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Ejercicio 1: El conejo de peluche (Margaret Williams)

HABÍA una vez un conejo de peluche, y al principio era realmente espléndido. Era gordo y
rechoncho, como debe ser un conejo; su pelaje tenía manchas marrones y blances, tenía bigotes
reales y sus orejas estaban revestidas de satín rosado. Una mañana de Navidad, cuando se sentó
erguido en la parte superior de la bota de navidad del niño con un ramillete de acebo entre las
patas, el efecto era encantador.

Había otras cosas en la bota, nueces y naranjas y un camión de juguete y almendras de chocolate y
un ratón mecánico, pero el conejo era por mucho el mejor de todos. Durante al menos dos horas al
niño le encantó, a continuación, tías y tíos llegaron a cenar, y hubo un gran murmullo de papel de
seda y apertura de regalos, y con la emoción de ver todos los nuevos regalos el conejo de peluche
fue olvidado.

Durante mucho tiempo vivió en el armario de juguetes o en el piso del cuarto del niño, y nadie
pensó en él. Era naturalmente tímido, y como sólo estaba hecho de peluche, algunos de los
juguetes más caros lo despreciaban mucho. Los juguetes mecánicos eran muy superiores y
menospreciaban a todos los demás; estaban llenos de ideas modernas y fingían ser reales. El
modelo de barco, que había vivido dos temporadas y había perdido la mayor parte de su pintura,
entendió su estilo y nunca perdía una oportunidad de referirse a su timbre en términos técnicos. El
conejo no podía reclamar ser un modelo de nada, pues no sabía que existieran conejos reales;
pensaba que eran todos rellenos de aserrín como él y él sabía que el aserrín era bastante obsoleto
y nunca debía ser mencionado en círculos modernos. Incluso Timoteo, el León de madera, que
había sido hecho por soldados discapacitados y debería haber tenido puntos de vista más amplios,
se vanagloriaba y fingía estar relacionado con el Gobierno. Entre todos ellos el pobre conejo se
veía a sí mismo muy insignificante y banal y la única persona que fue amable con él fue el Caballo
de Cuero.

El Caballo de Cuero había vivido ya en el cuarto de niños más que cualquiera de los otros. Era tan
viejo que su saco marrón estaba sin pelo en algunas partes mostrando la tela debajo y la mayoría
de los pelos de su cola se los habían quitado para hacer cadenas de collares. Era sabio, porque
había visto una larga sucesión de juguetes mecánicos llegar a presumir y fanfarronear y romper sus
resortes principales y morir, y él sabía sólo eran juguetes y nunca se convertirían en ninguna otra
cosa. Porque la magia de los cuartos de niños es muy extraña y maravillosa, y sólo esos juguetes
que son viejos y sabios y experimentados como el Caballo de Cuero entienden todo esto.
"¿Qué es REAL?" preguntó el conejo un día, cuando estaban acostados uno junto al otro cerca de
lo orilla del cuarto, antes de que Nana llegara a limpiar el cuarto. "¿Significa tener dentro cosas que
zumban y un asa extraíble?"

"Real no es cómo estas hecho" dijo el Caballo de Cuero. Es algo que te ocurre. Cuando un niño te
ama por mucho tiempo, no solo para jugar, sino que REALMENTE te ama, entonces te haces REAL."

"¿Y eso duele?" preguntó el conejo.

"A veces," dijo el Caballo de Cuero, porque él era siempre sincero. "Cuando eres Real no te importa
hacerte daño."

"¿Ocurre todo a la vez, como dar cuerda," preguntó, "o poco a poco?"

"No sucede todo a la vez," dijo el Caballo de Cuero. "Te conviertes. Tarda mucho tiempo. Es por eso
que no les suele pasar a las personas débiles, o que tienen bordes afilados, o que deben tenerse
con mucho cuidado. Generalmente, para cuando eres Real, has perdido la mayor parte del cabello
de tanto amor, y tus ojos cuelgan, y las articulaciones se te han aflojado, y estás muy gastado. Pero
estas cosas no importan en absoluto, porque una vez que eres Real no puedes ser feo, excepto
para la gente que no entiende."

"Supongo que eres Real?" dijo el conejo. Y entonces deseó no haberlo dicho, pues pensó que el
Caballo de Cuero podría ser sensible. Pero el Caballo de Cuero sólo sonrió."El tío del niño me hizo
Real," dijo. "Fue hace muchos años; pero una vez que eres Real que no puedes ser irreal de nuevo.
Dura para siempre."

El conejo suspiró. Pensó que pasaría mucho tiempo antes de que esta magia llamada Real le
ocurriera a él. Anhelaba convertirse en Real, saber lo que se sentía; y sin embargo la idea de crecer
gastado y perder sus ojos y bigotes era más bien triste. Él deseaba poder serlo sin que le pasaran
estas cosas incómodas a él.

Había una persona llamada Nana que controlaba el cuarto. A veces no notaba los juguetes tirados
por el cuarto, y a veces, sin ningún motivo, ella pasaba como un gran viento y los echaba en cajas.
Ella llamaba a esto "ordenar", y todos los juguetes lo odiaban, especialmente los de lata. Al conejo
no le importaba tanto, porque donde lo arrojaran, siempre aterrizaba suavemente.
Una tarde, cuando el niño iba a la cama, no pudo encontrar su perro de porcelana que siempre
dormía con él. Nana tenía prisa, y era demasiada molestia cazar perros de porcelana antes de
dormir, así que simplemente buscó alrededor, y viendo que el armario de juguetes estaba abierto,
se acercó rápidamente.

"Aquí," dijo, "¡toma tu viejo Conejo! ¡El dormirá contigo!" Y tomó al conejo de una oreja y lo puso
en los brazos del chico.

Esa noche y por muchas noches después, el Conejo de Peluche durmió en la cama del niño. Al
principio era bastante incómodo, porque el niño lo abrazaba apretando mucho y a veces rodaba
sobre él, y a veces lo empujaba tanto bajo la almohada que el Conejo apenas podía respirar. Y
también extrañaba las largas horas de luz de luna en el cuarto, cuando…

Ejercicio 2: Orgullo y prejuicio (Jane Austen)

Es una verdad mundialmente reconocida que un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna,

necesita una esposa.

Sin embargo, poco se sabe de los sentimientos u opiniones de un hombre de tales condiciones

cuando entra a formar parte de un vecindario. Esta verdad está tan arraigada en las mentes de
algunas de las

familias que lo rodean, que algunas le consideran de su legítima propiedad y otras de la de sus
hijas.

––Mi querido señor Bennet ––le dijo un día su esposa––, ¿sabías que, por fin, se ha alquilado

Netherfield Park?

El señor Bennet respondió que no.

––Pues así es ––insistió ella––; la señora Long ha estado aquí hace un momento y me lo ha

contado todo.

El señor Bennet no hizo ademán de contestar.

––¿No quieres saber quién lo ha alquilado? ––se impacientó su esposa.

––Eres tú la que quieres contármelo, y yo no tengo inconveniente en oírlo.

Esta sugerencia le fue suficiente.


––Pues sabrás, querido, que la señora Long dice que Netherfield ha sido alquilado por un joven

muy rico del norte de Inglaterra; que vino el lunes en un landó de cuatro caballos para ver el lugar;
y que

se quedó tan encantado con él que inmediatamente llegó a un acuerdo con el señor Morris; que
antes de San

Miguel vendrá a ocuparlo; y que algunos de sus criados estarán en la casa a finales de la semana
que viene.

––¿Cómo se llama?

––Bingley.

––¿Está casado o soltero?

––¡Oh!, soltero, querido, por supuesto. Un hombre soltero y de gran fortuna; cuatro o cinco mil

libras al año. ¡Qué buen partido para nuestras hijas!

––¿Y qué? ¿En qué puede afectarles?

––Mi querido señor Bennet ––contestó su esposa––, ¿cómo puedes ser tan ingenuo? Debes saber

que estoy pensando en casarlo con una de ellas.

––¿Es ese el motivo que le ha traído?

––¡Motivo! Tonterías, ¿cómo puedes decir eso? Es muy posible que se enamore de una de ellas, y

por eso debes ir a visitarlo tan pronto como llegue.

––No veo la razón para ello. Puedes ir tú con las muchachas o mandarlas a ellas solas, que tal vez

sea mejor; como tú eres tan guapa como cualquiera de ellas, a lo mejor el señor Bingley te prefiere
a ti.

––Querido, me adulas. Es verdad que en un tiempo no estuve nada mal, pero ahora no puedo

pretender ser nada fuera de lo común. Cuando una mujer tiene cinco hijas creciditas, debe dejar
de pensar

en su propia belleza.

––En tales casos, a la mayoría de las mujeres no les queda mucha belleza en qué pensar.

––Bueno, querido, de verdad, tienes que ir a visitar al señor Bingley en cuanto se instale en el

vecindario.

––No te lo garantizo.

––Pero piensa en tus hijas. Date cuenta del partido que sería para una de ellas. Sir Willam y lady
Lucas están decididos a ir, y sólo con ese propósito. Ya sabes que normalmente no visitan a los
nuevos

vecinos. De veras, debes ir, porque para nosotras será imposible visitarlo si tú no lo haces. ––Eres
demasiado comedida. Estoy seguro de que el señor Bingley se alegrará mucho de veros; y tú le
llevarás unas líneas de mi parte para asegurarle que cuenta con mi más sincero consentimiento
para que contraiga matrimonio con una de ellas; aunque pondré alguna palabra en favor de mi
pequeña Lizzy.

––Me niego a que hagas tal cosa. Lizzy no es en nada mejor que las otras, no es ni la mitad de
guapa que Jane, ni la mitad de alegre que Lydia. Pero tú siempre la prefieres a ella.

––Ninguna de las tres es muy recomendable ––le respondió––. Son tan tontas e ignorantes como
las demás muchachas; pero Lizzy tiene algo más de agudeza que sus hermanas.

––¡Señor Bennet! ¿Cómo puedes hablar así de tus hijas? Te encanta disgustarme. No tienes
compasión de mis pobres nervios.

––Te equivocas, querida. Les tengo mucho respeto a tus nervios. Son viejos amigos míos. Hace por
lo menos veinte años que te oigo mencionarlos con mucha consideración.

––¡No sabes cuánto sufro!

––Pero te pondrás bien y vivirás para ver venir a este lugar a muchos jóvenes de esos de cuatro mil
libras al año.

––No serviría de nada si viniesen esos veinte jóvenes y no fueras a visitarlos.

––Si depende de eso, querida, en cuanto estén aquí los veinte, los visitaré a todos.

El señor Bennet era una mezcla tan rara entre ocurrente, sarcástico, reservado y caprichoso, que la
experiencia de veintitrés años no habían sido suficientes para que su esposa entendiese su
carácter. Sin embargo, el de ella era menos difícil, era una mujer de poca inteligencia, más bien
inculta y de temperamento desigual. Su meta en la vida era casar a sus hijas; su consuelo, las
visitas y el cotilleo.

CAPÍTULO II

El señor Bennet fue uno de los primeros en presentar sus respetos al señor Bingley. Siempre tuvo
la intención de visitarlo, aunque, al final, siempre le aseguraba a su esposa que no lo haría; y hasta
la tarde después de su visita, su mujer no se enteró de nada. La cosa se llegó a saber de la
siguiente manera: observando el señor Bennet cómo su hija se colocaba un sombrero, dijo:

––Espero que al señor Bingley le guste, Lizzy.

––¿Cómo podemos saber qué le gusta al señor Bingley ––dijo su esposa resentida–– si todavía no
hemos ido a visitarlo?

––Olvidas, mamá ––dijo Elizabeth–– que lo veremos en las fiestas, y que la señora Long ha
prometido presentárnoslo.
––No creo que la señora Long haga semejante cosa. Ella tiene dos sobrinas en quienes pensar; es
egoísta e hipócrita y no merece mi confianza.

––Ni la mía tampoco ––dijo el señor Bennet–– y me alegro de saber que no dependes de sus
servicios. La señora Bennet no se dignó contestar; pero incapaz de contenerse empezó a reprender
a una de sus hijas.

––¡Por el amor de Dios, Kitty no sigas tosiendo así! Ten compasión de mis nervios. Me los estás
destrozando.

––Kitty no…

Ejercicio 3: El retrato de Doryan Grey (Oscar Wilde)

El intenso perfume de las rosas embalsamaba el estudio y, cuando la ligera brisa agitaba los
árboles del jardín, entraba, por la puerta abierta, un intenso olor a lilas o el aroma más delicado de
las flores rosadas de los espinos.

Lord Henry Wotton, que había consumido ya, según su costumbre, innumerables cigarrillos,
vislumbraba, desde el extremo del sofá donde estaba tumbado -tapizado al estilo de las alfombras
persas-, el resplandor de las floraciones de un codeso, de dulzura y color de miel, cuyas ramas
estremecidas apenas parecían capaces de soportar el peso de una belleza tan deslumbrante como
la suya; y, de cuando en cuando, las sombras fantásticas de pájaros en vuelo se deslizaban sobre
las largas cortinas de seda india colgadas delante de las inmensas ventanas, produciendo algo así
como un efecto japonés, lo que le hacía pensar en los pintores de Tokyo, de rostros tan pálidos
como el jade, que, por medio de un arte necesariamente inmóvil, tratan de transmitir la sensación
de velocidad y de movimiento.

El zumbido obstinado de las abejas, abriéndose camino entre el alto césped sin segar, o dando
vueltas con monótona insistencia en torno a los polvorientos cuernos dorados de las desordenadas
madreselvas, parecían hacer más opresiva la quietud, mientras los ruidos confusos de Londres eran
como las notas graves de un órgano lejano.

En el centro de la pieza, sobre un caballete recto, descansaba el retrato de cuerpo entero de un


joven de extraordinaria belleza; y, delante, a cierta distancia, estaba sentado el artista en persona,
el Basil Hallward cuya repentina desaparición, hace algunos años, tanto conmoviera a la sociedad y
diera origen a tan extrañas suposiciones.

Al contemplar la figura apuesta y elegante que con tanta habilidad había reflejado gracias a su arte,
una sonrisa de satisfacción, que quizá hubiera podido prolongarse, iluminó su rostro. Pero el artista
se incorporó bruscamente y, cerrando los ojos, se cubrió los párpados con los dedos, como si
tratara de aprisionar en su cerebro algún extraño sueño del que temiese despertar.

-Es tu mejor obra, Basil -dijo lord Henry con entonación lánguida-, lo mejor que has hecho. No
dejes de mandarla el año que viene a la galería Grosvenor. La Academia es demasiado grande y
demasiado vulgar. Cada vez que voy allí, o hay tanta gente que no puedo ver los cuadros, lo que es
horrible, o hay tantos cuadros que no puedo ver a la gente, lo que todavía es peor. La galería
Grosvenor es el sitio indicado.

-No creo que lo mande a ningún sitio -respondió el artista, echando la cabeza hacia atrás de la
curiosa manera que siempre hacía reír a sus amigos de Oxford-. No; no mandaré el retrato a
ningún sitio.

Lord Henry alzó las cejas y lo miró con asombro a través de las delgadas volutas de humo que, al
salir de su cigarrillo con mezcla de opio, se retorcían adoptando extrañas formas.

-¿No lo vas a enviar a ningún sitio? ¿Por qué, mi querido amigo? ¿Qué razón podrías aducir? ¿Por

qué sois unas gentes tan raras los pintores? Hacéis cualquier cosa para ganaros una reputación,
pero, tan pronto como la tenéis, se diría que os sobra. Es una tontería, porque en el mundo sólo
hay algo peor que ser la persona de la que se habla y es ser alguien de quien no se habla. Un
retrato como ése te colocaría muy por encima de todos los pintores ingleses jóvenes y despertaría
los celos de los viejos, si es que los viejos son aún susceptibles de emociones.

-Sé que te vas a reír de mí -replicó Hallward-, pero no me es posible exponer ese retrato. He puesto
en él demasiado de mí mismo.

Lord Henry, estirándose sobre el sofá, dejó escapar una carcajada.

-Sí, Harry, sabía que te ibas a reír, pero, de todos modos, no es más que la verdad.

-¡Demasiado de ti mismo! A fe mía, Basil, no sabía que fueras tan vanidoso; no advierto la menor
semejanza entre ti, con tus facciones bien marcadas y un poco duras y tu pelo negro como el
carbón, y ese joven adonis, que parece estar hecho de marfil y pétalos de rosa. Vamos, mi querido
Basil, ese muchacho es un narciso, y tú..., bueno, tienes, por supuesto, un aire intelectual y todo
eso. Pero la belleza, la belleza auténtica, termina donde empieza el aire intelectual. El intelecto es,
por sí mismo, un modo de exageración, y destruye la armonía de cualquier rostro. En el momento
en que alguien se sienta a pensar, todo él se convierte en nariz o en frente o en algo espantoso.
Repara en quienes triunfan en cualquier profesión docta. Son absolutamente imposibles. Con la
excepción, por supuesto, de la Iglesia. Pero sucede que en la Iglesia no se piensa. Un obispo sigue
diciendo a los ochenta años lo que a los dieciocho le contaron que tenía que decir, y la
consecuencia lógica es que siempre tiene un aspecto delicioso. Tu misterioso joven amigo, cuyo
nombre nunca me has revelado, pero cuyo retrato me fascina de verdad, nunca piensa. Estoy
completamente seguro de ello. Es una hermosa criatura, descerebrada, que debería estar siempre
aquí en invierno, cuando no tenemos flores que mirar, y también en verano, cuando buscamos algo
que nos enfríe la inteligencia. No te hagas ilusiones, Basil: no eres en absoluto como él.

-No me entiendes, Harry -respondió el artista-. No soy como él, por supuesto. Lo sé perfectamente.
De hecho, lamentaría parecerme a él. ¿Te encoges de hombros? Te digo la verdad. Hay un destino
adverso ligado a la superioridad corporal o intelectual, el destino adverso que persigue por toda la
historia los pasos vacilantes de los reyes. Es mucho mejor no ser diferente de la mayoría. Los feos y
los estúpidos son quienes mejor lo pasan en el mundo. Se pueden sentar a sus anchas y ver la
función con la boca abierta. Aunque no sepan nada de triunfar, se ahorran al menos los
desengaños de la derrota. Viven…
Ejercicio 4: La guerra de los mundos (H. G. Wells)

En los últimos años del siglo diecinueve nadie habría creído que los asuntos humanos eran
observados aguda y atentamente por inteligencias más desarrolladas que la del hombre y, sin
embargo, tan mortales como él; que mientras los hombres se ocupaban de sus cosas eran
estudiados quizá tan a fondo como el sabio estudia a través del microscopio las pasajeras criaturas
que se agitan y multiplican en una gota de agua. Con infinita complacencia, la raza humana
continuaba sus ocupaciones sobre este globo, abrigando la ilusión de su superioridad sobre la
materia. Es muy posible que los infusorios que se hallan bajo el microscopio hagan lo mismo.
Nadie supuso que los mundos más viejos del espacio fueran fuentes de peligro para nosotros, o si
pensó en ellos, fue sólo para desechar como imposible o improbable la idea de que pudieran estar
habitados. Resulta curioso recordar algunos de los hábitos mentales de aquellos días pasados. En
caso de tener en cuenta algo así, lo más que suponíamos era que tal vez hubiera en Marte seres
quizá inferiores a nosotros y que estarían dispuestos a recibir de buen grado una expedición
enviada desde aquí. Empero, desde otro punto del espacio, intelectos fríos y calculadores y mentes
que son en relación con las nuestras lo que éstas son para las de las bestias, observaban la Tierra
con ojos envidiosos mientras formaban con lentitud sus planes contra nuestra raza. Y a comienzos
del siglo veinte tuvimos la gran desilusión.

Casi no necesito recordar al lector que el planeta Marte gira alrededor del Sol a una distancia de
ciento cuarenta millones de millas y que recibe del astro rey apenas la mitad de la luz y el calor que
llegan a la Tierra. Si es que hay algo de verdad en la hipótesis corriente sobre la formación del
sistema planetario, debe ser mucho más antiguo que nuestro mundo, y la vida nació en él mucho
antes que nuestro planeta se solidificara. El hecho de que tiene apenas una séptima parte del
volumen de la Tierra debe haber acelerado su enfriamiento, dándole una temperatura que
permitiera la aparición de la vida sobre su superficie. Tiene aire y agua, así como también todo lo
necesario para sostener la existencia de seres animados.

Pero tan vano es el hombre y tanto lo ciega su vanidad, que hasta fines del siglo diecinueve ningún
escritor expresó la idea de que allí se pudiera haber desarrollado una raza de seres dotados de
inteligencia que pudiese compararse con la nuestra. Tampoco se concibió la verdad de que siendo
Marte más antiguo que nuestra Tierra y dotado sólo de una cuarta parte de la superficie de
nuestro planeta, además de hallarse situado más lejos del Sol, era lógico admitir que no sólo está
más distante de los comienzos de la vida, sino también mucho más cerca de su fin.

El enfriamiento que algún día ha de sufrir nuestro mundo ha llegado ya a un punto muy avanzado
en nuestro vecino. Su estado material es todavía en su mayor parte un misterio; pero ahora
sabemos que aun en su región ecuatorial la temperatura del mediodía no llega a ser la que
tenemos nosotros en nuestros inviernos más crudos. Su atmósfera es mucho más tenue que la
nuestra, sus océanos se han reducido hasta cubrir sólo una tercera parte de su superficie, y al
sucederse sus lentas estaciones se funde la nieve de los polos para inundar periódicamente las
zonas templadas. Esa última etapa de agotamiento, que todavía es para nosotros increíblemente
remota, se ha convertido ya en un problema actual para los marcianos. La presión constante de la
necesidad les agudizó el intelecto, aumentando sus poderes perceptivos y endureciendo sus
corazones. Y al mirar a través del espacio con instrumentos e inteligencias con los que apenas si
hemos soñado, ven a sólo treinta y cinco millones de millas de ellos una estrella matutina de la
esperanza: nuestro propio planeta, mucho más templado, lleno del verdor de la vegetación y del
azul del agua, con una atmósfera nebulosa que indica fertilidad y con amplias extensiones de tierra
capaz de sostener la vida en gran número.

Y nosotros, los hombres que habitamos esta Tierra, debemos ser para ellos tan extraños y poco
importantes como lo son los monos y los lémures para el hombre. El intelecto del hombre admite
ya que la vida es una lucha incesante, y parece que ésta es también la creencia que impera en
Marte. Su mundo se halla en el período del enfriamiento, y el nuestro está todavía lleno de vida,
pero de una vida que ellos consideran como perteneciente a animales inferiores. Así, pues, su
única esperanza de sobrevivir al destino fatal que les amenaza desde varias generaciones atrás
reside en llevar la guerra hacia su vecino más próximo.

Y antes de juzgarlos con demasiada dureza debemos recordar la destrucción cruel y total que
nuestra especie ha causado no sólo entre los animales, como el bisonte y el dido, sino también
entre las razas inferiores, A pesar de su apariencia humana, los tasmanios fueron exterminados por
completo en una guerra de extinción llevada a cabo por los inmigrantes europeos durante un lapso
que duró escasamente cincuenta años. ¿Es que somos acaso tan misericordiosos como para
quejarnos si los marcianos guerrearan con las mismas intenciones con respecto a nosotros?

Los marcianos deben haber calculado su llegada con extraordinaria justeza—sus conocimientos
matemáticos exceden en mucho a los nuestros—y llevado a cabo sus preparativos de una manera
perfecta.

De haberlo permitido nuestros instrumentos podríamos haber visto los síntomas del mal ya en el
siglo dieciocho. Hombres como Schiaparelli observaron el planeta rojo—que durante siglos ha sido
la estrella de la guerra—, pero no llegaron a interpretar las fluctuaciones en las marcas que tan
bien asentaron sobre sus mapas. Durante ese tiempo los marcianos deben haber estado
preparándose.

Durante la oposición de mil ochocientos noventa y cuatro se vio una gran luz en la parte iluminada
del disco, primero desde el…

Ejercicio 5: La isla del tesoro (Robert Louis Stevenson)

IMPOSIBLE me ha sido rehusarme á las repetidas instancias que el Caballero Trelawney, el Doctor
Livesey y otros muchos señores me han hecho para que escribiese la historia circunstanciada y
completa de la Isla del Tesoro. Voy, pues, á poner manos á la obra contándolo todo, desde el alfa
hasta el omega, sin dejarme cosa alguna en el tintero, exceptuando la determinación geográfica de
la isla, y esto tan solamente porque tengo por seguro que en ella existe todavía un tesoro no
descubierto. Tomo la pluma en el año de gracia de 17—y retrocedo hasta la época en que mi padre
tenía aún la posada del “Almirante Benbow,” y hasta el día en que por primera vez llegó á alojarse
en ella aquel viejo marino de tez bronceada y curtida por los elementos, con su grande y visible
cicatriz.

Todavía lo recuerdo como si aquello hubiera sucedido ayer: llegó a las puertas de la posada
estudiando su aspecto, afanosa y atentamente, seguido por su maleta que alguien conducía tras él
en una carretilla de mano. Era un hombre alto, fuerte, pesado, con un moreno pronunciado, color
de avellana. Su trenza ó coleta alquitranada le caía sobre los hombros de su nada limpia blusa
marina. Sus manos callosas, destrozadas y llenas de cicatrices enseñaban las extremidades de unas
uñas rotas y negruzcas. Y su rostro moreno llevaba en una mejilla aquella gran cicatriz de sable,
sucia y de un color blanquizco, lívido y repugnante. Todavía lo recuerdo, paseando su mirada
investigadora en torno del cobertizo, silbando mientras examinaba y prorrumpiendo, en seguida,
en aquella antigua canción marina que tan a menudo le oí cantar después:

“Son quince los que quieren el cofre de aquel muerto Son quince ¡yo—ho—hó! son quince ¡viva el
ron!” con una voz de viejo, temblorosa, alta, que parecía haberse formado y roto en las barras del
cabrestante. Cuando pareció satisfecho de su examen llamó a la puerta con un pequeño bastón,
especie de espeque que llevaba en la mano, y cuando acudió mi padre, le pidió bruscamente un
vaso de ron. Después que se le hubo servido lo saboreó lenta y pausadamente, como un antiguo
catador, paladeándolo con delicia y sin cesar de recorrer alternativamente con la mirada, ora las
rocas, ora la enseña de la posada.

—Esta es una caleta de buen fondo—dijo en su jerga marina—y al mismo tiempo una taberna muy
bien situada. ¿Mucha clientela, patrón?

—No, le respondió mi padre, bastante poca, lo cual es tanto más sensible.

—Bueno, dijo él, entonces este es el camarote que yo necesito. Hola, tú, grumete, le gritó al
hombre que rodaba la carretilla en que venía su gran cofre de a bordo, trae acá esa maleta y
súbela. Pienso fondear aquí un poco. Y luego prosiguió: —Yo soy un hombre bastante llano; todo lo
que yo necesito es ron, huevos y tocino y aquella altura que se ve allí para estar a la mira de las
embarcaciones. ¿Quieren Vds. saber cómo han de llamarme? llámenme Capitán. ¡Oh! ¡ya sé lo que
van a pedirme! Al decir esto arrojó tres ó cuatro monedas de oro en el umbral y añadió con un
tono de altivez y una mirada tan orgullosa como de un verdadero Capitán: —¡Avisarme cuando se
acabe eso!

Y la verdad es que, aunque su pobre traje no predisponía en su favor, ni menos aún su lenguaje
tosco, no tenía absolutamente el aspecto de un tramposo, sino que parecía más bien un marino,
un maestro de embarcación acostumbrado a que se le obedezca como á Capitán. El muchacho que
traía la carretilla nos refirió que la posta o coche del correo lo había dejado la víspera por la
mañana en la posada del “Royal George,” que allí se informó qué albergues había a lo largo de la
costa, y que habiendo oído buenos informes probablemente acerca del nuestro, y habiéndosele
descrito como muy poco concurrido, lo había elegido de preferencia a todos los demás para su
residencia. Eso fue todo lo que pudimos averiguar acerca de nuestro huésped.

El Capitán era habitualmente un hombre de muy pocas palabras. Todo el día se lo pasaba, ya
vagando a orillas de la caleta, o ya encima de las rocas, con un largo telescopio o anteojo marino.
Por las noches se acomodaba en un rincón de la sala, cerca del fuego y se consagraba a beber ron y
agua con todas sus fuerzas. Las más veces no quería contestar cuando se le hablaba: contentábase
con arrojar sobre el que le dirigía la palabra una rápida y altiva mirada, y con dejar escapar de su
nariz un resoplido que formaba en la atmósfera, cerca de su cara, una curva de vapor espeso. Los
de la casa y nuestros amigos y clientes ordinarios pronto concluimos por no hacerle caso. Día por
día, cuando llegaba a la posada, de vuelta de sus vagabundas excursiones, preguntaba
invariablemente si no se había visto algunos marineros atravesar por el camino. Al principio nos
pareció que la falta de camaradas que le hiciesen compañía era lo que le obligaba a hacer esa
constante pregunta; pero muy luego vimos que lo que él procuraba más bien era evitarlos. Cuando
algún marinero se detenía en la posada, como lo hacían entonces y lo hacen aún los que siguen el
camino de la costa para Brístol, el Capitán lo examinaba al través de las cortinas de la puerta, antes
de entrar a la sala, y ya se sabía que, cuando tal concurrente se presentaba, él permanecía
invariablemente mudo como una carpa.

Para mí, sin embargo, no había mucho de misterio ni de secreto en sus alarmas, en las cuales tenía
yo cierta participación. Un día me había llamado aparte y sigilosamente me había prometido
darme una pieza de cuatro peniques el día primero de cada mes con la sola condición de que
estuviese alerta, y le avisara, en el momento mismo en que descubriera, la aparición de un
“marino con una…

Ejercicio 6: El maravilloso mago de Oz (Lyman Frank


Baum)

Dorothy vivía en medio de las extensas praderas de Kansas, con su tío Henry, que era granjero, y su
tía Em, la esposa de éste. La casa que los albergaba era pequeña, pues la madera necesaria para su
construcción debió ser transportada en carretas desde muy lejos. Constaba de cuatro paredes, piso
y techo, lo cual formaba una habitación, y en ella había una cocina algo herrumbrada, un mueble
para los platos, una mesa, tres o cuatro sillas y las camas. El tío Henry y la tía Em tenían una cama
grande situada en un rincón, y Dorothy ocupaba una pequeñita en otro rincón. No había altillo ni
tampoco sótano, salvo un hueco cavado en el piso, y al que llamaban refugio para ciclones, donde
la familia podía cobijarse en caso de que se descargara un huracán lo bastante fuerte como para
barrer con cualquier edificio que hallara en su camino. A este hueco —pequeño y oscuro— se
llegaba por medio de una escalera y una puerta trampa que había en medio del piso.

Cuando Dorothy se detenía en el vano de la puerta y miraba a su alrededor, no podía ver otra cosa
que la gran pradera que los rodeaba. Ni un árbol ni una casa se destacaba en la inmensa llanura
que se extendía en todas direcciones y que parecía juntarse con el cielo. El sol había calcinado la
tierra arada hasta convertirla en una masa grisácea con una que otra rajadura aquí y allá. Ni
siquiera la hierba era verde, pues el sol había quemado la parte superior de sus largas hojillas hasta
teñirlas del mismo gris predominante en el lugar. En un tiempo la casa estuvo pintada, pero el calor
del astro rey había levantado ampollas en la pintura y las lluvias se llevaron a ésta, de modo que la
vivienda tenía ahora la misma tonalidad grisácea y opaca que todo lo que la circundaba.

Cuando la tía Em fue a vivir allí, era una mujer joven y bonita; pero el sol y los vientos también la
habían cambiado, robando el brillo de sus ojos, que quedaron de un gris plomizo, y borrando el
rubor de sus labios y mejillas, los que poco a poco fueron adquiriendo la misma tonalidad
imperante en el lugar. Ahora era demasiado enjuta y jamás sonreía. Cuando Dorothy quedó
huérfana y fue a vivir con ella, la tía Em solía sobresaltarse tanto de sus risas que lanzaba un grito y
se llevaba la mano al corazón cada vez que llegaba a sus oídos la voz de la pequeña, y todavía
miraba a su sobrina con expresión de extrañeza, preguntándose qué era lo que la hacía reír.

Tampoco reía nunca el tío Henry, quien trabajaba desde la mañana hasta la noche e ignoraba lo
que era la alegría. Él también tenía una tonalidad grisácea, desde su larga barba hasta sus rústicas
botas, su expresión era solemne y dura.

Era Toto el que hacía reír a Dorothy y el que la salvó de tornarse tan opaca como el medio
ambiente en que vivía. Toto no era gris; era un perrito negro, de largo pelaje sedoso y negros ojillos
que relucían alegres a ambos lados de su cómico hocico. Toto jugaba todo el día y Dorothy le
acompañaba en sus juegos y lo quería con todo su corazón.

Empero, ese día no estaban jugando. El tío Henry se hallaba sentado en el umbral y miraba al cielo
con expresión preocupada, notándolo más gris que de costumbre. De pie a su lado, con Toto en sus
brazos, Dorothy también observaba el cielo. La tía Em estaba lavando los platos.

Desde el lejano norte les llegaba el ronco ulular del viento, y tío y sobrina podían ver las altas
hierbas inclinándose ante la tormenta. Desde el sur llegó de pronto una especie de silbido agudo, y
cuando volvieron los ojos en esa dirección vieron que también allí se agitaban las hierbas.

El viejo se levantó de pronto.

—Viene un ciclón, Em —le gritó a su esposa—. Iré a ocuparme de los animales. Y echó a correr
hacia los cobertizos donde estaban las vacas y caballos.

La tía Em dejó su trabajo para salir a la puerta, desde donde vio con una sola ojeada el peligro que
corrían.

—¡Aprisa, Dorothy! —chilló—. ¡Corre al sótano!

Toto saltó de entre los brazos de la niña para ir a esconderse bajo la cama, y Dorothy se dispuso a
seguirlo, mientras que la tía Em, profundamente atemorizada, abría la puerta trampa y descendía
al oscuro refugio bajo el piso. Al fin logró Dorothy atrapar a Toto y se volvió para seguir a su tía;
pero cuando se hallaba a mitad de camino arreció de pronto el vendaval y la casa se sacudió con
tal violencia que la niña perdió el equilibrio y tuvo que sentarse en el suelo.

Entonces ocurrió algo muy extraño. La vivienda giró sobre sí misma dos o tres veces y empezó a
elevarse con lentitud hacia el cielo. A Dorothy le pareció como si estuviera ascendiendo en un
globo.

Los vientos del norte y del sur se encontraron donde se hallaba la casa, formando allí el centro
exacto del ciclón. En el vórtice o centro del ciclón, el aire suele quedar en calma, pero la gran
presión del viento sobre los cuatro costados de la cabaña la fue elevando cada vez más, y en lo alto
permaneció, siendo arrastrada a enorme distancia y con tanta facilidad como si fuera una pluma.

Reinaba una oscuridad muy densa y el viento rugía horriblemente en los alrededores, pero
Dorothy descubrió que la vivienda se movía con suavidad. Luego de las primeras vueltas
vertiginosas, y después de una oportunidad en que la casa se inclinó bastante, tuvo la misma
impresión que debe sentir un bebé al ser acunado. A Toto no le gustaba todo aquello y corría de un
lado a otro de la habitación, ladrando sin cesar; pero Dorothy se quedó quieta en el piso,
aguardando para ver…

Ejercicio 7: Las aventuras de Tom Sawyer (Mark Twain)

-¡Tom! -Completo silencio. -¡Tom! -Igual respuesta. -Dónde se habrá metido ese muchacho... ¡Tom!

La anciana bajose los anteojos, y miró por encima de ellos alrededor del cuarto; después se los
subió a la frente y miró por debajo de ellos. Rara vez, o nunca, miraba a través de los cristales a
cosa tan poco importante como es un chico. Eran aquellos anteojos de ceremonia su mejor orgullo,
fabricados para ornato, y no para servicio, y no hubiera visto mejor mirando a través de un par de
anteojeras. Se quedó un instante perpleja, y dijo, no con cólera, pero lo bastante alto como para
que la oyeran los muebles:

-Bueno, pues te aseguro que si te echo mano te voy a...

No terminó, porque para entonces estaba agachada dando estocadas con la escoba por debajo de
las camas; así es que necesitaba todo su aliento para ritmar los escobazos con resoplidos. Lo único
que consiguió desenterrar fue al gato.

-¡No he visto nada igual a ese chico!

Fue hasta la puerta y se detuvo allí, recorriendo con la mirada las plantas de tomate y las hierbas
silvestres que crecían en el jardín. Ni sombra de Tom. Alzó, pues, la voz, y en un ángulo de puntería
calculado para larga distancia, gritó:

-¡Tom... Tooom!

Oyó tras ella un ligero ruido y se volvió justo para atrapar a un muchacho por el borde de la
chaqueta y detener su vuelo.

-¡Ya estás! ¡Que no se me haya ocurrido pensar en esa despensa!... ¿Se puede saber qué es lo que
estabas haciendo ahí?

-Nada. -¿Nada? Mírate esas manos, mírate esa boca... ¿De qué estás pringoso?

-No sé, tía.

-Bueno, pues yo sí lo sé. Es dulce. Mil veces te he dicho que como no dejes en paz a ese dulce, te
despellejaré vivo. Dame esa vara.

La vara se agitó en el aire. Aquello tomaba mal cariz. -¡Dios mío! ¡Mire lo que viene detrás, tía!

La anciana giró en redondo recogiéndose las faldas para esquivar el peligro, y en el mismo instante
el chico escapó, y se encaramó por la alta valla de tablas y desapareció tras ella. La tía Polly se
quedó un momento sorprendida y después se echó a reír bondadosamente.
-¡Diablo de muchacho!... ¿Cuándo acabaré de aprender sus manías? Cuántas jugarretas como ésta
no me habrá hecho y aún le hago caso. Pero las viejas bobas, somos más bobas que nadie. Perro
viejo no aprende gracias nuevas, como suele decirse. ¡Pero, Señor! Si no me la hace del mismo
modo dos días seguidos, ¿cómo va una a saber con qué va a salir? Parece que adivina hasta dónde
puede atormentarme antes de que llegue a enojarme, y sabe que si logra desconcertarme o
hacerme reír, ya no soy capaz de pegarle. No; la verdad es que no cumplo con mi deber con este
chico. Esa es la pura verdad. Tiene él diablo en el cuerpo; pero ¡qué le voy a hacer! Es el hijo de mi
pobre hermana difunta y no tengo alma para pegarle. Cada vez que lo dejo sin castigo me
remuerde la conciencia y cada vez que le pego se me parte el corazón. ¡Todo sea por Dios! Pocos
son los días del hombre nacido de mujer, y llenos de tribulación, como dice la Escritura, y así lo
creo. Esta tarde hará la rabona y no tendré más remedio que hacerle trabajar mañana como
castigo. Cosa dura es obligarle a trabajar los sábados, cuando todos los rapaces tienen asueto. Pero
aborrece el trabajo más que ninguna otra cosa, y yo tengo que ser un poco rígida con él, o seré su
perdición.

Tom hizo, en efecto, la rabona y se divirtió en grande. Volvió a casa con el tiempo justo para ayudar
a Jim, el negrito, a cortar la leña para el día siguiente y a hacer astillas antes de la comida. Pero, al
menos, llegó a tiempo para contar sus aventuras a Jim, mientras éste hacía tres cuartas partes de la
tarea. Sid, el hermano menor de Tom, o mejor dicho hermanastro, ya había dado fin a la suya de
recoger astillas, www.elaleph.com Mark Twain donde los libros son grati 6 pues era un muchacho
tranquilo, poco dado a aventuras ni escapadas. Mientras Tom comía y escamoteaba terrones de
azúcar cuando la ocasión se le ofrecía, su tía le hacía preguntas llenas de malicia y de segunda
intención, con el intento de hacerle picar el anzuelo y sonsacarle reveladoras confesiones. Como
otras muchas personas, igualmente sencillas y candorosas, se envanecía de poseer un talento
especial para la diplomacia tortuosa y sutil y se complacía en mirar sus más obvios y transparentes
artificios como maravillas de artera astucia.

-Hacía bastante calor en la escuela, Tom, ¿no es cierto? -Sí, tía,

-Muchísimo calor, ¿verdad? -Sí, tía.

-¿Y no te entraron ganar de ir a nadar?

Tom sintió un vago escozor, un barrunto de alarmante sospecha. Examinó la cara de su tía Polly,
pero nada sacó en limpio. Así es que contestó:

-No, tía; vamos... no muchas.

La anciana alargó la mano y le palpó la camisa.

-Pero ahora, con todo, no tienes demasiado calor.

Y se quedó tan satisfecha por haber descubierto que camisa estaba seca, sin dejar traslucir que era
aquello lo que tenía en la cabeza. Pero bien sabía Tom ya de dónde soplaba el viento. Así es que se
apresuró a parar el próximo golpe.

-Algunos chicos estuvimos echándonos agua en la cabeza. Aún la tengo húmeda, -¿ve?
La tía Polly se quedó en suspenso, pensando que no había advertido aquel detalle acusador, y,
además, le había fallado un tiro. Pero tuvo una nueva inspiración.

-Dime, Tom, para mojarte la cabeza, ¿no tuviste que descoserte el cuello de la camisa por donde yo
te lo cosí? Desabróchate la chaqueta.

Toda sombra de alarma desapareció de la cara de Tom. Se abrió la chaqueta. El cuello estaba
cosido, y bien cosido.

-¡Diablo de chico! Estaba segura que te habrías hecho la rabona y de que habrías ido…

Ejercicio 8: El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde


(Robert Louis Stevenson)

El abogado Utterson tenía un rostro surcado de arrugas que jamas se vio iluminado por una
sonrisa; en el hablar era frío, corto de palabra; torpón, aunque hombre reacio al sentimiento,
enjuto, alto, descolorido y tétrico, no carecía de cierto atractivo. Cuando se hallaba entre amigos y
el vino era de su gusto, resplandecía en su mirada un algo que denotaba noble humanidad; un algo
que nunca llegaba a exteriorizarse en palabras, pero que hallaba expresión no solamente en
aquellos símbolos silenciosos de su cara de sobremesa, sino con más frecuencia aún y más
ruidosamente en los actos de su vida. Se conducía de un modo austero consigo mismo; como
castigo por su afición a los buenos vinos añejos, bebía ginebra cuando estaba a solas; y aunque
disfrutaba mucho en el teatro, llevaba veinte años sin cruzar las puertas de ninguno. Sin embargo,
era extraordinariamente tolerante con los demás; unas veces sentía profunda admiración, casi
envidia, por el ímpetu pasional que los arrastraba a sus malas acciones; y en los casos más
extremos demostraba más inclinación a acudir en su ayuda que a censurar. La explicación que daba
era bastante curiosa:

—Comparto la doctrina herética de Caín y dejo que mi hermano se vaya al demonio a gusto suyo.

En este aspecto le tocó con frecuencia ser el último amigo respetable y la última influencia sana en
las vidas de hombres que se precipitaban hacia su ruina. Mientras esa clase de gentes fue a
visitarle a su casa jamás les dejó ver el más leve cambio en su trato con ellos.

Esta manera de conducirse no le resultaba, desde luego, difícil a Mr. Utterson; porque era hombre
sobre manera impasible y hasta en sus amistades se observaba una parecida universalidad de
simpatía.

Los hombres modestos se distinguen porque aceptan su círculo de amistades tal y como la ocasión
se lo brinda; eso era lo que hacía nuestro abogado. Eran amigos suyos quienes tenían su misma
sangre, o aquellas personas con las que llevaba tratando de antiguo; sus afectos, como la hiedra,
crecían con el tiempo, sin que ello demostrase méritos en las personas que eran objeto de los
mismos.
Ésa era, sin duda, la explicación de la amistad que le unía a Mr. Richard Enfield, pariente suyo
lejano y persona muy conocida en Londres. Muchos no acertaban a explicarse qué podían ver
aquellos hombres el uno en el otro y qué asuntos comunes de interés existían entre ambos. Según
personas que se encontraban con ellos durante sus paseos dominicales, los dos paseantes no
hablaban nada; tenían cara de aburrimiento y no ocultaban el alivio que les producía la aparición
de algún otro amigo. A pesar de lo cual ambos concedían la mayor importancia a aquellas
excursiones, las consideraban como el hecho más precioso de cada semana y no sólo renunciaban
a determinadas diversiones que se les ofrecían de cuando en cuando, sino que desatendían incluso
negocios para no interrumpir su disfrute.

En uno de aquellos vagabundeos quiso la casualidad que se metiesen por una callejuela lateral de
un barrio de Londres de mucho tráfico. La callejuela era pequeña y, como suele decirse, tranquila,
a pesar de que entre semana tenía gran movimiento comercial. Parecía que las gentes que allí
vivían prosperaban y que reinaba entre ellas un espíritu de optimismo, porque invertían el exceso
de sus ganancias en coqueterías, hasta el punto de que los frentes de las casas de comercio de la
callejuela tenían todos un aire de invitación, igual que dos filas de sonrientes vendedoras. Aun los
domingos, cuando la callejuela cubría con un velo lo más florido de sus encantos y quedaba
relativamente vacía de transeúntes, se destacaba de las desaseadas calles vecinas lo mismo que
una hoguera de un bosque, y atraía instantáneamente la vista complacida del paseante con sus
postigos recién pintados y una nota de limpieza y alegría general.

La línea de las fachadas quedaba rota, a dos puertas de la esquina del lado izquierdo conforme se
iba hacia el este, por la entrada a una plazoleta interior, y en aquel punto se alzaba un edificio
macizo de aspecto siniestro, que proyectaba el alero de su tejadillo triangular sobre la calle. Tenía
dos plantas, pero no se veía en el ventana alguna; nada más que una puerta en la planta baja y un
muro liso y descolorido en toda la parte superior. Todos los detalles daban a entender un
prolongado y sórdido descuido en su conservación. La puerta, desprovista de aldaba y de timbre,
tenía la pintura llena de ampollas y descolorida. Los vagabundos se metían entre las jambas y
encendían cerillas frotándolas en los paneles de madera; los niños jugaban a las tiendas en sus
escalones; los muchachos habían probado el filo de sus cortaplumas en las molduras, y nadie, en el
transcurso de una generación, parecía haberse preocupado de alejar a aquellos visitantes intrusos
ni de reparar los destrozos causados por ellos.

Mr. Enfield y el abogado caminaban por la acera de enfrente; pero cuando cruzaban por delante de
la casa en cuestión, el primero apuntó hacia ella con su bastón y preguntó:

—¿Se ha fijado alguna vez en esa puerta?

Al contestarle el otro afirmativamente, agregó.

—Va unida en mis recuerdos a un hecho muy extraño.

—¡Ah!, ¿sí? —exclamó Mr. Utterson, con un ligero cambio en la inflexión de su voz— ¿Cuál es?

—Verá —contestó Mr. Enfield—, la cosa ocurrió de este modo: yo regresaba a casa desde el otro
extremo del mundo y tenía que cruzar por una parte de Londres en la que no había otra cosa que
ver sino los faroles de gas encendidos. Cruce una calle y otra calle; todo el mundo dormía (una
calle tras otra, y todas iluminadas como en una procesión, y todas tan desiertas como una iglesia).
Llegué a un estado de ánimo parecido al del hombre que no hace sino aguzar el oído para ver si
oye algún ruido y empieza a echar de menos la vista de un guardia. De…

Ejercicio 9: Colmillo Blanco (Jack London)

Aun lado y a otro del helado cauce de erguía un oscuro bosque de abetos de ceñudo aspecto.
Hacía poco que el viento había despojado a los árboles de la capa de hielo que los cubría y, en
medio de la escasa claridad, que se iba debilitando por momentos, parecían inclinarse unos hacia
otros, negros y siniestros. Reinaba un profundo silencio en toda la vasta extensión de aquella
tierra. Era la desolación misma, sin vida, sin movimiento, tan solitaria y fría que ni siquiera bastaría
decir, para describirla, que su esencia era la tristeza. En ella había sus asomos de risa; pero de una
risa más terrible que todas las tristezas..., una risa sin alegría, como el sonreír de una esfinge, tan
fría como el hielo y con algo de la severa dureza de lo infalible. Era la magistral e inefable sabiduría
de la eternidad riéndose de lo fútil de la vida y del esfuerzo que supone. Era el bárbaro y salvaje
desierto, aquel desierto de corazón helado, propio de los países del norte.

Pero, a pesar de todo, allí había vida; lo que significaba, sin duda, todo un reto. Por la pendiente
del helado cauce bajaba penosamente una hilera de perros que parecían más bien lobos. La
escarcha cubría un hirsuto pelaje. El aliento se les helaba en el aire en cuanto salía de su boca, era
despedido hacia atrás en vaporosa espuma hasta posarse en sus pies, en donde se cristalizaba. Los
perros llevaban sendos jaeces de cuerpo, como tirantes, que los mantenían unidos a un trineo que
arrastraban. El vehículo, especie de narria, había sido construido de recias cortezas de abedul,
carecía de cuchillas o patines, y toda su superficie inferior descansaba sobre la nieve. La parte
delantera del trineo estaba vuelta hacia arriba, a fin de que pudiera penetrar por la gran ola de
nieve blanda que le dificultaba el paso. Atada fuertemente sobre el trineo, se veía una caja
estrecha y larga, rectangular. Había también otros objetos: mantas, una gran hacha, una cafetera y
una sartén; pero lo que ocupaba la mayor parte del sitio disponible, destacándose sobre todo lo
demás, era la caja estrecha y larga, de forma rectangular.

Delante de los perros, calzando anchos y blandos zapatos de pelo para la nieve, avanzaba
trabajosamente un hombre. Detrás del trineo iba otro. Dentro, en la caja, iba un tercero para quien
todo esfuerzo había ya terminado: una víctima de aquel salvaje desierto, un vencido que no se
movería ni lucharía ya más, aplastado, aniquilado por él. Al desierto no suele gustarle el
movimiento. Toma como una ofensa la vida, porque vida es movimiento, y él tiende siempre a
destruirlo. Hiela el agua para no dejarla correr hacia el mar; les roba la savia a los árboles - hasta
helarles el potente corazón; y con mayor ferocidad, y por más terrible modo aún, anonada y obliga
a someterse al hombre. Al hombre, que es lo más inquieto que la vida ofrece, siempre en rebelión,
justamente en contra de la idea de que todo movimiento acaba con la cesación del mismo.

Pero allí, al frente de la zaga, como escolta, audaces, indomables, caminaban trabajosamente los
dos hombres que no habían muerto aún. Pieles y cueros blandos cubrían sus cuerpos. Tenían
pestañas, mejillas y labios tan cubiertos de cristales de hielo, producidos por su helada respiración,
que era imposible distinguirles la cara. Esto les daba el aspecto de enmascarados duendes, de
enterradores de un mundo de espectros en el entierro de uno de los suyos. Pero, pese a las
apariencias, eran hombres que penetraban en la tierra donde todo es desolación, mofa sarcástica y
silencio; aventureros novatos enfrascados en una colosal empresa. Se introducían a viva fuerza en
un mundo poderosísimo, tan remoto, tan ajeno a ellos y tan sin pulso como las profundidades del
espacio. Avanzaban sin hablar, economizando el aliento para mantener las funciones del cuerpo.
Por todos lados reinaba el silencio, casi podían palpar su presencia. Afectaba su mente como las
innumerables atmósferas que pesan sobre el buzo, en lo hondo de las aguas, afectan su cuerpo.
Los aplastaba materialmente bajo la pesadumbre de la extensión sin fin, de inexorables fallos. Los
anonadaba hasta reducirlos al último rincón de su mente, prensada para que de ella se
escurrieran, como de los racimos el zumo, todo el falso ardor, la exaltación y las indebidas
presunciones del alma humana; hasta lograr que se sintieran muy limitados e insignificantes, unas
simples manchitas, unos átomos, moviéndose con débil maña y escasa discreción en el drama
externo e interno de los ciegos y enormes elementos y fuerzas naturales. Pasó una hora y luego
otra. Menguaba, cada vez más rápidamente, la pálida luz del día, corto y sin sol, cuando en medio
del aire en reposo resonó un grito débil y lejano. Se remontó primero con rápido impulso hasta
llegar a la nota más alta, donde se afirmó vibrante para ir bajando después lentamente hasta dejar
de oírse. Aquello hubiera podido ser el lamento de un alma en pena, de no haber en el triste grito
cierta ferocidad, cierta hambrienta vehemencia. El hombre que iba al frente del trineo volvió la
cabeza y cruzó la mirada con el que iba detrás. Por encima de la estrecha caja rectangular, ambos
cambiaron una señal de asentimiento.

Entonces se oyó un segundo grito que pareció elevarse en el aire perforando aquel silencio con la
sutil penetración de una aguja. Los dos hombres comprendieron de dónde partía el sonido. Venía
de allá atrás, de algún sitio en la nevada extensión que acababan de atravesar. Un tercer grito,
contestación a los anteriores, resonó también en la misma dirección, pero más a la izquierda del
segundo.

-Nos persiguen, Bill -dijo el hombre que iba delante del vehículo.

Su voz sonó ronca, como algo que no parecía humano, y era evidente el esfuerzo que realizó para
hablar.

-La carne escasea -contestó su compañero-. Desde hace días no he visto ni un rastro de conejo.

No dijeron nada…

Ejercicio 10: Las memorias de Sherlock Holmes (Arthur


Conan Doyle)

—Estoy viendo, Watson, que no tendré más remedio que ir —me dijo Holmes, cierta mañana,
cuando estábamos desayunándonos juntos.

—¡Ir! ¿Adónde?

—A Dartmoor..., a King’s Pyland.


No me sorprendió. A decir verdad, lo único que me sorprendía era que no se encontrase mezclado
ya en aquel suceso extraordinario, que constituía tema único de conversación de un extremo a
otro de toda la superficie de Inglaterra Mi compañero se había pasado un día entero yendo y
viniendo por la habitación, con la barbilla caída sobre el pecho y el ceño contraído, cargando una y
otra vez su pipa del tabaco negro más fuerte, sordo por completo a todas mis preguntas y
comentarios. Nuestro vendedor de periódicos nos iba enviando las ediciones de todos los
periódicos a medida que salían, pero Holmes los tiraba a un rincón después de haberles echado
una ojeada Sin embargo, a pesar de su silencio, yo sabía perfectamente cuál era el tema de sus
cavilaciones. Sólo había un problema pendiente de la opinión pública que podía mantener en vilo
su capacidad de análisis, y ese problema era el de la extraordinaria desaparición del caballo
favorito de la Copa Wessex y del trágico asesinato de su entrenador.

Por eso su anuncio repentino de que iba a salir para el escenario del drama correspondió a lo que
yo calculaba y deseaba.

—Me sería muy grato acompañarle hasta allí, si no le estorbo —le dije.

—Me haría usted un gran favor viniendo conmigo, querido Watson. Y opino que no malgastará su
tiempo, porque este suceso presenta algunas características que prometen ser únicas. Creo que
disponemos del tiempo justo para tomar nuestro tren en la estación de Paddington. Durante el
viaje entraré en más detalles del asunto. Me haría usted un favor llevando sus magníficos gemelos
de campo.

Así fue como me encontré yo, una hora más tarde, en el rincón de un coche de primera clase, en
route hacia Exeter, a toda velocidad, mientras Sherlock Holmes, con su cara, angulosa y ávida,
enmarcada por una gorra de viaje con orejeras, se chapuzaba rápidamente, uno tras otro, en el
paquete de periódicos recién puestos a la venta, que había comprado en Paddington. Habíamos
dejado ya muy atrás a Reading cuando tiró el último de todos debajo del asiento, y me ofreció su
petaca.

—Llevamos buena marcha —dijo, mirando por la ventanilla y fijándose en su reloj—. En este
momento marchamos a cincuenta y tres millas y media por hora.

—No me he fijado en los postes que marcan los cuartos de milla —le contesté.

—Ni yo tampoco. Pero en esta línea los del telégrafo están espaciados a sesenta yardas el uno del
otro, y el cálculo es sencillo. ¿Habrá leído ya usted algo, me imagino, sobre ese asunto del
asesinato de John Straker y de la desaparición de Silver Blaze?

—He leído lo que dicen el Telegraph y el Chronicle.

—Es éste uno de los casos en que el razonador debe ejercitar su destreza en tamizar los hechos
conocidos en busca de detalles, más bien que en descubrir hechos nuevos. Ha sido ésta una
tragedia tan fuera de lo corriente, tan completa y de tanta importancia, personal para muchísima
gente, que nos vemos sufriendo de plétora de inferencias, conjeturas e hipótesis. Lo difícil aquí es
desprender el esqueleto de los hechos..., de los hechos absolutos e indiscutibles..., de todo lo que
no son sino arrequives de teorizantes y de reporteros. Acto continuo, bien afirmados sobre esta
sólida base, nuestra obligación consiste en ver qué consecuencias se pueden sacar y cuáles son los
puntos especiales que constituyen el eje de todo el misterio. El martes por la tarde recibí sendos
telegramas del coronel Ross, propietario del caballo, y del inspector Gregory, que está investigando
el caso. En ambos se pedía mi colaboración.

—¡Martes por la tarde! —exclamé yo—. Y estamos a jueves por la mañana... ¿Por qué no fue usted
ayer?

—Pues porque cometí una torpeza, mi querido Watson..., y me temo que esto me ocurre con
mucha mayor frecuencia de lo que creerán quienes sólo me conocen por las memorias que usted
ha escrito. La verdad es que me pareció imposible que el caballo más conocido de Inglaterra
pudiera permanecer oculto mucho tiempo, especialmente en una región tan escasamente poblada
como esta del norte de Dartmoor. Ayer estuve esperando de una hora a otra la noticia de que
había sido encontrado, y de que su secuestrador era el asesino de John Straker. Sin embargo, al
amanecer otro día y encontrarme con que nada se había hecho, fuera de la detención del joven
Fitzroy Simpson, comprendí que era hora de que yo entrase en actividad. Pero tengo la sensación
de que, en ciertos aspectos, no se ha perdido el día de ayer.

—¿Tiene usted, según eso, formada ya su teoría?

—Tengo por lo menos dentro del puño los hechos esenciales de este asunto. Voy a enumerárselos.
No hay nada que aclare tanto un caso como el exponérselo a otra persona, y si he de contar con la
cooperación de usted, debo por fuerza señalarle qué posición nos sirve de punto de partida.

Me arrellané sobre los cojines del asiento, dando chupadas a mi cigarro, mientras que Holmes, con
el busto adelantado y marcando con su largo y delgado dedo índice sobre la planta de la mano los
puntos que me detallaba, me esbozó los hechos que habían motivado nuestro viaje.

—Silver Blaze —me dijo— lleva sangre de Isonomy, y su historial en las pistas es tan lúcido como el
de su famoso antepasado. Está en sus cinco años de edad y ha ido ganando sucesivamente todos
los premios de carreras para su afortunado propietario, el coronel Ross. Hasta el momento de la
catástrofe era el favorito de la Copa Wessex, estando las apuestas a tres contra uno a favor suyo. Es
preciso tener en cuenta que este caballo fue siempre el archifavorito de los aficionados a las
carreras, sin que nunca los haya defraudado; por eso se han apostado siempre…

Ejercicio 11: La historia del doctor Dolittle (Hugh


Lofting)

Erase una vez, hace muchos muchos años —cuando nuestros abuelos eran niños—, un doctor que
se llamaba Dolittle —John Dolittle M. V. —. Estas letras, «M. V.», quieren decir que era médico de
verdad y que sabía mucho.

El doctor vivía en una pequeña ciudad llamada Puddleby-on-the-Marsh y todo el mundo —lo
mismo los jóvenes que los viejos— le conocían de vista. Así que, siempre que bajaba por la calle
con la chistera puesta, la gente decía: «¡Ahí va el doctor! Es un hombre muy inteligente». Y los
perros y los niños corrían hacia él y le seguían, y también los grajos que anidaban en la torre de la
iglesia graznaban e inclinaban la cabeza cuando pasaba.

La casa en que vivía, en las afueras de la ciudad, era bastante pequeña, pero el jardín era muy
grande y tenía una extensa pradera y bancos de piedra debajo de unos sauces llorones. Su
hermana, Sarah Dolittle, se ocupaba de las tareas de la casa; pero el jardín lo cuidaba él.

El doctor era muy aficionado a los animales y los tenía de muy diferentes especies. Además de los
peces de colores del estanque que había al fondo del jardín, tenía conejos en la despensa,
ratoncitos blancos en el piano, una ardilla en el armario de la ropa de casa y un erizo en el sótano.
También tenía una vaca con su ternero, y un viejo rocín —de veinticinco años— amaestrado, y
pollos y pichones, y dos corderos, y muchos otros animales. Pero sus preferidos eran Dab-Dab el
pato, Yip el perro, Gub-Gub el cerdito, Polynesia el loro, y la lechuza Tu-Tu.

Su hermana protestaba de tener todos estos animales y decía que le revolvían la casa. Un día, una
señora viejecita que fue a ver al doctor para consultarle sobre su reuma, se sentó sobre el erizo —
que estaba durmiendo en el sofá— y no volvió nunca más, por lo que todos los sábados se
trasladaba a Oxenthorpe, una ciudad a doce kilómetros de distancia, para consultar a otro médico.

Entonces Sarah Dolittle le dijo:

—John ¿cómo puedes esperar que vengan a verte los enfermos teniendo tantos animales en casa?
¡Ningún médico bueno tendría el salón lleno de erizos y ratones! Ésta es la cuarta persona que se
ha marchado por culpa de estos bichos. El señor Jenkins y el señor párroco han dicho que no se
volverían a acercar a esta casa por muy enfermos que estuviesen. Cada día que pasa somos más
pobres. Si sigues así, ninguna persona importante querrá tenerte como médico.

—Es que me gustan más los animales que las personas importantes —contestó el doctor.

—Eres tonto —dijo su hermana y salió de la habitación.

Así, a medida que pasaba el tiempo, el doctor iba reuniendo más y más animales, pero tenía
menos y menos clientes, hasta que, finalmente, no le quedó más paciente que el Vendedor de
Carne para Gatos, al cual no le molestaba ningún animal. Pero este señor no era muy rico y sólo se
ponía enfermo una vez al año —durante las Navidades— y entonces le pagaba al doctor cien
pesetas por un frasco de medicinas.

Pero cien pesetas al año no era suficiente para vivir —incluso en aquel entonces, hace mucho,
mucho tiempo—. Y si el doctor no hubiese tenido algún dinero ahorrado en su hucha, quién sabe
lo que hubiese ocurrido.

Sin embargo, seguía adoptando cada vez más animales y, naturalmente, costaba mucho
alimentarlos, por lo que el dinero que había ahorrado iba disminuyendo con rapidez.

Entonces vendió el piano y puso a vivir a los ratones en un cajón del escritorio. Pero también fue
gastando el dinero que le dieron por el piano, así que vendió el traje marrón que se ponía los
domingos y se fue quedando cada vez más y más pobre.
Y ahora, cuando bajaba por la calle con la chistera, la gente se decía: «¡Ahí va John Dolittle, M. V.!
Hubo un tiempo en que era el médico más famoso de la región. Mírale ahora. ¡No tiene dinero y
lleva los calcetines llenos de tomates!».

Pero los perros y los gatos y los niños aún corrían tras él y le seguían por la ciudad, lo mismo que
habían hecho cuando era rico.

Un buen día, el doctor estaba sentado en la cocina con el Vendedor de Carne para Gatos, que
había venido a consultarle porque le dolía el estómago.

—¿Por qué no deja usted de ser médico de personas y se dedica a ser médico de animales? —le
preguntó.

El loro, Polynesia, que estaba encaramado en la ventana contemplando cómo llovía mientras
cantaba una canción marinera en voz baja, calló y se puso a escuchar.

—Mire, doctor —continuó el Vendedor de Carne para Gatos—, usted sabe mucho de animales,
mucho más que los veterinarios. ¡Ese libro que usted escribió, sobre los gatos, es estupendo! Yo no
sé escribir ni leer, si no, quizá escribiese algunos libros. Pero mi mujer, Teodosia, es una sabia, de
verdad, y me leyó su libro. Bueno, pues es estupendo. No puede decirse otra cosa, es estupendo.
Es como si usted fuese un gato, porque sabe cómo piensan los gatos. Y escuche: puede ganar
mucho dinero curando animales. ¿No lo había pensado? Mire, yo le enviaría a todas las viejas que
tuviesen gatos o perros enfermos. Y si no se pusiesen malos deprisa, podría echarles algo en la
carne que les vendo para que enfermasen. ¿Comprende?

—Oh, no, no haga eso —dijo el doctor rápidamente—. Eso no estaría bien.

—Bueno, no quería decir que para que enfermasen de verdad —contestó el Vendedor de Carne
para Gatos—. No echaría más que un poquito de alguna cosa para dejarles un poco pachuchos; eso
es a lo que me refería. Pero tiene razón, quizá no estuviese bien hacer eso con los animales. De
todas formas, se pondrán enfermos porque las viejas les dan siempre demasiado de comer. Y mire,
todos los granjeros de la comarca que tuviesen caballos lisiados o…

Ejercicio 12: Robinson Crusoe (Daniel Defoe)

Nací el 1632, en la ciudad de York, donde mi padre se había retirado después de acumular una no
despreciable fortuna en el comercio. Mi nombre original es Róbinson Kreutznaer, pero debido a la
costumbre inglesa de desfigurar los apellidos extranjeros quedó convertido en Crusoe, forma que
ahora empleamos toda la familia. Tenía yo dos hermanos mayores. Uno de ellos, que era militar,
fue muerto en la batalla de Dunquerque, librada contra los españoles. En cuanto al segundo, no sé
la suerte que haya corrido.

Como yo no tenía profesión alguna, mi padre, que aunque de edad avanzada me había educado lo
mejor que pudo, pretendía que estudiara leyes. Pero mis inclinaciones eran distintas. Dominábame
el deseo de hacerme marino y de correr por los mares las más diversas aventuras. Esto iba contra
la voluntad de mi padre, que me había amonestado repetidas veces, así como contra los cariñosos
consejos y súplicas de mi madre. Pero todo hacía parecer que un secreto destino me arrastraba
hacia una vida llena de peligros.

Un día en que mi madre parecía estar más contenta que de costumbre, le volví a plantear el
problema de mi pasión por ver mundo, rogándole que tratara de persuadir a mi padre a fin de que
me diera el permiso para realizar un viaje por mar.

Le dije que más le valdría concederme el permiso que obligarme a tomármelo por mi propia
cuenta, prometiéndole, en caso de desistir después de dicha vida errante, recuperar el tiempo que
hubiera perdido redoblando mis esfuerzos.

A todo esto, mi madre se apenó mucho, como es de suponerse, manifestándome que sería trabajo
inútil tratar el asunto con mi padre. Luego me advirtió que, si insistía en tales desatinos, no veía
ella ningún remedio, pero que sería vano tratar de alcanzar el consentimiento paterno ni el suyo,
puesto que no estaba dispuesta a contribuir a mi desgracia.

Pese a ello, luego supe que le había contado a mi padre todo cuanto le hablé, y que éste le confesó
la poca fe que tenía en los esfuerzos de ambos por disuadirme, añadiendo que yo acabaría por
imponer mi voluntad. Y así sucedió un año más tarde.

Cierto día, hallándome en Hull, encontré a un compañero que estaba a punto de partir para
Londres en un barco de su padre. Me invitó a acompañarlo, diciéndome para animarme que no me
costaría nada el pasaje. En esta forma, y sin siquiera haber pedido la bendición paterna ni
implorado la protección del cielo, me embarqué en aquel navío que llevaba carga para Londres.
Fue el primero de septiembre de 1651, el día más fatal de mi vida.

Dudo de que jamás haya existido un joven aventurero cuyos infortunios empezasen más pronto y
durasen tanto tiempo como los míos. Apenas la embarcación hubo salido del río Humber, cuando
se desencadenó un fuerte viento y el mar se agitó sobremanera. Como era la primera vez que
navegaba, el malestar y el pánico se apoderaron de mi cuerpo y mi espíritu, sumiéndome en una
angustia muy difícil de expresar. En esos momentos empecé a reflexionar sobre la justicia de Dios,
que castigaba a quien había desoído el mandato de sus padres, insensible a los ruegos y a las
lágrimas maternas. La voz de mi conciencia, que aún no estaba endurecida como lo estuvo luego,
me acusaba vivamente por haberme apartado de mis deberes más sagrados.

La tempestad arreciaba a cada momento y las olas se revolvían enfurecidas, y aunque aquello
fuese poco en comparación con lo que me estaba reservado ver más adelante, y sobre todo pocos
días después, era ya lo suficiente para impresionar a un marino en ciernes como yo. Por momentos
esperaba ser tragado por las aguas, y cada vez que el barco cabeceaba creía tocar el fondo del mar
para no salir más de él. En aquel trance de angustia hice varias veces el voto de renunciar a
semejantes aventuras si es que lograba salvarme, para en lo sucesivo acogerme a los prudentes y
sabios consejos paternos.

Dicha resolución duró, sin embargo, muy poco tiempo. Al día siguiente, en cuanto el viento hubo
amainado y el mar se aquietó, empecé a serenarme, aunque me sentía fatigado por el mareo. Al
atardecer el viento había cesado por completo y el ambiente se había despejado para dar paso a
una noche tranquila. Al mismo tiempo empezaban a borrarse de mi mente los buenos propósitos
que horas antes había formulado.
Aquella noche dormí muy bien, de suerte que, lejos de sentirme molesto por el mareo, me
encontré animado y fuerte. Contemplaba admirado el mar que la víspera se había ofrecido tan
terrible y bravo y que tan sereno y tranquilo se mostraba en aquel instante. Me hallaba embebido
en tales ideas cuando mi compañero, el joven que me había embarcado en semejante aventura,
temiendo que persistiera en mis propósitos de enmienda, se aproximó y, dándome un golpecito en
las espaldas, me dijo:

—Apostaría cualquier cosa a que anoche tuviste miedo, y eso que no fue sino una pequeña ráfaga
de viento.

—¡Cómo! —exclamé—. ¿Llamas una pequeña ráfaga de viento a lo que fue un temporal terrible?

—¿Un temporal? —me contestó—. ¡Eres un inocente! ¡Si no ha sido nada! Además, nosotros nos
reímos del viento cuando tenemos un buen barco. ¿Ves ahora qué hermoso tiempo hace? Vamos a
preparar un ponche...

Para abreviar este triste pasaje de mi historia, sólo diré que seguimos las viejas costumbres
marinas: se hizo el ponche, me emborraché, y en aquella noche de libertinaje quebranté todos mis
votos, olvidé todos mis arrepentimientos acerca de mi conducta pasada y todas mis resoluciones
para el futuro.

Cierto es que tuve algunos momentos de lucidez y que volvían a mi mente los buenos
pensamientos; pero yo los rechazaba, dedicándome a beber y cuidando de estar siempre
acompañado a fin de evitarlos. En esta forma, a los cinco o seis días logré sobre mi conciencia un
triunfo tan completo como pudiera ambicionarlo un joven que busca ahogar sus desasosiegos…

Ejercicio 13: Los viajes de Gulliver (Jonathan Swift)

Mi padre tenía una pequeña hacienda en Nottinghamshire. De cinco hijos, yo era el tercero. Me
mandó al Colegio Emanuel, de Cambridge, teniendo yo catorce años, y allí residí tres, seriamente
aplicado a mis estudios; pero como mi sostenimiento, aun siendo mi pensión muy corta,
representaba una carga demasiado grande para una tan reducida fortuna, entré de aprendiz con
míster James Bates, eminente cirujano de Londres, con quien estuve cuatro años, y con pequeñas
cantidades que mi padre me enviaba de vez en cuando fuí aprendiendo navegación y otras partes
de las Matemáticas, útiles a quien ha de viajar, pues siempre creí que, más tarde o más temprano,
viajar sería mi suerte. Cuando dejé a míster Bates, volví al lado de mi padre; allí, con su ayuda, la
de mi tío Juan y la de algún otro pariente, conseguí cuarenta libras y la promesa de treinta al año
para mi sostenimiento en Leida. En este último punto estudié Física dos años y siete meses, seguro
de que me sería útil en largas travesías.

Poco después de mi regreso de Leida, por recomendación de mi buen maestro míster Bates, me
coloqué de médico en el Swallow, barco mandado por el capitán Abraham Panell, con quien en tres
años y medio hice un viaje o dos a Oriente y varios a otros puntos. Al volver decidí establecerme en
Londres, propósito en que me animó míster Bates, mi maestro, por quien fuí recomendado a
algunos clientes. Alquilé parte de una casa pequeña en la Old Jewry; y como me aconsejasen
tomar estado, me casé con mistress Mary Burton, hija segunda de míster Edmund Burton,
vendedor de medias de Newgate Street, y con ella recibí cuatrocientas libras como dote.

Pero como mi buen maestro Bates murió dos años después, y yo tenía pocos amigos, empezó a
decaer mi negocio; porque mi conciencia me impedía imitar la mala práctica de tantos y tantos
entre mis colegas. Así, consulté con mi mujer y con algún amigo, y determiné volverme al mar. Fui
médico sucesivamente en dos barcos y durante seis años hice varios viajes a las Indias Orientales y
Occidentales, lo cual me permitió aumentar algo mi fortuna. Empleaba mis horas de ocio en leer a
los mejores autores antiguos y modernos, y a este propósito siempre llevaba buen repuesto de
libros conmigo; y cuando desembarcábamos, en observar las costumbres e inclinaciones de los
naturales, así como en aprender su lengua, para lo que me daba gran facilidad la firmeza de mi
memoria.

El último de estos viajes no fue muy afortunado; me aburrí del mar y quise quedarme en casa con
mi mujer y demás familia. Me trasladé de la Old Jewry a Fatter Lane y de aquí a Wapping,
esperando encontrar clientela entre los marineros; pero no me salieron las cuentas. Llevaba tres
años de aguardar que cambiaran las cosas, cuando acepté un ventajoso ofrecimiento del capitán
William Pritchard, patrón del Antelope, que iba a emprender un viaje al mar del Sur. Nos hicimos a
la mar en Bristol el 4 de mayo de 1699, y la travesía al principio fue muy próspera.

No sería oportuno, por varias razones, molestar al lector con los detalles de nuestras aventuras en
aquellas aguas. Baste decirle que en la travesía a las Indias Orientales fuimos arrojados por una
violenta tempestad al noroeste de la tierra de Van Diemen. Según observaciones, nos
encontrábamos a treinta grados, dos minutos de latitud Sur. De nuestra tripulación murieron doce
hombres, a causa del trabajo excesivo y la mala alimentación, y el resto se encontraba en situación
deplorable. El 15 de noviembre, que es el principio del verano en aquellas regiones, los marineros
columbraron entre la espesa niebla que reinaba una roca a obra de medio cable de distancia del
barco; pero el viento era tan fuerte, que no pudimos evitar que nos arrastrase y estrellase contra
ella al momento. Seis tripulantes, yo entre ellos, que habíamos lanzado el bote a la mar,
maniobramos para apartarnos del barco y de la roca. Remamos, según mi cálculo, unas tres leguas,
hasta que nos fue imposible seguir, exhaustos como estábamos ya por el esfuerzo sostenido
mientras estuvimos en el barco. Así, que nos entregamos a merced de las olas, y al cabo de una
media hora una violenta ráfaga del Norte volcó la barca. Lo que fuera de mis compañeros del bote,
como de aquellos que se salvasen en la roca o de los que quedaran en el buque, nada puedo decir;
pero supongo que perecerían todos. En cuanto a mí, nadé a la ventura, empujado por viento y
marea. A menudo alargaba las piernas hacia abajo, sin encontrar fondo; pero cuando estaba casi
agotado y me era imposible luchar más, hice pie. Por entonces la tormenta había amainado
mucho.

El declive era tan pequeño, que anduve cerca de una milla para llegar a la playa, lo que conseguí,
según mi cuenta, a eso de las ocho de la noche. Avancé después tierra adentro cerca de media
milla, sin descubrir señal alguna de casas ni habitantes; caso de haberlos, yo estaba en tan
miserable condición que no podía advertirlo. Me encontraba cansado en extremo, y con esto, más
lo caluroso del tiempo y la media pinta de aguardiente que me había bebido al abandonar el barco,
sentí que me ganaba el sueño. Me tendí en la hierba, que era muy corta y suave, y dormí más
profundamente que recordaba haber dormido en mi vida, y durante unas nueve horas, según pude
ver, pues al despertarme amanecía. Intenté levantarme, pero no pude moverme; me había echado
de espaldas y me encontraba los brazos y las piernas fuertemente amarrados a ambos lados del
terreno, y mi cabello, largo y fuerte, atado del mismo modo. Asimismo, sentía varias delgadas
ligaduras que me cruzaban el cuerpo desde debajo de los brazos hasta los muslos. Soló podía mirar
hacia arriba; el sol empezaba a calentar y su luz me ofendía los ojos. Oía yo a mi alrededor un
ruido…

Ejercicio 14: Veinte mil leguas de viajes submarino


(Julio Verne)

El año 1866 quedó caracterizado por un extraño acontecimiento, por un fenómeno inexplicable e
inexplicado que nadie, sin duda, ha podido olvidar. Sin hablar de los rumores que agitaban a las
poblaciones de los puertos y que sobreexcitaban a los habitantes del interior de los continentes, el
misterioso fenómeno suscitó una particular emoción entre los hombres del mar. Negociantes,
armadores, capitanes de barco, skippers y masters de Europa y de América, oficiales de la marina
de guerra de todos los países y, tras ellos, los gobiernos de los diferentes Estados de los dos
continentes manifestaron la mayor preocupación por el hecho.

Desde hacía algún tiempo, en efecto, varios barcos se habían encontrado en sus derroteros con
«una cosa enorme», con un objeto largo, fusiforme, fosforescente en ocasiones, infinitamente más
grande y más rápido que una ballena.

Los hechos relativos a estas apariciones, consignados en los diferentes libros de a bordo, coincidían
con bastante exactitud en lo referente a la estructura del objeto o del ser en cuestión, a la
excepcional velocidad de sus movimientos, a la sorprendente potencia de su locomoción y a la
particular vitalidad de que parecía dotado. De tratarse de un cetáceo, superaba en volumen a
todos cuantos especímenes de este género había clasificado la ciencia hasta entonces. Ni Cuvier, ni
Lacepède, ni Dumeril ni Quatrefages hubieran admitido la existencia de tal monstruo, a menos de
haberlo visto por sus propios ojos de sabios.

El promedio de las observaciones efectuadas en diferentes circunstancias -una vez descartadas


tanto las tímidas evaluaciones que asignaban a ese objeto una longitud de doscientos pies, como
las muy exageradas que le imputaban una anchura de una milla y una longitud de tres- permitía
afirmar que ese ser fenomenal, de ser cierta su existencia, superaba con exceso todas las
dimensiones admitidas hasta entonces por los ictiólogos.

Pero existía; innegable era ya el hecho en sí mismo. Y, dada esa inclinación a lo maravilloso que
existe en el hombre, se comprende la emoción producida por esa sobrenatural aparición. Preciso
era renunciar a la tentación de remitirla al reino de las fábulas.

Efectivamente, el 20 de julio de 1866, el vapor Governor Higginson, de la Calcuta and Burnach


Steam Navigation Company, había encontrado esa masa móvil a cinco millas al este de las costas de
Australia. El capitán Baker creyó, al pronto, hallarse en presencia de un escollo desconocido, y se
disponía a determinar su exacta situación cuando pudo ver dos columnas de agua, proyectadas por
el inexplicable objeto, elevarse silbando por el aire hasta ciento cincuenta pies. Forzoso era, pues,
concluir que de no estar el escollo sometido a las expansiones intermitentes de un géiser, el
Governor Higginson había encontrado un mamífero acuático, desconocido hasta entonces, que
expulsaba por sus espiráculos columnas de agua, mezcladas con aire y vapor.

Se observó igualmente tal hecho el 23 de julio del mismo año, en aguas del Pacífico, por el
Cristóbal Colón, de la West India and Pacific Steam Navigation Company,. Por consiguiente, el
extraordinario cetáceo podía trasladarse de un lugar a otro con una velocidad sorprendente,
puesto que, a tres días de intervalo tan sólo, el Governor Higginson y el Cristóbal Colón lo habían
observado en dos puntos del mapa separados por una distancia de más de setecientas leguas
marítimas.

Quince días más tarde, a dos mil leguas de allí, el Helvetia, de la Compagnie Nationale, y el
Shannon, de la Royal Mail, navegando en sentido opuesto por la zona del Atlántico comprendida
entre Europa y Estados Unidos, se señalaron mutuamente al monstruo a 420 15'de latitud norte y
600 35'de longitud al oeste del meridianode Greenwich. En esa observación simultánea se creyó
poder evaluar la longitud mínima del mamífero en más de trescientos cincuenta pies ingleses,
dado que el Shannon y el Helvetia eran de dimensiones inferiores, aun cuando ambos midieran
cien metros del tajamar al codaste. Ahora bien, las ballenas más grandes, las que frecuentan los
parajes de las islas Aleutinas, la Kulammak y la Umgullick, no sobrepasan los cincuenta y seis
metros de longitud, si es que llegan a alcanzar tal dimensión.

Estos sucesivos informes; nuevas observaciones efectuadas a bordo del transatlántico Le Pereire,
un abordaje entre el monstruo y el Etna, de la línea Iseman; un acta levantada por los oficiales de
la fragata francesa La Normandie; un estudio muy serio hecho por el estado mayor del comodoro
Fitz-james a bordo del Lord Clyde, causaron una profunda sensación en la opinión pública. En los
países de humor ligero se tomó a broma el fenómeno, pero en los países graves y prácticos, en
Inglaterra, en América, en Alemania, causó una viva preocupación.

En todas partes, en las grandes ciudades, el monstruo se puso de moda. Fue tema de canciones en
los cafés, de broma en los periódicos y de representación en los teatros. La prensa halló en él la
ocasión de practicar el ingenio y el sensacionalismo. En sus páginas, pobres de noticias, se vio
reaparecer a todos los seres imaginarios y gigantescos, desde la ballena blanca, la terrible «Moby
Dick» de las regiones hiperbóreas, hasta el desmesurado Kraken, cuyos tentáculos pueden abrazar
un buque de quinientas toneladas y llevárselo a los abismos del océano. Se llegó incluso a
reproducir las noticias de los tiempos antiguos, las opiniones de Aristóteles y de Plinio que
admitían la existencia de tales monstruos, los relatos noruegos del obispo Pontoppidan, las
relaciones de Paul Heggede y los informes de Harrington, cuya buena fe no puede ser puesta en
duda al afirmar haber visto, hallándose a bordo del Castillan, en 1857, la enorme serpiente que
hasta entonces no había frecuentado otros mares que los del antiguo Constitutionnel.

Todo esto dio origen a la interminable polémica entre los crédulos y los incrédulos, en las
sociedades y en las publicaciones científicas. La «cuestión del monstruo» inflamó los ánimos. Los
periodistas imbuidos de espíritu científico, en lucha con los que profesan el ingenio, vertieron
oleadas de tinta durante la memorable campaña; algunos llegaron incluso a verter dos o tres gotas
de…
Ejercicio 15: Los tres mosqueteros (Alejandro Dumas)

El primer lunes del mes de abril de 1625, el burgo de Meung, donde nació el autor del Roman de la
Rose, parecía estar en una revolución tan completa como si los hugonotes hubieran venido a hacer
de ella una segunda Rochelle. Muchos burgueses, al ver huir a las mujeres por la calle Mayor, al oír
gritar a los niños en el umbral de las puertas, se apresuraban a endosarse la coraza y, respaldando
su aplomo algo incierto con un mosquete o una partesana, se dirigían hacia la hostería del Franc
Meunier, ante la cual bullía, creciendo de minuto en minuto, un grupo compacto, ruidoso y lleno
de curiosidad.

En ese tiempo los pánicos eran frecuentes, y pocos días pasaban sin que una aldea a otra registrara
en sus archivos algún acontecimiento de ese género. Estaban los señores que gue- rreaban entre
sí; estaba el rey que hacía la guerra al cardenal; estaba el Español que hacía la guerra al rey. Luego,
además de estas guerras sordas o públicas, secretas o patentes, estaban los ladrones, los
mendigos, los hugonotes, los lobos y los lacayos que hacían la guerra a todo el mundo. Los
burgueses se armaban siempre contra los ladrones, contra los lobos, contra los lacayos, con
frecuencia contra los señores y los hugonotes, algunas veces contra el rey, pero nunca contra el
cardenal ni contra el Español. De este hábito adquirido resulta, pues, que el susodicho primer
lunes del mes de abril de 1625, los burgueses, al oír el barullo y no ver ni el banderín amarillo y
rojo ni la librea del duque de Richelieu, se precipitaron hacia la hostería del Franc Meunier.

Llegados allí, todos pudieron ver y reconocer la causa de aquel jaleo.

Un joven..., pero hagamos su retrato de un solo trazo: figuraos a don Quijote a los dieciocho años,
un don Quijote descortezado, sin cota ni quijotes, un don Quijote revestido de un jubón de lana
cuyo color azul se había transformado en un matiz impreciso de heces y de azul celeste. Cara larga
y atezada; el pómulo de las mejillas saliente, signo de astucia; los músculos maxilares enormente
desarrollados, índice infalible por el que se reconocía al gascón, incluso sin boina, y nuestro joven
llevaba una boina adornada con una especie de pluma; los ojos abiertos a inteligentes; la nariz
ganchuda, pero finamente diseñada; demasiado grande para ser un adolescente, demasiado
pequeña para ser un hombre hecho, un ojo poco acostumbrado le habría tomado por un hijo de
aparcero de viaje, de no ser por su larga espada que, prendida de un tahalí de piel, golpeaba las
pantorrillas de su propietario cuando estaba de pie, y el pelo erizado de su montura cuando estaba
a caballo.

Porque nuestro joven tenía montura, y esa montura era tan notable que fue notada: era una jaca
del Béam, de doce á catorce años, de pelaje amarillo, sin crines en la cola, mas no sin gabarros en
las patas, y que, caminando con la cabeza más abajo de las rodillas, lo cual volvía inútil la aplicación
de la martingala, hacía pese a todo sus ocho leguas diarias. Por desgracia, las cualidades de este
caballo estaban tan bien ocultas bajo su pelaje extraño y su porte incongruente que, en una época
en que todo el mundo entendía de caballos, la aparición de la susodicha jaca en Meung, donde
había entrado hacía un cuarto de hora más o menos por la puerta de Beaugency, produjo una
sensación cuyo disfavor repercutió sobre su caballero.
Y esa sensación había sido tanto más penosa para el joven D'Artagnan (así se llamaba el don
Quijote de este nuevo Rocinante) cuanto que no se le ocultaba el lado ridículo que le prestaba, por
buen caballero que fuese, semejante montura; también él había lanzado un fuerte suspiro al
aceptar el regalo que le había hecho el señor D'Artagnan padre. No ignoraba que una bestia
semejante valía por lo menos veinte libras; cierto que las palabras con que el presente vino
acompañado no tenían precio.

-Hijo mío -había dicho el gentilhombre gascón en ese puro patois de Béam del que jamás había
podido desembarazarse Enrique IV-, hijo mío, este caballo ha nacido en la casa de vuestro padre,
tendrá pronto trece años, y ha permanecido aquí todo ese tiempo, lo que debe llevaros a amarlo.
No lo vendáis jamás, dejadle morir tranquila y honorablemente de viejo; y si hacéis campaña con
él, cuidadlo como cuidaríais a un viejo servidor. En la corte -continuó el señor D'Artagnan padre-, si
es que tenéis el honor de ir a ella, honor al que por lo demás os da derecho vuestra antigua
nobleza, mantened dignamente vuestro nombre de gentilhombre, que ha sido dignamente llevado
por vuestros antepasados desde hace más de quinientos años. Por vos y por los vuestros (por los
vuestros entiendo vuestros parientes y amigos) no soportéis nunca nada salvo del señor cardenal y
del rey. Por el valor, entendedlo bien, sólo por el valor se labra hoy día un gentilhombre su camino.
Quien tiembla un segundo deja escapar quizá el cebo que precisamente durante ese segundo la
fortuna le tendía. Sois joven, debéis ser valiente por dos razones: la primera, porque sois gascón, y
la segunda porque sois hijo mío. No temáis las ocasiones y buscad las aventuras. Os he hecho
aprender a manejar la espada; tenéis un jarrete de hierro, un puño de acero; batíos por cualquier
motivo; batíos, tanto más cuanto que están prohibidos los duelos, y por consiguiente hay dos
veces valor al batirse. No tengo, hijo mío, más que quince escudos que daros, mi caballo y los
consejos que acabáis de oír. Vuestra madre añadirá la receta de cierto bálsamo que supo de una
gitana y que tiene una virtud milagrosa para curar cualquier herida que no alcance el corazón.
Sacad provecho de todo, y vivid felizmente y por mucho tiempo. Sólo tengo una cosa que añadir, y
es un ejemplo que os propongo, no el mío porque yo nunca he aparecido…

Ejercicio 16: Moby Dick (Herman Melville)

Llamadme Ismael. Hace unos años —no importa cuánto hace exactamente—, teniendo poco o
ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a
navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar
fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste;
cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro
parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría
me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con
toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo
que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustitutivo de la pistola y
la bala. Con floreo filosófico, Catón se arroja sobre su espada; yo, calladamente, me meto en el
barco. No hay nada sorprendente en esto. Aunque no lo sepan, casi todos los hombres, en una o
en otra ocasión, abrigan sentimientos muy parecidos a los míos respecto al océano.
Ahí tenéis la ciudad insular de los Manhattos, ceñida en torno por los muelles como las islas indias
por los arrecifes de coral: el comercio la rodea con su resaca. A derecha y a izquierda, las calles os
llevan al agua. Su extremo inferior es la Batería, donde esa noble mole es bañada por olas y
refrescada por brisas que pocas horas antes no habían llegado a avistar tierra. Mirad allí las turbas
de contempladores del agua.

Pasead en torno a la ciudad en las primeras horas de una soñadora tarde de día sabático. Id desde
Corlears Hook a Coenties Slip, y desde allí, hacia el norte, por Whitehall. ¿Qué veis? Apostados
como silenciosos centinelas alrededor de toda la ciudad, hay millares y millares de seres mortales
absortos en ensueños oceáni- cos. Unos apoyados contra las empalizadas; otros sentados en las
cabezas de los atracaderos; otros mirando por encima de las amuradas de barcos arribados de la
China; algunos, en lo alto de los aparejos, como esforzándose por obtener una visión aún mejor
hacia la mar. Pero ésos son todos ellos hombres de tierra; los días de entre semana, encerrados
entre tablas y yeso, atados a los mostradores, clavados a los bancos, sujetos a los escritorios.
Entonces ¿cómo es eso? ¿Dónde están los campos verdes? ¿Qué hacen éstos aquí?

Pero ¡mirad! Ahí vienen más multitudes, andando derechas al agua, y al parecer dispuestas a
zambullirse. ¡Qué extraño! Nada les satisface sino el límite más extremo de la tierra firme; no les
basta vagabundear al umbroso socaire de aquellos tinglados. No. Deben acercarse al agua tanto
como les sea posible sin caerse dentro. Y ahí se quedan: millas seguidas de ellos, leguas. De tierra
adentro todos, llegan de avenidas y callejas, de calles y paseos; del norte, este, sur y oeste. Pero
ahí se unen todos. Decidme, ¿les atrae hacia aquí el poder magnético de las agujas de las brújulas
de todos estos barcos?

Una vez más. Digamos que estáis en el campo; en alguna alta tierra con lagos. Tomad casi cualquier
sendero que os plazca, y apuesto diez contra uno a que os lleva por un valle abajo, y os deja junto a
un remanso de la corriente. Hay magia en ello. Que el más distraído de los hombres esté
sumergido en sus más profundos ensueños: poned de pie a ese hombre, haced que mueva las
piernas, e infaliblemente os llevará al agua, si hay agua en toda la región. En caso de que alguna
vez tengáis sed en el gran desierto americano, probad este experimento, si vuestra caravana está
provista por casualidad de un cultivador de la metafísica. Sí, como todos saben, la meditación y el
agua están emparejadas para siempre.

Pero aquí hay un artista. Desea pintaros el trozo de paisaje más soñador, más sombrío, más
callado, más encantador de todo el valle del Saco. ¿Cuál es el principal elemento que emplea? Ahí
están sus árboles cada cual con su tronco hueco, como si hubiera dentro un ermitaño y un
crucifijo; ahí duerme su pradera, y allí duermen sus ganados; y de aquella casita se eleva un humo
soñoliento. Hundiéndose en lejanos bosques, serpentean un revuelto sendero, hasta alcanzar
estribaciones sobrepuestas de montañas que se bañan en el azul que las envuelve. Pero aunque la
imagen se presente en tal arrobo, y aunque ese pino deje caer sus suspiros como hojas sobre esa
cabeza de pastor, todo sería vano, sin embargo, si los ojos del pastor no estuvieran fijos en la
mágica corriente que tiene delante. Id a visitar las praderas en junio, cuando, a lo largo de
veintenas y veintenas de millas, andáis vadeando hasta la rodilla entre tigridias: ¿cuál es el único
encanto que falta? El agua, ¡no hay allí una gota de agua! Si el Niágara no fuera más que una
catarata de arena ¿recorreríais vuestras mil millas para verlo? ¿Por qué el pobre poeta de
Tennessee, al recibir inesperadamente un par de puñados de plata, deliberó si comprarse un
abrigo, que le hacía mucha falta, o invertir el dinero en una excursión a pie hasta la playa de
Rockaway? ¿Por qué casi todos los muchachos sanos y robustos, con alma sana y robusta, se
vuelven locos un día u otro por ir al mar? ¿Por qué, en vuestra primera travesía como pasajeros,
sentisteis también un estremecimiento místico cuando os dijeron que, en unión de vuestro barco,
ya no estabais a la vista de tierra? ¿Por qué los antiguos persas consideraban sagrado el mar? ¿Por
qué los griegos le dieron una divinidad aparte, un hermano del propio Júpiter? Cierto que todo
esto no carece de significado. Y aún más profundo es el significado de aquella historia de Narciso,
que, por no poder aferrar la dulce imagen atormentadora que veía en la fuente, se sumergió en…

Ejercicio 17: Frankenstein (Mary W. Shelley)

A la señora SAVILLE, Inglaterra

San Petersburgo, 11 de diciembre de 17...

Te alegrarás de saber que ningún percance ha acompañado el comienzo de la empresa que tú


contemplabas con tan malos presagios. Llegué aquí ayer, y mi primera obligación es tranquilizar a
mi querida hermana sobre mi bienestar y comunicarle mi creciente confianza en el éxito de mi
empresa.

Me encuentro ya muy al norte de Londres, y andando por las calles de Petersburgo noto en las
mejillas una fría brisa norteña que azuza mis nervios j me llena de alegría. ¿Entiendes este
sentimiento? Esta brisa, que viene de aquellas regiones hacia las que yo me dirijo, me anticipa sus
climas helados. Animado por este viento prometedor, mis esperanzas se hacen más fervientes y
reales. Intento en vano convencerme de que el Polo es la morada del hielo y la desolación. Sigo
imaginándomelo como la región de la hermosura y el deleite. Allí, Margaret, se ve siempre el sol,
su amplio círculo rozando justo el horizonte y difundiendo un perpetuo resplandor. Allí pues con tu
permiso, hermana mía, concederé un margen de confianza a anteriores navegantes, allí, no existen
ni la nieve ni el hielo y navegando por un mar sereno se puede arribar a una tierra que supera, en
maravillas y hermosura, cualquier región descubierta hasta el momento en el mundo habitado.
Puede que sus productos y paisaje no tengan precedente, como sin duda sucede con los
fenómenos de los cuerpos celestes de esas soledades inexploradas. ¿Hay algo que pueda
sorprender en un país donde la luz es eterna? Puede que allí encuentre la maravillosa fuerza que
mueve la brújula; podría incluso llegar a comprobar mil observaciones celestes que requieren sólo
este viaje para deshacer para siempre sus aparentes contradicciones. Saciaré mi ardiente
curiosidad viendo una parte del mundo jamás hasta ahora visitada y pisaré una tierra donde nunca
antes ha dejado su huella el hombre. Estos son mis señuelos, y son suficientes para vencer todo
temor al peligro o a la muerte e inducirme a emprender este laborioso viaje con el placer que
siente un niño cuando se em- barca en un bote con sus compañeros de vacaciones para explorar su
río natal. Pero, suponiendo que todas estas conjeturas fueran falsas, no puedes negar el
inestimable bien que podré transmitir a toda la humanidad, hasta su última generación, al
descubrir, cerca del Polo, una ruta hacia aquellos países a los que actualmente se tarda muchos
meses en llegar; o al desvelar el secreto del imán, para lo cual, caso de que esto sea posible, sólo
se necesita de una empresa como la mía.

Estos pensamientos han disipado la agitación con la que empecé mi carta y siento arder mi corazón
con un entusiasmo que me transporta; nada hay que tranquilice tanto la mente como un propósito
claro, una meta en la cual el alma pueda fiar su aliento intelectual. Esta expedición ha sido el sueño
predilecto de mis años jóvenes. Apasionadamente he leído los relatos de los diversos viajes que se
han hecho con el propósito de llegar al Océano Pacífico Norte a través de los mares que rodean el
Polo. Quizá recuerdes que la totalidad de la biblioteca de nuestro buen tío Thomas se reducía a
una historia de todos los viajes realizados con fines exploradores. Mi edu- cación estuvo un poco
descuidada, pero fui un lector empedernido. Estudiaba estos volúmenes día y noche y, al
familiarizarme con ellos, aumentaba el pesar que sentí cuando, de niño, supe que la última
voluntad de mi padre en su lecho de muerte prohibía a mi tío que me permitiera seguir la vida de
marino.

Aquellas visiones se desvanecieron cuando entré en contacto por primera vez con aquellos poetas
cuyos versos llenaron mi alma y la elevaron al cielo. Me convertí en poeta también y viví durante
un año en un paraíso de mi propia creación; me imaginé que yo también podría obtener un lugar
allí donde se veneran los nombres de Homero y Shakespeare. Tú estás bien al corriente de mi
fracaso y de cuán amargo fue para mí este desengaño. Pero justo entonces heredé la fortuna de mi
primo, y, mis pensamientos retornaron a su antiguo cauce.

Han pasado seis años desde que decidí llevar a cabo la presente empresa. Incluso ahora puedo
recordar el momento preciso en el que decidí dedicarme a esta gran labor. Empecé por
acostumbrar mi cuerpo a la privación. Acompañé a los balleneros en varias expediciones al mar del
Norte y voluntariamente sufrí frío, hambre, sed y sueño. A menudo trabajé más durante el día que
cualquier marinero, mientras dedicaba las noches al estudio de las matemáticas, la teoría de la
Medicina y aquellas ramas de las ciencias físicas que pensé serían de mayor utilidad práctica para
un aventurero del mar. En dos ocasiones me enrolé como segundo de a bordo en un ballenero de
Groenlandia y ambas veces salí con éxito. Debo reconocer que me sentí orgulloso cuando el
capitán me ofreció el puesto de piloto en el barco y me pidió reiteradamente que me quedara ya
que tanto apreciaba mis servicios.

Y ahora, querida Margaret, ¿no merezco llevar a cabo alguna gran empresa? Podía haber pasado
mi vida rodeado de lujo y comodidad, pero he preferido la gloria a cualquiera de los placeres que
me pudiera proporcionar la riqueza. ¡Si tan sólo una voz, alentadora me respondiera
afirmativamente! Mi valor y mi resolución son firmes, pero mis esperanzas fluctúan y mi ánimo se
deprime con frecuencia. Estoy a punto de emprender un largo y difícil viaje, cuyas vicisitudes
exigirán de mí todo mi valor. Se me pide no sólo que levante el ánimo de otros, sino que conserve
mi entereza cuando ellos flaqueen.

Esta es la época más favorable para viajar por Rusia. Vuelan sobre la nieve en sus trineos; el
movimiento es agradable y, a mi modo de ver, mucho más cómodo que el de los coches de caballos
ingleses. El frío no es extremado, si vas envuelto en…
Ejercicio 18: La pimpinela escarlata (Baroneza de
Orczy)

Una muchedumbre enfurecida, hirviente y vociferante de seres que sólo de nombre eran
humanos, pues a la vista y al oído no parecían sino bestias salvajes, animados por las bajas
pasiones, la sed de venganza y el odio. La hora, un poco antes del crepúsculo, y el lugar, la
barricada del Oeste, el mismo sitio en que, una década después, un orgulloso tirano erigiría un
monumento imperecedero a la gloria de la nación y a su propia vanidad.

Durante la mayor parte del día la guillotina había desempeñado su espantosa tarea: todo aquello
de lo que Francia se había jactado en los siglos pasados, apellidos ancestrales y sangre azul, pagaba
tributo a su deseo de libertad y fraternidad. Que a últimas horas de la tarde hubiera cesado la
carnicería únicamente se debía a que la gente tenía otros espectáculos más interesantes que
presenciar, un poco antes de que cayera la noche y se cerraran definitivamente las puertas de la
ciudad.

Y por eso, la muchedumbre abandonó precipitadamente la Place de la Gréve y se dirigió a las


distintas barricadas para asistir a aquel espectáculo tan divertido.

Podía verse todos los días, porque ¡aquellos aristócratas eran tan estúpidos! Naturalmente, eran
traidores al pueblo, todos ellos: hombres y mujeres, y hasta los niños que descendían de los
grandes hombres que habían cimentado la gloria de Francia desde la época de las Cruzadas, la
vieja noblesse. Sus antepasados habían sido los opresores del pueblo, lo habían aplastado bajo los
tacones escarlata de sus delicados zapatos de hebilla y, de repente, el pueblo se había hecho
dueño de Francia y aplastaba a sus antiguos amos —no bajo los tacones, porque la mayoría de la
gente iba descalza en aquellos tiempos—, sino bajo un peso más eficaz, el de la cuchilla de la
guillotina.

Y cada día, cada hora, el repugnante instrumento de tortura reclamaba múltiples víctimas:
ancianos, mujeres jóvenes, niños pequeños, hasta el día en que reclamara también la cabeza de un
rey y de una hermosa y joven reina.

Pero así debía ser, ¿acaso no era el pueblo el soberano de Francia? Todo aristócrata era un traidor,
como lo habían sido sus antepasados. El pueblo sudaba y trabajaba y se moría de hambre desde
hacía doscientos años para mantener el lujo y la extravagancia de una corte libidinosa; ahora, los
descendientes de quienes habían contribuido al esplendor de aquellas cortes tenían que
esconderse para salvar la vida, escapar si querían evitar la tardía venganza de un pueblo.

Y, efectivamente, intentaban esconderse, e intentaban escapar; en eso radicaba precisamente la


gracia del asunto. Todas las tardes, antes de que se cerraran las puertas de la ciudad y de que los
carros del mercado desfilaran por las distintas barricadas, algún aristócrata estúpido trataba de
librarse de las garras del Comité de Salud Pública. Con diversos disfraces, bajo distintos pretextos,
intentaban cruzar las barreras, bien protegidas por los ciudadanos soldados de la República.
Hombres con ropas de mujer, mujeres con atuendo masculino, niños disfrazados con harapos de
mendigo. Los había de todos los tipos: antiguos condes, marqueses, incluso duques que querían
huir de Francia, llegar a Inglaterra o a otro maldito país, y allí despertar sentimientos contrarios a la
gloriosa Revolución, o formar un ejército con el fin de liberar a los desgraciados prisioneros que
antes se llamaban a sí mismos soberanos de Francia.

Pero casi siempre los cogían al llegar a las barricadas, sobre todo en la Puerta del Oeste, vigilada
por el sargento Bibot, que poseía un olfato prodigioso para descubrir a los aristócratas, aunque
fueran perfectamente disfrazados. Y, naturalmente, era entonces cuando empezaba la diversión.
Bibot observaba a su presa como el gato observa al ratón; jugueteaba con ella, a veces durante un
cuarto de hora; simulaba que se dejaba engañar por el disfraz, las pelucas y los efectos teatrales
que ocultaban la identidad de un antiguo marqués o un conde.

¡Ah! Bibot tenía un gran sentido de humor, y merecía la pena acercarse a la barricada del Oeste
para verle cuando sorprendía a un aristócrata en el momento en que intentaba escapar a la
venganza de su pueblo.

A veces, Bibot permitía a su víctima traspasar las puertas, le dejaba creer al menos durante dos
minutos que de verdad había huido de París, que incluso lograría llegar sana y salva a Inglaterra;
pero cuando el pobre desgraciado había recorrido unos diez metros hacia la tierra de la libertad,
Bibot enviaba a dos de sus hombres detrás de él y lo traían despojado de su disfraz.

¡Ah, qué gracioso era aquello! Pues, con mucha frecuencia, el fugitivo resultaba ser una mujer, una
orgullosa marquesa que ponía una expresión terriblemente cómica al comprender que había caído
en las garras de Bibot, sabiendo que al día siguiente le esperaba un juicio sumarísimo y, a
continuación, el cariñoso abrazo de Madame Guillotina.

No es de extrañar que aquella hermosa tarde de septiembre la muchedumbre que rodeaba a Bibot
estuviese impaciente y excitada. La sed de sangre aumenta cuando se satisface, y nunca se llega a
saciar: aquel día, la multitud había visto caer cien cabezas nobles bajo la guillotina y quería
cerciorarse de que vería caer otras cien a la mañana siguiente.

Bibot estaba sentado sobre un tonel vacío, junto a las puertas; tenía bajo su mando un pequeño
destacamento de ciudadanos soldados. Ultimamente se había multiplicado el trabajo. Aquellos
malditos aristócratas estaban aterrorizados y hacían todo lo posible por salir de París: hombres,
mujeres y niños cuyos antepasados, aun en épocas remotas, habían servido a los traidores
Borbones eran también traidores y debían servir de pasto a la guillotina. Cada día Bibot tenía la
satisfacción de desenmascarar a unos cuantos monárquicos fugitivos y de hacerlos volver para que
los juzgara el Comité de Salud Pública, que estaba presidido por el ciudadano Fouicquier Tinville,
un buen patriota.

Robespierre y Danton habían felicitado a Bibot por su celo, y Bibot estaba orgulloso de haber
enviado a la guillotina al menos a cincuenta aristócratas por iniciativa propia…

Ejercicio 19: Mujercitas (Louisa May Alcott)

NAVIDAD no será Navidad sin regalos -murmuró Jo, tendida sobre la alfombra. - ¡Es tan triste ser
pobre! -suspiró Meg mirando su vestido viejo. -No me parece justo que algunas muchachas tengan
tantas cosas bonitas, y otras nada -añadió la pequeña Amy con gesto displicente. -Tendremos a
papá y a mamá y a nosotras mismas dijo Beth alegremente desde su rincón.

Las cuatro caras jóvenes, sobre las cuales se reflejaba la luz del fuego de la chimenea, se
iluminaron al oír las animosas palabras; pero volvieron a ensombrecerse cuando Jo dijo
tristemente:

-No tenemos aquí a papá, ni lo tendremos por mucho tiempo.

No dijo “tal vez nunca”, pero cada una lo añadió silenciosamente para sí, pensando en el padre, tan
lejos, donde se hacía la guerra civil.

Nadie habló durante un minuto; después dijo Meg con diferente tono:

-Saben que la razón por la que mamá propuso que no hubiera regalos esta Navidad fue porque el
invierno va a ser duro para todo el mundo, y piensa que no debemos gastar dinero en gustos
mientras nuestros hombres sufren tanto en el frente. No podemos ayudar mucho, pero sí hacer
pequeños sacrificios y debemos hacerlos alegremente. Pero temo que yo no los haga -y Meg
sacudió la cabeza al pensar arrepentida en todas las cosas que deseaba.

-Pero pienso que el poco dinero que gastaríamos no ayudaría mucho. Tenemos un peso cada una,
y el ejército no se beneficiaría mucho si le diéramos tan poco dinero. Estoy conforme con no recibir
nada ni de mamá ni de ustedes, pero deseo comprar Undine y Sintran para mí. ¡Lo he deseado por
tanto tiempo! -dijo Jo, que era un ratón de biblioteca.

-He decidido gastar el mío en música nueva -dijo Beth suspirando, aunque nadie la oyó excepto la
escobilla del fogón y el asa de la caldera.

- Me compraré una cajita de lápices de dibujo; verdaderamente los necesito - anunció Amy con
decisión.

-Mamá no ha dicho nada de nuestro propio dinero, y no desearíaque renunciáramos a todo.


Compremos cada una lo que deseamos y tengamos algo de diversión; me parece que trabajamos
corno unas negras para ganarlo - exclamó Jo examinando los tacones de sus botas con aire
resignado.

- Yo sé que lo hago dando lecciones a esos niños terribles casi to-do el día, cuando deseo mucho
divertirme en casa -dijo Meg quejosa.

-No hace la mitad de lo que yo hago -repuso Jo -. ¿Qué te parecería a ti estar encarcelada por
horas enteras en compañía de una señora vieja, nerviosa y caprichosa, que te tiene corriendo de
acá para allá, no está jamás contenta y te fastidia de tal modo que te entran ganas de saltar por la
ventana o darle una bofetada?

-Es malo quejarse, pero a mí me parece que fregar platos y arreglar la casa es el trabajo más
desagradable del mundo. Me irrita y me pone tan ásperas y tiesas las manos que no puedo tocar
bien el piano -y Beth las miró con tal suspiro, que cualquiera pudo oír esta vez.

-No creo que ninguna de ustedes sufra como yo -gritó Amy-; porque no tienen que ir a la escuela
con muchachas impertinentes, que las atormentan si no llevan la lección bien preparada, se ríen
de nuestros vestidos, defaman a nuestro padre porque no es rico y nos insultan porque no tienen
la nariz bonita.

-Si quieres decir difamar dilo así, aunque mejor sería no usar palabras altisonantes - dijo Jo,
riéndose.

-Yo sé lo que quiero decir, y no hay que criticarme tanto. Es bueno usar palabras escogidas para
mejorar el vocabulario -respondió solemnemente Amy.

-No disputen niñas: ¿no te gustaría que tuviésemos el dinero que perdió papá cuando éramos
pequeñas, Jo? ¡Ay de mí! , ¡qué felices y buenas seríamos si no tuviésemos necesidades! -dijo Meg,
que podía recordar un tiempo en que la familia había vivido con holgura.

-Has dicho el otro día que, en tu opinión, éramos más felices que los niños King, porque ellos no
hacían más que reñir y quejarse continuamente a pesar de su dinero.

-Es verdad, Beth; bueno, creo que lo somos, porque, si tenemos que trabajar, nos divertimos al
hacerlo, y formamos una cuadrilla muy alegre, según Jo.

-¡Jo habla en una jerga tan chocante! -observó Amy, echando una mirada crítica hacia la larga
figura tendida sobre la alfombra.

Jo se levantó de un salto, metió las manos en los bolsillos del delantal y se puso a silbar.

-No hagas eso, Jo, es cosa de chicos.

-Por eso lo hago.

-Detesto a las muchachas rudas, de modales ordinarios.

-Y yo aborrezco a las muchachas afectadas y pedantes.

-"Pájaros en sus niditos se entienden" -cantó Beth la pacificadora, con una expresión tan cómica
que las dos voces agudas se templaron en una risa, y la riña terminó de momento.

-Realmente, hijas mías, ambas merecen censura -dijo Meg poniéndose a corregir a sus hermanas
con el aire propio de hermana mayor -. Tienes ya edad, Jo, de dejar trucos de muchachos y
conducirte mejor. No importaba tanto cuando eras una niña pequeña, pero ahora que eres tan alta
y te has puesto moño, deberías recordar que eres una señorita.

-¡No lo soy! ¡Y si el ponerme moño me hace señorita, me arreglaré el pelo en dos trenzas hasta
que tenga veinte años! -gritó Jo, quitándose la red del pelo y sacudiendo una espesa melena de
color castaño -. Detesto pensar que he de crecer y ser la señorita March, vestirme con faldas largas
y ponerme primorosa. Ya es bastante malo ser chica, gustándome tanto los juegos, las maneras y
los trabajos de los muchachos. No puedo acostumbrarme a mi desengaño de no ser muchacho, y
me-nos ahora que me muero de ganas de ir a pelear al lado de papá y tengo que permanecer en
casa haciendo calceta como una vieja cualquiera -y Jo sacudió el calcetín azul, el color del ejército,
hasta sonar todas las agujas, dejando rodar el ovillo hasta el otro…
Ejercicio 20: Ana Karenina (Leon Tolstoi)

Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial
para sentirse desgraciada.

En casa de los Oblonsky andaba todo trastrocado. La esposa acababa de enterarse de que su
marido mantenía relaciones con la institutriz francesa y se había apresurado a declararle que no
podía seguir viviendo con él.

Semejante situación duraba ya tres días y era tan dolorosa para los esposos como para los demás
miembros de la familia. Todos, incluso los criados, sentían la íntima impresión de que aquella vida
en común no tenía ya sentido y que, incluso en una posada, se encuentran más unidos los
huéspedes de lo que ahora se sentían ellos entre sí.

La mujer no salía de sus habitaciones; el marido no comía en casa desde hacía tres días; los niños
corrían libremente de un lado a otro sin que nadie les molestara. La institutriz inglesa había tenido
una disputa con el ama de llaves y escribió a una amiga suya pidiéndole que le buscase otra
colocación; el cocinero se había ido dos días antes, precisamente a la hora de comer; y el cochero y
la ayudante de cocina manifestaron que no querían continuar prestando sus servicios allí y que
sólo esperaban que les saldasen sus haberes para irse.

El tercer día después de la escena tenida con su mujer, el príncipe Esteban Arkadievich Oblonsky –
Stiva, como le llamaban en sociedad–, al despertar a su hora de costumbre, es decir, a las ocho de
la mañana, se halló, no en el dormitorio conyugal, sino en su despacho, tendido sobre el diván de
cuero.

Volvió su cuerpo, lleno y bien cuidado, sobre los flexibles muelles del diván, como si se dispusiera a
dormir de nuevo, a la vez que abrazando el almohadón apoyaba en él la mejilla. De repente se
incorporó, se sentó sobre el diván y abrió los ojos.

«¿Cómo era», pensó, recordando su sueño. «¡A ver, a ver! Alabin daba una comida en Darmstadt...
Sonaba una música americana... El caso es que Darmstadt estaba en América... ¡Eso es! Alabin
daba un banquete, servido en mesas de cristal... Y las mesas cantaban: "Il mio tesoro"..: Y si do era
eso, era algo más bonito todavía. »

Había también unos frascos, que luego resultaron ser mujeres...»

Los ojos de Esteban Arkadievich brillaron alegremente al recordar aquel sueño. Luego quedó
pensativo y sonrió.

«¡Qué bien estaba todo!» Había aún muchas otras cosas magníficas que, una vez despierto, no
sabía expresar ni con palabras ni con pensamientos.

Observó que un hilo de luz se filtraba por las rendijas de la persiana, alargó los pies, alcanzó sus
zapatillas de tafilete bordado en oro, que su mujer le regalara el año anterior con ocasión de su
cumpleaños, y, como desde hacía nueve años tenía por costumbre, extendió la mano hacia el lugar
donde, en el dormitorio conyugal, acostumbraba tener colocada la bata.
Sólo entonces se acordó de cómo y por qué se encontraba en su gabinete y no en la alcoba con su
mujer; la sonrisa desapareció de su rostro y arrugó el entrecejo.

–¡Ay, ay, ay! –se lamentó, acordándose de lo que había sucedido.

Y de nuevo se presentaron a su imaginación los detalles de la escena terrible; pensó en la violenta


situación en que se encontraba y pensó, sobre todo, en su propia culpa, que ahora se le aparecía
con claridad.

–No, no me perdonará. ¡Y lo malo es que yo tengo la culpa de todo. La culpa es mía, y, sin
embargo, no soy culpable. Eso es lo terrible del caso! ¡Ay, ay, ay! –se repitió con desesperación,
evocando de nuevo la escena en todos sus detalles.

Lo peor había sido aquel primer momento, cuando al regreso del teatro, alegre y satisfecho con
una manzana en las manos para su mujer, no la había hallado en el salón; asustado, la había
buscado en su gabinete, para encontrarla al fin en su dormitorio examinando aquella malhadada
carta que lo había descubierto todo.

Dolly, aquella Dolly, eternamente ocupada, siempre llena de preocupaciones, tan poco inteligente,
según opinaba él, se hallaba sentada con el papel en la mano, mirándole con una expresión de
horror, de desesperación y de ira.

–¿Qué es esto? ¿Qué me dices de esto? – preguntó, señalando la carta.

Y ahora, al recordarlo, lo que más contrariaba a Esteban Arkadievich en aquel asunto no era el
hecho en sí, sino la manera como había contestado entonces a su esposa.

Le había sucedido lo que a toda persona sorprendida en una situación demasiado vergonzosa: no
supo adaptar su aspecto a la situación en que se encontraba.

Así, en vez de ofenderse, negar, disculparse, pedir perdón o incluso permanecer indiferente ––
cualquiera de aquellas actitudes habría sido preferible–, hizo una cosa ajena a su voluntad
(«reflejos cerebrales» , juzgó Esteban Arkadievich, que se interesaba mucho por la fisiología):
sonreír, sonreír con su sonrisa habitual, benévola y en aquel caso necia.

Aquella necia sonrisa era imperdonable. Al verla, Dolly se había estremecido como bajo el efecto
de un dolor físico, y, según su costumbre, anonadó a Stiva bajo un torrente de palabras duras y
apenas hubo terminado, huyó a refugiarse en su habitación.

Desde aquel momento, se había negado a ver a su marido.

«¡Todo por aquella necia sonrisa!», pensaba Esteban Arkadievich. Y se repetía, desesperado, sin
hallar respuesta a su pregunta: «¿Qué hacer, qué hacer?».

II Esteban Arkadievich era leal consigo mismo. No podía, pues, engañarse asegurándose que estaba
arrepentido de lo que había hecho.

No, imposible arrepentirse de lo que hiciera un hombre como él, de treinta y cuatro años, apuesto
y aficionado a las damas; ni de no estar ya enamorado de su mujer, madre de siete hijos, cinco de
los cuales vivían, y que tenía sólo un año menos que él.
De lo que se arrepentía era de no haber sabido ocultar mejor el caso a su esposa. Con todo,
comprendía la gravedad de la situación y compadecía a Dolly, a los niños y a sí mismo…

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