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Universidad Central de Venezuela

Facultad de Humanidades y Educación


Escuela de Letras
Taller de expresión oral y escrita, sección A
Alumna: Laura Mendible
Octubre, 2019

EL INTELECTUAL QUE MORA EN LA SOMBRA: LA ELEGANCIA DEL ERIZO,


DE MURIEL BARBERY

No vine a decir mentiras: en primera instancia, hice trampa. Vi la película antes de


leer el libro. Estaba un día pasando los canales casi a la media noche, haciendo acrobacias
entre filmes para adultos y películas de acción repetidas, cuando me topé con “La elegancia
del erizo”, de Mona Achache. No recuerdo exactamente el canal pero sí la sensación que me
dió en cuanto la atrapé: la escena donde comencé tenía un efecto extraño como de cinta de
VHS y una niña hablaba en francés a la cámara. Parecía muy seria, y mientras el sueño se iba
de mi, comencé a entender que hablaba de suicidio.

La dicotomía de la inocencia infantil frente a hablar directamente al espectador sobre


algo tan profundamente miserable como la idea de quitarse la vida, me llamó la atención de
inmediato y antes de darme cuenta había estado cien minutos (menos comerciales) viendo la
historia ocurrir ante mi. Fue luego de terminar que me enteré que estaba basado en una novela
y supe de inmediato que tenía que poner mis manos sobre ella. Y para el mayor de mis
placeres, cuando por fin pude obtenerla, la dulzura de darme cuenta que el material escrito era
incluso más sublime que la película, me hizo genuinamente feliz.

“La elegancia del erizo” es una novela de Muriel Barbery, que transcurre en un
vecindario adinerado de Francia. Las protagonistas son Paloma y Renée, ambas muy distintas
pero muy parecidas: Renée es la conserje de un edificio de apartamentos de lujo, y lo ha sido
por casi treinta años. Es fea, bajita y gorda, como ella misma se describe, y se limita a ser
eficiente pero mordaz con sus empleadores. Por otro lado, Paloma es una niña superdotada de
doce años que vive en uno de los departamentos, y es la hija más pequeña de una de las
familias ricas.

El libro comienza con fuerza cuando se nos revela como audiencia que Paloma planea
suicidarse. Lo que la hizo tomar esta decisión fue sencillamente observar a su familia y darse
cuenta de que crecerá rodeada por gente vacía que se jacta de ser intelectual pero que
realmente no tiene nada sustancial en lo que invertir su tiempo y energía. Su plan es sencillo:
el día de su cumpleaños, cuando esté sola en casa, se tomará de golpe un puñado de los
antidepresivos de su madre y prenderá fuego a la casa antes de morir, de modo que pueda
librarse de su destino a la vez que castiga a su familia por vivir de esa forma.

Luego de un tiempo se nos revela que Renée es una persona humilde que a pesar de la
cubierta que pone ante los demás, es una amante del arte, y en silencio en la privacidad de la
consejería, se entrega amorosamente a las películas de Ozu y a las letras de Tolstói.

Paloma es la única persona que por azares de la vida empieza a darse cuenta de quién
es Renée realmente y entre ellas comienza a surgir una amistad que va más allá de la edad y
la clase social.

La diferencia entre la vida del supuesto intelectual adinerado y de la humilde Renée es


enternecedora y admirable. En el libro relata muy hermosamente lo que se siente conectar con
una novela, con una película, con una pieza de arte en general; la manera en la que uno es
atrapado con violencia por aquello que constriñe el corazón y agudiza los sentidos. Puede
sonar empalagoso, pero me sentí identificada en algún nivel. Era como si me describiera las
sensaciones exactas de un recuerdo querido de la infancia, algo que no tiene cuerpo y que es
difícil hablar de ello, pero que sé con certeza como que el sol sale por el este.

En la novela también logran insertar con inteligencia y sutileza ciertos rasgos de la


cultura de Japón por los cuales ambas, Renée y Paloma se fascinan. La exploración de una
cultura y una forma distinta de pensar en el mundo cuadrado y gris que dibuja la autora,
contexto en el que las protagonistas se desenvuelven, es también un punto interesante en la
trama, y resalta la importancia de la visión introspectiva con la que han de leerse sus páginas.
Pero hay un tema recurrente en la obra y es el de la muerte y la apreciación por la
vida. Trescientas páginas más allá (en la edición de la colección, Booket, de Seix Barral) pasa
lo impensable: Una de nuestras protagonistas finalmente muere. No se trata de un suicidio, se
trata de una muerte repentina e injusta, que hizo que mi garganta se cerrara de golpe aunque
yo sabía que venía, porque como dije en el principio, hice trampa.

Renée aún narra mientras muere, y una a una la prosa iba tocando las teclas más
sensibles de mi ser, y conjuraba mis lágrimas poco a poco. Permítaseme un extracto del
capítulo titulado “Mis Camelias”:

¿Cómo se decide el valor de una vida? Lo que importa, me dijo Paloma un día,
no es morir sino lo que uno hace en el momento en que muere. ¿Qué hacía yo en el
momento de morir? Me pregunto con una respuesta ya preparada en el calor de mi
corazón. Había conocido al otro y estaba dispuesta a amar. Tras cincuenta y cuatro
años de desierto afectivo y moral, apenas salpicado por la ternura de un Lucien (N/A:
el primer esposo de Renée) que no era sino la sombra resignada de mi misma, tras
cincuenta y cuatro años de clandestinidad y de triunfos mudos en el interior acolchado
de un espíritu solitario, tras cincuenta y cuatro años de odio por un mundo y una casta
de convertidos por mi en exutorios de mis frustraciones, tras esos cincuenta y cuatro
años de nada, de no conocer a nadie, ni de estar jamás con el otro: Manuela, siempre.
Pero también Kakuro. Y paloma, mi alma gemela. Mis camelias. Tomaría gustosa con
vosotros una última taza de té.[...] Una última imagen. Que curioso...ya no veo
rostros… Pronto llegará el verano. Son las siete. Repican las campanas en la iglesia
del pueblo. Vuelvo a ver a mi padre con la espalda inclinada, concentrado en el
esfuerzo, removiendo la tierra de junio. El sol declina. Mi padre se incorpora, se
enjuga la frente con la manga y emprende el regreso al hogar. Fin de la jornada.

Van a dar las nueve. En paz, muero.


Cuando acabé la última página de este maravilloso libro, sentí que había aprendido algo muy
importante. En ese momento no sabía ponerlo en palabras exactas, y aún no tengo certeza de
que pueda, o por lo menos siento que me saldrían torpes y sin tanta sustancia como yo
quisiera.

No hace falta decir que al final Paloma desistió de la idea de quitarse la vida, porque ella
entendió, como yo en forma de espectador, lo hermosa que había sido la existencia de Renée
en su mundo. Que aunque todas las personas a su alrededor no eran capaces de verlo, Paloma
había sido privilegiada de haber conectado con ella, y haber aprendido y disfrutado de ella y
de su compañía. Y Renée, como el erizo de aspecto amenazador, había apartado sus espinas y
le había mostrado su tierno interior. Con la sutileza del artista, le había legado aquello que la
novela vino construyendo en toda su longitud y que cayó sobre mi con el peso de su belleza:
Un cautivador himno a la vida.

Y puedo decir que definitivamente fue una experiencia muy especial ver un retrato tan sólido
del ser humano, apartar a los que hablan de letras y de cultura a grandes voces, para sentarme
un momento a apreciar al amante humilde que prefieren admirar en silencio. El intelectual
que mora en la sombra, y ahora, por siempre en mi.

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