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Table of Contents

El riesgo de Jesucristo
Prologo
AMAR ES CAMBIAR
SUPERAR EL MIEDO
LA VIDA RELIGIOSA Y LOS DESAFÍOS DE LA RECONCILIACIÓN HOY
LOS VOTOS: CONCEPTO Y PRÁCTICA EN CRISIS
REAPRENDER A VIVIR.
LA EXPERIENCIA DEL GÉNERO COMO MATRIZ UNIVERSAL
LA EXPERIENCIA DE LA MUERTE Y DE LA FINITUD
LA APUESTA POR DIOS Y LA EXPERIENCIA DE LA NOCHE
REALISMO Y UTOPÍA: ENTRE SOLEDAD Y SOLIDARIDAD.
HOMBRES Y MUJERES DE HOY PARA EL MUNDO
LA COMUNIDAD COMO ESCUELA
LA POBREZA COMO EXPERIENCIA DE LA INSEGURIDAD
EL VOTO DE OBEDIENCIA: UNA ESPIRITUALIDAD DE LA CONFIANZA
EL RENACER DE LA VIDA RELIGIOSA COMO EXPERIENCIA PROFÉTICA.
El riesgo de Jesucristo
Prologo
En el contexto cultural, social y religioso de la posmodernidad, todas las instituciones
entran en turbulencia, por lo que es preciso discernir los signos del Espíritu en medio de
tantas señales de muerte. En efecto, la muchas veces señalada crisis de las ideologías que
caracteriza nuestra civilización afecta en primera instancia nuestros discursos y grandes
relatos, entre ellos especialmente el discurso religioso.
Pero esta tempestad que ya nadie puede negar es para nosotros una formidable
oportunidad de conversión, volviendo a los fundamentos de nuestras opciones y
convicciones, despojándonosdespojándolos de lo superfluo que, a lo largo del tiempo, se
fue superponiendo a lo esencial.
Se habla hoy de una necesaria refundación humana, como de un retorno a lo fundante, a
lo fundamental. La Iglesia, y más específicamente la Vida Consagrada, no escapan a esta
exigencia de un renacer desde el Espíritu.
La propuesta de estas páginas no tiene otra ambición que la de dejarnos cuestionar como
religiosos y religiosas sobre lo que fundamenta nuestro compromiso y le da su verdadero
sabor y sentido. En nuestra Tradición, nos hemos acostumbrado a considerar la teología
de los votos como la síntesis de nuestra espiritualidad y elresumen de nuestro proyecto
común. Pero, como en toda experiencia humana, es precisamente lo más significativo
que, con el tiempo, se ha esclerotizado, hasta el punto de perder su sabia inspiradora y
volverse una caricatura, en algunos casos.

Para devolverle a la teología de los votos su frescura originaria, nos ha parecido


necesario, por una parte, retornar a lo que constituye su esencia en lo más puro de la
mística cristiana y, por otra, ensayar nuevas maneras de hablar. No pretendemos
presentar aquí alternativas y novedades. Simplemente se trata de rejuvenecer el
vocabulario, replantearse la razón de ser y el valor de nuestras opciones. Además, nos
preguntamos cómo vivir más intensamente nuestra espiritualidad y ser mejor entendidos
por una cultura cuyas categorías distan mucho de las que presidieron a la formulación de
los votos en la Iglesia. No invitamos a ninguna revolución sino a un reencuentro con
nosotros mismos en la desnudez de un evangelio para hoy y para siempre. Tampoco
pretendemos que esto que presentamos sea “la palabra definitiva” sobre el tema. Se
trata de un trabajo de cuestio- namiento orante y pensante para invitarnos a seguir con la
tarea de refundación, centrándonos en el corazón de ¡a vida consagrada. Como lo dice
nuestro título, la Vida Religiosa, desde su origen, consiste en tomar el “riesgo de
Jesucristo” en serio en todas sus dimensiones. En estos tiempos donde todo se mueve
indefinidamente, hay que atreverse, en un acto de fe audaz, a pronunciar palabras
provisionales y sanadoras a la vez sobre nosotros mismos.
En resumen, como el escriba sabio del evangelio, estamos invitados a sacar de nuestro
tesoro lo viejo que tenemos escondido desde el comienzo de nuestra aventura y lo nuevo
que suscita la interpelación del mundo de hoy a los cristianos. Hoy Jesucristo es un riesgo
audaz para cualquiera de sus discípulos, riesgo que los laicos asumen a menudo con
entusiasmo. Estas páginas buscan reanimar el sabor de dicho riesgo entre los religiosos y
religiosas quienes estuvieron entre los más radicales en asumirlo con pasión y que hoy
parecen, a veces, tan entibiecidos.
Simón Pedro Arnold, O. S. B
AMAR ES CAMBIAR
Ya estamos acostumbrados a considerar nuestro tiempo, no sólo como una época de
cambios, sino como un verdadero cambio de época. Esta afirmación trae consigo una
serie de consecuencias de suma importancia. En efecto, en el contexto del cambio de
época, la mayor parte de las referencias antiguas y modos conocidos de gestionar la
realidad se revelan obsoletos. Desde todos los horizontes del quehacer humano se
constata dicha obsolescencia. Así, se busca refundar la política, la economía, la cultura, la
ética, etc. La refundación de la Vida Religiosa no es una intuición aislada. Más bien se
inscribe en una reflexión y una inquietud globales que buscan replantear el
funcionamiento de todas las redes humanas.
En lenguaje teológico y espiritual, hablaríamos de un tiempo apocalíptico y de conversión
de las estructuras, mentalidades y corazones. Es como si Dios volviera a pronunciar sobre
nuestro mundo su solemne declaración: “Yo hago nuevas todas las cosas” (Ap 21,5).
Dicha conversión universal donde nos toca asumir nuestra parte específica del cambio de
época, o, para utilizar nuestro vocabulario cristiano, de “Resurrección cósmico-históri-
ca” (cf. Rm 8), ren lueve literalmente hasta sus fundamentos nuestra fe y nuestros
compromisos.
Volver a comprender las “virtudes teologales”
Para el discípulo de Jesús, el amor es a la vez el principio, el fundamento de toda su
aventura y su finalidad. Nuestra Vida Religiosa, en particular, sólo tiene sentido como una
peregrinación entre un amor que nos inspira y empuja a ponernos en camino y un amor
cuya plenitud anhelamos alcanzar en el Reino.
Entre estos des amores que movilizan nuestra vida, la fe es la apuesta diaria por la
“posibilidad” de alcanzar el Reino. Caminamos entre la conciencia de que, como dice el
Evangelio, humanamente es imposible amar a la dimensión del deseo de Dios y que, sin
embargo, “para Dios todo es posible” (Me 10, 27).
Apostando así por la plenitud del amor posible dentro de nuestra “imposibilidad” de
amar por nuestras propias fuerzas, la esperanza pone en nuestras manos una capacidad
creadora de cambio para que hagamos cada vez más real lo “posible imposible” en el
cual creemos por la fe.
En contexto de refundación, más que nunca, la experiencia de los votos tiene que
devolvernos a este acto de fe fundante en el amor que nos pone en dinámica
permanente de esperanza. Lo que se nos pide hoy a todos los creyentes y,
particularmente a los religiosos y religiosas, es un reencuentro fecundo con el amor,
fundamento y finalidad de nuestro compromiso espiritual, renovado cada día por la
apuesta de la fe en la creatividad de la esperanza.

Realismo y esperanza de cambio en el Evangelio


A propósito de nuestra capacidad de cambio, se dice de Jesús cosas muy contradictorias.
Por una parte, como acabamos de señalarlo, Jesús se presenta constantemente como el
maestro de lo imposible, capaz por su confianza en el hombre y la mujer, de suscitar la fe
que sana. Pero también se dice de Él en san Juan que “no se fiaba de ellos porque
conocía lo que hay en el corazón humano” (Jn 2, 23-25). De alguna manera, en este
cambio de época, necesitamos esta doble actitud de confianza terca y de realismo ante
los acontecimientos que nos cuestionan. Es del propio Jesús que podremos aprender la
sabiduría que nos haga capaces de cambio sin perder la conciencia de la realidad nuestra
y del mundo. Propongo aquí una pequeña peregrinación por las historias de cambio en la
vida de Cristo Jesús.
El primer relato, el encuentro con la madre cirofenicia (Mt 15, 21-28), concierne a la
asombrosa capacidad de cambio del propio Jesús. En la versión de Mateo, tanto Jesús
como sus discípulos, se muestran profundamente marcados por los prejuicios raciales,
religiosos y sexistas de su medio cultural. Esta pagana es una “perra” que “ladra” y
rompe los oídos delicados de estos varones judíos enviados exclusivamente a las “ovejas
perdidas de Israel”. Ante este muro de resistencia, la mujer no se enfrenta directamente
con los prejuicios. Con una estrategia llena de inteligencia, se pone en la lógica obtusa de
sus interlocutores fingiendo aprobarlos. Pero añade a su discurso un elemento
irresistible: la alusión a las migajas que caen de la mesa y que recogen los perritos. Con
esta estrategia aparentemente sumisa, la inteligencia de la mujer hace caer en lo ridículo
la argumentación cerrada de los judíos. Por este camino consigue el cambio de actitud de
Jesús a su favor. Para san Marcos, la astucia de esta mujer, no sólo alcanza el milagro
para su hija, sino que Jesús cambia de punto de vista sobre su propia misión y se pone a
enseñar en adelante en tierras paganas.
En contexto de cambio de época y de refundación, es fundamental estar atentos a la
inteligencia de las cirofenicias de hoy cúando nos revelan, por su estrategia inteligente
moderna, lo absurdo de nuestros prejuicios y de nuestras cerrazones. El cambio de época
supone en primer lugar, aceptar el cuestionamiento y el llamado a la conversión que nos
lanza el pagano de hoy. Si Jesús pudo cambiar y de alguna manera “refundar” su misión,
acogiendo la sabiduría de una pagana, debemos estar más convencidos todavía, de que
nosotros mismos podemos cambiar, tanto personal como comunitariamente.
Otros relatos evangélicos nos pueden ayudar en esta fe-esperanza inspirada por el amor
a nuestra Vida Religiosa.
Contemplemos primero el encuentro de Jesús con Zaqueo (Le 19, 1-10). Los prejuicios y la
desconfianza con este publicano son tan evidentes y tan hondos que parece haberlos
asumido e interiorizado él mismo. Nadie cree que pueda cambiar, ni siquiera el propio
Zaqueo. Sin embargo, le queda algo de curiosidad clandestina por otra cosa diferente a
su vicio. ¿Será el último rezago de la esperanza? De todas maneras hace todo para que
nadie se dé cuenta de su “debilidad”. Aprovecha su baja estatura para pasar
desapercibido. Pero Jesús, al pasar por este lugar levanta la mirada y ante la
muchedumbre
lo llama. Y es la sorpresa: “Zaqueo, te necesito”. En su memoria de publicano no
recuerda que un judío pueda necesitar de estos traidores a ia patria. Pero esta llamada
entra en el corazón del hombre pequeño por la brecha ínfima de su esperanza
destrozada, reducida a la curiosidad. El publicano deja su clandestinidad y se vuelve
hombre público, deja su agachamiento y se endereza, deja su práctica anterior y
emprende un camino de suntuosa generosidad.
Al mirar algunas de nuestras provincias, congregaciones, o pensando en algunos de
nuestros hermanos o hermanas, o en nosotros mismos, podríamos dejarnos invadir por la
desesperanza y el escepticismo. ¿Podremos cambiar de verdad? Quizás bastaría que
alguien necesite de nosotros para que renazca la capacidad de cambio. Refundar supone
poder implicar a todas las comunidades y a todas las personas en esta convicción activa
de que podemos cambiar y que todos somos necesarios en este proceso, cualquiera sea
nuestra edad, condición y recorrido en la historia de la familia religiosa que nos ha
acogido. El “amor de refundación” que debe animarnos, implica creer en lo imposible e
inyectar la dosis de esperanza que despierte la confianza en que todos somos necesarios
en este magnífico proceso.
Pero, para poder movilizar a todos incluyendo a los “Zaqueos”, necesitamos referirnos a
otra actitud del Señor. Jesús conocía lo que habita el corazón del ser humano. Su
confianza no se fundaba en la ceguera ingenua sino en la misericordia. Los múltiples
encuentros y diálogos de Jesús con las pecadoras (Le 7, 36-50; Jn 8, 1-11) nos enseñan
cómo, desde un realismo lúcido, se puede tener una mirada libre y renovadora sobre
cualquier persona. Jesús miraba lo invisible incluso para lospropios interesados. La
misericordia es esta mirada nueva que va revelando las potencialidades adormecidas
detrás del pecado.
Refundar implica dejar atrás toda condena sin perder el análisis lúcido de los errores y
fallas del pasado. Debemos cambiar de mirada sobre nosotros mismos, nuestra historia y
nuestros actos, para suscitar con la misericordia, el fervor hundido debajo de toneladas
de desilusión. Si amar es cambiar, este cambio supone, en primer lugar, inventar entre
nosotros una nueva mirada de misericordia que permita renacer del Espíritu.
Cambiar lo no cambiable
Sin embargo, no todo se puede cambiar. Existen muchas cosas en nosotros mismos y en
nuestras estructuras que son parte de nuestra herencia y de nuestra historia y que
difícilmente podríamos cambiar, aun con toda la imaginación del amor evangélico de
Jesús. Si ante el peso de estas realidades no cambiables nos resignamos a tener que
esperar la muerte antes de poder emprender seriamente un proceso de refundación,
asumimos una actitud que no tiene nada de cristiana.
Existen en la experiencia de las primeras comunidades cristianas múltiples ejemplos de
estas resistencias radicales al cambio. Si miramos por ejemplo a Pablo, antes y después
de su conversión, muy pocas cosas de su personalidad cambiaron. Continuó siendo tan
violento, soberbio y terco como antes; algunos de sus compañeros como Marcos, por
ejemplo, lo tuvieron que soportar en carne propia (Hch 15, 37-40). No es por casualidad
que ninguna comunidad, hasta las más queri
das y las más amorosas, pudieron tolerarlo más de año y medio.
Miremos a Pedro. Sus incoherencias entre fanfarronadas y cobardías, tal como aparecen
en el Evangelio, no desaparecen cuando preside la Iglesia postpascual. El duro
enfrentamiento que tuvo que soportar con Pablo en el Concilio de Jerusalén, a propósito
de las comidas con los paganos, no tenía otro motivo que la cobardía recalcitrante del
primer papa (Ga 2,11-14).
En la misma línea, María Magdalena después de su conversión no logra abandonar los
modales extravagantes de su antigua profesión. El propio Jesús en el jardín de la
resurrección tiene que llamarle la atención porque a pesar de que todavía no había vuelto
al Padre, lo quería tener en sus brazos (Jn 20,16-17).
Podríamos evocar todavía el aguijón de Pablo del que el Señor no pretende liberarlo (2Co
12, 7-9). Y sin embargo, estas resistencias fatales al cambio, se transforman en gracia. Las
primeras comunidades cristianas, en efecto, nos enseñan cómo desplazarse para que lo
que parecía un obstáculo insuperable se vuelva una fuerza al servicio del Reino. La
fogocidad de Pablo se invierte en la extensión del Reino y su terquedad permite a los
demás afirmarse como diferentes. La cobardía de Pedro se vuelve humildad y capacidad
de escuchar la crítica y de hacer su propia revisión, mientras su soberbia viene a servir de
palanca a un testimonio arriesgado ante las diferentes autoridades. Y, finalmente, sin
lugar a dudas, los modales apasionados de las “pecadoras” contribuyeron a dar a la
primera comunidad un tono más humano y más fraterno.Como los hebreos dan la vuelta
a la muralla de Jeri- có durante siete días en silencio para llenarse de una energía
espiritual que les permita acabar con este obstáculo insuperable con un solo grito
unánime (Jos 6), así lo que nos parece imposible de corregir en nuestras viejas historias
comunitarias y personales puede adquirir un significado nuevo en la medida en que nos
cargamos todos juntos de una misma energía espiritual. Incluso, nuestras debilidades
pueden servir como fuente privilegiada de sabiduría para no volver a repetir errores
fatales. Además, como para los apóstoles, es dentro del pecado de la Vida Religiosa que
podemos reconocer gozosos la gracia que nunca falta y confiar en ella con más fuerza en
nuestra bella empresa de refundación.
Querer y creer en el cambio
Por lo escrito hasta el momento me pueden censurar de muy optimista. Es cierto que
este amor que lleva al cambio al estilo de Jesús y que llamamos aquí refundación, supone
una voluntad y una fe comunes. Si no queremos y no creemos en aquello, todo será
propuesta vana.
Propongo aquí cuatro modelos evangélicos de esta voluntad y de esta fe: El primer icono
es san José. En el momento en que constata que su novia está encinta, lo interpreta
directamente según sus viejas categorías aprendidas y planea repudiarla según las
recetas legales también conocidas, aunque con la fórmula más benigna (Mt 1,18-24). Pero
su larga experiencia de la meditación, que el evangelista llama la atención a los ángeles,
le permite acoger el misterio de lo inédito, de lo nuevo de Dios, aunque parezca
escandaloso e incomprensible. La apertura al misterio, no revelado todavía en su sentido
último, es la principal condición para querer y creer en el cambio radical y urgente que
exige refundar lo humano y refundamos dentro de lo humano. Nada es claro todavía e
incluso, muchos de los retos que se nos presentan hoy, pueden parecer escandalosos
desde nuestros criterios más legítimos. Sin la apertura a los ángeles que hablan en los
sueños de una Iglesia y de una humanidad radicalmente diferentes desde Dios, no
podremos abrirnos a estos nuevos tiempos mesiánicos tan sorpresivos.
El segundo icono de la voluntad santa y de la fe en el cambio es Natanael (Jn 1, 45-51).
Este judío piadoso y letrado no tiene muchas ilusiones ante la euforia de sus compañeros
más jóvenes. Pero su honestidad absoluta le incita a verificar antes de juzgar. Es esta
misma honestidad que, después de algunas reticencias, le lleva a reconocer en Jesús al
Rey de Israel y a dejarse amar totalmente por él desde lo íntimo de la higuera. El tiempo
de refundación exige de nosotros esta honestidad de Natanael que reconoce la presencia
y la llamada de Dios donde menos la esperaba. Ante los cuestionamientos de nuestros
contemporáneos el escepticismo tiene que ceder el paso a la honestidad, sin la cual la
conversión es imposible.
La tercera actitud para querer y creer en el cambio nos es revelada por el endemoniado
de Gerasa (Me 5, 1 -20). Entre el querer y no querer sanar, este personaje truculento se
acerca desnudo y vociferante al Señor. Es un hombre esclavo de sus demonios. Jesús le
lanza un desafío: “¿Cómo te llamas?”. Sin pudor el pobre poseído declina el nombre
multitudinario de sus demonios para que, en un pacto engañoso, Jesús pueda echarlos
en los puercos, los cuales se tiran al mar y se pierden.Este nombramiento de sus
demonios fue la condición para que el hombre endemoniado vuelva a su verdadera
personalidad “robada” y se vuelva discípulo del Reino. Asimismo, nos toca nombrar con
coraje y valentía nuestros tantos demonios en vez de denunciar los demonios del mundo,
para que nuestra Vida Religiosa pueda volver a su verdadera personalidad de origen,
robada por el pecado histórico de la Iglesia, de nuestras instituciones y de nuestras
propias personas endemoniadas en muchos aspectos de nuestra vivencia cotidiana.
Finalmente, pienso en el leproso y la mujer hemo- rroísa (Me 1,4-45; Le 8, 43-48). Ambos
se ven encerrados en la prohibición de cambiar por una ley que los excluye y los esclaviza.
Pero su voluntad y su fe en el cambio los llena de la increíble audacia de transgredir las
leyes injustas que los encarcelan. Su libertad audaz es la que les permite sacar de Jesús la
fuerza que los cambia y los libera. No hay ninguna duda que muchos de los impedimentos
para la refundación residen en leyes injustas y esclavizantes. La refundación implicará
necesariamente, liberarnos todos juntos del peso de normas y reglas obsoletas que nos
impiden nacer y vivir según la voluntad vital de Dios. Este coraje de transgredir es quizás
la actitud que nos dará más miedo, pero es absolutamente indispensable si queremos
acercarnos de nuevo al Jesús que sana hoy, de quien nos ha alejado todo un aparato de
obligaciones y prohibiciones que no tienen nada que ver con Él.
Comunidad, escuela de refundación
Esta gran aventura de la conversión en tiempos de Apocalipsis, es ante todo, una tarea
comunitaria. De nada serviría que algunos francotiradores se aventuraran aisladamente
en este reencuentro con la novedad de nuestra vocación, si las comunidades se quedaran
atrás. Del mismo modo que la refundación de la Vida Religiosa debe ir a la par con la
refundación del acontecer humano en su conjunto y, en particular, de la práctica y
mentalidad de la Iglesia, así, a nuestro modesto nivel, sólo será un acontecimiento
comunitario. Es preciso, por tanto, transformar, cada vez más, nuestras comunidades en
escuelas de refundación.
Este reto lo asumiremos si aprendemos y reaprendemos, cada día, la confianza mutua en
contraste con una sociedad donde todo es sospecha y mentira. La escuela de la
refundación tiene como “asignatura” principal, podríamos decir, la reconstrucción de la
confianza.
Sobre esta base de la confianza debemos ejercitarnos en la crítica, la autocrítica y el
perdón en la fraternidad. La comunidad se transforma así en maestra de la Verdad. No se
trata de un mero ejercicio afectivo interno sobre las relaciones inmediatas. Esta práctica
de la Verdad implica un ejercicio constante de análisis de la sociedad, de la realidad
eclesial y de los retos que la historia nos lanza, partiendo del lugar concreto donde
estamos insertos.
Finalmente, esta escuela comunitaria de refundación nos enseñará también a trabajar
concretamente la temática del cambio presentada en los párrafos anteriores,
combinando realismo y esperanza, con una creatividad siempre renovada para cambiar el
sentido de lo no cambiable y dejarnos cambiar mutuamente en todo lo que pueda
transfigurarse por la inteligencia amorosa. Aprenderemos así a necesitarnos
mutuamente y a renovar constantemente nuestra mirada sobre los demás, sobre
nosotros mismos y el grupo desde la misericordia, como nos lo enseña Jesús.
SUPERAR EL MIEDO
El principal obstáculo que nos impide entrar en la dinámica del cambio exigido por la
refundación es el miedo. No se trata solamente de las resistencias a lo desconocido o lo
nuevo, sino incluso, de la violencia de nuestras relaciones dentro de lo conocido. Todas
ellas tienen como raíz perversa el miedo justificador e inspirador de las ideologías más
rígidas y de las posturas más autoritarias.
El miedo a Dios
Para recorrer este itinerario por los dédalos del miedo bajo sus diversas formas, tomaré
el hilo conductor del encuentro de Jesús con el “joven rico” (Me 10, 1722). Cuando se
presenta ante el Maestro, el joven deja aparecer la imagen de Dios que lleva
interiorizada. Es el Dios de las normas, de las obligaciones, el que exige. Es el propietario
implacable del tercer servidor de la parábola de los talentos que cosecha donde no ha
sembrado (Mt 25, 24-30). La pregunta del interlocutor de Jesús gira enteramente
alrededor de lo que se tiene que hacer para conseguir. La vieja doctrina de la retribución
en toda su fuerza. En lenguaje psicoanalítico hablaríamos de un Dios enteramente
confundido con la peor represión del superyo freudiano.Esta imagen de Dios construida
sobre el miedo lleva a su vez a plantearse la relación con el mundo y con los demás sobre
bases falsificadas. Lo que importa para el joven rico que se esconde en cada uno de
nosotros es corresponder al deseo dictatorial de los demás. Existimos, prácticamente por
procuración. Poco a poco nos vamos edificando sobre falsificaciones y apariencias.
Todo este edificio de ilusiones no puede menos que provocar el terror a sí mismo.Temo
los sentimientos, pensamientos, pulsiones y aspiraciones que podrían brotar de mí y que
no estarían en perfecta consonancia con dicha falsificación. Más aún: temo el riesgo de
fallar o de equivocarme. He perdido totalmente la confianza olvidándome de que, según
la parábola de los talentos, Dios entrega y espera de cada uno según sus capacidades
propias y no según la supuesta imagen proyectada desde y hacia Él y los demás.
Son muchas las expresiones de este miedo a Dios que se reflejan en nuestro estilo de vida
monjil y clerical. Los votos se presentan a veces bajo este esquema del cumplir, evitando
todo tipo de iniciativa arriesgada personal que podría desmoronar la imagen de un Dios
que sólo recompensa a los sumisos y a los cumplidos.
El miedo a sí mismo
Cuando emprende el diálogo con el joven, Jesús destruye de arranque sus ilusiones:
“Nadie es bueno”. Así que “tu proyecto de correspondencia al Dios intransigente es
totalmente ilusorio. No tendrás ninguna garantía”. Con esta manera de entablar la
relación, Jesús pone en el corazón de la experiencia del discípulo el riesgo de ser persona
en vez de la seguridad de la salvación. La propuesta audaz de Jesús al joven es la de
tomar una decisión personal, libre y arriesgada: “Véndelo todo, dalo a los pobres... Ven y
sígueme”. La tristeza consecutiva del joven está ligada al miedo, una vez más. No quiere
tomar una decisión libre por miedo al fracaso. Incluso, frente al arrebato de amor
espontáneo de Jesús que “lo miró y lo amó”, el joven se retrae, no se atreve al riesgo de
dejarse amar y de amar a su vez, por temor a ser rechazado o a ser engañado. Tan fácil
hubiera sido que Jesús le respondiera sobre el “qué tener que hacer” y punto.
En muchas de las expresiones de la Vida Religiosa surge o se ennoblece el miedo a sí
mismo, el temor ante la iniciativa y la decisión personal. Nada más contrario al espíritu de
refundación.
El miedo al otro
La mirada amorosa y llena de confianza asustó al joven rico. Se sintió amenazado por ella.
Quien teme a su propia persona y siente el riesgo de tomar decisiones personales como
un drama insoportable, no puede menos que temer al que pueda remover sus
sentimientos e inducirlo a semejante riesgo. Dejarse amar es arriesgarse a creerse
amable.
Este miedo al otro que resulta del miedo a sí mismo y a Dios, nos induce a desarrollar
actitudes proteccionistas con todo el armazón de los prejuicios sociales, culturales,
raciales y de género. El miedo a ser reducido, engañado y burlado, lleva a proyectar en el
otro todas esas maldades que temo, por sentirme inseguro de mí mismo. En una palabra,
tengo miedo a ser amado por temor a tener que amar

.Las consecuencias del miedo


Esta mala noticia del miedo se plasma en la vida personal y comunitaria en una serie de
actitudes que nos hacen resistentes al cambio, al cuestionamiento de Dios y del mundo y
a la conversión. Nos refugiamos en la mentira y las apariencias, ocultando nuestras
frustraciones y rabias con el rostro amable del religioso o de la religiosa de “miel”. Pero
estas mal tapadas inseguridades resurgen marginalmente por el afán bulímico de
seguridades en todos los planes. Seguridad afectiva, física (salud), espiritual, material,
etc. Es impresionante constatar en religiosos(as) de todas las edades esta permanente
inquietud para tener, poseer, estar seguros.
Más grave aún que estos infantilismos conventuales son el autoritarismo y la rigidez de
no pocos modos de gobierno y la consecuente timidez, sumisión y angustia con las que
se vive una mal entendida obediencia en categorías de miedo1 .
Jesús, vencedor del miedo
“No tengan miedo”. Esta expresión vuelve constantemente en la boca de Jesús, tanto
antes como después de su resurrección. Él vino precisamente para liberarnos del miedo
introducido por Satanás en el origen de nuestra aventura humana.
El miedo a Dios se ve superado por la nueva imagen que Jesús revela del Padre Bueno.
No tengan miedo, nos repite el Señor, porque al Padre se le ha antojado salvarlos por
pura gracia, aún por encima de sus inexistentes e inútiles méritos.
“No tengas miedo a ti mismo”, nos repite también el Maestro, pues “tu fe te ha salvado”.
Los milagros de Jesús son el fruto de la capacidad de riesgo, de vida, de transformación
inscritas en cada ser humano.
“No tengas miedo a los demás”. Todo el evangelio nos convence de que recibiremos la
fuerza del Espíritu para enfrentar los peligros, las oposiciones y hasta el mal. Basta ver la
transformación de los apóstoles, en particular de Pedro, bajo la fuerza espiritual recibida
en Pentecostés. Y la Vida Religiosa es vida postpascual bajo el reinado del Espíritu.
La gracia salvadora de Dios, la fe del creyente que suscita la salvación y la fuerza
espiritual que inspira nuestras palabras, nuestros actos y nuestras relaciones con el
mundo, son las tres formas de liberación del miedo que nos trae el evangelio y a las que
es preciso recurrir de nuevo para emprender el camino de la refundación con la plena
libertad de los hijos y de las hijas de Dios que andan bajo el régimen de su Espíritu
siguiendo a Jesús.
Comunidad para acabar con el miedo
Vimos en el primer capítulo cómo nuestras comunidades creyentes y, en particular,
nuestras comunidades religiosas, son escuelas de confianza. Si logramos reencontrarnos
con esta vocación fundamental de nuestro ser comunitario, podremos, en su seno,
reaprender el derecho de existir como personas, de sentir, sufrir, equivocarnos, fallar y
tantear
.
Para vivir en espíritu de refundación, hay que volver a caminar juntos en el riesgo del
amor verdadero donde cada uno se sabe acogido por lo que es y no por lo que quisiera
ser o por la imagen que los demás tienen de uno. De este crisol comunitario sanado del
miedo y de sus consecuencias perversas, saldrá entonces este pueblo en éxodo, capaz de
atravesar los desiertos de nuestro tiempo, dirigiéndose con fe y confianza hacia la tierra
nueva de la promesa siempre vigente, siempre ofrecida.
Cuando contemplamos nuestro mundo y nuestra Iglesia, se impone como una evidencia a
nuestros espíritus y a nuestros corazones, la urgencia de una reconciliación de lo humano
a todo nivel. Ya pasó el tiempo en que pensábamos que bastarían algunas reformas de
nuestros estilos de vida en sociedad y en Iglesia para que todo vuelva a ser como antes.
Hoy, desde los más diversos escenarios (política, cultura, ética, espiritualidad, filosofía...),
se proclama la urgencia de una “refundación” de lo humano que nos ponga en comunión
con nuestra esencia y nuestras raíces. Este desafío implica como primera exigencia, un
redescubrimiento de lo que verdaderamente nos constituye como criaturas humanas, es
decir, una profunda reconciliación con nosotros mismos.
Si este desafío cobra hoy una nueva actualidad, por la agudización de la crisis de lo
humano, ha sido, sin embargo, el reto permanente de la humanidad en alianza con su
Dios desde los tiempos remotos del “error original” que nos tiró a la aventura de la
historia en nombre de Adán y Eva. Toda la historia de la salvación nos cuenta los intentos
repetidos del Dios de la Alianza para reconciliarnos con su deseo originario para con
nosotros.
LA VIDA RELIGIOSA Y LOS DESAFÍOS DE LA RECONCILIACIÓN HOY
En estas páginas trataremos de comprender cuál es nuestra misión específica como Vida
Religiosa en esta gran exigencia universal de reconciliación de todo lo humano.
Ubicación bíblica
Las dos versiones de la creación en el Génesis
En el primer capítulo del Génesis, a la altura del sexto día, en un coloquio amoroso
interno a la propia Trinidad, según la interpretación de varios Padres, Dios nos hizo “a su
imagen y semejanza”, es decir, hombre y mujer. La reciprocidad humana de género
aparece así desde un comienzo, como el taller donde nos volvemos cada vez más divinos,
como lo supone nuestra vocación originaria de “imagen de Dios”.
En el segundo capítulo, que es un relato de tradición yavista, (el primero es de la tradición
sacerdotal), la reciprocidad entre Adán y las plantas (cultivo), o los animales
(nombramiento), constituye la misión específicamente humana. Pero el hombre se queja
de su soledad y de la falta de igualdad entre él y dichas criaturas. Es el motivo por el cual
Dios reempieza su creación y saca del varón una costilla de la que modela una mujer que
sea “hueso de los huesos” del varón y con la cual pueda realizar su vocación humana de
reciprocidad en el amor entre iguales.
Deificación y humanización son, por tanto, una sola vocación que se realiza en la
reciprocidad de género. Dicha vocación implica confianza y transparencia, lo cual se
expresa en el segundo relato por la alusión a la desnudez mutua de nuestros primeros
padres.
El “error” original
Lo que solemos llamar el “pecado” original, en el fondo, no es otra cosa que un error de
juicio sobre Dios y nuestra vocación humana, inducido por la mentira de la serpiente. Este
huésped oscuro y misterioso de nuestras inteligencias y de nuestras pasiones, relee de
manera fraudulenta el pacto de la Alianza. Al afirmar ante Eva que Dios prohibió comer
de todos los árboles del jardín, invierte completamente el sentido de la reciprocidad
divino-humana. De hecho, Dios no prohibió nada. Sólo puso en guardia, en cuanto a la
ambición de conocer la totalidad del bien y del mal. Esta fórmula típicamente semítica, se
refiere a la ilusión de controlar todo el entorno, en una palabra, la tentación del poder
absoluto. Con este error inducido por la mentira, el sentido de la creación se ve
completamente cambiado. De una dialéctica de opción por la Vida y rechazo de la muerte
que implica igualdad, solidaridad y renuncia, tanto de parte de Dios como de parte de los
humanos, se pasa a toda prerrogativa de poder sobre los demás, a la lógica perversa de
lo permitido y de lo prohibido que supone implícitamente, amenaza del otro y miedo a
sus ambiciones sobre mí, sospecha permanente de engaño mutuo. El error original
inaugura así, una historia marcada en adelante, por la ruptura de solidaridad en la
igualdad y su reemplazo por la competencia y la violencia.
Caín y Abel
Desde entonces el error se multiplica bajo todas las formas. El crimen de Caín está
inspirado por la comparación y el celo, expresiones constantes de la competi- tividad
humana. Lo que era reciprocidad gratuita entre ¡guales, se transforma en carrera hacia
los privilegios y en comparación de jerarquía de méritos para ser amado. Entre Caín y
Abel desaparece el verdadero intercambio de palabras para ser reemplazado por la pura
confrontación de fuerza. La consecuencia de esta ruptura de palabra humana es la
vergüenza y la huida ante el otro, tanto humano como divino. El error original revela su
perversión inaugurando la espiral de muerte, en vez de la propuesta de vida del Dios de la
Alianza.
La torre de Babel
En efecto, la espiral de la muerte va creciendo hasta traducirse en un proyecto social y
político totalitario. La lógica del poder, como lo sabemos, implica la capacidad de acallar
todas las voces diversas consideradas como amenaza a la única voz autorizada del
dominante. Pero una vez más, Dios reafirma su opción por la alianza de reciprocidad
entre iguales diferentes y su aversión por el poder. La confusión de las lenguas afirma a la
vez, el proyecto de “ciudad” de Dios (cf. el final del Apocalipsis) y la incapacidad de los
humanos bajo el régimen del error original, de pensar e implementar una sociedad de
diálogo plural. Este proyecto de ciudad multicultural verá su realización simbólica en
Pentecostés. La Iglesia aparece así como la utopía de una restauración de la reciprocidad
de la alianza. La catolicidad de la Iglesia pretende, precisamente, emprender esta
reconciliación de las diferencias fecundas en un diálogo de iguales.
La denuncia profética de los Baales
En la simbólica profética, la temática de la prostitución se refiere precisamente a esta
opción recalcitrante por el poder. El Baal es un dios hecho a imagen de las ambiciones de
muerte del pueblo. Es la antítesis del Dios de la Alianza, porque su relación con el pueblo
es competitiva, desigual y basada en el poder. Profetas como Oseas, por ejemplo, serán
los cantores de este amor incomprendido del esposo Dios para con su “viña” o su
esposa. Dios mismo se implica en una relación conyugal con su pueblo infiel, para
intentar reconciliarlo con su verdadera vocación humana y divina.
Desde el error original, en efecto, todo el compromiso histórico de Dios con Israel es una
formidable empresa de persuasión. Dios reinventa, de mil maneras, su alianza,
invitándonos a la reconciliación. En tal sentido, nuestra fe histórica es, ante todo,
reconciliación con la propuesta original de Dios.
Las tentaciones de Jesús
Al comenzar su vida pública, el propio Jesús se ve, a su vez, confrontado con el error
original. Él, el último intento del Padre para convencernos, pasa el mismo proceso que
cualquier humano. ¿Tentará a Dios al querer retarlo en una carrera por el poder, haciendo
de Dios un vulgar Baal en la lógica de lo permitido y de lo prohibido? O bien, ¿optará por
la alianza, la adoración de criatura, en reciprocidad de amor? Todo el proyecto evangélico
a partir de este momento, se transforma en una vasta y audaz empresa de reconciliación
la cual pasa por la renuncia definitiva de Jesús a las ilusiones de la fuerza, de la
competencia, del prestigio y de la prepotencia autoritaria. •
Los caminos de la reconciliación hoy
En la introducción señalamos que el desafío permanente de la reconciliación, cobra una
actualidad y una urgencia particulares hoy. Veamos ahora cómo emprender junto con
toda la humanidad, este camino de retorno a la reciprocidad entre iguales diferentes y
amorosamente fecundos en la libertad compartida.
El reto de la individuación
Una primera exigencia en esta tarea de restauración de lo humano que llamamos
reconciliación, tiene que ver con la autonomía del individuo. Nos quejamos a menudo del
individualismo extremo de nuestra civilización. Pero si lo miramos con más atención,
dicho individualismo es la expresión egocéntrica de una reivindicación. El individualismo
es el grito de una criatura que no se siente plenamente reconocida como individuo. Lo
que llamamos hoy la cuestión de la autoestima reside allí. Por la perversa lógica de la
competencia y del celo, el individuo no logra reconciliarse consigo mismo. Siempre se
compara y, por tanto, se siente insatisfecho de sí mismo por su apellido, su lugar de
origen, su raza, su sexo, su forma de hablar y de pensar, de vestir o de aparentar. Toda la
publicidad se basa en esta insatisfacción y en la ilusión de compensarla por una
asimilación al sector envidiado. La primera tarea de reconciliación es devolver al individuo
su autonomía respecto a la comparación social y cultural. Hay que convencerse de que
cada individuo es único y vale por sí mismo, es necesario al conjunto y puede
desarrollarse sin recurrir a la estúpida imitación. Es un largo camino que supone una
actitud del entorno que vaya en el sentido de este respeto de Dios por cada uno de
nosotros, en su unicidad y su diferencia irreductible.
Este reto de la individuación, se expresa magníficamente por el mito de la costilla.
Después del despertar de Adán, su costilla queda definitivamente separada de él. Se
transformó en individuo llamado Eva, irreductible a su anterior dueño. Y sin embargo,
esta costilla única y separada, le será eternamente necesaria. Nunca podrá ser
plenamente Adán sin esta Eva salida de él, viviendo sin él y sin embargo, por y con él. Lo
mismo se podrá decir de Adán para con su esposa. Tampoco ella podrá simplemente
asimilarse a él, retornar a su pecho, imitarlo estúpidamente. Si el “error” original trajo
algún beneficio es sin lugar a duda, por ser la primera iniciativa individual de una creación
humana independientemente de su pareja. Eva es la primera “individua”, aunque este
proceso nos costó un precio exagerado.
En un continente como el nuestro, tan marcado por complejos y heridas culturales, la
primera reconciliación pasa por allí. Ver en este ser que soy, una obra única de Dios, que
vale simplemente por sí misma y que siempre hace falta a la construcción del gran y
multicolor “rompecabezas” de la humanidad: ¡Qué reto más urgente en nuestro medio!
El reto de la personalización
Pero la individuación es sólo una primera etapa de este largo camino de reconciliación.
Aún habiendo descubierto y gozado de su unicidad y su belleza intrínseca, el individuo
sólo disfruta de una ínfima parte de su realidad. En efecto, cada uno de nosotros es un
misterio escondido a sus propios ojos, que sólo se puede revelar en el intercambio
amoroso, que supone la presencia de otro. Volverse persona sólo es posible dejándose
amar. Así como Natanael se descubrió persona bajo la higuera, es decir, en esa intimidad
de una reciprocidad amorosa con Jesús, el individuo adquiere su plena estatura de
persona, cuando se descubre en toda su pro
El riesgo de Jesucristo
fundidad en la mirada del otro. Reconciliar implica, entonces, sanar la mirada que
dirigimos sobre los demás, de todos los celos y afanes de competitividad, para dejar
aflorar sólo la confianza y la admiración gozosa. Pero esta sanación de la mirada implica a
su vez, de parte del otro, un dejarse mirar, es decir, volver a la audacia de la desnudez
primitiva, arriesgarse a la vulnerabilidad, la fragilidad ofrecida al otro como regalo. Es
esta doble reconciliación personalizadora que realizó Jesús con sus interlocutores.
Miraba con admiración hasta la higuera, es decir, hasta el misterio último de la belleza y
del dolor del otro. Pero también se dejó mirar, sin ocultar nada de su fragilidad, desde la
cuna de Belén hasta la desnudez de la cruz y la transparencia victoriosa de la
resurrección, anticipada en la transfiguración.
El reto de la humanización
La individuación es la experiencia de la unicidad infinitamente valiosa de cada criatura en
sí. La personalización es la plenitud de esta unicidad en la reciprocidad entre mirada
admirativa y reveladora y la desnudez confiada y vulnerable. Lo que llamo aquí la
humanización, consiste en llevar ese proceso hacia la verdadera solidaridad. Uno no llega
a la plenitud de su vocación humano-divina, sin comprometerse desde su unicidad y
desde su reciprocidad, en la construcción de una nueva ciudad feliz para todos y todas en
su diversidad. El reto de esta solidaridad es el advenimiento de una verdadera ciudadanía
plural, que denuncie la dictadura exclu- yente y monopolista de abel, para inaugurar una
ciudad pluricultural, plurisensible y pluripensante, en un diálogo comprometido y
respetuoso a la manera de Pentecostés. La solidaridad plural es vivir según el Espíritu,
para retomar la expresión de san Pablo.
El reto de la divinización
La última etapa de este recorrido al encuentro de nuestra vocación, es la divinización.
Reconciliar supone volver a descubrir y disfrutar la imagen divina inscrita en cada uno y la
semejanza practicada entre nosotros. Este reto tiene que ver con la experiencia de la
verdadera comunión cuando nuestras diferencias ya no nos separan, sino que nos hacen
uno misteriosamente. Esta comunión donde somos uno sin ser confundidos, ni
asimilados, ni comparados, sólo se realiza en Dios. “Donde dos o tres están reunidos en
mi nombre”, dice Jesús, “estoy en medio de ellos”. Él es, “en medio de nosotros”, el
único que nos hace uno sin confundirnos.
Cuando experimentamos esta comunión en el misterio de la comunidad, desaparecen las
lágrimas y los gritos, nos advierte el Apocalipsis y podemos, como Jesús y en la alegría,
experimentar lo que significa dar la vida por sus amigos. El que vive en comunión está
preparado para el martirio, es decir, para hacer de su propia vida un “sacrificio de
reconciliación”, para sus hijos, sus amigos, sus compañeros, su país y, hasta para la
humanidad considerada en su conjunto como hermana nuestra. En definitiva, este
“martirio” es la única misión de la Iglesia.
Sanar la Palabra
Pero estos retos se enfrentan con un inmenso obstáculo, particularmente en nuestra
América Latina. Quiero hablar de la violencia. En una historia que ha perdido el secreto de
la Palabra como distancia y comunión, es decir, como intercambio donde uno se dice y
acoge al otro que se dice, la violencia es la única alternativa. En la selva postmoderna
donde para sobrevivir tenemos queeliminar al otro que podría comer nuestro pan,
ninguna reconciliación podrá vislumbrarse, si no empezamos por sanar la Palabra.
Palabra consigo mismo (individuación), palabra con el otro individuo (diálogo
personalizante), palabra social y culturalmente creativa (humanización), palabra con Dios
(espiritualidad). Se nos pide inaugurar un inmenso “internet” espiritual, un espacio del
Espíritu donde reaprendamos juntos a hablar y a entender a cada uno “en su propio
idioma” pentecostal. Reconciliación significa unir sin confundir, hacer comunión sin negar
las diferencias. Esta tarea se puede realizar sólo por la Palabra. Dios no creó con
violencia, sino con palabra. Y Jesús no es su potencia encarnada sino su Palabra hecha
carne. Por esto mismo es que Cristo nos reconcilia.
Los votos como palabra de reconciliación
Estamos acostumbrados a un discurso “negativo” sobre los votos. La castidad es “no”
tener relaciones sexuales. La pobreza es “no” poseer. La obediencia es “no” decidir por
sí mismo. En la perspectiva de reconciliación que nos ocupa aquí, es preciso cambiar
dicho discurso negativo y releer el misterio de nuestra vocación específica, como una
palabra positiva pronunciada en medio del concierto de la reconciliación humana.
La castidad
Si pretendemos que nuestro celibato sea una profecía de reconciliación, hay que
replantear la castidad como una palabra de reconocimiento mutuo como individuos y
personas, pronunciada entre el hombre y la mujer, entre lo masculino y lo femenino en
cada persona y en el mundo. Si la castidad es negación, es violencia, no pue-
de ser buena nueva de reconciliación. En vez de presentarla como abstención, es urgente
hablar de la castidad como alternativa a la violencia sexual, “antiviolación”, opción
positiva por una verdadera sexualidad humanizada, palabra fecunda y liberadora,
pronunciada entre los sexos. La castidad es un intento de vivir las relaciones de género y,
más ampliamente, entre humanos desde la perspectiva de la alianza restaurada. Si
nuestro celibato necesita temer al otro y violencia sobre sí mismo para poder serle fiel, se
revela una opción pagana, un culto a los Baales. .
La pobreza
Nuestro voto de pobreza es más bien una opción por la “antipobreza”. En efecto, la
pobreza religiosa sólo se puede entender en el compartir comunitario y la solidaridad,
que te libera de la angustia de la sobrevivencia. Por tanto, es liberación de la tentación
violenta de acaparamiento y del riesgo también violento de la carencia. Este voto de
solidaridad, de compartir, de antipobreza, es una palabra liberadora pronunciada sobre
los bienes que nos esclavizan y nos convencen de que sólo por ellos se realiza nuestra
humanización.
La obediencia
Si nuestra pobreza es, prácticamente una “antipobreza”, nuestra obediencia es
finalmente un voto de individuación y de personalización. La obediencia es recibir mi vida
del otro que me revela el misterio pleno de mi unicidad. El voto de obediencia es así, una
palabra que nos libera de la dominación exclusiva y de su arrogancia (conocer el bien y el
mal), pero también de la tentación permanente de sumisión pasiva. Es acogida y respeto
del otro en su diferencia y decisión de dejarlo entrar en mi vida para cambiarla, junto con
mi propia realidad, en una existencia compartida.
VIDA RELIGIOSA: BENDICIÓN (PALABRA DE BIEN) PARA EL MUNDO DE HOY
La experiencia de los votos y, más ampliamente de la Vida Religiosa, no es de uso privado
ni interno. Es un signo eclesial y un testimonio para el mundo. O somos “bendición” para
el mundo de hoy, o nuestra vida es absurda. Veamos, entonces, cómo nuestra vocación
específica, minoritaria y simbólica, expresada sintéticamente en la proclamación de los
tres votos, tiene que ver con la restauración de una humanidad según las categorías de la
Alianza, cómo somos verdaderamente agentes de reconciliación.
Liberar los votos de la violencia
En primer lugar es necesario sanar nuestra propia vivencia. En efecto, a lo largo del
tiempo, lo que nació como una opción profética de libertad, se ha cargado de violencia. El
signo de esta perversión del misterio de los votos, es la carga de miedos e inseguridades
que los acompaña en la vida de muchos consagrados. Todo se da como si el peso jurídico
y normativo de la Vida Religiosa la hubiera privado de su Palabra propia para hacer de sus
miembros unos súbditos siempre en espera de la denuncia de una falla de parte de un
Dios implacable. La castidad se transforma en incapacidad y temor de amar de verdad, la
pobreza en angustia ante la capacidad creativa y la iniciativa personal, la obediencia
como el rechazo de toda responsabilidad y negación del riesgo de errar.
Si pretendemos ser Buena Nueva de reconciliación para el mundo, es urgente, primero,
empezar por casa y denunciar activamente las violencias múltiples infligidas y soportadas
dentro de la misma Vida Religiosa. Por allí va, en particular, la intuición actual de la
Refundación.
La castidad como bendición de la sexualidad
Hemos definido la castidad como una palabra de bendición de la sexualidad que la libera
de la agresión y de la violencia. En esta línea, nuestro voto de celibato debería anunciar
concretamente, una nueva reciprocidad de género de igual a igual, una manera de vivir
nuestras diferencias con alegría, un signo patente que la palabra que personaliza al otro
nos hace fecundos en el intercambio, mucho más que la violencia. Así mismo, la castidad
es una palabra que bendice nuestra propia identidad sexual, haciéndola gozosa en el
compartir. Es un reencuentro respetuoso con lo femenino y lo masculino en cada uno y
entre nosotros, una palabra sobre la carencia que nos constituye y hace de nosotros
seres de necesidad y de reciprocidad. Toda la cuestión ahora, gira alrededor de la
significación real de nuestras vidas concretas para los hombres y mujeres de hoy,
entrampados más que nunca, en la violencia de género. ¿Somos signos o somos enigma
sin relevancia? ¿Nuestra vida es un Cantar de los Cantares para el mundo de hoy?
La pobreza como bendición de toda la creación
Hemos planteado nuestro voto de pobreza como “antipobreza”. Con este voto
pretendemos liberar los bienes de la creación y de la creatividad humana de su doble
maldición violenta: el acaparamiento y la carencia. Al renunciar a la propiedad privada,
proclamamos que los bienes son liberados de su violencia maldita. La pobreza es un
festejar la bondad de todo lo creado a la manera como lo expresa el primer capítulo del
libro de la Sabiduría. Dios lo hizo todo bien y no hay ningún veneno en las cosas. “Dios no
hizo la muerte”, grita con audacia el autor sapiencial. Nuestra vida debe proclamar esta
bendición contenida en el gozo de todos los bienes en una perspectiva de alianza, de
reciprocidad y de interdependencia. Sólo en el banquete de toda la creación reunida,
podemos disfrutar eternamente de los bienes recibidos. Tal tendría que ser la Palabra de
bendición que brota de nuestro voto de pobreza. Pero a los ojos de la gente ¿no somos
simplemente uno de los estamentos privilegiados de la jerarquía social y económica? Si
no, ¿por qué entonces esta tendencia generalizada de los pobres a querer cobijarse bajo
las alas de nuestra solvencia?
La obediencia como bendición de la pluralidad
Hemos denunciado las concepciones de la obediencia que llevan al autoritarismo y a la
sumisión. En la perspectiva de la Alianza, la obediencia consiste en autorizar al otro con
su diferencia, a tener parte en la gestión de mi vida. En una palabra, la obediencia es
acogida. Nuestra vida será bendición en este campo si, al acogernos a nosotros mismos
primero, con la bondad de nuestra historia, de nuestra cultura y de toda nuestra
existencia, acogemos a la vez, como una buena noticia, lo diferente del otro: su cultura,
su historia, su sensibilidad, su manera diferente de mirar la realidad y hasta de intuir lo
divino. La obediencia es el voto de la inculturación.
Este encuentro con la diferencia del otro que limita la arrogancia de mis evidencias y a
quien invito a una cogestión, a una corresponsabilidad de nuestras vidas respectivas en
comunión con lo divino que nos une, en el misterio de nuestras diferencias, es la fuente
de una verdadera ciudadanía pentecostal. En ella, todos sentirán que su palabra es
entendida, acogida y tomada en cuenta, desde su particularidad y se dispondrán a
escuchar, acoger y tomar en cuenta la palabra del otro desde su particularidad. La
obediencia en este sentido, es bendición de la verdadera ciudad democrática según el
arte propio de la Alianza.
Pero, ¡cuánto camino nos queda para recorrer, para transformar nuestros estilos de vida
enigmáticos, en bendición; nuestro folclor, en signo liberador; nuestra jerga
incomprensible, en voz universal.
LOS VOTOS: CONCEPTO Y PRÁCTICA EN CRISIS
Para entrar en el espíritu de la refundación, propongo empezar ahora una exploración
más específica de la experiencia de los votos desde la perspectiva que nos ocupa.
Una terminología gastada
Hace ya un tiempo que intuimos la necesidad de renovar inclusive los términos de “voto”
y de “consagración” por estar éstos demasiado cargados de prejuicios y de reflejos
inconscientes. Para refundar la experiencia de los votos, primero tendríamos que dejar
de hablar de “votos”. Me explico:
■ En primer lugar, todo el discurso sobre votos se ve viciado, consciente o
inconscientemente, por la centralidad de lo jurídico. Se trata ante todo de un contrato
con una institución cuya firma obliga legalmente a un cumplimiento en las formas y los
plazos indicados. Aunque esta visión es, en sí, una caricatura en la que nadie se
reconocería, sin embargo, en el inconsciente colectivo, sobre todo para los jóvenes, es
ella la que predomina.
 En segundo lugar, este sentido jurídico latente nos lleva a insistir casi
exclusivamente en la dimensión ascético-moralde la Vida Religiosa. La vocación a
este estilo de vida, aparece como renuncia y sacrificio antes que liberación y
gozo. En efecto, el cumplimiento del compromiso jurídico implica
necesariamente una atención exagerada a estas facetas importantes de nuestro
testimonio, pero no esenciales, es decir, de fundamento de la Vida Religiosa.
 Finalmente, la teología común de los votos, desarrolla todo un concepto sobre
lo sagrado y lo profano que tendría que interrogarse a la luz de la novedad
evangélica. Consecuentemente, por los votos, los “consagrados” pasan, como
por magia jurídico-as- cética, a la categoría de “separados”, medio
extraterrestres, medio ángeles, por lo menos radicalmente, casi
ontológicamente, diferentes del resto de los humanos. Este paso de un mundo
profano imperfecto e impuro a otro sagrado, más perfecto y más puro2 , nos
mantiene en una ambigüedad pagana insoportable tanto para nosotros mismos
como para nuestros interlocutores simplemente “normales”. La Vida Religiosa
estaría así en el registro de lo “anormal” que confundimos tan
espontáneamente con lo “profético”.
Detrás de este inconsciente colectivo que traba toda la reflexión teológica sobre la
refundación de los votos, lo que está en cuestión es la antropología subyacente que
inspira nuestro discurso. ¿En qué medida las categorías antropológicas que manejamos,
más o menos de
manera inconsciente, son verdaderamente cristianas y evangélicas o simplemente
heredadas del paganismo grecorromano del que se revistió el cristianismo al volverse
referencia privilegiada de la cultura occidental? Si queremos volver a la experiencia
fundante, previamente hay que denunciar estos a priori e intentar retornar a la frescura
casi ingenua de las primeras intuiciones, a la antropología bíblica que manejaban Jesús y
su entorno. No quiero decir que optemos por una especie de “tábula rasa” de la historia
y de sus sucesivas influencias culturales. Pero refundar implica reponer las tradiciones
diversas en perspectiva de evangelio para devolver a cada una su peso y sitio exactos
desde lo fundamental. Es la razón por la que, en adelante, hablaremos de preferencia, de
una opción evangélica.
Una nueva propuesta: hablar de opción
Para salir del impasse que acabamos de señalar, vamos a explorar aquí un nuevo lenguaje
que hable de opción evangélica de vida. Si retomamos las propuestas de Jesús a los
discípulos en los evangelios, todas se expresan de manera dinámica: vende, ven y
sígueme. Se trata, entonces, de una aventura que implica orientar su vida de una manera
nueva. Esta nueva orientación dinámica, que llamamos discipulado, supone renuncia y
cambios sustanciales de escalas de valores, (por ejemplo, vender los bienes o dejar la
familia), pero estas renuncias y estos cambios no definen la opción como tal. La prueba
de esta afirmación es que la vocación de cada discípulo se concreta de manera muy
diversa según cada historia personal y según los momentos de esta historia. Lo central y
lo común está en la decisión de orientar su vida en el movimiento de la vida de
Cristo.Plantear los votos como orientación más que como cumplimiento implica una
visión más libre y más creativa del compromiso. Se trata, como lo sugiere Jesús a
Nicodemo en Jn 3, de renacer del Espíritu. Orientar su vida en el movimiento de Cristo
supone también que las etapas y las reglas de juego no estén establecidas con demasiada
exactitud de antemano. Como en el viento, hay que dejarse llevar sin saber “ni de dónde
viene ni a dónde va”. Es una apuesta que conllevará a muchos errores, desvíos y
retornos. El horizonte del Reino es inseguro hasta para el propio Jesús, como Él mismo lo
señala a sus interlocutores (Mt 24, 36). Más bien implica, para encaminarse hacia Él, una
gran flexibilidad y una gran ligereza. El propio Maestro nos alerta sobre las carencias que
a Él mismo le tocó asumir en el camino emprendido.
Hablar de opción, en segundo lugar, nos lleva a interrogarnos sobre los medios escogidos
para seguir a Jesús en el horizonte del Reino. En efecto, en esta relectura desde la
perspectiva de la refundación, es preciso preguntarnos si no se ha introducido, con el
tiempo, una confusión entre instrumentos y objetivos. Esta pregunta nos invita a
retornar al debate tradicional entre preceptos y consejos evangélicos. En la teología de
los votos se suele hacer una distinción de carácter jerárquico entre estos dos conceptos
que, dicho sea de paso, no aparecen con tanta claridad cartesiana en los textos. Los
preceptos constituirían las condiciones mínimas para ser un cristiano aceptable. La vía
mediana de alguna manera. En cambio, los consejos, arbitrariamente limitados a los tres
votos canónicos de castidad, pobreza y obediencia, serían una propuesta especial para
los que libremente escogen el camino de perfección. Tal visión jerárquica de la
comunidad cristiana se encuentra en total
contradicción con el evangelio y el Nuevo Testamento cuando insisten constantemente
en los privilegios de los más pequeños y en el claro anticlericalismo de Jesús. En la
comunidad cristiana no hay castas ni clases. Sólo hay hermanos y hermanas. Ni siquiera la
familia de sangre o los conciudadanos judíos gozan de algún privilegio. Jesús declara
todo discípulo madre y hermano y hermana suyos. Y los paganos (ver, por ejemplo, la
sama- ritana en Jn 4) disfrutan exactamente de los mismos privilegios y de la misma
libertad de fe que los judeocristianos.
En la perspectiva cristiana, entonces, nadie es mejor o peor por haber optado por
determinado estilo de vida (Mt 18,1; Me 9, 33ss; Le 9, 46; 18,17; 22, 24). En la refundación
nos parece más adecuado hablar de los “preceptos” como de la opción común a todo
discípulo de orientar su vida en la línea del evangelio. En tal sentido, sería útil preguntar a
la Vida Religiosa si, con el pretexto de los consejos, no ha olvidado lo principal, es decir, la
orientación evangélica de la vida cotidiana. Pero sería urgente también replantearnos la
cuestión de los consejos. La fórmula de compromiso monástico me parece muy
iluminadora para renovar nuestra comprensión de los consejos evangélicos.
Los monjes pronunciamos tres votos que se expresan de esta manera: obediencia,
conversión de costumbres y estabilidad. Esta formulación mucho más dinámica y
universal que la formulación canónica podría traducirse en lenguaje moderno como
coherencia de compromiso (obediencia), opción constantemente renovada por cambiar
de vida en función del evangelio (conversión de costumbres que, en latín se dice
“conversatio”, es decir, cambio “permanente”) y fidelidad creativa a la comunidad
(estabilidad). Esta formulación más amplia y más dinámica nos convence de que los
consejos evangélicos son infinitamente más variados y ricos que lo que pretende el
código y que las formas de vivirlos son también múltiples.
En este sentido, desde la comprensión de los votos como opción evangélica, los consejos
se presentan como la infinidad de propuestas hechas por Jesús para personalizar y
concretar el compromiso del discipulado. Como los carismas personales desarrollados
por san Pablo en la Primera Carta a los Corintios (cc. 12 y 13), los consejos son caminos
concretos puestos a nuestra disposición para responder al llamado. Posiblemente no
tienen el valor tan absoluto y unívoco que se les quiere dar. En esta tarea de revisión de
nuestra vocación, es urgente refrescar la noción de celibato, pobreza y obediencia para
devolverles, a la vez, su dinamismo, su encarnación y su exigencia de coherencia vital, y
así relativizar su carácter de “razón de ser absoluta” de la Vida Religiosa, descubriendo
otros “consejos evangélicos” olvidados o excluidos del derecho canónico y quizás tan
importantes como los “tres” votos.
La manera como replanteamos aquí la relación dinámica entre “preceptos” y “consejos”
evangélicos nos lleva a cuestionar otra distinción tradicional entre laicado y clero, como si
se tratara de dos estados excluyentes y jerárquicamente secuenciales. Como se ha
subrayado el “carácter” definitivo del sacramento del orden, del compromiso religioso y
del matrimonio, ¿no sería necesario afirmar el “carácter” definitivo del estado laical,
como la condición humana común en la cual nacimos y morimos? La Vida Religiosa en su
origen reivindicaba fuertemente su carácter laical en clara oposición con la exagerada
clericalización de la Iglesia.
Infortunadamente, con la ordenación cada vez más generalizada de los religiosos, se
llegó a la más grande contradicción, considerando incluso al religioso como un clérigo de
categoría superior. Y lo más paradójico es la clericalización de la Vida Religiosa femenina.
A pesar de la exclusión de las mujeres a la ordenación sacerdotal, se ha dado como un
fenómeno de asimilación progresiva de las mujeres consagradas a ia categoría clerical.
Hay que renovar la reivindicación laical originaria, no sólo para los religiosos y religiosas
sino para la Iglesia entera, como el terreno obligado de los preceptos evangélicos, en
particular del amor verdadero, concreto, encarnado y personal y no sólo abstracto en
discursos moralizadores. Nuestra laicidad definitiva nos hace solidarios de la humanidad
real y es la condición para ser salvados concretamente. El resto es añadidura de estilo,
variantes de modalidades en función de los carismas diversos y de las necesidades
ministeriales de la comunidad y no lo contrario.
Hablar de opción dinámica nos lleva a proponer una nueva dialécticas ntre convicción y
aprendizaje. Si observamos la experiencia de los discípulos de Jesús, tenemos que
constatar a la vez que su convicción de partida, a pesar de muchas vacilaciones y hasta de
algunas traiciones, no se derrumbó sino que fue fortaleciéndose, purificándose y
convirtiéndose. Este proceso de consolidación de la convicción pasó por el duro
aprendizaje de la vida con Jesús. La lectura de nuestra vocación como opción dinámica
nos sitúa en esta dialéctica vital con sus avances y retrocesos. En vez de considerar la
fidelidad al compromiso como una conformidad monolítica, una vez para siempre, a
contenidos doctrinales y jurídicos, ¿no sería mucho más fecundo verla como un
aprendizaje terco y valiente de lo que significa nuestra opción y nuestra convicción por
Cristo? En tal perspectiva, uno nunca es totalmente fiel y, sin embargo, lo es sólo en la
medida en que se presta al aprendizaje de la vida evangélica real.
“Nadie es bueno” dice Jesús con lucidez al joven rico. Sin embargo, quien acompaña a
Jesús cargando con su cruz está salvado. Modestia y audacia de la fidelidad creativa que
asume los riesgos de errores, retrocesos y caídas de todo aprendizaje sincero. Así
entiendo en nuestro contexto el horizonte del Reino que es “ya” y “todavía no”. Está ya
presente en la decisión, la orientación, la opción de vida por Jesús. Y sin embargo, está
siempre por “aprenderse” de la vida en común, ahí donde dos o tres están reunidos en
nombre de Jesús. Nada que ver con la carrera a los votos como la estación final de una
prueba deportiva.
Cuando en la literatura sobre la Vida Religiosa, se insiste tanto en la crisis de la mitad de la
vida, se afirma, de alguna manera, que la opción por Cristo se aprende y se enseña cada
día. Nada está ganado, aún después de los votos definitivos. Y nada está perdido aún en
medio de las peores crisis y de las más vergonzantes traiciones. Pedro, después de su
negación comprendió que se trataba de una etapa de su aprendizaje y pudo sacar de ella
la energía de gracia que contenía por la fuerza de su convicción. Judas, en cambio,
tributario de una visión normativa y formal de la fidelidad, consideró que todo estaba
perdido, a pesar de que, a mi juicio, su pecado fuera menos grave que el de Pedro. Este,
en efecto, se dejó arrastrar por la mediocridad de su cobardía inmediata, mientras Judas
actuó con valentía al interior de un proyecto y, quizás, de una convicción ideológica y
teológica. La diferencia estaba en la visión respectiva que tenían ambos de la fidelidad.
De una opción ascética a una opción mística
Demos un paso más en la búsqueda de una nueva expresión del concepto y de la práctica
de los votos. Cuando en el texto anterior, cuestionábamos la comprensión
exclusivamente ascética de los votos, la presentábamos como una ideología del
cumplimiento y de la renuncia o del sacrificio que, de alguna manera, excluía el riesgo y el
gozo imprevisibles de la vida. Es este riesgo y este gozo que quisiéramos recuperar aquí,
sin negar, como ya lo hemos dicho más arriba de diversas maneras, la importancia y la
necesidad de la ascesis para poder vivir humanamente y en esperanza, el riesgo y el gozo
de la Vida Religiosa como aventura de acompañamiento de Cristo3 .
Para expresar el riesgo y el gozo de la experiencia espiritual de nuestra vocación hablaré,
en adelante, de mística. En efecto, estoy cada vez más convencido que el reto principal
no es la santidad en el sentido ascético de la palabra, ni la misión como expresión de la
entrega generosa de todo el ser, sino la búsqueda de Dios y el caminar en su presencia.
Como lo sugiere san Pablo en la Carta a los Romanos (c. 6), la observancia de la ley no es
el objetivo de la vida creyente sino la consecuencia de la fe. Y el mismo Pablo nos
recuerda en la Primera Carta a los Corintios, que la generosidad no es más que campana
que resuena si no brota de la caridad, es decir, de la intimidad mística con el Señor (1Co
13). La mística, en este sentido, es una experiencia vital y dinámica del misterio divino en
toda su amplitud, tal como se manifiesta en la encarnación cotidiana, en la relación
fraterna, en la prueba y el fracaso, y, centralmente, en la oración permanente y vigilante4
.
Una primera dimensión de esta experiencia que refiero a la espiritualidad de los votos
podríamos llamarla mística antropológica. En efecto, en la opción por Cristo, interviene,
en primer lugar, una nueva manera de vivir las relaciones humanas como experiencia del
Espíritu. La relación de género ya no se plantea como un tabú en función de la lectura
ascética excluyente del celibato y de la castidad. Todo lo contrario, se trata de acercarse
al otro como Jesús, renovando desde el Espíritu el misterio de nuestra relación de
diferentes. De igual modo, las relaciones entre clases, entre culturas, entre generaciones
y credos se transfiguran desde el Espíritu, como el propio Jesús nos lo da a comprender
en tantas oportunidades pero especialmente en el diálogo con la mujer samaritana en Jn
4. Hasta la relación con el pecador y con el enemigo se ve transformada en una
experiencia mística por la opción por Cristo. La comunidad cristiana se presenta, de esta
manera, como el laboratorio permanente y cotidiano de esta mística antropológica y la
práctica de la hospitalidad, del servicio desinteresado y, sobre todo, de la misión;
manifiesta la fecundidad de esta experiencia espiritual.
La mística antropológica desemboca necesariamente, en contexto cristiano, en una
mística de iahistoria. Se trata aquí de acompañar al Dios comprometido y liberador de su
pueblo en medio de los acontecimientos colectivos dolorosos y gozosos. Ver a Dios que
sufre, que protesta y que actúa en cada “Egipto”, caminar en su presencia en medio del
pueblo, sentir el movimiento del Espíritu en las esperanzas, utopías y luchas de los
nuestros, es darle categoría mística a la política y al compromiso social. En efecto, a
diferencia de las religiones naturales que distinguen estrictamente lo profano y lo
sagrado, el evangelio nos permite contemplar a Dios en la solidaridad del vaso de agua,
de la visita al encarcelado, del trozo de pan compartido. Como lo señala el capítulo 25 de
san Mateo, seremos juzgados sobre nuestra experiencia mística de la historia. Si el Verbo
hizo su morada en ella, como lo afirma san Juan, es que se ha vuelto sagrada en todas sus
dimen-siones. Así lo expresa bellamente Jean Vannier: “Cada hombre es una historia
sagrada”.
Estas dos dimensiones, antropológica e histórica, de la experiencia mística convergen y a
la vez brotan de lo que podríamos llamar aquí una mística religiosa. En efecto, la mística
en todas sus expresiones consiste en caminar permanentemente en presencia de Dios a
la manera de Abraham. Es el coloquio, la escucha, el caminar compartido silencioso con
Dios y que nos posibilita reconocerlo en cada ser humano, en cada acontecimiento. Hay
que revalorar la centralidad de la oración en nuestras vidas agitadas, dispersas y
superficiales. Somos primero y ante todo, aunque no se trate de un monopolio, hombres
y mujeres de Dios, es decir, sus “íntimos” y sus “reflejos”. Esto mismo es el significado de
la palabra profeta.Desde esta perspectiva mística podemos reformular el papel de la
ascesis en nuestras vidas. Se trata de un conjunto de medios concretos para asegurar la
veracidad, la profundidad y la fecundidad de la experiencia mística. La ascesis está al
servicio de la mística. Cuando se convierte en razón de ser de la Vida Religiosa y
justificación de nuestro miedo al riesgo y de nuestra incapacidad de gozo, se vuelve triste
cumplimiento, cementerio de almas, escuela de la amargura y, finalmente, del más sutil
orgullo. En cambio, la relación armoniosa entre ascesis y mística califica evangélicamente
nuestras relaciones, nuestros compromisos y nuestra misión.
La mística sin ascesis es un engaño y una ilusión que muy pronto revela su agotamiento
en la superficialidad y el sentimentalismo. La ascesis sin la mística es, simplemente, un
absurdo.
Consagración y conversión
Hasta aquí, hemos intentado releer en perspectiva de refundación la experiencia de los
votos, pasando de lo puramente jurídico a una opción de vida y de lo ascético a una
experiencia mística. Nos queda todavía explorar otras vías a propósito de esta
concepción de la consagración que hemos denunciado como antievangélica porque
aparece planteada como separación, como identidad “angelical” en el sentido
puramente desencarnado y folclórico de la palabra. Intentemos ahora, por tanto, buscar
otra entrada.Una primera observación concierne al uso que hacemos del verbo
consagrar. Sin darnos cuenta lo hemos aislado completamente de todo acontecer real,
transformándolo en un verbo intransitivo. La consagración se entiende, entonces, como
un estado pasivo. En realidad el verbo consagrar es eminentemente transitivo. Se
consagra “algo” o “alguien” “a” o “para” algo o alguien. ¡Qué importante reconectar
nuestra Vida Religiosa con esta experiencia “transitiva”, es decir, de relación con la
realidad y el entorno! En efecto, la consagración no es una identidad “estática” alcanzada
por la magia de los votos y que nos situaría fuera del movimiento comprometedor de la
vida humana. En la línea de la Vida Religiosa (y cristiana) como opción, se trata de
comprender la consagración como dedicación “a”. El consagrado, en esta perspectiva, ya
no es un “separado”, un “excluido” voluntario, como el imaginario popular lo piensa,
sino un “dedicado” al Reino y, por él, a Dios. Pues hay que volver a entender este “a”
Dios en un sentido eminentemente transitivo. Es así como san Benito plantea la aventura
monástica en su Regla (cf. c. 58) cuando pone como única condición de discernimiento
de la vocación la “búsqueda” de Dios y no la “santidad" del candidato.Exploremos un
poco más esta perspectiva de la consagración como dedicación al Reino y a través de
ella, a Dios. Devolver así el sentido transitivo a la consagración, es pasar de una
concepción estática (“estado” religioso) a una visión dinámica de nuestra vocación como
“tarea”. Y ¿cuál es “la” tarea a la que nos “consagramos” o dedicamos, nosotros los
religiosos y las religiosas? (Una vez más no de manera excluyente de las demás formas de
vocación cristiana). Que se me permita retomar aquí la bellísima y original fórmula del
compromiso monástico en san Benito. Nuestra dedicación al Reino se concreta en la
tarea de la “conversatio morum”, la conversión permanente de las costumbres. Así, el
consagrado ya no se ve como un “perfecto” sino cno un“pecador” en proceso constante
de cambio, de retorno a Dios, de conversión. San Benito comprende en la misma línea el
voto de obediencia puesto que considera ésta como el “camino” por el que se retorna a
Dios, cuando la “desobediencia” fue el camino que nos alejó de Él5 . Dentro de esta
lectura, el tercer voto monástico de estabilidad podría conectarse también a la única
tarea a la que nos consagramos. Sería el voto de “terquedad”, de perseverancia en el
camino escogido para “retornar” a Dios.
Habría, desde la refundación, un solo voto: la tarea de la conversión permanente a los
criterios del Reino, retornando así por los caminos de la obediencia con la terquedad
perseverante del amor a Éste cuyo alejamiento (por la desobediencia) nos resulta
inaguantable. ¡Qué diferencia cualitativa entre la autosuficiencia mortal del “estado” de
perfección religiosa y la tarea de conversión permanente a la que nos “consagramos” por
los votos. ¿Será necesario señalar que esta tarea de conversión permanente sólo se
puede cumplir en la triple experiencia mística propuesta en el párrafo anterior y que la
verdadera ascesis de toda esta aventura arriesgada y gozosa es precisamente la
terquedad en el caminar?
Me dirán, sin embargo, que esta “tarea” es responsabilidad de todo cristiano y no es
prerrogativa de la Vida “consagrada”. Una vez más, como lo he señalado en muchas
oportunidades6 , la identidad vocacional no implica necesariamente la exclusividad sino
lo que llamé la “especificidad”. ¿Cuál sería, entonces, la especificidad de la vocación
religiosa en esta tarea común de los
cristianos? En la jerga de las órdenes contemplativas, se suele hacer una distinción (que
me parece algo arrogante y autosuficiente) entre los “contemplativos” y los
“exclusivamente” contemplativos. Esta “exclusividad” es absurda en la perspectiva
holística del Reino, que implica todas las dimensiones, antropológica, histórica y religiosa,
descritas anteriormente. Sin embargo, creo que la especificidad de los religiosos y las
religiosas en la tarea cristiana común de conversión permanente es precisamente su
carácter totalitario. Es aquí donde la ascesis de los votos cobra un sentido propio en
nuestra opción por Cristo.
Los religiosos y las religiosas son unos “locos” de Cristo y del Reino que pretenden
dedicarse “de tiempo completo” y en todo, a esta tarea. Hemos hecho de todo en la
historia de la Iglesia. Pero, lo específico nuestro para que se lo pueda considerar en
fidelidad a nuestros “votos” es que lo hagamos todo en función de la conversión
permanente. Es precisamente por esta razón que, “ascéticamente”, pretendemos
renunciar a todo lo que, en la experiencia humana, aún la más legítima, podría centrarnos
demasiado en el propio interés fuera de la caminata de retorno hacia el Reino, es decir,
hacia el Dios del Evangelio de Jesucristo.
De modelo a signo
Para concluir este capítulo, vuelvo a una antigua intuición7 . En efecto, todo lo anterior
nos invita a cambiar nuestro imaginario espontáneo sobre Vida Religiosa y a pasar del
modelo al signo. No somos un icono del Reino sino una invitación, un signo de la
viabilidad de este camino de retorno hacia Dios. El modelo está ahí, establecido e
inmutable. El signo, en cambio, tiene que “significar”, “señalar” “hacer signo”. Esta
responsabilidad de significar implica, entonces, una renovación permanente de las
modalidades de hacer signo según la evolución de las culturas, de las mentalidades y de
los acontecimientos históricos. El ser signo supone estar encarnados en el tiempo y en el
espacio.
Un primer aspecto de nuestra vocación de signo es lo que llamaría el martirio simbólico.
Es interesante recordar que nuestros antepasados, los monjes de! desierto,
emprendieron el camino de retorno desértico como alternativa al martirio sangriento
considerado como la forma por excelencia del testimonio cristiano y que había
desaparecido con la oficialización de la Iglesia por el imperio. Este martirio simbólico es,
sin lugar a duda, una de las características fundantes de nuestra opción de vida. Hay algo
de totalitario en nuestra decisión de orientar nuestra vida en el movimiento de la vida de
Cristo. Es quemar sus barcos por Cristo, emprender la lucha hasta “el último cartucho” en
la conquista del Reino. Por tanto, ser signo implica, primero que todo, manifestar la
radicalidad absoluta del amor a Cristo. Esta apuesta podría ser arrogante si se apoyara en
nuestras propias virtudes y capacidades. Pero, en la línea de la “conversatio morum”, se
trata de una apuesta loca y terca por la misericordia de Dios revelada en Cristo.
Pero este martirio simbólico podría ser totalmente insignificante si no anduviera de la
mano con la segunda dimensión del signo que es la profecía vivencia!. En efecto, todo
signo es propuesta y anuncio de vida. Nuestro estilo de vida personal y comunitario será
signo si se engancha con la vida real y concreta de la gente como una invitación a la
esperanza y a la conversión a la vez. Un poco como la serpiente de bronce en el desierto
sanaba a quien la miraba, pretendemos ser signo de vida, profecía vivencial y no sólo
bandera de un ideal inalcanzable. Nuestra vida debe anticipar el futuro deseado de la
humanidad como prueba que no es ilusorio.
Todo aquello me lleva a considerar el signo de la Vida Religiosa como una encarnación de
ia esperanza. En medio del mundo estamos puestos como talleres experimentales del
Reino, encarnación de lo que viene. Esta dimensión de nuestra vocación supone que
estemos abiertos de par en par a la visitación del mundo. A través de nuestras vidas la
humanidad sufriente y esperante puede pasearse a sus anchas para disfrutar, como en un
sábado eterno anticipando lo que le espera y lo que ya comenzó en sus intentos
balbucientes de amar más y mejor. Somos, de alguna manera, el parque público, la plaza
mayor de la futura Jerusalén. Este aspecto de signo de la vocación implica que, como en
la descripción de la Jerusalén celestial, nuestras casas, nuestras comunidades y nuestros
corazones no tengan ni puertas ni cerrojos ante la aspiración de la esperanza humana. Si
somos gente de fronteras, como se suele decir, somos a la vez corazón de una ciudad
futura sin fronteras.
REAPRENDER A VIVIR.

Después de haber intentado interrogar las del discurso sobre los votos para proponer
nuevas pistas y formulaciones del misterio de nuestra consagración, me propongo aquí
retornar a la fuente de toda vocación cristiana, el Evangelio, para reencontrar en Él este
arte de vivir plenamente que constituye la Buena Noticia de Jesucristo. En efecto, la
pregunta más apremiante para nosotros concierne nuestra fidelidad a la vida según el
camino evangélico. Si nuestra opción religiosa no es una alternativa de felicidad, un arte
convincente de vivir felices, se transforma en una caricatura insoportable.
Retorno a la espontaneidad evangélica.
Para los primeros discípulos, la llamada fue una sorpresa total. Nada en su ambiente
religioso y social podía dejar prever que Jesús pasaría por sus vidas cambiando
completamente sus planes. Incluso, si creemos al evangelista Lucas, Pedro, Andrés y los
hijos de Zebedeo no atendían las palabras de Jesús . Este hablaba a la muchedumbre
mientras ellos estaban arreglando sus redes. Una simple necesidad práctica (utilizar la
barca como tribuna desde la orilla) les dio la oportunidad de verse acercados por el
maestro. Esta sorpresa absoluta del llamado es hoy una experiencia bien difícil,
especialmente en contexto de cristiandad, como es el caso de la mayoría de nuestros
países latinoamericanos. Para nuestros conciudadanos la Vida Religiosa y la vida
sacerdotal son propuestas sociológicas bien ubicadas en el contexto global, como los
policías o los médicos. Sin embargo, esta sorpresa es la condición de la conversión radical
que implica el encuentro con Jesús. En cambio, la gran visibilidad y el prestigio de los
modelos de consagración hacen de ellos referencias llenas de prejuicios en el imaginario
y el inconsciente colectivo. Volver a experimentar a Jesús como sorpresa y trastorno de
las referencias sociológicas es hoy un desafío que supondría una vuelta al anonimato de
las formas de vida religiosa existentes.
Si consideramos la sorpresa de Dios como condición de una verdadera vocación religiosa,
nos urge volver a lo que llamaría una santa ignorancia. Del mismo modo que los
apóstoles ignoraban todo de este Nazareno y de su manera original de proponerles un
camino de compromiso, nos convendría una disciplina del olvido del imaginario cultural
de cristiandad. ¿No sería necesario, de alguna manera, desprogramar este imaginario,
borrar las referencias para volver al desierto del evangelio? En este sentido, el discreto
maremoto de la postmodernidad que reduce la imaginación religiosa a los flashes
publicitarios de la televisión es una buena noticia. El paganismo latente y la ignorancia
profunda de las categorías religiosas tradicionales en la juventud urbana postmoderna es
el terreno privilegiado de la sorpresa evangélica. Más que los parques bien marcados de
la pastoral vocacional tradicional, la cultura juvenil urbana es favorable para el pedido de
Jesús de prestar la barca. Santa ignorancia, disciplina del olvido y borrado del diskette del
imaginario cristiano asustan, en un primer momento, a los que están preocupados por la
continuidad y el reclutamiento. Sin embargo, aparecen cada vez más como la condición
de lo que, más tarde, llamaré la necesaria reevangelización de la Vida Consagrada.
Lo que está en juego detrás de esta doble exigencia de sorpresa evangélica y de
ignorancia santa, es el carácter de nuestra experiencia de Dios. Hay que volver a plantear
nuestra opción de vida como una simple vida bautismal tomada en serio. Los
consagrados no pretenden otra cosa que vivir simplemente ante Dios como bautizados.
En otras palabras, se trata de volver al arte de adorar en Espíritu y Verdad como lo
proponía Jesús a la samaritana . Todo lo que obstaculiza, oculta o impide este arte de
vivir en las formas de nuestra Vida Consagrada, debe ser cuestionado en nombre del
mismo evangelio.
Es precisamente el arte de vivir evangélicamente que quisiéramos explorar en los
párrafos siguientes. Refundar la Vida Religiosa implica reaprender a vivir de manera
plenamente humana, plenamente evangélica y plenamente consagrada, lo cual supone
un largo proceso de sanación, de evangelización y de consagración de nuestras
costumbres y de nuestros modos de vivir.
Una vida plenamente humana.
La condición principal de credibilidad de nuestra propuesta es su carácter plenamente
humano. Si nuestra vida no es más humana y más feliz, no tiene interés en un mundo en
búsqueda de armonía ante todo. Dicha exigencia nos impone replantearnos lo humano
en todas sus dimensiones y preguntarnos si no somos deshumanizados y hasta, a veces,
inhumanos en nombre de los dogmas de la Vida Consagrada.
Un primer aspecto de esta humanidad de nuestra vida concierne el realismo. Una vida
plenamente humana obliga a confrontarse valientemente con la realidad en mí, en mi
entorno, en el otro y en el mundo. Al revés, es inhumano, en este sentido, toda huida y
todo proceso de ocultamiento de lo real. Cuantos infantilismos piadosos en nuestras
comunidades, justificados ideológicamente, y que son traiciones del deber de ser
simplemente humanos.
En esta línea del realismo, es de primera importancia acoger el riesgo de los sentimientos
y de las relaciones. Urge interrogar el funcionamiento de nuestras relaciones para
preguntarnos si asumen los riesgos afectivos de los humanos, tanto en lo positivo como
en lo negativo. Acoger sin temor y sin juicio la realidad de los sentimientos en y entre las
personas es una condición para humanizar nuestra vida comunitaria.
Entre los sentimientos reasumidos, tiene un espacio primordial el aprendizaje de la
conflictividad, inherente a la experiencia de las diferencias. Bajo sus aspectos diversos de
clases, culturas, géneros, caracteres etc., la conflictividad es una escuela de fraternidad
fuera de la cual nuestra experiencia colectiva es artificial y acaba por desmoronarse en
acontecimientos no asumidos, no comprendidos y no aceptados del todo. Esta
experiencia es particularmente esencial en las relaciones de obediencia y subordinación.
La conflictividad, lejos de ser vista como una indisciplina, es la materia prima de una
solidaridad adulta y asumida recíprocamente en la responsabilidad comunitaria.
Para que nuestra Vida Consagrada recobre plenamente su profundidad humana, es
necesario también devolverle su carácter de combate. Toda vida humana es un combate
permanente con las exigencias materiales, espirituales y hasta metafísicas de nuestra
misteriosa aventura terrena. Una Vida Religiosa que busca evitar las preguntas, las crisis y
los retos del combate humano, repudia simplemente la cruz de Cristo. Me preocupa, en
este sentido, el terrible contraste entre las condiciones materiales, intelectuales y
afectivas de la vida de los pobres, de donde provienen la gran mayoría de los religiosos y
religiosas jóvenes de nuestro continente, y los modos suavizados y exquisitos de vida de
nuestras comunidades, sin preocupación más allá del ombligo individual, relacional y
hasta del alma. Una Vida Religiosa que reanude con la simple ascesis, el rigor de la
realidad como combate, es un requisito esencial de la refundación. Hasta nuestra
experiencia de Dios debe apartarse de sus acomodamientos sentimentalistas para volver
a la austeridad del combate de Jacob.
En esta misma lógica, debemos denunciar todos los procedimientos sutiles de
evitamiento del fracaso y de adquisición demasiado fácil del éxito. En una sociedad tan
cruel como la latinoamericana postmoderna y neoliberal, hay que formar a la capacidad
de acoger y asumir el fracaso aún injusto y inmerecido. Del mismo modo es de suma
importancia no hacer de la Vida Religiosa un anzuelo para un Éxito barato, que se trate
del Éxito material, académico, de prestigio, de poder y hasta religioso en el sentido de la
ilusión de santidad sin esfuerzo.
A través de todas estas exigencias, se adivinará que el reto es la seriedad y credibilidad
humana de nuestra propuesta y de nuestras opciones. Devolver o mejorar la de nuestra
Vida Religiosa implica, lo sabemos, un largo proceso de sanación de lo deshumanizante,
de lo inhumano, de lo infantilizante, en el sentido de seguridades poco adultas que
todavía subsisten o que, incluso, se acumula con el tiempo en nuestras comunidades.
Esta sanación abarca la seriedad de nuestro trabajo, de nuestras relaciones de nuestra
espiritualidad, de nuestra misión, de nuestra gestión económica y de nuestra solidaridad
con la sociedad y la Iglesia que nos rodean.
Una vida plenamente cristiana
Sin pretender distinguir ni separar estrictamente lo humano de lo cristiano, existe, sin
embargo, una manera específicamente cristiana de ser humanos. Si nuestra vida religiosa
no es humana no podemos pretender que sea digna del evangelio, es decir: cristiana.
Pero tampoco podemos contentarnos con un simple humanismo pagano. Jesús ya
cuestionaba a sus contemporáneos por no ser diferentes de los paganos en esto que sólo
amaban a sus amigos o prestaban a aquellos de quienes esperaban recibir . También
Pablo, en la carta a los romanos, afirmaba que un pagano, cumpliendo la Ley sin
conocerla, es mejor que un judío que no la cumple a pesar de conocerla . Así también
nosotros, podríamos interrogarnos sobre la coherencia evangélica de nuestra vida,
comparada con la vivencia moral y espiritual de nuestra gente y, más aún, sobre la entre
los comportamientos de este mundo, que tan fácilmente criticamos, y los nuestros. A
pesar de nuestras declaraciones rimbombantes y de nuestras exigencias para con la
misma gente a quien acompañamos en nuestra pastoral, ¿podríamos negar totalmente
afirmaciones burlonas como el conocido dicho: o, peor: va de la castidad como de la
pobreza...?
La primera interpelación que lanza el evangelio a la Vida religiosa es la de su conformidad
a lo que llamaría el vuelco de las Bienaventuranzas. ¿En qué medida nuestra búsqueda de
felicidad tiene su inspiración en el modelo del evangelio? Hablo de vuelco porque la
propuesta de Jesús quiere apostar por una dicha desde las carencias compartidas y de la
verdadera comunión con el otro. El cristiano es alguien que opta por acoger sus carencias
como oportunidad de invitar al otro al banquete de su vida y deja, a la vez, desbordar de
sí mismo todo lo que es y tiene sin calcular ni limitar el movimiento de su generosidad.
Este vuelco de las Bienaventuranzas supone que toda nuestra vida sea una permanente
dinámica de conversión. Como lo señalé en el capítulo anterior de esta reflexión, los
monjes, desde su origen, profesan la conversión de costumbres. La vida cristiana en su
conjunto se caracteriza por su constante inacabamiento, por estar en perpetuo proceso
de transformación, de evangelización. Cabe preguntarnos si la Vida Religiosa
pretendiendo dedicarse exclusivamente a esta evangelización por conversión
permanente de sus propios miembros, no da, más bien, muchas veces, la imagen de un
estancamiento, de una pretensión de perfección humana ya lograda, de un
acomodamiento sutil a los valores mundanos. Refundar implica, por lo tanto, ponerse en
movimiento constante y exponerse al cuestionamiento desde todos los ángulos del
acontecer humano.
En el mundo herido y agredido en el que nos toca vivir, la conversión de nuestras
costumbres tiene como fin más noble la reconciliación. Pues, la verdadera conversión
evangélica sólo se puede averiguar en el cambio de nuestras relaciones. Nuestras
comunidades, si son familias de convertidos, tienen que ser, ante todo, crisol y talleres de
reconciliación. No se trata de quedarse a un nivel piadoso de declaraciones fáciles. La
reconciliación es una opción de vida una apuesta y un trabajo austero. Nos urge dedicar
nuestras mejores energías a la reconstrucción permanente de las redes humanas
interrumpidas o rotas. En esta medida cuantos prejuicios de clase, de ideología y de
sensibilidades paralizan nuestras comunidades en esta tarea fundamental, tanto en
nuestras redes internas como externas de relaciones. Cabe preguntarnos si somos
tejedores de humanidad o bloqueadores de lo nuevo que el Evangelio hace acontecer
entre los hombres y mujeres. ¿No seríamos, a veces, como estos clanes de la primera
comunidad de Corinto que se dividían entre partidos de Pablo, de Apolo o de Cefas,
impidiendo así que la comunidad sea de Cristo? O, por el contrario, ¿somos de la raza de ,
donde Jesús propone a la mujer samaritana una religión en espíritu y verdad más allá de
la polémica entre los cerros sagrados de Jerusalén y Samaria? En estos tiempos tan
dramáticos y tan sublimes a la vez, la reconciliación en el debate y la confrontación
abierta es la responsabilidad más urgente de la Iglesia. Si nuestras comunidades se
dedican más a defender las ideologías que dividen que al diálogo de diferencias y a la
escucha benevolente del diferente, cometen un pecado histórico gravísimo, aún si lo
hacen inconscientemente y con las mejores intenciones. Pues si el evangelio, una vez
más, como tantas veces en la historia, se ve distorsionado por nosotros, sus seguidores, a
punto de transformarlo en lugar de división y de violencia, tendremos que dar cuenta en
el juicio.
Finalmente, una vida plenamente cristiana implica una experiencia comunitaria intensa
en pueblo de Dios. No podemos ser verdaderamente cristianos si nos despreocupamos
de la Iglesia en su conjunto y construimos nuestras comunidades religiosas como islas o
fortalezas aisladas. La Vida Religiosa solo tiene sentido como parte modesta integrada y
específica del pueblo de Dios. La eclesialidad tal como la hemos descrito en otras partes,
es la meta de la Vida Religiosa. Si nos justificamos por nosotros mismos y nos
contentamos con nuestros carismas, somos infieles a nuestra vocación. Iría hasta decir
que el bien del pueblo de Dios es más importante y más urgente para la vida religiosa que
el cumplimiento estrecho de sus tareas específicas y carismáticas. No somos franco
tiradores ni de la Iglesia sino sus más humildes y apasionados servidores. La eclesialidad
de la Vida Religiosa supone entonces dejar de lado todo reflejo sectario o partidista para
sentir, sufrir y amar con toda la Iglesia, diocesana, laical, y con la Iglesia universal en su
inmensa y compleja diversidad. Así mismo, desde este sentido eclesial, y por nuestra
vocación fronteriza que tantas veces hemos recordado , la Vida Religiosa es ecuménica
por vocación. Nuestra fidelidad filial y adulta al magisterio no debe limitar nuestra
audacia de apertura al otro. Junto con toda la Iglesia, salimos al encuentro de la oveja
extraviada, visitamos al centurión Cornelio y admiramos a la sirofenicia o al centurión
piadoso .
Estas cuatro dimensiones que acabamos de comentar, la conformidad a las
bienaventuranzas, el camino de conversión, el reto de la reconciliación y la urgencia de
un testimonio comunitario y de eclesialidad en el pueblo de Dios, es lo que me lleva a
pensar que nuestra Vida Consagrada necesita ser reevangelizada. Si en el párrafo anterior
hablábamos de una sanación de humanidad para la Vida religiosa, pensamos también que
necesitamos de un reencuentro purificador y liberador con los fundamentos del
evangelio.
Una vida plenamente consagrada.
Recién después de haber revisado los fundamentos humanos y cristianos de nuestra Vida
Religiosa, podremos, entonces, volver a hablar de consagración. En nuestro capítulo
anterior, sugerimos volver al sentido del verbo consagrar. Es urgente dejar de lado una
concepción de la consagración como separación pasiva o como lugar aparte en el mundo
y la Iglesia. La consagración es una tarea y un proceso permanentes. Veamos como
podemos, en estos tiempos de refundación, la Vida Religiosa. Veamos enseguida las
diferentes dimensiones de esta consagración transitiva.
Volvemos a plantear, primero, el carácter esencialmente contemplativo de toda la Vida
Religiosa. La razón de ser de nuestra opción de vida es Dios y sólo él. Una Vida Religiosa
que pierde su filo contemplativo, que no reza o lo hace de manera puramente
institucional y rutinaria se vuelve una triste y absurda caricatura. Nuestra elección de la
castidad, del compartir de los bienes y de la obediencia se vuelve hasta monstruosa si no
se sustenta en la frecuentación cariñosa y apasionada del Señor. No es de asombrarse,
además, que un religioso o una religiosa que ha perdido el de Dios, sufre horrores para
dar sentido a su vida o, simplemente, entra en un proceso de doble vida y de
acomodamientos más o menos graves de sus compromisos. Es imposible ser fiel sin la
intimidad con Dios y, además, no tendría mucho sentido tampoco. Me preocupa, en este
sentido, la pobreza, la escasez del alimento espiritual de muchos religiosos y religiosas
que se contentan con cosas superficiales, ligeras y casi nunca renovadas. O, por el
contrario, me impresiona la inquietud frenética de otros por experimentar la última
novedad en materia espiritual, sin jamás darse el tiempo de profundizar. Urge, en este
tiempo tan difícil y desafiante, forjar personalidades espirituales sólidas y felices, nutridas
con alimentos sustanciosos y no con la lechecita de los recién nacidos. El mundo espera y
reclama hombres y mujeres de Dios que hagan creíble el itinerario de Jesús. Muchas
veces no encuentran entre nosotros más que personalidades frágiles, conformistas y
poco adultas en la fe. Hay que repensar fundamentalmente la dimensión netamente
contemplativa de la vivencia de nuestras comunidades.
Como lo planteamos al hablar de una vida plenamente cristiana, la Vida Religiosa tiene
como responsabilidad primordial la reconciliación por la conversión de costumbres. Esta
reconciliación personal, comunitaria y social es, para nosotros, lugar privilegiado de
consagración. Estamos consagrados a la sanación de las relaciones. El discípulo de Jesús
es alguien que hace la paz consigo mismo y con los demás al reencontrarse con su
vocación de hijo y de hija, es decir: por la conciencia de una verdadera fraternidad. El
artesano de paz es aquel que, dejando de lado las actitudes de esclavo, asume su
dignidad filial en la libertad y su responsabilidad de hermano, de tal manera que se dedica
por entero a la paz y a la reconciliación por la cual Él mismo ha sido rescatado por la cruz
de Cristo. El taller de esta consagración específica a la paz es la vida comunitaria y el reto
diario del diálogo fraterno, tanto dentro como fuera de la comunidad. Es tan importante
esta responsabilidad de paz en el mundo y la Iglesia de hoy que vale la pena revisar
nuestras actitudes y prácticas en este campo para preguntarnos si nuestro testimonio
está a la altura de la situación a la que nos toca consagrarnos.
San Benito habla de la Vida Consagrada como una escuela del servicio divino, no sólo por
la liturgia y la oración, sino por la atención a Cristo en el hermano, especialmente los más
necesitados. La dimensión contemplativa de nuestra consagración se prolonga, así, en el
ámbito social. La liturgia del amor se celebra a diario en el servicio humilde, el rito
concreto del lavatorio de los pies. Si todos los cristianos son servidores, nosotros los
religiosos y las religiosas pretendemos dedicarnos a esta responsabilidad a - tiempo -
completo. Y sabemos que, para nuestra gente, este rasgo de nuestro testimonio es el
mejor comprendido y el más aprovechado. No hay hora para llamar a la puerta de
nuestras casas religiosas. Saben que es la casa de Dios, por lo tanto la casa de todos, día y
noche. Esta dimensión de nuestra consagración es la más gratificante y, a la vez, la más
onerosa puesto que nos quita hasta los últimos rincones del egoísmo y a veces, incluso,
de la privacidad. Pero fue ya el caso de Jesús y sus discípulos que no tenían ni tiempo
para comer y a quienes el pueblo alcanzaba, aún cuando pretendían escapar para
descansar un rato aparte. En este sentido, los pobres son nuestros maestros a quienes
hemos venido a servir.
Esta consagración al servicio nos interroga, sin embargo, en cuanto a nuestros estilos de
servicio. Aquí se infiltra tan fácilmente el activismo, la preocupación por la eficacia y la
angustia por salvar al mundo entero. A la manera de Jesús, sabemos que . Por lo tanto
nuestra consagración a ellos no significa tanto cosas por ellos sino acompañarlos y
responder desde nuestras limitaciones a sus gritos y solicitaciones. Siempre en la línea
contemplativa que adoptamos para entender nuestra consagración, el servicio es ante
todo, acogida y atención cariñosa al otro en su verdadera necesidad de Dios y de
dignidad, tal como intenta expresarla y no tanto como la imaginamos por Él.
Finalmente, a través de la contemplación, de la paz y del servicio, nuestra Vida
Consagrada está dedicada al anuncio. La dimensión misionera de la consagración
religiosa no es primero la enseñanza de la fe sino, a través del testimonio, la
manifestación indudable de la presencia salvadora de Cristo en el mundo. Nuestra toma
de palabra debe siempre ser segunda respecto al testimonio de vida. Como dice san
Pedro , debemos estar siempre dispuestos a dar cuenta de nuestra fe. Este implica que se
nos lo pida a partir del interrogante que constituye nuestra vida para nuestros
compañeros de ruta en el mundo. Si no te interrogan porque tu vida no cuestiona, ¿qué
valor tendrá tu toma de palabra? ¡Si tú mismo tomas la iniciativa de dar cuenta de tu fe
sin que tu vida, previamente la haya manifestado tu palabra es un discurso ideológico
más sin relevancia vital! San Benito, una vez más, recomienda que el monje hable sólo
cuando se le interrogue. Esta recomendación, me parece, vale también, de alguna
manera, para el Kerigma del misionero y la enseñanza del pastor. Tu vida tiene que hablar
tan fuerte que lleve a los testigos a pedir explicaciones así como los interlocutores
interrogaban a Jesús, tanto sus adversarios como sus amigos. La misión como toma de
palabra es una respuesta a una pregunta suscitada por la misión como testimonio. Es en
este sentido que pretendemos unir contemplación, reconciliación y servicio al Kerigma al
que nos consagramos. De alguna manera todas las dimensiones de nuestra consagración
son el anuncio. La toma de palabra explícita no es más que la confirmación del Kerigma
implícito de nuestra vida entregada.
Por otra parte, esta consagración al anuncio no implica solamente el discurso o el
testimonio explícitamente religioso. Se inserta en la historia con sus aspectos sociales,
políticos, económicos y culturales. Somos ciudadanos del mundo antes de ser ciudadanos
del cielo y es dentro de nuestro compromiso histórico que se vislumbra nuestra opción
por el Reino.
De la misma manera que proponíamos sanar y reevangelizar la Vida Religiosa pensamos
que la refundación consiste también en una reconsagración transitiva de nuestra vida a la
dinámica del Reino, rompiendo con claridad con las tendencias a la privatización de la
Vida Religiosa y a la búsqueda sutil de seguridades de toda índole.
(sigue).
Preguntas para el diálogo comunitario
Les invito a compartir con sencillez la sorpresa de Cristo en los comienzos de su aventura
religiosa. ¿Qué queda hoy de esta sorpresa, de esta de los comienzos? Y ¿cómo
recuperarlas?
Evalúen el grado de o de de sus estilos de vida comunitaria o de sus relaciones con la
gente y pregúntense cómo los ven y cómo cambiar esta situación, tanto dentro como
fuera de la comunidad.
Confrontemos con sinceridad nuestra vida comunitaria y personal con las exigencias de
las bienaventuranzas y preguntémonos como corregir las asimilaciones mundanas
inconscientes de nuestra vida.
¿Cómo entendemos el carácter transitivo de nuestra consagración? Aclarar y compartir
ejemplos.
Retomar las cuatro dimensiones de esta consagración transitiva para evaluar nuestra
realidad.
LA EXPERIENCIA DEL GÉNERO COMO
MATRIZ UNIVERSAL
En el capítulo anterior de nuestra reflexión sobre los votos abogábamos por una
humanización de nuestra Vida Religiosa. En este contexto, nos parece primordial retomar
nuestra experiencia de lo masculino y de lo femenino, tanto entre nosotros/as como en
cada uno/a, como el eje central, la matriz de toda la experiencia humana y, por lo tanto,
también de nuestra vida consagrada. Pensamos cada vez más, al respecto, que el voto
fundante de nuestra vida es el celibato, mientras la pobreza y la obediencia no son sino
modalidades importantes pero solidarias de este voto central. Pues, si la vocación única
de todos los humanos es ser felices ante Dios, juntos, a la manera de Jesús, esta felicidad
tiene que ver con nuestra identidad de imagen y semejanza divina. Nuestra vida religiosa
es la utopía de un retorno al sueño de Dios antes del error original. La castidad que
profesamos es la tarea de emprender este retorno a nuestros orígenes edénicos.
Abstrat: Este artículo es la continuación de los capítulos anteriores publicados en la
revista. Con este capítulo entramos en la reflexión específica de los tres votos.
Empezamos por el celibato partiendo de la afirmación siguiente: la castidad es la manera
propiamente cristiana de amar. Se trata de volver al sueño de Dios antes de lo que
llamamos el error original. La castidad es el proceso de integración y transfiguración
permanente de las tres fuerzas del amor humano: el eros, la filía y el ágape. Como
proyecto de retorno a nuestra identidad edénica, la castidad es una propuesta para todo
cristiano. El celibato, en cambio es una modalidad particular de esta castidad que
consiste en renunciar a la genitalidad y la procreación física, en una actitud simbólica y
profética que anticipa la sanación y reconciliación del eros más allá de toda violencia y
dominación. Pero no se trata de una negación de la sexualidad, menos aún de nuestra
experiencia fundante de género.
En esta lectura se comprende que consideremos el celibato como la matriz de nuestros
tres votos. La pobreza y la obediencia no son sino aspectos importantes y específicos del
proyecto de castidad.
Género como génesis de todo lo humano
La única vocación humana que valga la pena de dar la vida es la reciprocidad. Tal es el
sueño de Dios para con todas sus criaturas: la utopía del séptimo día de la creación es la
esperanza de Dios de vernos bailar juntos / as y con ...l por la eternidad. El pecado, el
único pecado en definitiva, es la ruptura de reciprocidad, el miedo, el querer apoderarse
de la vida.
Como lo señalé anteriormente de múltiples maneras, nuestra divinidad pasa por el
acercamiento mutuo y respetuoso entre humanos y especialmente entre hombre y
mujer. Lo que la Biblia llama semejanza lo entendemos como esta tarea extraordinaria de
acercarnos los/ as unos/as a los/as otros / as. Somos más divinos a medida que nos
hacemos más humanos en la cercanía compartida y la renuncia a la pura asimilación.
Esta reciprocidad humana que nos hace divinos se extiende a toda la creación. Nuestra
vocación de reciprocidad de género tiene que aplicarse al mundo entero. En este sentido
prefiero la economía del capítulo dos del génesis que, en vez de invitarnos a dominar la
creación, nos pone en una situación de reciprocidad por el cultivo de la tierra y el
nombramiento de los animales. La vocación adámica es a la vez caricia (cultivar) y palabra
(nombrar). Nuestro voto de pobreza tiene que ver con esta economía de la caricia y de la
palabra que se niega a la dominación y a la avidez posesiva. En este sentido, es una
variante de la castidad.
Así mismo, la invitación a multiplicarnos y a llenar la tierra proyecta al nivel social y
colectivo el sueño de un baile infinito entre todas las razas y las culturas. La obediencia
retoma este sueño como una propuesta concreta de empezar a vivir relaciones de
verdadera solidaridad. La obediencia es la anti - competencia entre seres humanos y la
opción por la igualdad de palabra, el intercambio, la polifonía. La obediencia es preferir el
canto a coro polifónico a la prepotencia de una voz de solista.
En definitiva, lo que llamamos castidad es la decisión de retornar con todos los
elementos de nuestra humanidad a la utopía divina de reciprocidad y de confianza, en la
restauración de la caricia y de la palabra en relaciones de respeto total. Es esta castidad
que inspira toda nuestra vida religiosa y da su sentido a nuestros tres votos, ya no como
simple negación sino como peregrinación de retorno hacia Dios.
En este contexto, consideramos que el más importante de los tres votos es el celibato y
que de la manera como lo vivimos depende la calidad de la pobreza y de la obediencia,
aúnque nunca se pueden separar las tres dimensiones.
Célibes para la castidad
De lo que acabamos de exponer, se deduce fácilmente que la castidad es la gran
responsabilidad de la humanidad acogiendo el evangelio de Jesús y no la especialidad de
los consagrados. La moral conyugal cristiana más clásica lo afirma claramente: el amor, si
es cristiano, es casto, es decir orientado hacia la reciprocidad en el respeto. Pero las
modalidades de esta castidad pueden variar según las opciones de vida. La nuestra es el
celibato. Optamos por vivir el amor de género como célibes, es decir renunciando a su
expresión explícitamente genital y, por consecuencia, a la procreación física. Pero esta
opción tiene, mas que todo, una proyección positiva de universalidad. Nuestra manera
célibe de amar recuerda simbólicamente que nuestra vocación es la sinfonía de todos los
instrumentos, la polifonía amorosa de gestos y palabras. Otros privilegian la música de
cámara o la forma sonata de los conciertos por instrumentos solistas combinados.
Nosotros somos testigos de la sinfonía del amor donde todos los instrumentos prestan
su diversidad a la armonía universal.
Para entender bien la especificidad de la opción por el celibato en la Vida Consagrada, es
necesario situarla en el gran proyecto evangélico del amor casto. Empecemos entonces,
por allí. Sabemos por experiencia humana que el amor siempre pone en dinámica
fecunda tres fuerzas que nos atraviesan. La primera es el eros, la atracción mutua, el
descubrimiento de nuestra necesidad del otro y el deseo de hacerlo nuestro. El motor de
esta primera fuerza de amar es el placer. En la ideología cristiana el placer ha tenido mala
fama en general. Y, sin embargo, sin él nada tiene verdadero sabor. La experiencia de
Dios, como nos lo repiten los místicos, tiene que ver con la necesidad, la atracción y
placer. De alguna manera, esta dimensión del amor es la que dinamiza el deseo. Pero el
riesgo de esta fuerza vital, si no se abre a otra, se devora a sí misma en un desesperado
intento por colmar todas las carencias y poseer todo lo que nos hace falta. El eros
necesita abrirse a la segunda fuerza de amor que llamamos la filía, la cual caracteriza el
amor de amistad y de reciprocidad. En ella, la necesidad no es ya la única inspiración. La
vida del otro por sí misma se vuelve la fuente de mi felicidad.
Finalmente, la misma amistad fraterna puede ensancharse más aún, en un más allá de la
simple reciprocidad de iguales. El ágape, la caridad, es un amor que ya no espera retorno
para darse. Se trata de dar la vida, como dice Jesús, por sus amigos. En cierto discurso
cristiano, se confunde la castidad con esta tercera dimensión del amor, excluyendo de
ella el eros y hasta la filía. En estas páginas no comprendemos la castidad como una
negación sino como un proceso permanente de integración y de transfiguración de todas
las dimensiones del amor. Así, el amor casto conserva su carga de eros y su encanto de
amistad, pero tiende siempre a la caridad.
En esta línea se comprende que la castidad no es un estado de pureza y de
invulnerabilidad sino el combate conflictivo por la pureza en la vulnerabilidad, la libertad
en el compromiso. Cómo lo dicen algunos espirituales, uno no nace casto se vuelve tal en
una largo camino de liberación y de purificación en el amor.
La castidad es, en este sentido, la verdadera profecía cristiana. Pero las modalidades de
dicha profecía pueden ser diversas. Entre ellas el celibato es una postura simbólica que
pretende anticipar la sanación la relación de género. Para tal fin, renuncia a su
manifestación genital explícita, por considerar esta dimensión a la vez cómo central y por
redimir del egoísmo y de la violencia. En este sentido, el celibato tiene sentido mientras
estamos en la historia del pecado humano y de la herida de nuestras relaciones. En el
Reino habremos recobrado nuestra dignidad perfecta de criaturas según el corazón de
Dios y nuestros signos simbólicos y proféticos habrán perdido su razón de ser. Así
entiendo personalmente la afirmación de Jesús que seremos como ángeles. No se
perderá la polifonía de género. Pero nuestras relaciones, liberadas por fin de la violencia y
de la dominación, habrán dejado de ser simplemente competitivas. Nos amaremos
totalmente pero en total libertad, en total castidad.
La comunidad célibe como escuela específica de castidad
La primera comunidad evangélica parece haber sido mixta, sobre todo si nos referimos a
san Lucas. En dicha comunidad los hombres y las mujeres compartían el discipulado hasta
en las cosas materiales, puesto que el evangelista precisa que las mujeres apoyaban con
sus bienes a Jesús y sus hermanos. La misión parece haberse diferenciado por género.
Las mujeres, por razones culturales probablemente, se dedicaban más a la hospitalidad
en las casas mientras los varones asumían preferentemente el anuncio externo. Pero aún
así, algunas mujeres proclamaron la Palabra (por ejemplo María después de la
resurrección) mientras, al contrario, algunos varones (por ejemplo Juan) están invitados
a permanecer hasta que Jesús regrese. Esta primera comunidad cristiana era plural en
muchos sentidos. Estaba compuesta de célibes y de gente casada, de gente de clases
sociales y opiniones políticas divergentes etc. Lo que caracteriza la comunidad cristiana
en su origen, por lo tanto, no es un solo estilo de compromiso sino la calidad fraterna de
las relaciones. La vida común se transforma así en escuela de fraternidad y solidaridad
por ser el teatro de los debates y conflictos, del perdón y de la alegría compartida.
El modelo de la comunidad célibe y monosexuada parece surgir más tarde y no es
imposible que esté más inspirado por la filosofía griega idealista que por la sensibilidad
bíblica. Aún si, una comunidad monosexuada tiene todo su sentido en contexto cristiano,
nunca puede pensarse de manera exclusiva del otro sexo. Para estar en coherencia con el
evangelio, el celibato comunitario debe abrirse al pueblo de Dios necesariamente plural y
bisexuado.
De igual modo, la vocación al celibato no puede ser evangélica si se vive en la soledad
egoísta. Desde ahí brota el cuestionamiento de un celibato impuesto sin el apoyo de la
comunidad, por ejemplo en el caso de los sacerdotes diocesanos. Incluso el caso
particular de los ermitaños sólo adquiere legitimidad cristiana en una abertura universal a
los humanos. La coherencia evangélica implica, de una u otra manera una vivencia
comunitaria para que el signo sea evangélicamente comprensible. En el mundo de los
religiosos y las religiosas, misión y comunión fraterna están siempre y estrechamente
unidos. Para nosotros/as el testimonio comunitario y fraterno es el fundamento de
nuestra misión. Sin la visibilidad de la comunidad la misión de la Vida Religiosa pierde su
sentido. La primera misión de la Vida Religiosa es la vida comunitaria abierta al pueblo de
Dios.
Finalmente, toda opción de amor exige, para ser visible, un contraste que subraya su
significación. El celibato cobra toda su fuerza profética cuando se presenta como
contraste con la amistad y la fraternidad con ambos sexos. Los célibes incapaces de
conjugar amistades personales fuertes con la preferencia comunitaria son poco creíbles.
Esta capacidad de amar de verdad a gente concreta puede provocar tensiones con la
comunidad.
Dicha tensión es más fecunda que la mortal falta de amor. El debate abierto de corazones
en el seno de la comunidad lleva a la confianza mutua y es lo que consolida las redes
entre nosotros/ as. La comunidad debe abrir espacio a las amistades personales en la
confianza y cada hermano y hermana debe cultivar esta abertura de corazón a la
comunidad dejándose cuestionar por ella. Esta tensión exigente es signo de madurez
tanto personal como comunitaria, sabiendo que, en definitiva, la comunidad, para los/as
consagrados/as, debe ser la referencia última. ¡Qué exigencia tremenda de calidad
humana de las relaciones comunitarias! Si la comunidad exige ser efectivamente
preferida, aunque no amada exclusivamente, debe merecerse este privilegio y esta
exigencia por su inversión real en el amor fraterno ante toda otra preocupación.
La pobreza como experiencia de castidad
El psicoanálisis nos ha acostumbrado a leer el conjunto de los comportamientos
humanos desde las exigencias de lo que Freud llama la libido. Las cosas, en su inmensa
diversidad, tienen que ver, así, con nuestra afectividad. El fetichismo, de alguna manera,
consiste en cargar los objetos de un valor relacional. A través del prestigio, la posesión de
objetos confiere estatus y, por lo tanto, pretende hacernos amables, merecedores de
atención afectiva.
En la obsesión por poseer, buscamos inconscientemente la seguridad frente a la pérdida
y la muerte. La riqueza y la competencia son emblemas de eternidad ficticia. A la inversa,
el no poseer se siente como una tremenda inseguridad e induce en nosotros/as la
angustia del abandono.
Finalmente, en nuestro mundo materialista, las cosas son fuente de identificación y
motivo de dominación del/a otro/a.
Todo esto confirma lo que decimos desde el comienzo de estas páginas: la riqueza y la
pobreza tienen que ver con nuestras relaciones de género de manera muy estrecha
aunque simbólica. Por lo tanto, la opción de los/as consagrados/as que expresamos por el
voto de pobreza tiene que ver a su vez con el proyecto de la castidad. Renunciar a lo que
san Benito llama el vicio abominable de la propiedad privada es negarse a buscar
seguridad, estatus, identidad y dominación en la posesión. Nuestro valor está en la
calidad de las relaciones de reciprocidad en el respeto y la libertad. Más aún, la castidad
verdadera exige la libertad respecto a los objetos muertos. No es una casualidad si los
profetas llaman prostitución la idolatría y los cultos a los dioses paganos.
Inversamente, podemos calificar de falta de castidad muchas actitudes de absolutización
de los bienes materiales en la vida religiosa. Este apego puede manifestarse por la
avaricia o por una dependencia infantil, un temor a la carencia, una exagerada atención a
las medicinas y a todas las formas de seguridades humanas. Todo esto es una falta más
grave de castidad que muchos de nuestros combates con nuestro temperamento y
nuestra historia afectiva
La obediencia como experiencia de la castidad
La vida consagrada afirma la primacía absoluta del/a otro/a. Los tres votos apuntan a la
misma utopía: es posible vivir con el/la otro/a, para el/la otro/a y desde el/la otro/a, no en
una dependencia infantil ni en una negación mortífera sino en un don gozoso y libre de sí
mismo. Obedecer, en este sentido, consiste en entregar la gestión de mi vida personal en
las manos de la comunidad. Opto compartir con la comunidad las decisiones que me
conciernen y la conciernen. Es, de alguna manera, un voto de corresponsabilidad. Por lo
tanto, en la perspectiva cristiana, la obediencia es necesariamente y siempre mutua y
nunca unilateral.
La relación a la autoridad se inscribe en esta opción. El superior encarna la opción
comunitaria de compartir la vida y de poner la vida a disposición de Dios a través de la
solidaridad de grupo. Igualmente, la relación de la autoridad con el grupo apunta a la
dialéctica entre felicidad personal y felicidad comunitaria, paz del grupo y autonomía
recibida del grupo. En cierto sentido, el/la superior/a es el/la único/a miembro de la
comunidad que está totalmente sumiso/a al bien común y a la gestión de los espacios
individuales. Es el/la garante de la comunión y de la libertad. La responsabilidad de la
autoridad es autorizar es decir permitir que nos volvamos personal y comunitariamente
coautores de nuestra vida en comunión.
Esta visión de la obediencia como escuela comunitaria, colectiva, de la castidad implica,
bien es cierto, una práctica de la confianza mutua. Imposible obedecer sin tener fe en el
hermano, la
hermana, en el grupo y en sus mecanismos de decisión. La obediencia sin el cultivo de la
confianza se vuelve esclavitud cuyo motor es el temor y la alternativa el encubrimiento.
Obedecer es amarse con un amor transfigurado y entrañable.
Preguntas
I. ¿Cómo vivimos, desde el tiempo de nuestro noviciado la exigencia de la
castidad?
II. ¿ En qué la vivencia con los laicos, especialmente los pobres ha sanado y liberado
nuestra experiencia de género?
III. Analizar nuestra vivencia de la pobreza y de la obediencia en clave de castidad.
LA EXPERIENCIA DE LA MUERTE Y DE LA FINITUD
En este capítulo, el autor intenta relacionar la experiencia existencial y espiritual de los
votos con la experiencia de la muerte y de la finitud humanas. La vida religiosa, en este
sentido es, a la vez, un intento de romper con las ilusiones humanas de la falsa eternidad
y de la plenitud mentirosa que nos ofrecen las propuestas mundanas más diversas, y una
reconciliación radical con nuestra fragilidad y nuestra carencia ontológica. Los votos
denuncian toda ingenuidad y afirman que Dios se revela a nosotros en el límite asumido.
Neste capítulo, o autor tenta relacionar a experiencia existencial e espiritual dos votos
com a experiencia da morte e da finitude humana. A vida religiosa, neste sentido, é uma
tentativa de romper com as ilusies humanas de falsa eternidade e plenitude mentirosa
que as mais diversas propostas humanas nos oferecem e uma reconciliado radical com
nossa fragilidade e nossa carencia ontológica. Os votos denunciam toda ingenuidade e
afirmam que Deus se revela a nÓs dentro do limite asumido.
Si nuestros votos son una "imitación" y un "seguimiento" de Jesús, no pueden escapar al
corazón de la experiencia pascual que es la cruz. El Hijo de Dios quiso experimentar, a
través de la muerte, la totalidad de la aventura humana. En esta etapa de nuestra
reflexión quisiéramos detenernos para contemplar el gran dogma y misterio de la bajada
a los infiernos. En la simbólica de latencia del sábado santo, se dice que Jesús fue a visitar
a los muertos y especialmente a Adán que los representa a todos, para desatarlo y
devolverlo a la vida junto con toda la humanidad.
En nuestra vida religiosa, los votos significan algo de esta solidaridad adámica en la
fragilidad, el pecado y la muerte. Como religiosos y religiosas decidimos penetrar
totalmente la muerte y la finitud que nos constituyen para acoger más plenamente la
redención que nos trae el resucitado.
La ilusión de la plenitud
Desde su origen, la humanidad cultiva una gran ilusión que ninguna experiencia logra
disuadir a lo largo de la historia: la plenitud. Individual y colectivamente andamos
buscando todos/as este ideal de eternidad, de no-carencia, de felicidad absoluta y
permanente.
Los subterfugios para cultivar esta ilusión son el negocio más próspero de la tierra desde
que fue creada. El poder, el prestigio, las apariencias, el placer bajo todas sus formas, el
culto del yo, la arrogancia intelectual y espiritual etc., son unos cuantos instrumentos
para mantener vigente el gran mito de una tierra acabada y definitiva.
No se puede negar que esta tentación está presente en el primer relato de la creación en
el Génesis. Un gran viento de auto satisfacción atraviesa la conciencia del Dios que lo
hace todo "superbién". Es esta misma autocomplacencia que el autor del relato propone
como ideal perverso a la humanidad cuando le da la orden de dominar la creación, es
decir de no dejar nada sin aprovechar y explotar para su propia ilusión de plenitud.
Felizmente que, como lo hemos comentado muchas veces ya, el autor del segundo relato
nos presenta una realidad inversa. El Dios Yavista de Gn 2 es un Dios "imperfecto" que
deja su creación inacabada e, incluso, no prevé la soledad de Adán. Es este Dios carente,
amigo de una criatura inacabada por vocación, quien denuncia como pecado lo que el
Dios sacerdotal de
Gn 1 considera como la cumbre de la potencia divino humana. En efecto, el pecado
original, que, en definitiva, es el único verdadero pecado, es precisamente la ilusión de la
plenitud, de la autosuficiencia y de la omnipotencia humano-divina.
En su origen, la vida consagrada es una opción explícita por la carencia, la no-plenitud.
Los tres votos sacralizan, de alguna manera, una "ausencia" dolorosa y, por lo tanto,
abren una brecha de inmensa vulnerabilidad a las intemperies de la aventura humana.
Pero muy pronto, casi inmediatamente, la mentira de la plenitud ilusoria se ha
reintroducido por la brecha. así, lo que era una pobreza, una vulnerabilidad, se
transformó, por la magia de las argucias teológicas, en un camino de perfección
(equivalente a plenitud moral) y un medio más seguro de alcanzar la salvación. Hemos
tratado ya, en un capítulo anterior, la problemática de los consejos y de los preceptos
evangélicos. Es a través de esta sutileza intelectual que la gran ilusión se introdujo por
efracción. Justamente por la puerta por la cual la queríamos expulsar: La herida del
crucificado asumida por sus discípulos mas apasionados.
De hecho, la única manera de acabar con esta hidra siempre renaciente, es la
contemplación de la muerte. Más específicamente, de nuestra mortalidad intrínseca
como criaturas inacabadas y sin embargo definitivamente limitadas. ¿Porqué? El
mecanismo más eficaz para garantizar la gran ilusión es la comparación y, por lo tanto, el
establecimiento de jerarquías de valor. Solo con estos instrumentos de contraste entre
criaturas, podemos plantear una creciente plenitud por alcanzar lo alcanzable, de hecho.
La muerte, que nos espera a todos, es la derrota definitiva de toda comparación y de
toda jerarquía. Tarde o temprano, nos encontraremos en la igualdad de nuestra
podredumbre en la cual ya nada nos podrá distinguir, lo queramos o no. La Vida
Religiosa, a pesar de las apariencias y de las desviaciones históricas impuestas, es la
renuncia radical a toda ilusión de plenitud y, por lo tanto, a todo mecanismo de
comparación y de jerarquía. En este sentido, nuestros votos son una opción audaz por
nuestra mortalidad, una reconciliación gozosa con nuestra muerte y nuestra finitud, un
acabar con la mentira de una humanidad perfecta y eterna.
Vida Religiosa como consentimiento a la muerte.
No es por casualidad si las primeras comunidades religiosas femeninas fueron
compuestas de viudas. Pablo habla, incluso, de "verdaderas" viudas y de "falsas" viudas
para distinguir las consagradas de las que, por la frivolidad, buscan escapar a la muerte y
al duelo8 .
En el caso de los varones, la primera simbología sugerida por el evangelio de Mateo para
la vida consagrada es la del eunuco por el Reino9 . Aún si esta imagen contiene
ambigüedades difíciles de superar en un contexto como el nuestro, tiene que ver
también, sin embargo, con una experiencia de la muerte y del duelo.
A pesar del disgusto que siente nuestra cultura por esta experiencia, hay que afirmarla, a
contracorriente cultural. La ascesis contenida en los votos, si bien no es todo el misterio
de los votos, como lo hemos afirmado en otro momento, constituye, sin embargo, una
opción por anticipar la experiencia de la muerte y por asumir positivamente el duelo de
las ilusiones de plenitud. La castidad nos hace viudo/as del único esposo que puede
plenificar, huérfanos del único Padre que da toda la vida. La pobreza nos hace
necesitados del único bien: el amor del Reino. La obediencia nos hace presos/as
voluntarios/as en espera de la única verdadera liberación: el retorno de Cristo en la
gloria.
Pero no queremos quedarnos en la dimensión negativa de esta brecha. Toda profecía (y
los votos pretenden ser una de ellas) apunta a la vida desde la muerte. Nuestra
consagración, detrás de su renuncia humana, proclama una aspiración imposible: sólo
Dios puede colmar y no colma nunca en esta vida. El viudo, la viuda, el eunuco por el
Reino, el huérfano del único Padre, no son masoquistas que se complacen en la muerte.
Son apasionados del único.
En el fondo, los votos, como consentimiento a la muerte, afirman que la vida cobra
sentido solo desde la finitud y la mortalidad. Los/as consagrados/as por los votos
pretendemos vivir a fondo no desde las falsas seguridades humanas, y, más bien, sin
buscar garantías. Pensamos que vivir como Jesús tiene que ver con el riesgo permanente
y la profunda inseguridad del amor por las criaturas mortales. Somos de la raza de los que
prefieren la escalada de pendientes arriesgadas al consumo seguro en pantuflas de un
programa de televisión. Pensamos que no es vivir buscar seguridades y preferimos la
aventura de lo imprevisto, la maravilla de la sorpresa larga y peligrosamente buscada.
Para nosotros/as, sólo la muerte da verdadero sabor a la vida. La vida sin la muerte es
insípida por ser demasiado previsible y conocida. Los religiosos y religiosas somos artistas
del riesgo en nombre, no de la pura aventura egocéntrica, sino de la fantástica aventura
del amor y de la entrega al Otro y a los otros.
Vida Religiosa como reconciliación con el límite
Hablar de opción libre no significa que sea una experiencia fácil. Al contrario, asumir la
consagración por los votos es aceptar un combate de toda la vida con esta ilusión de
plenitud que vuelve a surgir constantemente en nuestro corazón. así, en la medida que se
vive sinceramente y sin perder la calidad humana de nuestra vida (ver más arriba), la
consagración es necesariamente dolorosa. No son pocas las rebeldías de la viuda, del
eunuco o del huérfano al constatar que su situación es fruto de una decisión y no de una
imposición o de una fatalidad irreversible. Los votos son, por definición, dolorosos, como
lo repiten a su manera todos los profetas. La tentación de huir, de traicionar, de hacerse
olvidar del amor que nos obsesiona, o, simplemente, de consentir complicidades con la
mentira, no es poco frecuente. Y si no fuera por lo irresistible de este "amor ausente",
esperado, vislumbrado y adivinado, hasta rociado algunas veces, la castidad, la pobreza y
la obediencia serían absurdas, insoportables y completamente locas.
Aún atados/as por esta pasión, nuestra historia está sembrada de caídas, de debilidades y
de retrocesos. Pero siempre regresamos, cansados/as de nuestras propias mentiras y en
espera de la única verdad que valga la pena.
A medida que avanzamos en el camino escogido, para parafrasear el prólogo de la regla
de san Benito, el corazón, sin embargo, se dilata y comenzamos a correr más sueltos,
más serenos y más libres en los caminos de la ausencia o de la presencia esperada. El
dolor y el duelo se vuelven, poco a poco, aunque no totalmente ni constantemente,
bienaventuranzas. ahí están los hermanos y hermanas, los amigos y las amigas, los
pobres y los pequeños para recoger nuestro duelo y nuestro dolor voluntarios, para
transformarlos en bendición para ellos mismos, para nosotros/as, y (¿quién sabe?) para el
mundo. Nuestra opción por la carencia nos hace solidarios de todos los carentes y, por
esta misma decisión libre, nos hace compartir como una gracia no merecida el don de sus
alegrías. Si los pobres son nuestros maestros en felicidad, según las bienaventuranzas
lucanianas, los/as discípulos/as que tomamos en serio la finitud y su dolor, nos volvemos,
según san Mateo, signos de la fiabilidad de esta apuesta por la felicidad desde lo frágil y
finito.
Si, como lo pretendemos aquí, los votos son una reconciliación con el límite, tienen que
ver necesariamente con los limitados, los destrozados. En este sentido la reconciliación
con el límite es una opción por la misericordia. Los votos ponen al desnudo nuestras
propias miserias. Como miserables habiendo asumido nuestra pequeñez como una gracia
de redención, nos inclinamos hacia toda miseria para revelarle su secreto de resurrección
escondida. Los votos, en definitiva quieren hacer presente de manera patente la
misericordia de Dios más allá de toda condición y preámbulo. La Vida Religiosa, con su
apuesta por la finitud y lo inacabado se vuelve la misericordia encarnada de Dios para el
mundo en ansia de remisión incondicional. Por los votos somos los incondicionales del
amor sabiéndonos amados incondicionalmente.
La apuesta por Dios y la experiencia de la noche
Los capítulos anteriores de nuestra reflexión nos han acostumbrado a una interpretación
más y más despojada de la experiencia de los votos, dejando, uno tras otro, los ídolos
imaginarios con los cuales habíamos emprendido el camino. Toda esta iniciación por el
abandono y el despojo interior nos lleva a poner cada vez más la fe en el centro absoluto
de esta aventura que hemos calificado, desde un comienzo, de opción. Aquí hablamos de
apuesta, como algo todavía más arriesgado e inseguro que la opción. Esta última, en
efecto, se apoya aún en convicciones surgidas de la experiencia. La apuesta es un salto a
lo desconocido, un entrar en lo que los místicos llaman la noche.
El fundamento de la fe
Desde un inicio presentamos la vida religiosa cómo una experiencia esencialmente
mística. En un primer momento, contrastamos la mística con la ascesis, poniendo esta
última claramente al servicio de la primera. En esta etapa, volvemos a la mística, como
experiencia personal de la presencia de Dios, contrastándola con las creencias religiosas.
Los dos últimos siglos resultaron ser una crítica desgarradora, y desde todos los frentes,
de la mentalidad religiosa. Las ciencias exactas y humanas constituyen un
cuestionamiento imparable de las evidencias creyentes nacidas de las culturas
premodernas y míticas. A pesar de resurgimientos recientes, a causa de las crisis de los
valores modernos y con muchos rezagos más o menos recalcitrantes y ocultos en cada
ser humano y en cada cultura, es preciso reconocer que estamos viviendo un ocaso de las
creencias religiosas en el sentido antropológico de la palabra.
A pesar de las apariencias, la vida religiosa, como una bajada mística a los infiernos, se
vuelve una escuela del despojo de las creencias infantiles para adentrarse cada vez más
en el desierto infinito de la presencia silenciosa de Dios. Una vida religiosa que busca
seguridades religiosas en las devociones ingenuas y en los modelos religiosos obsoletos
no podrá resistir a la terrible tempestad que estamos atravesando. Sólo si nos
convertimos en hombres y mujeres de fe, es decir hombres y mujeres de Dios, más allá de
los signos puramente religiosos, podremos cobrar credibilidad y seriedad a nuestros
propios ojos y a los ojos del mundo que nos rodea.
A partir de dicha afirmación, se comprenderá que lo más urgente, tanto en la formación a
la vida religiosa como en la construcción de los nuevos estilos de vida, es el proveer a
cada miembro de nuestras comunidades y a las comunidades en su conjunto, de
oportunidades, tiempos y espacios de verdadera experiencia personal de Dios. Si no
podemos referirnos a acontecimientos personales de experiencia del amor divino, y
volver a ellos en cada momento, nos quedaremos en la ceguera infantil de los
comportamientos religiosos repetitivos y vacíos y no podremos atravesar victoriosos el
desierto actual.
Finalmente, más allá de una experiencia personal y liberadora de la presencia del amor
divino, la fe implica una respuesta también personal y libre. El compromiso, en particular,
apunta a dicha respuesta. Los votos sólo tienen sentido si son la consecuencia de una
experiencia mística plasmada en una alianza cuya iniciativa gratuita viene de Dios y cuya
respuesta, también libre y gratuita, nos corresponde a nosotros.
Dar razón de la no-evidencia
El itinerario de la fe que proponemos aquí consiste en pasar del país de los ídolos al país
del icono. ¿Qué significa? Las evidencias que adquirimos de las creencias religiosas
heredadas son parte de un comportamiento muchas veces idolátrico. En efecto las
creencias son a menudo proyecciones de nuestros deseos inconscientes y de nuestros
temores reales. La imaginación de los pueblos y de los individuos es particularmente
fecunda cuando se trata de encontrar respuestas fáciles, de tipo religioso-mítico a
nuestras carencias y frustraciones. Este mecanismo denunciado ya por lo profetas a
propósito de la tentación idolátrica permanente del pueblo, ha sido descrito de manera
pertinente y definitiva tanto por los anti idealistas del siglo XIX como Feuerbach y Marx,
como por el psicoanálisis, tanto de Freud como de Jung, aunque con interpretaciones
diversas.
Este proceso humano de proyección religiosa idolátrica no tiene nada que ver con la
experiencia de la fe como no-evidencia. En este sentido la fe es una renuncia y un duelo a
la vez que un camino emprendido hacia lo real no descriptible del misterio humano y
divino. En este camino de iniciación se trata de pasar a la experiencia icónica. Para el
Oriente, en efecto, el icono, lejos de proyectar o de representar el misterio encerrándolo
en nuestros deseos y angustias, se presenta como un símbolo es decir una invitación, una
evocación una puerta abierta. El ídolo cierra y encierra, el símbolo del icono abre y libera
el misterio de toda atadura imaginaria.
La Vida Religiosa es una experiencia simbólica. El religioso, la religiosa, se transforman a
través de un doloroso proceso de renuncia y liberación de los ídolos religiosos, en un
icono, para si mismo y para los demás, del misterio divino, abierto y liberado del
imaginario de las creencias. Si la fe es este camino de iniciación, tiene que ver con la duda
intrínseca respecto a toda creencia que pretende encerrar el misterio en una
representación satisfactoria para mis deseos sicológicos, afectivos o intelectuales. La
Vida Religiosa es, por excelencia, un camino de fe a la escuela de la duda.
Dicha escuela es exigente y dolorosa en todo sentido. Se trata de una delicada cirugía de
las emociones y de los pensamientos. No pocas veces, sobre todo para los que
empezaron su vida consagrada antes del concilio y siguen en el barco con convicción, el
caminar fue sembrado de desilusiones y muertes radicales. Hemos tenido que renunciar a
las imágenes más nobles y más legítimas de nosotros mismos, de Dios, de la Iglesia, de la
fidelidad de los compañeros y compañeras, del bien y del mal y de la misión, para
emprender un simple camino de confianza. En otras palabras, cuando todo lo que
sostenía desde afuera y daba sentido inmediato a nuestra vida se derrumbó, nos tocó
volver a optar. Cien veces, en adelante, nos tocó reempezar, a la vez a la ciega (ceguera
del amor terco) y en la grave lucidez de los que saben lo que dejan atrás y lo totalmente
oscuro de lo que se les viene.
La vocación religiosa empieza a asentarse recién cuando se dan estas experiencias de
pérdida y de reinicio. Somos como Juan Bautista quien, al reconocer al Mesías al que
esperaba e imaginaba desde tanto tiempo, proclama, simplemente, al verlo, que no lo
conocía . Más avanzamos en la Vida Religiosa y más claramente reconocemos, gracias al
Espíritu que habla en la humildad realista de la vida, al Señor tan totalmente diferente de
todos nuestros sueños.
Una búsqueda permanente
Volvemos aquí a una intuición anterior: La experiencia de los votos es necesariamente un
proceso, con avances y retrocesos, crecimientos y pérdidas. Para san Benito, nuestra
aventura es, ante todo, una búsqueda y de ninguna manera un hallazgo, menos aún un
puerto, una estación terminal del caminar espiritual humano. En el discurso después de la
cena en san Juan , los discípulos piensan haber llegado, por fin, a la plena luz del misterio
de Jesús y proclaman ingenuamente: «Ahora sí que entendemos. Ya no es necesario que
nos hables en parábolas». Pero Jesús les advierte inmediatamente que, en vez de haber
llegado al entendimiento, están entrando en la noche turbulenta de la fe donde todos se
dispersarán dejándolo solo. Algunos tambalearán hasta negarlo e, incluso traicionarlo. En
vez del terminal teológico esperado, es la oscuridad total la que el maestro promete a sus
discípulos.
Esta terrible lucidez de Jesús no podrá ser asimilada de un golpe. Se hará
progresivamente en este doloroso camino que va del pecado y de la traición, al
arrepentimiento. El despojo de la vida religiosa que resiste al derrumbe de las creencias
idolátricas, pasa también por múltiples confusiones, cobardías y hasta por traiciones. La
fidelidad, en definitiva, es siempre arrepentimiento y retorno del hijo pródigo. No es
nunca, en esta perspectiva, impecabilidad y resistencia moral sin falla. Entre la arrogancia
del fariseo y la vergüenza, llena de confianza y de amor, del publicano, en la parábola de
Jesús u, la Vida Religiosa está, decididamente, del lado del publicano. Lo fariseo, en este
sentido, es una traición más grave de nuestra vocación que las fallas y las caídas de
nuestro corazón publicano. Pero, la consecuencia de la toma de conciencia de nuestra
identidad publicana, como religiosos y religiosas, pasa por la renuncia a nuestros
esquemas de fidelidad, de santidad y de cumplimiento. Como el publicano, o, mejor,
como el hijo pródigo, regresamos cada día al Padre diciéndole: «Padre no merezco ser
llamado hijo tuyo, no merezco ser llamada /a hija tuya.». El único esquema que resiste a
nuestras traiciones y a nuestras desilusiones es la misericordia. Como lo decía san Juan de
la Cruz: «Al final de la vida, seremos juzgados sobre el amor».
Pero, ¿será la fidelidad sólo este triste arrepentimiento humillado? En tal caso nuestra
opción no saldría de la amargura y hasta de la vergüenza matadora. No, hay un mas allá al
retorno del hijo prodigo, del publicano y de Pedro después de la traición y del
arrepentimiento. La fidelidad frágil de los tres desemboca sobre la sorpresa de una amor
insospechado. El banquete del hijo, la justificación del publicano en su casa y la misión
audaz de Pedro en la total confianza del amor de su maestro u Esta es también la gozosa
experiencia pascual de los pecadores arrepentidos quienes formamos la comunidad de
los religiosos y religiosas. Esta fidelidad, frágil, humilde pero locamente terca, se
despierta, sí, en la aurora de la resurrección. Por esto mismo, pensamos en la fidelidad no
tanto como un estado pasivo, una actitud defensiva rígida, sino como un despertar
creciente a la luz del resucitado. No se trata de llegar invictos al juicio de Dios, sino de
dejarse iluminar progresivamente por su presencia misericordiosa. Y esta alegría de la
iluminación interior, en la humildad realista sobre si mismo, es un júbilo incomparable,
infinitamente más pleno que el orgullo triste del que no falló pero no sabe que cosa es el
gozo del retorno y del banquete. Entre el hijo mayor y el hijo pródigo, opto por situar la
fidelidad religiosa por el lado de este último y no del primero.
Finalmente la noche
La imagen que surge de estas reflexiones, en cuanto al religioso y a la religiosa, difiere
mucho, creo, de lo que, espontáneamente, piensa la gente de nosotros, o de lo que
quisiéramos proyectar hacia fuera. Esta imagen espontánea es la de una palabra segura
que superó los cuestionamientos sobre Dios, lo sabe y lo entiende todo en los temas
religiosos. Frente a este especialista que ya no tiene que cuestionar nada, el común de los
mortales parecen creyentes inacabados e balbucientes. Más bien, me parece que la vida
religiosa nos lleva hacia un inacabamiento creciente en la fe y un balbuceo que termina
en el silencio absoluto, a no ser el testimonio callado de nuestra vida y de nuestro amor
por Cristo y las criaturas.
Para muchos de nosotros, el camino de la vida religiosa fue y sigue siendo un camino de
Damasco. Iniciado con la seguridad fanfarrona del «sabe todo», a la manera de san Pablo
u, se transforma, súbitamente, por una caída en el polvo de nuestra estupidez y de
nuestra ligereza. Levantados por ángeles invisibles nos encontramos, por fin, en nuestra
ceguera congénita. El encuentro con el verdadero Dios, el de Jesús, nos reduce y reduce
nuestras clarividencias a polvo. Debemos reemprender el camino, a ciegas, como niños,
acompañados y ayudados por los más humildes de nuestros hermanos quienes, por la
fuerza del Espíritu Santo, nos devuelven la vista a la luz pascual. Esta luz ya no viene de
nuestro saber, de nuestras inteligencias o de nuestros fanatismos religiosos e
intelectuales (de derecha o de izquierda), sino de la aurora pascual, del gozo comunitario
de un Jesús más allá de todo, que solo se puede reconocer en el caminar paciente y
progresivo de la fe.
En esta perspectiva, el criterio para pasar del noviciado a la profesión religiosa es, de
alguna manera, Damasco, es decir, el acceso al «no saber» cada vez más desnudado de
las ilusiones. En esta escuela de la fe como «no saber», la experiencia de la inculturación
se vuelve una pedagogía de primera importancia. En efecto, muchas veces, en nuestra
aventura misionera, llegamos a la tierra del otro en conquistadores, seguros de lo que le
conviene y de lo que le impide estar con Dios. Pero, a medida que tropezamos con el
misterio del otro, el cual nos revela nuestras propias ambigüedades y nuestros límites,
como Job, ponemos la mano en la boca. Renunciamos, en adelante, a hablar de cosas
que no conocíamos. La inculturación, a la larga, es modestia de la fe y opción final por el
«no saber» del amor gratuito, tanto hacia el otro como hacia Dios.
Amar a Dios en la Vida Religiosa es adentrarse cada vez más al desierto. Este desierto, en
el hoy de la posmodernidad globalizada, carece, más que nunca, de pozos limpios. Son
muchas las aguas contaminadas que se nos presentan como manantiales. Pero pueden
ser mortíferas. Sólo los camellos de buenas reservas de aguas podrán, en adelante,
atravesar los largos arenales de la fe contemporánea. Los camellos jóvenes tendrán que
esperar el crecimiento de sus jorobas y de sus capacidades de conservación antes de
arriesgarse al desierto sin retorno de los votos. Mientras tanto, se tendrán que ejercitar
para el discernimiento de los raros y preciosos manantiales del Espíritu entre tantos
espejismos de la moda, tanto eclesial como mundana. ¿Dónde está el agua de manantial?
Seguramente en lo más clásico de las tradiciones espirituales de la Iglesia más que en las
novedades superficiales del mercado de lo divino. El discernimiento de los manantiales
refrescantes y no contaminados pasa también por los itinerarios de los sencillos, las
caravanas discretas, casi invisibles, de los pobres, de los humildes. Tradición eclesial y
caminos de los pobres son los dos únicos manantiales en los que, personalmente,
pondría mi confianza. Pero son tan aislados en el desierto del mundo que hay que
buscarlos juntos. A solas corremos el riesgo de confundirlos con los espejismos más
brillantes que se nos presentan, o, peor, podemos perdernos lejos de las pistas conocidas
de los guías de caravanas. Sin guías, el más resistente de los camellos termina exhausto
en pleno arenal.
Pero ¡qué bella nuestra vocación de camellos de Dios, encaminados juntos, en comunidad
de Iglesia, hacia el reino por los caminos de manantiales de la tradición de la Iglesia y de la
sabiduría y compañía de los pequeños! Así es nuestra aventura. Y por nada la cedería yo,
ni siquiera por la ilusión aburrida de un oasis sin sorpresa. Pero la característica esencial
de los que emprenden este fascinante viaje interior debe ser la resistencia duradera.
En este desierto debemos saber que nos esperan caídas nuevas y nuevas noches. Es la
historia de nuestro padre en la vida religiosa, san Juan Bautista, quien, desde el desierto
de su cárcel, en plena efervescencia del grupo de Jesús que tanto había esperado y
preparado, se pregunta si este es aquel a quien él esperaba o si se equivocó . Sublime
sinceridad, sublime humildad y sublime audacia del que lo perdió todo por una apuesta
de amor sobre un hombre, tan diferente de sus esquemas mesiánicos, a quien reconoce
que no conocía. Hasta la muerte, ojalá con más serenidad a medida que pasa el tiempo,
nos tocará pasar por estos interrogantes. Si tenemos la sinceridad, la humildad y la
audacia de fe de Juan, no hay duda que el Señor Jesús nos ofrecerá, como lo hizo por su
primo, los signos reconfortantes de la vida (los ciegos ven, los cojos andan, los sordos
escuchan, los muertos resucitan y la buena nueva se anuncia a los pobres). Para escuchar
estas palabras de Jesús, es necesario que nos quedemos despiertos a la interrogación y a
la sorpresa, a la duda y a la admiración por la vida en sus potencialidades infinitas.
Llegados al otoño de la vida, los religiosos y religiosas sólo podrán apoyarse en estas
antenas de su fe: la sinceridad, la capacidad de renovar el cuestionamiento a sí mismo y a
Dios, y, sobre todo, la admiración por la vida en su novedad, esta vida que, empujando
por atrás, es tan bella cuando te volteas para contemplarla en ti y en los que te siguen.
¡Qué bellos son la primavera en su despertar, el verano en su plenitud, el otoño en sus
despedidas! Pero la larga noche del invierno es nuestra orilla definitiva, como lo sugiere
san Juan de la Cruz. Al final de todas las estaciones interiores, llegaremos juntos al mismo
puerto de la noche, intimidad silenciosa definitiva con el tan esperado esposo de
nuestros amores desérticos.
El tiempo del adiós es el tiempo de Dios, la noche es nuestra morada de amor definitiva.
En este sentido, los y las mayores de nuestras comunidades, lejos de ser los marginales y
los inútiles de la vida religiosa, son los signos de la meta verdadera de toda la caminata
espiritual que emprendemos. Ellos son los iconos por excelencia de la vida consagrada.
Sin ellos no sabríamos por donde esta la puerta del Reino. Si los mayores han sabido
atravesar el desierto sin dejar nunca de amar apasionadamente, su rostro, su figura
entera, su vida se vuelve puente y puerta abierta. Un paso más y ¡ya está! Dios está a la
puerta. Sin ellos y ellas, Dios estaría insoportablemente ausente y lejano de nosotros.
Gracias a ellos y ellas en nuestras comunidades, Dios está siempre a la puerta,
invitándonos a abrir para que pueda compartir la mesa con nosotros, como dice tan
bellamente el Apocalipsis . Los mayores son los porteros del Reino que, al despedirse,
hacen entrar el amor trinitario eterno en lo cotidiano de cada uno y cada una de los
miembros de la comunidad, desde los primaverales hasta los otoñales pasando por los
trajines del mediodía veraniego.
Al final de la vida consagrada, la meta, el deseo de los deseos, la aspiración más profunda
es la nada. «Contigo estoy sin deseo en la tierra, roca de mi corazón, mi lote, Dios para
siempre».
REALISMO Y UTOPÍA: ENTRE SOLEDAD Y SOLIDARIDAD.
Después de habernos zambullido en el doble misterio de la finitud humana y de la noche
del misterio de Dios, comprendemos que la vida religiosa, como tarea de verdadera
humanización y experiencia mística, es una formidable escuela de realismo que cultiva,
paradójicamente, la más grande de las utopías: la esperanza. Podríamos decir, inclusive,
en un lenguaje algo contradictorio, que la Vida Religiosa es la aventura del realismo “de”
la esperanza. Esta aparente contradicción de la fe en Cristo tiene dos vertientes que me
propongo ahora explorar: la soledad y la solidaridad.
Una soledad ontológica.
La desnudez del nacimiento y de la muerte tienen que ver con la soledad ontológica de lo
humano. En otro momento hemos contemplado esta desnudez como la vocación
originaria de la humanidad tal como Dios la había soñado antes que nos extraviáramos en
el error original. Retornar a la desnudez edénica que es el reto de nuestra resurrección en
Cristo, supone, primero, volver a la soledad que nos constituye como seres de constante
nacimiento y de constante muerte. La vida religiosa es, a la vez, una opción por la
desnudez espiritual y una escuela para lograrla plenamente. Aquí, aprendemos, gozosa y
dolorosamente, a asumir nuestra soledad de criaturas ansiosas de Dios, a reconciliarnos
con ella y, más aún, a amarla como nuestro tesoro más precioso.
En este sentido, nuestra vida consagrada es el largo aprendizaje de una lucidez nueva
que no es escepticismo ni pesimismo resignado. Dios nos modela para que aprendamos
juntos, de nosotros mismos y de los demás, la clarividencia y la sinceridad. Se decía de
Jesús que nadie podía engañarlo sobre lo que hay en lo mas profundo de loshumanos.
Así es nuestro aprendizaje a la sombra de este Hijo de hombre que es Hijo de Dios.
Nosotros también, como el maestro, estamos llamados a ser expertos en humanidad,
según la bella expresión de Pablo VI, es decir expertos de los mecanismos más sutiles de
nuestros pensamientos, sentimientos y actitudes humanas.
A través de fracasos y logros, decepciones y sorpresas, hemos aprendido que el amor no
es simple sentimiento superficial que brota de la simpatía, de la admiración o del deseo
de la reciprocidad. Como nos dice san Pablo: “La prueba que Dios nos ama es que Cristo,
siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros”10 . Con esta lucidez espiritual,
nuestro deseo se libera de sus condicionantes para volverse una decisión y una opción
que no espera ni mérito ni respuesta para darse. La escuela de esta entrega lúcida, de
esta opción sin retorno y sin condición por el amor es nuestra vida comunitaria, nuestra
misión en medio de los humanos y nuestra propia historia afectiva. Ahí donde hemos
aprendido a dudar de nosotros y de nosotras mismas y de nuestros congéneres, ahí
mismo optamos por un don más allá de todo escepticismo y pesimismo paralizante.
Es en este terreno del realismo de la esperanza, como lo hemos llamado, que el amor se
vuelve acto de fe y la fe una experiencia irrenunciable de amor. No hay otro terreno, en
definitiva, para ir construyendo una verdadera fidelidad en la libertad. Nada dura entre
los humanos, que no haya pasado por la muerte de las ilusiones y por el crisol de una
decisión terca renovada en plena oscuridad.
¿No será acaso el sentido profundo de la primera Bienaventuranza de Mateo cuando nos
promete la dicha de los pobres en espíritu? Se trata de esta soledad ontológica de aquel
que, por la experiencia de su propia inanidad y de la fragilidad de sus compañeros y
compañeras de ruta, bajó hasta lo último de sí mismo para reconocerse amado “y
punto”. Feliz aquel que, habiendo perdido toda ilusión, se queda sólo con el amor
desnudo. La soledad ontológica de la que estamos hablando aquí, es la conciencia aguda
de nuestra doble desnudez de nacientes y mortales permanentes donde Dios no cesa
nunca de tomar partido por nosotros y nosotras.
La solidaridad como decisión.
La experiencia de la soledad que acabamos de contemplar es el fundamento de una
verdadera solidaridad a la manera del evangelio. Desde la soledad de Belén hasta la
soledad de Getsemaní y de la cruz, Jesús va afirmando la opción de Dios por la
humanidad, no porque nos la mereceríamos, según la ingenua propuesta del joven rico,
sino, como dice tan bellamente el evangelio, “porque le dio la gana”. La opción de Dios
por los pobres aparece así como el paradigma de esta “gana” de Dios que llamamos la
gracia. Los pobres son los escogidos de Dios porque son incapaces de imaginar otra
lógica que la gracia.
Nuestra solidaridad con la humanidad, que llamamos misión, brota, en definitiva, de
nuestra experiencia de la soledad ontológica. En este sentido, la crisis religiosa de la
modernidad y de la posmodernidad que hemos evocado en el capítulo anterior, es el
horno y el crisol de nuestra fidelidad, es decir de nuestra solidaridad. Por ella nos
enraizamos en la convicción solidaria de Dios compartida, sin ningún otro motivo.
Nuestros votos son un pacto de solidaridad con la humanidad a causa de Dios. Amamos y
optamos por los humanos porque “a Dios le dio la gana” y compartimos su gana. Esta es
la locura de la cruz, la sabiduría pascual que adoptamos con Jesucristo al profesar en la
vida religiosa. Como los padres y hermanos adoptivos acogen a un niño extranjero recién
nacido, sin condición y sin saber si tendrá el carácter, la salud o la inteligencia que
respondan a este amor, nos hacemos hermanos adoptivos de la humanidad huérfana del
Dios incondicional.
Pero esta solidaridad, a su vez “ontológica”, de los consagrado y consagradas, se
aprende en el áspero despojo de la experiencia humana en todas sus dimensiones, como
venimos proclamándolo desde un comienzo. La escuela por excelencia de este
aprendizaje es, a la vez, la comunidad fraterna y la misión con el pueblo de Dios.
La comunidad religiosa, en primer lugar, es precisamente esta familia de adoptados
mutuos, huérfanos del Dios incondicional. Al entrar a la comunidad, no nos percatamos
de los defectos, de las enfermedades morales, espirituales y sicológicas de nuestros
compañeros y compañeras de ruta. Los adoptamos y nos adoptan, con todo el riesgo de
esta “gana de Dios” que apuesta por ellos y por nosotros. Así, la comunidad se vuelve
escuela de la fe que lleva a la decisión del amor incondicional, amor que pone su
confianza en Dios que nos llama junto y juntas a caminar. No quita que, día tras día, se va
agudizando la lucidez recíproca sobre las taras de la vida fraterna y de las personas
implicadas en ella. Poco a poco soltamos las ilusiones fusionales, y hasta de simple
reciprocidad armoniosa para optar, desde la desnudez de nuestra soledad, por la
comunidad con sólo la “gana de Dios”, pase lo que pase. Los pobres conocen esta
experiencia de lealtad comunitaria que llamamos solidaridad y que comienza por casa.
¡Cómo duele al solitario-comunitario ver esta lealtad quebrantada por crisis afectivas
personales que no han podido ser acogidas, procesadas y redimidas en el seno de la
comunidad! Pienso que la vida religiosa contemporánea sufre una grave crisis de lealtad
comunitaria. Así interpreto yo las palabras furibundas de Clodovis Boff hace unos años.
Hay que tomar en serio esta enfermedad endémica, tanto entre jóvenes como entre
menos jóvenes de nuestras comunidades. Pues, se trata del sentido de la fidelidad como
experiencia de Dios compartida en la apuesta por el Reino, más allá de los climas y de los
afectos particulares. Lejos de mí, aquí, juzgar a las personas. Trato de interrogar nuestra
vivencia común a la luz de este cuestionamiento frontal de la calidad de nuestra
fraternidad.
La segunda escuela de la solidaridad ontológica es, por supuesto, la misión en medio del
pueblo de Dios. Si todos empezamos la trayectoria misionera con un entusiasmo no
exento de ingenuidades e ilusiones, pronto estamos confrontados con el límite del
pecado, tanto en nosotros como en la comunidad cristiana. La indiferencia, la
inconstancia, las incoherencias las diferencias culturales y de clases son sólo algunos de
los aguijones que, desde muy pronto, van desmoronando nuestros ideales misioneros.
Recién en este momento de lucidez, podemos enraizar nuestra vocación solidaria con un
pueblo pecador. No lo servimos porque responde sino porque Cristo murió por él. En
particular, en todo lo que toca nuestra opción por los pobres, pronto nos damos cuenta
de las ambigüedades de nuestras actitudes más allá de nuestros discursos y de las
contradicciones de los pobres mismos en su afán de subir o de aplastar. No decidimos
servirles porque sean más santos que los ricos sino por la “gana de Dios”, una vez más.
La misión, en todas sus dimensiones de servicio, de kerigma, de acompañamiento, de
promoción etc., no tiene otro fundamento que este amor de fe y esta fe de amor de los
que estamos hablando desde el comienzo de este capítulo. No quiero decir que no
tengamos derecho a gustar algún placer en hacerlo y en las relaciones con nuestro
pueblo. Pero esto no es la razón de ser de nuestra misión. Nuestro placer misionero
fundante está en Cristo. Se trata de la alegría de Juan Bautista que acepta disminuir para
que el “novio”crezca en su amor por la “novia”, Cristo con la comunidad. Muchas veces
no sentiremos ni veremos nada de este canto del novio y de la novia. Sólo, desde la
oscuridad, como el precursor, nos tocará apostar por la boda sin escuchar, ni siquiera a lo
lejos, la orquesta ni el baile.
Fuera de esta experiencia, no es de asombrarse que la comunidad religiosa sirva de
refugio ante las frustraciones de la misión, o que el afecto del pueblo aparezca como una
alternativa al desierto afectivo de la vida fraterna. Las dos escuelas de la solidaridad,
comunidad y misión, no pueden nunca andar separadas o en competencia si queremos
mantenernos en nuestra identidad de religiosos y religiosas.
En definitiva, decidimos dedicarnos con realismo a la más loca de las utopías: el Reino. La
diferencia entre utopía e ilusión está, precisamente, en esta experiencia de la soledad
ontológica. No construimos el Reino, ni en comunidad ni en la misión. Lo preparamos y lo
esperamos atendiendo al amor de fe, cuidando a estos pequeños tanto de adentro como
de afuera, a quienes “le dio la gana” a Dios de revelarse. Siervos inútiles y sin embargo
llenos de alegría, nos dedicamos a esta preparación de la casa del novio y a la espera
impaciente de su venida, apoyados, claro está, en esta experiencia mística estudiada en
el capítulo anterior. La noche oscura se ilumina por la espera del Novio del Reino. Y esta
alegría, como nos dice san Juan, nadie nos la podrá quitar, ni las traiciones, ni las heridas
afectivas, ni los cansancios de guerreros sin victorias.
Un humanismo compartido.
La decisión de la solidaridad humana no es, evidentemente, propia de los religiosos y
religiosas. Es la utopía y el sueño de todos los humanistas, creyentes o no. En esta
aventura, nos sentimos hermanos y hermanas de todos los artesanos de paz, de todos
los que tienen hambre y sed de justicia, de todos los perseguidos por amar y defender los
derechos humanos. No estamos solos ni somos pocos. Los últimos acontecimientos en
las conferencias internacionales sobre mundialización demuestran que existe hoy una
globalización de la solidaridad en la que nos insertamos con nuestra especificidad de
creyentes, de cristianos y de religiosos y de religiosas.
En esta convicción amplia de solidaridad humana, nuestras primeras credenciales se
encuentran en nuestra propia transformación personal y comunitaria. Así, nuestra
primera misión es nuestra vocación a la conversión evangélica. Nuestra propia sanación
humana, cuyo taller es la comunidad religiosa y la comunidad cristiana del pueblo de
Dios, se vuelve el signo privilegiado de la humanidad redimida que anunciamos y
preparamos por nuestra labor. Creer en lo humano implica primero creer en su propia
transformación en el camino de los votos como senda de evangelio. Fuera de esta tarea,
nuestro discurso y nuestro trabajo misionero cae en las críticas que Jesús lanza a los
fariseos y escribas hipócritas. Conocerse a sí mismo radicalmente gracias a la radiografía
amorosa de la mirada comunitaria, nos lleva a conocer lo humano sin asustarnos de nada,
acompañando toda fragilidad y todo pecado con la misma ternura de Cristo.
Este acompañamiento humano a nosotros mismos y a nuestra comunidad, tanto religiosa
como eclesial, nos hace aptos para acompañar toda vagancia humana. El conocimiento
lúcido que tenía Jesús de lo humano no sirvió para horrorizarlo ni alejarlo de sus
contemporáneos en una fuga puritana. Al contrario, se hizo peregrino con ellos de sus
vagancias. Más aún, solo vino para los errantes, los enfermos y los pecadores. Por estas
afirmaciones nos hacía entender que la aventura humana es una vagancia y que la
perfección no es de nosotros. El que se pretende santo, como los fariseos, es un
mentiroso o un ingenuo. Nuestros huéspedes de camino hacia el santuario del Reino son
todos los que, como nosotros, necesitan ser redimidos.
Si tal es nuestra misión, la frontera con la que caracterizamos nuestra vocación misionera
específica, tiene que ver con el pecado, el drama de lo humano. Nuestro lugar no es la
norma sino la “delincuencia”. Nuestros amigos no son los santos sino los pecadores.
Pablo, incluso va más lejos aún en la audacia. Dice: “me hice bárbaro con los bárbaros, sin
ley con los sin ley...” . De cierta manera, la vida religiosa en sí, en su identificación radical
con los delincuentes de un mundo excluyente y de leyes injustas, es una opción
“delincuente” a la manera de Jesús que carga con la impureza de los impuros a quienes
libera. Nuestra vocación está, por así decirlo, fuera de las normas y de los marcos
establecidos. Basta mirar la vida de nuestros fundadores y sus innumerables conflictos
con la jerarquía, tanto eclesial como civil, para darse cuenta que su opción por los
errantes incomodaba. En América Latina, no son pocos los ejemplos de religiosos y
religiosas marginados, incomprendidos y hasta excluidos por su cercanía con los errantes
del mundo 11 12
Pero, en cambio, cuando nuestro propio aparato institucional y nuestra preocupación
exagerada por quedar bien con el establishment de la sociedad que nos rodea nos
incapacitan para el acompañamiento de los pecadores, excluidos, despreciados y
marginales, hemos traicionado nuestra vacación esencial y nuestra misión pierde todo
sabor profético. Qué importante, para evitar esta deriva histórica tan común, dejarnos
cuestionar constantemente por los errantes, los pecadores y los excluidos, antes que por
el sistema establecido. Nuestros jueces y nuestro tribunal evangélico, no lo olvidemos,
serán los sedientos, los hambrientos, los desnudos y los presos de los que habla el
capítulo 25 de Mateo antes que una ley humana.
Para evitar estos desvíos sutiles y muchas veces inconscientes, es importante cultivar
cuidadosamente nuestros vínculos con todos los amigos de la humanidad. Es muy cierto
para nosotros también el dicho popular: “dime con quien andas y yo te diré quien eres”.
En un momento de refundación es preciso verificar nuestras alianzas. ¿Quienes son
nuestros amigos y, porqué no decirlo, quienes son nuestros enemigos? Pues, Jesús nunca
nos pidió no tener enemigos, lo que significaría que nuestra vida no molesta a nadie y,
por lo tanto, no es evangélica. Nos mandó “amar a nuestros enemigos”. Revisar nuestras
alianzas, en este momento implica ver con quienes andamos y quienes son los que, muy
normalmente, deben hacernos la guerra. En la lógica de lo que meditamos aquí, nuestros
amigos naturales son los amigos de la humanidad, de los pobres, sean de nuestra casa o
de fuera de ella. Asimismo, nuestros enemigos naturales son los que matan a la
humanidad, sean de casa o de fuera de ella. Puede ser que un hermano o una hermana en
la fe sea nuestro adversario en la solidaridad ontológica que llamamos misión.
Experiencia dolorosa donde tendremos que desarrollar tesoros de humildad y de ternura
para emprender un diálogo de cuestionamiento mutuo bajo la crítica común del
evangelio, sin traicionar nuestras solidaridades, cuestionando, eso sí, nuestras ideologías
justificadoras por ambos lados.13
Los últimos papas del siglo XX han sabido abrirse a esta solidaridad de los amigos de la
humanidad. Pienso en Juan XXIII quien inauguró una nueva manera de ser Iglesia en el
mundo, en Pablo VI en la ONU haciéndose el aliado de los que buscan la paz y en Juan
Pablo II, apóstol de la paz, de la justicia y del diálogo ecuménico. El encuentro de Asís, en
1984, donde el papa convocó a todos lo creyentes del mundo para rezar por la paz, es
como el paradigma de estas nuevas alianzas sin fronteras donde la Iglesia pone a la
disposición de la humanidad su experiencia, su tradición y sus inquietudes. Estas alianzas
transversales con todos los amigos de la humanidad, son de suma importancia en un
momento en que se vuelve a plantear la desaparición de la humanidad y una selección
científica con criterios de rentabilidad desde los más fuertes. Esta nueva actitud nos lleva
a comprender nuestra identidad más desde la catolicidad de Pentecostés,
necesariamente plural, que desde la reafirmación de principios estrechos de identidad
excluyente.
Sin dejar de preocuparnos por el anuncio explícito de la Palabra y de la Buena Nueva de
Jesús, nos toca hacerlo con la modestia convincente de los que prefieren tocar su
instrumento propio en el concierto plural de todos los que “pasan haciendo el bien”,
como se dice de Jesús en los Hechos. Pues, hoy en día los grandes discursos racionales y
los relatos ideológicos parecen no tener eco en un cultura decepcionada y que busca más
los signos que la sabiduría abstracta, para retomar las categorías paulinas. En este
sentido, el Kerigma hoy pasa, ante todo, por el testimonio modesto y fuerte de los que
nos pretendemos salvados y testigos del Salvador. El momento por el que pasa la
humanidad es tan crucial que no puede haber otra urgencia misionera que la bondad, a la
manera de Jesús de Francisco y tantos otros. En tiempos de crisis, la Palabra se hace
carne de manera más explícita en esta bondad que se abre a todos sin exclusivas y sin
condiciones.
En conclusión, si nuestra experiencia mística, evocada anteriormente, planteaba el
retorno a la fe desnuda en Jesús solo, la solidaridad ontológica, como hemos
caracterizado la misión, implica una fe radical y sin retorno en la humanidad. Como la fe
en Jesús implicaba, de alguna manera, pasar por el martirio de nuestros ídolos y
evidencias religiosas, la fe en la humanidad supone, a su vez, un martirio es decir un
testimonio radical de opción y de renuncia, de anuncio y de denuncia. Optar por la
humanidad, hoy, como misioneros de Jesús, implica, sin duda, interrogar muchas
prácticas nuestras, sutilmente inhumanas e inconscientemente opuestas a la vida. Esto
va de la banalización de la muerte (aborto, lucha contra el sida, protección del
ecosistema, denuncia del racismo y de la esclavitud, dignidad de las mujeres, de los niños
y de las culturas etc.) con las que nos encontramos enredados sin darnos cuenta, hasta el
temor de tomar partido a contra corriente por la vida en todo y por todas partes. Si Jesús
vino para que tengamos la vida en abundancia, nuestra única misión va por estas sendas
peligrosas de la vida amenazada.
HOMBRES Y MUJERES DE HOY PARA EL MUNDO
Después de nuestras últimas andanzas por la finitud y la noche, conviene ahora volver a
las realidades históricas concretas donde se encarnan nuestras vidas. Pues, el reto
constante lanzado a la vida religiosa es el de su significación histórica. ¿De qué nos
serviría, en efecto ser santos si no somos significativos para nuestros contemporáneos?
Si es muy de alabar nuestra preocupación por ser santos, no menos importante debe ser
nuestro cuidado por ser significativos. En efecto, ¿cómo se anunciaría el Reino si nuestra
búsqueda de santidad responde no a nuestro tiempo sino a tiempos idos, si nuestro
testimonio se vuelve totalmente hermético? Puesto que el asunto mayor no es nuestra
salvación sino el anuncio del Reino, mejor sería eventualmente ser menos santos y menos
heroicos pero más significativos, de tal manera que, aún en nuestra imperfección, se
pueda discernir la venida cercana del Reino de Dios para todos los humanos.
Es en esta perspectiva de nuestra significación histórica que quisiera volver aquí al tema
abordado más arriba del sentido «transitivo» de nuestra consagración. No se trata, una
vez más, de comprender nuestra consagración como una separación de las contingencias
históricas, sino de vernos como «dedicados» a la transformación de la historia en vista al
Reino que viene. Para tal fin, me propongo retomar aquí la expresión del evangelio de
Juan: «estar en el mundo sin ser del mundo», añadiéndole una tercera fórmula,
implícitamente presente en la frase evangélica: «Ser (o estar) para el mundo».
Consagración como un estar «en» el mundo.
Nuestros tres votos podrían resumirse en uno solo: el voto de encarnación. En efecto, si
nuestra consagración es una identificación radical con nuestro bautismo, es decir con la
vida histórica de Jesús asumida cabalmente como nuestra, entonces nuestra profesión
religiosa no es sino la decisión de encarnarnos en la historia a la manera de Jesús.
Optamos por tomar en serio nuestra identidad nazarena y rechazamos todo intento de
separarnos de Nazaret, es decir de la vida humana tal como es.
Cuando hablamos de nuestra opción nazarena, afirmamos que nuestras comunidades
son cruces de historia concreta. Entre nosotros y en nosotros se entrecruzan los valores y
los contravalores de nuestro tiempo. Nuestras vidas son foros de acontecimientos
cotidianos que nos hacen hombres y mujeres contemporáneos a la vez que nos invitan al
debate, al cuestionamiento y a la distancia profética. No somos zombis o marcianos sino
gente de Nazaret, es decir ciudadanos de un tiempo, condicionados por él y situados en
él. Esta exigencia de verdadera contemporaneidad se expresa esencialmente en nuestros
estilos de vida, nuestros lenguajes simbólicos y nuestras ideologías. Aquí se juega el
importantísimo dilema entre santidad y significatividad esbozado rápidamente más
arriba. Sí, podemos ser santos y hasta heroicos y totalmente no significativos. La
verdadera pregunta es la de saber si nuestras opciones son descifrables y fecundas en el
contexto de nuestra historia concreta aquí y ahora. De alguna manera, es preferible ser
algo menos santos
o menos heroicos pero sí cuestionadores, entendibles, significativos para los hombres y
mujeres de hoy. O, mejor dicho, podríamos preguntarnos si una santidad para otros
tiempos sigue siendo santidad. Al contrario, estos tanteos generosos y austeros para
entender y responder evangélicamente a los desafíos de nuestros contemporáneos ¿no
es, en definitiva, la única verdadera santidad, en construcción, por cierto, llena de
imperfecciones y de errores, pero con el innegable sabor del Evangelio?
Antes de ser un modelo «importado del cielo», la vida religiosa es y debe ser el fruto
nacido de un compromiso histórico con la humanidad real. Como toda experiencia
espiritual, nos toca ser a la vez reflejo, crítica y respuesta modesta a las inquietudes de la
humanidad en marcha. No se trata de proponer una figura perenne sin fecha y sin
subjetividad histórica. No se trata tampoco de subsistir a toda costa para la eternidad.
Ninguno de nuestros fundadores y fundadoras perdió el tiempo en preguntarse si su
intuición estaba en el cielo desde toda eternidad y aún menos si su obra iría a subsistirle.
La interpelación de su tiempo a la que querían responder con el Evangelio era tan
urgente y tan obsesiva que ocupaba todo el espacio de sus preocupaciones. Si hubieran
pensado en una obra para la eternidad no habrían sido respuesta al momento histórico
donde se encarnaron. En cambio, al querer simplemente encarnarse en su «hoy», dieron
una respuesta creativa cuya dinámica se prolonga hasta nuestro «hoy» en respuestas
recreadas sucesivamente a partir de su inteligencia de Dios y del mundo pero de manera
siempre nueva.
Consagración como no ser «del» mundo.
Sin embargo, la nuestra es una opción necesariamente marginal como la opción de Jesús.
La identidad nazarena de los cristianos agudiza, paradójicamente, su carácter de
marginales. El propio Jesús tuvo que sufrir el escándalo de sus paisanos ante su
inadmisible profetismo. La cercanía y la banalidad nazarena de la vida religiosa debe, a su
vez, ser lugar de escándalo. El reto es ser lo suficientemente significativos dentro del
mundo (como acabamos de sugerirlo) para ser verdaderamente molestosos. Si somos
marcianos, nuestra marginalidad se confunde con nuestra identidad intersideral y, por lo
tanto, no concierne a nadie. Pero nuestra referencia clara a Nazaret no puede dejar
desapercibido el escándalo de nuestra propuesta.
Desgraciadamente, el carácter «extraño» de nuestros estilos de vida y de nuestros
lenguajes nos hace, en cantidad de casos, no significativos en Nazaret. En cambio,
nuestra conformidad con las escalas de valores dominantes de nuestra sociedad diluye
nuestra pregunta para reducirla a una anécdota sin relevancia. En términos evangélicos,
sin estar realmente «en» el mundo, somos vistos como gente «del» mundo. El
malentendido es completo.
Para reanudar con nuestra vocación de marginales, muchos de los nuestros quisieron
romper con nuestras alianzas ambiguas para irse a la periferia. Este fue el gran
movimiento post Medellín de inserción. Pero, si nuestros pies se movieron y si llevamos
nuestras maletas con mucha sinceridad, me temo que, para muchos de nosotros, la
cabeza y, a veces el corazón, se hayan quedado en el «centro» del sistema dominante. A
tal punto que, sin darnos cuenta, poco a poco hemos reconstruido en la periferia los
estilos que pensábamos haber dejado atrás en el centro.
De alguna manera, la refundación es la hora de una segunda inserción, es decir una
segunda migración: la inserción y la migración de las mentes. Para tal fin, es necesario
replantearnos la vida religiosa como una opción, en sí, minoritaria, débil y modesta. Los
caminos de herradura no son para las muchedumbres, los exploradores no van
acompañados de ejércitos, la semilla se hunde en solitario. Hay que volver a ubicarnos en
el anonimato de los primeros cristianos de los que habla la carta a Diogneto, invisibles
como fermento, escondidos como el alma del mundo. De ahí la necesidad de volver a la
escuela de los anónimos, de los sin importancia, de los que no pintan ni se pintan, para
reencontrarnos con nuestra verdadera vocación. Nuestro único signo distintivo debería
ser, en el fondo, nuestra fecundidad profética y espiritual. Paradoja evangélica por
excelencia, la Vida religiosa no reivindica ninguna originalidad, ni quiere ser extraña en el
mundo. Pero tampoco quiere verse indentificada con él. Ruptura y comunión: tal es
nuestro reto histórico, el dilema y la dialéctica siempre por revisar en la dinámica de
nuestros compromisos. Estamos constantemente amenazados por la tentación de
seguridad que precisamente nos hace «del» mundo, sin ser solidarios «en» la inseguridad
del mundo.
Del punto de vista espiritual, estamos urgidos a salir otra vez a la intemperie de la
providencia que vio nacer a todas nuestras familias religiosas. Tiempo de fe y de
confianza en el /hico que puede dar sentido y fecundidad a nuestras presencias en el
mundo. Transeúntes, simples «pasantes» hacia la patria definitiva, tenemos que cuidar
toda instalación material, intelectual y afectiva para apoyarnos exclusivamente en Aquel
que da sentido y sabor eterno a la fragilidad de nuestras obras, de nuestras palabras y de
todas nuestras realizaciones humanas necesariamente pasajeras.
En esta perspectiva, la actual inseguridad del mundo, y muy especialmente de los pobres,
se vuelve, para nosotros, cuestionamiento, invitación al despojo y a la conversión. La
tempestad cultural, social y política que afecta el mundo es para nosotros una
oportunidad para reconstruir una fidelidad modesta desde la libertad de quienes nos
proclamamos ciudadanos de una Reino que no es de este mundo.
Consagración «para» el mundo.
Aún si el evangelio se contenta con darnos la tensión fecunda entre el «en» el mundo y el
«no del» mundo, queremos aquí explicitar la dialéctica que está implícitamente presente
en la tensión evangélica, haciéndola desembocar en la verdadera razón de ser de la vida
cristiana: el Reino «para» el mundo. Tal es la fe y la misión de la Iglesia: anunciar los
brotes ya presentes del Reino en la historia humana para preparar, acoger y desarrollar,
en la historia una vez más, el «todavía no» de este Reino. Fue una de las gracias mayores
del concilio volver a confrontarnos con una utopía de Reino en la historia y no fuera de
ella, como una abundante literatura anterior nos había acostumbrado a entenderlo. En
esta perspectiva de Reino «para» la humanidad y su historia concreta, la vida religiosa
tiene como misión el ser signo antecesor de la nueva Jerusalén. En varias oportunidades,
en el pasado, hemos afirmado que la vocación de los consagrados no se encontraba del
lado del modelo sino del signo. Esta afirmación tiene dos implicancias de suma
importancia para nosotros. El signo es primero un interrogante. Antes de haberlo
descifrado, el signo se presenta como un enigma para descodificar. Pero es también, en
un segundo momento, una «revelación», una respuesta y un descubrimiento.
El «ser para» el mundo, o, en otras palabras, la misión de la vida religiosa tiene que ver
necesariamente con estas dos exigencias.
Tenemos que preguntar y preguntarnos, primero, cual es el interrogante, el enigma
inquietante que plantea nuestro testimonio al mundo de hoy. En esta línea, nos toca
despojarnos de todo lo que, en nuestro estilo de vida, llevaría a la simple curiosidad de
una sociedad hambrienta de exotismo barato. La curiosidad, que participa del engaño de
las modas, dispensa de la inquietud propia del enigma por resolver. El carácter
enigmático de nuestra vocación religiosa debe ser reencontrado no en sus aspectos
externos de originalidad sino en su contenido profundo y en su consistencia. Como la
vida de Jesús constituyó un enigma inquietante para Nicodemo, no tanto por los
milagros sino por la consistencia misma de su persona, así también es preciso que el
mundo de hoy nos venga a visitar en su noche, no por nuestras obras o nuestras
«rarezas» culturales, sino por el impacto y el tambaleo que nuestras opciones reales
provocan en sus vidas.
En segundo lugar, podemos preguntar y preguntarnos en qué medida nuestra vida
constituye una revelación, una sorpresa liberadora «para» el mundo. El encontrarse con
nosotros debería ser para todos los humanos, en efecto, un permanente «eureka», una
chispa de nueva comprensión, y, por ende, de liberación, un descubrimiento feliz y
fecundo de nuevas vetas de vida en la espesura del misterio humano. Más allá de la
retórica eclesiástica y de las recetas religiosas mil veces repetidas, la Vida religiosa
pretende, en su despojo y su modestia, ser algo realmente novedoso, un aire fresco, un
clima renovado de verdadero evangelio, una invitación a reconciliarse con la esperanza
de una humanidad diferente y gozosa.
Por allí va la exigencia que repetimos constantemente en este capítulo de una
significatividad de nuestro testimonio. Ser significativos pasa por esta doble experiencia
de humanidad: el enigma y la revelación. Terrible exigencia que no nos dejará nunca
satisfechos puesto que, en este mundo cambiante como una duna, el enigma y la
revelación deben ser dinámicos y creativos. ¿Cómo los valores eternos del humanismo
evangélico pueden cobrar cada día una nueva densidad para seguir provocando
inquietud y alegría? Este era ya el reto de Pablo en el ágora de Atenas. Ojalá tengamos
más éxito que él y, para ello, más creatividad e inteligencia del otro y del misterio a la
vez.
Los nuevos escenarios del ser «para» el mundo.
Acabamos de señalar cuan movedizo y cambiante está el mundo «para» el cual estamos
consagrados. Este movimiento constante es un llamado a la vigilancia evangélica. Pues,
es en este mundo movido que vendrá el Señor a la hora que menos esperamos. Ojalá no
nos encuentre dormidos en una época pasada. Como vigías de la historia nos urge
mantenernos de todas maneras despiertos para anunciar los signos antecesores del
esposo que viene o, en otras palabras, del Reino. Para cultivar esta vigilancia histórica,
me parece importante recordar cuales son hoy los desafíos nuevos a los que estamos
llamados a responder. Esto que llamamos aquí nuevos escenarios ha recibido, en los años
recientes, diferentes apelativos. El Papa los llama nuevos areópagos, refiriéndose al
diálogo de san Pablo con los atenienses en los Hechos. Otros hablan de nuevos
paradigmas, subrayando, ante todo, que estas nuevas realidades constituyen claves para
entender el conjunto de nuestra realidad posmoderna. Al hablar de escenarios,
insistimos, por nuestra parte, en la dimensión de acontecimiento imprevisto y todavía
poco descifrado de la actual coyuntura. Se trata, en lenguaje del Nuevo Testamento, de
un kairos, este momento sorpresivo y favorable que dice la irrupción del Espíritu en
nuestra historia, más que de criterios de análisis y comprensión teórica de la realidad.
Pero todos estamos de acuerdo para afirmar que por ahí va la llamada de Dios en este
momento, sabiendo, sin embargo, que mañana habrá que explorar otras realidades
todavía no conocidas.
Dichos escenarios corresponden, en grandes líneas, a las perspectivas que estamos
trabajando en la vida religiosa latinoamericana desde muchos años y especialmente
desde el año 1997.
El primero de estos escenarios y el más importante, sin ninguna duda, es la irrupción en el
nivel planetario de la conciencia de género. La nueva palabra de las mujeres en
prácticamente todos los campos del acontecer humano, constituye una novedad
absoluta y una exigencia de revisar todas las relaciones sociales y afectivas cómo también
de replantearse seriamente la cuestión de la identidad masculina y femenina más allá de
los prejuicios históricos. Como lo hemos visto en un capítulo anterior, esta novedad
cuestiona nuestra vivencia de la castidad y del celibato pero también, más ampliamente,
el conjunto de nuestros comportamientos como religiosos y religiosas. Ser consagrados
para el mundo implica hoy revisar toda nuestra vida a la luz de la cuestión de género. Sino
ya no seremos signos, es decir enigma y revelación.
El segundo terreno donde nos consagramos para el mundo de hoy es lo que se suele
llamar hoy la cultura juvenil. Como nunca en el pasado, podemos hablar de una cultura
específica de los jóvenes y para los jóvenes. Esta realidad cuestiona frontalmente nuestra
imagen hacia dentro y hacia fuera.
Por otra parte, la nueva cultura de comunicaciones, particularmente la irrupción del
internet, cuestiona radicalmente nuestra palabra en el sentido amplio. Es toda la zona de
nuestro lenguaje simbólico que necesita ser revisado, no solo por razones de eficacia del
kerigma sino, una vez más, por que desafía de significatividad de la vida religiosa y de la
Iglesia en su conjunto.
Por otra parte, estas nuevas interpelaciones están atravesadas dramáticamente por la
cuestión de la pobreza y de las marginalidades que pasaron a ser la situación de las
inmensas mayorías del mundo. Cuando hablamos de una renovada opción por los
pobres, afirmamos que la expresión de la pobreza cambió de rostro y de dimensión y que
urge replantear nuestras presencias en un mundo masivamente conformado de
excluidos, teniendo en cuenta además el surgimiento de nuevas pobrezas y de nuevas
voces reivindicativas en el concierto «cacofónico» de la injusticia planetaria.
En definitiva, todos estos nuevos desafíos pueden resumirse en uno solo: la prioridad de
la exigencia ética y su crisis generalizada en la historia humana actual. Estar «para» el
mundo hoy, como religiosos y religiosas implica, por lo tanto, ser un signo activo y
palpable de un nuevo humanismo, es decir de una nueva ética vigorosa y abierta desde el
evangelio.
LA COMUNIDAD COMO ESCUELA
En la tradición monástica benedictina, la comunidad, con sus contingencias muy
concretas, se presenta como el crisol del compromiso. Es en ella, como en un taller o una
escuela, según la terminología de la Regla de san Benito, donde se forjan y se descubren
las intenciones expresadas en la confesión de fe y las promesas públicas. En este
capítulo, nos proponemos explorar las diferentes dimensiones de esta escuela y de este
taller de la “encamación” de la vida consagrada.
Escuela del servicio divino
Ante todo, la comunidad religiosa se define como el aprendizaje de la relación amorosa y
humilde con Dios y con Cristo. Si perdemos esta conciencia prioritaria, nos reducimosa
una agrupación sin mayor relevancia que un club de fútbol o una asociación profesional.
Cristo es, en primer lugar, el centro y la cabeza de la fraternidad. Esta centralidad de
Cristo se hace real principalmente en la celebración litúrgica. Una comunidad con un
espacio litúrgico mediocre o rutinario y reducido se condena necesariamente al fracaso y
al sin sentido. Es en la experiencia celebrante que la confrontación permanente con el
evangelio nos mantiene vigilantes, despiertos y dispuestos a la conversión y al cambio.
Ella es, verdaderamente, el puerto desde donde, el barco de nuestra vida apostólica,
reabastecida, toma el rumbo de la historia y hacia donde, cargado de historia, vuelve para
descansar, evaluar y recoger el secreto escondido de la realidad vivida. La crisis de la vida
religiosa, especialmente entre varones, está ligada, con mucha frecuencia, a la pobreza y
hasta a la inexistencia de este encuentro vivificador. O si el espacio existe, se presenta a
menudo como totalmente desconectado de lo esencial, de lo que tiene peso en la vida de
los hermanos y de las hermanas. Refundar la vida litúrgica y orante de las comunidades
es la primera condición de una verdadera revitalización de la vida religiosa hoy.
Pero el cristocentrismo de nuestra vocación se ejerce también en la práctica del
discernimiento comunitario. La cultura individualista en la cual estamos insertos nos lleva
cada vez más a tomar nuestras decisiones y orientaciones de manera solitaria, buscando,
cómo convencer a la autoridad para que consienta a nuestros proyectos. Esta práctica
tan común explica porqué la comunidad se vuelve una agrupación de gente indiferente al
destino de los demás la cual no se siente implicada ni comprometida. Es parte de nuestra
experiencia de Cristo manifestado en su cuerpo que es la pequeña Iglesia que formamos,
confiar al discernimiento comunitario el destino de nuestra vida, íntimamente
relacionado con el destino de la fraternidad reunida. El discernimiento comunitario
consiste en confrontar juntos nuestras orientaciones y decisiones con la palabra de Dios y
a ejemplo mismo de Cristo y de su comunidad. Es precisamente esta responsabilidad
compartida la que hace que nuestra comunidad sea más que un simple hotel y se vuelva
taller del servicio divino en cada uno de los hermanos. Es por la práctica del
discernimiento común que nos volvemos realmente cuerpo de carne y no sólo robot
colectivo. El discernimiento fraterno hace que, cuando un miembro sufre, todos sufren
con él y cuando un miembro está recibiendo honores el honor es para todo el cuerpo,
como dice san Pablo en la primera a los Corintios. El voto de obediencia, en particular, se
encarna en esta solidaridad práctica por la cual dejamos atrás la indiferencia y la distancia
para sentirnos implicados juntos en un solo camino con diversas direcciones. Es a través
de esta responsabilidad compartida que nuestros actos, gestos y pensamientos no sólo
afectan o implican nuestra persona sino a la totalidad del cuerpo que es el propio Cristo.
La forja del cuerpo de Cristo en la celebración ferviente y el discernimiento solidario es el
fundamento de la obediencia como confianza en el otro, los otros y el grupo en el que
reconocemos y manifestamos progresivamente a Jesús. En otros términos, la comunidad
como cuerpo de Cristo se vuelve experiencia exigente y gozosa de la providencia. La
obediencia, mucho más que sumisión a una estructura institucional bajo todas su formas,
es la experiencia apasionada de la solidaridad comunitaria, vivida como providencia.
Asumo y arriesgo apasionadamente tomar mi comunidad como la expresión privilegiada
de la presencia providente de Dios en mi vida.
El cristocentrismo vivido a partir de la comunidad como cuerpo y como misterio espiritual
no sólo se experimenta hacia dentro sino también hacia fuera. La intuición misionera,
bajo sus diversas formas, consiste en reconocer a Cristo en toda persona que busca, que
sufre o me necesita. El peregrino, para tomar el término que utiliza Benito para designar
aquel que es inquieto de Dios y de sentido, el pobre y cualquier
criatura de Dios no sólo merece nuestra atención por motivos humanitarios sino también
porque la experiencia mística vivida en la comunidad religiosa que nos ha sensibilizado a
la presencia escondida de este mismo Cristo en cada uno de ellos. Así existe una estrecha
y permanente relación entre la experiencia íntima de la comunidad y su proyección
misionera. La una sin la otra se vuelve sin sentido.
Escuela de humanidad
La comunidad cristocéntrica no es solamente escuela de oración, de discernimiento y de
servicio, como acabamos de decirlo. Es también el taller por excelencia de nuestra propia
humanidad. Ver a Cristo en cada hombre y mujer implica, a su vez, reconocerlo, dejarlo
crecer y restaurarlo constantemente en uno mismo, en el otro y en el grupo. Por lo tanto
la verdadera vida comunitaria nos lleva a creer más en nosotros mismos como también
en el hermano. ¿Qué testimonio de salvación podría dar una comunidad que no salva, en
primer lugar, a sus propios miembros? La comunidad como taller de humanidad lleva con
valentía la tarea onerosa de superar la envidia, la competitividad celosa, la humillación y
la frustración. La autoestima, a partir de la experiencia común, es estima recíproca y
colectiva, construcción común de humanidad nueva entre los propios hermanos y
hermanas. Lo que la tradición llama la corrección fraterna, implica de hecho que esta
construcción sea mutua. Es allí donde se fundamenta el personalismo comunitario que
Mounier reconoce la vida cristiana, y con mayor razón para nosotros religiosos y
religiosas. Cuando Benito recomienda al abad y a los hermanos odiar el mal y amar al
hermano, revela el doble secreto de la humanización y de la comunión de personas según
el evangelio
Más aún, la comunidad cristiana se vuelve una tierra de sanación en el sentido más pleno
de la palabra. No se trata de una agrupación de personas de elite moral, sicológica y
espiritual sino de enfermos dispuestos a dejarse sanar por el bisturí del amor fraterno
acompañado de la corrección mutua. Mi comunidad es mi médico privilegiado y yo el
médico de mis hermanos y hermanas. O, mejor, somos de estos enfermeros que nos
preparamos mutuamente para la cirugía evangélica del Hijo del Hombre. Siempre la
figura de los amigos del paralítico llevándole hasta Jesús, abriendo audazmente el techo
de la casa de un extraño para alcanzar al maestro, me ha parecido un icono de la vida
religiosa en esta perspectiva de sanación mutua. Pero ¿qué habría sido del paralítico si
hubiera prescindido de sus amigos por soberbia estúpida o por vergüenza? Estaría
todavía lamentándose lejos de Jesús e inmovilizado en su estupidez. Así nos parecemos
muchas veces, los religiosos y las religiosas que hemos dejado de necesitar humilde y
amorosamente de nuestra comunidad. La clave de esta experiencia de sanación
comunitaria está en la confianza. Confianza de cada uno, en la fuerza sanadora del amor
fraterno y confianza de la comunidad en la capacidad de cada hermano para sanarse. Fe
en el poder sanador de Cristo con cada hermano y con la comunidad en su conjunto. En
comunidad aprendemos a mirar la vida de cada uno y la vida del grupo hacia delante y no
hacia atrás, desde la confianza y la esperanza puesta en Dios y en el otro y no desde los
prejuicios y las desilusiones escépticas de nuestras relaciones. El realismo de la
comunidad es el mismo realismo de Cristo, lúcido en cuanto a lo humano pero siempre
decidido a apostar por el amor más fuerte que la muerte.
Escuela de verdad
Si escogimos consagrarnos totalmente al evangelio es porque reconocemos en él una
escuela de verdad. Hacer evangelio es hacer la verdad en sí mismo y entre nosotros para
que nos volvamos libres y, por el mismo hecho de esta libertad, liberadores. Esta labor
comunitaria es, sin duda, las más exigente y ardua. Pues, como en cualquier
grupo humano, el orgullo y la culpabilidad avergonzada nos impiden muchas veces andar
en la verdad. Adoptamos entonces, con nosotros mismos, con la comunidad y con los de
afuera, actitudes farisaicas. Existe todo una arte de las apariencias religiosas que ocultan
el odio por la indiferencia por la atención aparente, el celo y la envidia por una gentileza
fingida, la sensualidad ávida por la modestia de los modales y el ansia de poder por la
mentira del "servicio resignado” de la autoridad. Pero estos subterfugios no engañan a
nadie, ni a uno mismo, ni a la comunidad, ni al pueblo, ni, sobre todo, a Dios. Estos
modales mentirosos transforman la comunidad en una especie de museo de cera a la
manera del museo Madame Tusseaud de Londres donde los personajes son impecables
pero sin existencia real. Se trata de un reino de la ilusión y de muerte lleno de cortesía
siniestra.
El Espíritu que recibimos de Jesús en este permanente Pentecostés que tendrían que ser
nuestras relaciones comunitarias es ante todo el Espíritu de la verdad. Hacer la verdad es
la principal y más ardua tarea del amor comunitario que pasa por enfrentamientos y
discrepancias verdaderas y sin embargo llenos de amor y confianza. El no atreverse a
discrepar en una comunidad de Pentecostés es reconocer que no nos tenemos confianza
y que, en definitiva, no nos amamos de verdad. Si las relaciones fraternas condicionan la
paz y la alegría de la comunidad, por el pacto implícito de nunca abrir los armarios donde
se pudren los cadáveres comunitarios, seremos nosotros mismos cadáveres
inconscientes y la comunidad un cementerio lleno de flores oliendo a muerte.
Así podríamos leer la parábola de la dracma perdida en San Lucas. La mujer que voltea
toda su casa para encontrar la moneda perdida podría ser la comunidad que arriesga sus
seguridades afectivas, ideológicas, institucionales baratas para buscar todos juntos,
como esta mujer, lo que falta, el tesoro del amor verdadero. Esta búsqueda laboriosa y
dolorosa es precisamente el trabajo de la verdad fraterna. Y ¡qué grande es la alegría de
la comunidad cuando esta labor da su fruto de reconciliación, de perdón, de negociación
creativa más allá de los intereses particulares enfrentados! Entonces la comunidad, como
la mujer de la parábola, puede llamar a sus amigos y amigas y dar el testimonio de una
comunión conquistada sobre el acomodamiento ambiguo.
En resumen, el secreto de la felicidad comunitaria que vinimos a buscar, al ingresar a la
vida religiosa, es el misterioso coktail del amor, de la verdad y de la misericordia,
sazonado, esto sí, con una infinita paciencia. Cuidado, nos advierte san Benito, que con el
afán de limpiar con demasiado celo la herrumbre, se rompa el vaso y se vuelva total-
mente inservible. El ideal es muchas veces, lo contrario del bien. La meta no es la
santidad perfecta sino la felicidad cada vez más gozosa que, en el fondo, es la única
puerta hacia la verdadera santidad según el corazón de nuestro Dios
Escuela de obediencia y de humildad
Humildad y obediencia están siempre íntimamente ligadas. La humildad es la condición y
a la vez la consecuencia de la obediencia. Pero cuidado con quedarnos con visiones
anticristianas de estos conceptos. Para evitar las perversiones de nuestros discursos
ascéticos, los cuales estamos denunciando desde un comienzo, es necesario afirmar que
toda obediencia cristiana es necesariamente mutua y comunitaria. Aún si la autoridad
tiene una función específica en este ejercicio de la solidaridad común que llamamos
obediencia, el superior, es el primero en tener que obedecer al grupo y a Dios buscando
el bien y la felicidad de cada uno y del conjunto
Por otra parte, en perspectiva evangélica, la humildad consiste en estar de pie en su
propia tierra pisando juntos con infinito respeto la tierra común de la aventura fraterna.
En este sentido, la obediencia es el aprendizaje de la humildad en esta escuela del
enderezarse y de pisar firme su propio país desde donde construimos el país comunitario.
Quién está exilado de la tierra de sí mismo (autoestima de género, racial, social, cultural
etc.) es impropio para la obediencia. El humillado, el doblegado ante el poder, de
cualquier forma, debería recibir desde la experiencia de la obediencia evangélica el don
de dar su vida propia como Jesús sin que nadie pueda robársela, ni siquiera el propio
Dios.
La comunidad, en este sentido, me enseña primero a obedecerme a mí mismo. Me invita
a conocerme, a amarme y a perdonarme, dándome los medios para valorar mi historia
personal y colectiva y para asumir libremente mis heridas, limitaciones y cojeras. Desde
esta perspectiva, la obediencia humilde o la humildad obediente está tan alejada del
orgullo infantil como de la culpabilidad paralizante y destructora. Al obedecerme a mí
mismo en la escuela comunitaria, aprendo necesariamente, también, a obedecer al otro.
Sin caer en la sumisión pasiva e infantil, gracias a la experiencia de la primera obediencia
a uno mismo, aprendo a asumir y hasta amar modesta y respetuosamente cada una de
las historias personales de los miembros que conforman la comunidad como también las
funciones de comunión, animación y discernimiento de la autoridad, la dinámica de
orientación, decisión y proyección comunitarias. En una palabra, esta triple obediencia a
mí mismo, al otro y a la comunidad, que me pone de pie en mi propia tierra pisando la
tierra común con respeto y gozo, todo esto significa asumir la realidad desde mi libertad
y mi amor entregados. Esto y nada más significa, finalmente, obedecer a Dios, puesto que
la única voluntad de Dios, según san Juan, es que tengamos la vida en abundancia.
LA POBREZA COMO EXPERIENCIA DE LA INSEGURIDAD
Dentro de nuestro recorrido por la nueva espiritualidad de los votos, la cuestión de la
pobreza es de una particular y dramática actualidad. La invitación al discipulado en el
evangelio parte, en efecto, de la propuesta muy clara hecha al joven rico de vender todo
lo que tiene y de darlo a los pobres para poder, después, seguir a Jesús.

Si, como lo hemos dicho en otro capítulo, la castidad constituye la matriz de los tres
votos, podemos afirmar igualmente que la pobreza es el punto de partida de la vocación
religiosa. Ante esta afirmación nos viene inmediatamente el interrogante: ¿Qué queda de
esta radicalidad evangélica que ponía a nuestros padres y madres en la vida de
consagración, en marcha hacia el don total de su vida, empezando por lo más inmediato,
los bienes materiales? La pregunta es aún más dura si la ubicamos en el contexto actual
de miseria y exclusión de la inmensa mayoría de nuestra humanidad. En efecto, a los ojos
de nuestra gente, nuestra pobreza es poco menos que un eufemismo, comparada con su
propia situación. Nuestra renuncia formal a la propiedad privada y a la acumulación
material personal, nos ha traído, paradójicamente, un aumento fenomenal de seguridad y
de gozo material que nos sitúa, colectiva y, por consecuencia, personalmente, entre la
ínfima minoría de los privilegiados. El voto de pobreza es, hasta hoy, quizás el sistema
más eficaz para volverse ricos juntos.
Frente a esta situación tan contradictoria, es urgente, por tanto, volver a escudriñar
seriamente los fundamentos de esta opción nuestra que, sin duda alguna, podría ser
inmensamente profética, hoy más que ayer, si fuéramos más coherentes con ella.
Esta reflexión la queremos centrar en el reto básico de la pobreza como inseguridad. Una
opción por la pobreza que excluye la experiencia de la inseguridad es, en definitiva, una
burla, una mentira. Pero, por otra parte, el drama de la miseria inhumana cuestiona al
revés nuestra pretensión a la pobreza. ¿Será que desde la perspectiva cristiana el vivir
pobremente es un valor o simplemente, una vez más, un camino, un medio para llegar a
experimentar la inseguridad ontológica de la que hablamos ya de diversas maneras en
estas páginas? Es esta segunda perspectiva que adoptaremos en la reflexión que sigue,
planteando la inseguridad primero desde la experiencia de lo provisional de la vida
humana, especialmente en una situación de cambio de época.
En un segundo momento, contemplaremos a María, en su arte de la comunicación con el
ángel, como modelo de la vulnerabilidad y de la adopción de lo inseguro que llamamos la
fe. Recorreremos también el itinerario de Job, paso de la retribución como seguridad
legalista, a la fe como riesgo y apuesta, experiencia interior de la pobreza. Desde estos
dos iconos de la inseguridad espiritual, volveremos, a manera de conclusión, a nuestra
opción por la inseguridad, otra manera de plantear, en contexto de refundación, el voto
de pobreza.
De lo definitivo a lo provisional
La cultura de cambio en que vivimos nos ha acostumbrado a considerar lo provisional
como una realidad en la que debemos movernos libremente. Las tecnologías nuevas
hacen que lo anterior se vuelva obsoleto muy pronto. El manejo político global nos
implica también en una sucesión de cambios radicales y bruscos. La misma civilización
mediática está enteramente construida sobre lo nuevo, lo efímero, lo pasajero. Frente a
las categorías de las culturas tradicionales que valoraban lo estable, lo definitivo, lo
permanente y lo duradero, la posmodernidad se sitúa dentro del gran torbellino de lo
inmediato. Esta nueva realidad pone en tela de juicio todo un sistema de valores en el
cual se sustentaba, entre otras, la espiritualidad de los votos.
Pero la cultura de lo provisional no sólo tiene que ver con el sistema sociológico en el que
nos movemos. La economía neoliberal se basa en el dogma del riesgo, del cambio, de la
libre competencia sin ninguna traba y trae, consecuentemente, una inseguridad
permanente para todos, en especial para los más pobres.
Esta nueva cultura del riesgo y del cambio nos lleva también a re-visitar, desde la
perspectiva ética y espiritual, algunos dogmas nunca cuestionados por las mentalidades y
culturas tradicionales. Así, por ejemplo, el valor de lo que dura, de lo definitivo y de lo
permanente. ¿Cómo plantearnos hoy el reto de la fidelidad al interior de la exigencia de
conversión permanente que impone el mundo? Los jóvenes, en particular, viven una gran
crisis de la noción y práctica de la fidelidad. Se asustan, tanto en el matrimonio como en
la Vida Consagrada, ante la perspectiva de lo definitivo para lo cual no se sienten ni
preparados ni capacitados. ¿Qué implica, entonces, reubicar la profecía de la fidelidad a
Dios, a sus compromisos, a sus amigos, a sus convicciones, dentro de la exigencia de
renacer constantemente, exigencia que Jesús presentaba ya a Nicodemo en el evangelio
de Juan? Espontáneamente relacionamos fidelidad con permanencia, duración de lo
mismo. En cambio, la dinámica de lo provisional, como la llamaba ya hace más de treinta
años el pastor Schütz, prior de Taizé, se relaciona en nuestro inconsciente cristiano con la
falta de madurez y, por ende, de fidelidad. ¿No sería tiempo, ya, de trabajar la relación
que existe entre fidelidad, compromiso y cambio por el paso de la conversión? Esta
reflexión implicaría introducir, precisamente, el criterio de inseguridad como constitutivo
de la fidelidad en la cultura de hoy.
Reanudar con la inseguridad cristiana desde la cultura de lo provisional, intentando
enraizar allí nuestra fidelidad, es reinterpretar nuestro voto de pobreza como una
reconciliación con nuestra fragilidad fundamental. La pobreza, en este sentido, antes de
ser un estilo de vida materialmente austero o una solidaridad activa con los oprimidos,
echa sus raíces en nuestra propia realidad personal de debilidad e inseguridad
providencial.
Hacia una espiritualidad de comunicación
Quisiera aquí releer el misterio de la pobreza en la vida consagrada desde la experiencia
mañana de la anunciación. María no fue pobre simplemente porque compartía la pobreza
de sus vecinos y vecinas nazarenos, o porque fue una joven humilde. Su pobreza se
manifiesta en primer lugar en su abertura a la sorpresa de Dios. Por ser tan de Nazaret,
tan pequeña, no se aferró, sin embargo, a la mediocridad de sus condiciones sino que se
hizo disponible a lo imprevisible de su Dios, a lo impensable, a la esperanza contra toda
esperanza. Su pobreza se evidencia no en su estado sino en su disposición, en su
capacidad de acoger un sueño infinitamente más grande que su banalidad nazarena
cotidiana.
Esta disponibilidad, sin embargo, no fue un simple sueño ingenuo de adolescente pobre y
romántica. Su experiencia de Dios no fue un escape de la realidad en la que se
encontraba. Al contrario, ella quiso enraizar su acogida de lo imposible en el realismo de
su vida pobre. Así podemos comprender el pequeño debate entre María y el Ángel. Al
preguntarle cómo se iba a realizar la misión encomendada por Dios en su precariedad de
joven sin la protección de un marido, la virgen no se niega a la demanda sino que busca
encarnarla en una realidad que le permita responder. Lejos de revelar un romanticismo
adolescente, la pregunta de María expresa una experiencia casi cruda del contexto social
y de género donde ella vive. Sabe que, en ia cultura judía de su tiempo, una mujer sin
protección masculina inmediata no era nada y que su hijo no tendría, por tanto, ninguna
garantía de reconocimiento social y religioso. La pobreza de María, además de ser
disponibilidad a la sorpresa de Dios, es capacidad de responder desde su realidad, de
manera comprometida a la vez con Dios y con su mundo.
El voto de pobreza de María, podríamos decir, es algo como una extraordinaria capacidad
de comunicación, tanto con la realidad limitada que la rodea como con la esperanza que
se le propone. La inseguridad ontológicade la que no dejamos de hablar en estas páginas,
es tanto lucidez como audacia, realismo como utopía. En cambio, el rico a quien Jesús
considera como desgraciado (Le 6), está encerrado en su seguridad adquirida o
heredada. Su seguridad le impide reconocer lúcidamente su fragilidad. Pero, además, le
hace incapaz de verdadera audacia en la esperanza ya que no cree poder alcanzar nada
mejor. No puede acoger ninguna sorpresa, pues nada le falta. Esta doble incapacidad
hace del rico un incomunicado con Dios y con sus semejantes. El pobre sólo crece por la
comunicación de solidaridad y de aventura.
En este contexto, podríamos hablar de una “no-respuesta" del ángel. En vez de
responder, Gabriel propone la aventura. La asunción de esta aventura por la pobre de
Nazaret es también el fruto de su pobreza. En la lógica de seguridad que es el mundo del
rico, la aventura es un riesgo de perder que no puede admitir. En cambio, en la dinámica
de la inseguridad en la que se mueve el pobre, la aventura resulta ser la única alternativa
para alguien que, precisamente, no tiene nada que perder. En esta misma línea, una vida
cristiana, y por tanto religiosa, que busca sólo respuestas, desarrolla una lógica de ricos
ansiosos de seguridades, mientras que un creyente, un religioso o religiosa que acoge la
aventura de Dios y arriesga la confianza sin poner condiciones de fiabilidad, acata la
propia pobreza de Cristo.
Finalmente, la pobreza de María se plasma definitivamente en su “sí" que autoriza a Dios
a que se apodere de su vida. La humilde sierva no es una esclava sino una mujer pobre y
libre que entrega su vida a una causa más grande que ella misma, que sus seguridades. Es
sierva de un proyecto que se sobrepone a su seguridad. El corazón del rico no puede ser
servidor de un proyecto más grande que él, puesto que su segundad lo ha hecho esclavo
de sí mismo.
De la retribución a la fe
A la luz de la anunciación de María como modelo de pobreza, podemos retroceder en
algo en la Escritura para confrontarnos con un viejo dilema de la mentalidad religiosa que
todavía no logramos superar del todo. Se trata de la obsesión por la retribución del
mérito.
Aquí, la figura de Job nos va a servir de guía. El sabio Job había construido todo su
sistema religioso como una empresa financiera de ganancias y pérdidas. Dios y el
creyente estaban ligados mutuamente por contratos sucesivos de interés recíproco, una
ley del dar y recibir, una lógica de venta y pago. Esta lógica del rico impregna el
comportamiento de tantos de nosotros, ricos o pobres, cada vez que buscamos la
seguridad en una teología, más o menos sutil de retribuciones, deudas y sanciones, como
en un banco. Pero, sorpresivamente, y sin ninguna razón que contemple el contrato
firmado por ambos, Job se ve reducido a la total miseria como un vulgar deudor. La
pobreza material acompañada de una fragilidad física y afectiva extrema (enfermedad y
abandono de todos) constituyen para Job la crisis fundamental de su aventura con Dios.
En nombre de una justicia distributiva, reclama a Dios en el tribunal. Pero, su pobreza
concreta se vuelve, poco a poco, escuela de fe. Dios es aventura, como lo experimentó
María, no es respuesta, ni siquiera respuesta de justicia.
En este itinerario doloroso de despojo, primero impuesto y después asumido, Job entra
en la aventura del Dios de las profundidades, de este Dios que escapa radicalmente a
todas sus categorías más legítimas. Jesús

nos ha acostumbrado a no pedir garantías de ningún tipo a Dios. El pobre es aquel que
vive en deuda con sus prestamistas. A su vez, la opción por la pobreza es fiar al Dios
pobre que no te da ninguna garantía de recuperar lo que le prestas. El joven rico no pudo
arriesgarse en esta fianza sin ninguna garantía que le proponía Jesús. Tenía miedo a
perder lo adquirido, moral y espiritualmente. ¿Cuántos de nosotros somos gemelos de
este joven, habiendo pronunciado solemnemente el voto de pobreza?
Así como el “sí’ de María es el culmen de su pobreza, el último gesto de Job que pone la
mano sobre su boca, constituye el voto de pobreza del viejo sabio, inteligentemente
despojado de todo, especialmente de su mentalidad religiosa bancaria. La verdadera
pobreza de Job es el riesgo de Dios. Después de esta experiencia fundante, Job puede
recuperar todos su bienes materiales, físicos y afectivos (aunque con un matiz nuevo de
solidaridad con el indigente y de modestia en el triunfo) y aumentarlos sustancialmente.
Ya se consagró en la verdadera pobreza.
La inseguridad como opción
Pronunciar el voto de pobreza, para nosotros religiosos y religiosas, es ante todo
ponernos a la escuela de María y de Job. Se trata de vivir nuestro ser pecadores y frágiles
como la gracia de partida, la condición para acoger sin condición ni garantía al Dios de la
aventura evangélica.
Para poder acoger esta loca aventura del Dios de Jesucristo, debemos aceptar
humildemente ante Él la crisis de nuestras categorías de seguridad. Al optar por la Vida
Religiosa no tenemos garantizada nuestra salvación. Más bien la arriesgamos en un
despojo de toda espera y todo mérito particular. Es un apostar por el amor aun si
tuviéramos que ser condenados, como lo proclamaba Teresita de Lisieux en un momento
de horrible duda y noche.
Ser pobres, para nosotros, consiste en querer y aceptar renacer del Espíritu cada día,
volver a apostar por el anuncio del Ángel en cada una de nuestras pobres vidas
nazarenas. En esta vulnerabilidad escogida y amada, se nos pide, en nombre de nuestro
voto de pobreza, re-imaginar constantemente nuestra fidelidad a la luz de la aventura y
de sus sorpresas divinas. Lo que Juan Pablo II llama la fidelidad creativa, implica como
condición sine qua non, la pobreza, el despojo. El voto de pobreza es vivir la inseguridad
como opción, a la manera de Jesús, quien no tenía ningún otro refugio que la ternura de
sus amigos y amigas y la austera fidelidad de su Padre.
Para la gran mayoría de los humanos, proclives a lo seguro, que seamos materialmente
pobres o ricos, esta opción significa ahondar en la sabiduría de las rupturas diarias, de los
autocuestionamientos y de los despojos voluntarios continuos. En nuestra caminata, en
efecto, tendemos siempre a recuperar seguridades a la manera de Job, seguridades
materiales, afectivas, físicas, morales y religiosas. Sí, la fidelidad creativa implica la opción
por lo inseguro y la ascesis de renuncia a las seguridades humanas más legítimas.
Pobreza material y opción por los pobres
Imagino que muchos lectores pensarán: si así es el voto de pobreza, hasta la familia
Rodschild podría pronunciarlo sin temor. ¿En qué cuestiona esta lectura núestros
acomodamientos materiales y nuestras alianzas sociales, económicas y hasta políticas
ambiguas? Evidentemente que esta opción por la inseguridad pasa para nosotros por la
escuela de la pobreza real. Simplemente, una vez más, las modalidades concretas de esta
opción, por importantes e fundamentales que sean, no son el objetivo final del voto sino
sus medios. Si no, rápidamente nos desviamos hacia dos caricaturas igualmente ridiculas.
O bien hacemos un voto de avaricia hipócrita donde el religioso y la religiosa, sentados
encima de una montaña de seguridades, materiales y otras, viven restringidos,
acomplejados y culpabilizados, haciendo creer, y creyendo a veces, que se llaman Job. O
bien hacemos un voto de solidaridad con el pobre que se reduce a una noble pero
insuficiente militancia. Si nuestro voto implica, por supuesto, una vida sobria en armonía
discreta con el contexto de extrema pobreza en el que vive la sociedad latinoamericana,
ésta no es sino la condición para entrar en la aventura del riesgo de Dios, verdadero
objetivo profético de nuestra consagración. Asimismo, la opción solidaria por los pobres
es la consecuencia obligada de nuestro riesgo por la aventura de Dios, consecuencia sin
la cual nuestro voto es una farsa y una ilusión. Pero tampoco la opción por los pobres es
nuestro voto sino su manifestación más fundamental.
Como lo decíamos al comenzar este capítulo, cuidado con hacer de nuestro voto un acto
tan privado que se transforme en la manera más segura y rápida de volverse ricos, una
especie de receta capitalista colectiva de una temible eficacia. Cuidado también con
hacer de nuestro voto de pobreza un simple “voto piadoso” desarraigado por completo
de una encarnación solidaria con los pobres del mundo, como lo denunciaba ya el viejo
Isaías. Pero nuestro voto, desde la sobriedad y la opción por los pobres pretende
anunciar proféticamente al Dios de la aventura, de la inseguridad, de la apuesta sin
garantía, de la propuesta sin respuesta, de la fidelidad creativa de cada mañana
EL VOTO DE OBEDIENCIA: UNA ESPIRITUALIDAD DE LA CONFIANZA
Cuando hablamos de la obediencia en la Vida Religiosa, la planteamos en general desde la
perspectiva más disciplinaria, legalista y normativa. Este a priori provoca necesariamente
reacciones de miedo y rechazo, o, al revés, de sumisión infantil. En particular en la cultura
postmoderna tan sensible a la libertad individual y a la búsqueda de su verdadero Yo,
esta lectura lleva, tarde o temprano, a un impasse.
Desde una perspectiva evangélica, si nos situamos en la fe que inspira nuestros
compromisos, la obediencia sólo se puede entender como un itinerario espiritual de
conversión y de liberación. San Benito, en el bello prólogo de su Regla no propone otra
cosa: “Quienquiera que seas, que te propones volver, por los caminos de la obediencia, a
Aquel del que te había alejado la desobediencia...”. Así introduce su invitación a
emprender el camino de la conversión monástica. En otras palabras, la obediencia es una
experiencia de retorno espiritual hacia Dios de quien nos estamos alejando
constantemente.
Es en esta dirección que propongo aquí una espiritualidad de la confianza como camino
de retorno a Dios, es decir, de obediencia.

El pecado original como experiencia de desobediencia y de desconfianza


En el jardín del Edén, Dios había puesto árboles frutales suculentos y había invitado a
Adán para que disfrutara de todos. Sin embargo, le había puesto en guardia: “No comas
del árbol del conocimiento del Bien y del Mal porque si lo haces morirás”. Dios no quería
vernos morir. Todo lo contrario, nos hizo para la Vida. En la Biblia la expresión “el Bien y
el Mal” significa la totalidad. El árbol del Bien y del Mal es el poseer y controlar todo. Es
allí donde interviene el mentiroso, el engañador, Satanás. Su mentira consiste
precisamente en hacer pasar de la libertad a la Vida en la que Dios había ubicado a su
criatura, a una lógica legalista de lo permitido y de lo prohibido. Y detrás de este engaño
es el propio rostro de Dios que se ve desfigurado. Presenta, en efecto, a un Dios
potentado y celoso de su criatura. La tentación, entonces, es la de remplazar a Dios con
esta ilusión de ser todopoderoso (el Bien y el Mal).
Pero si leemos bien el texto nos damos cuenta, por el contrario, de que Dios necesita de
su criatura para colaborar en su proyecto inacabado. Dios, en el segundo capítulo del
Génesis, aparece misteriosamente “carente” de sus criaturas, necesitado de este
cultivador y cuidador de su creación. El amor, en efecto, implica que nos necesitemos
unos a otros para poder ser plenamente nosotros mismos. Así se entiende que sólo en la
reciprocidad hombre-mujer podamos reflejar a Dios. En el fondo el demonio nos ha
desviado, proponiéndonos una imagen de Dios individualista y dictatorial frente a la cual
debíamos entrar necesariamente en competencia de poderes. La consecuencia de este
engaño y de este error es una profunda herida que nos acompaña a todos desde el
origen: la vergüenza de uno mismo (ante la desnudez, es decir, la fragilidad y
vulnerabilidad) y, por otra parte, el miedo y la desconfianza ante Dios y el diferente,
siempre percibidos como amenaza a nuestra integridad. Hemos perdido la confianza en
Dios, en nosotros mismos y en el otro por haber entendido la obediencia en categorías de
poder, de sanción y de muerte en vez de acoger la Vida como don gratuito y compartido,
y nuestra carencia e inacabamiento como la gracia de nuestra reciprocidad.
La ley y la gracia
Si el pecado es, en el fondo, un error de juicio, la ilusión de la omnipotencia, su
consecuencia es la pérdida de confianza y el riesgo permanente de ser “devorado” por el
otro. La carencia en vez de ser vista como una suerte para colaborar con Dios y los
demás, se vuelve una vergüenza y un riesgo. Y por tanto desde entonces hacemos todo
para escondernos, ocultar nuestra desnudez y fragilidad viéndolas como puerta hacia la
muerte.
Pero Dios no pudo resignarse a que muramos. Se comprometió con nosotros, optó de
alguna manera por nosotros y se hizo enemigo de la “serpiente”, predicién- dole que una
mujer la iba a aplastar. En vez de dejarnos morir en los combates de nuestra competencia
de poderes, decidió asumir las consecuencias de nuestros errores y morir por nosotros
en su Hijo Jesús.
Pero, antes de restaurar todo gratuitamente por amor a través del amor entregado de
Jesús de Nazaret, quiso primero protegernos de nosotros mismos. Así entiendo el
pequeño vestido que Dios confecciona para proteger a Adán y Eva de su desnudez. Este
vestido es como un anticipo de la ley que, de alguna manera, nos protege de nuestra
avidez de omnipotencia y de nuestra violencia hacia los demás. La obediencia a la ley es
como una protección ante la amenaza de muerte que introdujo entre nosotros el
demonio. Pero dicha obediencia es consecuencia del pecado. Es totalmente insuficiente y
hasta pura caricatura en la nueva economía de la confianza inaugurada por Jesús.
Jesús, maestro de confianza
Jesús nace, muere y resucita desnudo. Con su encarnación, su pasión y su glorificación
reinaugura un modo de relación entre Dios y sus criaturas y entre los humanos basada en
la reciprocidad, en la alegría de nuestra carencia, en la necesidad mutua, en una palabra,
en la confianza reencontrada. La libertad de Jesús con todos, tiene que ver con esta
confianza. Sin miedo ante quien sea, propone su amor a todos (cf. la parábola del
sembrador). La única condición que nos pone es la de consentir y acoger su don. Si
consentimos y acogemos lo que es la nueva obediencia evangélica, los cerrojos de
nuestros miedos ya no tienen resistencia (cf. Los apóstoles en el Cenáculo y las
apariciones de! resucitado). Los sepulcros de nuestras vergüenzas se abren y podemos
desatarnos mutuamente para volver a la desnudez de origen. Por supuesto que la
confianza y la transparencia de Jesús son arriesgadas. Pero, aun en la perspectiva de la
muerte, esta manera de vivir la obediencia como confianza absoluta en su Padre y en
nosotros, vence la muerte definitivamente.
La obediencia como camino de retorno a la confianza
Si la vivencia de los votos es el anticipo del Reino, como lo pretendemos, sería y es
muchas veces un contratestimonio vivirlos dentro de la perspectiva legalista de después
de! “error original”. Ya hemos sido salvados, restaurados en la confianza por la muerte y
la resurrección de Jesús. En consecuencia, nuestra obediencia, como lo decía san Benito,
se vuelve camino de reconciliación con Dios, con nosotros mismos y con los demás.
Aprendemos por ella a reconciliarnos con nuestras carencias y fragilidades, a dar gracias
a Dios por no ser autosuficientes en nada y necesitar de Él y de los demás para existir en
plenitud. Pero, por supuesto, esto supone dejarnos sanar de nuestros miedos, de
nuestras apariencias y seguridades, de nuestras vergüenzas y envidias. Si no nos
liberamos de estas heridas es imposible ser obedientes a la manera de Jesús quien, en su
desnudez y transparencia, atraviesa las puertas cerradas y los muros de nuestros
terrores. Nuestra obediencia, entonces, es una caricatura preevangélica y no da ningún
testimonio de que somos verdaderamente salvados y liberados. En América Latina esto
es un desafío inmenso para la juventud, desafío de dejarse sanar y liberar por la Buena
Nueva de la confianza.
Obediencia como sanación de nuestra identidad personal
En la cultura posmoderna que es la nuestra, y especialmente en nuestro continente, la
autoimagen de los jóvenes se ve profundamente herida. Nuestra identidad de varones o
mujeres gime bajo los golpes del machismo impuesto o del “mamismo”. Ser varón o ser
mujer, en nuestra sociedad, es una experiencia de temor a ser oprimido, explotado o
recuperado por el otro. La obediencia en este sentido es un largo y valiente camino de
reconciliación con el género, aprender a valorar y confiar en uno mismo en su identidad
de género.
La misma tarea heroica de reconciliación por la confianza tiene que asumirse con mi raza,
mi origen cultural, mi historia familiar. Qué inmenso desafío nos lanza el Señor al
invitarnos a “obedecernos” a nosotros mismos, a atreverse a creer que valemos, que
podemos juntas nuestras carencias con las carencias de los demás, para que ya no sean
heridas sino oportunidades de libertad y de amor compartido.
Si el evangelio de este Jesús que nos seduce no nos devuelve la confianza en nosotros
mismos seremos siempre caricaturas de discípulos. Esta confianza recobrada es la
consecuencia del sabernos amados: valgo, puesto que soy amado. Ahí está el secreto de
la obediencia a uno mismo.
Obediencia como sanación de nuestras relaciones
La primera dimensión de nuestro voto de obediencia -confianza que acabamos de
describir- es la condición para poder sanar nuestras relaciones. Si vuelvo a valorar mi
propia identidad, el otro ya no me aparecerá como una amenaza, un competidor, sino
como lo que es: “el hueso de mis huesos”, el que siempre me hace falta para ser
plenamente viviente en reciprocidad.
La escuela de esta reconciliación es la comunidad en la que nos reunimos en nombre de
Jesús viniendo de horizontes, culturas e historias muy diversos. La comunidad viene a ser
el taller de la obediencia mutua, de esta apuesta cotidiana por la confianza en el otro. En
dicho taller se trata de limar las envidias, las mentiras, las murmuraciones, el afán de
aparentar, la competencia de poderes y el prestigio. Todo aquello es precisamente lo que
san Benito llama el camino de la desobediencia que nos alejó de Dios.
La confianza en Dios como fundamento espiritual de la obediencia
Si puedo restaurar la confianza en mí mismo y en los hermanos, es porque Dios es digno
de confianza, el único totalmente fiable. Pero esta afirmación implica a su vez un camino
de conversión. Hay que abandonar al Dios desfigurado por Satanás, la ilusión del Dios
competidor, omnipotente, a la manera de mis sueños de poder humano, el dios de la
sanación y del castigo para volver “por el camino de la obediencia” al verdadero Dios,
“carente” de humanidad, frágil y lleno del deseo que vivamos en plenitud. Esta
obediencia a la manera de Jesús implica rehacer la experiencia de un amor privilegiado,
gratuito, no merecido, fiel e incondicional. Me ama porque me ama y punto. Es la
experiencia que Jesús intentó revelar tanto a la samaritana como al joven rico y a muchos
otros. Finalmente, si puedo tener confianza en mí mismo es porque me ama y nada más.
Normalmente pensamos que tenemos que valer por nosotros mismos para merecer su
amor. La experiencia de la obediencia va por el camino inverso. Puesto que él me ama,
primero y sin motivo aparente, es que valgo. Es el amor de Dios que me da confianza en
mí mismo y la confianza en mí mismo me da confianza en el hermano de la misma
manera, por el amor gratuito y sin condición.
Obediencia: camino de liberación, reconciliación y solidaridad
Si yo mismo, el otro y Dios no son ya amenazas para mi vida puedo entrar con
tranquilidad en un camino de colaboración y solidaridad. Las capacidades y éxitos del
otro ya no son una sombra, sino una riqueza acumulada para mi carencia y al revés, mis
fuerzas no serán ya oportunidad para aplastar al otro sino para unirme a él. En esta
reciprocidad nos volvemos juntos dioses, como se atreve a decir el propio Jesús. En la
competencia para ser dios sin el otro o contra él, me destruyo y destruyo toda posibilidad
de divinizarnos. Se trata, en otras palabras, de atreverse a dejarse ver, a verme a mí
mismo y a ver al otro como Dios nos ve, es decir, desnudos, como somos, a sentirnos
infinitamente amables tales como somos y como nos hizo Dios cualquiera que sea la
historia de cada uno. En este proceso de la obediencia, las heridas del camino ya no son
obstáculo para la transparencia sino marcas de nuestra propia aventura, lugar de
reconocimiento. Así Jesús resucitado se hace reconocer por Tomás enseñándole sus
heridas propias. En la espiritualidad de la confianza ofrecemos el espectáculo de nuestras
heridas como la prueba gozosa de nuestra redención y liberación definitivas. Y al
contemplar las heridas desnudas de los demás aprendemos la humildad de los que se
saben salvados juntos gratuitamente.
Los caminos de la obediencia en la Vida Religiosa
Plantear el voto de obediencia en una perspectiva de retorno a la confianza implica una
revisión del sentido de los diferentes instrumentos puestos a nuestra disposición por la
Tradición para tal efecto. En primer lugar
se trata de experimentarlos como camino y no como meta en sí. Así la Regla o las
Constituciones son como una mano tendida por el Señor a través de la familia religiosa
para enseñarnos a caminar por la vía de la confianza. San Benito al respecto nos pone en
guardia: “Si hay algunas cosas un poco rudas en la Regla para preservar la caridad y
enmendar los vicios, no vayas a retroceder asustado. En efecto todos los comienzos son
difíciles. Pero a medida que uno progresa en los caminos de los mandamientos, el
corazón se dilata y el monje se pone a correr como naturalmente”.
Esta descripción del papel pedagógico de las normas y reglas de la comunidad me parece
sublime. Pues el objetivo no es un cumplimiento repetitivo y sin imaginación sino más
bien, el ensanchamiento del corazón en vista a la carrera liberada del amor en la
confianza. La meta de toda norma es la de volverse obsoleta en la integración
espontánea de sus propuestas como camino de confianza. En la Vida Religiosa Jesús nos
llama a caminar libremente sobre el mar. Pero mientras tengamos miedo como Pedro
necesitamos de la pedagogía de nuestra Tradición. Curiosamente, cuando Pedro, por fin,
está listo para la confianza, es el momento preciso en el que el Señor le advierte: “Otro te
pondrá la correa y te llevará donde no quieras”. Así, en la medida en que uno “ama más”,
se entrega más libremente a los demás, “da su vida por los amigos” pero no en sumisión
a una orden sino libremente por amor.
Otro de los instrumentos del retorno a la confianza puesto a nuestra disposición por
laTradición es el acompañamiento espiritual. En este caminar común hacia la
reconciliación universal, un hermano, una hermana, una comunidad nos acompaña, nos
precede y nos sigue.Camino de compartir, de experiencia, de escucha, de silencio y de
compasión, camino de palabra firme, a veces, y de corrección fraterna. Una vez más se
trata de la mano cariñosa de la comunidad puesta a nuestra disposición para lograr, poco
a poco, caminar en la confianza, con nuestra propia respiración espiritual. Todo lo
contrario de la dependencia afectiva, de la sumisión temerosa, de la búsqueda de
aprobación o rebeldía y de la rebeldía sistemática. En este sentido las propuestas de la
comunidad, lejos de ser un molde rígido en el que tendríamos que entrar
obligatoriamente vienen a ser una escuela constantemente superada de liberación
personal y comunitaria.
Tal visión de la obediencia, exige de los superiores, formadores y acompañantes, haber
superado sus propios miedos y desconfianzas. El responsable que es esclavo de sus
temores, dependiente, no reconciliado con sus propias heridas y carencias se vuelve
rígido, susceptible, celoso y lleno de sospecha. Esta práctica de la obediencia, lejos de
llevar a la confianza, engendra el doble juego, la mentira y la vergüenza. La confianza se
conquista a través de la confianza. El resto es puro rezago del hombre y de la mujer
viejos, para retomar la expresión paulina.
EL RENACER DE LA VIDA RELIGIOSA COMO EXPERIENCIA PROFÉTICA.

Confieso sentir algún escrúpulo por la ligereza con la que la Vida Religiosa, en estos
últimos tiempos, se atribuye, con aires no exentos de suficiencia triunfalista, la voz
profética en la Iglesia. En efecto, en la Biblia, ningún profeta se atribuye dicha vocación,
la rehuye primero y, finalmente, la acepta resignado. Esto es asunto de Dios y ninguna
institución, por santa que sea, es automáticamente profética. El verdadero profeta,
además, es aquel cuyo proclama se realiza en primer lugar en su propia vida, que esté
dentro de un linaje reconocido, o que Dios vaya a sorprenderlo de detrás de sus rebaños,
como Amós. El arriesgarse a hablar de profetismo, en el caso de la Vida Religiosa,
supondría, a mi parecer, a la vez más modestia y más coherencia.
Sin embargo, es verdad también que urge cuestionarnos como religiosos y religiosas
desde la exigencia profética que dio origen a nuestro modo de vivir el evangelio en medio
del mundo. No hay duda, en efecto, que la crisis de la Iglesia en su conjunto y de la Vida
Consagrada en particular es, ante todo, la crisis del profetismo.
Por lo tanto, aunque con mucho recelo, me atreveré, en estas páginas, a plantear el reto
del profetismo para nuestra vida desde la exigencia histórica de estos tiempos oscuros y
críticos.
Posmodernidad ¿tiempo de profecía o de sabiduría?
Desde las turbulencias posconciliares, asistimos a un debate algo teórico entre los que
plantean que estos son tiempos de Exilio y, por lo tanto, tiempos más propicios a los
repliegues meditativos de la sabiduría, y los nostálgicos de las militancias pasadas
llamadas, a veces muy rápidamente, tiempos de Éxodo. Es bastante común, en efecto,
tipificar el concilio, y Medellín en América Latina, como el tiempo del profetismo, de la
denuncia y de los grandes vuelcos históricos en la Iglesia. Esas épocas de denuncia y de
conversión radical, con la referencia de la opción preferencial por los pobres, se suelen
presentar como era de Éxodo donde se reconocía con claridad el rostro del faraón y el
itinerario hacia la tierra prometida. Hoy, en cambio, estaríamos en una era babilónica en
la cual hemos depuesto nuestras arpas para llorar en las orillas de los ríos opresores[1].
Me parece que esta dicotomía es teológicamente e históricamente simplista. Se olvida
que la sabiduría del Exilio fue también, y quizás sobre todo, un tiempo de purificación del
mismo profetismo y que el Éxodo produjo la fuente por excelencia de la sabiduría de
Israel, es decir la Ley.
En el terreno de la historia posmoderna, si bien es cierto ya no sabemos por donde
proponer la alternativa de la liberación de los pobres, porque nuestras recetas recientes
se revelan obsoletas, sin embargo el faraón o el imperio babilónico en el que sufrimos, las
inmensas mayorías del mundo, los embates del opresor, tiene un rostro tan
caricaturizado que ya no hay ninguna duda en cuanto a su perversidad intrínseca. En
tiempo de modernidad, se podía discutir de los beneficios e inconvenientes respectivos
del socialismo y del capitalismo en cuanto a lograr los objetivos de un humanismo con
rostro compatible con el evangelio. Hoy en día esta discusión está fuera de lugar. Ni
siquiera se trata de ventajas y desventajas sino de resistencia o de desaparición, no solo
del humanismo sino de la humanidad en sí. El neoliberalismo posmoderno, con su lógica
de mercado totalitario, no tiene máscara ideológica para confundirnos.
En definitiva, este tiempo es una tremenda interpelación al profetismo como todas las
épocas de riesgo extremo para lo humano. Lo que pasa es que nuestras recetas
proféticas o, quizás, seudo proféticas, del siglo pasado tienen que ser repensadas al
fragor de una verdadera sabiduría. Sufrimos, lo repito, en el mundo como en la Iglesia y
en la Vida Consagrada, de una tremenda afonía del profetismo en el plan ético, espiritual
y político. Como lo sugiere de alguna manera el autor de los Macabeos[2], un tiempo sin
profetas es un tiempo donde Dios se calla y donde el pueblo se ve entregado a sus
propios demonios y a los demonios sueltos de sus opresores.
En la línea de lo que acabamos de señalar, propongo una reflexión en dos etapas para los
creyentes en general y para la Vida Religiosa en particular. Primero veré cómo reaprender
a ser profetas a la luz de la tradición bíblica y de la actual coyuntura “macabea”. La
segunda etapa de mi reflexión intentará, enseguida, ver cómo el profetismo de hoy y
para hoy se sitúa entre la resistencia y la esperanza.
Reaprender a ser profetas
Si, bien es cierto, el profetismo es un llamado sorpresivo, por eso mismo no es un
ministerio innato. Nadie nace profeta sino que se vuelve tal a través de un duro
aprendizaje hecho de sufrimientos, tanteos, errores y finalmente intuiciones y
convicciones forjadas en la humillación y el arrepentimiento. Es esta difícil escuela que
nos toca recorrer en este momento.
Elementos constitutivos del profetismo.
El surgimiento de los profetas corresponde en general a un tiempo de crisis y de
confusión de valores morales y religiosos. Dicha crisis y es interpretada como la ruptura
de la alianza, el no respeto del derecho de Dios encarnado en el derecho del pobre cuyo
goel es el propio Yahvé. La humillación del pobre, en ese contexto, se vuelve instancia
crítica y cuestionadora del pueblo entero, principalmente de sus autoridades políticas y
religiosas. En este ambiente, Dios suscita personalidades y comunidades carismáticas que
se sienten enviadas para ser porta voz de la protesta de Dios en sus pobres: los llamados
profetas. Como es de adivinar, este llamado despierta necesariamente contradicciones,
tanto internas como externas. Ningún profeta acepta gozoso esta orden divina; más bien
la rechaza y busca mil pretextos para escapar ante las consecuencias previsibles del
estallido profético. Responder a tal vocación sólo es posible después de un arduo debate
interior y social. En este sentido, el profeta es atravesado, a lo largo de su vida, por un
conflicto existencial permanente.
Finalmente, al consentir a su arriesgada vocación, el profeta se verá, poco a poco,
identificado en su propia carne con el sufrimiento de Dios en sus pobres. Esta terrible
identificación, cada profeta la expresará y la comprenderá de manera simbólica a través
de los acontecimientos de su propia existencia: persecución y encarcelamiento de
Jeremías, amores desdichados de Oseas, viudez y enmudecimiento de Ezequiel,
desnudez de Isaías etc.
El aprendizaje de los profetas.
Como lo decíamos más arriba, ningún profeta nació profeta sino que tuvo que prenderlo
dolorosamente. Veamos, a través de varias experiencias personales, como dicho
aprendizaje va forjando progresivamente a esas personalidades según el corazón de
Dios.
Para Elías[3], por ejemplo, la escuela profética pasó de la confusión de sus propios
proyectos con los de Dios en el Carmelo, al consentimiento humilde al planteamiento de
Dios en el Hroeb, pasando por la crisis y la duda, en Sarepta o también la experiencia
depresiva ante la reina Jezabel.
En un primer momento, en efecto, Elías no dudaba en afirmar que Dios le obedecía
dócilmente cuando abría y cerraba los cielos. Incluso al precio de algunas mentiras
piadosas (“yo no más me he quedado entre los profetas permaneciendo fiel a Yahvé”) el
profeta por excelencia intentó someter el propio Dios silenciada a sus planteamientos
inquisitoriales y exterminadores de los fieles de Baal.
Sin embargo, víctima de sus propios excesos (el torrente de Kerit que le desalteraba se
secó igual que las demás fuentes del país), Elías se dio con la humillación de tener que ir a
pedir agua y pan a la más pobre del pueblo de sus enemigos (la viuda de Sarepta).
Asimismo, el valeroso exterminador se ve envuelto en una crisis de depresión
insuperable, hasta querer la muerte, ante la persecución de Jezabel, una simple mujer.
Es en el crisol de dicha crisis de fe y de autoestima radical que Dios le va a ir formando a
sus propios criterios a través de la larga caminata de cuarenta días hacia el Horeb. Todo
un Éxodo desde planteamientos humanos hacia planteamientos divinos, a través del
desierto de la humillación de la fe. En el Horeb, el profeta estará llevado a renunciar a
todas sus queridas imágenes de Dios (fuego, trueno, tempestad, terremoto) y a acoger
humildemente (cubriéndose la cara) al Dios humilde y frágil.
Recién después de este despojo de las ilusiones, Elías podrá considerarse como profeta
de Yahvé y transmitir, con infinita discreción, su propio poder transfigurado a un
discípulo, Eliseo.
Volvemos a encontrar la misma pedagogía dialéctica de Dios con todos los profetas. Es
Jonás que tiene que renunciar, a pesar de su resistencia, a sus esquemas etnocéntricos y
sus veleidades de destruir Nínive. Pasar de la venganza del profeta a la misericordia de
Dios no fue nada fácil para Jonás. Después de un intento de fuga a Tarsis[4],
acompañado de un episodio de depresión mortal (querer morir en vez de cambiar de
opinión), Dios, con su humor sutil, mandará a Jonás al vientre de una ballena durante un
tiempo simbólico de tres días. Experiencia de la noche de la fe, de la pérdida de todas las
referencias más sagradas del profeta.. Sólo después de haber tenido que renunciar a
todo punto de vista propio, Jonás, aunque refunfuñando, retorna a Nínive[5], aunque
intentando, una vez más, hacer prevalecer su planteamiento de exterminación de la
ciudad pagana. Pero la sorpresa viene de los mismos habitantes de la ciudad que, a
diferencia del judío piadoso, cambian y se convierten. Reducido al silencio de sus
dogmas, Jonás tendrá que asumir para los ninivitas la gracia de la misericordia de la que
Dios lo hizo beneficiario a él mismo a través del pequeño ricino que lo protegió
milagrosamente de la insolación fatal[6]. Con infinito humor, esta pequeña parábola
profética es una síntesis de lo que llamamos aquí la pedagogía dialéctica del Dios de los
profetas.
Misma dialéctica en la experiencia de Moisés[7]. El también empieza su carrera con un
proyecto de revolución violenta al matar al egipcio. Misma cobardía ante la contradicción
de sus propios hermanos de sangre y fuga al desierto con el mismo intento de olvidar y
de insertarse como extranjero en su tierra de adopción (matrimonio con la hija de Jetro).
Pero Yahvé lo espera en el cruce de los caminos con el episodio fundador de la zarza
ardiente. Otra vez, el hombre de Dios entra en debate, o mejor dicho, en conflicto con la
propuesta de Dios, demasiado escandalosa y arriesgada para un profeta atemorizado.
Pero, una vez más, Dios sale vencedor del debate. El balbuciente Moisés se vuelve el
hombre más humilde del mundo.
Dios no actuó de otra manera con Jeremías, quien quería olvidar pero no podía contener
el fuego que ardía en su interior[8], o Amós que tuvo que abandonar su oficio de pastor
para ir a vociferar en tierra enemiga, en el reino del norte.
Diversidad de momentos proféticos.
La dialéctica del aprendizaje profético que acabamos de exponer permite comprender
que todos los tiempos no son iguales desde le punto de vista del profetismo. Vuelvo un
instante a la polémica entre sabiduría y profetismo señalada más arriba. Es evidente que
nuestro tiempo es, globalmente, un tiempo de ballena, de huida, de pérdida de
referencias, de desierto radical. Podríamos afirmar que estamos en el tiempo del fin de
las utopías, la fase de crisis de la dialéctica profética.
A la manera de Qohelet, es acertado decir que, para los profetas, hay tiempos de
denuncia y tiempos de fracaso, tiempos de silencio apofático[9] y tiempos de conversión
radical, tiempos de Carmelo y tiempos de Sarepta, tiempos de Horeb y tiempos de
silencio ninivita etc. No hay tiempos que no sean propicios para los profetas. Pero lo
importante es saber discernir en qué tiempo nos encontramos y cual es la voz profética
que se impone para ese preciso tiempo. Tal es el reto que se nos plantea hoy.
¿En qué tiempo nos encontramos?
No es tan evidente definir este tiempo posmoderno desde el punto de vista de los
profetas. Podría ser que nos encontremos en el cruce simbólico de varios tiempos. Está
claro, por ejemplo, que atravesamos por un momento de profunda decepción y
depresión espiritual ante los vergonzosos fracasos de las utopías eclesiales conciliares y
de Medellín, o de las utopías políticas socialistas y de los proyectos de sociedad basados
en la justicia. Estos fracasos nos hacen experimentar nuestra humillación como el gran
silencio histórico de Dios. ¿Dónde está? ¿Qué está haciendo?
Este silencio de Dios nos confronta a la exigencia de un cierto apofatismo. Los que
pretendemos ser llamados al profetismo, tenemos que reconocer que ya no tenemos
palabra ante la situación de la humanidad. Dolorosa toma de conciencia de la
obsolescencia de nuestros discursos y necesidad de decir, como Elías en el Horeb o Jonás
bajo el ricino: “Dios no estaba en...”.
Es el momento de emprender los caminos agotados del Horeb hasta poder retornar a las
presencias de “brisas ligeras”, es decir al Dio escondido en la banalidad de la
infinitamente pequeño y discreto.
El renacer profético de la Vida Religiosa corresponda, quizás, también a este tiempo de
conversión al bajar del Horeb o desde el silencio del ricino de Jonás.
Profetas de hoy:entre resistencia y esperanza.
Es tiempo ya de entrar en la segunda fase de nuestra reflexión. A la luz de lo planteado
en la primera parte, quisiera aquí perfilar en algo el rostro del profeta que necesitamos
hoy, especialmente desde las exigencias de nuestra vocación de consagrados y
consagradas.
La marginalidad de los santos.
La pérdida de referencias, característica de este momento de crisis y confusión, es ante
todo un problema de ética. En tal circunstancia, el profeta es aquél que toma en serio la
interpelación de Jesús en san Mateo: “Sean perfectos como su Padre es perfecto”. No se
trata de volver a una visión elitista de la Vida Religiosa como camino de perfección sino
como opción radical y total por el evangelio con todas sus consecuencias.. En un mundo
moralmente destrozado y en búsqueda de nuevas perspectivas éticas, ser profetas pasa
prioritariamente por actitudes y comportamientos radicalmente éticos. Es lo que llamo
aquí la santidad profética.
Pero esta opción por la santidad ética nos llevará necesariamente a vivir una experiencia
de marginalidad a un doble nivel: social, pero también eclesial. Ante la inmoralidad y la
corrupción del mundo, la santidad ética profética hará figura de originalidad ingenua. ¿A
quien se le ocurre tomar todavía en cuenta la dimensión ética en las decisiones políticas,
económicas y otras en esta civilización del lucro indiscriminado? Pero, más allá de una
marginalidad original, el “santo ético” no tendrá, probablemente, que sufrir más
persecución social que la irrisión y la burla. En cambio, en la coyuntura eclesial, inmoral
varios aspectos, en la que vivimos, es probable que los que defiendan posturas de
justicia, de transparencia, de renuncia, pobreza y sacrificio, de compromiso y de
compartir, de humildad y de solidaridad arriesgada, tengan que pasar por el
silenciamiento, la calumnia y la persecución. Es por allí como los profetas de hoy se
identificarán con su Señor crucificado, no tanto por los de afuera sino, probablemente,
por algunos de los de adentro. ¿No sería a caso a veces más arriesgado es hoy asumir una
postura ética radical en la Iglesia que en el mundo?
Un llamado a la fidelidad.
Como lo decía el propio Jesús a sus auditores que reclamaban signos, a nosotros
tampoco se nos dará otro signo que el signo de Jonás, es decir la simple apuesta por el
Señor en la neblina espesa del presente banal. Cuando los discípulos bajaron del Tabor,
se quedaron con “Jesús solo”. Si el Concilio, Medellín y nuestro caminar con los pobres
en América Latina fue algo que puede asemejarse a una transfiguración de la Iglesia en
este continente, hoy nos toca el “Jesús solo”.
En el linaje de la gran tradición evocada largamente al final de la carta a los Hebreos, la
situación actual es una invitación a la fe ciega sin ver la patria. Ser profeta hoy consiste en
vivir la paciencia de la semilla del reino, renunciando a los espejismos en los que creímos
cuando pensábamos que el Reino se encarnaba en tal o cual utopía social histórica. Ya no
es el Carmelo nuestro lugar sino el testimonio humilde, valiente y terco de Elías en la
caminata cotidiana.
En definitiva, nos toca decir la buena nueva de la fidelidad y de la fiabilidad de los
discípulos de Jesús en un tiempo movedizo donde se ha perdido la confianza hasta en lo
más seguro, lo más cercano y lo más sagrado. Ser fiable y ser fiel es un signo
revolucionario en nuestro mundo. Incluyo, en esta fiabilidad y esta fidelidad, la fidelidad a
la madre Iglesia, santa en esperanza y pecadora en los dolores de parto, a nuestros
compromisos religiosos tan terriblemente relativizados hoy, y, sobre todo, a los pobres
nuestros maestros.
Profetismo de esperanza.
La segunda dimensión del profetismo para hoy que quiero subrayar aquí es la esperanza.
Una vez más, si comparamos estos tiempos con las décadas de los 70-80, hay que
reconocer una frustración profunda de la esperanza. Ninguna promesa de los discursos
utópicos se ha cumplido y las figuras más emblemáticas de la novedad han caído en las
más lamentables contradicciones. Pensemos en Nicaragua o Cuba y en la propia Iglesia.
En este sentido, el pueblo se encuentra en una situación exílica. No cree en nadie y en
nada, no ve perspectiva de futuro. En dicho contexto, los profetas son los que ven más
allá de lo que no se ve. Los lúcidos del Reino. Si la Vida Religiosa no es sino un elemento
más de lo establecido en el pantano de la desesperanza, difícilmente podemos hablar de
profetismo. Si andamos en la onda profunda de esta civilización gris, no sólo no
significamos nada sino que nos volvemos absurdos y escandalosos.
No, lo nuestro es, hoy como ayer, y hoy más aún que ayer, andar a contrasentido del flujo
mayoritario. Nuestro estilo de vida, nuestras prioridades y opciones deben ser tan
atípicas que inquieten y cuestionen. Esta figura de una Vida Religiosa identificada
sociológicamente con la clase media alta de nuestro continente es, en este sentido, lo
más antiprofético que se pueda imaginar.
Por lo dicho aquí, el “ver lo que no se ve” debe traducirse también en señalarlo por
nuestro propio testimonio. Nuestra vida debe ser una de las pocas razones de creer y
esperar que quedan dentro de un mundo y una Iglesia que andan en las tinieblas.
En esta línea, en varias oportunidades propuse identificar la vocación a la Vida Religiosa
con la experiencia del pequeño resto de Israel. La Vida Religiosa participa de este “poco”
que queda al caminar a ciegas por los caminos sin rumbo del desierto posmoderno.
Ser hoy profetas de una esperanza en agonía pasa no por los discursos bonitos sino por
la coherencia concreta y silenciosa de nuestros estilos, relaciones, compromisos y
actitudes.
Acompañar a la muerte.
El profetismo es siempre una respuesta encarnada a los desafíos propios de un momento
histórico. No hay duda de que, en este momento, nuestro mundo, y nuestro continente
en particular, se caracterizan por la muerte temprana, injusta y violenta. Sí, este es un
tiempo de muerte. Por lo tanto, nuestro profetismo debe tener algo que ver con dicha
coyuntura. Ya no es la época del protagonismo y del liderazgo para la Vida Religiosa. Hoy
nos toca, mucho más modestamente, “acompañar” el cortejo fúnebre de un pueblo.
Además, este protagonismo y liderazgo, que demasiado tiempo nos caracterizó en
tantos aspectos de la vida social, eclesial y hasta política, durante los siglos pasados,
fueron desvíos históricos que no tenían nada que ver con nuestra vocación intrínseca,
todo lo contrario. No estamos para encabezar sino para acompañar desde el llano y la
muchedumbre.
No faltan ejemplos, sublimes y anónimos a la vez, de esta nueva experiencia de
acompañamiento a la muerte del pueblo de parte de la Vida Consagrada latinoamericana.
Es el ejemplo colombiano donde los campesinos de zonas de violencia intensa piden a las
religiosas “de hábito” acompañarles simplemente a la chacra par impedir el allanamiento
de sus tierras por uno u otro campo. Es el ejemplo mejicano y ecuatoriano de unos
religiosos y religiosas que animan el despertar del mundo indígena caminando
simplemente con ellos sin asumir ninguna responsabilidad fuera del riesgo compartido
con los propios indígenas. Es el ejemplo guatemalteco de una conferencia de religiosos y
religiosas unida en la búsqueda y la defensa de la verdad hasta las últimas consecuencias,
incluyendo el martirio.
Todos estos ejemplos, heroicos y discretos a la vez, están dibujando poco a poco un
nuevo rostro de los religiosos y religiosas, desvinculado del poder y de la autoridad y
reducidos a simple coperegrinos de esta larga travesía de la violencia y de la muerte.
Nada de gloria, nada de reconocimiento ni privilegios. La simple satisfacción de actuar
como Dios con su pueblo cuando la esclavitud de Egipto. Profetismo anónimo e invisible
del fermento perdido y escondido en la masa activa del pueblo sufriente.
Podríamos multiplicar los ejemplos a lo largo y ancho del continente. Este “acompañar
proféticamente a la muerte” tiene formas extremadamente diversas. Pero en cualquier
lugar de América Latina es un llamado prioritario. Se trata de acompañar la
desesperación, la protesta y la herida de hombres y mujeres, campesinos y jóvenes, por
su raza, por su desprecio. Incluso, muchos aspectos de la formación dentro de la propia
Vida Religiosa tienen estas dimensiones de acompañamiento de la muerte cada vez que
chocamos con la herida de los propios formandos, el grito de un pueblo despreciado
desde tantos siglos. En este sentido, la formación es quizás uno de los terrenos
privilegiados del nuevo profetismo de acompañamiento, a la manera de Jeremías
acompañando a su pueblo a Egipto. Puede ser que no traiga otro fruto que el alivio
pasajero de un amor compartido en camino, de una lucecita efímera de esperanza en una
larga noche que no termina. El sentido de la Vida Religiosa no está en su consolidación,
perennidad y prestigio. Está solamente en su sentido de profecía. “Pasaron haciendo el
bien como Jesús”, tendrían que decir los peregrinos de la noche con quien compartimos
la intemperie. Y este simple pasar con ellos garantiza la vigencia de la luz aún en medio
de la más espesa tiniebla. Los religiosos y religiosas.
Tendríamos que ser de aquellos por cuyo testimonio se hace patente lo que dice Juan en
su prólogo: “la luz brilla en la tiniebla y la tiniebla no la puede alcanzar”.

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