último borde del brillo del sol apareció en el horizonte, tiñendo todo el bosque de
color dorado. Y el silencio era dorado. Baraqel había tenido su momento. Volví a la
cómoda silla, poniéndome los pantalones, pero descubrí que no quería sentarme en ella.
Miré hacia el respaldo e imaginé a Sageous ahí tal y como había estado en mi sueño,
con la cabeza cercenada y comenzando a caer. Él quería que matara a Snorri. Sus
argumentos parecían suficientes, pero a pesar de que había perdido más dinero en la
mesa de juego del que había ganado, había pasado suficiente tiempo ahí como para
saber cuándo jugaban conmigo.
***
Para cuando me había lavado y vestido, el día había entrado por el este, los gallos
cantaban, las personas con empleos se apresuraban hacia ellos y, bajo el Castillo Alto,
la ciudad de Crath se agitaba para despertar. Un tímido golpeteo me sacó de mi
contemplación por la ventana.
—¿Qué?
—Soy S-Stan, su majestad. —Una pausa—. Necesita usted de alguien que lo vista o
debería yo…
—Ve a por mi vikingo y tráelo aquí. Tomaremos el desayuno donde ellos sirvan lo
mejor.
Se fue corriendo, el sonido de su retirada se desvanecía. Me senté en la cama y saqué
mi medallón. Ahora era una labor de retazos, cada gema que había vendido dejaba una
cuenca que me miraba acusadoramente. Parecía correcto. La justicia es ciega. El amor
es ciego. Otra gema me llevaría de vuelta a Vermillion, en la comodidad de un fino
carruaje. Una más me compraría vino y compañía en cada parada. Dos cuencas más
para vigilar mi pasaje, dejar a mi amigo en una fosa común y regresar al bajío. Me
preguntaba si Baraqel vio mi alma cuando me miró. ¿Acaso se veía de esta manera?
¿Cambiada, cada día un poco más, comprando el camino de un cobarde a en los
márgenes de la vida?
—Aun así —me dije—. Es mejor una larga e innoble vida de placeres superficiales que
una puñalada de heroísmo, terminando en una puñalada. Y solamente porque un
hombre juegue con otro, no siempre significa que esa no sea la dirección correcta de
ambos. —Pensé en el norte frío, y en las historias cargadas de horror que Snorri había
contado de este, y me estremecí.
—¡Jal! —Snorri llenó el umbral y su sonrisa le llenó el rostro—. Tienes peor aspecto
después de una noche a solas entre sábanas de seda, que después de una noche en el
Ángel luchando con tu amigo a quien le gusta morder. —Detrás de él Stann revoloteaba
en el corredor, intentando buscar una manera de pasar.
Me levanté.
—Vamos. Dejaremos que el chico nos halle algo que desayunar.
Ambos seguimos a Stann, igualando su trote con unas simples zancadas.
—La comida puede ser traída a sus habitaciones, mis señores —dijo sobre el hombro,
recuperando el aliento.
—Me gusta mezclarme —dije—. Y soy Alteza Real para ti, chico. Él es un…
terrateniente. La manera correcta de dirigirse a alguien de ese rango es “Oiga usted.”
—Sí, su Alteza Real.
—Mejor.
Otro pasillo, otro giro, y entramos por un arco a un amplio salón que contaba con tres
mesas largas. En dos de ellas había hombres comiendo, tenían pinta de huéspedes, o
de figuras de algún rango dentro del castillo. Ninguno era de la realeza, pero tampoco
eran gente común. Stann señaló la mesa desocupada.
—Su Alteza Real. —Miró hacia arriba a Snorri, mordiéndose el labio, saltando de un
pie al otro en su indecisión, dudando ahora si el rango del nórdico le otorgaba un lugar
en alguna de las mesas.
—Snorri comerá conmigo —dije—. Exoneración especial.
Stann suspiró aliviado y nos mostró nuestros asientos.
—Yo comeré huevos, revueltos con un poco de sal, una pizca de pimienta negra y
luego un pescado. Arenque, caballa, algo ahumado. El Vikingo probablemente querrá
un cerdo, ligeramente asesinado.
—Tocino. —Snorri asintió—. Y pan. Cuanto más negro mejor. Y cerveza.
El chico se alejó corriendo, repitiendo las órdenes tan rápido como pudo.
Snorri se recostó en la silla y bostezó poderosamente.
—¿Cómo dormiste? —pregunté.
Él sonrió y me dirigió una mirada evaluadora.
—Tuve sueños extraños.
—¿Cómo de extraños?
—Sueño con la hija de Loki todas las noches. Si un sueño hace que las apariciones de
Aslaug parezcan ordinarias, entonces puedes imaginar que es bastante extraño.
—Pruébame.
—Un pequeño hombre cubierto con garabatos pasó la noche tratando de convencerme
de matarte esta mañana. Al menos la mayor parte de la noche… hasta que Aslaug se lo
comió.
—Oh.
Nos sentamos en silencio por un minuto, hasta que un sirviente llegó con dos jarras de
cerveza y una hogaza de pan.
—¿Entonces? —pregunté, un poco más que tenso. Un cuchillo largo yacía entre los
dos, a un lado del pan.
—Decidí ir en su contra. —Snorri se estiró y partió la hogaza por la mitad.
—Bien. —Di un suspiro relajado.
—Es mejor esperar a que salgamos del castillo, luego lo haré. —Mordió un pedazo de
la hogaza para ocultar su mueca—. ¿Y tú? ¿Cómo dormiste?
—De la misma manera —dije, pero Snorri había perdido el interés, su mirada estaba
fija en la puerta.
Me giré para ver a una mujer joven acercándose: alta, delgada pero no débil, no poseía
una belleza convencional pero había algo en ella que me llenaba de pensamientos poco
convencionales. La observé avanzar con pasos seguros. Pómulos elevados, labios
expresivos, rizos de color rojo oscuro formando espuma alrededor de sus hombros. Me
levanté, preparando mi reverencia. Snorri permanecía en su asiento.
—Mi lady. —Sostuve su mirada. Ojos extraordinarios, de color verde pero devolvían
más luz que la que tomaban—. Príncipe Jalan Kendeth a su servicio. —Señalé con una
mano la mesa—. Mi hombre Snorri. —Su vestido era simple pero realizado con un
cuidado y una calidad subestimada que demostraban que venía de cuna adinerada.
—Katherine ap Scorron. —Su mirada pasó de mí a Snorri, y volvió. Su acento confirmó
sus orígenes teutónicos—. Mi hermana, Sareth, estaría agradecida de tener el placer de
su compañía en un almuerzo ligero.
Una sonrisa se extendió sobre mi rostro.
—Estaría encantado, Katherine.
—Muy bien, entonces. —Me observó de arriba a abajo—. Le deseo una estancia
agradable y un viaje seguro en ese caso, príncipe. —Y se giró con un silbido de su
falda, encaminada hacia el corredor. Nada en su tono o en su rostro pálido había
sugerido que pensara que mi compañía quizá fuera agradable para su hermana. En
realidad, un enrojecimiento alrededor de sus ojos me hizo pensar en si habría estado
llorando.
Me incliné hacia Snorri.
—¡Presiento un conflicto entre hermanas! La hermana mayor tendrá una comida con
el príncipe y la hermana de la bonita nariz estará fuera del grupo. —Mis instintos en
esos casos raramente están equivocados. Las dinámicas de la rivalidad entre hermanas
son bien conocidas para mí. Snorri frunció el ceño; un detalle del propio monstruo de
ojos verdes sin duda—. ¡No me esperes despierto! —Y me fui siguiendo a la chica.
Una gran mano me atrapó por la muñeca, y con un fuerte crujido acortó la distancia
entre nosotros. Aunque, fue suficiente para detenerme.
—No creo que haya sido una invitación de ese tipo.
—Tonterías. Una mujer de alta cuna no entrega mensajes. Habría enviado a un paje.
¡Hay más de un mensaje aquí! —Podría haber perdonado al bárbaro por su ignorancia
en las sutilezas de la corte.
Katherine alcanzó la puerta. Era cierto que su retirada carecía de aquel balanceo que
invitaba a seguirla como el que se ve en sitios como El Ángel Caído. Aun así lo
encontré tentador.
—Confía en mí. Conozco la vida en el castillo. Este es mi juego. —Y me apuré tras
ella.
—Pero su brazo… —dijo Snorri tras de mí. Algo acerca de un brazalete.
Tuve que sonreír ante la idea de un nórdico nacido en una choza tratando de instruirme
en las maneras de tratar a una mujer de un castillo. Había llegado sin acompañante ni
campeón, más audaz que el bronce, admirando al príncipe en oferta.
—Katherine. —La alcancé en el pasillo, a varios metros del salón—. No te vayas ahora.
—Bajé la voz a un gruñido seductor. La tomé por la espalda a través de las capas de
tafetán. Suave y firme.
Ella se giró más rápidamente de lo que habría pensado que era posible con aquellos
ropajes y… Bueno, la siguiente eternidad o algo similar la pasé en una blancura
cegadora llena de dolor.
Siempre he sentido que el sitio donde se encuentran los testículos de un hombre es un
argumento elocuente contra un diseño inteligente. El hecho de que una pequeña joven
pudiera, con un golpe bien dirigido de la rodilla, reducir al héroe del Paso de Aral a
una criatura indefensa, demasiado llena de agonía como para hacer algo más que rodar
en el suelo tratando de respirar poco a poco para aliviar el dolor; bueno, eso era una
mala planificación por parte de Dios. ¿Seguramente?
—¿Jal? —Una sombra en la blanca agonía—. ¿Jal?
—Vete. Aléjate. —Apretando los dientes—. Y. Déjame. Morir.
—Es que estás bloqueando el pasillo, Jal. Te levantaría pero… ya sabes. Stann,
¿Podrías ir por un guardia para que acompañe al príncipe de vuelta a su habitación?
Una tenue conciencia de movimiento penetró mi miseria. Sabía que mis talones eran
arrastrados a través de suelos de piedra, y en algún sitio detrás de ellos Snorri los
seguía, enfrascado en bromas alegres con la gente que me llevaba.
—Un malentendido, espero. —Y se rió. ¡Rió! Está en el código… cuando un hombre
es herido de forma tan vergonzosa, todos los hombres deben contraerse de dolor y
mostrar simpatía, no reír—. Probablemente hagan las cosas diferentes en el sur…
—Estoy perdiendo mi toque. —Logré jadear las palabras.
—¡Creo que probablemente tocaste de más, conociéndote, Jal! ¿No viste el brazalete
negro? ¡Esa chica está de luto! —Otra risa—. ¡Puede que le hubieran dado una paliza
adecuada si ella no lo hubiera hecho! Ella tiene espíritu, eso. Lo vi desde el momento
en que llegó. Probablemente tenga sangre nórdica.
Me limité a gruñir y dejar que me llevaran a mi habitación.
—Maldito si voy a ir a ver a su hermana. Ella será un monstruo. —Me levantaron y
recostaron sobre la cama.
—Con cuidado, compañeros —dijo Snorri—. ¡Con cuidado! —Aunque sonaba de
bastante buen humor sobre la situación.
—Maldita perra Scorron. ¡Ahh! —Una nueva oleada de dolor me golpeó—. ¡Los países
han ido a guerras por menos!
—Técnicamente tú estás en guerra, ¿No es así? —La silla crujió mientras Snorri se
sentaba en ella—. Es decir, aquellos hombres sobre los que pasaste heroicamente en el
Paso de Aral, eran Scorrons, ¿Cierto?
Me tenía acorralado.
—¡Hubiera deseado haber matado a cincuenta más de ellos!
—De todas maneras, la hermana es aún más bella.
—¿Cómo demonios podrías saber eso? —Intenté girar y al no poder me rendí.
—Las vi a ambas en un balcón ayer.
—¿Sí? —Logré girar. No ayudó mucho—. Bueno, ella puede irse a paseo. —Le dirigí
la mirada más sucia que pude con la bizquera.
Snorri se encogió de hombros y mordió una pera que había robado de mi mesilla.
—Una manera peligrosa de hablar sobre la reina si me lo pregunta. —Todo a través de
una boca llena.
—¿Reina? —Rodé de nuevo para quedar frente al muro—. Oh Mierda.
Capítulo 19
Iba cojeando detrás de Stann mientras él dirigía el camino hacia los aposentos
personales de la Reina Sareth. Me asombró que la reunión hubiera sido pactada en sus
habitaciones, pero no dudaba que su virtud estuviera bien protegida.
Consideré peculiar que nuestro camino nos llevara hacia los bajos del castillos, bajando
por una escalinata hacia un pasillo, donde los víveres eran almacenados hasta el techo
en habitaciones a diestra y siniestra, pero le había dicho a Stann que me guiara por el
camino más corto, dada la delicadeza con la que necesitaba caminar. Ascendimos por
una angosta escalinata, seguramente el pasaje de algún sirviente para entregar los
alimentos en las cámaras reales.
—La reina ha pedido sea usted discreto en caso de que sea preguntado sobre alguna
visita —dijo Stann, manteniendo la lámpara en alto en medio de un pasaje largo y sin
ventanas.
—¿Sabes lo que significa discreción, chico?
—No, señor.
Carraspeé ante esa respuesta, no estaba seguro si estaba demostrando ignorancia o
discreción.
Stann golpeó en una pequeña puerta, una llave giró en una pesada cerradura, y
entramos. Llevó un momento darse cuenta de que la misma reina había abierto la
puerta. Primero pensé que debía ser una dama de compañía, pero cuando se giró para
verme emerger no había manera de confundirla. Una dama de compañía nunca vestiría
un ropaje tan fino, y Sareth compartía tantas facciones con Katherine que no podía ser
más que su hermana. Juzgué que estaría en la mitad de sus veintes, un poco más baja
que su hermana, su rostro era más suave y de una belleza más clásica: labios gruesos,
oleadas de un cabello rojizo muy oscuro. Ella también tenía ojos verdes pero carecían
del peculiar brillo interior que tenían los de su hermana.
La otra cosa que percibir acerca de la Reina Sareth, un hecho que ningún vestido que
no fuera una túnica podría ocultar, es que ella recientemente se había tragado un cerdo,
o estaba bastante embarazada.
—Acompaña al Príncipe Jalan a su silla y sírvele una copa de vino, Stann, luego puedes
retirarte —Ella hizo un ademán con la mano para que se fuera.
El mozo acomodó un cojín para mí en una larga silla lo suficientemente lejos de la
reina, es decir en la otra esquina. En realidad una distancia realmente aceptable sería
una que me colocara fuera en el pasillo, porque ninguna reina debe estar sola en sus
aposentos con un desconocido, especialmente si ese desconocido era yo.
Caminé cuidadosamente hacia la silla, acomodé el cojín y me senté en él.
—¿Se encuentra usted bien, Príncipe Jalan? —Una mirada de preocupación genuina
surcó la suavidad de su semblante.
—Oh, solo… —Resolví—. Una vieja herida de guerra, mi reina. Me molesta de vez en
cuando. Especialmente si he pasado bastante tiempo sin una buena pelea.
A mi lado Stann apretó los labios y llenó la copa de plata en la mesa de servicio desde
un gran aguamanil de vino. Una vez realizado su trabajo, se retiró por la puerta de
servicio y sus pisadas se perdieron en la distancia. Se me ocurrió que si fuera
encontrado aquí, desatendido, mi vida podría bien depender de cualquier historia que
la reina decidiera contar. Parecía poco probable que ella admitiera haber enviado una
invitación, y estaba seguro de que su cruel hermana menor describiría una escena poco
atractiva de mi acercamiento si la situación saliera a relucir frente a Olidan. Decidí
salirme de la situación en la primera oportunidad que tuviera.
—¿Cómo está disfrutando Ancrath, Príncipe Jalan? —El acento de Sareth tenía más
tintes teutónicos que el de su hermana y traía recuerdos de los gritos de los patrulleros
de Scorron quienes habían intentado pasarme por encima en el Paso de Aral. No ayudó
mucho a calmar mis nervios.
—Es un país encantador —dije—. Y la ciudad de Crath es muy impresionante. Estaban
en plena celebración cuando llegamos.
Ella frunció el ceño ante eso, apretando los labios. Evidentemente, había tocado un
punto débil. Embarazada o no, ella era muy hermosa.
—Scorron es una tierra más bella, y la fortaleza Eisenschloss es más fina. —Ella no
parecía ser consciente de que nosotros, los hombres de la Marcha Roja,
considerábamos a los Scorron como enemigos mortales. Sin embargo, hacía tiempo
que yo proponía amor, no guerra, aunque en varias ocasiones son compañeras de
cama—. Pero está en lo cierto, Príncipe Jalan, Ancrath tiene mucho que recomendar.
—En efecto. Sin embargo me temo, mi reina, que de cierta manera estoy perdido aquí.
Pienso que, ¿quizá sería mejor que discutiéramos estos asuntos esta tarde en la corte?
Su belleza es conocida y alabada a lo ancho y alto, y la gente podría malinterpretar mis
intenciones si se supiera que… —Normalmente sería feliz con hacerle el cuerno a
cualquier hombre lo suficientemente tonto para dejar a una mujer como Sareth con
ganas de más… ¿Pero a Olidan Ancrath? No. Además, su embarazo y mi presente
situación de invalidez ayudaban a reducir mi interés en la oportunidad.
El rostro de Sareth se contrajo en consternación, su labio superior tembló, y,
levantándose de la silla, se apresuró a través de la habitación hasta arrodillarse a mi
lado.
—¡Discúlpeme, Príncipe Jalan! —Ella tomó mis manos negras y callosas entre las
suyas blancas y delgadas—. Es sólo... sólo... que todos nos hemos llevado un gran
impacto con la llegada de este terrible niño.
—¿Niño? —Había tenido muy poco descanso durante dos noches y ahora nada de esto
tenía sentido.
—Jorg, el hijo de Olidan.
—Ah, el príncipe perdido —dije, disfrutando de sus manos alrededor de las mías.
—Habría sido mejor que hubiera permanecido perdido. —Y pude visualizar un poco
de dureza detrás de esa belleza manchada de lágrimas.
Repentinamente, incluso mi mente privada de descanso, no podía resistirse más a ver
el problema. Este príncipe que regresaba no podía ser el hijo de Sareth, ella no era lo
suficientemente mayor para ello… ¿Una segunda esposa, entonces, ocupada
produciendo lo que ella pensaba sería un heredero para ella?
—Oh. —Me incliné hacia adelante, mi mirada bajó hasta su vientre—. Puedo ver que
su regreso podría significar un problema para usted. —Su rostro se retorció en miseria
de nuevo—. Ya, ya, no llore, mi reina. —Y la acaricié por un momento, el héroe
fanfarrón confortando a una damisela en peligro, y probablemente pasando sus manos
por aquél maravilloso cabello.
—¿Por qué no pudo el chico permanecer perdido y errante? —Ella entornó esos ojos
húmedos hacía mí.
—¿Chico, dice? —Por alguna razón había pensado que el príncipe sería un hombre
adulto— ¿Qué edad…
—¡Un niño! Hace una semana tenía trece años y estaba olvidado. Sin el menor cuidado.
Ahora ha alcanzado la mayoría de edad y… —Otra inundación de lágrimas, su rostro
se hundió en mi hombro—. Oh, los problemas que ha causado. El caos en la sala del
trono.
—Es una edad difícil. —Asentí con sabiduría y la atraje hacia mí. Es un instinto. No
puedo evitarlo. Ella olía delicioso, a lila y madreselva, y el embarazo no acababa de
llenar su vientre; los regalos de la naturaleza sobresalían de su corpiño.
—En mi tierra natal le conocen a usted como el Demonio de Aral—dijo—. El Príncipe
Rojo.
—¿En serio? —Intenté repetir las palabras, alejando la sorpresa de mi voz—. En serio.
Un asentimiento sobre mi hombro.
—Sir Karlan sobrevivió a la batalla en la que usted combatió, y escapó hacia el norte.
En la corte nos contó como usted luchó sin temor, como un hombre enloquecido,
derribando hombre tras hombre. Entre ellos a Sir Gort. Sir Gort era el hijo del primo
de mi padre. Un guerrero de renombre.
—Bueno… —Suponía que algunas historias crecen al ser contadas y que demasiado
miedo algunas veces puede parecer ningún miedo. De cualquier manera, la reina me
había entregado un obsequio y estaba ante mí para aprovecharlo—. Mi pueblo me
conoce como el héroe del Paso. Supongo que es adecuado que los Scorron me llamen
el demonio. Llevaré el nombre con orgullo.
—Un héroe. —Sareth sorbió por la nariz, se secó los ojos, una mano delgada reposó
en mi pecho—. Usted podría ayudar. —Suaves palabras, casi un susurro, y lo
suficientemente cerca de mi oído para hacerme estremecer deliciosamente.
—Por supuesto, por supuesto, querida dama. —Me contuve antes de prometer
demasiado—. ¿Cómo?
—Es un buscapleitos, este Jorg. Necesita ser puesto en su sitio. Claro, es de una cuna
demasiada alta para que alguien le dé la lección que necesita. Pero un príncipe podría
desafiarlo. Él tendría que aceptar el desafío de un príncipe.
—Bueno… —Respiré su aroma y cubrí la mano en mi pecho con la mía. Visiones de
mí persiguiendo a esos malditos chicos callejeros, por los corredores traseros de la casa
de ópera, flotaron frente a mí. ¡Patearía algunos traseros ese día! Un furioso principito
de trece años, volviendo con el gorro en la mano después de un mes hambriento por
los bordes de los caminos, antes que el hambre venciera a su orgullo y volviera a casa
con papi… Podía verme a mí mismo dándole una dura lección a un muchacho como
él. Especialmente si ello me ganaba el favor de su adorable madrastra.
Sareth se acercó más, sus labios muy cerca de mi cuello, sus pechos rebosantes
aplastándose contra mí.
—Diga que lo hará, mi príncipe.
—Pero Olidan...
—Es un hombre viejo, y frío. Ahora que ha realizado su trabajo apenas me ve. —Sus
labios tocaron mi garganta, su mano se deslizaba hacia mi estómago—. Di que me
ayudarás, Jalan.
—Por supuesto, señora. —Cerré los ojos, rindiéndome ante sus cuidados. Patear a un
a principillo arrogante de la corte sería divertido, y para cuando yo contara la historia
en Vermillion, el Príncipe Jorg sería mayor y mi audiencia olvidaría que habría sido un
niño cuando le enseñé una lección.
—No me importa si lo hiere. — Ella recorrió con dos dedos mi camisa, rascando los
botones, juguetona.
—Los accidentes pasan —murmuré.
Eso probó ser un poco profético ya que las palabras inspiraron a Sareth a explorar más
vigorosamente y su mano se hundió en mis pantalones.
Como cualquier hombre herido en el cumplimiento de su deber podría contar, toma
tiempo recuperarse de un golpe con la rodilla en la entrepierna, y podrían pasar varios
días antes de que las joyas de la corona de un príncipe estuvieran en condiciones de ser
inspeccionadas de nuevo. El “examen” precipitado de Sareth reavivó las agonías
anteriores, y debo admitir que mi grito de dolor podría ser descrito como algo agudo.
Posiblemente incluso… femenino. Lo que podría explicar porque el guardia de la
puerta de la reina decidió entrar en estampida a través de la puerta para rescatar a quien
estaba a su cargo de cualquier demonio que la hubiera atacado.
El miedo puede ser un excelente anestésico. Ciertamente la repentina aparición de dos
hombres con rostro mezquino en uniforme de Ancrath, con acero descubierto en sus
manos, se deshizo del dolor con toda prontitud. Una catapulta no pudo haberme
arrojado fuera de esa silla más rápido y yo ya estaba bajando las escaleras de servicio
antes de lo que se podría decir “adulterio”, la puerta cerrándose de golpe tras de mí.
Llegué a mi habitación, jadeando y aún en pánico. Snorri había abandonado la silla
donde lo había dejado y ahora se hallaba tumbado en la cama.
—Eso fue rápido. —Levantó su cabeza.
—Probablemente deberíamos irnos —dije, dándome cuenta al buscar mis pertenencias
que no tenía ninguna.
—¿Por qué? —Snorri balanceó sus piernas fuera de la cama y se sentó, la estructura
crujió alarmantemente bajo su peso.
—Emm… —Me incliné hacia el corredor, en busca de la aproximación de guardias—
. Puede ser que yo…
—¿No la reina? —Snorri se puso en pie y fui consciente una vez más de lo alto que era
en comparación mía—. ¿Quién te vio? —Había una nota de enojo en su voz.
—Dos guardias.
—¿Sus guardias?
—Sí.
—Ella los comprará. Todo será enterrado.
—No quiero ser enterrado con ello.
—Todo irá bien. —Pude observar como pensaba acerca de la reunión con el Rey
Olidan, acerca de las líneas que yo le había vendido sobre el conocimiento de su
enemigo y retirando la maldición de nosotros.
—¿Tú crees?
—Sí. —Asintió—. Idiota.
—Podríamos irnos de todos modos. Digo. Hablé con el oráculo del rey anoche y no
fue de mucha ayuda…
—¡Ah! —Snorri se sentó de nuevo con un golpe seco—. ¡Ese viejo oráculo!
Tendremos que buscar ayuda en otro lugar, Jal. Su poder está roto. El chico destruyó
el tótem de Sageous hace unos días. Algún tipo de árbol de vidrio. Jorg lo arrojó sobre
la habitación del trono. ¡Había pedazos por todas partes!
—¿Dónde… dónde has obtenido todo esto?
—Hablo con la gente, Jal. Mientras la reina está metiendo su lengua en tu oreja yo
estoy ocupado escuchando. El Príncipe Jorg deshizo el poder de Sageous, y de gran
manera. Debe haber algún otro hechicero o sabio que pueda ayudarnos. Sageous no
puede ser el único en todo el país. Necesitamos el consejo del Rey Olidan si queremos
retirar esta maldición.
—Oh…
—¿Oh?
—Hice una promesa a Sareth de darle una paliza a este príncipe. Espero que eso no
amargue las cosas con el Rey Olidan. Si él adora al chico podría causar problemas.
—¿Por qué? —Snorri me miró, extendiendo sus anchas manos—. ¿Por qué harías eso?
—Su hacha permanecía a un lado de la cama y yo la empujé debajo de ésta, fuera de la
vista, como precaución.
—¿La viste a ella, a la reina? —pregunté—. ¿Cómo podría decir que no?
Snorri negó con la cabeza.
—Nunca había visto a un hombre que entendiera tan poco sobre las mujeres y aun así
se dejara manejar tanto por ellas.
—Entonces, este chico. ¿Causará problemas si lo golpeo un poco? —pregunté—. Ya
que al parecer tú sabes todo lo que hay que saber sobre los Ancraths.
—Bueno. El padre no ama al hijo. Eso lo sé. —dijo Snorri.
—Eso es un alivio. —Me relajé lo suficiente como para hundirme de nuevo en la silla.
—Y sé que eres un hombre valiente, Jal, un héroe de guerra…
—Sí…
—Pero no estaría tan seguro acerca de golpear a este Príncipe Jorg. ¿Lo viste en el
Ángel la otra noche?
—¿El Ángel? ¿De qué estás hablando?
—El Ángel Caído. Sé que tenías otras cosas en la mente, pero probablemente habrías
notado que el sitio estaba repleto con su banda. Los Hermanos.
—¿Qué? —La silla se las ingenió para atraparme en sus garras mientras intentaba
levantarme de nuevo.
—El príncipe estaba ahí ¿sabes? En la esquina con Sir Makin.
—Dios mío. —Recordé sus ojos.
—Y teniendo relaciones con Sally en la habitación junto a la tuya, según escuché.
Linda chica. De Totten justo al sur del Lure.
—Dios santo. —Había pensado que el joven acompañante de Makin tenía al menos
dieciocho años. No podría medir menos de dos metros.
—¿Y claro sabrás qué le inspiró a realizar otro viaje tan pronto regresó al Castillo Alto?
—Recuérdamelo. —Habría pensado que hacerse enemigo mortal de un oráculo sería
suficiente para que muchos hombres planearan un viaje largo.
—El mató al campeón del rey, el Capitán de la Guardia, Sir Galen. Es él por quien la
hermana de Sareth estaba de luto.
—¿Vas a decirme que no fue envenenando su aguamiel?
—Combate uno a uno.
—Nos vamos —dije desde el corredor.
Capítulo 20
Nadie tenía órdenes de detener a un príncipe visitante dando un paseo alrededor de la
ciudad antes de su cita en la corte. Tomamos a Ron y Sleipnir y caminamos hacia
Ciudad Crath. Y seguimos nuestro rumbo. El cabalgar demostró ser una miseria y me
movía constantemente en mi asiento, buscando posiciones más cómodas y maldiciendo
a todos los Scorrons, más que todo a sus condenadas mujeres.
—Ambas tenían los ojos muy juntos... Nunca me gustó el pelo rojo en todo caso, y
estoy seguro que la más joven tenía...
—Tenía un parecido a ella, a esa Katherine —interrumpió Snorri—. Puedo
imaginármela yendo a lugares; haciendo grandes cosas. Tenía ese aspecto.
—Si te gustó tanto deberías haber hecho tu jugada. ―El dolor me hizo provocarlo,
buscando distracción—. Tal vez estaba buscando un poco de rudeza.
Snorri se encogió de hombros, moviéndose en su asiento mientras seguíamos el
Camino de Roma.
—Todavía es una niña. Y yo soy un hombre casado.
—Ella tenía al menos diecisiete años. Y, ¿pensaba que ustedes los Vikingos operaban
bajo reglas de barcos?
―¿Reglas de barcos? —Snorri alzó una ceja. Ciudad Crath ahora no era nada más que
una mancha en el aire detrás de nosotros.
—Si llegas allí en un barco no hay reglas —dije.
―Ah. ―Entrecerró los ojos un poco―. Somos hombres como cualquier otro. Algunos
buenos. Algunos malos. Más en el medio.
Resoplé por los labios.
―¿Cuántos años tienes de todas formas, Snorri?
―Treinta. Creo.
―¡Treinta! Cuando tenga treinta quiero seguir divirtiéndome.
De nuevo se encogió de hombros, una pequeña sonrisa. Snorri no se ofendió mucho.
Lo cuál era una algo bueno que decir.
―Donde vamos, vivir hasta los treinta es difícil.
―¿Hay algo bueno sobre el Norte? ¿Algo? ¿Alguna sola cosa que no pueda encontrar
en algún lugar más cálido?
―Nieve.
―La nieve no es buena. Es solo agua fría que se estropeó.
―Montañas. Las montañas son hermosas.
―Las montañas son conglomerados de rocas inconvenientes que se interponen en el
camino de las personas. Además, si fueran montañas lo que quiero, tendría los Aups
en mi umbral.
Contemplamos en silencio por un minuto. El tráfico en el Camino de Roma se había
reducido, pero a lo largo de sus alrededores todavía podías ver carretas y jinetes,
incluso viajeros a pie, alejándose en la distancia.
―Mi familia ―dijo.
Y a pesar de que no reivindico sabiduría, fui lo suficientemente sabio para no opinar
sobre ello.
***
El verano que nos había dado una bienvenida tardía en Ancrath se desvanecía a medida
que nos dirigíamos al norte. En el pueblo de Hoff, en medio de campos maduros para
cosecha y en un día frío con más de otoño en él que de cualquier otra estación, Snorri
nos dirigió al este desde el Camino de Roma.
―Podríamos tomar un barco en un puerto de Conaught ―dije.
―Los hombres del verdadero Norte no son bienvenidos en Conaught ―replicó
Snorri―. Lo hemos visitado muy seguido. ―Animó a Sleipnir hacia la vía
desordenada y llena de baches que apuntaba el este a través de las montañas del norte
de Gelleth.
―¿Y Thurtans estará mejor?
―Bueno, Thurtans estará mal también ―admitió―. Pero en Maladon una calurosa
bienvenida nos espera.
―¿Pocas visitas?
―Allí nos quedaremos. Tomaremos un barco en Maladon. Tengo primos allí.
―Será mejor, porque no voy a ir más al este. ―Al este de Maladon estaba Osheim, y
nadie va a Osheim. Osheim era donde los Constructores construyeron la Rueda, y cada
cuento de hadas que iniciaba una pesadilla empezaba―. Érase una vez, no lejos de la
Rueda de Osheim.
Snorri asintió, solemne.
―Maladon. Tomaremos un barco en Maladon.
Las montañas nos movieron por el otoño y dentro del invierno. Esos eran días malos,
a pesar de la ropa cálida y las buenas provisiones compradas en Hoff. Había pagado
más de lo habitual de mala gana, sabiendo que las piezas de plata podrían estar allanado
mi camino de vuelta al calor de Vermillion.
En medio de las alturas de Gelleth llegué a extrañar la pequeña muestra de lujo de
nuestra noche que el Castillo Alto nos había proporcionado. Incluso los apestosos
catres del Ángel Caído habrían sido el cielo comparado con las camas entre las rocas
en los dientes de un vendaval en medio de alguna montaña sin nombre. Le sugerí a
Snorri que tomáramos el camino más largo pero menos arduo hacia el Castillo Rojo.
Merl Gellethar, el duque que tenía ese puesto, era sobrino de la Abuela y tendría algo
de lealtad familiar para ayudarnos en nuestro viaje.
―No.
―¿Por qué diablos no?
―Es un desvío muy largo. ―Snorri murmuró las palabras con mal genio, algo inusual
para él.
―Esa no es la razón. ―Siempre se alteraba cuando mentía.
―No.
Esperé.
―Aslaug advirtió sobre esto ―gruñó.
―¿Aslaug? ¿No es Loki el padre de las mentiras? Y ella es su hija... ―Me detuve para
que lo negara―. ¿Entonces eso haría de ella... una mentirosa?
―Creo en ella en esta vez―dijo.
―Hmmm ―No me gustó cómo sonaba eso. Cuando tu único compañero de viaje es
un maníaco de dos metros con un hacha, puede ser inquietante saber que está
empezando a creer en el demonio que le susurra en el oído cuando el sol se oculta. Aun
así, no discutí el punto. Baraqel me había dicho lo mismo esta mañana. Tal vez cuando
un ángel me susurre al amanecer, debería empezar a creer lo que él dice.
Soñé con Sageous esa noche, sonriendo tranquilamente para mí mismo mientras miraba
el tablero a través del cual fui empujado, de un cuadrado negro a uno blanco, blanco al
negro, de oscuro a claro... Snorri a mi lado, haciendo coincidir mis movimientos, y
todo sobre nosotros, piezas sombreadas, orquestando algún diseño complejo. Una
mano gris empujó sus peones hacia adelante, sentí el toque de la Hermana Silenciosa
y di un paso adelante, de negro a blanco. Detrás de ella se alzaba alguien, más grande,
de un profundo carmesí, la Reina Roja jugando el juego más largo. Una mano negra y
muerta llegó a través del tablero, por encima de ella una mano más larga, azul
medianoche, guiando. Casi podía ver las cuerdas. Junto a la Dama Azul y el Rey
Muerto avanzaba un caballero y sin previo aviso los no nacidos estaban delante de mí,
solo una sencilla máscara de porcelana para preservar mi cordura de su horror. Me
levanté gritando y esperé al amanecer sin dormir.
***
En los Thurtans nos manteníamos a nosotros mismos evitando posadas y pueblos,
durmiendo en setos, bebiendo de los lagos, de los cuales hay demasiados, dividiendo
el país en innumerables franjas.
En la frontera entre el Este y el Oeste de Thurtan descansa un gran bosque conocido
como Gowfaugh, una gran expansión de pinos, oscuro y amenazante.
―Podíamos tomar la carretera ―dije.
―Mejor cruzar la frontera de manera sigilosa. ―Snorri observó los límites del
bosque―. Los guardias de Thurtan para no dejarnos un mes dentro de sus celdas toman
cualquier objeto de valor como pago por el privilegio.
Miré atrás a lo largo del sendero que habíamos tomado desde las colinas, una línea
tenue cruzando un melancólico páramo. El Gowfaugh no tenía nada que alentara una
bienvenida, pero la amenaza de atrás me preocupaba más. Lo sentía diariamente,
pisando nuestros talones. Había estado esperando problemas desde que dejamos
Ciudad Crath, y no del Rey Olidan preocupado de que hubiera mancillado el honor de
su reina. El Rey Muerto se había movido dos veces para detenernos y la tercera vez
podría ser la vencida.
―Hacia delante, Jal, ese es el lugar al que le tienes que prestar atención. Ustedes los
sureños siempre están mirando hacia atrás.
―Eso es porque no somos tontos ―dije―. ¿Has olvidado al no nacido en el circo?
¿Edris y sus guardaespaldas, y en lo que se convirtieron cuando los mataste?
―Alguien sembrando nuestro camino para detenernos, pero no nos está persiguiendo.
―Pero la cosa en Vermillion, se escapó, Sageous dijo que lo encontraríamos, él...
―Me dijo lo mismo. ―Snorri asintió―. No quieres creer mucho en lo que ese hombre
dice, pero creo que tiene razón. Escapó. Sospecho que la criatura que viste en la ópera
era un no nacido, uno experimentado en su poder, el objetivo del hechizo de la Hermana
Silenciosa. Probablemente un importante teniente para el Rey Muerto. Quizá un
capitán de su ejército.
―¿Pero no nos está siguiendo? ―Nos seguía. Lo sabía.
―¿No escuchaste al oráculo, Jal?
―Dijo un montón de cosas... La mayoría sobre matarte; y sobre cómo podría irme a
casa si lo hago.
―¿La maldición, el hechizo de la Hermana Silenciosa? ¿Por qué sigue en nosotros?
Eso hizo sonar una alarma.
―Porque el no nacido no fue destruido. El encantamiento es un acto de deseo. Necesita
que se cumpla su propósito. ―Crucé mis brazos, satisfecho conmigo mismo.
―Es correcto. Y nos estamos dirigiendo hacia el norte y el hechizo no nos está dando
problemas.
―Sí ―Fruncí el ceño. Esto iba hacia algún mal lugar.
―El no nacido no nos está persiguiendo, Jal. Nosotros lo estamos persiguiendo. La
cosa se fue al norte.
―Diablos. ―Traté de calmarme―. Pero... pero, vamos, ¿Cuáles son las
probabilidades? ¿Nos dirigimos al mismo lugar?
―La Hermana Silenciosa ve el futuro. ―Snorri se tocó con un dedo el ojo―. Su magia
se dirige hacia el mañana. El hechizo ha buscado una manera de encontrar al no nacido;
siguió el camino que veía sería dirigido por alguien, algunos alguien, quienes
terminarán en el mismo lugar que su objetivo.
―Diablos. ―No tenía nada más que decir esta vez.
―Sip.
Rodeamos el Gowfaugh hasta que encontramos un sendero, muy amplio para un
camino de ciervos, muy angosto para la vía de un leñador. Pensando, mientras nos
abríamos paso a lo largo de este, dirigiendo a los caballos y tratando de evitar
golpearnos con una rama en el ojo, el Gowfaugh no era el tipo de bosque donde se
espera que haya venados. O leñadores.
―Bosques. ―Snorri se frotó tres rayas paralelas en su bíceps y negó con la cabeza―.
Estaría agradecido de estar libre de este.
―Los bosques son lugares donde un hombre puede cazar ciervos y jabalís, eso es lo
que tenemos en la Marcha Roja, con árboles adecuados, no todo este pino, con
carboneros, maderas de cúter, un oso o lobo ocasional. Pero en el Norte... ―Señalé los
troncos más apretados, ramas entrelazadas por lo que un hombre tendría que cortar para
abrirse camino cada metro del sendero―. Lugares muertos. Solo árboles y árboles y
más árboles. ¡Escucha! Ni siquiera un ave.
Snorri se abrió paso hacia adelante.
―Jal, sólo te cederé este punto. El sur tiene mejores bosques.
Renegamos todo el camino, siguiendo caminos difíciles, pisadas amortiguadas por la
abundante manta de viejas agujas secas. No pasó mucho tiempo para que nos
perdiéramos. Incluso el sol ofrecía pocas pistas de la dirección, la luz proviniendo
difusa de las nubes bajas.
―Yo no quiero pasar la noche aquí. ―La oscuridad sería absoluta.
―Finalmente encontraremos un riachuelo y lo seguiremos. ―Snorri quebró una rama
en su camino. Las agujas cayeron con un golpeteo leve―. No debería tomar mucho
tiempo. Estos son los Thurtans. No puedes dar tres pasos sin encontrarte a ti mismo
con tu tobillo sumergido en un río.
No respondí pero lo seguí. Tenía sentido, pero el Gowfaugh era muy seco e imaginé
las raíces tejidas bebiendo de cualquier riachuelo antes que penetrara medio kilómetro.
El bosque parecía apretujarse más a cada lado. Las lentas vidas de los árboles
abrumando todo lo demás, insensatas e implacables. La luz comenzó a desvanecerse
temprano y avanzamos a través de la penumbra del bosque, aunque muy por encima
de nosotros, el sol seguía filtrándose a través de las copas de los árboles.
―Cambiaría una moneda de oro por un espacio abierto. ―Habría pagado eso por tener
más espacio para estirar los brazos. Ron y Sleipnir nos seguían, con las cabezas gachas,
cepilladas en ambos lados, miserables en la forma en que solo los caballos pueden ser.
En algún lugar el sol había empezado a ocultarse. La temperatura bajó con este, y en
la poca luz luchamos contra la pared inquebrantable de ramas muertas, en la penumbra
privada de aire. Cuando el ruido cuando llegaba era alarmante, aplastando el silencio
arbóreo a través del cual habíamos trabajado tanto tiempo.
―¿Venado? ―Más una esperanza que una creencia. Algo grande y menos hábil que
un venado, rompiendo ramas mientras se movía.
―Más de uno. ―Snorri asintió al otro lado. El sonido de madera seca rompiéndose se
hizo más fuerte de ese lado también.
Pronto estaban flanqueándonos a ambos lados. Débiles algunos. Altos algunos.
―Tuvieron que esperar hasta que oscureciera. ―Lancé agujas secas y saqué mi espada
con dificultad. No tendría ninguna esperanza de balancearla.
Snorri paró y se giró. En la penumbra no pude ver sus ojos, pero algo en la calma del
hombre me dijo que se volvieron negros, sin rastros de alma.
―Habrían sido más inteligentes viniendo con la luz. ―Su boca se movió, pero no sonó
como él.
De repente ya no estaba seguro de que este camino pudiera no ser el lugar menos seguro
para mí en todo Gowfaugh. Una de las criaturas que nos enfrentaba se acercó
momentáneamente más cerca y vi una ráfaga de brazos pálidos, piernas de un hombre
pero desnudas y de un verde blanquecino. Un vistazo de una cara blanca, encías y
dientes expuestos en un gruñido, un ojo brillante se fijó por un instante en el mío,
revelando un hambre voraz.
―¡Hombres muertos! ―Puede que lo gritara.
―Casi. ―Y Snorri balanceó su hacha en un gran círculo, cortando las ramas en
pedazos. Habría apostado en contra que incluso una hoja de la navaja de acero de un
constructor cortaría así. Una vez más, otro gran círculo. Me lancé lejos, detenido
solamente por la contundente cabeza de Ron, bloqueando el camino que habíamos
forjado. Snorri cantaba ahora, una canción sin letra, o quizá en un idioma escondido
detrás, pero no un idioma de los hombres, y cavó un espacio, incluso más amplio, hasta
que dio zancadas hacia un lado para dar hachazos más profundos y luego cuatro pasos
hacia el otro, cinco pasos, seis. Los tocones de los árboles, algunos más gruesos que
mi brazo, adornaron el espacio, asomándose hasta la altura de mi rodilla entre
montones de madera caída. En el claro, a pesar del cielo despejado sobre nosotros, el
crepúsculo azul acunando la estrella de la tarde, estaba más oscuro que el bosque. Y la
oscuridad arrastraba su hacha.
―¿Q-Qué? ―Snorri se detuvo, jadeando. El crepúsculo había adquirido una nueva
calidad. El sol se había puesto. Aslaug fue encerrada una vez más en donde diablos
fuera que habitara. Miró su arma―. ¡No es un hacha de madera! ¡Dioses maldita sea!
Me acerqué, impresionado, preocupado de que los brazos blancos del cadáver pudieran
alcanzarme desde las sombras más oscuras.
―Haz una antorcha, Jal. Rápido.
Entonces con Snorri de pie a mi lado y los caballos nerviosos, atascados a lo largo del
sendero, busqué en mi mochila, pese a que todo a nuestro alrededor eran ramas rotas y
hombres pálidos que se movían entre los árboles.
―Salgan. Apuesto a que son más fáciles de cortar que la madera ―gritó Snorri, sin
embargo detecté un filo de miedo en su voz, algo que nunca había escuchado antes.
Creo que el bosque lo enervó más que el enemigo dentro de él. Encontré yesca y luego
pedernal, arreglándomelas para dejarlas en la oscuridad, encontrándolas de nuevo con
dedos temblorosos. El olor a savia de pino crecía a nuestro alrededor, fuerte y
empalagoso, casi sofocante.
Hice una chispa con la yesca mientras Snorri se volvió sobre el primero de los hombres
que corrían desde los árboles. Ramas rompiéndose por todos lados, más de ellos
abriéndose paso. Una mirada poco aconsejable hacia arriba los mostró delgados y
desnudos, pálidos fantasmas blanco-verdosos en la penumbra. El paso del hacha de
Snorri talló un gran surco a través de la criatura desde la cadera izquierda hasta el pezón
derecho, cortando a través del intestino, costillas, esternón, y pulmones. Evidentemente
el hacha conservaba un poco de filo a pesar de ser usada para cortar madera. El hombre
pino venía, el hedor de la savia aplastante como la sustancia que manaba de su herida
sin sangre. Por fin se tropezó con un tronco, se desplomó, y se convirtió en un desastre
de vísceras y ramas perdidas. Para entonces Snorri tenía un montón de otros problemas
de los cuales preocuparse.
¡Éxito! La chispa se convirtió en brillo, se convirtió en humo, se convirtió en llama.
Un mes antes me hubiera llevado media hora obtener el mismo resultado. Agachado
cerca al suelo y con Snorri balanceándose y gruñendo encima mío, y el grito de los
caballos aterrados, me las arreglé para transferir el fuego a una de las antorchas de
campo que compré en Ciudad Crath, que allí se ofrecían para explorar las extensas
catacumbas de la ciudad.
―¡Quémalo! ―Una pálida y retorcida extremidad aterrizó junto a mi pie.
―¿Qué?
―¡Quémalo! ―Otro gruñido y una cabeza cayó cerca. Un hombre-pino saltó a la
espalda de Snorri.
―¿Quemar qué? ―grité.
―Todo ―Cayó hacia atrás, atravesando a su pasajero con varios golpes.
―¡Es una locura! ―Nos quemaríamos también.
El movimiento de Snorri, aunque ingenioso a corto plazo, me dejó expuesto, y por lo
menos cuatro hombres pino estaban saliendo libremente de los árboles para entrar a la
claridad, más detrás de ellos. La mirada en sus ojos me asustó más que el fuego. Empujé
la brea flamante dentro de la masa de ramas rotas detrás de mí.
Las llamas se levantaron casi inmediatamente. Los hombres pino dieron dos o tres
pasos más antes de vacilar, cada uno con el rostro hacia el fuego. Detrás de mí Snorri
se libró de su oponente y se levantó con un gruñido.
―¡Sigue a los caballos!
Las llamas ya estaban extendiéndose, un feroz crepitar como agujas repiqueteó en el
calor y el fuego se alzó por las ramas desecadas, acelerado por la sangre de los
hombres-pino. Aterrorizado de cualquier sentido común que los caballos poseen,
Sleipnir y Ron salieron corriendo en estampida a través del pequeño claro que Snorri
había tallado, dispersando a ambos, hombres pino y al fuego. Me las arreglé para seguir
el ejemplo de Snorri y despejar el camino, muy cerca de atravesarme a mí mismo con
un par de tocones puntiagudos delgados.
Los dos caballos perforaron su propio camino a través de los árboles. Tenía la
esperanza de que hubieran evitado quedarse ciegos, pero parecía mejor que ser asado.
Snorri los persiguió y me topé siguiendo su paso. Detrás mío el fuego rugió como algo
viviente y los hombres pino le respondieron con finos llantos provenientes de su propia
agonía.
Por un breve instante dejamos el fuego detrás, sumergidos sin ver el camino de los
caballos. Mientras mi respiración se hacía más corta me detuve por un momento y,
mirando hacia atrás, vi el bosque entero iluminarse desde dentro por un resplandor
naranja, sin contar troncos y ramas que formaban una silueta negra.
―¡Corre! ―grité inútilmente, a partir de ahí recuperando mi aliento para seguir mejor
mi propia orden.
El infierno se levantó desde los árboles con una rapidez impresionante. Saltó entre las
copas de los árboles más rápido de lo que se movía en la superficie, y muchas veces
nos encontramos a nosotros mismos debajo de un techo de llamas aunque la bestia
rugía detrás de nosotros. Los árboles estallaban en el momento en que aquel infierno
los envolvía. Literalmente explotando, grandes remolinos de brasas naranjas alzándose
por encima de ellos. La llama aceleró con rapidez a través de las agujas de las ramas
como el viento, consumiendo todo. Una mano caliente se apoyó contra mi espalda,
llevándome con mayor esfuerzo. El camino de Ron se separó del de Sleipnir; escogí el
de la izquierda. Cien metros más adelante vi a mi caballo a través de los árboles de al
lado, atrapado en algo, en un anzuelo de brezo, gritando. Cuesta mucho atrapar a un
caballo, y Ron era uno fuerte, alimentado con el terror de las llamas. Pero colgaba de
allí y aceleré el paso, maldiciendo. Al menos el fuego le dio un rápido final. El caballo
castrado habría sido grasa fundida y huesos carbonizados antes que supiera que la
tormenta de fuego lo tenía.
Vi a Snorri más adelante, iluminado por el fuego. La fuerza de Sleipnir fallándole,
ambos esforzándose mucho hasta una pendiente pronunciada.
―Corre. ―Un susurro, un poco más fuerte que mi respiración áspera.
Llegamos al pico de la montaña antes que las llamas, salvo esas altas bailando encima
de nosotros en la copa de los árboles.
―Alabado sea el infierno ―Snorri se apoyó en un tronco, jadeando. La ladera
avanzaba lejos de nosotros, igual de escarpada en la bajada como lo fue en la subida,
disminuyendo los árboles metro a metro y donde el nivel del suelo crecía,
extendiéndose detrás nuestro, kilómetro a kilómetro sobre el prado iluminado por la
luna
Capítulo 21
Un hombre se puede ahogar en el mar de hierba de Thurtan. En el vaivén verde,
ondeando por el viento, con veinte kilómetros y más de pantano frío y pasto a cada
lado, puede parecer que has estado a la deriva de un océano sin fin.
El fuego a nuestra espalda, por lo menos proporcionaba un punto de referencia, una
idea de la distancia y de la medida. Estas son cosas que fácilmente se pierden en el
pasto. Mientras caminábamos, Snorri me había dicho que los hombres pinos habían
frecuentado los bosques como Gowfaugh durante generaciones. Las historias diferían
en la fuente de la maldad original pero ahora se perpetuaban ellos mismos, extrayendo
la sangre de sus víctimas y remplazándola con la savia de los árboles más viejos. Las
criaturas mantenían cierto grado de inteligencia, pero si servían a cualquier otro amo,
además de su propia hambre no era algo que se supiera. Parecía difícil de creer, aunque
el Rey Muerto no los estaba conduciendo hacia nuestro camino.
―No más bosques ―dije.
Snorri se limpió el hollín de los ojos y asintió.
Caminamos un kilómetro, otro kilómetro, y nos desplomamos al lado de una pequeña
elevación, mirando hacia atrás para ver el humo y el fuego en remolino encima del
bosque en llamas. Parecía inconcebible tal infierno, cenizas arrojadas hacia el cielo
chamuscándose a sí mismas, podría haber empezado con la pequeña chispa hecha por
mi pedernal y alimentada por mi aliento. Aun así, tal vez toda la vida sea así, todo el
mundo lo sea, una colisión de grandes conflagraciones, cada una desatada de la nada.
Se podría decir que todo el curso de mi propia aventura surgió de un dado que debió
haber mostrado un cinco o un dos, en vez de aterrizar con un simple ojo de serpiente
apuntándome, un despiadado ojo mirándome sumergirme dentro de la deuda de
Maeres Allus.
―Eso ―dije―, estuvo cerca.
―Sí. ―Snorri se sentó con las rodillas en el pecho, mirando el fuego. Sacó una rama
suelta, enganchada en su cabello.
―No podemos seguir así. La próxima vez no tendremos tanta suerte. ―Tenía que verle
el sentido. Dos hombres no podrían seguir contra tal oposición. Había apostado todo
antes; no mi vida, pero sí mi fortuna. Pero nunca en una apuesta tan desesperanzada
como la que Snorri ofrecía. Sin premio ni propósito.
―Le hubiera dado a Karl una pira funeraria así. ―Snorri agitó una mano hacia el
horizonte quemado―. Se la construí junto a Wodinswood de troncos caídos. Los
árboles eran muy pesados por la nieve del invierno como para que el fuego se
extendiera, pero yo los habría quemado todos.
―Tendría que haber tenido un barco, mi Karl. Un barco vikingo. Yo le habría
presentado ante el mástil con el hacha de mi padre y esa armadura le serviría en
Valhalla. Pero no había tiempo y no podía dejar que los muertos lo encontraran y lo
utilizaran. Mejor que los lobos lo ataquen en vez de eso.
―¿Te dijo algo sobre una llave? ―dije, Snorri había hablado de eso regresando a las
ruinas de Compere pero se quedó callado. Tal vez ahora, con kilómetros y kilómetros
de bosque en llamas ardiendo como Compere había ardido, hablaría de nuevo. Su
primogénito se rompió los huesos para escapar de sus ataduras, y sus últimas palabras
para Snorri fueron de una llave.
Y en la oscuridad del manantial, con Gowfaugh ardiendo detrás de nosotros. Snorri me
contó una historia
***
―Mi padre me contó el relato de Olaaf Rikeson y su marcha hacia el Hielo Amargo.
Lo escuché en la fogata varias veces. Papá le daría vueltas en las noches más
profundas de invierno cuando el hielo en Uulisk hacía una queja delicada contra el
frío.
Se necesita más de un guerrero o un general para dirigir diez mil hombres dentro del
Hielo Amargo. Diez mil de los cuales quienes no fueran Vikingos morirían antes de
alcanzar el hielo verdadero. Diez mil que si supieran lo necesario para sobrevivir
sabrían suficiente como para no ir. No hay nada allí para el hombre. Incluso el Inowen
se cuida de la costa y el mar de hielo. Ballenas, focas, y peces es todo lo que sustentará
al hombre en esos lugares.
Podría ser que ningún conde hubiera tenido más lanchas a su comando que Olaaf
Rikeson, o hubiera traído más fortuna a través del Mar del Norte, ganado con el hacha
y el fuego de los hombres más débiles. Aun así, necesitó más que su palabra reunir
diez mil desde las costas desoladas de los fiordos, donde cien hombres eran un ejército,
y dirigirlos dentro del Hielo Amargo.
Olaaf Rikeson tenía una meta. Tenía los dioses de su lado. El sabio se hizo eco de lo
que él dijo. Las piedras de la runa hablaron por él. Y más que esto. Tenía una llave.
Incluso ahora los völvas discuten cómo llegó a obtenerla, pero en el viejo relato que
su padre le contó a Snorri, Loki se la había dado a Olaaf después de que quemara la
catedral del Cristo Blanco en York y masacrara dos veces a cien monjes allí. Lo que
Olaaf tuvo que prometer a cambio nunca fue contado.
El hecho que el regalo de dios hubiera sido una llave siempre había decepcionado a
Snorri, pero Loki era el dios de las decepciones, entre otras cosas, cosas tales como
mentiras e ilusionismo. Snorri hubiera preferido tener una batalla de arietes. Un
guerrero destruye la puerta, no abre el cerrojo. Pero su padre le dijo que la llave de
Olaaf era un talismán. Abría cualquier cerradura, cualquier puerta, y más que eso;
abría el corazón de los hombres.
Las leyendas más antiguas dicen que Olaaf marchó para abrir las puertas de Niflheim
y cargar con los gigantes congelados en su guarida, para avergonzar a los dioses y su
falso Ragnarok de muchos soles, y para provocar el verdadero final de todas las coas
en una batalla final. El padre de Snorri nunca negó el relato, pero habló de cómo una
cosa puede esconder otra, como una finta en combate. “Los hombres”, dijo, “se
movían más a menudo por las necesidades más básicas; hambre, gula, y lujuria”. Las
historias crecían de una semilla y se extendía como mala hierba. Tal vez los dioses
tocaron a Rikeson, o tal vez un sanguinario saqueador tomó unos pocos cientos de
hombres para saquear el Inowen y desde su fracaso apareció una canción que agitaba
los bardos dentro de una historia épica y se colocaba entre los recuerdos apreciados
del Norte. Cualquiera que fuese la verdad, los años nos la han robado.
***
Snorri dejó la pira funeraria de su hijo, los últimos troncos seguían en llamas, la nieve
en todos lados retirándose para exponer la tierra negra del Wodinswood. Detrás de él
las brasas se arremolinaban hacia el cielo en medio de humo oscuro. Recorrió las
colinas del interior del país, dejando el Uulisk muy atrás, rastreando a Sven Broke-Oar
y el hombre de las Islas Sumergidas a lo largo de todo el campo de rocas de Törn,
donde los vientos feroces moldean las propias rocas. Por encima de Törn las tierras
altas de Jarlson, y junto a esas, el Hielo Amargo.
Snorri no tenía ni idea de lo que haría cuando alcanzara a su enemigo, aparte de morir
dignamente. El dolor, la culpa y la rabia lo consumían. Tal vez cualquiera de estos por
sí mismos le hubieran destruido, pero en conflicto, cada uno con el otro, lograron un
equilibrio dentro de él y podía soportarlo.
El ritmo que daban los invasores era feroz y Snorri no podía pensar en uno que Freja o
Egil, con solo diez años, pudiera igualar. En visiones sombrías los veía muertos,
andando con los incansables cadáveres que habían llegado a tierra en los Ocho Muelles.
Pero Karl había estado vivo; tenían prisioneros encadenados, no tenía sentido llevarlos
tierra adentro, pero los nigromantes habían querido prisioneros vivos, eso estaba claro.
Solo la noche lo detuvo. La luz se fue temprano, todavía nueva en el mundo después
de la oscuridad del invierno que había sostenido el hielo durante meses. Sin la vista,
un hombre no puede seguir un sendero. Todo lo que va a encontrar en la oscuridad es
una pierna fracturada, el interior del país es traicionero, el terreno rocoso revestido de
hielo y agrietado.
La noche había sido eterna, una miseria de frío, atormentado por visiones de la masacre
en Ocho Muelles. De Karl, roto y muriendo por el Wodinswood, de Emy... Sus gritos
habían seguido a Snorri al desierto y el viento habló de todo a través de la larga espera
del amanecer.
Y cuando llegó la luz, llegó también la nieve, cayendo pesadamente desde cielos
plomizos, aunque Snorri había pensado que hacía demasiado frío como para que
nevara. Pero igual la nieve cayó, sin cuidado, cayendo dentro de su boca abierta
mientras gritaba, llenándole los ojos.
Snorri siguió adelante sin un rastro que seguir, perdido en un blanco sin huellas. ¿Qué
más había allí para él? Tomó la dirección que había tomado su presa y se enfiló hacia
las tierras baldías.
Encontró al hombre muerto horas después. Uno de los isleños que había estado muerto
en la cubierta de su barco, mientras navegaba al Mar del Norte con rumbo a la
desembocadura del Uulisk. No menos muerto ahora y no menos hambriento. El hombre
forcejeó inútilmente, amarrado a la altura del pecho en una deriva cuya suave nieve
había aceptado su carne muerta, entonces bloqueado que sus esfuerzos por escapar
comprimían las paredes de su prisión en algo duro como la roca. Alcanzó a Snorri, sus
dedos negros con la sangre congelada encerrada dentro. Una estocada había dejado
abierta su cara desde el ojo hasta la barbilla, exponiendo una mandíbula envuelta en un
músculo congelado, dientes hechos añicos y carne sin sangre oscurecida por la
congelación. El ojo restante se quedó fijo en Snorri con intensidad inhumana.
―Deberías estar completamente congelado. ―Había encontrado a hombres muertos
en la nieve antes, sus extremidades tan congeladas como el hielo. Se quedó pensando
por un largo momento―. No eres parte de lo que está bien ―dijo Snorri―. Esto es el
Infierno. ―Levantó su hacha, blancos nudillos en el mango―. Pero no viniste de allí,
y esto no te enviará al río de espadas.
El hombre muerto solo lo miraba, tirando de la nieve, desgarrándola, sin el ingenio
para cavar.
―Ni los gigantes de hielo querrán una parte de ti. ―Snorri dio en el blanco en la cabeza
del hombre desde sus hombros y la vio rodar, salpicando la nieve limpia con sangre
podrida, indolente y medio congelada. El aire sostenía un hedor químico extraño, como
aceite para lámparas, pero diferente.
Snorri limpió la hoja en la nieve, hasta que todo rastro de la criatura se había ido, y
luego siguió caminando, dejando el cuerpo todavía retorciéndose en la pendiente.
***
En el momento en que un hombre llega al Hielo Amargo habrá visto nada más que un
mundo en sombras blancas día tras día. Habrá caminado sobre sábanas de hielo y no
habrá visto ningún árbol u hoja del campo, ni roca ni piedra, sin escuchar algún sonido
más que el de su propia soledad y la burla del viento. Creerá que no hay en todo el
mundo un lugar más cruel, ningún lugar menos apropiado para vivir. Y luego verá el
Hielo Amargo.
En algunos lugares el Hielo Amargo puede estar cubierto por laderas vestidas de nieve
como uno podría escalar una montaña. En otros lugares las torres de hielo en series
formando amplios acantilados, algunas blancas heladas, glaciares azules y ofreciendo
profundidades cristalinas. Cuando el sol de la medianoche brilla en esas caras, alcanza
el interior y llena de formas y matices como si el hielo se hubiera tragado y guardado
grandes ballenas en el océano, y los leviatanes que empequeñecen incluso astros, todo
atrapado por la eternidad debajo de un kilómetro o más de glaciar. Para el Hielo
Amargo es solo eso, un gran glaciar, propagado a lo largo de un continente, siempre
avanzando o retrocediendo, en una paz que hace que las vidas de los hombres parezcan
tan breves como efímeras.
Snorri no podía creer que el Broke-Oar se permitiera a sí mismo ser llevado hacía el
alto hielo, cualquiera que fuera la locura que infectara a los Isleños con sus hombres
muertos. La codicia dirigía a Sven Broke-Oar; aceptaría el riesgo, pero nunca un riesgo
suicida. Armado con esta valoración del hombre, Snorri caminó a lo largo de los
márgenes de los acantilados de hielo, escaso de alimentos, tan entumecido por el frío
como lo había estado con los venenos de los necrófagos.
Cuando Snorri vio por primera vez el punto negro pensó que era porque estaba
muriendo, su visión fallaba mientras la tierra salvaje lo aclamaba. Pero el punto
persistía, se mantenía en su lugar, crecía mientras se tambaleaba. Y con el tiempo se
convirtió en la Fortaleza Negra.
***
―¿Fortaleza Negra? ―pregunté.
―Una antigua fortaleza construida en el lugar más alejado del Hielo Amargo. A
kilómetros ahora. Construido en los días cuando la tierra era verde.
―Y qué... ¿Quién lo mantiene? ¿Estaba tu esposa allí?
―Esta noche no, Jal. No puedo hablar de esto. No esta noche.
Snorri volvió la cara hacia el fuego en el oeste. Se sentó, iluminado con el resplandor
del fuego, y vi que los recuerdos se lo llevaban, de regreso al Wodinswood una vez
más, donde había quemado a su hijo.
Capítulo 22
Maladon es la Tierra de los Nórdicos. Cruzando desde el Este de Thurtan lo ves casi
inmediatamente. En el uso de la tierra, los monumentos, trabajos rústicos en piedra,
con un poder y una belleza que no se ve en las capillas de carretera de los Thurtans.
Muchas de las casas están techadas con hierba, y las vigas de los tejados, proas
curvadas deportivamente para recordar los barcos que llevaban sus ancestros a estas
costas. Tal vez algunas son incluso las mismas maderas, tomadas de los barcos varados
en las costas que alguna vez fueron hostiles.
―¿Entonces estos son Vikingos? ―pregunté al pasar nuestros primeros campesinos
de Maladon trabajando, reuniendo su cosecha.
―Celebrando la cosecha. Hombres de la tierra. Buenas acciones, valientes, pero el mar
les escupió. Un auténtico Vikingo conoce el océano como a una amante.
―Lo dice el hombre que ha viajado miles de kilómetros en lugar de ir en barco.
Snorri carraspeó con eso. No mencioné que ahora ni siquiera montaba, estaba
caminando. A pesar de que técnicamente ambos caballos eran míos ya que pagué por
ellos, sentía que estaba montando a Sleipnir a regañadientes y que cualquier mención
de eso me dejaría fuera, o por lo menos burlado por ser un sureño de pies doloridos.
La yegua llevaba unos rasguños profundos a lo largo del cuello, el pecho y los hombros
por nuestra huida de la noche anterior. Había pasado gran parte de la mañana sacando
astillas y limpiando las heridas. Sus ojos estaban rayados e inflamados con legañas.
Hice lo que pude con ellos, pero pensé que podría perder el izquierdo con el tiempo.
Más tarde extraje astillas de mis propios brazos y dos, particularmente dolorosas de
debajo de las uñas.
Puede que no sea mucho más que un hombre pero me considero un excelente jinete, y
un jinete cuida de su montura él mismo. No soy dado a la oración, pero dije una oración
por Ron fuera en la hierba y no me avergüenzo de decirlo.
A lo lejos el cielo tenía una proyección amarilla de mal agüero.
―¿Alguna ciudad? ―pregunté.
La ciudad de Crath teñía el cielo con el humo de diez mil chimeneas, y eso había sido
en el verano, sólo fuegos para cocinar y para la industria. Sin embargo, no había
pensado que el Norte tenía tales ciudades.
―El Heimrift.
―Oh.
―No sabes lo que es eso, ¿verdad?
―Te haré saber que fui educado por los mejores eruditos, incluyendo a Harram Lodt,
el famoso geógrafo que hizo el mapa del mundo que cuelga en la biblioteca personal
del Papa.
―¿Lo sabes?
―No.
―Es un conjunto de volcanes.
―Montañas de fuego. ―Estaba bastante seguro de lo que era un volcán.
―Sí.
―Buenos eruditos. Hombres muy inteligentes.
***
Dos o tres kilómetros más allá del camino, pasamos un martillo de piedra, una cruda
representación del martillo de Thor cortado de una pieza de roca de casi dos metros de
altura y fijado en el camino. Snorri parecía más interesado en las piedras situadas
alrededor. Se inclinó para investigar, y tuve que frenar a Sleipnir o dejarle agacharse
por el borde. El orgullo me mantuvo allí, esperando en medio del camino en lugar de
ir hacia atrás para ver lo que el terrateniente había encontrado.
―¿Rocas interesantes? –pregunté, cuando por fin se dignó a unirse a mí.
―Piedras de runas. Hombres sabios y völvas las dejaron. Es una especie de sistema de
mensajes.
―¿Y puedes leerlo?
―No ―admitió Snorri con una sonrisa―. Pero estas estaban bastante claras.
―¿Y?
―Y nuestro amable Brujo del sueño parece haber estado en lo cierto. Las piedras dicen
que Skilfar está en su asiento en Maladon. Han pasado muchos años desde que uno
llegó al sur.
―Si ella es la gemela de la Hermana Silenciosa, deberíamos permanecer bien lejos.
No es alguien con quien debamos tener tratos.
―¿Incluso si su sangre pudiera romper esta maldición? ―Levantó la mano hacia mí
con la mano abierta y la recogió de nuevo.
―¿No crees eso? ―dije. Sageous no tenía ninguna razón para decir la verdad y las
lenguas de algunos hombres son quemadas por verdades en todo caso. Tienden a dejar
la mía con un poco de dolor, es lo que he encontrado.
―Imagina que ella es la gemela… y su sangre podría ayudarnos. Imagina que no es la
gemela y tus razones para temerla se irán. Ambas cosas significan que deberíamos
verla. Incluso si cada palabra que dijo Sageous fuera falsa, Skilfar es una völva de gran
renombre. No conozco ninguna más famosa. Si ella no puede romper este hechizo,
entonces nadie puede. E incluso si no puede romper el hechizo, sabrá de los
nigromantes y sus obras en el Hielo Amargo. ―Snorri pasó un dedo por la hoja del
hacha―. Llevarla no me sirvió de mucho la última vez. El conocimiento es poder, eso
dicen, y podría necesitar una mejor ventaja que esta.
Escupí en la carretera.
―Maldita sea tu lógica bárbara. ―Fue todo el contraargumento que pude reunir.
―Así que está decidido entonces. Vamos a ir. ―Snorri sonrió y siguió caminando por
el sendero.
Le di un codazo a Sleipnir por detrás.
―Seguramente si ella es tan poderosa sólo verá a la gente como ella.
―Nosotros no somos cualquiera, Jal ―me dijo Snorri por encima del hombro―. Soy
un terrateniente del Uuliskind. Tú y yo hemos resistido magias inusuales y Sleipnir es,
posiblemente, el descendiente de un caballo de leyenda. ―Diez pasos más y
después―. Y tú eres el príncipe de alguna parte.
Maldita sea si alguna vez quería ver otra bruja mientras viviera; ni siquiera había
querido ver a la primera, pero las opciones eran escasas si no quería encontrarme a mí
mismo en un barco de vela, navegando en mares paganos en busca de un capitán no
nacido del Ejército del Rey de los Muertos.
Me puse al nivel del Nórdico.
―Entonces, ¿cómo la encontramos?
―Esa es la parte fácil ―dijo Snorri―. Tomaremos un tren.
***
No tenía idea de lo que podría ser un tren, pero no iba a dejar que el Vikingo se burlara
de mí de nuevo por mi ignorancia, así que seguí sin quejarme.
Pasamos un par de granjas, los locales acarreando la cosecha para ser vendida y
almacenada en el invierno. Todos ellos nos observaron, a Snorri en particular, y aunque
era irritante que un plebeyo, y Nórdico, eclipsara a un príncipe pura sangre de la
Marcha Roja, era agradable ver que era una rareza por su estatura tanto en el norte
como en el sur. Una parte de mí se preocupaba secretamente de que todos los hombres
pudieran estar hechos como Snorri, alineados por los fiordos y que pudiera
encontrarme como un enano entre gigantes.
Algunos de entre la celebración intentaron hablar con Snorri en la antigua lengua de
los del norte, pero él les respondió en la lengua del imperio con buen humor, dándoles
las gracias por su cortesía. Cada persona que nos encontrábamos contaba la misma
historia de Skilfar. La völva había llegado sin aviso un mes antes, y nadie la había visto
salvo aquellos lo suficientemente temerarios para buscarla. Snorri preguntó por la
estación más cercana y, equipados de direcciones, abandonamos la carretera norte y
nos dirigimos a través de campo abierto.
La estación resultó no ser nada más que una zanja amplia y con el suelo cubierto de
hierba, dominando en un lado una especie de borde de piedra. Llegamos allí bajo un
cielo gris y una llovizna fría.
―¿Ella vive en una zanja? ―Había oído de trolls viviendo bajo los puentes y las brujas
en cuevas…
―Ahora seguimos las vías ―dijo Snorri, y se dirigió a lo largo de un lado de la zanja
con destino al norte y al este.
Con el tiempo, la zanja se volvió más profunda, a continuación invisible, pero seguimos
a través de un páramo y una pradera, encontrando de nuevo la línea, ahora como una
cresta, se levantaba un metro por encima del terreno circundante. No fue hasta que
llegamos a las tierras altas que me hice una idea de qué tipo de criatura temible tenía
que ser el tren, para dejar esas vías. Por donde un hombre tendría que dar un rodeo, o
abrirse camino en una pendiente con menor resistencia, el tren había escavado.
Caminamos por un lugar a lo largo de un barranco con paredes de roca, de treinta
metros de profundidad donde el tren había arañado su camino a través de la roca.
Finalmente la tierra se elevaba en una serie de colinas más considerables y aun así el
tren había seguido su curso. Por delante de nosotros esperaba un agujero circular,
perforado en la ladera, de diez metros de diámetro y más negro que el pecado. La lluvia
arreció, me corría por el cuello llevando su propio frío y peculiar miseria en ello.
―Si… no voy a entrar ahí, Snorri. ―Sir George podría haber seguido a su dragón
dentro de la cueva, pero maldita sea si yo iba a cazar a un tren en las entrañas de la
tierra.
―¡Ja! ―Snorri me dio un puñetazo en el hombro como si hubiera hecho una broma.
Dolió de verdad, y me recordé a mí mismo no hacer con él bromas reales al alcance de
su mano.
―En serio. Voy a esperar aquí. Hazme saber cómo te fue cuando vuelvas.
―No hay trenes, Jal. Se fueron hace tiempo. No queda mucho más que hueso.
Miró de nuevo a través del áspero país detrás de nosotros.
―Puedes quedarte aquí solo, si quieres, mientras voy a ver a Skilfar. ―Frunció los
labios.
Algo en la palabra solo, dicho en un país vacío, me hizo cambiar de opinión. De repente
no quería quedarme de pie bajo la lluvia. Además, tenía que oír lo que esta bruja tenía
que decir acerca de esta maldición, en lugar de lo que sea que Snorri pudiera recordar
de sus palabras o eligiera compartir. Así que entramos juntos, Snorri tomando la
iniciativa y guiándome tras Sleipnir.
A unos cien metros del círculo de luz a nuestra espalda, hacía poco excepto ofrecernos
un recordatorio de que hubo un tiempo en que podíamos ver.
―Todavía tengo dos antorchas. ―Alcancé mi mochila.
―Mejor guardarlas ―dijo Snorri―. Sólo hay un camino por el que ir.
Los horrores nos acechaban en la oscuridad, por supuesto. Bueno me acechaban a mí.
Imaginé a los hombres pálidos del bosque espeso detrás de mí con pies silenciosos, o
esperando en silencio a uno y otro lado mientras marchábamos.
Caminamos durante kilómetros. Snorri arrastraba un palo largo por la pared para no
perder el contacto con ella, y yo seguía el sonido del raspado. Sleipnir traqueteaba con
sus cascos de atrás adelante. En algunos lugares, el techo goteaba o colgaba lodo de
cuerdas largas. Cada quinientos metros más o menos subía un eje, no más grueso que
un hombre y ofreciendo un pálido atisbo del cielo.
Plantas extrañas se agrupaban en torno a estas aberturas, buscando la luz con hojas de
muchos dedos. En otros lugares, colapsos parciales nos veían trepando por los
montones de escombros caídos, los cascos de Sleipnir desprendían pequeñas
avalanchas de rocas rotas. En una sección, una enorme pieza de roca bloqueaba todo
menos un estrecho hueco a un lado y tuvimos que bordearla. Snorri me permitió
encender una antorcha para ese tramo pero tuve que apagarla en un charco después. No
discutí; ambas antorchas probablemente se habrían quemado a lo largo del camino que
habíamos llevado hasta ahora, y lo que la luz revelaba era bastante aburrido, sin
monstruos en el espectáculo, ni si quiera un cráneo tirado o hueso roto.
Cuando unos brazos rígidos me envolvieron sin previo aviso, grité tan alto como para
colapsar el techo y que cayera balanceándose salvajemente. Mi puño hizo contacto con
algo duro, y el dolor sólo amplificó mi angustia. Un repiqueteo hueco subió por todas
partes.
―¡Jal! ―Snorri, esta vez más fuerte, se tensó pero con calma suficiente.
―Oh, ¡hijo de puta! ―Algo duro me dio en el ojo cuando mi asaltante cayó en la
distancia, con estrépito.
―Ahora sería el momento para la antorcha, Jal.
Silencio, excepto por mi jadeo y la marca nerviosa de los cascos de Sleipnir.
―¡Cabrones! ―Tenía mi cuchillo en la mano y corté el aire un par de veces por si
acaso.
―Antorcha.
―La tengo, está en alguna parte. ―Un minuto o dos de hurgar en las correas y buscar
por la mochila y había puesto fuego en la yesca. La antorcha se prendió y se extendió
su resplandor.
―¡Cristo bendito!
Delante de nosotros unas figuras pálidas llenaban el túnel, filas y filas unas detrás de
otras.
Estatuas todas ellas, mujeres y hombres, la mayoría de estatura normal, todos desnudos
y sin genitales. A cada lado mío yacían algunos ejemplares derribados, mi enemigo
más reciente intentando alcanzar el techo con un brazo recto.
―El ejército de Hemrod ―dijo Snorri.
―¿Qué?
Algunas de las estatuas tenían ojos pintados en las cuencas, un poco de pelo, también
pintado, pero la mayoría estaban calvas, sin ojos, muchos carecían de definición,
algunos hasta el punto que tenían los dedos fusionados, con las caras en blanco.
Muchas con poses extrañas de indiferencia, pareciendo más de la nobleza ociosa que
guerreros marchando. Había espacio para caminar entre cada fila y de alguna manera
había terminado haciendo eso, dejándome chocar contra la primera fila.
―Hemrod ―dijo Snorri.
―Hemorroides para ti. Nunca he oído hablar de él.
Me agarré del brazo extendido delante de mí y puse la figura sobre sus pies. La cosa
casi no pesaba. Lo que fuera había sido formado de algo que era más ligero que la
madera. Le di unos golpecitos.
―¿Hueco?
―Son cosas de los Constructores. Estatuas, supongo. Hemrod dominaba en esta región
antes de que el imperio se expandiera a través de sus tierras. Cuando le enterraron aquí
abajo, pusieron un ejército de estos guerreros plásticos para protegerle y para servirle
en el más allá. Tal vez esperan a Ragnarok con él en el Valhalla.
―Bah. ―Me puse de pie y me sacudí el polvo―. Querría mejores soldados. Mira:
derribé siete de ellos mientras luchaba en la oscuridad.
Snorri asintió.
―Aunque para ser justos una chica gritó para ayudarte. ―Miró hacia atrás por el
túnel―. Me pregunto por dónde salió corriendo ella.
―Come estiércol, Nórdico. ―Seguí caminando entre las filas.
***

―Alguien debe seguir manteniéndolas en pie, ya sabes ―habló Snorri detrás de mí.
Hice una pausa y me cambié la antorcha de una mano a la otra. Me dolía el brazo de
sostenerla por encima de la cabeza y de las gotas de brea caliente que caían y me
quemaban los dedos.
―¿Por qué?
―Es lógico. Han estado aquí 500 años y más. No puedes ser el primero que se choque
contra una.
―Quiero decir, ¿por qué molestarse?
―Magia. ―Snorri resopló entre los labios―. Es un viejo encanto, una defensa. Dicen
que la magia antigua es más profunda. Skilfar hace aquí su hogar por una razón cuando
viene al sur.
―Bueno, no voy a volver a ponerlas de pie de nuevo. ―Levanté más la antorcha—.
Algún tipo de cámara más adelante…
A medida que nos acercábamos vi que el espacio podría mejor llamarse una caverna,
no por su naturaleza ―los hombres habían construido esto― sino por el tamaño del
lugar. Cavernoso sería la palabra a utilizar. La oscuridad se tragó la luz de mi antorcha.
Un suelo cubierto de óxido se extendía a lo lejos y las estatuas del Constructor llenaban
la porción de cámara que podía ver, todas apuntando hacia afuera desde un centro
oculto. A ambos lados, las bocas de túnel se abrían, estatuas marchando hacia la
oscuridad. Si la separación se mantenía constante, supuse que tal vez ocho o diez
túneles se encontraban aquí. Realmente una vez debió de ser una guarida de trenes,
enrollándose sobre sí mismos como grandes serpientes.
Snorri me dio un codazo y avancé con precaución entre las filas. Una parte lujuriosa
de mí que siempre estaba en guardia notó que la gran mayoría de estatuas aquí eran de
mujeres, todas en la misma clase de posturas rígidas e incómodas, la luz de mi antorcha
oscilando a través de cientos o sino miles de antiguos pero turgentes pechos plásticos.
―Está haciendo más frío. ―Snorri en mi hombro.
―Sí. ―Me detuve, entregándole mi antorcha, y rodeé a una mujer plástica desnuda
para ponerme detrás de él―. Después de ti. Ella es tu Malvada Bruja del Norte después
de todo.
De alguna manera la parte “bruja malvada” se las ingenió para hacer eco por toda la
cámara, tardando condenadamente mucho tiempo en desaparecer.
Snorri se encogió de hombros y siguió adelante.
―Deja el caballo.
Los pasillos radiales de estatuas creaban un estrechamiento constante según nos
aproximábamos al centro, y pronto Sleipnir estaría golpeándolas a izquierda y derecha.
Solté las riendas.
―Quédate. ―Ella parpadeó un ojo mugriento hacia mí, el otro pegado firmemente con
las secreciones y bajó la cabeza.
La temperatura cayó ahora y la escarcha brillaba sobre los brazos plásticos por todas
partes. Me abracé a mí mismo y dejé salir el aliento en nubes delante de mí.
En medio de la cámara, una plataforma circular se levantaba en cuatro escalones y en
el centro, en una silla cubierta de hielo, se sentaba Skilfar: alta, angulosa y piel blanca
tensa sobre huesos afilados, envuelta en la piel de varios zorros árticos y con una
neblina blanca corriendo por sus extremidades, como si pudieran ser lo suficientemente
frías para romper el acero. Ojos como agua de mar congelada, fijos en la antorcha de
Snorri y la apagó al pasar, la luz del fuego reemplazada en su lugar por un resplandor
de estrellas que se elevó de las extremidades envueltas en escarcha de sus guardianes
antiguos.
―Visitantes. ―Giró el cuello y el hielo crujió.
―Salve Skilfar. ―Snorri se inclinó. Detrás de él me preguntaba qué era lo que hacía
esta bruja sentada aquí en la oscuridad cuando no nos tenía para hablar.
―Guerrero. ―Ella inclinó la cabeza―. Príncipe. ―Sus ojos fríos me encontraron de
nuevo―. Ustedes dos, atados por la Hermana, qué divertido. Ella disfruta de sus
pequeñas bromas.
¿Pequeñas bromas? Mi ira se incrementó, echando a un lado de un codazo una parte
de mi notable miedo.
―¿Su hermana, Señora? ―Me pregunté lo fría que sería su sangre.
―Ella te diría que era la hermana de todo el mundo. Si alguna vez hablara. ―Skilfar
se levantó de la silla, el aire helado fluyendo de su piel como la leche, derramándose
en el suelo.
―Un hedor de malos sueños cuelga alrededor de ambos. ―Arrugó la nariz―. ¿De
quién es esta impureza? No fue bien hecha.
―¿Es usted la gemela de la Hermana Silenciosa? ―Snorri, con los dientes apretados
y su hacha en movimiento.
―Ella tiene una hermana gemela, sin duda. ―Skilfar avanzó hasta la parte delantera
de la plataforma, a pocos metros de nosotros. Me dolía la cara por el frío―. Tú no
querrás golpearme, Snorri ver Snagason. ―Ella señaló con un largo dedo blanco su
hacha, las cuchillas ahora al nivel de su hombro.
―No. ―Convino él, pero su cuerpo se mantuvo tenso para el golpe.
Me encontré avanzando, espada en alto, aunque no recordaba haberla desenfundado o
el deseo de acercarme más de lo que estaba. Todo contenía una calidad de sueño. Mis
ojos se llenaron con visiones de la bruja muriendo por la espada ante mí.
Skilfar arrastraba el aire hacia su cara, inhalando profundamente a través de una nariz
afilada.
―Sageous ha tocado sus mentes. La tuya en particular, príncipe. Pero un trabajo
vulgar. Normalmente tiene una mano más sutil.
―¡Hazlo! ―Las palabras brotaron de mí―. ¡Hazlo ahora, Snorri! ―Me puse una
mano en la boca antes de que pudiera condenarme a mí mismo aún más.
Dos saltos le tenían en el escalón bajo Skilfar, el hacha por encima de ella, los enormes
músculos de sus brazos listos para acarrearla hacia abajo a través de su reducido cuerpo.
Y aun así se contuvo de dar el golpe.
―Haz la pregunta correcta, chico. ―Skilfar apartó la mirada de Snorri, encontrándose
con mi mirada a través del mar de estatuas―. Mejor que te quites de encima a Sageous
tú mismo. Más seguro que si lo hago yo.
―Yo… ―Recordé los ojos suaves de Sageous, sus sugerencias se habían convertido
en verdades cuando yo las consideraba―. ¿Quién… quién es la hermana gemela?
―Pah. ―Skilfar dejó escapar un suspiro que envolvió en blanco y serpentinas su
delgado torso―. Creí que ella elegiría mejor. ―Extendió su mano hacia mí, con
garras, garras de hielo brotando de sus uñas.
―¡Espera! ―Un grito. Por alguna razón miré mi bolsillo. Entero, con las gemas en su
lugar―. Yo… quién…. Garyus. ¿Quién es Garyus?
―Mejor. ―La mano estaba relajada. Sin embargo, no había una sonrisa todavía―.
Garyus es el Hermano de la Hermana.
Lo vi, a mi tío abuelo, retorcido y viejo en su torre, con el medallón en la mano. “Tenía
un gemelo” me había dicho una vez. “Nos separaron. Pero no nos separamos del mismo
modo”.
Un escalón por debajo de Skilfar, Snorri bajó su hacha, parpadeando como si estuviera
sacudiéndose los residuos del sueño.
―¿Y su sangre podía romper esta maldición? ―La pregunta se formó como una nube
blanca frente a mí.
―El hechizo de su hermana se rompería ―Skilfar asintió.
―¿De qué otra manera se puede romper? ―pregunté.
―Conoces las maneras.
―¿No puedes hacerlo? ―Intenté una sonrisa esperanzada, pero mi cara congelada no
cooperaba.
―No quiero. ―Skilfar volvió a su silla―. Los no nacidos no tienen lugar entre
nosotros. El Rey Muerto juega un juego peligroso. Me gustaría ver su ambición rota.
Muchas manos ocultas se volvieron contra él. Tal vez todas las manos, excepto la de
Lady Blue, y su juego es más peligroso aún. Así que no, Príncipe Jalan, llevas el
propósito de la Hermana Silenciosa y la magia con la que trató de destruir el mayor
siervo del Rey Muerto. No tengo interés en robártelo. El Rey Muerto necesita que le
recorten sus garras. Su fuerza es como un incendio forestal. ―Me pregunté por su
elección de palabras―. Pero al igual que los incendios, se quemará a sí mismo, y el
bosque prevalecerá. A menos que, por supuesto, se quemen los cimientos. Destruye a
los no nacidos; eso completará el propósito y se desvanecerá de ti. No hay opciones
para ti, Príncipe Jalan, y cuando no hay opciones, todos los hombres son igual de
valientes.
―¿Cómo? ―pregunté, sin querer saber realmente―. ¿Destruir a los no nacidos?
¿Cómo?
―¿Cómo derrotan siempre los vivos a los muertos? ―Sonrió con una sonrisa fría―.
Con cada latido de tu corazón, cada gota caliente de tu sangre. La verdad del hechizo
de la Hermana se esconde de mí, pero llévalo donde te guíe y reza para que resulte
suficiente. Estos son los fines a los que sirves.
Snorri bajó por los escalones, pasando de uno a otro, y se paró a mi lado.
―Tengo mis propios fines, Skilfar. Los hombres no sirven a los Völvas. ―Cubrió las
cuchillas de su hacha con el protector de cuero que había quitado un minuto antes.
―Todo sirve a todo, Snorri ver Snagason. ―No había calor en la voz de la bruja. Se
sentía más frío que nunca.
Para distraer a ambos de otros desacuerdos, elevé mi voz en una pregunta.
―¿Reza para que resulte suficiente? Rezar es para que todo esté bien y tranquilo, pero
nunca tuve mucha fe en eso. La Hermana Silenciosa tuvo que tomar a sus enemigos
por sorpresa. Tuvo que pintar sus runas y poner lentamente su red alrededor de ellos.
Incluso entonces los no nacidos escaparon cuando rompí una sola runa… digamos que
encontramos una manera de romper el hechizo… ¿cómo puede derrotar a un no nacido
siquiera, por no hablar de varios?
Skilfar levantó sus cejas un poco, como si se estuviera preguntando a sí misma.
―Dicen que algunos vinos mejoran con la edad cuando los embotellan.
―¿Vinos? ―Miré a Snorri para ver si él entendía.
―Esta magia no podía ser llevada por dos hombres cualquiera ―dijo Skilfar―. La
magia requiere los receptáculos adecuados. Algo de este hechizo, de ustedes dos,
encaja. Eres de su sangre, Príncipe Jalan, y Snorri tiene algo para él, algo que le
conviene a esta tarea. Reza o no, pero la única esperanza que tienes es que el hechizo
se fortalezca dentro de ti, por quién y cómo eres, por tu viaje, y que cuando el momento
llegue será más fuerte y no más débil de lo que era.
―No iré al norte como perro faldero de una bruja ―gruñó Snorri―. Estoy obligado a
ir por mis propios fines, y…
―¿Por qué es Silenciosa? ―Le di un codazo al nórdico para que se callara, ofreciendo
la pregunta para distraerlos a ambos de la pregunta desarrollándose en sus labios―.
¿Por qué la Hermana nunca habla?
―Es el precio que paga por conocer el futuro. ―Skilfar apartó la mirada de Snorri―.
Ella no puede hablar de eso. No dice nada para que el negocio se mantenga intacto por
cualquier accidente o desliz de la lengua.
Apreté los labios, asintiendo con interés.
―Bien. Eso… eso suena razonable. En todo caso, debemos irnos. ―Extendí la mano
y tiré de la correa de Snorri.
―No nos ayudará ―le susurré.
Sin embargo, Snorri, obstinado como siempre, no se apartaría.
―Conocimos a un hombre llamado Taproot. También habló de manos escondidas. Una
gris detrás de nosotros, una negra bloqueando el camino.
―Sí, sí. ―Skilfar rechazó la pregunta con un gesto de la mano―. La Hermana te puso
en el camino, el Rey Muerto busca detenerte. Una ambición razonable considerando
que fuiste enviado para que dejara de reunir un ejército de muertos desde el hielo.
―¡No nos envió nadie! ―dijo Snorri, más alto de lo que es aconsejable frente a una
bruja del hielo―. ¡Escapé! Estoy atado al norte para salvar…
―Sí, sí, tu familia. Si tú lo dices. ―Skilfar lo miró a los ojos y fue Snorri quien apartó
la mirada―. Los hombres que han tomado decisiones siempre sienten que son dueños
de su destino. Muy pocos piensan preguntar quién dio forma y ofreció esas opciones.
Quién balancea la zanahoria que creen que han elegido seguir.
Ahora que Snorri había mencionado las divagaciones de Taproot y Skilfar les prestó
un poco de importancia con su interpretación, recordé algo más que él había dicho.
―Una mano azul detrás de la negra, una roja detrás de la gris. ―Las palabras se
enredaron en mi lengua.
Esos ojos se volvieron hacia mí y sentí el frio asentarse sobre mí.
―¿Elias Taproot dijo eso?
―Uh…sí.
―Bien, ahora, ese hombre ha estado prestando más atención de lo que yo pensaba.
―Juntó los dedos blancos por debajo de la angulosidad de su barbilla―. La roja y la
azul. Ahí tienes la batalla de nuestra época, Príncipe Jalan. Lady Blue y la Reina Roja.
Tu abuela quiere un emperador, príncipe. ¿Sabías eso? Quiere hacer el Imperio Caído
otra vez… sellar todas las grietas, visibles e invisibles. Quiere un emperador porque un
hombre así… bueno, podría hacer girar la rueda. Quiere esto porque Lady Blue no lo
quiere.
―¿Y tú, völva? ―preguntó Snorri.
“¿Qué rueda?” habría preguntado yo.
―Ah. Ambas maldiciones requieren que se pague un precio terrible, y ambas están
llenas de riesgos.
―¿Y no hay un tercer camino?
Skilfar sacudió su cabeza.
―He conjurado las runas hasta gastarlas. No veo nada excepto el rojo y el azul.
Snorri se encogió de hombros.
―Emperador o no, no hay diferencia para mí. Mi esposa y mi hijo, Freja y Egil, eso es
lo que me llama hacia el hielo. Veré morir a Sven Broke-Oar y tendré justicia. ¿Puedes
decirme si aún aguarda en la Fortaleza Negra?
―¿Sigues fijo en tu zanahoria, Snorri ver Snagason? Mira más allá de ella. Mira hacia
adelante. Cuando el Uuliskind navega, ¿navegan con la mirada en el agua debajo de la
proa? Deberías preguntarte por qué está aquí. ¿Excavan bajo el hielo sólo para buscar
más cadáveres? Y si no, ¿qué más buscan y con qué propósito?
Algo así como un gruñido, pero peor, brotó de la garganta de Snorri.
―El Broke-Oar…
―¡Vamos! ―Tiré más fuerte de la correa de Snorri antes de su temperamento nos
enterrara a los dos. Snorri encorvó sus enormes hombros e hizo una rígida
reverencia―. Que los dioses te guarden, Skilfar.
Lo dejé pasar y me incliné más pronunciadamente. La posición social es una cosa, pero
siempre siento que una bruja del infierno se merece todas las reverencias y rebajarse lo
que se necesite para no ser convertido en un sapo.
―Mis agradecimientos, señora. Tomaré mi hoja y rezaré para que tu ejército te
mantenga segura. ―Con una mirada instintiva de reojo a los costados hacia una mujer
joven de plástico particularmente bien formada, me di la vuelta para irme.
―Pisa cuidadosamente sobre el hielo. ―Skilfar gritó tras nosotros, como si tuviera
una audiencia—. Dos héroes, uno dirigido quiérase o no por su pene, el otro hacia el
norte por su corazón. Ninguno aportando su cerebro a una decisión importante. No los
juzguemos con dureza, mis soldados, pues nada es realmente profundo, nada tiene
consecuencias. Es de las aguas poco profundas de donde nacen las emociones, de un
simple deseo que surge para guiarnos como siempre ha guiado al hombre, a los
Constructores, a los Dioses mismos, hacia el verdadero Ragnarok, el fin de todas las
cosas. La paz. —No pudo resistir un comentario. Supongo que es difícil incluso para
el más sabio, no demostrar que son sabios.
Sus palabras nos siguieron desde la cámara. Me detuve un poco en el túnel para volver
a encender la antorcha.
―Ragnarok. ¿Es en lo único en lo que piensa el Norte? ¿Es eso lo que quieres, Snorri?
¿Una gran batalla y el mundo en ruinas y muerto? ―No podía culparlo si lo hacía. No
con lo que le había sucedido el año pasado, pero me molestaría saber que siempre había
deseado tal fin, incluso la noche anterior en que los barcos negros llegaron a Ocho
Muelles.
La luz que encendía mi antorcha lo atrapó en un ligero gesto con los hombros.
―¿Quieres el paraíso que tus sacerdotes pintaron para ti en el techo de la catedral?
―Buen punto.
Dejamos sin más nuestra discusión teológica. Cuando mi antorcha empezó a dejar de
iluminar y brillar, encendí la última de nuestras antorchas desde la penumbra, cansado
de ser abofeteado en la cara por cuerdas de limo, disparadas por piernas plásticas
perdidas, de mojarme los pies en agua helada, y de golpearme el dedo del pie contra
los bloques que caían del techo. También, me molestaba la posibilidad de fantasmas.
Por toda mi valentía en la cámara de la bruja, la noche de los túneles había destrozado
mis nervios. Sus guardianes parecían más siniestros a cada minuto; en el baile de las
sombras sus extremidades parecían moverse. Por el rabillo del ojo continué viendo
movimiento, pero cuando me di la vuelta sus filas permanecían intactas.
No estoy hecho para vagar por la oscuridad. Sin embargo, parecía que nuestra luz no
podía durar todo el viaje. Sostuve la antorcha en alto y recé para que antes de que se
terminara, viéramos un círculo de luz más adelante.
―Vamos. Vamos. ―Murmuró entre cortas respiraciones mientras caminábamos. Los
soldados de plástico habían quedado atrás, pero lo que yo sabía era que nos acechaban
más allá del área de iluminación de la antorcha―. Vamos.
De alguna manera, la antorcha siguió encendida.
―¡Gracias a Dios! ―Señalé hacia el tan esperado punto de luz. ―No creí que duraría.
―Jal. ―Snorri tocó mi hombro. Miré alrededor, mi vista seguía la suya hasta mi mano,
levantada sobre mi cabeza―. Santa mie… ―La antorcha era un tocón ennegrecido,
que ya no echaba ni humo. Los dedos sujetándola eran, sin embargo, otra molestia,
brillando intensamente con una luz interior. Por lo menos lo estaban hasta que Snorri
los atrajo a mi atención. Para ese momento se apagaron, sumergiéndonos en la
oscuridad, e hice lo que cualquier persona sensata haría. Corrí a toda velocidad hacia
la salida.
Una tormenta nos esperaba.
Capítulo 23
El puerto de Den Hagen se encuentra donde el río Oout desemboca en el Karlswater,
ese tramo de salmuera que los nórdicos llaman el Mar Devorador. Una colección de
hermosas casas acurrucadas en las pendientes al este —bueno, hermosas para el norte
donde cada edificio tiene una construcción baja, con granito para soportar el clima que
se extiende desde las tierras baldías congeladas. Cabañas de madera, casas redondas,
hostales, bares, y mercados con pescado, que llegan hasta grandes almacenes que
bordean los muelles como bocas abiertas. Los mejores barcos encallan en las aguas
más tranquilas de la bahía, otros buques se agolpan en los muelles, mástiles alzándose
en una abundancia de palos y aparejos. Las gaviotas vuelan en círculos sobre nuestras
cabezas, siempre tristes, y los hombres llenan el aire con sus propios gritos, voces
alzadas para decir los precios, manos jóvenes reunidas para cargar o descargar, lidian
con problemas, comparten chistes, maldicen o adoran a los muchos dioses de Asgard,
o traen a los seguidores de Cristo a la pequeña y adornada iglesia al borde del agua.
—Pero qué agujero. —El hedor de los peces rancios me alcanzó incluso sobre la cima
del acantilado donde la carretera de la costa serpenteaba desde el oeste.
Snorri, caminando delante de mí, gruñó pero no dijo nada. Me incliné hacia delante y
palmeé el cuello de Sleipnir.
—Hora de separarnos, viejo un-ojo.
Extrañaría a ese caballo. Nunca me ha gustado caminar. Si Dios hubiera querido que
el hombre caminara no nos habría dado caballos. Animales maravillosos. Pienso en
ellos como pienso en la palabra huida, cubiertos de pelo y con una pata en cada esquina.
Bajamos hacia Den Hagen envueltos por el viento, el camino lleno de chozas que
parecía que serían borradas de las pendientes con los primeros vientos de invierno. En
un rincón alto con vista al mar, siete trolls de piedra miraban las olas. Parecían como
piedras para mí, pero Snorri dijo haber visto un troll en cada uno de ellos. Abrió su
chaqueta y tiró de las capas de camisa para revelar una cicatriz que cruzaba a lo largo
de los marcados músculos de su estómago.
—Troll. —Con un dedo dio a entender una serie de cicatrices adicionales desde su
cadera hasta su hombro—. Tuve suerte.
En un mundo donde los cadáveres caminaban, los no nacidos se alzaban de las tumbas
frescas, y la gente de los pinos acechaba los bosques, difícilmente podía discutir ese
hecho.
En el tramo final de la carretera pasamos tres o cuatro martillos de piedra que yacían
en las orillas para honrar al dios del trueno. Snorri buscó piedras de runas alrededor de
cada una , pero solo encontró pequeñas piedras negras, piedras de río suaves y lo
suficientemente grandes como para cubrir su palma, teniendo una sola runa. Tal vez
los niños locales se llevaron el resto.
—Thuriaz —La dejó caer.
—¿Hmmm?
—Espinas. —Se encogió de hombros—. No significa nada.
***
El pueblo no contaba con muro alguno y nadie, salvo un puñado de mercaderes con
mirada de pena vigilaban la entrada, no es que hubiera una entrada ahí, solo un
incremento en el conjunto de casas. Tras semanas de vida dura y un viaje difícil, incluso
un lugar como Den Hagen tenía su atractivo. Cada pieza de ropa en mí aún tenía su
cantidad de lluvia por la tormenta que nos había azotado durante dos días, a través de
la solidez del páramo que rodeaba el trono de Skilfar. Un hombre podría haber saciado
su sed con lo que se podía escurrir de mis calzones. Sin embargo tendría que estar
condenadamente sediento como para arriesgarse.
—¿Podríamos aparecer por allí y ver si la cerveza sabe un poco mejor que aquí? —
Señalé una taberna justo enfrente, con barriles colocados en la calle ante sí para que
los hombres descansaran sus jarras de cerveza, un pez espada de madera pintado
colgaba sobre la puerta.
—La cerveza de Maladon es buena. —Snorri caminó más allá de la entrada.
—Lo será si se olvidan de ponerle sal. —Una cosa tonta, pero algunas veces los tontos
lo hacen. Había pedido vino de vuelta en el pueblo de Goaten y me miraron como si
hubiera preguntado por un niño pequeño asado de menú.
—Vamos. —Snorri se giró hacia el océano, agitando la mano a un hombre que
intentaba venderle un pescado seco—. Comprobaremos el puerto primero. —Una
tensión se había instalado en él mientras nos aproximábamos a la costa, y cuando vio
primero el mar desde una alta cordillera se había hundido sobre sus rodillas y
murmuraba oraciones paganas. Desde los trolls de piedra había estado caminando con
tal propósito que tuve que empujar a Sleipnir para alcanzarle.
Una gran cantidad de barcos estaban atados en los puntos de amarre a lo largo del
muelle, entre ellos uno que no requería carga ni descarga.
—Una barca —le dije, al ver por fin las clásicas líneas que Snorri debía de haber
reconocido desde la carretera de la costa. Me deslicé de la espalda de Sleipnir mientras
Snorri avanzaba a zancadas hacia el buque, echando a correr los últimos cincuenta
metros. Incluso un marinero de agua dulce como yo podía ver que el barco había pasado
por tiempos difíciles, el mástil roto algunos metros por debajo de su altura correcta, la
vela rasgada.
Sin aminorar el paso Snorri alcanzó la orilla del puerto y desapareció de la vista,
presumiblemente a la cubierta oculta de la barca. Llantos y gritos se alzaron. Me
preparé para avistar una carnicería.
Haciendo un avance lento y mirando por encima de mi costado, con la precaución de
un hombre que no quiere una lanza en la frente, esperé encontrar un bote lleno de sangre
y extremidades humanas. En vez de eso Snorri estaba de pie entre los bancos de un
remo sonriendo como un loco con seis o siete hombres pálidos y peludos
arremolinándose a su alrededor, intercambiando bienvenidas y golpes. Todos ellos
tratando de hablar al mismo tiempo en un lenguaje olvidado por Dios, que sonaba como
si tuviera que ser vomitado desde las profundidades de la barriga de un hombre.
—¡Jal! —Miró hacia arriba y me saludó—. ¡Baja aquí!
Discutí el asunto, pero parecía que no tenía escape. Colgué las riendas de Sleipnir sobre
una de las líneas del barco y fui a buscar un medio de descenso que no implicara
romperme los dos tobillos con mi llegada. Desenredándome de una desvencijada
escalera de cuerda salada y tablones podridos, me volví para encontrarme a mí mismo
como objeto de estudio de ocho Vikingos. Lo primero que llegó a mí no fue el
tradicional “puño de bienvenida” del nórdico, sino el hecho de que la mayoría de ellos
eran idénticos.
—¿Quintillizos, cierto? —Los conté.
Snorri pasó un brazo alrededor de dos de los cinco tipos, hombres blancos de cabello
rubio con ojos color hielo y barbas mucho más lejos del corte habitual “lo—
suficientemente—grande—como—para—perder—a—un—bebé—dentro” al estilo
del Norte.
—Un tema delicado, Jal. Estos son los octillizos de Jarl Torsteff. Atta ahora se sienta
en la mesa de Odín, en Valhalla, con Sex y Sjau. —Me lanzó una mirada severa y
mantuve mi rostro como una máscara—. Estos son Ein, Tveir, Thrir, Fjórir y Fimm.
Mi conjetura era que acababa de tener una lección en contar hasta ocho en Nórdico, y
simultáneamente un vistazo a la escasa imaginación de Jarl Torsteff. Decidí llamarlos
los quintillizos de cualquier manera. Menos mórbido.
—También Tuttugu. —Snorri extendió la mano para golpear el hombro de un hombre
bajo y gordo. Una barba pelirroja se ahuecaba a ambos lados de la cabeza del hombre
con gran entusiasmo pero fallaba bastante en lo de encontrarse en la barbilla. Este era
más viejo, treinta y tantos años, una década más que los quintillizos—. Y Arne Ojo-
Muerto, ¡nuestro mejor arquero! —Ese era el más viejo de todos, alto, delgado,
melancólico, mala dentadura, calvo, gris en el negro de su barba. Si lo hubiera visto
doblado sobre las malas hierbas en un campo hubiera pensado que era un campesino
común.
—Ah —dije, esperando que no tuviéramos que mezclar sangre o escupir en la mano
del otro—. Encantado de conocerles.
Siete Vikingos me miraban como si fuera alguna clase de pescado que jamás hubieran
visto y acabaran de atrapar.
—¿Tuvieron problemas? —Señalé el mástil roto, pero a menos que una treintena de
hombres adicionales necesarios para cubrir los bancos de remo estuvieran arriba en el
pez espada, disfrutando jarras de cerveza salada, entonces el problema había implicado
mucho más que un acortamiento de mástil y algunas lonas rasgadas.
—¡Problemas de las Islas Sumergidas! —Un quintillizo, posiblemente Ein.
—Ya no tenemos un asentamiento en Umbra. —Este otro quintillizo, dirigido a Snorri.
—Llámalas ahora las Islas Muertas. —Tuttugu, la papada balanceándose mientras
negaba con la cabeza.
—Los nigromantes nos persiguieron hasta nuestros barcos. Las tormentas nos
siguieron al sur. —Arne Ojo-Muerto, mirando los callos en su mano.
—Naufragamos en Brit. Tardamos meses en repararlo. ¿Y los locales?—Un quintillizo
escupió por un lado y a una distancia realmente lejos hacia el mar.
—Hemos estado esperando en la costa desde eso, tratando de llegar a casa. —Arne
meneó la cabeza—. Esquivando los navíos de Normandía, los botes patrulla de Arrow,
los piratas de Conaught... Y Aegir nos odia. Envió tormenta tras tormenta para
golpearnos una y otra vez.
—Esperaba que las serpientes de mar fueran lo siguiente, un leviatán, ¿por qué no? —
Tuttugu rodó los ojos—. Pero estamos aquí. Aguas amistosas. ¡Algunas reparaciones
más y podremos cruzar el Karlswater! —Golpeó a un quintillizo cualquiera en los
hombros.
—¿No lo saben? —pregunté.
La frente de Snorri se frunció y se movió hacia un costado de la embarcación,
inclinándose a mirar el norte a través del mar abierto.
—¿Saber qué? —De muchas bocas, con los ojos en mí.
Me di cuenta de mi error. No subas a la nave de un hombre llevando malas noticias. Es
probable que salgas de nuevo con rapidez y por el lado mojado.
—Sabemos que no hay una sola palabra de Undoreth en Den Hagen. —Uno de los
quintillizos, Ein con la cicatriz en la esquina del ojo—. No están atracando los barcos.
Historias vienen de los puertos de Hardanger de incursiones a lo largo del Uulish, pero
sin detalle. Hemos estado aquí durante cuatro días y eso es todo lo que hemos
descubierto. ¿Sabes más?
—Snorri es el indicado para decirlo —dije—. Mis historias son todas de él y no me
confiaría a mí mismo el recordarlas correctamente. —Y eso hizo girar todas esas
miradas punzantes hacia Snorri.
Se puso de pie, elevándose por encima de todos nosotros, sombrío, con una mano en
su hacha.
—Es una cosa que debe decirse donde podamos brindar por los muertos, hermanos. —
Y caminó hacia el muelle, escalando rápidamente una serie de piedras que sobresalían
que había pasado por alto en mi descenso.
***

Snorri nos llevó a una taberna en el muelle donde las mesas para beber brindaran una
vista de la barca. No diría que valía la pena robarla, pero quizás era lo suficientemente
sabio como para no poner eso a prueba. Después de todo, un lugar como Den Hagen
pondría frenética a cualquier persona después de un corto periodo, por lo que podría
haber hombres lo suficientemente desesperados como para navegar en cualquier
recipiente sin atención, incluso una bañera con fugas como la que trajeron los nórdicos
al puerto.
Caminé en la parte trasera del grupo junto con Tuttugu.
—Pensé que las barcas serían, ya sabes, más largas.
—Es una snekkja.
—Oh.
—Del tipo más pequeño. —Tuttugu logró una sonrisa ante mi ignorancia, aunque en
su mente seguramente estaría en lo que Snorri diría—. Veinte bancos. Skei carga el
doble que muchos. El nuestro se llama Ikea, como el dragón, ¿sabías?
—Sí. —No lo sabía, pero mentir es más fácil que escuchar explicaciones. No estaba si
quiera interesado en su bote, pero parecía como si yo me estuviese confiando a ello, y
más pronto de lo que quería. Dos veces el tamaño de su snekkja aún no sonaba como
un gran barco, pero la fuerza del Norte siempre había estado en los botes rápidos, y
muchos de ellos. Tuve que rezar para que con toda esa práctica las malditas cosas
estuvieran al menos en condiciones de navegar.
Pusimos taburetes alrededor de una larga banca, varios locales sabiamente decidieron
recolocarse en otras mesas. Snorri pidió cerveza y se sentó en la cabecera de la mesa,
mirando al otro lado de ésta, a las velas del snekkja aleteando por encima del muelle.
El cielo detrás de ellos llevó a cabo una compleja mezcla de nubes oscuras y nubes de
carácter cambiante, un poco de lluvia arrastrada, pero todo iluminado por los rayos
oblicuos del sol de la tarde.
—¡Valhalla! —Snorri golpeó con fuerza la primera jarra de cerveza espumosa de la
bandeja, cuando las mujeres que servían la trajeron.
—¡Valhalla! —Un golpeteo en la mesa.
—Un guerrero teme la batalla que se perdió. Más que cualquier pelea que puede hacer
suya propia, teme la batalla que se ha ido, que terminó sin él, que ninguna hazaña
militar puede cambiar. —Snorri tenía su atención. Hizo una pausa para tomar un trago
profundo y largo—. No luché en Einhaur, pero he oído esa historia de Sven Broke-Oar,
si alguna palabra que sale de su lengua retorcida puede ser verdadera.
La tripulación del Ikea intercambió miradas ante eso, murmurando entre ellos. El tono
de los fragmentos que pude oír me dejó claro que compartían una mala opinión de
Broke-Oar.
—La batalla en Ocho Muelles en la que luché. Una masacre más que una batalla. Mi
supervivencia me avergüenza todos los días. —Bebió de nuevo, y contó la historia.
El sol se ocultó, las sombras se extendieron, el mundo pasó, pero pasó desapercibido.
Snorri nos mantuvo bajo el hechizo de su voz y escuché, bebiendo mi cerveza sin
saborearla, a pesar de que ya la había escuchado antes. Todo hasta que llegó a la
Fortaleza Negra.
***
Cuando Snorri vio por primera vez el punto negro pensó que era parte de morir, su
visión fallando mientras el desierto lo reclamaba. Pero el punto persistió, se mantuvo
en su lugar, creció mientras se tambaleaba hacia él. Y con el tiempo se convirtió en la
Fortaleza Negra.
Construida de enormes bloques tallados en los antiguos campos de basalto debajo de
las nieves, la Fortaleza Negra se asentaba achaparrada desafiando el Hielo Amargo,
empequeñecida por los vastos y crecientes acantilados de la capa de hielo, de apenas
cinco kilómetros hacia el norte. En todos los largos años de existencia de la fortaleza
el hielo había avanzado, se había retirado, avanzó de nuevo, pero nunca alcanzó esas
paredes negras, como si la fortaleza se mantuviera como el último hombre en pie contra
los dominios de los gigantes de hielo.
Fortalecido por la visión, Snorri se aventuró más cerca, dibujando su capa de piel de
foca sobre él, blanca como la nueve. Un viento del este lo recogió, recorriendo el hielo,
recogiendo nieve seca y llevándola en remolinos y corrientes. Snorri se apoyó en los
dientes del vendaval, los últimos restos de calidez robados de él, cada paso amenazaba
con terminar agazapado de lo que no habría un levantamiento.
Cuando el gran tamaño de la Fortaleza bloqueó el viento, Snorri casi cayó, como si su
apoyo hubiera sido arrebatado. No había visto que estaba tan cerca, tampoco creía
realmente que alcanzaría su meta. Nadie miraba desde las almenas. Cada tronera estaba
cerrada y revestida de nieve. Ningún guardia estaba de servicio en las grandes puertas.
Sin sensibilidad en la mano o cerebro, Snorri se quedó de pie, indeciso. No había hecho
ningún plan, solo el deseo de terminar lo que había empezado en Ocho Muelles y que
debería haber terminado ahí. Había sobrevivido a dos niños. No tenía ningún deseo de
sobrevivir a Egil o Freja, solo de luchar para salvarlos.
Débil como estaba, Snorri sabía que su debilidad solo aumentaría si esperaba en la
nieve. No podría escalar las paredes de la fortaleza más de lo que podía escalar los
acantilados del Hielo Amargo. Tomó a Hel con ambas manos y con el hacha de su
padre golpeó las puertas de la Fortaleza Negra.
Después de una eternidad un postigo sobre él se rompió y abrió, desparramando hielo
y nieve sobre la cabeza de Snorri. En el momento en que levantó la vista los postigos
se habían cerrado una vez más. Aporreó la puerta de nuevo, sabiendo que su mente se
nublaba con la lentitud y estupidez que el frío traía, pero incapaz de pensar en una
alternativa.
—¡Tú! —Una voz desde lo alto—. ¿Quién eres tú?
Snorri miró hacia arriba y allí en pieles de lobo, asomándose para ver mejor, Sven
Broke-Oar, su cara ilegible por su cabello dorado rojizo.
—Snorri... —Por un momento Snorri no pudo terminar de decir su nombre completo
por los labios entumecidos.
—¿Snorri ver Snagason? —La voz de Broke-Oar resonó con asombro—. ¡Tú
desapareciste! Huiste de la batalla, dijeron los hombres. Oh, esto está muy bien. Bajaré
a abrir las puertas yo mismo. Espera ahí. No huyas de nuevo.
Así que Snorri se quedó ahí, las manos blancas apretadas alrededor de su hacha,
tratando de dejar que su ira lo calentara. Pero el frío se había envuelto alrededor de sus
huesos, debilitando sus fuerzas, minando su voluntad e incluso su memoria. El frío
tiene su propio gusto. Tiene un sabor a lengua mordida. Se enrolla a tu alrededor, un
ser viviente, una bestia que tiene la intención de matarte, no con ira, no con dientes o
garras, sino con la misericordia del rendimiento, con la gentileza de dejarte ir
gentilmente en una larga noche, después de una carga de dolor y miseria.
El roce de las puertas lo sacudió de su ensueño. Se echó hacia atrás sobresaltado. El
gruñido de hombres en el trabajo mientras dos bloques grandes de madera se abrían
hacia atrás a la piedra helada. Si simplemente lo hubieran dejado esperando quizá
nunca se hubiera podido mover de nuevo.
Diez metros atrás, más allá del espesor de las paredes, de pie en el patio central, Sven
Broke-Oar esperaba, el hacha en una mano enguantada, su pequeño escudo de hierro
en la otra.
—Podría haber terminado contigo con una lanza desde los muros, o dejar que la nieve
lo hiciera, pero el campeón de los Campos de Hierro merece un mejor final que en ese
momento.
Snorri quería decir que un hombre preocupado por el honor, o de lo que está bien o mal
en cómo muere un guerrero, debería haber llegado a Ocho Muelles a la luz del día,
haciendo sonar su cuerno a través del fiordo. Quería decir muchas cosas. Quería hablar
de Emi y Karl, pero el hielo había sellado sus labios y la fuerza que le quedaba la usaría
para matar al hombre que tenía delante.
—Ven entonces. —Broke-Oar le hizo señas—. Has llegado hasta aquí. Sería una pena
que el miedo te impidiera dar los últimos pasos de tu travesía.
Snorri hizo una carrera desastrosa, los pies demasiado congelados como para correr.
La risa de Sven Broke-Oar —eso era lo último que recordaba antes de que el mazo lo
golpeara en la parte trasera de su cabeza. Los hombres que le habían abierto las puertas
simplemente esperaron detrás de ellas y lo derribaron cuando entró.
Un calor abrasador lo despertó. Calor en sus brazos, se extendía sobre él. Calor en sus
extremidades, como si quemaran. Calor en su rostro. Y dolor. Dolor por todas partes.
—Qu...
El aliento que salió de él empapó el aire. Fragmentos de hielo todavía se aferraban a su
barba, el agua goteando en su pecho. Ni tan caliente como se había sentido entonces,
ni tan frío como había estado.
Levantar la cabeza llevó la herida de la parte trasera de su cráneo contra el áspero muro
de piedra, y la mitad de una maldición brotó de sus labios agrietados. La sala ante él
albergaba a una docena de hombres, arremolinados ante un pequeño fuego en una
chimenea cavernosa alrededor del extremo de una larga mesa de piedra. Los hombres
de Broke-Oar, Vikingos Rojos de Hardanger, aún menos en casa que cerca del Hielo
Amargo que los Undoreth, quienes cuidaban las costas de Uulisk.
Snorri rugió a sus captores, gritó su furia, pronunció terribles maldiciones, gritó hasta
que su garganta quedó en carne viva y su voz se debilitó. Lo ignoraron, dándole apenas
un vistazo, y al final el juicio prevaleció sobre su enojo. No le quedaba ninguna
esperanza, pero se dio cuenta de la patética figura que era, atado en la pared y lanzando
amenazas. Había tenido su oportunidad de actuar. Dos veces. Había fracasado en
ambas ocasiones.
Broke-Oar entró a la sala de una puerta cercana al fuego y se calentó ahí las manos,
intercambiando palabras con sus hombres antes de pasar la longitud de la mesa para
inspeccionar a su prisionero.
—Bueno, eso fue una tontería. —Se frotó la barbilla entre el pulgar y el dedo índice.
Aun de cerca su edad, resultaba ser difícil de decir. ¿Cuarenta? ¿Cincuenta? Con
cicatrices, piel curtida, huesudo, incluso más ceñido que Snorri, su melena de pelo
dorado rojizo todavía tupida, patas de gallo en la esquina de cada ojo oscuro, astucia
en su mirada mientras examinaba al hombre.
Snorri no respondió nada. Había sido una tontería.
—Esperaba más de un hombre que arrastra tantas historias dignas del salón de
celebraciones
—¿Dónde está mi esposa? ¿Mi hijo? —Snorri no hizo ninguna amenaza. Broke-Oar se
reiría de ellas.
—Dime por qué huiste. Snorri ver Snagason ha demostrado ser estúpido y no estoy
demasiado sorprendido. Aunque esperaba más. ¿Pero un cobarde?
—El veneno de tus criaturas me derribó. Caí y la nieve me cubrió. ¿Dónde está mi
hijo? —No podía hablar de Freja ante esos hombres.
—Ah. —Broke-Oar lanzó una mirada a sus hombres, todos escuchando. Podría haber
escaso entretenimiento en la Fortaleza Negra. Incluso los carbones ardientes deben
haber sido acarreados en trineo con gran esfuerzo—. Bueno, está lo suficientemente
seguro, mientras tú continúes sin ser una amenaza.
—No te dije su nombre. —Snorri tiró de sus cuerdas.
Broke-Oar se limitó a levantar una ceja.
—¿Piensas que el hijo del gran Snorri ver Snagason no le ha estado contando a todo el
que escuche cómo su padre llegaría a nuestras puertas con un ejército para rescatarlo?
Al parecer tú tomarás todas nuestras cabezas con un hacha y las harás rodar a través
del fiordo.
—¿Por qué los tienes? —Snorri se encontró con la mirada del hombre. Su dolor le
ayudaba a distraerse de sus pensamientos de Egil confiando en un padre fracasado.
—Ah, bueno. —Sven Broke-Oar acercó una silla y se sentó con el hacha sobre sus
rodillas—. Fuera en el océano un hombre es una cosa muy pequeña, su nave no es
mucho más grande, y nosotros vamos allí donde el clima quiere. Corremos antes de la
tormenta. Nos levantamos y caemos con las olas. Los pescadores flacos de la costa de
África, grandes Vikingos con un centenar de muertes a sus nombres fuera en el Mar
Devorador, es siempre lo mismo, somos llevados por el viento.
—Aquí está el asunto, Snorri ver Snagason. El viento ha cambiado. Ahora sopla de las
Islas y hay un nuevo dios creando el clima. No es un buen dios, ni uno decente, pero
no es nuestro deber cambiarlo. Estamos en el mar e inclinamos nuestras cabezas hacia
nuestras tareas y esperamos seguir a flote.
—El Rey Muerto tiene las Islas ahora. Quebró la fuerza de Jarl Torsteff allí, y la de
Iron Jarl, de los Red Jarls de Hardanger. Todos devueltos a sus puertos.
—Ahora viene por nosotros, con hombres muertos, nuestros muertos entre ellos, y
monstruos que vienen de más allá de la muerte.
—¡Deberías luchar contra ellos! —Snorri hizo un esfuerzo inútil contra la fuerza de las
cuerdas.
—¿Cómo te funciona eso, Snorri? —Una dureza alrededor de sus ojos, algo más
cortante y difícil de leer—. Pelea con el mar y te ahogarás. —Levantó el hacha de su
regazo, encontrando consuelo en su peso—. El Rey Muerto es persuasivo. Si traigo a
tu esposa e hijo aquí, a este cuarto, sostengo un acero caliente en sus rostros... me
encontrarás persuasivo, ¿no?
—Los Vikingos no hacen la guerra contra los niños. —Snorri conocía la derrota. Era
mejor haber perecido en el hielo que ir allí para fallarle a su familia.
—¿Los Undoreth dejan huérfanos y ventanas sin tocar cuando atacan? —Un resoplido
de burla ante eso del hombre alrededor de la chimenea—. ¿Snorri Hacha—Roja ha
adoptado a los hijos e hijas de cuantos hombres ha enviado a su viaje final?
Snorri no tenía respuestas.
—¿Por qué están aquí? ¿Por qué tenerlos cautivos? ¿Por qué aquí?
Broke-Oar solo negó con la cabeza, pareciendo más viejo ahora, más cerca de los
cincuenta que de los cuarenta.
—Dormirás mejor si no lo sabes.
***
—Los sueños que he tenido. —Snorri alzó la cabeza hacia el final de la mesa de la
taberna.
Aslaug nos observó desde sus ojos, que parecían inyectados de sangre por los últimos
rayos del sol poniente. Podrías imaginarlos mirándonos desde la telaraña y creer por
un momento la historia de Loki, el dios de las mentiras, colmado de belleza jötnar y
sin nada más que la sombra de una araña para traicionar su propia naturaleza.
—Esos sueños. —Aquella mirada la sentía fría sobre mí—. Es difícil imaginarlos más
oscuros.
Sentí que Baraqel se movía debajo de mi piel y medio esperaba que ese brillo
comenzara, listo para iluminar, para fracturarme a través de las cicatrices que todavía
tenía desde el Gowfaugh, la luminosidad sangrando debajo de mis uñas. Al otro lado
de la mesa, esa fuerza chispeante que conocíamos por breves contactos comenzó a
crecer. Sabía ahora que la energía entre Aslaug y Baraqel, entre los avatares de
oscuridad y luz, estaba lista para una guerra.
Quise preguntar el motivo, repetir la demanda de Snorri a Broke-Oar: ¿Por qué?
Deseaba saber cómo llegó a ser vendido y con qué propósito. Por encima de todo, sin
embargo, quería que Aslaug apartara la mirada, entonces bajé la vista y mantuve la
calma. Las demás personas reunidas alrededor de la mesa vieron o percibieron algo
extraño, que se había apoderado de su compatriota y mantuvieron el silencio —aunque
quizá su quietud poseía un toque de luto por el Undoreth.
—¿Einhaur también fue saqueado? —Un quintillizo rompió el silencio.
—¿Antes que llegaran a Ocho Muelles? —dijo otro.
—¿Y qué pasó con Dark Falls? —Tuttugu.
—Debió de ser a todos ellos—Arne Ojo-Muerto mantuvo la mirada sobre la mesa—.
O ya hubiéramos oído la historia una docena de veces.
Cada hombre, a excepción de Snorri, bebió de su cerveza hasta terminarla.
—El enemigo está allí, pasando la Fortaleza Negra —dijo Snorri. La noche se agrupó
a su alrededor, más oscura de lo que debería ser mientras el sol aún se hundía en el
oeste, antes de ser tragado por el mar—. Iremos allí. Los mataremos a todos.
Destruiremos su trabajo. Les mostraremos un terror más oscuro que la muerte.
Los hombres del norte bajaron sus bebidas, observando a Snorri con fascinación. Yo
desvié la mirada hacia el océano una vez más, al oeste, donde el sol teñía de rojo la
costa como si fuera una joya mientras desaparecía. Menos, menos, se fue.
—Yo dije, ¡Undoreth, nosotros pintaremos la nieve con sangre de Hardanger! —Snorri
se puso de pie, teñido por el atardecer; con los ojos claros, la mesa raspando las
piedras—. Recuperaremos lo que amamos y les enseñaremos a esos Vikingos Rojos
cómo sangrar. —Alzó el hacha sobre su cabeza—. Somos de Undoreth, los Hijos del
Martillo. La sangre de Odín corre por nuestras venas. ¡Nacidos de la tormenta!
Y donde Aslaug dejó a los hombres del norte impasibles a sus oscuras amenazas, Snorri
ver Snagason logró tenerlos a sus pies en un instante, aullando con decisión al sol
poniente, golpeando la mesa hasta que la madera se estremeció y las bebidas saltaron.
—¡Más cerveza! —Snorri se sentó al fin, golpeando la mesa una vez más—.
Brindemos por los muertos.
—¿Vendrá con nosotros, Príncipe Jalan? —preguntó Tuttugu, tomando una gran jarra
de la bandeja del camarero, la espuma tan blanca como los quintillizos—. Snorri dice
que en tu tierra te llaman héroe, y tus enemigos te nombraron el “Demonio”.
—Mi obligación es acompañar a Snorri a su tierra natal. —Asentí. Cuando un rumbo
a seguir se cierne sobre ti, lo mejor es aceptarlo con elegancia y aprovechar cualquier
cosa que puedas conseguir, hasta que se presenta la primera oportunidad para
escabullirse del acuerdo—. Veremos qué es lo que esos carroñeros Hardangers pueden
hacer contra un hombre de la Marcha Roja. —Con suerte, encontraría una forma de no
convertirme en un cadáver.
—¿Qué nos hace pensar que nos irá mejor con nueve de lo que le fue a Snorri con
uno? —Arne Ojo-Muerto se limpió un poco de cerveza de su bigote, su voz denotaba
enfado en lugar de miedo—. El Broke-Oar tenía suficientes hombres para arrasar
Einhaur y cada pueblo a lo largo de Uulisk.
—Es una pregunta razonable. —Snorri señaló a Arne—. En primer lugar entiende que
había pocos hombres en la Fortaleza Negra, y no es un sitio que alguna vez funcione
a su total capacidad. Cada alimento allí debe ser contra qué se tienen que defender allí?
¿Esclavos trabajando bajo el Hielo Amargo, cavando túneles en busca de un mito?
—En segundo lugar, iremos mejor preparados, no vestidos con algo que pueda ser
encontrado en la basura en el último momento. Iremos con las mentes despejadas, y el
asesinato encerrado en nuestros corazones hasta que sea el momento adecuado.
—Tercero y último. ¿Qué más podemos hacer? Somos los últimos que quedamos libres
de Undoreth. Cualquier cosa que haya sobrevivido de nuestro pueblo está allí, en el
hielo, en manos de otros hombres. —Hizo una pausa y colocó las manos sobre la mesa,
mirando la separación de sus dedos—. Mi esposa. Mi hijo. Mi vida entera. Cada cosa
buena que he hecho. —Algo se movió en su boca y se convirtió en un gruñido mientras
permanecía de pie, su voz alzándose en un rugido una vez más—. Así que no les estoy
ofreciendo la victoria, o un regreso a sus antiguas vidas, o la promesa de que
reconstruiremos lo perdido. Solo dolor, y sangre, y hachas rojas y la oportunidad de
hacer la guerra contra nuestros enemigos juntos, esta última vez. ¿Qué dicen?
Y obviamente los maniacos rugieron en señal de aprobación, y golpeé el puño contra
la mesa, preguntándome cómo rayos huiría de este problema. Si Sageous no había
estado mintiendo, ni se equivocaba, entonces quizá si Snorri moría en el ataque y yo
lograba acomodarme en la retaguardia sería capaz de correr cuando el hechizo se
hubiese roto. Claro, con nueve hombres no existen demasiadas filas tras las cuáles
esconderse, y esta Fortaleza Negra sonaba inconvenientemente alejada de cualquier
refugio seguro al cuál un hombre pudiera correr.
Decidí que lo más recomendable por el momento sería beber hasta no sentir nada y
esperar que el mañana tuviera algo mejor que ofrecer.
—El mensaje más importante aquí —dije en un momento donde los nórdicos estaban
momentáneamente silenciados por sus cervezas—, es no actuar precipitadamente.
Planear es la clave. Estrategia. Equipamiento. Todas esas cosas que Snorri no tuvo en
cuenta la primera vez debido a su impaciencia.
Cuanto más tiempo nos retrasábamos, más oportunidades tenía de que la maldición
desapareciera o que surgiera otra oportunidad de escapar. Lo más importante era que
Ikea no zarpara antes de que se me agotaran las oportunidades de no estar allí cuando
comenzara la travesía. Con un encogimiento de hombros terminé mi cerveza y pedí
otra.
Capítulo 24
Algunas resacas son tan terroríficas que parece que el mundo entero se balancea y mece
a tu alrededor, y las paredes hacen un chirrido con cada movimiento. Otras son
relativamente leves y solo resulta que en tu ebriedad una colección de Vikingos te ha
arrojado en un montón de cuerdas enrolladas en su barco para salir al mar.
—Oh, bastardos. —Abrí un ojo para ver una amplia vela aleteando sobre mi cabeza y
gaviotas rondando muy por encima de mí, bajo un cielo aborregado.
Me senté, vomité, me puse de pie, caí, vomité de nuevo, me arrastré hacia uno de los
lados del barco, vomité mucho más, me arrastré al otro lado y grité al horizonte, al
mundo que sabía no volvería a ver.
—¿No eres marinero, entonces? —Arne Ojo-Muerto me observaba desde su banco, su
remo ante él, una pipa en la mano.
—¿Los Vikingos fuman? —Simplemente se veía mal, como si su barba pudiese
incendiarse.
—Este lo hace. No se les entrega un libro de reglas, sabes.
—Supongo que no. —Me limpié la boca y permanecí colgado del costado del barco.
Los quintillizos hacían cosas complicadas con velas y sogas. Tuttugu observaba el
oleaje desde la proa y Snorri sostenía el timón en popa. Después de un rato me sentí lo
suficientemente fuerte como para tambalearme y colapsar en la banca junto a Arne.
Afortunadamente el viento llevó el humo hacia el otro lado, o hubiéramos tenido la
oportunidad de ver cualquiera que hubiera sido la última comida de la semana quizás
reapareciendo si lo intentaba con la suficiente fuerza.
—¿Qué otras reglas de ese manual, que no reciben, has roto? —Necesitaba distraerme
de la oscilación y el oleaje. Parecía que se aproximaba alguna clase de tormenta, a pesar
del cielo claro y los vientos moderados.
—Bueno. —Arne exhaló en su pipa—. No soy del tipo de hombre que asiste al salón
de celebraciones y cantar todas esas canciones de guerra. Preferiría estar fuera en el
hielo, pescando en un agujero.
—Uno pensaría que un hombre de tus talentos querría estar acechando a su presa a la
que pudiera reducir con un disparo, antes que sacarla fuera del agua a través de un
pequeño agujero en el hielo. —Acababa de colocar parte de mi esperanza de
supervivencia en Arne Ojo-Muerto. Lo grandioso de un hombre que es letal con su
arco es que no se acerca lo suficiente a los problemas. Es del tipo de hombres que me
gusta tener cerca en una batalla si los eventos conspiran para alejarme de galopar a una
distancia lejana—. ¡Maldición! ¿Dónde está mi caballo? —pensé repentinamente.
—Algunos trozos de él descansan probablemente en las faldas de las laderas en Den
Hagen. —Arne continuó masticando—. Estofado, salchichas, tocino de caballo, sopa
de lengua, hígado encebollado, caballo frito, muac. Excelentes platos.
—¡¿Qué?! —mi estómago tuvo la última palabra de esa oración. Una larga palabra
llena de vocales y hablada mayormente a un costado del océano.
—Snorri la llevó al mercado esta mañana y la vendió. —Arne me palmeó la espalda—
. Le dieron más por la montura que por el animal.
—Maldición. —Me limpié más baba de la barbilla antes de que el viento tuviera
oportunidad de decorar el resto de mí con ella. De vuelta en el banco descansé un
momento, la cabeza en mis manos. Parecía que íbamos en círculos. Esta pesadilla había
comenzado conmigo siendo arrojado en un bote lleno de Vikingos, y ahora estábamos
de nuevo. Un bote más grande, más agua, más Vikingos, y el mismo número de
caballos.
—¿Ojo-Muerto, eh? —Tenía la esperanza de animarme con la idea de que Arne podría
mantenerme a salvo—. ¿Cómo te ganaste ese título?
Arne exhaló una bocanada de humo, que fue arrastrado rápidamente por el viento.
—Hay dos formas de dispararle a un objetivo pequeño en la distancia. Habilidad o
suerte. Ahora, no soy un mal tirador, eso no es lo que digo. Soy mejor que el promedio.
Especialmente ahora, después de tanta práctica. Todos dicen “Dejen que Ojo-Muerto
dispare” o “Denle el arco a Arne” pero aquel día, en la boda de Jarl Torsteff… —Arne
se estremeció—. Se había llamado a hombres de todas partes para participar en los
concursos. Lanzamiento de hachas. Levantamiento de rocas. Lucha. Todo eso.
Arquería, bueno, nunca ha sido nuestro punto fuerte, pero siempre había algún que otro
valiente. Jarl puso esta moneda, demasiado lejos, y nadie podía darle a esa maldita
cosa. Ya estaba anocheciendo antes de que me dieran una oportunidad. Se descolgó en
el primer intento. Nunca he oído lo último de eso. Y así es como es este mundo, chico.
Empieza una historia, solo una pequeña historia que debería desaparecer y morir;
sácate el ojo solo un momento y cuando te das la vuelta es lo suficientemente grande
como para tomarte en sus dientes y sacudirte. Es así como es. Todas nuestras vidas son
historias. Algunas se esparcen, y crecen conforme las cuentan. Otras son contadas entre
nosotros y los dioses, murmuradas de un lado a otro tiempo atrás, pero esas historias
crecen demasiado y nos sacuden con fiereza.
Gemí y me acosté en el banco, intentando encontrar un ángulo que lo hiciera pasar más
allá de la marca que lo dividía como “instrumento de tortura” y “cama”. Podría
simplemente haberme acostado entre los bancos, pero cada embestida del barco
salpicaba agua apestosa con olor a podrido, que se desplazaba por el suelo imitando en
miniatura el movimiento de la gran marea que atravesábamos.
—Despiértame cuando haya pasado la tormenta.
—¿Tormenta? —Una sombra se cernió sobre mí.
—Vas a decirme que siempre es así, ¿no? —Miré a la figura, oscura contra el brillante
cielo, el sol fracturándose a su alrededor para lastimarme los ojos. Un hombre alto,
irritantemente atlético. Uno de los quintillizos.
—Oh no. —Se sentó en la banca opuesta, su buen humor como ácido en mi resaca—.
Raramente es tan bueno como ahora.
—Urrrg. —Toda palabra parecía insuficiente para expresar mis sentimientos al
respecto.
Me pregunte si Skilfar habría visto que yo estaba destinado a llenar un barco con
vómito y ahogarme en el desastre resultante.
—Snorri dice que eres bueno curando heridas. —Empezó a recoger su manga sin
invitación—. Soy Fjórir, por cierto; puede ser difícil diferenciarnos.
—¡Jesús! —Hice una mueca cuando Fjórir desenvolvió las ropas sucias de su brazo.
La dentadura que lo atacó le perforó toda la carne, con todos los tonos de negro a
morado en la carne hinchada a cada lado. El hedor de eso contó la historia. Cuando la
herida de un hombre empieza a apestar, sabes que está caminando lentamente hacia el
cementerio. Quizás perder el brazo podría salvarle —no estaba totalmente seguro. Más
allá de ajustar las probabilidades cuando apostaba en los fosos de lucha, mi experiencia
no involucraba ese tipo de cosas cosas. Cierto, he visto similares experiencias
desagradables en los límites de Scorron, pero he logrado bloquear esos recuerdos
satisfactoriamente. O, al menos, lo había hecho hasta que el brazo podrido de un
desgraciado nórdico inundó mi mente de nuevo con ellos. Al menos, en esta ocasión
logré llegar al borde del barco antes de vomitar en el mar oscuro de olas. Me quedé
allí, colgado, un largo tiempo, manteniendo una larga conversación con el océano.
Fjórir seguía sentado donde lo dejé cuando regresé con el estómago vacío y temblando.
El barco entero continuaba amenazando con volcarse a cada movimiento de las olas
pero nadie más parecía preocupado.
—Eso… Eso es una herida infernal lo que tienes ahí —dije finalmente.
—Cortado con una lanza perdida durante una tormenta en Thurtans. —Asintió Fjórir—
. Desagradable, sin embargo. No me deja descansar.
—Lo siento —Y lo sentía. Me agradaban los quintillizos. Eran buenas personas. Y
pronto se convertirían en cuatrillizos.
—Snorri dice que eres bueno con las heridas. —Fjórir retornó a aquel tema. Parecía
inexplicablemente alegre con todo ese asunto, aunque yo no apostaría que fuera a durar
más de una semana.
—Bueno, no lo soy. —Admití con mórbida fascinación—. Pareces menos preocupado
al respecto que yo.
—Los dioses nos están llevando en orden. Primero el más joven. —Nuevamente esa
sonrisa—. Atta pereció ante los necrófagos en Ullaswater. Luego un hombre muerto
llevó a Sjau dentro de una ciénaga en Fenmire. Sex recibió un flechazo de un arquero
de Conaught. Así que el próximo es Fimm, no yo.
Y repentinamente, me sentí endemoniadamente asustado. Podía comprenderlo
viniendo de Snorri. No compartía sus pasiones o valentía, pero las sentía como una
mayor o menor versión de mis propias emociones y pensamientos. El hombre que se
erguía frente a mi parecía ser uno de nosotros en el exterior ¿pero y el interior? Los
dioses habían puesto a los octillizos de Torseff como un conjunto de hombres muy
diferentes de otros hombres. O, al menos a este. Quizá lo que a él le faltaba estaba
presente de forma doble en uno de sus hermanos. O, tal vez, cuando los ocho
comenzaron a morir, cada muerte dejaba a los supervivientes un poco más rotos. Fjórir
aún tenía la amabilidad, el sentido inmediato de confiabilidad, pero me era imposible
saber qué faltaba detrás de esa sencilla personalidad y esos enormes ojos azules.
—No comprendo porqué Snorri te ha dicho eso, no soy un doctor. Ni siquiera...
—Dijo que tratarías de escapar de esto. Dijo que te dijera que hicieras lo que hiciste en
las montañas. —Fjórir me extendió su brazo, sin rastro de inquietud en su rostro.
—¡Vamos! —Snorri gritó desde el otro extremo del barco—. ¡Hazlo, Jal!
Apretando los labios contra la repulsión, extendí una mano sin entusiasmo,
sosteniéndola varios centímetros por encima de la herida. Casi inmediatamente, el calor
invadió mi palma. Alejé la mano nuevamente. Mi plan de disimular parecía improbable
que tuviera éxito ahora, la reacción había sido mucho más fuerte e inmediata que con
la herida de Meegan en los Aups.
—A la última persona a la que le hice esto, Snorri la arrojó por un precipicio momentos
después.
—No hay acantilados en el mar. Eso me hizo sentir bien. Hazlo de nuevo. —Fjórir no
tenía malicia en los ojos, como un niño.
—Ah, demonios. —Coloqué la mano de nuevo, tan cerca de la carne podrida como
podía, sin correr el riesgo de tocarla. Después de unos segundos logré ver el brillo de
mi mano, como si se tratara de una huella blanca que convertía el oscuro día del norte
en el desierto de Indus. Mis huesos temblaron con lo que sea que los recorriera y luego
se calentaron. El viento se volvió helado a mí alrededor; la debilidad por mi constante
vómito llegó al punto de que incluso sostener mi mano era un trabajo de Hércules. Y
repentinamente, ya no estaba sosteniendo nada. El barco se movió y yo caí a la
oscuridad.
Una cubeta de agua fría y salada me devolvió al mundo de los vivos.
—¿Jal? ¿Jal?
—¿Se repondrá?
Alguien respondió en su lengua.
—…. suaves, estos sureños….
—… enterrar en el mar….
Y otras cosas sin sentido en dialecto del norte.
Otro cubo de agua.
—¿Jal? Háblame.
—Si lo hago, ¿dejarás de tirarme agua salada encima? —Mantuve los ojos cerrados.
Lo único que deseaba era estar acostado. Incluso mover los labios parecía demasiado
esfuerzo.
—Gracias a los dioses. —Snorri hizo una pausa. Escuché como dejaban en el suelo un
gran cubo.
Me dejaron solo para que me secara después de eso. Me estiré en la banca hasta que
una ola particularmente grande me hizo caer. Luego, permanecí recostado contra el
casco de la nave. Ocasionalmente llamaba a Jesu. No ayudó en mucho
Las luces se estaban desvaneciendo para cuando tuve energía suficiente para sentarme
en el mismo punto donde me había caído. Fjórir me trajo pescado seco y pastel de
harina de maíz, pero no pude hacer nada más que mirarlo. Mi estómago aún se revolvía
con cada movimiento y amenazaba con no permitir que nada se quedase dentro.
—¡Mi brazo está mejor! —Fjórir lo mostró como prueba. La herida aún tenía un
aspecto horrible pero libre de infección, y sanando—. Gracias Jal.
—Ni lo menciones. —Un murmullo débil. Supuse que en realidad el hombre era
invulnerable hasta que el pobre Fimm tomara su lugar en la línea. Con algo de suerte,
me pagaría el favor colocando su invulnerabilidad en medio de mí y cualquier cosa que
pudiese lastimarme.
***
El sol se puso y Snorri pasó ese tiempo en la proa del Ikea, mirando hacia el norte, sus
ojos negros sin duda deseaban alcanzar la costa de Norsheim. Mi fuerza no regresó, de
hecho, me debilitaba mientras caía la noche. Comí algo de pan seco y agua, los regresé
al mar, y caí en un sueño sin sueños.
Sin sueños al menos hasta que empecé a soñar con ángeles.
Estaba de pie, poco antes del alba, en la cima del acantilado detrás de las granjas de
Vermillion; observando hacia abajo a los Selen que se dirigían al oeste, al océano
distante. Baraqel se erguía a mi lado, en lo alto de la colina, como una estatua contra
el cielo, quieto hasta que los rayos del sol iluminaron sus hombros.
—Escúchame Jalan Kendeth, hijo de…
—Sé de quién soy hijo.
El ángel parecía más solemne en esta ocasión que en sus visitas previas. Como si
hablara más con su propia voz que con la que había fabricado para él cuando era nueve
partes imaginación.
—Llegará pronto el momento en que deberás recordar de dónde eres. Navegas a la
tierra de las sagas, un lugar donde se hacen los héroes y son necesarios. Necesitarás tu
coraje.
—No creo que recordar a mi padre ayudará con eso. El buen cardenal se daría la vuelta
y huiría corriendo si una cabra bloqueara su camino. Ni siquiera tendría que ser una
cabra grande.
—Está en la naturaleza de los hijos ver más allá de la fortaleza de sus padres. Es tiempo
de madurar, Jalan Kendeth. —Alzó su rostro hacia mí, ojos dorados, brillando con el
amanecer.
—¿Y qué hay de bueno en ser valiente? Skilfar tenía razón. Todos nos movemos de
acuerdo a nuestra naturaleza; algunos con astucia, otros con honestidad, otros con
picardía, otros con valentía, ¿pero qué hay con eso?
Baraqel flexionó sus alas.
—Tu abuela le habló a su hermana de ti. “¿Tiene el temple? ¿El coraje requerido?”.
Un “holgazán, superficial, fanfarrón y cabeza hueca” te llamó Jalan. “Una mente llena
de pereza, estropeado como cosecha seca” dijo, “pero afílalo y esa mente se hará aguda.
Si tuviéramos mundo y tiempo suficiente lo que podríamos hacer con el niño… pero
no tenemos ni ese mundo ni ese tiempo necesario. Nuestra causa se reduce hasta un
punto no tan lejano, un segundo no tan distante en el tiempo y, en ese punto, en ese
momento, llegará la prueba que sacudirá su mundo”. Con esas palabras te describió.
—Me sorprendería si supiera cuál de todos era yo. Y sé que soy lo suficientemente
agudo cuando debo serlo. La valentía es otra cosa totalmente diferente. Los quintillizos
no tienen lo que necesita un hombre para sentir miedo. Snorri tiene miedo de ser un
cobarde. Hay un dragón como ese en sus historias paganas, Oroborus, comiendo su
propia cola. Con miedo de ser un cobarde, ¿es eso lo que es la valentía? ¿Soy valiente
porque no temo estar asustado? Tú eres luz, la luz revela. ¿Si enciendes una luz lo
suficientemente fuerte sobre cualquier tipo de valentía, no es eso acaso también una
forma compleja de cobardía?
Me quedé quieto unos instantes, la parte trasera de mis palmas presionada contra la
nuca, buscando las palabras indicadas.
—La humanidad puede dividirse en locos y cobardes. Mi tragedia personal es haber
nacido en un mundo donde la cordura parece ser un error de personalidad. —Me quedé
sin palabras bajo su mirada.
—La inteligencia se basa en estructuras cada vez más elaboradas de auto-justificación
—dijo, derramando juicio de su boca—. Pero al final tú sabes lo que es y lo que no es
correcto. Todos los hombres lo saben, sin embargo pasan los años tratando de enterrar
esa verdad, enterrando debajo de sus propias palabras, odios, lujurias, tristezas, o
cualquier otro ladrillo con el que hayan construido sus vidas. Tú sabes qué es lo
correcto, Jalan. Cuando llegue la hora, lo sabrás. Pero saberlo nunca es suficiente.
Me dijeron que pasé gran parte de la semana inconsciente. Durmiendo veintidós de
cada veinticuatro horas, despertando solo a medias para permitir que Tuttugu deslizara
una tibia cucharada de avena por mi garganta —algo de eso hacia adentro, algo de eso
hacia afuera. Un quintillizo debía sostener mis brazos cuando la naturaleza me llamaba
en esos frecuentes paseos al borde del barco, o me habría arrojado y nadie me hubiera
visto de nuevo. Cruzamos el océano, luego seguimos la costa de Norsheim día tras día,
dirigiéndonos al norte.
—Despierta. —La única instrucción del ángel a la salida del sol.
Abrí los ojos. Amanecer gris, la vela aleteando, el chillido de las gaviotas. Baraqel en
silencio. El ángel habló con la verdad. Yo siempre supe qué era lo correcto.
Simplemente no lo hacía.
—¿Estamos ya cerca? —Me sentía mejor. Casi bien.
—Sí. —Tuttugu sentándose cerca. Otros se movían por el bote en la penumbra.
—Oh. —Detrás de mis parpados cerrados, intenté imaginar tierra firme, esperando
evitar un vómito pre desayuno.
—Snorri dice que eres bueno con las heridas —dijo Tuttugu.
—Cristo. Este viaje va a matarme. —Intenté sentarme pero me caí de la banca, aún
débil—. Creí que moriría por los horribles no muertos y locos con hachas en el hielo.
Pero no. Voy a morir en el mar.
—Quizá eso sea lo mejor —Tuttugu me ofreció su mano para ayudarme—. Una muerte
limpia.
Casi tomé su mano, luego hice retroceder la mía.
—Oh no. No, no voy a caer en esa trampa. —No pasaría mucho tiempo antes de que
no pudiera quitar a un leproso de mi camino sin curar al bastardo—. No pareces herido.
Tuttugu hundió sus dedos en su barba pelirroja y se rascó furiosamente, murmurando
algo.
—¿Qué? —pregunté.
—Sarpullido de un burdel —dijo.
—¿Una prostituta con sífilis? —Al menos eso me hizo sonreír—. ¡Ja!
—Snorri dijo…
—¡No voy a poner mis manos ahí abajo! ¡Soy un príncipe de la Marcha Roja, por el
amor de Dios! No un médico viajero sanador de penes entrometidos.
El rostro del hombre gordo se derrumbó.
—Mira —dije, consciente de que necesitaba hacer tantos amigos como pudiera antes
de pisar tierra— , puede que no sepa mucho sobre heridas, pero sé más de sífilis que
de lo que un hombre debería. ¿Tienen semillas de mostaza abordo?
—Es posible. —Tuttugu frunció el ceño.
—¿Sal de roca? Algo de melaza negra, ácido curtido, aguarrás, hilo, dos agujas, muy
afiladas y algo de jengibre… bueno, eso es opcional pero ayuda.
Una lenta negación con la cabeza.
—Ah, bueno, conseguiremos eso en el puerto. Puedo cocinarlo con una vieja receta
familiar. Se aplica como una pasta tópica en las regiones afectadas y serás un hombre
nuevo en menos de seis días. Siete como máximo.
Tuttugu sonrió, lo cual era bueno, y me dio el golpe nórdico de la amistad, que dolía
mucho más que el tradicional varonil golpe al hombro del sur, y eso fue todo. Por lo
menos hasta que frunció el ceño y preguntó:
—¿Y las agujas?
—Bueno, cuando dije “aplicar” a lo que realmente me refería era “colocar la mezcla
en una aguja y pinchar las zonas afectadas”. Necesitarás más de una ya que la pasta las
corroe.
—Oh. —Poco quedó de la sonrisa de Tuttugu—. ¿Y los hilos son para ahorcarme?
—Para atar la bolsa en... Mira, explicaré los detalles escabrosos cuando consigas las
cosas.
—¡Tierra a la vista! —Uno de los quintillizos gritó desde proa, proporcionando una
agradable distracción. Mi pesadilla en el mar estaba casi terminando.
Capítulo 25
La niebla envolvía Norsheim, ofreciéndome sólo atisbos de húmedos acantilados
negros y amenazantes arrecifes de roca, mientras nos acercábamos al último kilómetro
y medio para llegar a la orilla. Llegamos después de otros buques nórdicos que hacían
su trabajo. Barcos más estrechos en la punta, redes de arrastre o cargados, pero todos
con las líneas del norte en su construcción. Vimos otros barcos vikingos también, más
de una docena anclados, uno dirigiéndose a mar abierto, las velas rojas ya demasiado
pequeñas para distinguir el aparato siguiéndoles.
Mientras nos acercábamos, vimos el puerto de Trond alzándose desde una línea de la
costa de piedra negra amontonándose en las laderas de las montañas que se metían en
el mar. Yo había pensado que Den Hagen tenía un aspecto tosco y poco atractivo, pero
a comparación con Trond el puerto de Den Hagen era un paraíso, prácticamente abierto
de piernas para la bienvenida. Los hombres del norte construían sus casas de teja y
madera doble, el techo cubierto de hierba, ventanas con una simple abertura para
desafiar los delgados dedos del viento, que ya habían hurtado la mayor parte de mi
calor. La lluvia empezó a caer, entrelazando el viento y punzando como hielo donde
me golpeaba en las mejillas.
―¿Y esto es verano? ¿Cómo lo sabes?
―¡Glorioso verano! ―Snorri extendió sus brazos a mi lado.
―Lo puedes saber porque en el invierno no hay mosquitos ―dijo Arne detrás de mí.
―Además, la nieve tiene dos metros de profundidad.
―Y puedes caminar hasta el puerto desde aquí ―dijo Snorri.
―Ni siquiera sabía que el mar pudiera congelarse… ―Me fui a un lado a considerar
el asunto y me asomé entre dos de los escudos que los hombres habían fijado allí en
preparación para nuestra llegada―. Por lo menos dejaría de balancearse todo el tiempo.
Remamos en el último medio kilómetro, navegando hacia abajo. Digo "nosotros".
Proporcioné apoyo moral.
―¿Cómo Broke-Oar 15consiguió su nombre? ―pregunté, viendo a todos inclinándose
en su tarea.

15
Broke-Oar: Significa Remo roto
―La primera vez que fue a remar a un barco vikingo. ―dijo el quintillizo Ein.
―Debía de tener catorce o quince años. ―Quintillizo Tveir, probablemente.
―Tiró del remo con tanta fuerza que lo rompió. ―Quintillizo Thrir, posiblemente.
―No sabía sobre su propia fuerza, hasta entonces. ―Fjórir, su brazo aún cicatrizando.
―Nunca había visto a nadie tirar de un remo con tanta fuerza. ―Fimm, por proceso
de eliminación.
―¿Es más fuerte que tú, Snorri? ―Encontré el pensamiento inquietante.
Snorri tiró de su remo, manteniendo el ritmo con los demás.
―¿Quién podría decirlo?
Otro golpe.
―El Broke-Oar no conoce su propia fuerza. ―Otro golpe.
―Pero yo conozco la mía. ―Y la mirada que me dirigió, todo hielo y fuego, me hizo
estar muy agradecido de no ser su enemigo.
***
En el muelle me sorprendió gratamente encontrar que el Norte no era sólo hombres
peludos en pieles de animales. También había mujeres peludas en pieles de animales.
Y, para ser justos, también algunos lugareños en capas tejidas de lana, de tweed o
chaquetas de lino, pantalones escoceses cruzados desde el tobillo hasta el muslo como
la moda en los Thurtans.
Desembarcamos y me asombró la sensación desconocida de algo sólido e inmóvil
debajo de mis pies. Podría haberlo besado, pero no lo hice. En lugar de eso seguí
adelante, agobiado por mi mochila, ahora ornamentada con un bulto apretado de ropa
de invierno, en breve se añadiría más. Snorri conocía bien el puerto y nos condujo hacia
una taberna de la que tenía buena opinión.
Trond, a diferencia de muchas de las pequeñas ciudades y pueblos a lo largo de la costa
y fiordos, no era el feudo de algunos Jarl, dominado por sus salones de celebraciones
y con cada llegada observada, gravada, y sujetas a su aprobación. El comercio dictaba
las reglas en Trond. La seguridad exterior del puerto equilibraba una serie de alianzas
bien financiadas, y su seguridad interna dependía de una milicia pagada en moneda
Imperio, por el colectivo de los comerciantes que gobernaban el lugar. Así se
presentaba un lugar ideal donde echar el ancla y para reabastecerse. Snorri planeaba
viajar por tierra a Uulisk, un viaje de dos días más o menos a través de un terreno
montañoso. Tranquear hasta el fiordo con un mal snekkja sin equipo perderíamos las
únicas ventajas que una pequeña horda posee, a saber, la agilidad, velocidad y la
sorpresa. Sonaba como un plan sensato dado que estábamos determinados tontamente
a dirigirnos a los problemas, y Snorri incluso me atribuyó con contribuir a formularlo
durante mis momentos más lúcidos en el largo viaje, aunque no tenía ningún recuerdo
de ello.
Mientras atracábamos en el puerto, me di cuenta de las nubes de tormenta descendiendo
a través de las cordilleras del norte, un rayo se presentó en el interior de ellas como si
el mismísimo Thor estuviera presente. En algún lugar más allá de esas cumbres, Sven
Broke-Oar nos esperaba en la Fortaleza Negra, y más allá el Hielo Amargo con su
muertos congelados, nigromantes, y los no nacidos. Mis posibilidades de escapar
estaban ahí pero se escabulleron, y nuestro largo viaje se fue acercando en lo que
probaría ser un corto y virulento final.
***
La taberna que escogió Snorri tenía tres hachas oxidadas, grapadas a la pared por
encima de la puerta. Los nórdicos me instalaron en una mesa, y luego la mayoría pidió
un cerdo para que fuera asado y traído con abundante cerveza, sosteniendo que ambos
eran excelentes curas para un hombre con una salud debilitada.
El resto de la clientela era muy ruda, pero ninguno parecía estar buscando problemas.
Desarrollas un instinto para estas cosas si frecuentas tantos bares de mala muerte como
yo. Además, el hecho de que yo tuviera ocho guerreros Undoreth en mi esquina no
habría pasado desapercibido.
―Nos encontraremos aquí al caer la noche ―dijo Snorri, olfateando el aire con cierta
nostalgia. El olor a asado dominaba sobre el hedor habitual de humo, sudor y cerveza
en una taberna. Y con un suspiro dirigió a sus hombres hacia el pueblo, Tuttugu
preparado con mi receta para la sífilis. Supuse que los hombres de Jarl Torsteff debían
de haber escapado con al menos algunas de las ganancias de su saqueo en las Islas
Sumergidas, porque por primera vez Snorri no me había pedido fondos, y necesitaba
un montón para comprar un equipo para calentarse y provisiones mínimamente para
nueve. Le di unas palmaditas a mi medallón, sólo para estar seguro.
Un sureño esbelto entró cuando salió el último de mis Vikingos, envuelto en una capa
abigarrada, opaca por la edad, y con una mandolina bajo el brazo. Se instaló junto a la
chimenea, levantando un brazo para pedir cerveza. Otro hombre abrió la puerta de la
calle, con la capucha baja, se lo pensó mejor, y luego se fue. No era un amante de la
música, o tal vez encontró el lugar demasiado lleno. Había algo en él que me pareció
familiar, pero mi comida llegó y mi estómago exigió toda mi atención.
―Aquí tienes, querido. ―Una chica rubia alegre de taberna dejó mi asado de cerdo,
una rebanada de pan, una jarra humeante de salsa, y una jarra de cerveza―. Disfrútalo.
―La vi irse y empecé a sentirme como de veintidós de nuevo en lugar de noventa y
dos. Buena comida, cerveza, y un suelo debajo que tenía la costumbre de quedarse
donde estaba… El mundo había comenzado a tener mejor color. Todo lo que necesitaba
era una excusa creíble para permanecer en Trond, hasta que el peligro en el norte
hubiera sido abordado y pudiera contemplar todo este penoso acontecimiento como
unas vacaciones que se descarriaron trágicamente.
Noté que una mujer rubia me miraba estando al lado de su acompañante, joven y
bastante sorprendente una vez que mirabas más allá de lo rústico y la suciedad. Otra
mujer bastante joven y hermosa, rubia y pálida, me dedicaba miradas rasgadas al lado
de un hombre mayor. Ninguna de ellas vestía como compañía profesional, incluso
teniendo en cuenta el frío verano. Parecía como si llevar a tu hermana o hija a la taberna
pudiera ser una tradición en Trond. Otra mujer entró por la puerta de la calle, ésta era
firme y austera, y empujó para abrirse camino a la barra, para pedir una cerveza negra.
Mordí más de una vez mi carne. Las cosas parecían funcionar de manera muy diferente
en el Norte. Aun así, no tenía objeciones. Yo podría quejarme de mi prima Serah y el
plan de mi abuela para eludir la cadena que le corresponde de la sucesión, pero en
general, me pareció que las mujeres con la mayor libertad para actuar, de lejos, era lo
más divertido que podría encontrar. Después de todo, es difícil para el encanto del viejo
Jalan ir a trabajar si hay un acompañante o hermano incómodo como Alain DeVeer en
el camino.
Me senté un momento, dejando que las conversaciones fluyeran a través de mí. Muchos
de los lugareños hablaban en la lengua del Imperio. Arne me dijo que era bastante
común en las ciudades portuarias más grandes. En los pueblos a lo largo de los fiordos
un hombre podía pasar semanas sin oír una palabra que no se hablara en la vieja lengua.
Al otro lado de la habitación, el trovador comenzó a tocar su mandolina, esparciendo
algunas notas sobre la multitud. Me limpié la grasa de cerdo de la boca y me bebí la
cerveza. La rubia más mayor me estuvo mirando y yo le dediqué la sonrisa Jalan, la
que el héroe del Paso de Aral ofrece a las masas. El hombre a su lado parecía no tener
ningún interés en nuestro intercambio, un compañero de complexión delgada con un
bigote caído y ojos nerviosos. Aun así, cualquier campesino puede clavarte un cuchillo,
así que frené mi instinto de ir a irrumpir y presentarme. En vez de eso decidí mostrar
mis bienes y dejar que las abejas vinieran a la miel.
―¿Conoces “La Marcha Roja”? ―Grité al hombre de la mandolina. La mayoría de los
bardos lo hacen, y el parecía haber viajado bastante en cualquier caso.
A modo de respuesta, los dedos cruzaron las cuerdas y los primeros compases se
extendieron. Me puse de pie, me incliné ante las diferentes damas, y me acerqué a la
chimenea.
―Príncipe Jalan de la Marcha Roja al servicio de todos. Un invitado en sus costas y
encantado de estar aquí entre estos feroces guerreros y doncellas rubias. ―Asentí con
la cabeza a mi nuevo amigo y él empezó a tocar. Había alcanzado un barítono decente
y los príncipes de la Marcha Roja están entrenados en todas las artes: declamamos
poesía, bailamos, cantamos. Principalmente estamos entrenados en las artes de la
guerra, pero la caligrafía y la pintura no se descuidan. Añádase a esto que “La Marcha
Roja” es un coro militar entusiasta que perdona las debilidades de un cantante y anima
a otros a unirse y así tienes la forma ideal de romper el hielo. ¡Incluso los mares helados
del Norte no podrían soportar mi encanto! Alcé mi jarra y hablé a plena voz con el
trovador rellenando los huecos con sus propios tonos suaves.
Voy a decir esto por los nórdicos, les gusta cantar. Antes de que hubiera terminado
bien mi cerveza o la canción casi todo el mundo bajo ese techo estaba rugiendo "La
Marcha Roja" y el desconocimiento de la letra no fue ningún obstáculo. Mejor aún, mi
deliciosa rubia se había separado de Bigote Caído para ponerse de pie a mi lado,
mostrando cuando se acercaba haber sido bendecida en todos los lugares correctos por
los dioses de Asgard. La bonita chica pálida también había abandonado a su padre para
hacerme compañía al otro lado.
―¿Así que eres un príncipe? ―A medida que el estruendo de la última estrofa se
calmaba, la hermosa rubia, más atractiva por el momento, se inclinó―. Soy Astrid.
―Soy Edda ―la chica pálida, cabello cayendo como la leche, muy bien equipada―.
¿Quién era ese guerrero que estaba con usted? Ya sabe, el alto.
Hice todo lo posible para mantener la irritación lejos de mi cara.
―Usted no quiere preocuparse por él, Edda. Es alto, sí, pero las mujeres informan que
es muy insatisfactorio en la intimidad. Usó todo su crecimiento para ser demasiado alto
en referencia con el suelo y no guardó lo suficiente para las cosas importantes. Es una
historia triste. Su madre y su padre… Bueno, hermano y hermana...
―¿No? ―Sus labios hicieron un círculo.
―Sí. ―Sacudí la cabeza tristemente―. Y sabes lo que pasa con ese tipo de niños.
Ellos nunca crecen adecuadamente. Hago todo lo posible por cuidar de él.
―Muy generoso de tu parte. ―Astrid ronroneó, dirigiendo mi atención lejos de la
dulce Edda.
―Mi querida dama, es el deber moral de la nobleza para...
Alguien entró estrellándose desde la puerta de calle, interrumpiéndome.
―¡Un brandy, por favor!
Una conmoción mientras la multitud se apartaba. Un hombre joven, un poco más alto
que yo, un poco más viejo, caminó hacia delante agarrándose la muñeca de la mano
derecha, con sangre goteando en el suelo.
―Oh … ¿Qué pasó? ―Edda se sujetó las manos por debajo de sus pechos.
―Sólo un perro. ―El tipo era de cabellos dorados, no rubio como ella, y era apuesto―.
El bebé está bien, sin embargo.
―¿Bebé? ―Astrid, acercándose maternalmente.
El hombre llegó a la barra y un guerrero peludo indicó que le traería una bebida para
él.
―Lo arrebató de los brazos de su madre ―dijo el hombre. Alguien le pasó un trapo y
empezó a envolverlo alrededor de su mano.
―¡Oh, deja que te ayude! ―Edda se fue de mi lado, Astrid persiguiéndole.
―Bueno, lo perseguí. El perro callejero no quería renunciar a su premio. No estábamos
de acuerdo y conseguí al bebé, y esto. ―Él levantó la mano vendada.
―¿No es sorprendente, Príncipe Jalan? ―Edda me miró por encima del hombro. Era
aún más tentadora a distancia.
―Sorprendente. ―Logré un murmullo.
―¿Príncipe? ―El hombre hizo una reverencia―. Encantado de conocerlo.
Ahora soy un hombre de buen aspecto. No hay dudas sobre eso. Buen pelo grueso,
sonrisa sincera, cara en orden, pero este intruso podría haber salido de alguna pintura
de las sagas, cincelado a la perfección. Lo odiaba con una pasión instantánea y poco
común.
―¿Y usted es? ―Pretendí a un nivel de desdén afilado lo suficiente para cortar, pero
no para hacerme quedar mal mientras lo hacía.
―Hakon de Maladon. El Duque Alaric es mi tío. ¿Tal vez usted lo conozca? Mis barcos
son los verdes navegando en el puerto. ―Tomó de nuevo el brandy—. Ah, ¡una
mandolina! ―Avistó al trovador―. ¿Puedo?
Hakon tomó el instrumento, tocando con la mano herida, y de inmediato la música
comenzó a fluir como el oro líquido.
―Soy mejor con el arpa, pero he intentado éstos algunas veces.
―Oh, ¿cantaría para nosotros? ―dijo Astrid, presionando sus dones contra él.
Y eso fue todo. Me escabullí a mi mesa, mientras que el Chico de Oro mantuvo la
taberna hechizada con un tenor glorioso, fluyendo a través de todas sus canciones
favoritas. Mordí el asado tibio y me pareció difícil de tragar, mi cerveza estaba agria
en lugar de salada. Lo fulminé con los ojos entrecerrados mientras Hakon permanecía
sujeto a Edda, Astrid, y varias otras mozas extraídas de las sombras por su espectáculo
barato.
Finalmente, no pude aguantar más y me levanté para salir a mear. Al dar una última
mirada de resentimiento a Hakon, lo vi desenredándose de Astrid para seguirme fuera.
Fingí no darme cuenta. Una vez en el patio tempestuoso, me hice lugar inmediato para
la letrina. Esperé, dejando la puerta entreabierta y escuchándolo acercarse.
El viento había recogido algo feroz y me puso a pensar en jugar un truco que había
usado una o dos veces atrás en la Marcha Roja. Al oírlo tome el mango y le di a la
puerta una fuerte patada, cerrándola de golpe. Un ruido sólido sordo y una maldición
me recompensaron. Conté hasta tres y tiré la puerta abierta.
―¡Demonios! ¿Estás bien, hombre? ―Él estaba sobre su trasero, agarrándose la
cara―. El viento debe haber empujado la puerta. Una cosa terrible.
―... estoy bien. ―Ambas manos aún entrelazadas sobre su nariz y la herida encima de
la sana.
Me agaché a su lado.
―Déjame dar un vistazo. ―Y echó apartó la mano herida.
Inmediatamente esa calidez familiar se construyó, y con ello llegó una idea tanto
despreciable y deliciosa a partes iguales. Agarré su mano un poco fuerte. El día se
oscureció a mí alrededor.
―¡Ay! Pero qué… ―Hakon se apartó.
―Estás bien. ―Lo puse de pie. Afortunadamente él me ayudó, porque apenas podía
levantarme.
―Pero que…
―Estás un poco aturdido. ―Le dirigí de nuevo a la sala en la taberna―. Le golpeó
una puerta.
Astrid y Edda se reunieron con el Chico de Oro y yo me aparté, dejándoles su presa.
Al salir tiré el extremo suelto de la tela manchada de sangre de su mano y me la llevé
conmigo.
―Qué… ―Hakon levantó su mano descubierta.
―¿Cuántos bebés salvaste? ―lo dije lo suficientemente bajo sobre mi hombro
mientras regresaba a mi mesa, pero lo suficientemente alto como para no perderlo.
―¡No hay ninguna mordedura allí! ―exclamó Astrid.
―Ni siquiera un rasguño. ―Edda dio un paso atrás, como si las mentiras de Hakon
pudieran ser contagiosas.
―Pero yo… ―Hakon miro con atención su mano, sosteniéndola aún más alto,
girándola de un lado a otro en asombro.
―¡Que pague él su maldito brandy! ―dijo el guerrero en el bar.
―Un truco barato ―dijo la mujer rechoncha, golpeando su jarra de cerveza.
―¡Él no es pariente de Alaric! ―La ira empezaba a colorear las quejas.
―Dudo que haya dicho una palabra verdadera desde que entró.
―¡Mentiroso!
―¡Ladrón!
—¡Golpeador de esposas! ―Ese último fui yo.
La multitud plegada sobre el pobre Hakon, sus gritos ahogándole, puños volando. De
alguna manera se fue a través de ellos, medio corriendo hacia la puerta de calle, medio
arrojado. Cayó en el barro, resbaló, cayó, se revolvió, y se fue, un portazo detrás de él.
Me recosté en la silla y tomé el último trozo de carne de cerdo de mi cuchillo. Tenía
un sabor dulce. No puedo decir que estuviera totalmente orgulloso del uso del don de
curación de los ángeles para joder al mejor hombre sólo por ser más guapo, más alto y
con más talento que yo, pero de nuevo, no pude hacerme sentir lo suficientemente mal
tampoco. Miré por encima de la multitud y me pregunté con cuál de las chicas me
enrollaría de nuevo.
―Usted, muchacho. ―Un hombre pelirrojo corpulento bloqueó mi visión de Astrid.
―Soy…
―No me importa quién eres, estás en mi asiento. ―El sujeto tenía el tipo de rostro rojo
agresivo que te dan ganas de abofetearlo, y su corpulencia se ceñía por pieles gruesas
con clavos de hierro negro, cuchillo y hacha de guerra en sus caderas.
Me puse de pie, no sin esfuerzo, porque la curación de la herida de la mordedura de
Hakon había tomado mucho de mí. Me alcé sobre el hombre, lo cual siempre es
desafortunado si quieres una excusa para escabullirte de una pelea. En cualquier caso,
la posición era una parte necesaria del proceso, ya que preferiría abandonar la silla a
ser cortado en pedazos por el problema, Aun así se me hincharon las mejillas y bramé
un fragmento—no permitas que tu debilidad sea demostrada o estarás muerto.
―Los hombres de mi posición no cruzan los mares para pelearse en las tabernas. Al
diablo si me importa en qué silla estoy. ―El peso de mi espada tiró de mí y yo deseaba
que Snorri no me hubiera obligado a llevarla. Siempre es más fácil salir de tales
confrontaciones si se puede decir que ha dejado la espada en casa.
―Eres un sucio bastardo, ¿verdad? ―El nórdico me miró con una sonrisa burlona―.
Espero que no hayas dejado ninguna mancha en mi silla. ―Frunció el ceño en la
pantomima―. ¿O es que la mancha no se desprende no importa cuánto frotes?
Para ser justos, estábamos igual de sucios, con su mugre untada sobre la piel por lo que
en su piel blanca se podían las venas serpenteando caminos azules debajo, y la mía de
orgullosa tonalidad oliva, que un hombre de la Marcha Roja conserva todo el tiempo
desde que vio el sol, oscurecido aún más con la herencia de su madre del Indus.
―Tu silla. ―Me hice a un lado, indicando el asiento libre. Toda mi atención se centró
en el hombre, todos los músculos que poseía listos para la acción.
La taberna estaba tranquila ahora, anticipando la violencia y esperando el show.
A veces este tipo de cosas no se pueden evitar, a menos que seas un verdadero
profesional. En la mayoría, por ejemplo, no podría pensar más que en correr como el
infierno.
―¡Está sucio! ―El Vikingo señaló la silla, tan sucia como cualquier otra en el lugar―.
Supongamos que te sientas ahí y lo limpias. Ahora mismo. ―Más hombres se
presionaban a través de la puerta de calle, no es que él necesitara el respaldo.
―Estoy seguro que se puede encontrar una silla más limpia para usted. ―Resoplé,
fingiendo que yo pensaba que estaba bromeando y esperando que mi tamaño intimidara
al hombre.
Así como los cobardes a menudo tienen un instinto para los problemas, muchos
matones tienen un olfato para el miedo. Alguna pequeña pista oculta en el camino que
llevaba le dijo que yo no sería un problema.
―Dije, que lo hagas tú, extranjero. ―Levantó un puño para amenazarme.
Snorri se alzó detrás del hombre, atrapó su muñeca, la fracturó y lo arrojó a un rincón.
―No tenemos tiempo para juegos, Jal. Hay tres barcos cargados de marineros de
Maladon dirigiéndose hacia aquí, algo sobre que Lord Hakon había sido atacado… De
todos modos, no queremos ser atrapados en eso.
Y con eso me envolvió a través de la habitación, con Arne, Tuttugu, y los quintillizos
a cuestas, y salimos por la puerta de atrás.
―Vamos a acampar en las colinas ―dijo, abriendo fuertemente una puerta en la pared
del patio cerrado.
Y así mis sueños de una cama caliente y una compañía aun más cálida, volaron en un
viento frío.
Capítulo 26
Los seguí a lo largo de la parte posterior de la fiesta, encorvado bajo paquete. Se sentía
como si Snorri hubiera decidido que era importante que cada uno lleváramos varias
rocas grandes con nosotros para el Hielo Amargo. Tuttugu llegó fatigado a mi lado, le
faltaba el aire y caminaba torpemente.
—¿”Aplicaste” la pasta, entonces?
Él asintió con la cabeza, caminando con el andar de un hombre que no llegaba al baño
a tiempo.
—En realidad pica.
—Deben ser las semillas de mostaza. —Pensándolo bien, probablemente habían sido
semillas de hinojo lo que necesitaba la receta, pero decidí no mencionarlo ahora.
Cambié mi mochila a lo que resultó ser una posición menos cómoda.
—Así que, Tuttugu, ¿buscando mojar el hacha con la sangre de tus enemigos? —
Necesitaba un fisgón para entrar en la mente de los Vikingos. Mi única ruta de escape
yacía en la comprensión de lo que hacía tan rudos a esos hombres.
—¿Honestamente? —Tuttugu miró hacia delante a los demás, el primer par de
quintillizos unos veinte metros más arriba de la pendiente.
—Vamos a intentar la honestidad primero y pasamos a las mentiras si resulta
demasiado molesto.
—Honestamente… Preferiría muchísimo más estar de vuelta en Trond con un gran
plato de hígado y cebollas. Podría establecerme ahí, hacer un lugar de pesca, encontrar
una esposa.
—¿Y el mojar las hachas?
—Me asusta demasiado. La única cosa que me detiene de huir en batalla es saber que
todos son más rápidos que yo y recibiría un corte en la espalda. La mejor oportunidad
se encuentra frente a la cabeza del enemigo. Si los dioses me hubieran dado piernas
más largas… bueno, me habría ido.
—Hmmm. —Cambié la mochila a la posición menos cómoda hasta el momento. La
cosa ya estaba haciendo que me dolieran los pulmones—. ¿Entonces por qué estás
escalando esta montaña?
Tuttugu se encogió de hombros.
—Yo no soy valiente como tú. Pero no tengo nada más. Esta es mi gente. No puedo
dejarlos. Y si los Undoreth realmente han sido sacrificados… Alguien tiene que pagar.
Incluso si yo no quiero ser quien los haga pagar; alguien tiene que hacerlo.
***
Afanándonos arduamente a través de la ladera de la montaña, me dio una nueva
motivación para encontrar razones para no ir. Con los dientes apretados puse el
esfuerzo necesario para ponerme al día con Snorri a la cabeza de nuestra caminata.
—Ese Broke-Oar suyo. Él es un líder de guerra, ¿importante entre su gente?
—Tiene reputación. Su clan es el Hardassa —Snorri asintió—. Muchos seguidores,
pero él no gobierna en Hardanger. Es más temido que amado. Tiene su manera de ser.
Cuando se enfoca en un hombre, muchos encuentran difícil resistirse a él —son
atraídos por su energía— pero cuando se aleja, a menudo ese hombre recordará razones
para odiarlo de nuevo.
—Aun así. —Me detuve para recuperar el aliento—. Aun así. ¿No va a pasar año tras
año sentado en esta pequeña fortaleza en un páramo helado? ¿Un hombre como él?
¿No se puede esperar encontrarlo donde lo dejaste?
—No sólo estábamos comprando pieles en Trond, Jal. —Snorri miró a los rezagados.
Bueno, rezagado. Tuttugu—. No hay otro lugar en el Norte como Trond para averiguar
qué está pasando. Historias llegan en los barcos. Sven Broke-Oar ha estado atacando
de arriba abajo la costa. Los clanes Waylander y Crassis en Otins Fjord, los Ice Jarls
en Myänar Fjord, y los Hørost en la Costa Gris. Todos ellos han sido golpeados, y duro.
Muchos cautivos, muchos sacrificados. Y los últimos reportes es que lo tienen entrando
en el Uulisk. No hay nada allí para él, excepto el viaje a la fortaleza. Pasará el invierno
ahí. El hielo bloquea todo el alto del Norte en la larga noche. Todo el mundo se retrae,
se aferra, espera para la primavera. Broke-Oar reconoce por sí mismo que el Fuerte
Negro es seguro. Vamos a darle una lección diferente.
No tenía respuesta a eso, aparte de eso, era peor profesor dando lecciones que pupilo,
y era un terrible pupilo.
***
Caminábamos con dificultad, kilómetro tras kilómetro, hasta laderas implacables con
salientes de lecho de roca hacia el cielo desde el mar y en ángulo hacia alturas enormes.
El cansancio me llevó a lugares oscuros. Me quejé sobre el peso de mi mochila hasta
que no tuve ni siquiera energía para eso. Muchas veces pensé en abrir una zanja en mi
espalda sólo para librarme del peso. Por último caí en una clase de ensueño, andando
con un paso pesado mientras reproducía los mejores momentos de mi tarde, los de
Astrid y Edda en especial. De repente me di cuenta. El hombre que había entrado, con
la capucha bajada y después salió… una banda de pelo color oscuro-cuervo, canoso a
los lados.
—¡Edris! —Me detuve en seco—. ¡Snorri! Ese hijo de puta Edris Dean estuvo ahí. ¡En
la ciudad!
Más adelante Snorri se dio la vuelta, levantando una mano para detener a los
quintillizos.
—Yo también lo vi —respondió—. Con una docena de hombres del Hardanger. Otra
razón por la que nos fuimos a toda prisa. Los Vikingos Rojos son una significativa
fuerza en Trond.
Ellos esperaron hasta que Tuttugu y yo los alcanzamos.
—Acamparemos aquí —dijo Snorri—. Y estén alertas ante cualquier persona
siguiendo las laderas.
Dormir en las montañas es un asunto miserable, pero tengo que admitir que es menos
miserable en un grueso saco de dormir, forrado de piel con un toldo de lona y cuero,
para desviar de ti lo peor del viento. Snorri y los otros habían gastado bien su dinero y
tuvimos una noche sin problemas.
La mañana llegó y comimos rápido pan negro, pollo frío, manzanas y otros perecederos
de Trond. En poco tiempo estaríamos otra vez comiendo galletas y carne seca, pero por
ahora comimos como reyes. Por lo menos como reyes empobrecidos que resultan estar
atrapados en una ladera de la montaña.
—¿Por qué demonios Edris está en Trond? —Hice la pregunta que había estado
demasiado cansado para preguntar la noche anterior.
—Lo que estamos persiguiendo, siendo arrastrados, sembró su rastro con problemas
para nosotros. —Snorri masticó otro pedazo de pan, atacándolo como carne sobre
hueso—. El Rey Muerto está detrás de todo esto, y recolecta hombres, tanto a los vivos
como a los muertos. El tipo adecuado de hombre que atraerá hacia él. Hombres como
el Broke-Oar y ese Edris.
—¿Edris nos estará persiguiendo ahora? —Esperaba que no. El hombre me daba
miedo, y más de lo que los problemas lo hacían en general. Algo en él me atormentaba.
Fuera cual fuera la calidad que corría a través de individuos como Maeres Allus, Edris
tenía una cantidad de ella también. Una amenaza discreta, de esas que sabes que cuando
hable sea peor que cualquier amenaza o postura de hombres capaces solamente de la
crueldad común.
—Mejor dicho, están intentando adelantarnos. —Snorri tragó y se paró, estirándose
hasta que sus huesos crujieron—. Él se dirige a la Fortaleza Negra, o tal vez primero a
la minería en el Hielo. Si están advertidos no tenemos muchas posibilidades.
No tenemos ninguna oportunidad en cualquier caso. Mantuve esa opinión para mí
mismo. Quizás si Edris les avisara, los otros verían que no había esperanza y
abandonarían el esfuerzo.
—Está bien, pero… —Me levanté también, poniéndome la mochila sobre el hombro—
. Explícame otra vez ¿por qué un horror de la Marcha Roja corre miles de kilómetros
y más hacia un agujero olvidado e Dios en el hielo?
—No lo sé todo, Jal. Sageous me dijo algo de eso, aunque tal vez sean mentiras. Skilfar
tenía más que decir…
—¿Qué? ¿Cuándo? —No me acordaba de nada de eso.
—¿Ella no habló contigo? —Snorri levantó las cejas.
—Claro que sí. Tú la escuchaste. Algo sin sentido a cerca de mi Tío-Abuelo Garyus y
de ser guiado por mi polla. Bruja vieja horrible, loca como un cepillo.
—Me refería… sin palabras —Frunció el ceño—. Ella habló en mi cabeza, todo el
tiempo.
—Hmmm. —Me pregunté cuánta fe poner en las palabras habladas en la cabeza de
Snorri ver Snagason. Parecía estar bastante concurrido allí y ¿quién sabe cuántas voces
Aslaug podría utilizar? O quizás Baraqel podía ser responsable de que las palabras de
Skilfar no me alcanzaran; aunque si él estuviera mirando por mis intereses con tal
sordera selectiva, yo no lo sabía—. Recuérdame.
—Los no nacidos son difíciles de convocar. Muy difícil. Sólo unos pocos llegan, donde
las condiciones son adecuadas, en el momento, el lugar, las circunstancias todo está
alineado.
—¡Bueno, nadie sabe eso! — Todo nuevo para mí.
—Y por eso ellos están dispersos.
—Sí.
—Pero lo que ha ordenado el Rey Muerto en el Hielo Amargo, el trabajo que sus
secuaces están logrando allí… es llamar a los no nacidos, de todos los rincones de la
tierra. En un solo lugar. Tal vez cuando tu amigo en la ópera se encontró siendo el
blanco y escapó, abandonó cualquier misión que lo llevara ahí y corrió al encuentro en
el norte. O tal vez él siempre estaba atado allí después de que cualquier negocio lo
llevara a Vermillion.
—Ah. —Oh demonios—. Pero tu esposa está en la Fortaleza Negra, ¿verdad? ¿Y los
no nacidos están debajo del Hielo Amargo? ¿Sí? Entonces no tenemos que
encontrarnos con ellos nunca… ¿Cierto?
Snorri no contestó inmediatamente, sólo comenzó a caminar.
—¿Sí? —A sus espaldas.
—Vamos a tomar la Fortaleza Negra.
Traté de recordar el cuento de Snorri de la taberna en Den Hagen. El Broke-Oar le
había dicho que su hijo estaba a salvo. Eso fue todo lo que dijo. También había hablado
con Snorri de haber sido golpeado en la parte trasera de la cabeza. Los nórdicos fueron
levantando paquetes, siguiendo hacia adelante. Ya podía sentir un leve tirón mientras
la maldición que me vinculaba a su líder comenzaba a estirarse a través de la pendiente.
—Mierda. —Y seguí sus pasos.
El Verdadero Norte es casi como Snorri lo describió de su experiencia y tanto como yo
lo describí de la ignorancia. Para empezar, todo ello parece estar inclinado hacia arriba,
aunque más tarde se inclina tanto hacia arriba como hacia abajo, como si estuvieras en
un gran apuro por llegar a algún lugar. El aire es fino, frío y lleno de insectos con alas
que te quieren chupar la sangre. Respirar a través de los dientes ayuda a restringir la
entrada de los insectos y a mantener los pulmones despejados. También mueren a
medida que se gana altura.
La mayor parte del lugar es roca desnuda. Tan pronto como ganas altura es roca
desnuda cubierta con lo último de la nieve del invierno. Desde las alturas se pueden
ver montañas, montañas y más montañas, con lagos y bosques de pinos que se
amontonan en las melladuras entre ellos. Seguí el consejo de Tuttugu desde el principio
y ajusté piel de conejo a mis botas y piel de foca el borde de mi mochila. Con esto y
los pies con calcetines de lana gruesa, la nieve no me congeló los dedos de los pies. Sin
embargo sólo se pondría peor a medida que nos dirigíamos al norte, en las Tierras Altas
de Jarlson, donde el viento del interior vino armado con cuchillos.
Nos detuvimos en el sotavento de una cresta alta, mientras que Snorri y Arne discutían
nuestra ruta.
—Ein, ¿es eso? —La cicatriz de su ojo lo delató.
—Sí. —El quintillizo con la esperanza de vida más larga me dedicó una sonrisa.
—¿Cómo es que Snorri está al mando aquí? —pregunté—. Tú eres el heredero de Jarl
Torsteff, ¿no es así? —No tenía la intención de socavar la autoridad de Snorri, a menos
que resultara que Ein le ordenara que pidiera abandonar la búsqueda, lo que parecía
poco probable fuera la cadena de mando que fuera, pero como príncipe me parecía
extraño que un hombre, cuyo único derecho de nacimiento fue un par de campos de
acre de rocas inclinadas, estuviera dando órdenes a la aristocracia del Norte.
—De hecho tengo siete hermanos mayores. Dos grupos de trillizos y un conjunto
unitario, Agar, heredero del Padre. Puede ser que todos estén muertos ahora, supongo.
—Frunció los labios con eso, como si viera cómo sabía la idea—. Pero Snorri es
campeón de Undoreth. Hay canciones sobre sus hazañas en batalla. Si los pasillos de
Einhaur y mi padre son quemados, entonces mi autoridad es nada más que cenizas. Es
mejor dejar que un hombre que realmente sabe de guerra nos guíe en nuestra última
incursión.
Asentí con la cabeza. Si estábamos atados a nuestra maldición, entonces Snorri era el
hombre que nos llevaría al final amargo. Aun así, no me gustaba el concepto de que el
rango de un hombre pudiera ser algo que se pudiera poner de lado tan fácilmente. Puede
que sea cierto para el hijo de un Jarl aquí en medio de las nieves, pero en el calor de
Marcha Roja un príncipe será un príncipe sin importar lo que venga. Me quedé un poco
cómodo con eso, y el hecho de que ya hacía mucho tiempo que el amanecer había
pasado, Baraqel no podía amargar mi estado de ánimo con su propio juicio sobre
cuestiones de príncipes.
***
Hacia el anochecer del segundo día llegamos a una gran obra y la maravilla de los
Constructores, alta entre los picos. Una enorme pared de la presa había sido construida,
abarcaba un valle, más alto que cualquier torre, lo suficientemente gruesa en la parte
superior para que cuatro vagones condujeran uno al lado de otro, y aún más amplia en
la parte inferior. Un vasto lago alguna vez debió de haber estado detrás de ella, aunque
para qué propósito no podía decir.
—¡Esperen! —Necesitaba un descanso y las ruinas proporcionaban la excusa perfecta.
Snorri regresó a lo largo de la pendiente, con el ceño fruncido, pero permitió que
pudiéramos parar durante unos minutos mientras satisfacía mi curiosidad aristocrática.
La satisfacía desde una posición sentada, dejando que mi mirada vagara a lo largo de
los lados del valle. Tuberías de piedra enormes corrían a través del lecho de roca debajo
de la presa, obviamente, para controlar el flujo del agua, el por qué no lo adiviné. Todo
el lugar fue construido en escala de las montañas, cada estructura lo suficientemente
grande como para hacer que los hombres parecieran hormigas. Incluso las tuberías
podrían acomodar a varios elefantes caminado lado a lado, con espacio libre para los
jinetes. En tal lugar se podía creer en las historias nórdicas de gigantes de hielo que
dieron forma al mundo y que no se preocupaban por la humanidad.
Me senté en la mochila al lado de Tuttugu, contemplando a través del valle, los dos
mordisqueando manzanas que sacó de su mochila, marchitas, pero aún con el dulce
sabor del verano.
—Así que cada nombre de Vikingo parece significar algo… Snorri significa “ataque”,
Arne es “águila”, los quintillizos salieron enumerados... —Mi voz se fue apagando para
dejar que Tuttugu suministrara la explicación por sí mismo, algo heroico
probablemente. Si los nombres se aplicaran con precisión, Tuttugu significaría “gordito
tímido” y Jalan significaría “huye gritando”.
—Veinte —dijo.
—¿Qué?
—Veinte.
Miré hacia el grupo de quintillizos.
—¡Dios mío! ¡Su pobre madre!
Tuttugu sonrió ante eso.
—No, no es mi nombre de nacimiento, es sólo como las personas me llaman. Hubo un
concurso en el banquete de Jarl Torsteff después de la victoria sobre Hoddof de Hierro
Tors y gané.
—¿Un concurso? —Fruncí el ceño, intentando descifrar cómo Tuttugu ganó en algo.
—Un concurso de comida. —Acarició su barriga.
—Te comiste veinte... —Traté de pensar en algo razonable que una persona pueda
comer veinte—. ¿Huevos?
—Cerca. —Se frotó la barbilla, dedos cortos enterrados en la pelusa pelirroja—. Pollos.
***
Tardó cuatro días más de lo prometido, dos antes mirábamos hacia abajo de la longitud
brillante del Uulisk desde una alta cordillera, interminables kilómetros de caminata de
montaña a nuestra retaguardia. Snorri señaló una mancha oscura a lo largo de la costa.
—Einhaur. —No podía decir nada de su suerte desde nuestra distancia, salvo que no
había barcos de pesca en sus muelles.
—Mira —Arne señaló a lo largo del fiordo, más hacia el mar. Un barco vikingo,
pequeño desde donde estábamos, el juguete de un niño fuera de las aguas planas del
Uulisk. Cerca de la proa un punto rojo… ¿un ojo pintado?
—Edris y sus amigos Hardanger, supongo —dijo Snorri—. Es mejor que sigamos
adelante.
Capítulo 27
La excursión a la Fortaleza Negra probó ser muy similar a como Snorri la había
descrito. Solamente que fue mucho peor. A pesar de que Edris pudo habernos seguido,
o pudo haber estado delante de nosotros en la carrera a la fortaleza, en un espacio tan
vasto y vació es imposible pensar que alguien te sigue o que tú estás siguiendo a
alguien. O estás solo o no estás solo. Nosotros estábamos solos, y nuestro enemigo nos
presionaba desde cada lado. El viento y el frío de las Tierras Altas son cosas que deben
ser experimentadas; las palabras no los convertirán en algo que pueda ser expresado.
Dejamos atrás árboles, luego arbustos, por último dejamos atrás los más duros pastos,
hasta que el mundo no era más que roca y nieve. Los parches de la nieve se unían unos
con otros para no verse interrumpidos. Los días se volvieron más cortos con una
velocidad alarmante, y cada mañana Baraqel ya no me hacía una reprimenda sino que
simplemente desplegaba sus alas, doradas con el amanecer, y me invitaba a ser digno
de mi linaje. Snorri se sentaba lejos de nosotros cuando el sol caía, hundiéndose desde
el cielo y arrastrando la larga noche detrás. En esos momentos, mientras el hielo
devoraba al sol, podía verla caminando sobre él: Aslaug, una belleza estilizada
formándose en la penumbra, su forma arácnida corriendo en sus pasos, negros a través
de la nieve.
Cada hora se convertía en un proceso de tomar un futuro aburrido, apretándolo en un
pasado aburrido a través de la estrecha ranura del momento; un momento, como todos
los demás, colmado con dolor y cansancio, y con un frío que se deslizaba a tu alrededor
como un amante, cargando la muerte en su corazón. Intenté mantenerme cálido con
pensamientos de épocas mejores, la mayoría de ellas en la cama de otra persona.
Aunque suene extraño, y seguramente era señal del lento congelamiento de mi cerebro,
a pesar de que podía recordar incontables momentos de coito, largas extremidades,
suaves curvas, ondas de cabello, el único rostro que aparecía era el de Lisa DeVeer,
mostrando, como siempre, un poco de diversión, un poco de exasperación, y un poco
de afecto. En realidad, mientras el norte frío me robaba la vida me encontré recordando
más momentos fuera de su cama que en ella, conversaciones, la manera en la que se
pasaba los dedos por el cabello cuando estaba desconcertada, la astucia de sus
respuestas. Debía ser culpa de la fiebre de la nieve.
Acampábamos en el sotavento de cualquier afloramiento que pudiéramos encontrar y
quemábamos carbón de nuestros paquetes, para calentar un poco nuestra comida. Las
nieves al sur del Hielo Amargo podían derretirse ocasionalmente. Podían pasar dos
años, quizá cinco, pero finalmente un verano particularmente cálido la derretiría hasta
volverla rocas en todos los sitios menos los más profundos, así que el hielo por el que
caminábamos nunca era lo suficientemente grueso para cubrir cada levantamiento y
doblez del terreno. El mismo Hielo Amargo, sin embargo, esa lámina glacial nunca se
derretía, aunque podía retraerse unas cuantas millas en el transcurso de varias vidas. Y
la tierra debajo de ella no había visto el sol en siglos, quizá desde que Cristo caminó
en la tierra. Quizá nunca.
Durante el largo trayecto a través de un desierto de nieve, nadie habla. Mantienes la
boca cerrada para guardar el calor en el cuerpo. Te cubres el rostro y observas el mundo
blanco a través de la rendija que queda. Pones un pie frente al otro y esperas estar
trazando una línea recta, dejando que la salida y la puesta de sol guíen tu camino. Y
mientras intentas mantener tu cuerpo en un camino recto, los caminos que tu mente
toman son los más retorcidos. Tus pensamientos vagan. Viejos amigos vuelven. Viejos
tiempos te alcanzan de nuevo. Sueñas. Con tus ojos abiertos, y con el paso pesado de
tus pies entumecidos para puntualizar cada minuto, sueñas.
Soñé con el tío abuelo Garyus, tendido y roto en su torre alta, más viejo que el pecado
y oliendo ligeramente mejor. Sus enfermeras le limpiaban, cargaban, alimentaban,
llevándose una parte de su dignidad día tras día, aunque él parecía siempre tener más.
Probablemente Garyus le hubiera agradecido a cualquier dios que pudiera darle un día
para caminar, aunque fuera en un sitio como este. E, incluso al final de un día de tal
labor, calado hasta los huesos, cansado hasta la fatiga, encorvado por la miseria, no
habría cambiado de lugar con él.
Mi tío abuelo había estado recostado ahí año tras año, puesto por la edad y la
enfermedad a las puertas de la muerte. La Reina Roja nos había contado que en realidad
sí había una puerta hacia la muerte y parecía que Garyus la había estado tocando desde
el día en que había llegado roto a este mundo.
En mis sueños regresaba al día con el sol inclinándose tras las persianas, cuando Garyus
envolvió mis manos alrededor del relicario con las suyas, de nudillos largos,
manchadas y temblorosas. “Es parecido al de tu madre,” él me había dicho. “Mantenlo
a salvo.” Y a salvo significaba en secreto. Yo lo sabía, aún a los seis años.
Me senté y observé a aquél hombre viejo y destruido. Escuché sus historias, reí ante
ellas como hacen los niños, me quedé en silencio y con los ojos abiertos cuando los
cuentos se tornaban oscuros. La mayor parte del tiempo nunca supe que él era mi tío
abuelo. Y en todo ese tiempo nunca supe que era hermano de la Hermana Silenciosa,
aunque claro, parecía correcto que la hermana fuera la hermana de alguien.
Me preguntaba si Garyus estaba asustado de su gemela, la mujer del ojo ciego, su
hermana silenciosa. ¿Puede una persona temer a su propio gemelo? ¿Sería eso como
temerse a uno mismo? Sabía que muchos hombres se temían a sí mismos, aterrorizados
de la idea de que se decepcionarían ellos mismos, que correrían antes que luchar, de
que elegirían el camino de la deshonra, el camino sencillo antes que el difícil. Yo
confiaba en mí mismo para hacer siempre lo que era correcto, para Jalan Kendeth. Las
únicas veces que me temía a mí mismo eran las contadas ocasiones en que me sentía
tentado a levantarme y luchar, aquellas pocas veces en que la ira había tomado lo mejor
de mí y casi me hacía ponerme en peligro.
¿Cuánto sabía Garyus, encerrado en su torre con sus historias y regalos para niños, de
las batallas de su hermana? Observé aquellos recuerdos ahora como si fueran un
rompecabezas. ¿Había otra manera de verlos? Como aquellas pinturas trucadas donde
todo es obvio hasta que alguien te dice “el bulto es un hueco” y de pronto lo ves, lo que
antes era una saliente ahora es un agujero, empujado hacia dentro, no sobresaltando,
todos lo son; cada hendidura y saliente invertidos, la imagen ha cambiado, su
significado ha dado una vuelta, y por más que intentes no puedes verla de la misma
manera: sólida, sin ambigüedades, digna de tu confianza.
¿Acaso Garyus sabía que su hermana menor pensaba que ella sabía dónde se hallaba la
puerta a la muerte?
—Jal. —Una voz cansada—. Jal.
Pensé en Garyus, el hermano de la Reina Roja, con sus brillantes ojos en aquella
angosta cama. ¿Seguramente mayor que ella? ¿Habría llegado él a conocer sus planes?
¿Cuánto de todo esto había puesto en movimiento aquél discapacitado y viejo hombre?
—¡Jal!
¿Acaso él no debía ser rey también? ¿No sería el Rey de la Marcha Roja si no estuviera
tan roto?
—¡JAL!
—¿Qué? —Me tropecé y casi caí.
—Estamos deteniéndonos. —Snorri, encorvado y cansado, los terrenos inhabitados de
hielo haciendo burla de su fuerza como habían hecho con la fuerza de tantos hombres.
Levantó una mano, señalando con el guante. Seguí la dirección señalada. Delante de
nosotros los muros de Hielo Amargo se elevaban sin preámbulo: puros, hermosos, más
altos de lo que me imaginaba.
***
Comimos a pesar del esfuerzo que requería, buscando a tientas con dedos muertos el
hacer una chispa, usando lo último de nuestra leña, encendiendo el carbón para calentar
una olla y sabiendo que ahí no habría calor más que el que nuestros cuerpos produjeran.
Esa noche durante mucho rato no pude dormir. Los cielos se aclararon por encima y
las estrellas deslumbraron sobre nosotros mientras la temperatura caía. Cada
respiración dolía, dibujando navajas congeladas de aire en mi pecho. La muerte parecía
cerca y acogedora. Temblaba a pesar de las pieles, a pesar de las capas y más capas. Y
cuando por fin los sueños me abatieron, no abrazaba ninguna esperanza de despertar
jamás.
En alguna hora muerta, pasada la media noche, el silencio me despertó. El viento
implacable cedió por una vez, haciéndose nada. Abrí un ojo y miré la oscuridad. El
milagro llegó de repente y sin advertencia. En un momento el cielo se iluminó con
cambiantes velos de luz, dando vueltas a través de los colores, primero rojo, luego un
misterioso verde, después un azul que no había visto antes. Y siempre cambiando, de
una forma serpenteante a la siguiente. El silencio y la escala de este mantuvieron mi
respiración en mi pecho. Todo el cielo escribió algo en él, un centenar de kilómetros
de más y más cielos bailando con gloria a alguna melodía que solo los ángeles
escuchan.
Ahora sé que eso debió haber sido un sueño, pero en ese momento lo creí con todo mi
corazón, y me llenó de asombro y miedo. Nada antes, ni nunca me había hecho sentir
tan pequeño, y sin embargo esa gran y misteriosa danza de luces, más grande que las
montañas, jugó ante un páramo vacío que no tenía a nadie como público más que a
mí… Me hizo sentir, solo por el momento más breve… Importante.
Por la mañana Fimm no se levantó.
—Ahora es mi turno. —Fjórir cosió a su hermano en su saco de dormir con una larga
aguja de hueso e hilo intestinal.
—¿Se levantará? —Miré el saco, casi esperando que se moviera.
Snorri negó con la cabeza, solemne. Detrás de él Tuttugu se frotó los ojos. De todos
nosotros, los quintillizos ahora cuatrillizos, parecían los menos conmovidos.
—Está congelado —dijo Snorri.
—Pero. —Sentía demasiado sólida la cara como para fruncir el ceño—. Pero
encontraste a un hombre muerto luchando después de un día o más en una nevada.
—Los nigromantes se inyectan con elixir. Algo hecho de aceites y sales, dijo Broke-
Oar. Les impide el llegar a ese estado sólido. —Snorri me había dicho eso antes, pero
el frío había congelado mi memoria.
—Este ejército bajo el hielo… Tropas de Olaaf Rikeson —Los hombres del Rey
Muerto— tendrán que descongelarlos y tratarlos de esta manera. A menos que tengan
alguna nueva magia no parece posible. El esfuerzo que supone arrastrarlos congelados
al sur, o tener suficiente energía para llegar al norte… —Pensé en la otra parte de la
historia que Snorri había contado. La llave que abriría las puertas congeladas gigantes,
el regalo de Loki. La llave que abriría lo que sea—. Tal vez todo lo que siempre
quisieron fuese la llave de Rikeson. Esa única cosa.
Y por alguna razón ese pensamiento me preocupó más que un ejército de cadáveres
resurgiendo del hielo.
***
Snorri tenía como objetivo el oeste de la torre para que la línea del Hielo Amargo nos
pudiera conducir hacia ella. Si nos había conducido mal, entonces estábamos
caminando lejos del fuerte, a los páramos rodeados de hielo del interior, donde todos
moriríamos sin el menor inconveniente para nadie. La muerte parecía segura de
cualquier manera, y si volver solo ofrecía aunque sea la más mínima esperanza de
supervivencia, entonces habría estado lejos sin demora. Desafortunadamente, como
Tuttugu había descubierto en batalla, correr es a veces la opción menos segura, y
mientras morir era lo último que quería hacer, morir por mi culpa parecía de alguna
manera peor.
Me tambaleé, a través de la blancura infinita, preguntándome si la Hermana Silenciosa
ya había visto mi sufrimiento cuando miró más allá del mañana. Hice crujir la nieve,
pies entumecidos, el lamento del viento llenando mi cabeza. ¿Había contado cada paso
congelado o simplemente había visto la gran forma blanca de nuestro viaje a través de
la nieve? ¿Cuántas posibilidades había esparcidas en el futuro para ella? Un pie ante
otro, demasiado frío como para temblar, muriendo poco a poco. Tal vez en algunos
futuros la grieta que me perseguía me atrapaba y destruía antes de que hubiera
alcanzado a Snorri, en otras quizás me mataba mientras corría hacia él. ¿Sabía ella con
certeza que su hechizo iba a encontrar un hogar en nosotros, sería llevado hasta el norte
al mismo borde del Hielo Amargo? ¿Sabía ella si su magia se marchitaría dentro de
nosotros o echaría raíces y creciera más de lo que había sido? ¿Estaba segura, o era ella
tal vez, como su sobrino-nieto, un jugador siempre preparado para tirar los dados,
demasiados de una vez? Vi su sonrisa estrecha en el ojo de mi mente, e hizo un poco
para calentarme. Un pie tras otro.
Sin fin.
***
Tal como Snorri había descrito, la Fortaleza Negra me tomó por sorpresa. El paisaje
no ofrecía iluminación, ni momentos previos, ni la creciente promesa al final del viaje.
Un momento era un páramo blanco y liso, delimitado por un lado por el Hielo Amargo;
al siguiente momento era el mismo páramo sin rasgos distintivos, excepto que sí había
una característica, un punto negro.
La caminata nos había llevado a nuestras últimas fuerzas —A Fimm le había llevado
más allá— pero nosotros no éramos los tambaleantes, congelados restos que Snorri
había sido la última vez que había cruzado esas puertas. Vinimos con al menos cierto
grado de lucha en nosotros, alguna reserva final para aprovechar. Y, tan poco como
quería pelear con alguien, sabía con seguridad que sin la oportunidad de descansar y
reponerse en el refugio que ofrecía la Fortaleza Negra, por mi parte, no sobreviviría a
un viaje de regreso.
Snorri nos condujo más cerca. Instando rapidez. Quería estar dentro antes de que el sol
cayera —quería la fuerza de Aslaug en la lucha que venía. El terreno no ofrecía
protección y dependíamos solo en ser blancos sobre un fondo blanco para escondernos,
y también en la esperanza de que nadie estaría mirando hacia nosotros. Esta última
resultó ser una esperanza infundada.
—Espera. —Ein, levantando una mano enguantada—. Hombre en la torre sur.
Sin embargo mientras nos mezclábamos contra la nieve, con el sol hundiéndose detrás
de nosotros, nuestra sombra todavía podría anunciar nuestro acercamiento si el hombre
estuviera prestando la suficiente atención.
La Fortaleza Negra era una construcción cuadrada y baja con una torre almenada en
cada esquina. Una torre central, apenas más alta que las paredes exteriores, se
encontraba en medio de un gran patio. Snorri creía que fortaleza estaba sin personal y
que la pequeña guarnición mantenía las cámaras dentro del espesor de las paredes
alrededor de las puertas principales.
—Ojo-Muerto le disparará —dijo—. Luego treparemos.
Arne se frotó los dedos enguantados por toda cara, la suave piel tiesa y con pequeños
carámbanos en miniatura colgando. El viento se arremolinaba alrededor de nosotros,
lleno de cuchillas.
—Es un tiro lejano.
—¡No para Ojo-Muerto! —Un cuatrillizo le dio una palmada en el hombro.
—Y la luz se está desvaneciendo. —Una negación con la cabeza.
—¡Fácil! —Otro cuatrillizo.
Una caída de hombros.
—Voy a preparar mi arco —dijo Arne—. Entonces nos acercamos.
Tardó un maldito tiempo largo, extrayendo y abriendo el arco, hallando la cadena,
poniéndole cera, flexionando esto, calentando dedos, enganchando una cosa con otra.
Me habían enseñado arquería en Vermillion, claro. Cada príncipe tiene que saber ese
arte. En lugar de convertirnos en tiradores expertos, la Abuela estaba, aparentemente,
más interesada en que supiéramos y entendiéramos las posibilidades y limitaciones del
arma para que pudiéramos utilizarla mejor en masa en el campo de batalla. Aun así,
todavía teníamos que golpear el centro de la diana.
Si todas esas largas horas de práctica de tiro me enseñaron algo, fue que el viento haría
que incluso el mejor arquero hiciera el ridículo, un remolino, con ráfagas de viento
especialmente.
Por fin Arne se había equipado y nos deslizamos hacia delante a través de la nieve, en
cuclillas ahora, como si eso hiciera una diferencia. La figura en la torre se movió varias
veces, mirando hacia nuestro camino por un momento de infarto, pero no mostró
señales de interés.
—Hazlo aquí. —Snorri cogió el hombro de Arne. Creo que Ojo-Muerto se hubiera
acercado a cincuenta metros si lo hubieran dejado.
—Odín, guía mi flecha. —Arne sacó un guante y lo puso en el eje de su arco.
En un día tranquilo, con las manos calientes y sin presión por el resultado, era un tiro
que yo esperaría hacer tras cuatro o cinco intentos. Arne desató su eje y silbó a la
distancia, invisible, contra el cielo.
—Falló. —Dije lo obvio para romper el momento que nos mantenía a todos a la espera.
El tiro había sido tan amplio que el hombre en la torre no se había dado cuenta.
Arne lo intentó de nuevo, respirando profundamente para mantener su equilibrio.
Dedos blancos sobre el arco. Lo soltó.
—Falló. —No había querido decir nada, la palabra salió por sí sola en el silencio
expectante.
Arne se quitó el protector de la cara y me dirigió una mirada agria. Se pasó la lengua
por el conjunto de dientes, en su mayoría marrones, uno negro, uno gris, uno blanco,
dos desaparecidos. Tomó otra flecha, una de quizá una docena restantes, y volvió su
atención a la torre. Tres respiraciones, esperó, lo soltó lentamente, y lanzó el disparo.
Para ser justos esperé varios segundos. Era una suerte que los tres disparos se hubieran
ido muy arriba en lugar de golpear la piedra. El hombre en la torre ni siquiera se dio
cuenta.
—Falló —dije.
—¡Hazlo tú entonces maldita sea! —Arne empujó el arco hacia mí.
Con la certeza de que no podría hacerlo mucho peor, me quité un guante y acomodé la
flecha. El viento fue una agonía para mis dedos en esos momentos. Esos instantes
serían todo lo que tenía antes de que el viento se detuviera y los lastimara e hiciera
inútiles. Apunté hacia el hombre, adiviné la compensación del viento, y apunté unos
metros más a la derecha. La falta de tiempo ayudó. Me detuvo a pensar en lo que
intentaba hacer. Me dijeron que yo maté a los hombres en el Paso de Aral, pero no
tengo un claro recuerdo de eso. En la montaña con Snorri un hombre se había empalado
a sí mismo en mi espada —y me había disculpado con él por al accidente antes de que
supiera lo que estaba diciendo.
Todo eso había sido con la sangre caliente. Pero aquí me agaché, brazos temblando,
sangre tan fría como jamás lo había estado, listo para lanzar una flecha al pecho de un
hombre, a tomar su vida sin advertencia, sin ver su rostro. Un asunto completamente
diferente.
—Fallé. —Me oí susurrar mientras la dejaba volar.
Dos latidos pasaron y estaba seguro de que no lo había hecho mejor que Arne.
—¡Si! —El hombre se dio la vuelta como si hubiera sufrido un impacto repentino—
¡Si! —gritó Snorri.
—¡Mierda! —Soltó Tuttugu mientras el guardia se quedaba de pie, avanzaba a la pared,
inestable y agarrándose el brazo, luego se volvió para huir.
—¡Hel! ¡Dispárale de nuevo! —gritó Snorri.
El hombre había descendido a pasos por la pared principal y estaba corriendo como el
infierno hacia la torre del fondo, donde presumiblemente se alojaban sus compañeros.
No podría decir por qué no estaba mirando desde esa torre.
—Estamos acabados. —Hice un gesto a la pared distante. El hombre se vislumbraba
cada medio segundo más o menos como una raya oscura a través de las almenas de los
muros.
Arne tomó su arco de nuevo, encadenó una flecha, y la lanzó al cielo.
—Una catástrofe para todos los dioses. —Escupió y su flema se congeló antes de que
aterrizara.
—¿Por qué desperdiciar otra flecha? —Observé los muros, preguntándome si iban a
venir a matarnos o nos dejarían congelándonos.
El hombre cayó con un débil grito, clavado mientas él y la flecha de Arne llegaban
juntos a la tercera almena ante la puerta de la torre, seis metros por debajo del santuario.
—¡Ojo-Muerto! —Un cuatrillizo dio un puñetazo a Arne en el hombro.
Snorri ya había corrido lejos de nosotros, hacia las paredes. Le dimos caza. Parecía
tomar una eternidad el cruzar la brecha de cien metros. Tenía un rollo largo de cuerda,
anudada para trepar y de reserva para momentos con hielo como este. En un extremo
forcejeaba un gancho, que se veía sospechosamente como el ancla de un bote pequeño
de pesca. Lo arrojó sobre la pared y se agarró a la primera. Snorri ya había alcanzado
la cima mientras yo llegaba a la base de la pared. Un cuatrillizo fue después, luego
Arne, luego yo, resbalándome y maldiciendo ahora que los nudos estaban resbaladizos
por el hielo de las botas de los otros. El cuerpo del hombre al que Arne disparó se
desplomó y cayó por mi lado mientras llegaba a la mitad del camino. Lancé otra queja
y mantuve la boca cerrada después de eso.
***
Con solo Tuttugu restante para trepar, sacamos nuestros paquetes y los unimos a una
cuerda para acarrear a Tuttugu después de ellos. Ese esfuerzo por fin consiguió calentar
un poco mi sangre. Lo ayudé a ponerse en pie después de su lucha indigna entre las
almenas para llegar a la pasarela.
—Gracias. —Sonrió, algo nervioso, luego desapareció, y descolgó su hacha desde el
otro lado de su espalda. Un arma inusual, más cerca del diseño de la cuña perforante
preferido en el sur.
Sobre el hielo compacto bajo mis pies, había salpicaduras de sangre del guardia de la
torre —color impactante después de lo que había parecido una eternidad de blanco. Las
gotitas capturaron mi mirada. Toda la charla, todo el viaje, había llevado a este
momento, estas salpicaduras carmesí. De lo abstracto a lo real, demasiado real.
—¿Estamos listos? —dijo Snorri desde delante de la puerta a la que nuestro hombre
había corrido. La palabra no peleó por pasar de mis labios—. Bien.
Snorri sostuvo su hacha en un apretón doble, Arne una espada, los hermanos cada uno
con una hacha de dos cabezas, con mango corto, un cuchillo en la mano libre. Saqué
mi espada larga, el último de todos ellos. Satisfecho, Snorri asintió y colocó su mano
en la manija de la puerta de hierro. El plan no tenía que ser reiterado. Era, como eran
los planes, uno simple. Matar a todos.
La pierda se abrió con un chirrido de goznes, derramando hielo, y estábamos
atravesándola, entrando unos pasos más allá. Snorri la cerró detrás de nosotros y cerré
los ojos, tomando un momento para deleitar el simple éxtasis de estar lejos de ese
viento. Ninguna noche de invierno de la Marcha Roja había sido tan fría como el frío
que se sentía en ese corredor en el Fuerte Negro, pero sin el viento era un paraíso
comparado con el exterior. Todos nos tomamos un momento, muchos momentos,
pisando con fuerza para dar un poco de vida de vuelta a nuestros pies, balanceando
nuestros brazos para recuperar un poco de esa flexibilidad perdida.
Snorri se adelantó, bajando las escaleras hacia un largo corredor. Esperábamos
encontrar a casi todos los hombres de Sven Broke-Oar en un solo lugar. Es lo que los
hombres hacen en lugares fríos. Se acurrucan junto a la chimenea, hombro con hombro,
tanto tiempo como soporten la compañía de los otros. Con el combustible tan difícil de
conseguir, no tendrían encendidas muchas antorchas.
Aunque en muchos lugares las paredes interiores estaban vestidas de hielo, se sentía
calidez dentro de la Fortaleza Negra. Mi piel quemaba con ello, la vida arrastrándose
de nuevo a mis manos e incluso amenazando con invadir mis dedos.
Arne encendió una pequeña linterna, el aceite cuidadosamente guardado durante
nuestro largo viaje solo para ese propósito. Tal vez con su calidez Fimm no habría
muerto en la noche. El guardia no había llevado ninguna fuente de luz, conociendo su
camino a través de la oscuridad.
Nos deteníamos en cada puerta y Snorri probaba la cerradura. Ninguna de ellas estaba
cerrada, aunque algunas estaban atascadas y abrirlas aunque fuera un poco probaba
incluso la fuerza de Snorri. Las primeras dos habitaciones resultaron estar vacías:
largas y estrechas cámaras sin ninguna pista de su propósito, salvo la falta de chimeneas
que nos dieron a entender que nunca habían sido destinadas como habitación. Una
tercera cámara estaba apilada con altas columnas de bloques del mismo basalto que
formaba las paredes mismas. Materiales para reparación. Una cuarta había sido usada
como letrina, aunque no recientemente, los montones de estiércol congelado no
despedían ni el más ligero aroma.
La quinta puerta se cedió tras una lucha silenciosa, un arañazo sonoro haciendo eco a
lo largo del corredor en cuanto cedió. Nos mantuvimos quietos, esperando el desafío,
pero nadie llegó. El terror de mi situación había empezado a instalarse en mí mientras
mi cuerpo empezaba a recuperarse. Empecé a calentarme lo suficiente como para tiritar
al mismo tiempo que mi miedo crecía lo suficiente como para temblar.
—Hel. —Snorri se apartó de la puerta medio abierta, su rostro convirtiéndose en un
alivio ante la linterna sostenida bajo él.
—¿Es seguro? —dijo Tuttugu, indispuesto a bajar su hacha.
Snorri asintió.
—Echa un vistazo. —Me hizo señas, levantando la linterna sobre su cabeza.
La escena me recordó la guarida de Skilfar. Figuras, fila tras fila, tan cerca unas de
otras que se apoyaban entre ellas, incapaces de caerse. Hombres, envueltos en hielo,
barbudos con escarcha, atrapados en distintas posiciones desde curvados en el sueño a
contorsionarse en agonía, capturados en ese movimiento perseverante que conocía tan
bien desde los últimos días.
—¿Los hombres de Olaaf Rikeson?
—Deben ser… —Snorri cerró la puerta tras ellos.
Las próximas cinco salas contenían cadáveres congelados, todos guerreros. Cientos de
ellos en total. Muertos durante siglos pero encerrados en hielo contra los años. Me
pregunté si cualquier espíritu que pudiera devolverles un nigromante sería todo más
oscuros para aquéllas vidas pasadas con el diablo.
Los cuatrillizos se acurrucaron juntos y la alegría momentánea que tuvimos al escapar
del viento se desvaneció rápidamente en ese sombrío lugar, rodeado a cada lado por
los antiguos muertos.
El corredor tenía dos juegos de escaleras de caracol, enrollándose hacia arriba y hacia
abajo en su estrecho eje. Snorri pasó al lado de ellas. Esa sección parecía que se
utilizaba con más frecuencia, las paredes libres del hielo, arena en el suelo para hacer
la superficie más segura para pisar.
No había como perder o equivocarnos de objetivo. El aire se empezó a calentar,
cargado con el olor a humo y comida, un olor a carne guisándose en una cacerola según
mi juicio. Se me hizo la boca agua. El simple olor de esa comida caliente me había
preparado a matar por mi cena. La puerta al final del pasillo era más alta que las puertas
anteriores, con incrustaciones de hierro negro, sonidos apagados emergiendo.
Nos miramos, uno al otro, preparándonos a organizar una entrada. Como sucede a
menudo en la vida, la decisión no fue tomada por nosotros. Un vikingo corpulento salió
sin previo aviso, gritando algunos insultos sobre su hombro. El brazo de Arne aleteó y
el hacha de guerra que había estado llevando tanto tiempo en su cadera, hizo brotar de
la oscuridad rizos rojos de la barba del hombre. No parecía muy real. Snorri y los otros
siguieron hacia delante sin hacer ruido con sus botas sobre la piedra. El hombre arañó
con el hacha, la sangre corría por su cuello y cayó por debajo de ellos.
Me encontré parado solo con Tuttugu a mi lado. Me dio una sonrisa avergonzada y
salió trotando detrás de los otros. Eso me dejó solo en un pasillo con hombres muertos
congelados empaquetados en habitaciones a cada lado. El primer grito de batalla
resonó, el rugido de Snorri de violencia alegre, mientras los demás irrumpían por la
puerta grande tras él. Reuní el poco coraje que tenía y corrí tras Tuttugu, espada lista
en mano.
La visión más allá de la puerta resultó impresionante. Tan impresionante que aún con
todo su impulso Tuttugu había llegado a un punto muerto y corrí hasta su espalda,
interponiendo mi espalda entre ambos. Una veintena o más vikingos rojos habían
concurrido en el otro extremo de la sala ante la gran chimenea. Mesas de piedra corrían
a lo largo de casi toda la sala, y solo podía pensar que era allí donde Snorri había sido
traído y colgado contra la pared.
Los hombres de Hardanger, vikingos rojos como eran conocidos, procedían de una
tribu más oscura en cuanto a coloración que la de los Undoreth, más cabezas rojas entre
ellos, más hombres de cabello oscuro, una raza resistente, de amplio pecho y cortantes.
No tenían armadura o armas para la guerra, pero los guerreros nórdicos raramente van
más allá de sus hachas de guerra y siempre llevan cuchillo o un hacha pequeña.
Snorri había saltado sobre la mesa a la izquierda y corría a lo largo de ella, tomando la
cabeza de un hombre que estaba sentado, cerca de la puerta, y cavando un surco a través
de la cara otro sentado en el lado opuesto, más alejado, junto al fuego. Había caído
entre la multitud junto a la chimenea, balanceándose en grandes arcos rojos. Hombres
Hardanger dispersándose hacia la longitud del pasillo, agarrando sus armas, poniendo
espacio entre ellos y Snorri, solo para ser enganchados por los cuatrillizos, amplias
hachas reflejando la luz del fuego mientras cortaban carne.
Un cuatrillizo cayó, un giro con un golpe del revés por un vikingo de cabello negro
enterrando un hacha en su cuello. El hombre era terriblemente rápido, alto, delgado y
sus músculos como nudos de cuerda a lo largo de sus brazos manchados de tierra.
Tuttugu corrió hacia delante, gritando como atenazado por la peor clase de terror y
golpeó su hacha en el pecho del hombre de cabello negro, antes de que pudiera arrancar
su propia hacha de las vértebras del cuatrillizo. Vi hombres Hardanger corriendo a lo
largo de la pared de la sala, las armas desenvainadas. Un camino que les vería
converger en la puerta donde yo estaba. En respuesta perseguí a Tuttugu entre las
mesas. A veces, avanzar es la mejor forma de retirada. Inadvertidamente pateé la
cabeza rota del primer hombre en morir y la envié rodando hacia la melé.
Arcos decorados carmesí al otro extremo de la sala. El fuego echaba humo salpicado
con sangre y una mano chisporroteaba allí, aún unida al antebrazo. Los hombres se
tambaleaban hacia atrás de la ventisca de Snorri de hierro afilado, algunos con heridas
abiertas, vomitando intestinos de aberturas corriendo desde la ingle al hombro, otros
gritando, la sangre saliendo a chorros de extremidades rebanadas, con suficiente
presión para manchar el techo a cinco metros por encima de nosotros. Otros todavía se
lanzaban a sí mismos hacia Snorri y el Undoreth con intención mortal, las hachas
oscilando.
El ruido, el olor, el color. La habitación giraba a mi alrededor, el estrépito apareciendo
y desapareciendo, el tiempo parecía lento. Tuttugu arrastró su hacha estrecha del
esternón del enemigo. Oí el crujido de los huesos, vi el chorro de sangre, el hombre
alejarse, brazos extendidos, enfrentar la oscuridad con furia, sin entender que había
muerto. Un hombre grande pelirrojo, con una espada de dos manos se abalanzó sobre
Tuttugu. Detrás de mí tres hombres saltaron sobre las mesas, dos por la izquierda, uno
por la derecha, con ganas de mojar sus hojas. La puerta a la izquierda de la gran
chimenea se abrió de golpe, vomitando más vikingos, el primero con un yelmo de
hierro, salpicado por todas partes, una pieza transversal protegiendo la nariz debajo. El
hombre detrás de él levantando un gran escudo redondo, con un pincho en su
protuberancia central. Más hombres abarrotados detrás.
Una lanza surgió del pecho de un cuatrillizo mientras corría a la puerta. La fuerza de
la misma le llevó hacia atrás, pelo blanco al viento. La sangre me salpicó de cerca la
mano, llenándome los ojos, llenándome la boca con sal y cobre. Oí gritos y sabía que
eran míos. Los vikingos rojos se acercaron a mí desde ambos lados y les observaba
detrás de un velo carmesí. Mi espada parpadeó con un destello…

***
—¿Jal? —Distante bajo los latidos en mis oídos, el fragor en el pecho, la aspereza de
cada respiración ahogada—. ¿Jal?
Podía ver las baldosas, inundadas en sangre, puntos negros de mi flequillo colgando
ante mis ojos, goteando.
—¿Jal? —La voz de Snorri.
Estaba de pie. Mi mano todavía sostenía la espada. Una mesa a cada lado. Cadáveres
chorreando, algunos bajo las mesas, otros despatarrados sobre ellas.
—¿Jal? —Tuttugu, nervioso.
—¿Está a salvo? —Uno de los gemelos. O quizás simplemente Ein esta vez.
Levanté la mirada. Tres Undoreth me miraban a una distancia segura, Snorri mirando
hacia la puerta por la cual los refuerzos habían llegado.
—¡Baresarker16! —Ein golpeó el puño contra su pecho.
Snorri me dedicó una sonrisa.
—Estoy empezando a entender al héroe y al demonio del Paso de Aral. —Sus pieles
de foca estaban desgarradas ampliamente sobre su cadera, exponiendo una herida fea.
Otro corte profundo en el músculo, que se acumulaba alrededor de la unión del hombro
y el cuello, sangraba copiosamente.
Mi mano libre empezó a temblar incontrolablemente. Miré alrededor de la habitación.
Los muertos yacían desparramados. Alrededor de la chimenea yacían en pilas. Arne se
sentó en la mesa detrás de mí, lívido, sus mejillas tan desgarradas que podía ver a través
de estas los dientes podridos, la mitad de ellos arrancados fuera de la mandíbula. La
piscina carmesí expandiéndose a su alrededor me dijo que la odontología era la menor
de sus preocupaciones. Una herida en el muslo le había cortado una arteria profunda
en la carne.
—Jal. —Arne me ofreció una sonrisa rota, sus palabras borrosas por la herida de la
cara. Se desplomó, casi con gracia—. Fue un gran tiro, sin embargo, ¿no… Jal?
—Yo... —Mi voz se quebró—. Un gran tiro, Arne. El mejor. —Pero Ojo-Muerto estaba
más allá de escuchar. Más allá de todo ahora.
—¡Snorri ver Snagason! —Un rugido saliendo de la puerta más allá de la chimenea.

16
Baresarker: Un guerrero nórdico que lucha sin armadura.
—¡Sven Broke-Oar! —Snorri gritó en respuesta. Levantó su hacha y se acercó al
fuego—. Deberías haber sabido que volvería. Por mi esposa, mi hijo, mi venganza.
¿Por qué me venderías entonces?
—Oh, lo sabía. —Broke-Oar sonaba incluso complacido de ello, lo cual, ahora que la
extraña sensación de disociación se estaba desvaneciendo, trajo de vuelta todos mis
miedos de cualquiera de los rincones de mi mente a los cuales la locura de la batalla
los había mandado—. No fue justo privarte de tu batalla ahora, ¿no? Y nosotros del
Hardanger sí que amamos nuestro oro. Y por supuesto mis nuevos maestros tienen
gastos. El elixir que necesitan para la muerte en estos climas fríos requiere de aceites
de Arabia, y esos son difíciles de encontrar. Un hombre debe intercambiar buenas
monedas por eso tan exótico.
Incluso mareado reconocí la burla. Decirle a Snorri que él había financiado este horror
con su propia carne y fracaso. Lo que fuera que se dijera del Broke-Oar, nadie le
llamaba estúpido.
Ein, Tuttugu, y yo fuimos a situarnos al lado de Snorri. Otra habitación estaba más allá
de la puerta, la mayor parte de ella fuera de nuestra línea de visión. Un Vikingo Rojo
yacía mitad en un cuarto y mitad en el otro, su cabeza dividida ampliamente. Ein le
arrancó la lanza a su hermano; Thrir si el orden se había mantenido cierto.
—Hay más que eso, Broke-Oar. Podrías haberme matado y todavía tendrías nueve
décimas partes y más de tu oro de sangre. —Snorri hizo una pausa como si le costara
pronunciar su pregunta—. ¿Dónde está mi esposa? ¿Mi hijo? Si les has hecho daño…
—Cerró de golpe la mandíbula con esas palabras, los músculos en sus mejillas tensos.
Tuttugu se apresuró a vendar el costado de Snorri con tiras de una capa, Ein lo retenía
mientras el guerrero intentaba avanzar. Snorri cedió y los dejó, la herida del hombro
sangraría hasta dejarlo pronto sin fuerza si no se la contenía.
—Hay más que eso —repitió Snorri.
—Es cierto, Snorri. —Un poco de tristeza en la voz del Broke-Oar. A pesar de su
reputación el hombre sonaba… regio, un rey declamando desde su trono. Sven Broke-
Oar tenía la voz de un héroe y un sabio, y la envolvía a nuestro alrededor como un
hechizo—. He caído. Lo sabes. Lo sé. Me dobló el viento. Pero, ¿Snorri? Snorri ver
Snagason aún permanece con la cabeza en alto, puro como la nieve de otoño, como si
hubiera salido de las historias para salvarnos a todos. Y cualquier otra cosa que yo
pueda ser, Snorri, soy un Vikingo primero. Las historias deben ser contadas, el héroe
debe tener su oportunidad de enfrentarse al largo invierno. Los Vikingos nacieron para
enfrentarse a los troles, gigantes congelados, incluso el mar. Incluso a los dioses
mismos. Ven, Snorri. Hagamos de esto un final. Solamente tú y yo. Dejemos que tus
amigos den testimonio. Estoy listo.
Snorri comenzó a avanzar.
—¡No! — Le agarré del brazo y lo tiré hacia atrás con la fuerza que me quedaba. La
maldición estalló entre nosotros, la explosión resultante destrozando su manga y
lanzándome al otro lado de la mesa, imágenes persistentes de tinta y luz solar
sobrescribían mi visión. El aroma a aire quemado llenaba mis fosas nasales, una afilada
astringencia que me llevaba de vuelta a aquella calle en Vermillion, corriendo como si
todos los demonios de Satán estuvieran comiéndome los talones, los adoquines
agrietándose detrás de mí.
—¿Qué demonios? —Snorri se giró hacia mí.
—Conozco... —Sólo un susurro salió. Tosí y hablé otra vez—. Conozco a los
bastardos.
Ein se inclinó y levantó el escudo desechado. Tuttugu tomó otros dos de un exhibidor
en la pared.
—¡Estos son tus últimos momentos, Broke-Oar! —Snorri gritó y, sosteniendo escudos
en lo alto y lo bajo, Tuttugu y Ein se acercaron hacia la puerta.
Flechas de ballestas golpearon contra los escudos en el instante en que los guardias de
Snorri cruzaron la línea de visión de los arqueros. Snorri soltó un rugido sin palabras,
empujando a través de sus compañeros, lanzándose a la siguiente habitación.
Lo seguí, aún un poco mareado. Si hubiera sido ingenioso me hubiera sentado en el
suelo con Arne y fingido estar muerto.
Sven Broke-Oar estaba situado en el otro extremo de la habitación más pequeña de la
que habíamos venido, empequeñeciendo a los tres ballesteros a su lado. No diré que
hizo parecer pequeño a Snorri, pero seguro que dejó de parecer el más grande. La madre
del hombre debió haber dormido con troles. Troles apuestos, sin embargo. Con su gran
barba roja dorada trenzada sobre el pecho y su cabello suelto libremente, el Broke-Oar
tenía el aspecto en cada centímetro como un rey Vikingo, debido al oro recorriendo los
bordes de la coraza de hierro, llena de cicatrices, que llevaba puesta. Sostenía un hacha
fina en una mano, y un escudo de hierro del tamaño de un plato de cena en la otra, lisa
y gruesa.
Ein viró hacia los dos hombres en la izquierda, Tuttugu se encargó del que se
encontraba en la derecha. Sven Broke-Oar avanzó para encontrarse con Snorri.
No hay mucho que se pueda hacer cuando un hacha se balancea hacia ti, con la fuerza
de un hombre tras ella. Matar al dueño del hacha antes de que complete su golpe es tu
mejor opción. Con una espada puedes atravesar a tu rival. Pero, si como tu rival, estás
armado con un hacha, entonces “lanza más rápido y ten esperanza” parece ser el mejor
consejo que ofrecer. Y, por supuesto, para lanzarle a tu rival necesitas estar a cierta
distancia del mismo, exactamente la misma distancia que él necesita que estés para
lanzarte a ti.
Snorri tenía una solución diferente. Alargó la mano ante él, con el hacha extendida,
corriendo lo más rápido posible para un hombre tratando de hacer un lanzamiento. El
cambio de velocidad arruinó la oportunidad del Broke-Oar, su punta cortante llegó una
fracción de segundo demasiado tarde, la empuñadura de su hacha justo debajo de la
hoja golpeó el hombro levantado de Snorri, mientras que el hacha de Snorri reventó
contra el cuello de Broke-Oar, no con la punta cortante pero horquillando la garganta
del hombre con los cuernos de la hoja.
Ese debería haber sido el final. Una angosta pieza de metal dirigida contra una garganta
por un hombre poderoso. De alguna manera, sin embargo, el Broke-Oar golpeó con su
escudo en el costado de la cabeza de Snorri y cayó hacia atrás, apretando el cuello del
mismo. Ambos hombres deberían haber estado en el suelo, pero en vez de eso se
tambaleaban, inestables sobre sus pies, reuniéndose después como osos, luchando.
Ein había matado a uno de sus dos oponentes y ahora peleaba con el segundo, ambos
hombres sosteniendo cuchillos, intentando dirigirlos hacia la cara del otro mientras
detenían al otro hombre haciendo lo mismo. Tuttugu había matado a su rival, pero el
Vikingo Rojo había lanzado su daga antes de que Tuttugu le partiera la cabeza. No
podía ver que lo mala que era la herida, pero la velocidad con que la sangre se
derramaba sobre las manos del hombre gordo, donde este sostenía su barriga, me decía
que no podía ser bueno.
Los dos gigantes de pie, con los dedos entrelazados, se presionaban uno contra otro.
Púrpura en la cara y carmesí rociado con cada explosiva exhalación, el Broke-Oar
forzaba a Snorri hacia abajo, centímetro a centímetro. Músculo amontonado, venas
hinchadas a punto de estallar, ambos hombres gemían y se esforzaban por respirar.
Parecía que los huesos iban a ceder, que con un repentino chasquido las inmensas
fuerzas harían trizas las extremidades, pero lo único que pasó fue que poco a poco, la
sangre bombeando más allá de los vendajes en el hombro y el costado, Snorri cedió,
hasta que con una rápida liberación estuvo de rodillas, el Broke-Oar aún presionando
sobre él.
Tuttugu tomó una mano empapada de su barriga y se inclinó con agonizante lentitud
para recuperar su hacha. El Broke-Oar, sin siquiera parecer que hubiera mirado, dio
una patada hacia atrás y rompió la rodilla del Undoreth, haciendo a Tuttugu
despatarrarse con un grito de dolor. Snorri intentó surgir efusivamente y puso una
pierna debajo de él, pero con un rugido el Broke-Oar lo dirigió hacia abajo de nuevo.
Ein y el hombre Hardanger todavía estaban rodando en el suelo, ambos heridos ahora.
Miré hacia mi espada, ya roja desde la punta hasta el pomo. Ese de ahí es Snorri. Tuve
que decirme a mí mismo. Compañero durante innumerables kilómetros, durante
semanas de adversidad, peligros… El Broke-Oar lo presionó más hacia abajo, ambos
hombres aullando amenazas animales. Un repentino giro y Sven Broke-Oar tenía la
garganta de Snorri en su enorme garra derecha, sus otras manos aún entrelazadas, la
mano aligerada de Snorri intentando arrancar los dedos de su cuello.
El Broke-Oar estaba expuesto. Cabeza inclinada.
—Cristo, Jalan, ¡simplemente hazlo! —Tuve que gritarme las palabras. Y reacio al
principio, agarrando velocidad, corrí hacia ellos, espada elevada. No había querido
golpear al hombre de la torre, ni siquiera con una flecha desde una centena de metros.
Quería que muriera Sven Broke-Oar, en ese mismo momento, en ese mismo lugar, y si
tenía que ser yo quien lo hiciera…
Bajé ambos brazos, guadañando mi hoja a través del aire, y de alguna manera en ese
instante el Broke-Oar arrancó su mano del agarre de Snorri e interpuso su escudo. El
choque de esta sonó a través de mi espada como si hubiera golpeado piedra,
sacudiéndola en mi mano. Una rápida embestida, empujando a Snorri hacia atrás con
la mano todavía cerrada en su garganta, y el gigante me golpeó justo debajo del
corazón, un impacto combinado de anchos nudillos y el borde de su escudo. La
respiración me abandonó en un silencioso silbido, costillas rotas, y caí como si
estuviera paralizado.
Desde el suelo vi al Broke-Oar quitarse rápidamente el escudo y cerrar su segunda
mano alrededor de la garganta de Snorri. Logré tomar la respiración que Snorri no
pudo. El aire entro con dificultad como ácido vertido en mis pulmones, costillas
chirriando alrededor de sus fracturas.
Sven Broke-Oar empezó a sacudir a Snorri, despacio al principio, después más
ferozmente mientras que la cara del hombre joven se oscurecía con la estrangulación.
—Deberías haber permanecido desaparecido, Snagason. El norte no tiene a nadie como
yo. Hace falta algo más que un niño para derribarme.
Podía ver la vida abandonando a Snorri, brazos cayendo inertes y aun así lo único que
pude hacer era realizar la siguiente respiración. Ein se había alejado de su enemigo,
ambos yacían agotados. Tuttugu yacía en un charco de su propia sangre, mirando pero
sin poder ayudar.
—Es hora de morir, Snorri. —Y los músculos se amontonaron en los antebrazos del
Broke-Oar, apretando un agarre que podría romper un remo.
En algún lugar, sin ser visto, el sol se puso.
Snorri levantó los brazos. Sus manos estaban cerradas en las muñecas de Sven Broke-
Oar, y donde tocaban la carne del hombre Hardanger se volvía negra. Un gruñido torció
los labios del Broke-Oar mientras que Snorri levantaba la cabeza y arrancaba los dedos
de su cuello. Un repentino, violento tirón hacia abajo y ambos antebrazos del Broke-
Oar se rompieron, el hueso sobresaliendo de la sangre carmesí. Un golpe de revés y él
cayó, desparramándose al lado de Tuttugu.
—¿Tú? —La voz de Snorri mezclándose con la de Aslaug cuando se puso de pie—.
Soy yo el norte al que hay que temer. —Sostuvo el descartado escudo ahora, nada
excepto oscuridad en sus ojos.
—Mejor. —Desde su lugar en el suelo Sven Broke-Oar logró una risa—. Mejor. Quizás
hasta tengas una oportunidad. Hazlos pedazos, Snorri, mándalos aullando de vuelta al
infierno.
Snorri se arrodilló al lado de Sven Broke-Oar, inclinándose.
—Pusieron un temor en mí, Snorri, Dios los maldiga. ¡Dios los maldiga a todos ellos!
—¿Dónde está Freja? —Snorri agarró a Broke-Oar del cuello, aporreando su cabeza
contra el piso—. ¿Mi hijo? ¿Dónde está él? —Cada pregunta rugida en la cara del
hombre.
—¡Tú lo sabes! —Broke-Oar lanzó una violenta respuesta.
—¡Tú dímelo! —Snorri puso sus pulgares contra los ojos del Broke-Oar.
Me desmayé en ese punto, justo cuando Snorri empezó a presionar y el Broke-Oar dejó
salir un grito que era mitad risa.
Esos oscuros e insensibles momentos fueron el único período de comodidad que tuve
en la Fortaleza Negra. Arrasado muy pronto por el paso de lo que sólo pudieron haber
sido segundos.
—Hora de morir, Broke-Oar. —Snorri encorvado sobre el gigante caído, manos
carmesí. Un balbuceo húmedo y rojo, después—. Quemen a los muertos…
Sven Broke-Oar no tuvo más tiempo. Snorri reventó su cráneo con un afilado golpe del
pesado escudo.
—Snorri. —No pude emitir más que un susurro, pero él levantó la mirada, la oscuridad
desvaneciéndose de sus ojos, dejándolos claros y azules como el hielo.
—¡Jal! —A pesar de sus heridas estuvo a mi lado en un instante, agarrando la capucha
de mi abrigo de invierno, sordo a mis protestas. Por un momento pensé que iba a
ayudarme, pero en vez de eso me arrastró para que yaciera al lado de Ein.
El Vikingo Rojo al lado de Ein parecía bastante muerto, pero Snorri agarró el cuchillo
de la mano del hombre y le cortó la garganta simplemente para estar seguro.
—¿Vivo? —Se volvió hacia Ein y le dio una palmada. Ein gimió y abrió los ojos—.
Bien. ¿Qué puedes hacer por él, Jal?
—¿Yo? —Levanté un brazo. No sé por qué, tal vez para rechazar la sugerencia, y
descubrí que había sido apuñalado, en la parte alta del bíceps—. ¡Maldición! —Darme
la vuelta fue una agonía, pero me permitió confirmar otro destello de memoria de la
roja neblina de mi batalla. Había sido cortado en el muslo también—. Estoy peor que
Ein. —Con las heridas que había tenido sin saber o sin recordarlas, era casi verdad.
Pero Ein tenía una puñalada en el pecho. Una que burbujeaba y succionaba con cada
exhalación e inhalación. De las que matan.
—Él está peor, Jal. Y no puedes curarte a ti mismo. Sabemos eso.
—No puedo curar a nadie sin casi morir. Me mataría. —Aunque morir haría que al
menos cada respiración dejara de ser una tortura. Mi costado había sido llenado de
vidrios rotos. Estaba seguro de eso.
—La magia es más fuerte aquí, Jal; ¿debes sentirla tratando de explotar? Casi puedo
verla brillando en ti. —Su voz al borde de la súplica. No por sí mismo, nunca eso, pero
por el último de sus compatriotas.
—¡Jesús! Ustedes van a ser mi muerte. —Y pegué mi palma a la herida de puñalada,
más fuerte de lo necesario.
En un instante mi mano se encendió, demasiado brillante para mirarla, y cada dolor
que poseía se transformó en una agonía, mis costillas algo más allá de la comprensión.
Arranqué la mano casi inmediatamente, jadeando y maldiciendo, sangre y saliva
chorreando de mi boca.
—Bien. ¡Ahora Tuttugu! —Y me sentí arrastrado. Miraba a través de un ojo mientras
Ein se esforzaba por sentarse, empujando la piel intacta pero manchada de sangre
donde el cuchillo se había deslizado debajo de las costillas.
Snorri me puso al lado de Tuttugu y nuestras miradas se encontraron, ambos demasiado
débiles para hablar. El Vikingo, que había estado pálido al comienzo, ahora yacía tan
blanco como la helada. Snorri dio a Tuttugu la vuelta, moviéndolo sin esfuerzo a pesar
de su barriga. Tiró de la mano de Tuttugu fuera de la herida del estómago y tomó una
respiración involuntaria.
—Es malo. Tienes que curar esto, Jal. El resto puede esperar, pero esto se va a infectar.
Las tripas están cortadas en el interior.
—No puedo hacerlo. —Mucho más fácilmente me clavaría un cuchillo en la mano o
me pondría carbón caliente en la boca—. Tú no entiendes…
—¡Va a morir! Sé que Arne ya se había ido demasiado lejos, pero esto, esto es una
muerte lenta, tú puedes pararla. —Snorri siguió hablando. Me invadió. Tuttugu no dijo
nada, sólo me miró mientras yo lo miraba, ambos acostados en el suelo frío de piedra,
demasiado débiles para movernos. Lo recuerdo en la ladera de la montaña pasando por
alto a Trond, contándome que correría lejos de cada batalla si sus piernas fueran más
largas. Un alma afín, casi tan profunda en sus miedos como yo, pero fue a la guerra en
la Fortaleza Negra aun así.
—Cállate —dije a Snorri. Y lo hizo.
Ein se unió a él, moviéndose con el cuidado de un hombre viejo.
—No puedo hacerlo. Realmente no puedo. —Dirigí mi mirada hacia mi mano libre. La
otra aún apretaba mi espada por alguna razón; probablemente estaba pegada por toda
la sangre—. No puedo hacerlo. Pero ningún hombre debería ir a Valhalla con sarpullido
de burdel. —De nuevo, apuntando con mi mirada.
Finalmente Ein entendió la indirecta. Cerré los ojos fuertemente, apreté los dientes,
contraje lo que podía ser contraído, y él agarro mi antebrazo, apoyando mi mano sobre
el desgarro en la barriga de Tuttugu.
Hizo que curar a Ein pareciera algo simple.
Capítulo 28
Me desperté frente al calor del fuego. El costado me dolía muchísimo pero el calor se
sentía maravilloso y si no movía un solo músculo era casi cómodo.
De forma gradual los otros dolores se dieron a conocer. Un palpitante dolor en el muslo,
un dolor punzante en el brazo y una miseria general en cada músculo del cuerpo que
podía nombrar y también en aquellos que no.
Abrí un ojo.
—¿Dónde está Snorri?
Ellos me habían recostado en una de las largas mesas en el extremo más cercano a la
chimenea. Ein y Tuttugu sentados frente al fuego, Tuttugu atando una tablilla sobre su
rodilla, Ein afilando su hacha. Ambos habían limpiado y cosido sus heridas, o habían
requerido del otro para hacerlo.
—Quemando a los muertos. —Tuttugu señaló hacia una puerta lejana—. Está haciendo
una pira en el muro.
Intenté sentarme y me eché para atrás maldiciendo.
—No hay suficiente madera, ¿cierto? ¿Por qué no deja que se congelen?
—Encontró un depósito de madera, y ha estado derribando todas las puertas, rasgando
las persianas.
—Pero, ¿por qué? —pregunté, sin estar seguro de querer una respuesta.
—Por lo que vendrá del Hielo Amargo —dijo Ein—. No quiere que los cuerpos se
levanten en nuestra contra. —No mencionó el hecho de que sus últimos tres hermanos
estaban ahí también, pero algo en su rostro me lo decía.
—Si están congelados, no serán capaces de… —Intenté sentarme una vez más.
Sentarse es un importante antecesor de escapar.
—Puede que no se congelen a tiempo —dijo Tuttugu.
—Y Snorri quiere evitar situaciones que tengan consecuencias posteriores… —Ein
colocó la piedra de afilar en el suelo y admiró el filo que había conseguido a la luz del
fuego.
En medio de ellos, los dos hombres a los que había salvado se las habían arreglado para
hacer que se me helara la sangre que corría por mis venas. Ese “a tiempo” y
“posteriores” no eran para nada alentadores. Un cuerpo se congelaría a esas
temperaturas después de una noche.
—¿Esperamos… problemas… antes del amanecer? —Intenté que mis palabras no
sonaran como gimoteos, y fallé.
—No “todos” lo hacemos. Es lo que dice Snorri. Él dice que vienen de camino hacia
aquí. —Tuttugu ajustó las vendas de su rodilla y soltó un quejido de dolor.
—¿Cómo lo sabe? —Hice un tercer intento por tomar asiento, galvanizado por el miedo
y el éxito, las costillas rechinando.
—Snorri dice que la oscuridad se lo dijo. —Ein dejó su hacha en el suelo y miró en mi
dirección—. Y si él no acaba con esto en la oscuridad, entonces tú tendrás que hacerlo
en la luz.
—Esto... —Me levanté de la mesa y el dolor me tumbó—. Esto es una locura. Apenas
encuentre a su mujer y a su hijo, nos vamos de aquí. —Dejé de lado la parte de “vivos
o muertos”—. Broke-Oar está muerto; está terminado.
Sin esperar a que me contradijeran, me alejé cojeando hacia la puerta del fondo. La
sangre embadurnada, secándose al negro y al más oscuro carmesí ahora, mostrando el
camino. No tenía ni idea dónde había encontrado la energía Snorri para arrastrar
aproximadamente treinta cadáveres a lo largo de ese corredor y dentro del fuerte, pero
sí sabía que no iba a tener ni la energía, ni la resistencia, ni el tiempo para agregar a
los muertos congelados del ejército de Olaaf Rikeson a su pira.
Las escaleras que llevaban hasta la puerta exterior estaban resbaladizas por la sangre,
congelándose ya donde había escurrido de un escalón al siguiente. Al abrir la puerta,
encontré la noche iluminada por el gran incendio, el viento arrastrando las llamas
anaranjadas en las almenas. Incluso con todo el calor a menos veinte metros de
distancia, el frío me atrapó inmediatamente, el frío extraño de un paisaje que no tenía
nada en él para el hombre o cualquier otro ser viviente.
Snorri estaba de pie contra ese infierno. Podía ver cadáveres y maderas, algo de negro
contra el caliente resplandor, otros derritiéndose en él. Incluso la fuerza del viento no
podía mantener el aroma de la piel quemándose alejado de mis fosas nasales. La
pasarela era recorrida por grasas calientes, quemándose incluso mientras se
derramaban por el muro interior.
—¿Es todo, entonces? —Tuve que levantar la voz debajo del crepitar del fuego y el
descontento del viento.
—Están viniendo, Jal. Los hombres muertos del Hielo Amargo, los nigromantes que
los arreaban, Edris y el resto de sus seguidores de Broke-Oar. —Hizo una pausa—. Los
no nacidos.
—¿Y qué demonios haces aquí, entonces? —grité—. Busca a tu mujer y salgamos de
aquí. —Ignoré el hecho de que apenas podía caminar por el corredor y, si su hijo
estuviera aquí, no podría marchar a través de las Tierras Altas con él. Esas verdades
eran demasiado desagradables. Además, la mujer y el niño probablemente estaban
muertos, y yo prefería morir cruzando el hielo que enfrentando a un grupo de
nigromantes y sus horrores.
Snorri alejó la mirada del fuego, con los ojos rojos por el humo.
—Vayamos adentro. Ya he dicho las palabras. Las llamas los llevarán a Valhalla.
—Bueno, pues no a Broke-Oar y sus bastardos —dije.
—Incluso a ellos. —Snorri miró de nuevo al fuego, una media sonrisa curvándose en
sus labios—. Ellos murieron durante la batalla, Jal. Eso es todo lo que importa. Cuando
nos enfrentemos a los jotün y a los jotnär en Ragnarok, todos los hombres con fuego
en la sangre permanecerán juntos.
Caminamos uno al lado del otro, Snorri igualaba mi paso de caracol conforme bajaba
las escaleras, tropezando de vez en cuando y murmurando cada palabra horrible que
sabía hasta que llegué al final.
—No podemos quedarnos aquí, Snorri.
—Es una fortaleza. ¿En qué otro lugar podríamos quedarnos cuando nuestros enemigos
marchan?
En eso tenía razón.
—¿Cuánto tiempo estuve inconsciente? ¿Cuánto tiempo nos queda?
—Quedan dos horas para el amanecer. Llegarán antes de eso.
—¿Qué haremos? —Sven Broke-Oar había sido bastante malo. No tenía deseos de
esperar para ver lo que sea que había aterrorizado a un monstruo como él.
—Hagan una barricada en la torre de la entrada. Esperen.
Por mucho que me gustara la idea de defendernos, no sonaba como Snorri. Su nombre
significaba “ataque”. Contenerse parecía símbolo de derrota. Pero ese hombre había
tomado una decisión. Podía verlo. Ya no podía curar sus heridas como no podía las
mías.
Simplemente caminando a su lado crepitaban en el aire energías incómodas. Incluso
con un metro de distancia entre nosotros, mi piel se arrastraba como si en algún lugar
de la médula de mis huesos, esa grieta, la que la magia de la Hermana Silenciosa había
fracturado en el mundo—entre mundos— como si esa grieta estuviese buscando salir.
Quería correr a través de mí y unirse a su gemelo oscuro como si se separara de Snorri,
para unirse juntas y correr hacia el horizonte, dividiendo y dividiendo de nuevo hasta
que el mundo yaciera destrozado.
***
La torre de la entrada tenía varias cámaras, lo principal de la que ofrecía vistas hacia
abajo sobre la puerta es que un hombre debería estar motivado para abrir una grieta en
las persianas y asomarse.
En adición a eso, tres agujeros de asesino cubiertos permitirían el vertido de cualquier
desagradable líquido que uno quisiera descargar sobre las cabezas de los que estuvieran
parados en las puertas principales. Esta entrada cerca del Hielo Amargo, simplemente
vertiendo agua sobre invitados no deseados, sería fatal para la mayoría. La habitación
contenía una chimenea con leña apilada a cada lado y dos cubos llenos de carbón.
Tuttugu y Ein se pusieron a encender un fuego, ambos moviéndose torpemente
mientras sus heridas se habían anquilosado. Tuttugu había hecho una muleta de una
lanza, muebles y un manto arrugado, pero estaba claro que no podía cruzar una gran
distancia con ella. Nuestra fuerza en serio de combate consistía en Snorri y Ein, ambos
empequeñecidos por sus heridas. Tuttugu y yo podríamos haber sido derrotados por un
solo niño determinado de doce años, armado con un palo.
Las puertas y persianas estaban hechas de material pesado, pernos de hierro y
apropiadamente cerradas en su posición.
—Vendrás por las paredes —dije.
—Los muertos no. —Snorri osciló sus brazos para soltarlos un poco. Ahora tenía el
hacha de Sven Broke-Oar, o más bien yo sospecho que había reclamado el hacha de su
padre de aquél hombre—. Entonces lo harán los hombres de Hardanger. —Edris estaría
con ellos. No podía decir porqué el me asustaba más que los Vikingos, pero lo hacía.
—Dudo que cuenten con garfios, probablemente ni siquiera tengan sogas. Pero, tal
vez. —Snorri se encogió de hombros—. Nosotros vigilaremos las murallas de la
fortaleza con dos hombres. Ellos sólo lo intentarán en tres lugares a la vez. Entrarán o
no. De cualquier manera estarán congelados. Mantendremos la vigilancia desde el
techo de la torre de la entrada y decidiremos qué hacer cuando sea necesario.
—Pero está oscuro.
—Si vienen por la noche, llevarán lámparas con ellos, ¿no crees? Los que puedan trepar
necesitarán ver. Yo no sé lo que los muertos pueden ver, pero los que vi en Ocho
Muelles son iguales a los de la montaña de Chamy-Nix. No son capaces de escalar
paredes.
—¿Y los no nacidos?
—Déjalos venir. —E hizo un movimiento en el aire con su hacha.
***
La responsabilidad de la guardia cayó en Tuttugu y en mí, tomando turnos uno después
del otro. No tenía sentido para ninguno de los dos que quien pudiera luchar estuviera
congelando su trasero en lo alto del techo. Tuttugu tomó la primera hora. No podía ni
imaginar lo que le había costado escalar hasta ahí con la rodilla destrozada. Lo encontré
acurrucado en sus pieles, azul por el frio y semi-inconsciente cuando llegué cojeando
la larga escalera en espiral, para relevarle una hora después. Ein tuvo que subir para
ayudarlo a bajar.
Hice mi turno, ahí en la oscuridad con el viento aullando todo alrededor y nada que
ver, excepto el brillo del fuego en la torre este. Había estado caliente solo unas pocas
horas, pero ya el amargo frío del exterior vino como un choque. Me pareció difícil
imaginar que habíamos soportado eso día tras día.
En la oscuridad, mientras hacía un recorrido lento del muro de guardia, la mente me
jugó algunos trucos: voces en el viento, colores en la noche, rostros de mi pasado que
me venían a visitar. Me imaginé a la Hermana Silenciosa, aquí en el hielo, sus harapos
volando en el viento mientras hacía una ronda en la Fortaleza Negra, lanzando
maldiciones a través de las paredes mientras pasaba. Ella debería estar aquí, esa vieja
mujer. Ella nos había arrastrado a esto, de alguna manera, que yo no acaba de
comprender. Era su culpa. La llamaría malvada, la mujer ciega, una bruja quemando
personas en sus hogares. Y sin embargo, parecía que tal vez en cada ocasión, que un
no nacido o un secuaz del Rey Muerto había sido el verdadero objetivo. Las personas
sólo habían estado en su camino. O eran el cebo, tal vez.
Como príncipe me han enseñado que el bien siempre se opone al mal. Se me ha
mostrado el bien, brillando en lo caballeresco del honor, y al mal, encorvado en su
equivocación y coronado con cuernos. Siempre me pregunté, donde encajaba yo en ese
gran esquema, el pequeño Jalan, hecho de pocos deseos y pasiones vacías, nada tan
grandioso como el mal, nada más cerca del bien que una imitación. Y ahora todo
indicaba que la mujer ciega de mis pesadillas infantiles, era en realidad una tía abuela
mía. De hecho, si el tío abuelo Garyus era el verdadero rey, entonces seguramente la
Hermana Silenciosa, mayor que mi abuela, ¿era su heredera?
Me froté los ojos con los nudillos a través del cuero rígido de mi protector de cara,
tratando de alejar el cansancio de ellos y, tal vez , la confusión también. Pestañeé para
aclarar la vista. Las llamas del fuego bailaban en el viento, en contra de la oscuridad
de la llanura de hielo. A pesar del viento, permanecían ahí. Otro pestañeo, y otro, no
los aclaraban.
—Oh, demonios. —A través de las extremidades entumecidas.
Linternas.
Estaban llegando.
Capítulo 29
Snorri observaba el avance a través de una grieta que había abierto en las persianas.
Sentí el cuchillo del viento incluso en mi lugar al lado del fuego.
—Vienen a la puerta principal.
—¿Cuántos? —pregunté.
—Dos docenas, tal vez algunos más.
Había estado esperando un ejército, pero tenía sentido que hubiera tan pocos.
Apoyando un número significativo aquí en el borde de la supervivencia, sería una
empresa enorme y sin sentido si no hubiera hombres muertos que hicieran la mayor
parte del trabajo. Pero eso hizo preguntarme una vez más por los prisioneros. Habían
vendido los hombres al sur. Yo no había pensado mucho en ello antes, pero
seguramente si querían prisioneros para cavar en el hielo entonces... No tenía ningún
sentido en absoluto que hubieran matado a cualquiera de los prisioneros que mantenían
y dejarles servir al mismo propósito en la muerte, incansable y que no requiere de
sustento.
—¡No hay prisioneros! —hablé en voz alta, no un susurro, ni un grito, sólo una
declaración.
—Cerca de cincuenta muertos ubicados detrás de ellos... Al menos eso es todo lo que
puedo ver en sus luces, pero es un grupo muy compacto. —Snorri continuó con su
informe—. Puede haber nigromantes y hombres de la Isla entre ellos, no puedo
asegurarlo.
—¿Qué... —No pude encontrar las palabras adecuadas—. ¿Por qué...? —Si no había
prisioneros... ¿Dónde estaban Freja y el pequeño Egil?
—Los hombres vienen a las puertas. —Snorri cruzó agujero de asesinatos—. Aceite.
Ein vino con el cubo de hierro con aceite que habían estado calentando en el fuego.
Llevándolo con pinzas acolchadas. Al parecer, el agua hirviendo se congelaría y se
extendería al caer, aterrizando como polvo de cristales de hielo.
Tres golpes amortiguados desde abajo, como alguien aporreando la puerta grande.
Snorri quitó la tapa del agujero de asesino y Ein lo vertió. Cuando el cubo estuvo vacío,
Snorri puso de nuevo la tapa, silenciando los gritos.
—¿Ahora qué? —Tuttugu, con los ojos abiertos, se recuperó lo suficiente como para
estar aterrorizado.
—Jal, de vuelta a la azotea a vigilar —dijo Snorri.
—Las escaleras me matarán si nada más lo hace. —Negué con la cabeza y fui a la
velocidad que pude hacia la escalera en espiral.
Desde el techo pude ver lo que Snorri había descrito, y nada más. Tal vez lo que veía
era la suma de ellos. El corazón palpitante, y temblando tanto con el frío y con el
pensamiento de lo que podría ocultar la oscuridad, hice un circuito del muro de guardia.
Nada. Ninguna otra luz. Nada que ver en absoluto. Eso me preocupaba, tanto en general
como por alguna otra razón que no podía explicar.
Durante largos minutos sólo el viento aullaba, los Vikingos mantenían sus filas al
abrigo de los muros, los muertos detrás de ellos y nada se movía. Un temor creció en
mí, pero casi no requirió ninguna influencia maligna extra por eso. Había cosas muertas
por ahí, con ganas de compartirnos su estado; sólo un loco no estaría temblando.
Con sólo las luces que vigilar, vi las luces. Me pregunté cómo podría haberme
engañado a mí mismo si no eran más que brasas de hoguera sopladas a través del campo
de hielo. La mente pasa la mitad de su tiempo en el autoengaño, parece. O tal vez me
estoy engañando a mí mismo. . . Vi las luces un momento más y luego me di una
palmada en la frente. No es frecuente que la gente realmente abofetee su frente cuando
una súbita comprensión ilumina su cráneo desde el interior, sobre todo sin una
audiencia. Pero lo hice. Y entonces corrí por las escaleras heladas, dos y tres a la vez,
maldiciendo por el dolor con cada impacto.
—¿Qué? ¿Qué es? ¿Qué viste? —Los tres juntos mientras me inclinaba por el dolor,
apretando mis costillas, luchando por respirar.
—Dale algo de espacio. —Snorri, retrocedió.
—Yo... —El corte en la pierna se había abierto más allá de los puntos de sutura que
Ein había puesto allí mientras yo dormía, la sangre corría por mi muslo.
—¿Qué has visto? —Tuttugu, con la cara blanca.
—Nada. —Jadeé y tomé aliento.
—¿Qué? —Tres miradas en blanco.
—Nada —digo—. Tan sólo linternas de los hombres de Hardanger.
Otro momento de incomprensión.
—No hay fuego en el muro. —Señalé en la dirección aproximada de la gran hoguera
de Snorri.
—No puede haberse acabado —dijo Ein—. Seguirá caliente a esta hora mañana.
—Sí. —Asentí. Cuando bajé para informar de los visitantes del Hielo Amargo, la
estructura de la hoguera había sido de diez metros de brasas naranjas con llamas
lamiendo sobre ellos cuando el viento soplaba.
—Voy a ir a ver. —Ein tomó una linterna de la repisa de la chimenea y se fue a la
pesada puerta que conectaba de vuelta al pasillo y salas más allá. Un golpeteo desde
abajo lo detuvo en seco. Sonaba más como un ariete que el golpe del escudo en madera
que habíamos oído antes.
—¡Tuttugu! ¡Aceite! —Y Snorri apartó la cubierta del agujero de asesino. Miró hacia
abajo, frunciendo el ceño—. No hay nada...
¡BOOM!
El sonido del impacto le ahogó.
—¡Maldición! ¡Viene de dentro! —Snorri se dio la vuelta de repente hacia Ein, que
estaba de pie en la puerta con la espalda hacia ella.
—Encontraré... —Ein dejó la frase cortada y se tambaleó hacia delante, acompañado
por golpe de astillas. Algo fuerte y grueso y recubierto de vísceras, ahora sobresalía
por debajo de su esternón. Un momento después, la puerta se desprendió de sus
bisagras y el horror de fuera sacudió la puerta y el cadáver de Ein del apéndice que los
había empalado a ambos.
—¡Jesús! —Un grito. Algo caliente me corría por la pierna. Me gustaría decir que era
sangre. La cosa bloqueó el pasillo, una masa rodante de carne derretida y ennegrecida,
huesos incrustados, un casco hendido, un cráneo, todavía humeantes, los restos
malolientes del fuego de la hoguera, templado y animado en algo más parecido a una
corrupta y gigante babosa que a cualquier hombre.
Snorri saltó más allá de mí, rugiendo y tosiendo. Trozos de carne humeante volaron
por la habitación. El hedor de la cosa me dejó de rodillas vomitando. La mayor parte
de mi vómito descendió por el agujero de asesino, pero no había nadie para recibir el
torrente. El rugido de Snorri continuó durante bastante tiempo, marcado por los auges
de abajo.
Cuando finalmente levanté la cabeza, Snorri detuvo su ataque. La pesadilla había caído
en la puerta, derramándose un metro más o menos en la habitación, desbordando parte
de la puerta y cubriendo las piernas de Ein hasta la cadera. Aparte de donde Snorri
hundió su hacha en él una vez más, por si acaso, no parecía tener ya movimiento.
—Está hecho. —Tuttugu desde al lado del fuego, nervioso, casi saltando sobre su
pierna buena.
Tuttugu apenas había cerrado la boca cuando la cabeza de Ein se levantó bruscamente
del suelo. Los ojos que fijó en mí fueron los mismos ojos que vi la última vez en una
montaña en Rhone, y mantenían la misma hambre de los no muertos. Los labios se
movieron, pero cualquiera que sea la cosa que Ein había estado a punto de decir fue
cortada, con la cabeza, a modo de hacha descendente de Snorri.
—Lo siento, hermano. —Agarró la cabeza cortada por el pelo y la arrojó en el fuego
de la chimenea.
—Esto no es todo —dije. Había habido mucho más en la estructura de la hoguera que
la masa ante nosotros.
A modo de confirmación las puertas de abajo se abrieron haciéndose astillas; en
realidad las restricciones en la barra de bloqueo debían haberse roto en lugar de las
puertas. Dos hombres podrían haber abierto las puertas desde el interior sin mucho
problema, pero el monstruo insensato de los nigromantes habían levantado carecía de
la destreza o inteligencia requerida. En su lugar, había maltratado la barra de bloqueo
para liberarla y ahora, desgastado al igual que su contraparte más pequeña en lo alto,
se derrumbó a través de la abertura que había hecho.
—¿Y ahora qué? —Necesitaba correr a algún lugar.
—Corremos —dijo Snorri
—¡Oh, gracias a Dios! —A pesar de que yo no podía hacer más que cojear con mis
costillas rotas. Me detuve un momento y lo miré. Parecía ser la admisión definitiva de
la derrota, Snorri huyendo de la lucha—. ¿A dónde?
Él ya había abierto la segunda puerta, la que conduce a las cámaras dentro del espesor
de las paredes de la izquierda de la puerta de entrada, aquella donde habíamos luchado
contra Broke-Oar.
—Hay una cámara acorazada en la torre. Puertas de hierro. Muchos candados.
Tenemos que aguantar hasta la mañana. —Se apresuró a través del helado corredor
más allá, el aliento humeando alrededor de él.
—¿Por qué? —le grité tras él, tratando de mantener el ritmo. Yo era todo correr y
esconderse, pero esperaba que hubiera una razón mejor de retrasar lo inevitable. Detrás
de mí la muleta de Tuttugu chasqueó contra las losas mientras se balanceaba de acuerdo
a la velocidad de la que era capaz.
—¿Por qué? —Casi sin aliento cuando estuve a cien metros de él.
Snorri, esperando al frente de un tramo de escaleras, miró más allá de la luz de la
linterna que se balanceaba de Tuttugu.
—¡Date prisa!
—¿Por qué? —Casi llegué a agarrarme a él.
—Debido a que no podemos ganar. No en la oscuridad. Tal vez por la mañana estas
magias, estas criaturas... Tal vez no serán tan fuertes. Tal vez no. De cualquier manera,
vamos a morir a la luz del día. —Hizo una pausa—. No me importan los dones de
Aslaug. No me gusta en lo que ella ha tratado de convertirme. —Una sonrisa—. Vamos
a ir al Valhalla con el sol en nuestras caras.
Snorri se detuvo para que respondiera. Todo lo que tenía que decir era que no creía que
el sol nos encontraría en una cámara acorazada, enterrada en medio de la fortaleza,
pero mantuve esas palabras detrás de mis dientes. Sonrió de nuevo, esta vez vacilante,
luego se volvió y echó a andar por las escaleras. Lo seguí, maldiciendo que tuviera más
escaleras heladas con las que lidiar, aunque el gordo Tuttugu y su rodilla rota lo
tendrían más difícil detrás de mí.
El hielo había sellado la puerta del patio. Snorri lo rompió, abrió y nos esperó, el viento
aullando en el exterior.
—¿Cómo vamos a entrar siquiera? —jadeé la pregunta.
—Tomé las llaves de Sven Broke-Oar. —Snorri dio unas palmaditas en la chaqueta—
. He estado allí ya. Está abierto todo. . . tenía que buscar. . . —Él encapuchó su linterna
para que no hubiera destello de ella mostrado. Tuttugu hizo lo mismo cuando llegó
resoplando en la parte inferior de las escaleras.
Salimos al patio. No pude ver nada más que un puñado de luces alrededor de las
grandes puertas por las que los vikingos rojos llegaron. Sin duda estarían atendiendo a
sus compañeros y tiendas primero. Sin comida y combustible se enfrentaban a un futuro
sombrío. Fortaleza o no, el Hielo Amargo los mataría a todos.
—Vamos. —Snorri dirigía.
—¡Espera! —Literalmente no podía verlo. Podríamos estar separados y perdemos el
uno al otro en la oscuridad. El amanecer estaba a mucho menos de una hora de
distancia, pero el cielo no tenía ningún indicio de ello.
Tuttugu cojeó entre nosotros y puso una mano en el hombro de Snorri.
—Apóyate, Jal.
Me aferré a Tuttugu, y en un convoy ciego salimos, crujiendo sobre el hielo y la nieve,
a través de la expansión del patio.
Los vikingos rojos podrían estar ocupándose ellos mismos asegurando sus viejas
posesiones, pero me preocupaba más por aquellos que los habían llevado hasta allí. La
noche se sentía embrujada, el viento hablando con una voz nueva, más fría y más mortal
que antes, aunque yo no lo hubiera creído posible. Nos apretujamos, y con cada paso
yo esperaba alguna mano puesta sobre mi hombro, tirando de mí hacia atrás.
A veces, nuestros peores temores no se cumplen, aunque en mi experiencia es sólo para
hacer espacio para los temores que nuestra imaginación ya no tiene espacio para
albergar. En cualquier caso, llegamos a la torre y Snorri puso una gran llave de hierro
en la cerradura de la sub puerta, situada dentro de un portal mayor, suficientemente
grande como para admitir vagones. Con esfuerzo giró la llave, pensé que encontraría
la cerradura demasiado congelada, pero de nuevo mis temores eran infundados; el
seguro después de todo había sido construido en el frío, por personas que entienden el
invierno.
Snorri dirigió el camino al interior. Cerró la puerta, puso seguro, descubrió su linterna.
Nos quedamos quietos por un momento, nosotros tres, mirando a los rostros pálidos de
los otros, rostros salpicados de sangre, nuestro aliento flotando ante nosotros.
—Vamos. —Snorri siguió adelante, enhebrando a través de varias cámaras vacías, más
puertas, más escaleras; menos congelado aquí más adentro del edificio. Nos
apresuramos a través de las salas desiertas, sombras balanceándose a nuestro alrededor
con el movimiento de nuestras dos linternas. Nuestra burbuja de iluminación
provisional navegó a través de una incontenible oscuridad. Nuestros pasos resonaban
en los lugares fríos y vacíos y parecía que hacíamos un ruido horrible. Aparté la frase
lo suficientemente fuerte como para despertar a los muertos en la recóndito de mi
mente. Pasajes secundarios bostezaban a nosotros mientras pasábamos, oscuros y
amenazantes. Más adelante, a través de un arco alto en un largo pasillo, había una
puerta de hierro entreabierta al final de la misma.
—Ahí. —Snorri hizo un gesto con su hacha—. Esa es nuestra fortaleza.
¡Salvación! En el peor de los tiempos, incluso la salvación temporal se sentía como una
bendición. Eché un vistazo hacia atrás al arco, convencido de que algún horrible peligro
podría dar un paso fuera de las sombras en cualquier momento y hacernos sufrir.
—¡Dense prisa!
Snorri corrió al otro lado y, con un chirrido de bisagras, tiró la puerta de par en par para
que pasáramos a través. Más allá había un estrecho conjunto de pasillos con una serie
de puertas espesas de hierro. O bien Snorri las había abierto en su visita anterior o
estaríamos buscando a tientas con las llaves, mientras que las sombras llegaban a
nuestras espaldas. Cuando tiró de la primera se cerró detrás de nosotros, el sonido de
él cerrándola era un tipo especial de música para mis oídos. Todo mi cuerpo se
desplomó mientras esa horrible tensión disminuía.
Me pregunté dónde podrían estar Freja y Egil y esperaba que fuera un lugar seguro. No
lo mencioné, sin embargo, en caso de que Snorri decidiera salir en busca de ellos de
nuevo. Si habían durado todo este tiempo, durarían un poco más, me dije. En el ojo de
mi mente los imaginaba, encajando en las descripciones de Snorri, Freja competente,
determinada... No iba a perder la esperanza, no en él, no mientras que su hijo viviera.
Vi al chico también, flaco, pecoso, inquisitivo. Lo vi sonreír —la sonrisa fácil que tenía
su padre— y correteando fuera, haciendo travesuras entre las chozas de Ocho Muelles.
No podía imaginarlos aquí, no podía imaginar lo que este lugar podría haber hecho de
ellos.
Me recosté contra la pared un momento, cerrando los ojos y tratando de convencerme
de que el hedor a tumba en el aire era mi imaginación. Tal vez lo era, o tal vez la cacería
había estado tan cerca como me temía, pero de cualquier manera el cierre de esa puerta
era una cosa buena. Una cosa muy buena de hecho. Snorri colocó pernos caseros
gruesos, en la parte superior e inferior. Mejor aún.
—Sigamos en movimiento. —Me indicó con la mano, con cuidado de no tocarme; el
aire crujía y escupía si nos acercábamos demasiado y mi piel brillaba tan intensa que
casi podía iluminar el camino. Cuatro puertas estaban entre el pasillo y la cámara
acorazada. Snorri aseguró las cuatro detrás de nosotros, las atornilló también en caso
de que el enemigo tuviera copias adicionales de las llaves.
Con la última puerta cerrada detrás de nosotros nos derrumbamos en los sacos
amontonados alrededor de las paredes. Las linternas revelaron una pequeña habitación
cúbica, sin ventanas o cualquier salida, excepto por la que entramos.
—¿Qué hay en los sacos? —preguntó Tuttugu, palmeando uno que sobresalía de
debajo de él.
—Maíz negro, harina de trigo, un poco de sal. —Snorri hizo un gesto hacia dos barriles
en la esquina opuesta—. Hielo picado, y en el otro, whisky.
—Podríamos sobrevivir un mes con esto —dije, tratando de imaginarlo.
—La luz del día. Eso es todo lo que estamos esperando. Por la mañana atacaremos. —
Snorri parecía sombrío.
Por mucho que quisiera discutir, tenía sentido. Ningún alivio vendría, ningún refuerzo
que fuera a llegar. O bien entrarían finalmente, o moriríamos de hambre en nuestra
propia suciedad. Aun así, yo sabía que cuando fuera hora de salir, para realmente
ponernos en manos de los no nacidos, ellos tendrían que arrastrarme. Preferiría
cortarme las venas y acabar de una vez.
—¿Qué hay ahí fuera, Snorri? —Me recosté y observé las sombras danzando en el
techo—. ¿Acaso Aslaug te lo dijo? ¿Dijo lo que había visto en la oscuridad?
—No Nacidos. Tal vez una docena de ellos. Y lo peor de ellos, el Capitán No Nacido.
El líder del Rey Muerto en el Norte. Todas las tropas desenterradas para cualquier
guerra que esté planeando. Las tropas son sólo un extra. Tras lo que van detrás
realmente es la llave de Rikeson. No es que Rikeson le diera forma. Aslaug dice que él
engañó a Loki con eso. O Loki dejó que pareciera de esa manera, pero en realidad fue
Loki quien engañó a Olaaf Rikeson para llevársela.
Tuttugu extendió su pierna, olfateando y tirando de sus pieles sobre él. Arrugó la nariz,
desaprobando el aire.
—Baraqel no me dice nada útil. Supongo que los mejores secretos son dichos en la
noche. —No le presté demasiada atención a la charla de Aslaug de Loki. Parecían las
voces que la luz y la oscuridad usaban para hablar con nosotros eran las que les
habíamos dado nosotros, tomadas de nuestras expectativas. Lógico, entonces, que las
explicaciones deberían venir a Snorri envueltas en cuentos paganos, mientras que yo
conseguí la versión verdadera, hablada por un ángel, como uno podría ver en las
vidrieras de la catedral en Vermillion.
¡Vermillion! Dios, cómo quería estar de vuelta allí. Me acordé de aquel día, el día que
dejé la ciudad—ese loco caótico torbellino de día—y antes de que yo hubiera roto mi
ayuno esa mañana la Reina Roja se había inclinado a nuestros oídos, de todos nosotros
los nietos, y al final cuando estaba desesperado por estar fuera, haciendo mis propios
planes, ¿no había estado hablando la abuela de las tareas, de misiones, de la caza de...
una llave?
—Huele a algo que se arrastró aquí y murió. —Tuttugu interrumpió mis pensamientos.
Olió de nuevo, lanzando una mirada sospechosa a mi camino.
Lo hice callar ondulando una mano. Las piezas estaban uniéndose en mi mente. La
historia de la Reina Roja acerca de una puerta de la muerte, una puerta real. ¿Quién iba
a querer abrir una puerta así?
—El Rey Muerto...
—Jal... —Tuttugu trató de cortarme.
—¡Estoy pensando! —Pero las puertas de la muerte no podían ser nunca abiertas, el
candado no...— ¡La llave de Loki puede abrir lo que sea!
—¡La llave de Loki puede abrir cualquier cosa!
—¡Jal! —Snorri lanzándose a sus pies—. ¡Al suelo!
Un saco vacío cayó sobre mis hombros mientras me lanzaba hacia adelante, olvidando
lo mucho que me dolería. Oí el desplazamiento del grano y su derrame. El hedor de
tumba se intensificó en algo casi físico.
—¡No! —gritó Tuttugu, y se lanzó a lo que había subido detrás de mí, con el hacha
levantada. Golpeé el suelo y mi mundo se iluminó con la agonía del impacto contra
mis costillas rotas. Un golpe carnoso y con los ojos entrecerrados, alcancé a vislumbrar
a Tuttugu volando al otro lado de la habitación. Él golpeó la pared con el tipo de crujido
que significaba que no se levantaría de nuevo.
Me di la vuelta y los no nacidos se alzaban por encima de mí, desenrollado
extremidades largas y escabrosas, derramando los sacos llenos y vacíos saqueando lo
que había sido escondido debajo. Una cara recién desollada miró hacia mí, la parte
superior del cuero cabelludo mojado y sin pelo casi raspando el techo. Los ojos tenían
la misma hambre salvaje que los que me habían perseguido durante toda este largo y
salvaje vuelo de la Marcha Roja, pero no eran los mismos ojos que se habían puesto a
correr la noche de la ópera, lo que parecía hace una vida. Estos aterraban, pero tenían
poco de ese horrible saber.
Me tambaleé de lado y traté de arrastrarme hacia la puerta mientras una mano hecha
de carne hecha jirones y demasiados huesos se alargó a por mí.
—¡Jal! —Snorri dio un salto. Snorri siempre saltaría. Cortó el brazo, barriéndolo a un
lado. El no nacido lo agarró con su otra mano, garras de hoz triturando a través de
muchas capas de piel y el músculo.
Casi llegué a la puerta. Lo que hubiera hecho si hubiera llegado a ella no podía decirlo.
Arañaría el hierro frío en desesperación, lo más probable. El no nacido me salvó de
esas uñas rotas al encajar un largo y sucio dedo a través de mi costado y arrastrándome
hacia atrás. Luché cada centímetro del camino, gritando y pataleando. Mayormente
gritando.
Snorri volvió a la carga, empapado en su propia sangre, y los no nacidos lo cogieron
por la cintura, levantándolo de la tierra, garras hundiéndose profundamente.
—¡Muere, bastardo! —Un aullido mientras sus ojos se oscurecían. Y con lo último de
su fuerza, Snorri ver Snagason balanceó el hacha de su padre, acarreando la pesada
arma a través del aire en un oscilación lateral, girando en el agarre de los no nacidos,
conduciendo sus garras aún más profundo pero añadiendo impulso a su golpe. La hoja
cortó a través de la luz de la linterna, arrastrando rayos de oscuridad. Cortó en la cabeza
del no nacido, dividiendo ese cráneo impío, y con un rugido Snorri tiró el hacha
liberándola, salpicando suciedad gris mientras él resquebrajaba ampliamente al
monstruo.
Las convulsiones del no nacido nos lanzaron lejos, esparciendo granos, sal, piezas de
sacos desgarradas mientras se retorcían y disminuían. Me acosté con sangre
vertiéndose en un río, del agujero oscuro que la criatura me había hecho. Snorri se se
encontró sobre sus pies de nuevo, aunque apenas, balanceándose mientras arrastraba
su hacha hacia el enemigo.
En el momento en que el nórdico llegó a través de la habitación, todo lo que quedaba
en medio de un tumulto de huesos viejos y piel mudada, retorcido y ennegrecido, era
una pequeña cosa roja. Parecía casi como un bebé. Y, cayendo de rodillas ante él, Snorri
se inclinó y lloró como si su corazón se hubiera roto.
Capítulo 30
—Estamos jodidos. —Levanté la mano para limpiarme la sangre de la boca. Se sentía
el brazo como de otra persona, casi demasiado pesado para moverse. Demasiada sangre
que limpiar. Debí de haberme mordido la lengua.
—Lo estamos. —Snorri se recostó, los sacos a su alrededor se tiñeron de color carmesí.
Su pierna parecía incómoda, doblada torpemente debajo de él, pero si le molestaba
carecía de la fuerza para moverla. Me molestaba verlo así, sin lucha en él. Snorri nunca
se rendía. Él nunca lo haría, no con su esposa e hijo tan cerca. Lo miré de nuevo, tirado,
sangrando, derrotado. Y entonces lo supe.
—Dime. —Me acosté en sacos con cada parte tan sangrienta como aquellos que había
debajo de él. Ambos nos desangraríamos hasta la muerte pronto. Quería saber si esto
había sido alguna vez una misión de rescate; si su esposa e hijo pudieran haber sido
salvados—. Dilo todo.
Snorri escupió sangre y abrió la mano para dejar caer el hacha.
—Broke-Oar me lo dijo, en el salón, él me lo habría dicho cuando me tenía cautivo. Él
me dijo que no preguntara, el día en que me capturaron, y me asustó eso... No tenía el
coraje de preguntar. Él dijo que no debería preguntarlo o lo diría. Y no lo hice, y él
mantuvo su silencio. —Snorri dibujó un gran respiración lenta. Su pómulo se había
destrozado; pedazos de hueso se veían a través de la piel—. Pero en el salón con Aslaug
llenándome y sus ojos apagándose, le pregunté de nuevo... Y esta vez, respondió. —
Snorri respiró temblando y mi rostro se entumeció, mis pómulos hormiguearon, ojos
calientes y llenos—. Egil y los otros niños que fueron entregados a los nigromantes.
Las vidas de los niños pueden alimentar a los no nacidos y a los horrores no-muertos
igual de malos. —Otra respiración, conteniéndola—. Las mujeres fueron asesinadas y
sus cadáveres resucitados, entonces las utilizaron para extraer el hielo. Sólo Freja y un
puñado de otras personas se salvaron.
—¿Por qué? —Tal vez yo no quería saberlo después de todo. Mi vida se hacía un
charco carmesí en el suelo a mi alrededor. Recuerdos brillantes llamándome, días de
descanso, momentos dulces. Mejor pasar el tiempo que me quedaba con ellos en su
lugar. Pero Snorri necesitaba contármelo, y yo tenía que dejarle.
Morir no fue tan malo como me había imaginado. Había pasado tanto tiempo asustado,
soporté tantas muertes en mi imaginación, pero ahí yacía, cerca del final, casi en paz.
Dolía, sí, pero yo tenía un amigo cerca y cierta calma me envolvía.
—¿Por qué? —le pregunté de nuevo.
—No te lo dije. —Snorri se quedó sin aliento por algún dolor repentino—. No pude.
No era una mentira. Simplemente no podía decir las palabras… demasiado grande…
si tú…
—Entiendo. —Y lo hice. Algunas verdades no se pueden hablar. Algunas verdades
tiene espinas; cada palabra te desgarraría desde dentro si la obligaras a llegar a los
labios.
—Ella, Freja, mi esposa. —Un respiración contenida—. Freja estaba embarazada.
Llevaba a nuestro hijo. Por eso la conservaron. Para hacer no nacidos. Murió cuando
le arrancaron al bebé de su vientre. —Una respiración estalló de él en una pulverización
color carmesí, el dolor escapando en cortos jadeos húmedos, que los hombres hacemos
para no llorar como niños.
—¿Embarazada? —Todo este tiempo y no había hablado de ello. Nuestro largo viaje
una carrera sin esperanza por el destino de ese bebé. Una lágrima rodó por mi mejilla,
caliente y lenta, enfriada al encontrarse con el aire helado.
—Acabo de matar a mi hijo. —Snorri cerró los ojos.
Giré la cabeza y vi una vez más el feto acurrucado en medio de la ruina del cuerpo que
los no nacidos habían integrado; el núcleo del mismo, el potencial, mal usado y
malgastado por algún horror que nunca había vivido.
—Tu hijo... —No le pregunté cómo podía saberlo. Tal vez ese vínculo entre ellos había
dejado que los no nacidos conocieran su mente, los había llevado a esperarnos en esta
sala. Yo no pregunte nada; no tenía las palabras. En lugar de ello dije la más pequeña,
la que debería haber utilizado más en mi corta y tonta vida.
—Lo siento.
Nos quedamos un largo rato sin hablar. La vida se filtraba lejos de mí, gota a gota.
Sentía que debía extrañarla más
Un ruido de chirrido rompió el silencio.
—¿Qué demonios? —Levanté la cabeza una fracción. Sonaba como...
—¡Bisagras! —Snorri se levantó, lentamente, apoyándose en los codos.
—Pero trabaste la puerta. —El chirrido de hierro sobre hierro hizo que me rechinaran
los dientes—. La atornillaste también.
—Sí.
Otro sonido chirriante. Esta vez más fuerte, más cercano.
—¿Cómo es eso posible? —Parte de la energía regresaba a mi voz ahora. Un borde de
lloriqueo también, lo admito—. ¿Por qué no están teniendo que romperlas?
—Ellos tienen la llave. —Snorri tomó su hacha, gimiendo.
—¡Pero tú atornillaste todas las puertas! Te vi.
Otro grito, el ruido del viejo hierro raspado a través de la piedra cuando la tercera puerta
se rindió. Sólo quedaba una, la puerta en la que tenía fija mi mirada horrorizada.
—La llave. La llave de Rikeson. La llave de Loki. La llave que abre todas las puertas.
—Snorri logró sentarse, mortalmente pálido, un temblor en sus extremidades—. Es el
Capitán No Nacido. Deben haber encontrado la llave bajo el hielo.
Nos quedaban unos minutos. Escuché un seco rasguño detrás de la puerta y el óxido
floreció a través del antiguo hierro negro. Se sentía más frío de repente en esa
habitación, y más triste, como si un peso de dolor se hubiera instalado sobre mis
hombros. Más de lo que podía soportar.
—Jal... ha sido un honor. —Snorri tendió la mano hacia mí—. Estoy orgulloso de
haberte conocido. —Rozó su palma de la mano sobre la hoja de hacha de su padre,
haciéndose un corte—. Sangra conmigo, hermano.
—Ah, diablos. —Los tornillos se dispararon de nuevo en la última puerta con réplicas
fuertes—. Siempre supe que intentarías hacer esta mierda de Vikingo conmigo. —La
puerta comenzó a abrirse mientras temblaba, centímetro a centímetro, empujando los
sacos a un lado—. Igualmente, Hauldr Snagason. —Corté mi palma sobre la hoja de la
espada, estremeciéndome por la profunda hendidura en ella, y sostuve la mano hacia
Snorri, ahuecando la sangre.
La puerta se abrió, la última mitad de su recorrido y, allí en la luz mortecina de nuestras
linternas, el Capitán No Nacido esperaba, encorvado dentro de los límites del corredor,
una parodia de carne, malformaciones de todo tipo, una plaga de huesos que
sobresalían de una cara que sólo hablaba de necesidades horribles.
En algún lugar más allá de los muros de la Fortaleza Negra el sol empujó su borde
brillante sobre el horizonte de hielo y se rompió la larga noche.
El aire entre Snorri y yo escupía y chisporroteaba mientras nuestras manos agarraban
la del otro. Mi brazo lleno de una luz tan feroz que no podía mirarlo. Snorri se convirtió
en chorro, un agujero en el mundo que se comió toda la iluminación y se volvió nada.
El no nacido se lanzó hacia delante.
Estrechamos las manos.
El mundo se fracturaba.
La Noche entrelazada al día.
Casi todo explotó.
***
La magia de la Hermana Silenciosa nos abandonó y persiguió a su presa. Las
detonaciones resonaron en toda la torre, hacia el patio del amanecer oscuro, y más allá
de las paredes. El Capitán No Nacido había durado menos que un latido de corazón.
Las grietas gemelas habían corrido a través de él, lo oscuro había cruzado la luz, y
pequeños trozos de él habían rebotado sobre el corredor según corrían las grietas.
La fuerza de la explosión nos lanzó de espaldas y nos envió lejos. Me faltaba la fuerza
para estar en desacuerdo y quedarme donde la explosión me había tirado.
La grieta que había corrido lejos de nosotros comenzó en el suelo y en el lugar donde
teníamos las manos juntas, el lugar donde la sangre se había mezclado y derramado. El
extremo libre de ello comenzó a extenderse, más lento éste, fracturando la piedra con
un sonido como hielo rompiéndose, la fisura brillante tejida con la oscura.
—¡Cristo! —blasfemé. Podría también morir con un pecado final sobre mis labios.
La grieta se desvió hacia mí, deslumbrantemente brillante, cegadora oscuridad.
Parpadeé ante ella y detrás de mis ojos un eco de Baraqel estaba de pie, con las alas
plegadas.
—Está en tus manos ahora, Jalan Kendeth.
Lo maldije para que se fuera y me dejara morir.
—Está en tus manos. —Más tranquilo ahora, la imagen más débil.
Snorri luchaba por ponerse en pie, con su hacha para apoyarse. De alguna manera, el
gran hijo de puta estaba realmente haciéndolo, demasiado tonto para saber cuándo
detenerse. Sin embargo, no era digno de un príncipe de la Marcha Roja ser superado
por un terrateniente norteño. Rodé, maldiciendo, puse la punta de mi espada en la
brecha entre las losas, y traté de levantarme. Era demasiado difícil. En algún lugar en
el fondo de mi mente la Abuela se alzaba, alta, real, aterradora como el infierno en su
ropa escarlata ¡Levántate! Y, rugiendo por el esfuerzo y el dolor, lo hice.
Un paso atrás y mis hombros estaban en la pared, la grieta a un metro de mí, los sacos
desparramados así como la piedra fracturada debajo de ellos, granos de maíz saltando
en el aire y abriéndose desde el interior, con los curiosos sonidos que hacen al estallar.
Cuando no hay ningún lugar a donde correr, a veces hay que recurrir a medidas
extremas. Baraqel había estado hablando sobre mi linaje. La imagen de la Reina Roja
dominó mi imaginación en ese momento, al mando, sin miedo, pero sobre sus hombros
vi a Garyus y la Hermana Silenciosa, y ante ella, mi padre. He tomado su nombre en
vano el tiempo suficiente, lo llamé un cobarde, un borracho, un sacerdote hueco, pero
yo sabía en el fondo lo que le había roto y que había permanecido firme cuando mi
madre lo necesitaba y no se rindió a sus demonios hasta que ella ya no tenía
recuperación.
Di un paso hacia la fractura, la grieta entre los mundos, me arrodillé sobre una rodilla,
extendí la mano.
—Esto es mío, yo lo hice y el encantamiento desde el cual se extendió comenzó con
mi linaje; una cadena ininterrumpida de sangre se une de mí a la que establece el
hechizo. —Y la alcancé con la mano y con cualquier otra cosa que yaciera en el núcleo
de mí y la cerré con los dedos pulgar e índice.
A lo largo de su longitud la fisura brilló, se oscureció, brilló de nuevo, y se encogió
sobre sí misma hasta que sólo un trocito de ella permanecía, brillante y oscura, dirigida
desde donde la cerraba entre el índice y el pulgar.
La fractura se flexionó y gimió, una miniatura difundiéndose de donde la sostenía,
ahora a través del dorso de mi mano, infligiendo un dolor insoportable.
—No puedo contenerla, Snorri. —Yo ya estaba muriendo, pero el hechizo de mi tía
abuela parecía listo para hacer que eso sucediera de inmediato en lugar de dentro de
una hora.
Tuvo que arrastrarse, lanzándose a sí mismo sobre los sacos, los gruesos músculos de
sus brazos temblando por el esfuerzo, la sangre negra derramándose de su boca. Pero
lo logró. Su mirada se encontró con la mía cuando llegó para cerrar el otro extremo.
—¿Va a morir con nosotros? ¿Será este el fin de esto?
Asentí con la cabeza, y él cerró los dedos índice y pulgar en el otro extremo.
Capítulo 31
El crepitar de los troncos, quemándose en la chimenea. Me relajé. En mi sueño había
sido el fuego del infierno esperando para alimentarse de mi pecado. Me quedé durante
largos minutos sólo disfrutando de la calidez, viendo sólo el juego de luces y sombras
con los ojos cerrados.
—¡Corre! —Me moví a una posición sentada cuando recordé la cámara acorazada, los
no nacidos, las puertas abriéndose.
—¿Qué demonios? —Miré a las pieles que se habían deslizado de mí, a la piel suave,
donde me habían perforado, sin duda perforando la parte blanda, órganos vitales con
los cuales están equipados los hombres. Presioné la región, y aparte de un poco de
sensibilidad, nada. Recorriéndome con las manos a mí mismo, acariciando y
pellizcando, no encontré ninguna lesión peor que alguna contusión.
Miré a mí alrededor. Un salón en la Fortaleza Negra, Tuttugu caminando hacia mí con
una leve cojera.
—¡Estás muerto! —Me eché sobre mi espada—. ¡Te vi golpearte contra la pared!
Tuttugu sonrió y se acarició la barriga.
—¡Acolchado! —Luego, más serio—. Habría muerto si no hubiera sido curado. Tú
también.
—¿El no nacido? —Snorri había dicho que eran una docena o más. La saliva se secó
en mi boca, las manos extendidas todo lo que pudiera para enmarcar la pregunta.
—Todo aquél que no fue destruido ha huido. Nigromantes, Vikingos Rojos, hombres
muertos... todos se han ido —dijo Tuttugu—. ¿Cómo te sientes? —Parecía un poco
aprensivo.
—Bien. Muy bien. Mejor que bien. —Los dedos presionados donde mi muslo había
sido cortado no producían dolor alguno—. ¿Cómo es eso posible?
—¿No te estás sintiendo... malvado... entonces? —Tuttugu apretó los labios en una
línea, su cara una máscara.
—Um, no... no especialmente. —Busqué alrededor para ver a Snorri pero no vi nada
más que pieles y algunos suministros atados en fardos—. ¿Cómo sucedió esto? —No
me podía curar a mí mismo.
—Snorri lo hizo. —Tuttugu sonaba lúgubre. —Dijo que un valkiria...17.
—¿Un ángel?
—Él dijo Valkiria. Dijo que la valkiria le ayudó. Había más, pero no podía hablar
mucho al final. Dijo... pero no hay valkirias masculinas. Creo que la valquiria era un
dios...
—¿Baraqel? ¿Dijo Baraqel?
Tuttugu asintió.
—¿Al final? —Mi estómago se hizo un nudo frío. Recordé lo mucho que cualquier
curación tomaba de mí. —¿Él está...
—¿Muerto? —Tuttugu cojeó hacia las pieles amontonadas—. No. Pero debería estarlo.
—Sacó una piel de lobo a un lado y allí estaba Snorri, pálido pero respirando. Parecía
estar dormido más que inconsciente. Los huesos rotos en su rostro se habían colocado
de nuevo y la piel cosida sobre ellos—. He hecho lo que me fue posible. Sólo podemos
esperar ahora.
—¿Cuánto tiempo he estado durmiendo? —Parecía importante, incluso con nuestros
enemigos huyendo.
—Durante todo el día, Jal. Es casi la puesta del sol.
—Pero si Snorri... ¿Baraqel, dijiste? Y la curación. Así que él es el jurado a la luz ahora.
—Miré de nuevo donde mis heridas deberían estar. —Entonces el que está jurado a lo
oscuro es...
Tuttugu asintió.
—Ah.
Me recosté. Sería un largo viaje de regreso a Vermillion, y si no vencíamos a la llegada
del invierno, entonces la Fortaleza Negra sería nuestra casa hasta la primavera. Lo
lograría, sin embargo, y me gustaría tener todo lo que aún quedaba de mi coraje recién
descubierto y de pie ante el trono de la Reina Roja y exigirle que su hermana fuera
condenada a retirar este hechizo de nosotros.

17
"Valkyrie", está en inglés y significa Valkiria.
Las valkirias son seres pertenecientes a la mitología nórdica. Eran mujeres guerreras enviadas por Odín, dios
principal de esta mitología. La tarea de las valkirias era seleccionar a los guerreros más valientes y bravos que
habían caído en la batalla, y llevarlos al Valhala, lugar donde estos guerreros lucharían y entrenarían por el
día y festejarían durante toda la noche junto a los dioses.
Todo eso, por supuesto, dependía de que nadie fuera capaz de convencerme entre ahora
y entonces.
En algún lugar el sol se estaba poniendo. Cerré los ojos y esperé para ver lo persuasiva
que sería Aslaug.
***
Seis semanas más tarde y las primeras nieves profundas de invierno llegaron, cayendo
del cielo plomizo, impulsadas por un viento cruel.
—¡Tráeme otra cerveza, quieres, Tuttugu, aquí hay un buen chico!
Tuttugu se encogió de hombros complaciente, apartó su pollo asado a un lado, y se fue
a llenar una jarra de cerveza en el barril.
Afuera, las calles de Trond yacían tapadas con nieve. No me importaba. Me acurruqué
otra vez más profundamente en la piel de lo que debía haber sido un oso blanco, casi
tan grande como el que saltó Snorri los Fosos de Sangre. Muy acogedor. Nadie vino o
se fue sin una buena causa y la taberna Tres Hachas vio poco comercio, la cual era
probablemente la razón por la que el dueño me había vendido el lugar entero, cerrado,
abastecido y no pocos barriles, por sólo dos de los diamantes desencajados del
medallón de mi Madre.
Fue bueno tener tantos temores fuera de mí, tantas preocupaciones arrojadas, para estar
seguro y cálido en las garras del invierno. Las únicas preocupaciones que pudieran
agobiarme ahora en las largas noches eran pequeñas, o al menos lejanas. El problema
de Maeres Allus parecía pequeño en comparación con el problema de cómo llegar a
casa. De hecho, lo único que me podía robar el sueño, al menos lo único no invitado,
era la idea de que, a pesar de que el Capitán No Nacido me había asustado hasta el
punto de que mi corazón se olvidó de palpitar, y aunque su mirada era una cosa terrible,
esos no eran los ojos que me habían mirado a través de la ranura de esa máscara de
porcelana, en la ópera hace tantos y tantos kilómetros y meses. Esa mirada había sido
peor todavía y me perseguía incluso ahora.
***
La vida es buena.
Hoy Astrid tiene que estar en su trabajo en la ciudad, pero tengo a la encantadora Edda
para calentarme en su lugar. Snorri dice que va a terminar en lágrimas y ha optado por
dirigirme miradas de disgusto, como si yo debiera haber aprendido algo ya. Mi propia
opinión es que si continúo haciendo malabares, entonces todas las bolas se quedarán
en el aire (incluso Hedwig, una belleza en la que he puesto el ojo e hija de Jarl Sorren)
y mi castigo nunca llegará, sin embargo muy merecido. Aslaug está de acuerdo. Ella
es, todo hay que decirlo, mucho más agradable que lo que fue Baraqel alguna vez.
Estoy sorprendido de que Snorri la tomara en contra de ella.
Sí, debo crecer y, sí, lo haré, pero hay tiempo para eso mañana. El hoy es para vivir.
Así que aquí estamos, cómodamente en el Tres Hachas, sin nada que hacer, pero
haciendo nada. El invierno nos ha encerrado, a salvo del mundo exterior, atrapados en
nuestro propio mundo interior. Irónico cuando nuestro premio era una llave que puede
abrir cualquier cosa, y aquí estamos encerrados, encerrados en Trond hasta que la
primavera desbloquee el hielo y nos haga libres.
Durante un tiempo, allá en esa horrible fortaleza, con Baraqel regañándome y mi
pequeña y podrida existencia llegando rápidamente a un punto preciso, empiezo a
preguntarme si podría haber hecho un trabajo mejor en la empresa de la vida. Empecé
a ver a mi antigua vida de vino, canción, y de tantas mujeres que me tendrían como
algo superficial. Incluso de mal gusto. En la caminata a través del hielo y en esa noche
oscura dentro de la Fortaleza Negra, confieso estar deseando más tiempo, con la
promesa de que trataría a todos mejor, dejar de lado los malos prejuicios. Decidí buscar
a Lisa DeVeer, jurar fidelidad, arrojarme en su misericordia, para ser el hombre que mi
edad exigía, no el niño consentido. ¡Y el horror de todo era que yo lo decía en serio!
No pasó mucho tiempo para que Aslaug me hablara con condescendencia. Todo lo que
realmente necesitaba era a alguien para que me hiciera saber que había estado muy bien
como estuve, me diera una palmada en la espalda y me dijera que el mundo me estaba
esperando ahí fuera, ¡y que fuera a buscarlo!
En cuanto a Snorri, es más sombrío que nunca ahora que Baraqel le da un sermón cada
amanecer. Uno pensaría que con su familia perdida y su venganza exigida, seguiría
adelante. Tuttugu lo hace. Sale a pescar en el hielo con la gente del lugar, ahora que el
puerto se ha congelado. Incluso tiene a una chica en la ciudad, o es lo que él dice.
Snorri, sin embargo, medita en el pasado. Va a sentarse en el porche cuando hace
suficiente frío para congelar las olas del lugar, envuelto, con el hacha en su regazo,
mirando a esa llave.
Ahora me gustan las llaves en general, excepto esa cosa, ese pedazo de obsidiana; que
no me gusta. La miras y te hace pensar. El exceso de pensamiento no es bueno para
nadie. Especialmente para un hombre como Snorri ver Snagason quien es propenso a
actuar de acuerdo a sus pensamientos. Él se sienta allí mirando y puedo decir las ideas
que están girando en su cabeza, no necesitaba a Aslaug para decirme eso. Él tiene una
llave que abrirá cualquier puerta. Tiene una familia muerta. Y en algún lugar hay una
puerta que conduce a la muerte, una puerta que se balancea en ambos sentidos, una
puerta que no debe abrirse nunca, una puerta que no se podía abrir nunca.
Hasta ahora.
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