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Sociología urbana:

de Marx y Engels
a las escuelas posmodernas

Francisco Javier
285 Ullán de la Rosa
Sociología urbana:
de Marx y Engels
a las escuelas posmodernas

Francisco Javier
285 Ullán de la Rosa

CIS
Centro de Investigaciones Sociológicas

Madrid, 2014
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Ullán de la Rosa, Francisco Javier
Sociología urbana : de Marx y Engels a las escuelas posmodernas / Francisco Javier Ullán de la Rosa. -
Madrid : Centro de Investigaciones Sociológicas, 2014
(Monografías; 285)
1. Sociología urbana. 2. Teoría sociológica. 3. Urbanismo. 4. Capitalismo y poder
316.33

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ÍNDICE

1. SOCIOLOGÍA URBANA: CONSIDERACIONES EN


TORNO A SU OBJETO DE ESTUDIO E IDENTIDAD
DISCIPLINAR ..................................................................... 1

1.1. UNA DISCIPLINA DE ESCURRIDIZO OBJETO DE ES


TUDIO Y CONSTANTE INFILTRACIÓN INTERDISCI
PLINAR ................................................................................... 1
1.2. EL FRENTE EPISTEMOLÓGICO: LA CRÍTICA AL ES
PACIO URBANO COMO FACTOR DE CAUSALIDAD
SOCIOCULTURAL................................................................ 3
1.3. EL FRENTE INTERDISCIPLINAR: LA SOCIOLOGÍA
URBANA EN EL SENO DE UNA DISCIPLINA URBANA
MÁS ABARCANTE ................................................................ 5
1.4. LAS ÚLTIMAS DOS DÉCADAS: LA IDENTIDAD DE LA
SOCIOLOGÍA URBANA SIGUE AÚN INMERSA EN EL
DEBATE .................................................................................. 6
1.5. UN INTENTO FINAL DE DEFINICIÓN DE LA SOCIO
LOGÍA URBANA ................................................................... 10
1.6. DE LA DEFINICIÓN DEL OBJETO DE LA SOCIOLO
GÍA URBANA A LA HISTORIA DE LA SOCIOLOGÍA
URBANA ................................................................................. 14

2. ESTUDIOS SOBRE LO URBANO EN LA EUROPA


VICTORIANA Y DE LA BELLE ÉPOQUE ........................ 17

2.1. EL CONTEXTO HISTÓRICO Y EPISTEMOLÓGICO ..... 17


2.2. LA CIUDAD COMO VARIABLE DEPENDIENTE: MARX,
ENGELS, TÖNNIES, DURKHEIM Y WEBER .................... 25
2.2.1. Karl Marx (1818-1883) y Friedrich Engels (1820-
1895): la ciudad como expresión del modo de pro-
ducción ......................................................................... 25
VI Índice

2.2.2. Ferdinand Tönnies (1855-1936): lo urbano en


el contínuum comunidad-sociedad ............................ 28
2.2.3. Émile Durkheim (1858-1917): la ciudad como
sistema funcional superorgánico ................................. 32
2.2.4. Max Weber (1864-1920): la ciudad y el proceso
moderno de racionalización ........................................ 37
2.3. LA CIUDAD COMO VARIABLE INDEPENDIENTE:
SIMMEL, SOMBART, HALBAWCHS .................................. 41
2.3.1. Georg Simmel (1858-1918): primeros esbozos de
una teoría psicosocial y culturalista de la ciudad.......... 41
2.3.2. Werner Sombart (1863-1941): la ciudad como
productora de alta cultura ........................................... 46
2.3.3. Maurice Halbawchs (1877-1945): ¿auténtico
padre de la sociología urbana? .................................. 47

3. LA ESCUELA DE CHICAGO Y SU HEGEMONÍA


ENTRE LAS DOS GUERRAS MUNDIALES ......................... 51

3.1. CHICAGO O EL EPÍTOME DE LA NUEVA MODERNI


DAD AMERICANA................................................................ 51
3.2. LA PRIMERA GENERACIÓN DEL DEPARTAMENTO
DE SOCIOLOGÍA DE CHICAGO ....................................... 55
3.3. LA SEGUNDA GENERACIÓN DE LA ESCUELA DE
CHICAGO. BIOLOGICISMO, FUNCIONALISMO Y CUL
TURALISMO ENTRE LA ECOLOGÍA HUMANA Y LOS
COMMUNITY STUDIES ....................................................... 60
3.3.1. Consideraciones generales ................................ 60
3.3.2. La Ecología Humana y su aplicación al estudio
de la ciudad .................................................................. 65
3.3.3. El culturalismo de la Escuela de Chicago: el
urbanismo como una forma de vida y los estudios
etnográficos de las subculturas de Chicago ............... 74
3.3.4. Otros desarrollos teóricos de la Escuela de
Chicago......................................................................... 80
3.3.5. La segunda generación de Chicago y la acción
política. Reformismo y sostenimiento del statu quo
racial en la ciudad: entre el Chicago Area Project y la
Federal Housing Administration ................................. 89
Índice VII

3.3.6. El legado científico: la Escuela de Chicago en-


tre los atisbos de la ciudad posmoderna y las rémo-
ras epistemológicas del paradigma moderno ............. 113
3.4. OTROS APORTES DEL PERIODO: SOROKIN Y ZIM
MERMAN EN HARVARD. SOCIOLOGÍA URBANA EN
GRAN BRETAÑA 19001930 ................................................ 116

4. LA SOCIOLOGÍA URBANA EN EL PERIODO


DE POSGUERRA: EL INICIO DE LA FRUCTÍFERA
RELACIÓN CON EL URBANISMO Y LA TERCE
RA GENERACIÓN DE LA ESCUELA DE CHICAGO
NUEVA ECOLOGÍA HUMANA Y DERIVA CUANTI
TATIVISTA .................................................................. 119

4.1. INTRODUCCIÓN: EL DESEMBARCO DEL URBANIS


MO EN LA SOCIOLOGÍA URBANA .................................. 119
4.2. EL ESTADO, EL CAPITAL Y LOS REFORMADORES SO
CIALES. BREVE SÍNTESIS DEL URBANISMO DE UN
SIGLO 18501960 ................................................................ 120
4.2.1. Los ensanches burgueses. Dublín: el prece-
dente olvidado. El modelo paradigmático del París
haussmaniano. La obra de Ildefonso Cerdà ............... 122
4.2.2. La ciudad-jardín.................................................. 128
4.2.3. El urbanismo planificado y la vivienda como
políticas del Estado de Bienestar: el Despotismo Ilus-
trado del urbanismo racionalista ................................. 145
4.3. SOCIOLOGÍA URBANA EN LOS CINCUENTA Y SESEN
TA. LOS INTENTOS DE EXPLICAR LOS EFECTOS DEL
URBANISMO RACIONALISTA.............................................. 174
4.3.1. Norteamérica: la floración de los estudios so-
bre el suburb ................................................................ 174
4.3.2. Chombart de Lauwe y el nacimiento de la so-
ciología urbana en Francia. De las zonas ecológicas
de París al estudio de la vida en los grands ensem-
bles ................................................................................ 180
4.4. LA ESCUELA DE CHICAGO EN LOS CINCUENTA Y SE
SENTA. EL DECLINAR DE LA HEGEMONÍA .................. 186
4.4.1. La Nueva Ecología Humana .............................. 188
4.4.2. La deriva cuantitativista: la era del análisis fac-
torial .............................................................................. 191
VIII Índice

5. LA NUEVA SOCIOLOGÍA URBANA FINALES DE


LOS SESENTA, PRINCIPIOS DE LOS OCHENTA ....... 197

5.1. SOCIOLOGÍA URBANA Y NUEVOS MOVIMIENTOS


SOCIALES URBANOS: LA NECESIDAD DE BUSCAR
NUEVOS MARCOS TEÓRICOS ......................................... 197
5.2. LA ESCUELA NEOWEBERIANA DE SOCIOLOGÍA UR
BANA....................................................................................... 203
5.2.1. John Rex y Robert Moore: transición entre Eco-
logía Humana y nuevo enfoque neoweberiano ........ 206
5.2.2. Ray Pahl y la Teoría del Estado Corporativo
como gestor de la ciudad ............................................ 209
5.2.3. Peter Saunders: la revisión de las teorías de
Pahl ............................................................................... 213
5.3. LA SOCIOLOGÍA URBANA NEOMARXISTA EN FRAN
CIA .......................................................................................... 216
5.3.1. Henri Lefebvre (1901-1991) y la corriente mar-
xista humanista............................................................. 217
5.3.2. Manuel Castells: el marxismo estructuralista
aplicado a los estudios urbanos .................................. 222
5.4. LA SOCIOLOGÍA URBANA EN LOS ESTADOS UNIDOS
DE FINALES DE LOS SESENTA Y SETENTA .................... 237
5.4.1. La continuidad del funcionalismo ecológico .... 238
5.4.2. David Harvey. La corriente marxista en los Es-
tados Unidos ................................................................ 239
5.4.3. Los criptomarxistas norteamericanos ................ 244

6. LA SOCIOLOGÍA URBANA DE LA CIUDAD POS


MODERNA Y POSINDUSTRIAL A CABALLO ENTRE
EL SIGLO XX Y EL XXI ...................................................... 247

6.1. LA EMERGENCIA DE LA EPISTEMOLOGÍA POSMO


DERNA EN LAS CIENCIAS SOCIALES.............................. 247
6.2. EL PARADIGMA POSMODERNO Y SU PROYECCIÓN
EN LOS NUEVOS MOVIMIENTOS POLÍTICOS, SO
CIALES Y CULTURALES ...................................................... 257
6.3. LA ENCARNACIÓN DEL PARADIGMA CULTURAL
POSMODERNO EN EL URBANISMO Y LA ARQUITEC
TURA DE LA CIUDAD ......................................................... 260
Índice IX

6.4. SOCIOLOGÍA URBANA EN LA BISAGRA FINISECULAR


19802010: ENTRE EL MARXISMO DE LA POSMO
DERNIDAD Y LOS ENFOQUES POSMODERNOS ......... 275
6.4.1. La reformulación de la sociología neomarxista
frente al reto del posmodernismo y la posmoderni-
dad ................................................................................ 275
6.4.2. La sociología urbana posmoderna hasta los
años ochenta ....................................................................... 286
6.4.3. Los noventa y el protagonismo de la Escuela de
los Ángeles ................................................................... 298
6.4.4. La sociología urbana del siglo XXI ................... 304

7. A MODO DE EPÍLOGO. ALGUNAS REFLEXIONES


SOBRE EL PASADO Y EL FUTURO DE LA SOCIOLO
GÍA URBANA ...................................................................... 331

7.1. ALGUNOS EJES CENTRALES EN LA HISTORIA DE LA


SOCIOLOGÍA URBANA ....................................................... 331
7.2. ALGUNAS PROPUESTAS PROGRAMÁTICAS PARA EL
FUTURO INMEDIATO ........................................................ 344

BIBLIOGRAFÍA ................................................................... 349


1. SOCIOLOGÍA URBANA: CONSIDERACIONES EN TORNO
A SU OBJETO DE ESTUDIO E IDENTIDAD DISCIPLINAR

1.1. UNA DISCIPLINA DE ESCURRIDIZO OBJETO DE ESTUDIO


Y CONSTANTE INFILTRACIÓN INTERDISCIPLINAR

Dos características han grabado la identidad de la sociología urba-


na, o, mejor dicho, sus dificultades para encontrar una identidad
definida y estable en la que reconocerse. Son estas la dificultad para
definir su objeto de estudio y su elevada porosidad interdisciplinar.
Características que han llevado a algunos hablar de «carácter un
poco atípico de la sociología urbana» (Mela, 1996: 13). Se trata este
de un problema que la disciplina arrastra desde sus mismos orígenes
históricos.
Los fundadores de la sociología no reconocieron a la ciudad
como un objeto de estudio en sí misma (Saunders, 1981; Bettin,
1982; Savage y Warde, 1993; Merrifield, 2002). Aunque los autores
habían dedicado muchas páginas a analizar fenómenos que más tarde
recaerían de lleno dentro de la zona de influencia del territorio sub-
disciplinar, como los problemas derivados de las condiciones de vida
urbanas, lo habían hecho en tanto que fenómenos producidos por la
estructura y la dinámica social más abarcante, la del proceso histórico
de modernización/industrialización, considerando a la ciudad como
un escenario privilegiado de dichos procesos, por ser el lugar donde
sus efectos se manifestaban con mayor intensidad, pero no como un
subsistema social dotado de autonomía suficiente para justificar una
atención especializada.
Desde principios del siglo XX, sin embargo, algunos autores,
como Simmel, Sombart o Holbawchs, empezaron a fijarse en la ciu-
dad como tal y no como simple emanación del sistema social mayor.
Pueden considerarse, en ese sentido, los pioneros de la sociología
urbana, aunque no llegaron a establecer un proyecto sistemático y
coherente de creación de una nueva subdisciplina. Ni siquiera se lo
plantearon, de hecho. Sus intereses eran particulares, sin visión de
conjunto, y diferentes: Simmel (1903, 1908) y Sombart (1907) se
2 Francisco Javier Ullán de la Rosa

dedicarían a estudiar la ciudad en tanto lugar de producción de ras-


gos culturales y de personalidad específicos (lo cual les da más méri-
tos para ser considerados padres de la antropología cultural y psico-
lógica que de la sociología urbana sensu stricto), mientras Halbawchs
(1908) se interesará fundamentalmente por el aspecto material, el
entorno construido, de la ciudad, por la vivienda y el urbanismo,
como factores de producción de relaciones sociales. Con su decidi-
da apuesta por los fenómenos socioespaciales fue este ultimo quien
más precozmente exploró la que habría de ser la seña principal de
identidad de la sociología urbana frente a otras subdisciplinas que
también estudiaban (o estudiarían más tarde) la ciudad. Y es por ello
que es necesario reclamarlo como uno de los padres de la sociología
urbana junto con algunos exponentes de la primera generación de la
Universidad de Chicago.
Siguiendo aquellas incursiones pioneras, sería la segunda genera-
ción de sociólogos de Chicago, la conocida como Escuela de Ecología
Humana, la primera en definir explícita y sistemáticamente el objeto
de estudio específico de la sociología urbana, alumbrando definiti-
vamente su nacimiento como disciplina, pero también el de la an-
tropología urbana, como es reconocido por la gran mayoría de obras
sobre la historia de esta (Eames y Goode, 1977; Hannerz, 1980; Low,
1999; Cucó, 2004). La separación entre competencias sociológicas y
antropológicas no estaba dentro de su programa inicial. La Escuela de
Chicago convertiría la ciudad en objeto de estudio por medio de un
aparato teórico que adaptaba los conceptos de la ecología biológica
al estudio de los fenómenos sociales. La sociedad va a ser vista como
un ecosistema más, de naturaleza antrópica, cuyas relaciones vienen
determinadas por la adaptación al ambiente y las leyes de la selec-
ción natural. Cada ciudad constituye, en esta lógica, un subsistema
ecológico, sus barrios otros tantos nichos. El objeto de los estudios
urbanos es, pues, dicho ecosistema, entendido como un espacio deli-
mitado físicamente (el entorno antrópico construido) y las relaciones
sociales que se establecen entre los que lo habitan. Relaciones que no
son meros productos del sistema social en su conjunto sino que están
ligadas en una relación sistémica a las características y las lógicas del
ecosistema urbano.
En los años cincuenta, la aplicación a los estudios sobre la ciu-
dad del organigrama metódicamente diseñado por Parsons (1951)
para acotar los objetos de estudio de las distintas disciplinas sociales,
quebró la unión entre ecología (espacio) y estudios de comunidad
Sociología urbana: consideraciones en torno a su objeto de estudio... 3

(cultura). El espacio sería desde entonces el feudo «natural» de la so-


ciología urbana mientras la cultura era entregada a la nueva disciplina
que ahora nacía del padre chicaguense: la antropología urbana.
A partir de los años sesenta, la llamada Nueva Sociología Urbana
se planteara una revisión profunda del marco teórico de la Ecología
Humana, considerado deficiente, abriendo una caja de Pandora que
a punto estaría de liquidar recién nacida la disciplina. La furia edípica
contra el padre chicaguense se manifestó en una puesta en cuestiona-
miento del propio estatuto de la sociología urbana, de su pertinencia
como tal. Y ello desde dos frentes, el epistemológico y el interdisci-
plinar, que pueden considerarse como distintos aunque en muchas
ocasiones han actuado en estrecha colaboración.

1.2. EL FRENTE EPISTEMOLÓGICO: LA CRÍTICA AL ESPACIO


URBANO COMO FACTOR DE CAUSALIDAD SOCIOCULTURAL

Regresando al estructuralismo sistémico de los primeros sociólogos


y a un etnocentrismo parcialmente inconsciente, que confundía la
parte (Occidente) por el todo (mundo), algunos autores van a negar
cualquier papel de causalidad al entorno construido, rebajándolo de
nuevo al rango de variable dependiente del sistema social. La primera
en abrir fuego fue quizá Ruth Glass en 1955 desde Gran Bretaña: «No
hay un objeto propio de la sociología urbana con identidad distintiva
propia» (Glass, 1989 [1955]: 51), escribió: «En un país altamente ur-
banizado como Gran Bretaña, la etiqueta ‘urbano’ puede aplicarse a
casi cualquier rama de los actuales estudios sociológicos. En esas cir-
cunstancias carece absolutamente de sentido aplicarla» (Glass, 1989
[1955]: 56). Diez años después, Gideon Sjoberg identifica tres difi-
cultades fundamentales en la sociología urbana: la especificación de
sus objetos clave, el establecimiento de los límites entre el subsistema
ciudad y el sistema social general y, su etnocentrismo (el estudio de
lo urbano se había limitado hasta entonces al de la ciudad occidental,
con ausencia de enfoque comparativo y de una teoría general univer-
sal) (Sjoberg, 1965).
El ataque más conocido provino de la pluma de Manuel Castells,
quien, en su primera reflexión sobre el tema, en 1968, se pregun-
taba Y a-t-il une sociologie urbaine? (¿Existe la sociología urbana?).
Pregunta que volvería a formular en su obra La question urbaine, de
1972. En ella, Castells, con el objetivo de salvar la sociología urbana,
4 Francisco Javier Ullán de la Rosa

elabora un programa para depurarla de toda traza de determinismo,


e incluso causalidad, espacial. Parafraseando la metáfora marxiana del
fetichismo de la mercancía, Castells denuncia la causalidad espacial
como pura ideología, «fetichización» del espacio, una representación
imaginaria que impide ver la verdadera realidad: el espacio es siempre
una expresión de la estructura social, es conformado por el sistema
económico, político e ideológico, el modo de producción, la econo-
mía política (Castells, 1972). Predominancia de lo relacional sobre lo
físico que ya había sido (re)introducida por su maestro en Nanterre,
Henri Lefebvre, en La somme et la reste (1959). En la contemporanei-
dad esa economía política es la del capitalismo y, al estar sus lógicas
presentes en todo el planeta (campos, ciudades, primer y tercer mun-
do) no tiene sentido singularizar a la ciudad dentro del sistema. Si
la ciudad fuera una variable independiente habría que suponer que
existen ciertas prácticas sociales que solo se observan en ciudades.
Esto no se sostiene empíricamente, nos dice Castells. Si el objeto de
estudio fuera el espacio, habría que suponer que el compartirlo con-
duce a cierto tipo distintivo de prácticas sociales. En cambio, son los
tipos de relaciones sociales entre personas y no su proximidad física
los que dan forma a las prácticas sociales. La proximidad con tu veci-
no puede llevarte a amarlo u a odiarlo, el tipo de relación no se puede
extraer a priori de la variable espacial (Castells, 1974).
El debate sobre el objeto de estudio continuó a lo largo de los
ochenta y noventa. Con la llegada de la globalización (tanto como
fenómeno empíricamente observable que como moda e ideología
académica) prendieron de nuevo con fuerza las viejas ideas evolucio-
nistas que veían en la historia la consumación de un proceso global,
inescapable, de urbanización. «Empíricamente —dice Zukin— si
procesos globales de urbanización y “metropolitanización” cubren la
faz de todas las sociedades, entonces el estudio de las ciudades per se
se revela superfluo. Metodológicamente, si las ciudades se limitan a
reproducir las contradicciones de una estructura social dada, enton-
ces el estudio de las ciudades es esencialmente idéntico al estudio de
la sociedad en su conjunto» (Zukin, 1980: 6)
A principios de los ochenta, el neoweberiano Saunders, desde
un enfoque menos materialista que el de Castells, volvía de nuevo a
subsumir la especificidad de la ciudad en el magma amorfo del sis-
tema social general. En las sociedades modernas, argumentaba, con
su alta movilidad social y geográfica y la permeabilidad capilar de
la cultura difundida por los medios de comunicación de masas, no
Sociología urbana: consideraciones en torno a su objeto de estudio... 5

tiene sentido considerar a la ciudad o al campo como sistemas so-


ciales autocontenidos. No hay actividades sociales que se produzcan
únicamente en la ciudad o en el campo (Saunders, 1981). Y unos
años más tarde Sauvage y Warde afirmaban con toda rotundidad que
la sociología urbana no tiene objeto teórico y que la etiqueta de «ur-
bano» es «mayormente una bandera de conveniencia» (Savage and
Warde, 1993: 2).

1.3. EL FRENTE INTERDISCIPLINAR: LA SOCIOLOGÍA URBANA EN


EL SENO DE UNA DISCIPLINA URBANA MÁS ABARCANTE

El segundo ataque a la identidad distintiva de la sociología urbana


no provino de aquellos que ponían en duda la naturaleza causal, es-
tructurante, del entorno antrópico urbano sino, por el contrario, de
quienes la defendían con convicción.
Muchos académicos concluyeron que si el espacio urbano posee
unas características tan definidas se hacía necesario, para poder ana-
lizarlo en toda su complejidad, no dividir sino, al contrario, volver a
reunir los distintos enfoques urbanos dispersos transversalmente por
las grandes disciplinas sociales clásicas. El movimiento en pro de crear
una nueva «disciplina de disciplinas», centrada en torno al núcleo de
coalescencia de lo espacial, puede y debe entenderse en el contexto
más amplio de la reacción posmoderna al paradigma de la moderni-
dad y su proyecto de división racional de las esferas del conocimiento,
tachado de mera ideología (Beck, 1992; Khan, 2001). Esta reacción
acabó desembocando en el nacimiento de los llamados Urban Studies,
considerados ya a principios de los sesenta en los Estados Unidos
como «un campo académico emergente» (Woodbury, 1960; Gutman
y Popenoe, 1963). Este movimiento de «ecumenismo urbano» fue
protagonizado fundamentalmente por y desde las universidades an-
glosajonas, y es en buena parte fruto de su estructura organizacional
flexible, dispuesta ya de entrada a la interdisciplinaridad. Es en este
mundo anglosajón donde la nueva disciplina iría progresivamente to-
mando cuerpo, con el surgimiento de departamentos, títulos univer-
sitarios, revistas especializadas y muchos manuales (Sinha y Achuta
Rao, 1968; Walsh, 1971; Gloor, 1974; Loewenstein, 1977; Montero,
1978; Phillips y LeGates, 1981; Rand Corporation, 1986, 1995;
Steinbacher.y Benson, 1997; Paddison, 2001; Gottdiener y Budd,
2005; Patel y Deb, 2009; Hutchison, 2010) y en ella convergieron
6 Francisco Javier Ullán de la Rosa

geógrafos, antropólogos, sociólogos, o urbanistas, entre otros. Uno


de los grandes difusores de los Urban Studies fue la casa editorial
Sage, como puede observarse en la cantidad de manuales y obras
publicadas bajo ese sello.
En ese mundo anglosajón, la convergencia entre disciplinas fue
especialmente fuerte, en el caso de la sociología y la geografía urbanas.
En los años setenta y ochenta, con la intermediación del neomarxis-
mo entonces imperante, «la distinción entre los dos campos disci-
plinarios parece desaparecer casi completamente» (Mela, 1996: 18).
Ejemplo paradigmático son los trabajos del geógrafo neomarxista
David Harvey (1973, 1985a y b, 1987 a y b), prácticamente indis-
tinguibles de los de los sociólogos. La interdisciplinariedad recibiría
un ulterior empujón cuando la irrupción del paradigma posmoderno
en todas las ciencias sociales condujo a la geografía, la sociología y la
antropología urbanas a estudiar los aspectos semióticos y subjetivos
de la ciudad y su espacio construido. Enfoque que ha continuado en
autores como los de la llamada Escuela de los Ángeles (Scott, 1986;
Soja, 1990; Davis, 1990), que son reclamados respectivamente por la
geografía (Racine, 1996), la sociología (Dear y Dishman, 2001) o la
antropología (Cucó, 2004) como «de los nuestros».

1.4. LAS ÚLTIMAS DOS DÉCADAS: LA IDENTIDAD DE LA


SOCIOLOGÍA URBANA SIGUE AÚN INMERSA EN EL DEBATE

Desde aquellos lejanos días de Glass (1955) o Sjoberg (1965) el de-


bate acerca del objeto disciplinar en el seno de la sociología urbana
no ha cesado pero la capacidad de resiliencia de la disciplina, incluso
en medio de sus más agudos ataques existenciales, es sorprenden-
te. Como nos advierte Zukin a propósito de los nuevos sociólogos
urbanos que pusieron en duda el objeto de estudio: «Sin embargo,
[todos ellos] —Castells no menos que otros— han continuado ge-
nerando estudios bajo esa rúbrica» (Zukin, 1980: 9). En efecto, la
pregunta que se hacía Castells en 1968 no fue nunca otra cosa que
mera retórica para llamar la atención sobre sus propias tesis en socio-
logía urbana. Sus invectivas contra la «fetichización» del espacio en
absoluto suponen una cancelación del mismo en sus investigaciones
sino tan solo una reformulación de su papel. Para Castells, el espacio
urbano si bien quizá no sea estructurante, no deja de estar ahí. La
metáfora empleada (un poco confusamente) por él mismo (1974) es
Sociología urbana: consideraciones en torno a su objeto de estudio... 7

la de un juego de ajedrez que se juega en un tablero abierto y diná-


mico. Este tablero es el modo de producción (que no la ciudad): es
el quien establece las reglas del juego, lo que las piezas pueden hacer.
Como en el juego del ajedrez, las piezas están constantemente en
movimiento, redefiniendo a cada turno las relaciones estructurales
entre ellas. Castells dice estar interesado no en el tablero en sí sino
en las piezas, o mejor dicho en sus relaciones de ataque y defensa, es
decir, en sus luchas de clase. Aun así la ciudad sigue estando absolu-
tamente presente en sus análisis, como escenario pero también como
actor porque Castells no se dedica a estudiar indiscriminadamente
todas las «piezas» del tablero sino que decide posar su lente sobre un
tipo muy concreto: aquellas que ocupan «casillas» urbanas. Así, su
estudio de los movimientos sociales una Sociologie des mouvements
sociaux urbains (1974). El espacio urbano, aunque no sea nada más
que como factor delimitante y no estructurante está en cualquier caso
bien presente. Quizá no fuera en ese momento una sociología de la
ciudad pero nunca dejó de ser una sociología en la ciudad. No serán
quizá las relaciones entre el espacio construido y la sociedad pero son
aún las relaciones sociales en el espacio construido. Más tarde, sin
embargo, al desarrollar su teoría de la sociedad-red y del espacio de
los flujos, Castells volvería de nuevo a retomar la idea fundante de
la sociología urbana en Chicago: la de la ciudad como subsistema
dentro del sistema social. Castells retomará, entre otros, los trabajos
de Berry («Las ciudades son sistemas dentro de sistemas de ciudades»
[Berry, 1964: 147]). En Castells, el sistema social es la sociedad-red
globalizada del capitalismo informacional, en la cual las ciudades no
son meros escenarios donde ocurren cosas sino que cumplen una
función fundamental en tanto tales: son los nodos del sistema-red,
que producen y consumen los diferentes flujos de los que el sistema
esta hecho. Por si fuera poco Castells es uno de los impulsores de lo
que se ha revelado en las últimas décadas como un objeto emergente
de la sociología urbana, uno que, ya por sí solo podría justificar su
supervivencia disciplinar: el estudio de la gobernanza y, más con-
cretamente, de la gestión política de los problemas urbanos en las
grandes aglomeraciones metropolitanas (Castells y Borja, 1998). Esta
es, de hecho, la única posibilidad de salvación que le conceden ne-
gacionistas radicales como Savage y Warde, para quienes es la única
dimensión de los estudios urbanos que no puede ser reducida a otras
disciplinas. Las ciudades son en sí mismas instituciones políticas que
necesitan información rigurosa y sistematizada para poder gestionar la
8 Francisco Javier Ullán de la Rosa

vida social en su territorio. Lo único que puede distinguir a la sociolo-


gía urbana, nos dicen Savage y Warde, es su proyecto de elaboración
de un cierto marco teórico para entender estos problemas. Así, aun-
que algunos pretendan reducir el rol del sociólogo urbano al de un
mero «intermediario entre la teoría social y los problemas urbanos»
(Savage y Warde, 1993: 2), ni estos, ni Castells, ni la mayoría de los
que pusieron seriamente en cuestión el futuro de la sociología urba-
na, se han atrevido a liquidarla del todo.
Tampoco en el otro frente los ataques han desembocado en con-
quista ni rendición. A pesar de la aparición, hace ya cincuenta años,
de un rival tan fuerte como el proyecto multidisciplinar de los Urban
Studies, la sociología urbana sigue hoy existiendo (o más bien coexis-
tiendo) en el seno de la gran familia de las ciencias sociales. Y ello
tanto en Norteamérica (donde los Urban Studies cuajaron con mu-
cha fuerza) como en Europa donde (con excepción de la universidad
británica) no lo hicieron. En la Europa continental, una estructura
universitaria más rígida hizo prevalecer la inercia de las comparti-
mentalizaciones académicas ya establecidas. Y es particularmente en
Francia, principal foco de la nueva sociología urbana en los sesenta
y ochenta y, con una aristocracia universitaria particularmente fuerte
(magistralmente fotografiada por Bourdieu en su Homo Academicus
[Bourdieu 1984]) donde la resistencia a derribar muros ha sido quizá
mayor. Y ello a pesar de ser el foco más fuerte de las corrientes filosó-
ficas y epistemológicas posmodernas, con sus Foucault, Baudrillard,
Lyotard, Barthes, Deleuze, Guattari... Véanse como prueba los si-
guientes fragmentos que describen el estado de la cuestión en el mun-
do francófono en los albores del siglo XXI:
No hay casi comunicación entre los dos grupos de investigadores
que se ocupan de la ciudad [los sociólogos y los geógrafos]. Los se-
gundos tienen la impresión de que los primeros hablan de una enti-
dad tratada in absentia, es decir, de un ser sin cuerpo, sin substancia
ni lugar […] A lo que los primeros replican que los otros analizan
un cuerpo sin alma, pues la ciudad, siguiendo a Aristóteles y San
Agustín, es un conjunto de hombres antes que ser un conjunto de
piedras (Corboz, 2001: 25).

¿Es esta supervivencia de la separación académica de las di-


ferentes ciencias de lo urbano una mera reacción tribal del Homo
Academicus? No, las posiciones no son fruto únicamente del interés
político disciplinar: existen también quienes las defienden en aras de
Sociología urbana: consideraciones en torno a su objeto de estudio... 9

un renovado positivismo. Un ejemplo en este sentido es la obra de los


geógrafos urbanos Pumain y Robic Théoriser la ville (1996). En este
ensayo, tras haber reconocido, en lo que puede considerarse como un
antimanifiesto de la interdisciplinaridad que «no existe, sin embargo,
una teoría unificadora que explique de manera satisfactoria los diver-
sos aspectos del fenómeno urbano» afirman su voluntad de limitarse
«a las teorías de la ciudad» que la piensan como un objeto geográfico.
Excluimos, por tanto, las interpretaciones que parten de un enfoque
más bien sociológico como, por ejemplo, todas aquellas que definen
la ciudad como «el lugar de maximización de la interacción social»
(Pumain y Robic, 1996: 108). Este planteamiento tan atomizador
supone un repliegue defensivo que trata de salvar una identidad pro-
pia ante la amenaza de dilución del objeto de estudio geográfico en
el océano de los estudios urbanos pero también deja traslucir una
convicción de cuño modernista.
La geografía urbana atraviesa por procesos muy similares a los de
la sociología urbana: dividida entre los defensores a ultranza de los
confines disciplinares y los partidarios de un acercamiento interdisci-
plinar. Entre los segundos, y sin volver a mencionar al más conocido
Harvey, tenemos, de nuevo en Francia, la geografía humanista de
Racine (1996). Pero es de la primera posición de la que cabe ahora
hablar. Esta posición está perfectamente ilustrada en la obra colecti-
va de Derycke et al. Penser la ville: théories et modèles (1996), en la
cual se incluye el citado texto de Pumain y Robic: un volumen que
intenta regresar a paradigmas puramente espaciales en la tradición
de Crystaller (1933). En estos autores no hay ni una sola mención a
la gente, sea como individuos o como grupos. Lo que se propone es
el enfoque ecológico, pero en una versión no humanista del mismo,
muy diferente de la que desarrolló la Ecología Humana de la Escuela
de Chicago. Los textos dejan muy claro que la disciplina ha de cen-
trarse en el estudio de la ciudad como organismo físico-espacial y del
sistema espacial de ciudades en el que esta se inserta, sin entrar en su
composición social interna. Es como si se estudiara la ciudad como
un bosque, describiendo su forma tal y como se ve desde el aire, sus
movimientos en el espacio (es decir, su expansión o contracción a lo
largo del tiempo), su interacción con el entorno y con otros ecosiste-
mas (otros bosques, sabanas, ríos, tierras cultivadas) pero sin decirnos
nada de la composición y funcionamiento de los animales y plantas
que en él viven y le dan vida. Esta geografía urbana purista ha encon-
trado sus señas de identidad, por el contrario, en una hiperreificación
10 Francisco Javier Ullán de la Rosa

de la ciudad, concentrándose en estudiarla como un organismo físico


(o biológico) con existencia propia al margen de sus elementos cons-
tituyentes.
El reduccionismo geográfico de los Derycke y compañía es un
ejercicio de hiperespecialización disciplinar que intenta levantar ba-
rreras rígidas para detener el trasvase interdisciplinar. También prove-
niente de Francia y siempre con el objetivo de contrarrestar el avance
de unos Estudios Urbanos generales es la propuesta del sociólogo
Grafmeyer (1994) defendiendo la irreductibilidad de los siguien-
tes tres enfoques: el morfológico-funcional (terreno de la geografía
urbana), el puramente funcional (feudo de la economía urbana), y
el relacional (que sería, finalmente, el de la sociología urbana). Los
tres enfoques tienen un denominador común, el análisis del espacio
como factor estructurante de lo humano pero cada uno de ellos se
ocuparía de una dimensión diferente de dicha actividad.

1.5. UN INTENTO FINAL DE DEFINICIÓN DE LA SOCIOLOGÍA


URBANA

Los apartados anteriores quizá hayan confundido al lector y le hayan


dejado con la impresión de que deseamos concluir este capítulo con
una declaración de impotencia con respecto al estatuto de la socio-
logía urbana. Nada más lejos de nuestra intención. Planteados todos
los problemas y analizados los principales debates en el seno de la
disciplina, quiero ahora intentar restituir a la sociología urbana la
identidad puesta bajo sospecha y ofrecer una definición de la misma
que sea al mismo tiempo lo más acotada, operativa, y actualizada
posible. Soy consciente de que la definición perfecta no existe y que
lo que ofrezco a continuación es un acercamiento a la cuestión que
puede ser sometido a ulterior crítica y a debate pero soy así mismo
consciente de que una historia de la sociología urbana, como la que
se presenta en este libro, necesita de una definición de la disciplina,
por muy imperfecta o abierta a discusión que esta pueda ser. Y, en
aras de alcanzar dicho objetivo, se debe partir, en mi opinión, del
necesario cumplimento de dos condiciones iniciales:

1) La separación analítica de la ciudad de los procesos macroprocesos


sociales sistémicos y la superación del mito de un planeta total-
mente urbanizado. Dicho de otro modo: si la ciudad puede
Sociología urbana: consideraciones en torno a su objeto de estudio... 11

observarse como un objeto de análisis en sí mismo es porque


existen límites, diferencias, entre esta y otras formas de orga-
nizar a las personas en el espacio. La ciudad debe entenderse
como un territorio antrópico «urbanamente» construido que
se diferencia de otras formas de transformación antrópica del
espacio, como las rurales o las de la vida nómada. Como han
señalado Arnould et al. (2009) la predominancia de lo urbano
no quiere decir que no exista ya lo rural. Lo que ocurre es que
no hay separación dicotómica, sino un contínuum, algo que,
por cierto, ya decía Tönnies (1947 [1887]). Lo rural y lo urba-
no se entremezclan de forma dinámica para dar lugar a innu-
merables combinaciones que, no en todos los casos, caminan
en el sentido unilineal apuntado por el evolucionismo moder-
no. Y al mismo tiempo que hay urbanización, se observa, en
los países más centrales del sistema-mundo una creciente vuel-
ta al campo, a la agricultura ecológica, por ejemplo.
2) La aceptación sin ambages de la recíproca relación, estructurada y
estructurante a la vez, entre espacio urbano construido y procesos
sociales (actores y relaciones entre ellos). Así ha sido reconocido
implícita o explícitamente hasta la saciedad, por la mayoría de
los grandes sociólogos urbanos (Frey, 2003). La sociología ur-
bana encuentra su razón básica de ser en el estudio de los pro-
cesos sociales que dan forma a la morfología física del espacio
construido y en el estudio de las formas en que dicho espacio
construido condiciona las relaciones sociales que se desarrollan
en su seno. Es decir, en relación sistémica de retroalimentación
entre espacio y sociedad.

Una definición razonable de sociología urbana debe saber com-


binar y cultivar estas dos dimensiones refrenando sus tentaciones de
expandir su objeto de estudio en otras direcciones. Esa definición
podría, entre otras posibles fórmulas, resumirse en la siguiente: sub-
disciplina de la sociología que se especializa en el estudio de las funciones
de los subsistemas sociales urbanos dentro del sistema social general y en
el estudio de las relaciones sistémicas entre el espacio construido urbano y
los procesos sociales que en este —y exclusivamente en este, lo que excluye
otros espacios o hábitats como el rural— se desarrollan. La sociología
urbana es la disciplina que se centra en la dimensión sistémica y estruc-
tural de la ciudad: en el rol de las ciudades en el sistema social mundial
(siguiendo la estela de Castells o Sassen); en el estudio de la relación
12 Francisco Javier Ullán de la Rosa

sistémica entre la forma espacial y la estructura social analizando cómo


diferentes estructuras espaciales generan (o no) diferentes estructuras de
relaciones sociales y modos de interacción social. La sociología urbana es
aquella que continua en la senda ecológica, estudiando la distribución
de los varios grupos y actividades en el espacio y las relaciones entre es-
tos; y debe añadir a todo ello una dimensión práctica que le dé recono-
cimiento y sentido en la sociedad, estudiando las causas, consecuencias
y posibles soluciones de los problemas urbanos (congestión, contamina-
ción, desigualdad, pobreza, crimen, vivienda) siguiendo la estela de los
fundadores de la sociología. Esta última dimensión aplicada la conduce
inexorablemente también al estudio de la política urbana, aún a riesgo
de meter un pie en el huerto de la ciencia política.
La sociología urbana puede y debe apoyarse en los estudios cul-
turales que hace la antropología, así como, en los estudios más pu-
ramente espaciales de la geografía, pero debe resistir a la tentación
de convertirlos en sus objetivos de investigación. Así, una sociología
urbana con identidad debe dejar a la antropología urbana el estudio
de ciertas temáticas (que a veces, sin embargo, figuran en los catá-
logos de la sociología urbana), como la teorización sobre la existen-
cia de experiencias, valores o estilos de vida urbana universales o los
imaginarios culturales que construyen las identidades idiosincráticas
de barrios y ciudades. No hacerlo sería despojar a la antropología
urbana de su objeto específico de estudio, minando su razón de ser
como subdisciplina propia y haciendo a ambas, en la práctica, in-
distinguibles (lo cual no dejaría de ser más que volver a los orígenes
chicagüenses de la disciplina: una posición que tiene sus defensores,
pero que no es la que se pretende defender en esta obra).
Otra cuestión fundamental es la relación entre la sociología urba-
na y el urbanismo. Al hacer de la relación espacio construido/estruc-
tura y procesos sociales el objeto central de la disciplina, la sociología
urbana sella una alianza indisoluble con la ciencia del urbanismo en
la cual también se hace a veces difícil establecer fronteras nítidas.
Desde al menos mediados del XIX la construcción del espacio urba-
no (las características de sus edificios, residenciales o no; sus espacios
no construidos, públicos o privados; la forma en que todos ellos se
distribuyen en el territorio; la gestión del tráfico…) ha dejado de ser
un proceso espontáneo en muchas ciudades para convertirse en un
fenómeno planificado por un conglomerado de actores sociales (pú-
blicos y privados) de acuerdo a un conjunto de directrices técnicas,
legales e ideológicas. La importancia de esta construcción planificada
Sociología urbana: consideraciones en torno a su objeto de estudio... 13

del espacio (o, inversamente, de la no planificación del mismo) para


las relaciones sociales que en él se dan es tan grande que obliga a
cualquier historia de la sociología urbana a convertirse, de alguna
manera, también en una historia del urbanismo o de la forma urba-
na. El lector descubrirá a lo largo de los próximos capítulos que esa
ha sido nuestra apuesta. Pero dicha alianza con el urbanismo, tampo-
co se le escapará al lector, nos devuelve de nuevo, como en un bucle
sin fin, al problema de los límites disciplinares. Fijar fronteras entre
la sociología urbana y el urbanismo no es tan difícil, sin embargo: la
sociología es una ciencia teórica, explicativa, mientras que el urbanis-
mo es básicamente una disciplina técnica, aplicada. La misión de la
sociología urbana en ese sentido es teorizar los planteamientos urba-
nísticos concretos, relacionándolos con el contexto social e histórico
más abarcante. El problema viene de nuevo con subdisciplinas como
la antropología cultural. A los sociólogos urbanos, evidentemente, no
escapa que el urbanismo tiene una dimensión cultural muy fuerte los
edificios, el diseño de la ciudad, obedecen a códigos culturales éticos
y estéticos determinados. Ni el urbanismo ni su compañera aún más
técnica, la arquitectura, son ciencias exactas desprovistas de contexto
social y valores culturales. Las ciudades y los edificios se diseñan de
maneras determinadas para emitir mensajes determinados y cumplir
funciones determinadas de acuerdo a ideas culturalmente construidas
sobre las formas más deseables de organizar el espacio y a la gente
en él. Ahora bien, hemos dicho que el estudio de la dimensión es-
trictamente cultural pertenece a la antropología urbana. Pero ¿cómo
estudia la sociología urbana los efectos del urbanismo sobre el sistema
social sin penetrar en este campo de la semiótica y la ideología urba-
nística? La respuesta es: no puede y, de hecho, lo hará, lo cual es, de
alguna manera, volver a introducir la antropología en la sociología
urbana por la puerta de atrás del urbanismo. Como vemos, es muy
difícil desembarazarse completamente del dilema de los límites sub-
disciplinares.
A pesar de todo ello, a pesar de esta innegable labilidad, creo
que podemos afirmar que la sociología urbana posee atributos para
reclamar una identidad propia. Ello no quita para que sus fronteras
sigan siendo imprecisas, preñadas de yuxtaposiciones y de intersticios
por los que se cuelan los vientos de otras disciplinas. Esa será siempre
una de sus señas de identidad, inevitable. Una marca al hierro que
emerge de su nacimiento en un territorio de frontera: en el confín
entre lo espacial (la ciudad como realidad física, que le da su raison
14 Francisco Javier Ullán de la Rosa

d’être) y lo estructural-sistémico (los procesos del sistema social que se


manifiestan en la ciudad pero no son solo un producto de la ciudad).
Trazar los límites entre estas dos esferas, lo espacial concreto y lo
sistémico supraespacial, será siempre una tarea espinosa. Una posible
solución para zafarnos de una vez por toda de este debate puede estar
en propuestas como la de Racine (1996) o Kauffman (2001, 2009),
quienes abogan por una tercera vía para la sociología urbana a medio
camino entre el aislacionismo y la absorción en el seno de los Urban
Studies. Una tercera vía que, partiendo de esta definición razonable
de un objeto de estudio propio, relativiza dicho objeto reconociendo
su naturaleza fundamentalmente instrumental, heurística, no absolu-
ta, y plantea a partir de ahí la necesidad ineludible de construir una
confederación (que no absorción centralista) de disciplinas urbanas
para caminar, juntos todos, pero desde una eficiente división acadé-
mica del trabajo, hacia el futuro.

1.6. DE LA DEFINICIÓN DEL OBJETO DE LA SOCIOLOGÍA URBANA


A LA HISTORIA DE LA SOCIOLOGÍA URBANA

Si el objeto de estudio de la sociología urbana ha tenido desde sus


inicios problemas de definición de ello ha de seguirse, con meridiana
lógica, que tampoco la historia de la disciplina presentará un cuerpo
teórico de nítida silueta. En efecto, hasta un cierto punto, así es. «La
historia de la sociología urbana es discontinua, imposible de reducir
a una evolución lineal alrededor de un único tema» (Saunders, 1981:
10), nos dice uno de sus más conocidos exponentes. Y citando las pa-
labras de otro, esta característica convierte a la producción sociológica
urbana en «un agregado heterogéneo de resultados de investigación
que giran en torno a cuestiones y problemas formulados de manera
diversa en el curso de debates surgidos en momentos históricamente
diferentes y en contextos nacionales con problemas sociales y territo-
riales no siempre comparables» (Mela, 1996: 16).
Punto de partida que no debe descorazonar a quien pretende,
como es el caso, realizar una crónica histórica de la disciplina. Una
disciplina tan fragmentada como esta (en escuelas, estudios regiona-
les, autores individuales difíciles de colocar en cajones categoriales)
constituye, sin duda, no solo un reto para la historia de las ciencias
sino una necesidad, pues es absolutamente obligado ofrecer al públi-
co (sea especialista o general) algún tipo de mapa cognitivo que le
Sociología urbana: consideraciones en torno a su objeto de estudio... 15

permita navegar por su intrincada red fluvial de autores y escuelas.


Este libro pretende ser un ejercicio clasificatorio y descriptivo que
reduzca la diversidad fenomenológica que presenta la producción
sociológica sobre la ciudad a unos mínimos esquemas panorámicos
que ayuden a comprender los principales debates, propuestas teórico-
metodológicas, líneas de investigación y resultados obtenidos por la
disciplina desde mediados del siglo XIX hasta nuestros días.
2. ESTUDIOS SOBRE LO URBANO EN LA EUROPA
VICTORIANA Y DE LA BELLE ÉPOQUE

2.1. EL CONTEXTO HISTÓRICO Y EPISTEMOLÓGICO

El estudio de la ciudad en el contexto de los problemas


provocados por la industrialización capitalista

Como es de sobras conocido, la sociología como disciplina científica


surge, con ese nombre (es Auguste Comte, el padre del positivismo,
quien lo acuña) en el intento de comprender las enormes transforma-
ciones que el capitalismo y los paralelos procesos de modernización
estaban operando sobre el tejido social, económico, político y cultu-
ral de los países industrializados. El espectacular crecimiento de las
ciudades desde mediados del siglo XIX era, sin duda, una de las más
evidentes. En la cuna por excelencia del capitalismo industrial, Gran
Bretaña, la población urbana triplicó su número entre 1850 y 1900,
para cuando ya constituía el 77 por ciento de la población total del
país (Hall et al, 1973: 61).
En el punto de mira de los estudiosos se situaron también los
problemas sociales que dichas transformaciones conllevaban y que
tenían sus expresiones más agudas en las ciudades: a) contamina-
ción ambiental de las industrias, situadas en muchas ocasiones en las
cercanías de los centros urbanos; b) aparición de barrios de tugurios
—conocidos desde entonces con el término anglosajón de slum por
ser en Gran Bretaña donde adquirieron más precoz y maduro desa-
rrollo—, disfuncionalidad y congestión del sistema de transportes
en una ciudad cada vez más grande donde los desplazamientos a pie
resultaban ya, en muchas ocasiones, espacio-temporalmente irreali-
zables; c) insalubridad (fruto de la propia contaminación y deficien-
cias en infraestructuras —sistemas de alcantarillado y eliminación
de basuras— y vivienda —hacinamiento, infravivienda— pero tam-
bién de las condiciones durísimas de trabajo en las fábricas, de la
malnutrición y de una ciencia médica que ni llegaba a todos ni aún
18 Francisco Javier Ullán de la Rosa

había atravesado un umbral de eficacia verdaderamente significativa);


d) mutaciones sociales y culturales (desintegración de las estructuras
familiares tradicionales —la familia extendida e incluso la familia nu-
clear— y de los valores culturales heredados del pasado, sustituidos
por secularización, agnosticismo, ateísmo, hedonismo…; e) disfun-
cionalidades psicosociales que afectaban al comportamiento de una
buena parte de la masa social (aumento de la depresión, suicidios,
stress, angustia, ansiedad, alcoholismo, prostitución, malos tratos y
abusos sexuales, criminalidad…). Problemas todos ellos localizados
principalmente en las grandes ciudades y que preocuparon a los au-
tores de todas las tendencias políticas. Pioneras en este sentido fueron
las obras del alemán (afincado en Inglaterra) Engels The condition of
the Working Class in England in 1844 (1845), desde la izquierda, y la
monumental obra comparativa, desde la derecha, Ouvriers européens.
Études sur les travaux, la vie domestique et la condition morale des popu-
lations ouvrières de l’Europe (1855), del francés Fréderick Le Play (con-
siderado uno de los decanos de la sociología en Francia, tiene incluso
estatua en los Jardines de Luxemburgo en París) (Brooke, 1970).

El estudio de lo urbano queda subsumido en el estudio general


del proceso de modernización e industrialización

Sin embargo, ninguno de los primeros analistas sociales consideró


necesario desarrollar una teoría específica para explicar estos fenó-
menos desde la variable causal de lo urbano (Saunders, 1981; Bettin,
1982; Savage y Warde, 1993; Merrifield, 2002). Aunque un puñado
de ellos, como Simmel, Sombart o Halbawchs, se atrevió a considerar
a la ciudad en sí misma, en tanto realidad de poblamiento espacial,
como un factor explicativo de los procesos sociales, bien que fuera
parcial, lo cierto es que ni siquiera estos fueron capaces de desarrollar
ese punto de partida sobre un armazón teórico-metodológico rigu-
roso. En cuanto a los demás (que son, por otra parte, los cabezas de
cartel de la sociología de la época) se observa un consenso cuasi gene-
ral en torno a la tesis de que la cuestión urbana no es otra cosa más
que una manifestación de procesos históricos y/o estructurales mu-
cho más amplios: para los socialistas, como Marx, Engels o Tönnies,
el de las lógicas del modo de producción capitalista, para los libera-
les el del desarrollo de procesos de modernización racionalizadora
(Small y la primera generación de la Escuela de Chicago, Weber) o la
complejidad funcional creciente del superorganismo social (Spencer,
Estudios sobre lo urbano en la Europa victoriana y de la Belle Époque 19

Durkheim), por citar solamente los autores más significativos y los


que encarnan, hasta cierto punto, enfoques teóricos distintos.
El único caso en que los primeros sociólogos parecen haber apre-
ciado la ciudad como un objeto de estudio en sí mismo es cuando
hacen retrospección histórica en busca de los orígenes del mundo
moderno. Se encuentran entonces con la ciudad medieval europea y
la reconocen, a esta sí, como un sujeto autónomo que merece ser es-
tudiado como tal. Weber (1924) analizó la ciudad medieval con todo
detalle, por considerarla actor decisivo en la ruptura del orden polí-
tico y económico feudal y en la generación de los procesos racionales
que conducen a la moderna sociedad capitalista. Durkheim (1893,
1895) también buscará el proceso de división del trabajo que condu-
ce al desarrollo de la «solidaridad orgánica»en las ciudades medievales
y Marx y Engels (1998 [1848]) pondrán sus ojos en la ciudad de la
Edad Media como lugar insular, específico y único, donde se gesta,
en medio del océano feudal, su antítesis capitalista. Pero ese prota-
gonismo que le conceden a la ciudad medieval se apaga a la hora de
estudiar la fase histórica siguiente, marcada por el triunfo de los siste-
mas burocrático/racionalistas (en Weber) o del modo de producción
capitalista (en Marx y Engels). Ahora, en el siglo XIX o principios
del XX, la ciudad ya no es ni el lugar que produce en sí mismo la
división social del trabajo ni la expresión de un específico modo de
producción, pues estos se han extendido por todo el territorio. Son
concomitantes con el sistema social en su conjunto y, por ello, no se
considerará útil estudiar la ciudad por sí misma. Y lo que vale para
la ciudad contemporánea se predica también de otras formaciones
urbanas en épocas pasadas de la historia, como la ciudad antigua, por
ejemplo. Solo la ciudad medieval, autónoma políticamente y lugar
de creación de un sistema económico propio, distinto del resto del
territorio, es analizada como un sujeto específico de estudio.
No se consideró necesario, pues, elaborar una teoría de la ciu-
dad, un estudio de las ciudades en sí mismas y, en este sentido, no
se puede hablar aún de una existencia de la sociología urbana como
tal, como subdisciplina con estatuto propio dentro de la gran familia
de la sociología. El tema urbano está completamente ausente de los
escritos de algunos de los considerados fundadores de la sociología,
como el italiano Vilfredo Pareto (1848-1923) (Pareto, 1916). En el
caso de otros, como Marx, Engels, Durkheim, Tönnies o Weber no
sería del todo correcto, ni justo, decir que no hicieron sociología ur-
bana, pues todos estos autores estudiaron fenómenos y procesos que
20 Francisco Javier Ullán de la Rosa

más tarde serían centrales para esta subdisciplina. Lo que ocurre es


que se trata de una sociología urbana avant la lettre, que no es re-
conocida conscientemente por los autores en su singularidad. Una
sociología urbana no sistematizada ni dotada de herramientas teóri-
co-metodológicas propias, que hay que ir descubriendo en la prolija
producción sociológica de estos autores.

Los marcos epistemológicos e ideológicos finiseculares


y el estudio de la ciudad

Los estudios urbanos en esta época se inscriben en los marcos teóri-


cos generales con los que empezaba a analizarse la sociedad y quedan
atrapados en los debates disciplinares más generales. Estos debates
alineaban a los autores, grosso modo, en dos grandes bandos episte-
mológicos: el positivista (en el cual debemos incluir al tándem Marx/
Engels, a Durkheim, a Halbawchs y a Small en los Estados Unidos)
y el no positivista de la llamada verstehen o sociología interpretativa
en el que debemos incluir a la escuela alemana (que podríamos casi
considerar como una Escuela de Berlín pues todos excepto Tönnies
enseñan en dicha universidad: Simmel, Tönnies, Sombart y Weber) y
a la corriente del Pragmatismo en Chicago (Mead, Dewey, hasta cier-
to punto Thomas y Znaniecki). Dentro del bando positivista se desa-
rrollaba una segunda división no menos importante entre los marcos
teóricos del materialismo histórico de los Marx y Engels y el funcio-
nalismo de los Spencer (a quien no trataremos aquí directamente por
apenas haberse ocupado de la ciudad) y Durkheim. De manera trans-
versal al debate epistemológico se situaba el político-ideológico, que
separaba a socialistas (Marx/Engels, Tönnies, Sombart, Halbawchs)
de liberales (Simmel, Durkheim, Weber, los de Chicago). Es decir, ya
en estos momentos están presentes las posiciones que se contenderán
la arena de las ciencias sociales durante todo el siglo XX.
Me permito, a continuación, repartir el grupúsculo de autores
más significativos en dos grandes compartimentos de acuerdo a su
posicionamiento epistemológico con respecto a la ciudad. Todo ello con
el propósito de hacer heurísticamente más accesible la abigarrada y
diseminada producción de estudios y reflexiones sobre lo urbano que
se generan en este periodo, pero advirtiendo que dichos comparti-
mentos no son de ninguna manera estancos y que existen filtracio-
nes, influencias entre ellos, así como, acabamos de decirlo, principios
teóricos e ideológicos compartidos. La clasificación se ha realizado en
Estudios sobre lo urbano en la Europa victoriana y de la Belle Époque 21

base al cruzamiento de varios principios: epistemológicos los unos,


de orientación política los otros. Como resultado de ello obtenemos
las siguientes categorías:

1) Autores que no reconocen a la ciudad como un objeto de estudio


en sí mismo: porque para ellos el espacio urbano es una variable
dependiente, un mero reflejo de otros mecanismos sociales.
Grupo en el que tendríamos que distinguir entre los materia-
listas históricos adscritos al socialismo político (Marx, Engels,
Tönnies) y los protofuncionalistas más o menos declarados
(como Durkheim) o no (como Weber) de tendencia liberal.
2) Autores que sí reconocen a la ciudad como un objeto de estudio en
sí mismo: porque para ellos el espacio urbano es una variable
independiente, un factor de causalidad que determina o con-
diciona otros procesos sociales. Es en este grupo donde tene-
mos que buscar a los verdaderos precursores de la sociología
urbana y en él podemos distinguir entre culturalistas (Simmel,
Sombart), de orientación política liberal y un ecléctico me-
todológico como Maurice Halbawchs, cercano al socialismo,
que incorpora aspectos marxistas, funcionalistas e incluso eco-
lógicos y a quien los franceses consideran, tanto por su rigor
metodológico como por sus temas de estudio, el padre de la
sociología urbana en Francia (Amiot, 1986; Fijalkow, 2002).

En este segundo grupo es necesario resaltar especialmente a


quienes sin duda merecen el título de primeros padres de la sociolo-
gía urbana en Norteamérica y en el mundo, por lo temprano de sus
trabajos (los primeros se anticipan a los de Halbawchs en casi dos
décadas): me refiero a la primera generación del Departamento de
Sociología de Chicago, la anterior a la Ecología Humana, fundada
por Albion Small en 1892. Bajo la guía de Small los investigadores
de Chicago se aplicaron tenazmente a expurgar la enorme montaña
de datos estadísticos oficiales de la ciudad de Chicago (censos, regis-
tros catastrales, de la seguridad social, estadísticas de criminalidad,
etc.) cruzándolos con diferentes áreas geográficas de la ciudad para
elaborar los primeros modelos relacionales entre espacio urbano y
procesos sociales. De todos esos trabajos quizá el que merezca una
glosa individual sea el de Charles Cooley, quien alterno su militancia
en el Pragmatismo culturalista con el positivismo. Sello de identidad,
por cierto, que acabaría por plasmarse en el proyecto ecológico de
22 Francisco Javier Ullán de la Rosa

los veinte y treinta y que distinguiría a buena parte de los chicagüenses


hasta los años cincuenta. Con su The Theory of Transportation (1894)
Cooley dio el primer paso de gigante en el tratamiento de temáticas
específicamente urbanas (en este caso, los efectos de las redes de trans-
porte urbanos sobre la estructura social y económica), que serían des-
pués ampliamente desarrolladas por todas las subdisciplinas del ramo
(sociología, geografía y economía urbanas). La primera generación de
Chicago merece, más que ningún otro grupo de autores, un amplio de-
sarrollo como precursores de la sociología urbana. Sin embargo, he con-
siderado más apropiado incluirla en el siguiente capitulo, describiendo
la sociología de Chicago como un conjunto, por cuanto que entre la
primera y la segunda generación se observa un claro continuismo.
Por otro lado, y por encima de las diferencias señaladas, todos los
autores presentan un denominador común epistemológico e ideológi-
co fundamental: todos abrazan con entusiasmo el paradigma de la mo-
dernidad, la cosmovisión predominante en el Occidente de la época, y
ello se refleja en el estudio de la ciudad. El paradigma de la modernidad
hace de la ciudad, sin que ello sea reconocido explícitamente, un obje-
to privilegiado de estudio, al menos de dos maneras diferentes:

a) La ciudad es estudiada como escenario del avance


de la modernidad

Las formas complejas de organización social y sus complejos pro-


ductos culturales (sea en forma de valores o de tecnologías) son,
como lo indica la propia etimología de la palabra civilización, intrín-
secamente urbanos. Así, sin haberlo en realidad reconocido nunca (e
incluso habiéndolo algunos, como Marx y Engels, negado explícita-
mente) todos los autores colocan a la ciudad (y la ciudad occidental
en concreto) en el centro de sus esquemas teóricos al presentar una
correlación entre el proceso histórico de modernización y el de ur-
banización. El proceso de urbanización y la ciudad como construc-
ción histórica son colocados en el punto de llegada de la teleología
evolucionista a la que todos los autores adhieren y es convertido a la
vez en causa y consecuencia de los «logros» occidentales: el progreso,
la complejidad, la racionalidad creciente, la conquista de la natu-
raleza… En ese planteamiento la ciudad no es vista como un ob-
jeto en sí mismo, sino como parte de un proceso histórico general.
Una ciencia de lo urbano no era necesaria puesto que el proceso de
modernización conduciría finalmente, por la lógica inexorable del
Estudios sobre lo urbano en la Europa victoriana y de la Belle Époque 23

sistema, que este sea socialista o liberal es indiferente, a la total ur-


banización (industrialización/modernización, en resumidas cuentas,
occidentalización) del planeta. Es de esta premisa que surge indefec-
tiblemente la famosa dicotomía rural/urbano. Porque la convicción
en el inexorable futuro urbano de la humanidad hacía de los rasgos
rurales trasplantados a la ciudad (vía emigración) elementos desti-
nados a desaparecer eventualmente por incompatibilidad funcional
con la modernidad urbana. Una visión que la sociología urbana pos-
moderna se aprestará a deconstruir, denunciándola como ideológica
y apriorística y demostrando su afirmación con hechos, al encontrar
innumerables rasgos «premodernos» (sistemas de salud chamánicos,
liderazgos carismáticos cuasi feudales, estructuras clánicas, xenofo-
bia, creacionismo bíblico respaldado desde el gobierno…) gozando
de muy buena salud en el hábitat urbano.

b) Los problemas urbanos son percibidos como un desafío


al paradigma moderno

La ciudad industrial debía ser, de acuerdo con este paradigma mo-


derno, el epítome del progreso obtenido a través de la ciencia, la
tecnología y la administración racional-burocrática. Y, sin embar-
go, la realidad de la vida urbana, con su degradación ambiental y
su miseria social y moral no se ajustaba en absoluto a dicho para-
digma. La ciudad era el escaparate más espectacular de los efectos
colaterales de la economía de mercado de la primera y segunda re-
volución industrial, que entraban en trayectoria frontal de colisión
con su ideología triunfalista, con el optimismo del progreso. La
racionalidad del progreso parecía engendrar en sus propias entrañas
un monstruo de irracionalidad que la roía por dentro. Esta contra-
dicción se había convertido en el tema inspirador de muchos litera-
tos y otros artistas desde el principio de la industrialización, dando
lugar al nacimiento de algunos de nuestros más conocidos tópicos
modernos. Había iniciado Goya en 1799 advirtiendo que «El Sueño
de la Razón Produce Monstruos», había continuado Goethe con su
Fausto en 1806 (el sueño moderno de dominio absoluto de la na-
turaleza no puede venir sino de un pacto diabólico), poco después
seguido del Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Shelley
(1818) en el que se recuperaba el viejo mito clásico (que también
era, a fin de cuentas, el del Génesis): imitar a Prometeo, aspirar al
control de la naturaleza a través de la ciencia, solo puede volverse
24 Francisco Javier Ullán de la Rosa

en nuestra contra. El control de la naturaleza es prerrogativa de la


divinidad. Solo ella puede hacer las cosas bien. El ser humano solo
puede producir monstruos. El mito había sido finalmente comple-
tado, con mayor refinamiento psicológico, en el ombligo de todas
las pesadillas urbano-industriales de la época, la Inglaterra Victoria-
na, a través de memorables metáforas de la sociedad como el Doctor
Jekyll y Mr. Hyde (1886) o El retrato de Dorian Grey (1890), tras
cuyas civilizadas epidermis se ocultaba todo el horror de la miseria
de su tiempo: el personaje antisocial, en que la ciencia transformaba
al afable doctor; el retrato escondido en un desván que se hacía cada
día más repugnante como precio a pagar por la deslumbrante be-
lleza del dandy Grey. Un horror que el Occidente había exportado
al resto del mundo y que Conrad retrataría magistralmente en El
Corazón de las Tinieblas (1899).
Pero los sociólogos no podían contentarse con metáforas poéticas
que estaban, además, impregnadas de un romanticismo en el fondo
no muy comprometido con la razón. Los sociólogos no eran poetas,
eran hombres de ciencia, y, en ese sentido, apóstoles convencidos del
racionalismo. Un racionalismo que era epistemológico y axiológico al
mismo tiempo: que afirmaba la existencia de una explicación objetiva
para todos los fenómenos y saludaba el triunfo del progreso, del orden
frente al caos y la entropía y creía firmemente en un futuro más feliz
para el género humano a través de la ciencia. Bajo esas premisas, los
efectos perversos de la industrialización, entre ellos los llamados pro-
blemas urbanos, se convirtieron en una obsesión para la sociología,
hasta el punto de ser en buena parte los causantes de su nacimien-
to. El objetivo era desmentir las alegorías literarias: demostrar que la
modernidad no era un monstruo esquizofrénico con dos cabezas y
que no estaba destinado a producir horror para siempre. Optimistas
convencidos, todos nos dirán que aquellos aspectos oscuros eran solo
fases transitorias de la evolución de la sociedad, desajustes temporales
del sistema el cual, por la propia lógica interna a su funcionamiento,
tiende a la armonía (porque si no desaparecería). Si bien los autores
difieren en su percepción acerca de cómo se producirá esto (por el
propio mercado, para los unos, por la sociedad socialista sin propie-
dad privada, para los otros) todos confían finalmente en el reajuste
del sistema. La paradoja se muestra así como un mero espejismo: la
realidad funciona por parámetros racionales, no es un sistema caótico,
y, conocidos racionalmente sus mecanismos, puede ser racionalmente
reconducida por la senda del progreso.
Estudios sobre lo urbano en la Europa victoriana y de la Belle Époque 25

2.2. LA CIUDAD COMO VARIABLE DEPENDIENTE: MARX, ENGELS,


TÖNNIES, DURKHEIM Y WEBER

2.2.1. Karl Marx (1818-1883) y Friedrich Engels (1820-1895):


la ciudad como expresión del modo de producción
En la antigüedad, las ciudades nunca llegaron a ser el espacio genera-
dor de un nuevo modo de producción. Los grandes latifundistas, el
poder político de base tributaria, vivía, ciertamente, en las ciudades
pero la economía era básicamente agraria y la existencia material de
la ciudad, con su división social del trabajo y su estructura de clases,
descansaba completamente en la obtención de la plusvalía agrícola.
La ciudad no era otra cosa que un centro administrativo para gestio-
nar el modo de producción agrario y sus relaciones sociales (una arti-
culación de pequeños propietarios, latifundistas, aparceros, arrenda-
tarios, clientes y esclavos cuyas características, composición concreta
y relaciones estructurales variaron significativamente a lo largo del
tiempo y del espacio). La ciudad nunca generó un modo de produc-
ción propio. Con el desplome de la estructura política del Imperio
Romano, el latifundio y sus relaciones de producción simplemente
se hicieron insostenibles y la sociedad regresó al modo de producción
agrario basado en las relaciones de parentesco o se reconstituyó en
las nuevas formas de dominación feudal. La Edad Media comien-
za con la hegemonía de lo rural como lugar de la historia pero ve
poco a poco crecer en su seno una nueva lógica económica basada
en una nueva división del trabajo (Marx y Engels, 1998 [1848]).
Es en la Edad Media el momento en que la división entre ciudad y
campo tiene una verdadera existencia estructural, es la expresión de
una contradicción esencial entre dos modos de producción distintos.
Y como bien advierte Lefebvre (1972: 71) «para Marx, la disolución
del modo de producción feudal y la transición al capitalismo se en-
cuentran ligada a un sujeto, la ciudad».
Se trata, eso sí, de la ciudad occidental. Al igual que Weber, para
Marx y Engels la asociación entre capitalismo y urbanismo es un
fenómeno que ocurre solamente en Occidente. En el resto de los
estados agrarios se desarrolla otra modalidad de economía política,
basada en el control despótico del Estado sobre poblaciones campe-
sinas organizadas en torno a estructuras comunitarias de parentesco,
el llamado modo de producción asiático al que Marx dedicaría sobre
todo los Grundrisse (1989 [1857]), y cuyas características inhibirían
26 Francisco Javier Ullán de la Rosa

el nacimiento de una burguesía capitalista. Mientras, en Occidente,


el germen del nuevo modo de producción rápidamente empezaría a
crecer gracias al establecimiento de una red de relaciones entre los
distintos centros urbanos que incluso genera una división espacial del
trabajo: especialización de ciertas ciudades en la producción de artí-
culos o de servicios comerciales o financieros concretos. Sin embargo,
el «océano feudal» que lamía las murallas de las ciudades por sus
cuatro costados, impidió durante mucho tiempo, tanto desde dentro
como desde fuera, el despegue del incipiente sistema económico y su
transformación en un moderno capitalismo industrial. Desde fuera,
la sujeción de las masas campesinas a la servidumbre de la gleba y,
desde dentro, la regulación del trabajo y la producción operada por
unos gremios corporativos que imitaban las relaciones jerárquico-
paternalistas de la aristocracia feudal, obstaculizaron durante siglos
la que Marx y Engels consideraban condición sine qua non para la
aparición del moderno capitalismo industrial (Marx y Engels, 1998
[1848]): la conversión de la fuerza de trabajo en una mercancía que
pudiera venderse y comprarse libremente en un mercado supralocal
de dimensiones suficientemente grandes. Los siglos XV al XVIII pue-
den resumirse como la historia del surgimiento y consolidación, en el
marco de los Estados nación modernos, de dicho mercado de trabajo,
que disuelve y sustituye progresivamente las rígidas relaciones de pro-
ducción feudales, personalizadas, cargadas de valores y emociones, y
las sustituye por relaciones monetarizadas, anónimas, utilitaristas y
racionales. Dicha sustitución se había operado casi completamente
a mediados del siglo XIX, cuando Engels y Marx escriben sus obras.
Por entonces la agricultura, en la Europa Occidental, es ya plena-
mente una actividad capitalista, dominada por las relaciones socia-
les de mercado, y es en ese sentido que Marx y Engels negarán que
campo y ciudad, en tanto cuales, sean sujetos reales de análisis. Serán
considerados como dos dimensiones de la misma formación social
(Katznelson, 1993), la conformada por la hegemonía del modo de
producción capitalista, y la ciudad estudiada únicamente en cuanto
lugar donde se concentran con mayor intensidad sus efectos y con-
tradicciones.
Sin embargo, como nos recuerdan, entre otros, Saunders (1981)
o Merrifield (2002), no es exacto que Marx y Engels negaran comple-
tamente a la ciudad un papel en su esquema de análisis del modo de
producción capitalista (o en su programa político para superarlo por
medio de la lucha de clases). Marx y Engels considerarán las ciudades
Estudios sobre lo urbano en la Europa victoriana y de la Belle Époque 27

como catalizadores de la evolución del propio modo de producción


capitalista, es decir, como factores de causalidad al fin y al cabo. Y
ello, en su doble circunstancia espacial de lugar de intensa concentra-
ción demográfica de trabajadores y de vector físico que agudiza sus
condiciones de explotación por causa de las deficiencias de su espacio
construido. Las ciudades fomentan en su seno —gracias a procesos
sistémicos de sinergia— fenómenos como el avance científico-técni-
co, procesos de concentración monopolística del capital y mayores
cotas de división del trabajo (producto a su vez de los propios avances
técnicos, de la necesidad de resolver problemas derivados de la densi-
dad de población urbana y de la propia heterogeneidad social que la
densidad demográfica produce). Ese efecto catalizador conducirá, sin
embargo, a la profundización de las contradicciones del sistema, que
acabarán por destruirlo y sustituirlo por un nuevo modo de produc-
ción: el socialismo. El proletariado que deberá dar inicio a la lucha
por el socialismo será, de acuerdo con esta lógica, un proletariado
urbano. Era en la ciudad y no el campo, gracias a su concentración
espacial de proletarios explotados y a las condiciones de precariedad
de su vida material cotidiana, donde se estaban gestando los procesos
de aparición de una conciencia de clase y movilización obrera. La
urbanización es así, para Marx y Engels, una condición necesaria para
la construcción del socialismo.
Es en ese sentido que hay que apuntar algunos trabajos realiza-
dos en solitario por Engels y que trataron propiamente de problemas
específicamente urbanos, como el precoz The condition of the Working
Class in England in 1844 (1845) y el posterior The Housing Question
(1872). Trabajos ambos que supusieron un notable esfuerzo de do-
cumentación empírica de las condiciones de vida de la clase obrera
en las ciudades. Engels fue el primer marxista en ligar explícitamente
las lógicas del modo de producción capitalista con los procesos de
desarrollo urbano y fue, en ese sentido, el primer sociólogo urbano
marxista, aunque fuera avant la lettre. Y, sin embargo, Engels no pro-
fundizó mucho más allá de lo puramente material: nunca se interesó
por la cultura urbana, por sus formas específicas de vida (Merrifield,
2002). La razón de esta ausencia debe achacarse de nuevo al plan-
teamiento estructuralista de partida: para Engels es el capitalismo el
determinante último de los estilos de vida urbanos, en este caso de la
miseria material y moral del proletariado de los slums, no la ciudad
en cuanto tal. En los dos trabajos mencionados, Engels deja clara su
convicción, mensaje que lanza a los reformistas liberales de su época,
28 Francisco Javier Ullán de la Rosa

de que la miseria urbana únicamente se podrá superar mediante la


transformación de la sociedad en su totalidad. Su enfoque, como el
de sus discípulos marxistas del siglo XX, era clara y profundamente
estructuralista: es el sistema capitalista en sí mismo, y no las acciones
individuales de los individuos «capitalistas» el que causa la pobreza y
la cochambre en la que vive el proletariado urbano. Por eso, aunque
la burguesía haya intentado puntualmente mejorar las condiciones
de vida de los slums (los programas reformistas que mencionábamos
más arriba), incluso en ocasiones —por qué no admitirlo— con un
loable y desinteresado espíritu filantrópico, estas experiencias estarán
siempre inexorablemente condenadas al fracaso mientras la lógica de
las relaciones de producción no cambie: por cada slum que se de-
rribe para construir un barrio más humano surgirá más pronto que
tarde otro en otra parte. O dos. O muchos más, pues el capitalismo
tiende con velocidad siempre creciente a expandir sus lógicas a más
y más sociedades del planeta, atrapando siempre más poblaciones en
la telaraña de sus relaciones de explotación. El tiempo no hizo otra
cosa más que corroborar esta afirmación, sembrando slums por toda
la tierra: de Yakarta a Rio de Janeiro, de Kabul a Ciudad del Cabo,
en un proceso de dimensiones tan globales que probablemente haya
superado la estimación más atrevida del viejo Engels. Un proceso que
Mike Davis documenta magistralmente en su reciente libro Planet of
Slums (2006), de título muy evocador.

2.2.2. Ferdinand Tönnies (1855-1936): lo urbano en el


contínuum comunidad-sociedad
Tönnies fue uno de los padres de la sociología académica en Alema-
nia, co-fundador de la Asociación Alemana de Sociología en 1909.
Hombre de ideas y preocupaciones socialistas, escribió una biografía
sobre Marx en 1921 y llegó incluso a militar políticamente en el
Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) si bien ya casi al final de su
vida, en 1932 (Merz-Benz, 2005). Como muchos otros intelectuales
de su época, Tönnies mostró un gran interés y preocupación, teñida
de inquietudes sociales, morales y políticas, por los efectos negativos
de aquel capitalismo industrial que le tocó vivir en primera persona.
En Alemania, país de industrialización algo más tardía que el Reino
Unido, ese proceso coincide, de hecho, casi de forma exacta, con su
propia andadura biográfica e intelectual, produciéndose el despegue
más fuerte en los años que van desde la unificación (1870) hasta la
Estudios sobre lo urbano en la Europa victoriana y de la Belle Époque 29

Primera Guerra Mundial. Por ello dedicó la mayor parte de su obra


(1905; 1931; 1935), siguiendo la senda de Marx, al estudio de las
transformaciones estructurales de aquel proceso histórico de cambio
dentro de un marco teórico más o menos materialista y evolucionista.
Su interés fundamental está, por tanto, en la estructura, en el proceso
general, y no en su dimensión espacial, sea esta urbana o no. Tönnies
no dedica, de hecho, ningún libro a tratar de la ciudad como tal y
sin embargo, su figura dejó una huella profunda en al menos dos de
los debates que tendrían ocupados a los estudios urbanos en la pri-
mera mitad del siglo XX: 1) el debate en torno a la definición de las
categorías de rural y urbano y 2) el debate ideológico en torno a las
valoraciones morales de las formas de vida por ellas sustentadas, es
decir, el debate entre los antiurbanitas y los prourbanitas.
Esos dos debates que hilvanarán la reflexión sobre la ciudad (y
sobre el campo) en las soirées sociológicas de casi un siglo de historia de
la disciplina tienen su punto de partida, en buena medida, en el primer
trabajo de Tönnies, su famoso Gemeinschaft und gesellschaft (1887), el
único conocido por la mayoría de los sociólogos más allá del reducido
círculo de exégetas dedicados a su obra. Dado que el alemán no era
una lengua de fácil acceso para ninguna de las otras grandes acade-
mias, la anglosajona y la francófona, el pensamiento de Tönnies se
difundió inicialmente a través de intermediarios. El principal de ellos,
por el peso que tienen a su vez sus escritos en la escena sociológica
mundial, es Émile Durkheim. Durkheim realizó una estancia acadé-
mica en Alemania precisamente en el año en que se publicaba la obra
de Tönnies y comenzó desde entonces a dar a conocer al sociólogo
alemán fuera de sus fronteras. El mismo Durkheim le debe, de he-
cho, mucho a Tönnies: su esquema evolucionista que explica el cambio
histórico de la sociedad preindustrial a la industrial a través del paso
de una solidaridad mecánica a otra orgánica vía la división social del
trabajo, es, además de una continuación del funcionalismo de Spencer,
una reelaboración de las categorías tönnianas de gemeinschaft y gessells-
chaft. El libro no sería traducido al inglés hasta 1940, primero como
Fundamental Principles of Sociology (1940) más tarde como Community
and Association (1955) (Comunidad y Sociedad en la versión españo-
la de 1947) aunque un resumen de sus tesis había sido publicado en
1905 en el American Journal of Sociology con el título de «The Present
Problems of Social Structure» (Tönnies, 1905).
Por gemeinschaft (comunidad) Tönnies entiende el sistema social
de las sociedades tradicionales, valga decir preindustriales. Una forma
30 Francisco Javier Ullán de la Rosa

de vida eminentemente rural, con economía poco o nada orientada


al mercado, bajo nivel de división social del trabajo y, por tanto, alto
grado de homogeneidad social y cultural, cuya expresión espacial por
excelencia es la aldea que se organiza a través de relaciones de pa-
rentesco o de vecindad, marcadas por vínculos sociales directos, no
mediados por las instituciones, de naturaleza en buena parte afectiva,
moral y adscrita. La gesellschaft (sociedad), por su parte, parece ser el
exacto reverso dicotómico de aquella otra: es el sistema social de las
modernas sociedades industriales, una forma de vida eminentemente
urbana, con una economía orientada al mercado, alto nivel de divi-
sión social del trabajo, de gran heterogeneidad sociocultural y cuya
expresión por excelencia es la ciudad y, más concretamente, la gran
metrópoli contemporánea, que se organiza, socialmente, a través de
relaciones basadas en el contrato legal entre desconocidos, de natu-
raleza puramente instrumental, mediadas por instituciones, públicas
o privadas, de carácter burocrático-racional (Tönnies, 1955 [1887]).
Pero se notará que he decidido utilizar y resaltado en cursiva los tér-
minos «en buena parte», «parece», «eminentemente», y «por excelen-
cia». La intención es la de dejar patente que Tönnies no utiliza su des-
cripción en un sentido radicalmente dicotómico y, con ello, deshacer
un entuerto que ha hecho del sociólogo alemán el presunto padre
de la famosa y popularizada dicotomía campo/ciudad. En contra de
lo que muchos piensan, las categorías tönnianas no son absolutas y
completamente excluyentes. Esa ha sido la lectura vulgar, o ideoló-
gicamente interesada, que se ha hecho, intencionadamente o no, del
autor alemán en el siglo XX, de la que es especialmente culpable una
izquierda antiurbanita que veía en la ciudad la encarnación de todos
los males del capitalismo y que abogaba por una agenda política co-
munitarista y ruralizante (Deflem, 2001). Un antiurbanismo cuyas
raíces, si acaso, hay que buscarlas, como veremos unas páginas más
adelante, en su contemporáneo y paisano Georg Simmel (1909). Para
Tönnies aquellas categorías eran solamente conceptos heurísticos, lo
que más tarde Weber denominaría tipos ideales. Gemeinschaft y ge-
sellschaft representan para Tönnies las dos formas estructuralmente
puras de un proceso de cambio social muy complejo que se presen-
ta empíricamente como un contínuum de situaciones concretas en
las que cada sociedad, país, localidad, presenta grados variables de
preindustrialización/tradicionalidad/ruralidad y de industrialización/
modernización/urbanismo. Sin negar que puedan existir sociedades
que se ajusten casi completamente a los tipos ideales, Tönnies afirma
Estudios sobre lo urbano en la Europa victoriana y de la Belle Époque 31

que estos son fundamentalmente puntos de referencia que nos ayu-


dan a entender cuál es la tendencia de los cambios históricos y en qué
punto del proceso se encuentra cada sociedad en concreto. En ese
sentido, nos dice Tönnies, es perfectamente posible observar empíri-
camente la presencia de rasgos «urbanos» o «societales» en el medio
rural así como constatar, al contrario, la sobrevivencia de caracterís-
ticas «rurales» o «comunitarios» en la gran metrópoli (Tönnies, 1955
[1887]).
Este contínuum existe porque el capitalismo aún no ha termina-
do su proceso de transformación del mundo. Y, como buen socialista
que adhiere al mismo tiempo al paradigma moderno y evolucionista,
lo que Tönnies desea es modificar la forma en que ese proceso evo-
lutivo se está produciendo. Es ahí donde el concepto de gemeinschaft
adquiere en Tönnies una importancia capital. Porque Tönnies se va
a inspirar en su tipo ideal de la gemeinshaft, con sus bajos niveles de
desigualdad social, para proponer un programa socialdemócrata de
domesticación y reforma del capitalismo. No era, en realidad, ningu-
na novedad. Tönnies no hacía más que seguir la senda comunitarista
que ya habían abierto los socialistas utópicos medio siglo antes. Se ha
tachado a Tönnies por esto de visionario (Adair-Toteff, 1996) y de
romántico (Bond, 2011) y, sin embargo, de nuevo, estas lecturas pa-
recen salir de la imagen vulgarizada que del autor se creó a posteriori
más que de sus propios escritos. Tönnies nunca abogó, como algunos
le achacan, por el restablecimiento del tipo ideal de la gemeinschaft
como solución a las injusticias del capitalismo. En la estela de Marx,
Tönnies afirma (1955: 120) que la gesellschaft capitalista lleva en su
seno el germen del socialismo y que ese socialismo no puede ser ni
será nunca una vuelta al pasado. Tönnies era consciente, como buen
materialista, de que una regresión evolutiva a una gemeinschaft pura
era estructuralmente imposible en aquella sociedad de masas depen-
diente de la industria para su propia supervivencia (Saunders, 1981:
133). Y éticamente indeseable, podríamos añadir, para un hijo de su
época, ferviente feligrés de la religión del progreso. El tipo ideal de la
gemeinschaft había de servir más bien, tanto en lo político como en
lo científico, como punto de referencia, valga decir de inspiración,
para domesticar la gesellschaft capitalista, desarrollando una forma de
sociedad más cohesionada, más igualitaria, menos alienante, a través,
por ejemplo, de la creación de cooperativas de trabajadores y otras es-
tructuras similares, basadas (que no trasplantadas literalmente) en los
modelos de reciprocidad aldeanos. Todo con el objetivo de trascender
32 Francisco Javier Ullán de la Rosa

el puro individualismo competitivo del capitalismo. En resumidas


cuentas, su teoría de la gemeinschaft refleja las ideas socialdemócratas
de su faceta de hombre político.

2.2.3. Émile Durkheim (1858-1917): la ciudad como sistema


funcional superorgánico
Émile Durkheim, fundador del primer Departamento de Sociología
en Europa, en la Universidad de Burdeos en 1895, es el primer gran
adalid del positivismo empirista en sociología (Giddens, 1974, 1978).
Para reducir la enorme multiplicidad de los datos empíricos a una rea-
lidad aprehensible recurre al método de la inducción estadística, que
desarrolló en sus Reglas del método sociológico (1895). Así, Durkheim
será uno de los primeros sociólogos, junto con la primera generación
de Chicago, en hacer uso intensivo de los datos estadísticos (datos
empíricos reducibles a expresión matemática) para extraer de ellos
teorías generales sobre fenómenos sociales. La primera aplicación de
este método, y probablemente la más conocida, la constituye su obra
El suicidio (1898), que dedica a uno de aquellos problemas que pare-
cía haberse agudizado en las modernas ciudades y que atormentaba
a los apóstoles del progreso. En ella intentará explicar a partir de
leyes sociológicas lo que aparentemente se presenta como una acción
motivada por razones puramente personales. Para llegar a descubrir
dichas leyes procederá por observación de una muestra estadística de
suicidios que cruzará con otros tipos de datos (clase social, religión,
sexo, edad, estado civil, nivel educativo, nacionalidad…) en busca
de patrones que él había denominado «variaciones concomitantes»
(Durkheim, 2000 [1895]). Sin embargo no introduce la variable re-
sidencial, lo que habría hecho del estudio un verdadero ejemplo de
sociología urbana. El resultado es de sobra conocido: mayores tasas
de suicidio entre hombres que entre mujeres, entre solteros que entre
casados, entre protestantes que entre católicos y, lo más interesante,
la clasificación del suicidio en cuatro tipologías (altruista, fatalista,
egoísta y anómico).
Estas leyes sociológicas universales remiten finalmente a una
realidad estructural y sistémica que existe más allá de las acciones
particulares de los individuos (en esto coincide con Marx). Esta rea-
lidad estructural es lo que Durkheim había llamado «hechos sociales»
ya en su tesis doctoral, La división del trabajo social, de 1893. Estos
«hechos sociales» son fenómenos colectivos, materiales o inmateriales
Estudios sobre lo urbano en la Europa victoriana y de la Belle Époque 33

(valores, sentimientos), que no son reducibles a la suma de sus partes,


es decir, que son autónomos de las acciones o voluntades individua-
les, impulsados por su propia «lógica», y que como tales condicionan
(aunque no determinan) las acciones de los individuos (Durkheim,
1995 [1893]). La concepción del sistema social como una realidad
dotada de existencia ontológica convierte a Durkheim en continua-
dor del protofuncionalismo que había comenzado con el Social Statics
de Spencer en 1851 (Perrin, 1995). Ambos pueden considerarse, con
todo mérito, abuelo y padre, respectivamente, del funcionalismo que
a partir de los años veinte y durante medio siglo dominaría la socio-
logía desde sus cuarteles generales en el mundo anglosajón (y más
concretamente desde Chicago). Pero mientras en Spencer este fun-
cionalismo quedó en sus obras posteriores articulado con un evolu-
cionismo biologicista, el de Durkheim es plenamente sociológico y, si
bien el inevitable substrato evolucionista nunca desaparece del todo,
presenta fuertes tendencias al enfoque sincrónico, como después el
norteamericano. También como aquel, su visión sistémica está exen-
ta de la causalidad economicista propia del materialismo histórico o
de alguna alusión a la lucha de clases y, en cambio, su concepto del
«hecho social» subscribe los dos principios básicos de la posterior teo-
ría funcionalista: el del superorganismo sistémico que se autorregula
para mantenerse siempre en equilibrio con independencia de las ac-
ciones individuales o colectivas de los actores sociales; y el de la mu-
tua interdependencia de todos los subsistemas o partes del sistema,
igualmente importantes para su funcionamiento (Parsons, 1951).
Aunque fue amigo (compañero de escuela) de Jean Jaurès, el
fundador del Partido Socialista Francés, Durkheim nunca se implicó
en los movimientos políticos de izquierda y sus tesis pueden conside-
rarse más bien reformistas y no beligerantes con el statu quo (Poggi,
2000). Exactamente igual que las del funcionalismo anglosajón. Esto
puede verse perfectamente en algunas de sus preocupaciones princi-
pales, en las que se recortan al trasluz temáticas implícitamente ur-
banas. Sus conceptos de la «solidaridad mecánica» y la «solidaridad
orgánica» son claramente funcionalistas. Con el segundo de ellos, la
«solidaridad orgánica», Durkheim pretendía contrarrestar, implícita
o explícitamente, la teoría marxista que vinculaba la creciente divi-
sión social del trabajo en la sociedad capitalista contemporánea con el
recrudecimiento del conflicto entre los grupos humanos (clases) que
ella misma iba conformando. Durkheim sustituye en cambio esta
visión negativa de la transformación histórica por una optimista, en
34 Francisco Javier Ullán de la Rosa

lo que parece una clara defensa de la modernización y la sociedad


urbano-industrial: las diferencias complementarias entre las clases
(como la interdependencia, también complementaria de los subsis-
temas en la metáfora funcionalista) no generan tensión sino, por el
contrario, una unidad cooperativa positiva, una solidaridad «orgáni-
ca» (orgánica porque deriva de la lógica externa del funcionamien-
to de un «organismo» social, léase «sistema» si no gusta la analogía
biológica, del que las clases sociales son órganos no independientes)
(Durkheim, 1995 [1893]: 207). La defensa de la sociedad urbano-
industrial se combina en Durkheim con el historicismo evolucionista
y etnocéntrico (casi ineluctable en los intelectuales de la época) al
comparar dicho organismo armónico con otro que también lo era (y,
de nuevo, esto es funcionalismo) y al que ha sucedido en el tiempo: la
sociedad preindustrial o premoderna, cuya lógica de autorregulación
se basaría, en cambio, en la «solidaridad mecánica»1. Pues bien, nos
dice Durkheim, distanciándose en esto de románticos comunitaristas
como Tönnies: la sociedad moderna basada en la heterogeneidad y
la división social del trabajo no solo es funcional sino que genera
una solidaridad más fuerte que la mecánica, permitiendo combinar
el orden con un elemento muy positivo del que carecían la socieda-
des agrarias preindustriales: la libertad individual (Durkheim, 1995
[1893]: 210). Con ello nos quería decir que la sociedad industrial
supone una evolución positiva, que la historia evoluciona siguiendo
una senda de progreso y que la sociedad urbana occidental es la cús-
pide solitaria (al menos en aquel momento) de ese progreso, avanza-
dilla en un mundo aún dominado en buena parte por las sociedades
de solidaridad mecánica.
Como buen reformista, no están exentas de sus escritos las refe-
rencias a los problemas (disfuncionalidades) generados por la brusca
y acelerada transformación histórica que vivía su tiempo, periodo
de transición entre sistemas basados en lógicas de funcionamiento
(solidaridades) diferentes. La preocupación por los efectos negativos
de la modernización, que Durkheim necesita reintegrar en una ex-
plicación racional y positiva de la modernización que salve el dogma
del progreso, había estado presente desde el principio de su carrera
académica. A uno de estos efectos, el suicidio, le había dedicado,

1
El juego de adjetivos empleado por Durkheim tiende a confundir a los lectores
que se acercan a su obra por primera vez, quizá porque el imaginario colectivo condu-
ce a asociar el término “mecánico” con lo industrial y el “orgánico” con lo agrario.
Estudios sobre lo urbano en la Europa victoriana y de la Belle Époque 35

como vimos, todo un estudio en profundidad. En él quería, entre


otras cosas, romper una lanza a favor de la sociedad moderna, que
podía ciertamente aparecer ante sus contemporáneos como una so-
ciedad que generaba infelicidad profunda, hasta el punto de impul-
sar al suicidio. Durkheim pretendía demostrar que el suicidio se en-
cuentra presente en todas las sociedades, que simplemente cambia
su forma de acuerdo a la lógica de funcionamiento de cada sistema
y que en algunas de sus formas podía, incluso, ser funcional2. En sus
siguientes trabajos, y siguiendo la senda abierta por aquel primero,
centraría su atención en elaborar una teoría abarcante que pudie-
ra explicar la mayor parte de estas disfuncionalidades, de las que el
suicidio era solo una posible manifestación. Esta teoría la encontró
en el fenómeno que bautizó con el término de anomia, neologismo
que acabaría alcanzando una enorme popularidad. La anomia es la
situación que se produce cuando, en ciertas condiciones particulares,
el sistema no consigue cumplir su misión de regular la vida de los
individuos, acomodándolos en roles funcionales para el sistema (y
que sean, al mismo tiempo, generadores de sentido para quienes los
desempeñan), todo lo cual se traduce en una panoplia de posibles
comportamientos «antisociales»: abulia, dejación de las responsabili-
dades laborales (absentismo), familiares (abandono familiar) o ciuda-
danas (abstencionismo electoral, vandalismo, suicidio anómico…),

2
La tipología de suicidios elaborada por Durkheim encajaba perfectamente, de
hecho, en su dualismo evolucionista más amplio que oponía sociedad tradicional a
sociedad moderna. Así los tipos altruista y fatalista son provocados por las lógicas
imperantes en un sistema social tradicional, donde el individuo es sometido com-
pletamente al control social y cultural de la colectividad: el primero sucede cuando
el sistema solicita el sacrificio del individuo en beneficio de la sociedad (como los
ancianos entre los indios de las praderas norteamericanas que se dejan morir para
no ser una carga), el segundo cuando la opresión de un sistema totalitario sobre el
individuo provoca que este prefiera la muerte a la conformidad (los esclavos que se
quitan la vida para escapar al yugo del trabajo forzado). Los tipos egoísta y anómico
son, por el contrario, producto de las transformaciones llegadas con la modernidad y
no se observan en sociedades tradicionales: el primero es fruto de la liberación del in-
dividuo de aquel control total de la colectividad y en ese sentido es saludado como un
fenómeno, hasta cierto punto, positivo, como un ejercicio de la libertad humana (mi
vida es mía y hago con ella lo que quiero), solo el segundo es visto como una verdade-
ra disfuncionalidad del sistema, producto de su incapacidad para producir sentido en
ciertos individuos, para encajarlos de manera correcta en el engranaje social, lo cual
provoca un sentimiento de alienación, de vacío, de no pertenencia que conduce a la
depresión y a la solución escapista del suicidio (Durkheim, 1989 [1898]).
36 Francisco Javier Ullán de la Rosa

criminalidad, prostitución, drogadicción y alcoholismo, violencia


intrafamiliar, entre los principales. Pero estos comportamientos, pre-
ocupantes y necesitados de atención y solución, no invalidan su tesis:
son considerados por Durkheim como «anormalidades» (anomalías
disfuncionales del sistema, podríamos decir en léxico funcionalista)
que no impiden necesariamente el funcionamiento del sistema pero
a los que hay que poner freno para evitar que rebasen el tamaño crí-
tico en sí puedan poner en peligro la cohesión social en su conjunto.
La anomia es entendida por Durkheim básica y fundamentalmente
en términos de una falta de autorregulación interna de ciertos in-
dividuos. Premisa que lleva implícita una conclusión muy clara: el
problema se puede desactivar a través de la resocialización, que es un
mecanismo de control social. La lucha de clases queda así arrincona-
da por innecesaria, muy lejos del horizonte durkheimiano.
Por lo demás, y en la línea de Marx o de Weber, una sociología
estrictamente urbana está ausente de los escritos de Durkheim. Para
el padre de la sociología francesa la distinción entre sociedad y ciudad
en el mundo contemporáneo no tiene sentido. Para Durkheim, como
dice Saunders (1981: 86), «la sociedad no es otra cosa que una gran
ciudad». El proceso de urbanización es concomitante con el de mo-
dernización y lo único que hará Durkheim, como antes Marx y luego
Weber, es dar su propia versión de este proceso cuyo escenario, pero
no su causa, es la ciudad. Durkheim explicará cómo la «densidad mo-
ral o dinámica» de la ciudad (con la que él quiere referirse al intenso
grado de interrelación y el elevado número de las relaciones sociales
que se dan en el espacio urbano) (Durkheim, 1995 [1893]: 300)
mina, junto con el anonimato, el control social tradicional (basado
en la solidaridad mecánica) y la colectividad encuentra problemas
para imponer un código único de conducta moral. Esto desemboca
en mayor libertad para el individuo pero también en la anomia (los
dos procesos divergentes que también identificaría Simmel) y en el
mantenimiento de pequeñas comunidades morales (subculturas ur-
banas) en el seno de la sociedad mayor, sin que por ello estas puedan
poner en peligro la supervivencia del sistema social en su conjunto,
pues su influencia sobre los individuos queda circunscrita solo a cier-
tas dimensiones de la vida (prácticas familiares, religiosas, estéticas…)
y es contrarrestada por la existencia de otras comunidades con las que
se ve forzosamente obligada a coexistir en un marco de relaciones co-
mún. Nacido en una devota familia judía en Francia (Poggio, 2000),
Durkheim hablaba, en este caso, por experiencia propia. Este último
Estudios sobre lo urbano en la Europa victoriana y de la Belle Époque 37

tipo de reflexión estaría preanunciando la Escuela de Chicago con sus


estudios de comunidad. La Ecología Humana de los chicagüenses,
el primero de los brotes del funcionalismo norteamericano, le debe
mucho al protofuncionalismo de Durkheim.

2.2.4. Max Weber (1864-1920): la ciudad y el proceso moderno


de racionalización
La única obra que Max Weber dedicó propiamente al estudio de la
ciudad, Der stadt (La Ciudad) es, de hecho, un tratado sobre la ciu-
dad medieval y su papel protagónico en el alumbramiento del capi-
talismo. Pero, como una ilustración casi ejemplar de la dimensión
secundaria otorgada a la ciudad en estos albores de la sociología, Der
stadt fue publicada solo póstumamente, en 1921 (aunque sabemos
que fue escrita en la década anterior), como si el propio Weber, en
vida, hubiera renegado de su propia obra. Der stadt sería rápidamen-
te refundida en su siguiente edición, la de 1924, con otros textos,
«sepultada» al interior de su magnus opus, Wirtschaft und gesellschaf
(Economía y sociedad), donde su especificidad urbana se diluiría en
favor de un análisis más panorámico del conjunto del proceso de
modernización (Weber, 1969 [1924]). No sería hasta mucho más
tarde, con su publicación en inglés en 1958, en su forma original
separada del Wirtschaft, que se sacaría a flote de manera más evidente
la dimensión urbana del pensamiento de Weber.
El enfoque weberiano puede, de alguna manera, considerarse la
respuesta intelectual más potente ofrecida por la clase burguesa de
anteguerra al materialismo histórico marxista. Su sociología es, si se
me permite la analogía con las posiciones espaciales del lenguaje po-
lítico, una sociología de centro, o de centro-derecha, según se quiera
interpretar su obra de forma más o menos crítica. Todo ello se refleja
en la centralidad que para él tiene el individuo, la acción individual
y sus motivaciones subjetivas, guiadas por códigos de valores mo-
rales. Sus posiciones académicas se reflejan, de hecho, en sus para-
lelas implicaciones políticas: Weber fue uno de los fundadores, en
1918, del Partido Democrático Alemán, el Deutsche Demokratische
Partei (DDP), de orientación liberal (Kaesler, 1996) (la mayoría de
sus miembros acabarían, tras el paréntesis de la dictadura nazi que
llevó a la disolución de la formación, por integrarse en la Democracia
Cristiana [Frye, 1963]). Participó también como asesor en la re-
dacción de la nueva constitución de la República de Weimar. Sin
38 Francisco Javier Ullán de la Rosa

embargo, su prematura muerte en 1920, víctima de la Gran Gripe,


en los albores de su carrera política, hace que dicha dimensión pase
casi desapercibida en el conjunto de su biografía. Sin duda la imagen
global de Weber habría sido hoy diferente si esa carrera política no se
hubiera visto truncada en statu nascendi.
Weber, al contrario que Marx y Engels, era un hombre profun-
damente religioso (protestante) y un crítico tanto del estructuralismo
marxista como del positivismo radical (Kaesler, 1996). Para Weber,
la compresión holística de una realidad que existe más allá de las
acciones humanas (el sistema, la estructura, a los que el materialismo
histórico da el nombre de modo de producción o formación social)
era algo que se resistía a aceptar. La base del análisis sociológico deben
constituirla las acciones individuales y las motivaciones de los indivi-
duos que de ninguna manera pueden reducirse, como Weber —erró-
neamente— siente que pretende Marx, a meras personificaciones de
relaciones estructurales objetivas. Los individuos no son marionetas
de las estructuras, tienen independencia de acción. No son la clase
o el Estado los que actúan, sino los individuos que los componen.
La tarea de la explicación sociológica es la de intentar comprender
las acciones de los individuos por medio de la comprensión de los
significados que estos les confieren a las mismas. Pero las acciones
de los individuos no están predeterminadas, lo cual introduce un
elemento de incertidumbre insalvable en la explicación sociológica.
La sociología no puede establecer leyes universales, solo marcos de
probabilidad típica. Lo máximo a lo que puede aspirar como cien-
cia es a elaborar generalizaciones que den cuenta del grado de pro-
babilidad de que determinadas situaciones produzcan determinadas
acciones (Hekman, 1983; Freund, 1998). Estas generalizaciones son
lo que Weber denomina los tipos ideales que pueden ser, a su vez,
históricos (cuando se trata de generalizaciones solamente aplicables a
un contexto histórico particular, como, por ejemplo, el calvinismo o
el capitalismo) o generales (aplicables en cualquier sociedad y época
histórica) (Weber, 1969 [1924]).
Weber advierte en innumerables ocasiones de que estos tipos
ideales no deben entenderse como explicaciones totalizantes de la
realidad sino como aproximaciones siempre parciales. En ello Weber
demuestra la huella dejada en él por la filosofía neokantiana de su
profesor Rickert (Saunders, 1981): para los neokantianos, como para
Kant mismo, la realidad empírica es esencialmente caótica e inapre-
hensible. Para comprenderla racionalmente la mente debe ordenarla
Estudios sobre lo urbano en la Europa victoriana y de la Belle Époque 39

de acuerdo a una serie de categorías. Estas categorías, en el caso de


Weber, son los tipos ideales. Con ellos Weber se alejaba tanto del
marxismo como del positivismo más radical pues parte de la base
de que la realidad no puede entenderse únicamente por el análisis
de los datos empíricos: estos son caóticos, hay que ordenarlos y, al
ordenarlos los transformamos en categorías establecidas de acuerdo a
una cierta lógica preestablecida. Esta transformación no solo la opera
el académico que analiza la realidad sino todos y cada uno de los seres
humanos que actúan en sociedad. Es por ello que Weber insiste tanto
en que el estudio de la acción social debe ser sobre todo y ante todo
el estudio de las categorías que las personas utilizan para dar sentido
al mundo, para orientarse y actuar sobre él. Es lo que Hindess (1977)
ha denominado un «relativismo epistemológico sistemático».
Son esas líneas maestras las que conducirán a Weber a estudiar
el surgimiento del capitalismo en términos de racionalización, secu-
larización y «desencantamiento» de la sociedad pero también a con-
trarrestar lo que podría parecer como una apuntalamiento desde la
academia de la agenda cultural de la izquierda laica y/o atea (en la
que quizá sea su obra más popular, Die protestantische Ethik und der
Geist des Kapitalismus (La ética protestante y el espíritu del capitalis-
mo (2003 [1903]), señalando el papel que también juegan ciertos
valores religiosos y espirituales en el proceso de construcción de la
modernidad. En ese marco teórico la ciudad medieval, la única a
la que Weber dedica un esfuerzo analítico deliberado, la única que
reconoce como ontológicamente autónoma, es analizada y concebida
como un tipo ideal. Una categoría que no se construye a partir del
principio geográfico/demográfico de la dimensión (en esto diferirá
de Simmel) sino de acuerdo a principios económico-políticos (y en
esto se acerca a Marx). La ciudad emerge como sujeto histórico au-
tónomo (y, consecuentemente, como objeto de estudio en sí mismo)
solo en la Edad Media y en una doble dimensión: como el lugar
exclusivo del mercado y de la industria, por un lado, y como sede de
un poder político autónomo que, en su forma ideal pura es incluso
militar, por el otro. En su particular versión del evolucionismo de la
época, Weber ve en el surgimiento de esta ciudad el «eslabón perdi-
do» que une feudalismo y capitalismo. Es en ella donde se produce
el particular conjunto de condiciones que conducen a la erosión de
los valores tradicionales y al surgimiento del individualismo y con él
de la ciudad (después sociedad) como cuna de la democracia burgue-
sa y de la organización racional-burocrática como lógica dominante
40 Francisco Javier Ullán de la Rosa

de las relaciones sociales. Es decir, a la modernidad. Esto solamente


ocurrió en las ciudades occidentales. Es un atributo único y exclusivo
de la civilización nacida en Europa. Solamente aquí, durante la Edad
Media, las personas se unieron por primera vez como individuos, por
encima de y eliminando las pertenencias tribales o familiares. La obra
de Weber es una constante vindicación retroactiva de los valores del
individualismo y la racionalidad liberales que defendería en su propia
vida académica y política y que asocia así mismo con el capitalismo.
Es interesante analizar cómo se conjugan esas teorías de la racionali-
zación con el papel protagonista y benéfico que atribuye a la religión
cristiana en todo este proceso de formación capitalista.
En Der stadt Weber sitúa explícitamente las raíces del indivi-
dualismo en el cristianismo, por su contribución, como «asociación
confesional de individuos» (Weber 1958: 103) a la disolución de
las estructuras de parentesco tradicionales. Todo lo contrario que
otras religiones, como el islam o el confucianismo, que han refor-
zado dichas estructuras clánicas y de linaje. Lo que aparece como
una contradicción en el plano epistemológico (el cristianismo, con
sus oscuros dogmas teosóficos y sus guerras de religión presentado
como vehículo de «racionalización»; el cristianismo, que triunfó en
el individualista y protocapitalista mundo romano precisamente por
su potente mensaje de fraternidad y comunidad) no lo es en el plano
político ideológico. Max Weber simplemente refleja la cosmovisión
de las élites burguesas dominantes de la época, inconsistente y pla-
gada de contradicciones, como todas las cosmovisiones históricas,
con su evolucionismo unilineal y su etnocentrismo incluidos en el
paquete. Solo hay un camino, nos dice, por el que evolucionar del
estadio tradicional al estadio moderno y este solo ha sido caminado
una vez en la historia: en la ciudad medieval occidental. Todas las
demás sociedades son automáticamente relegadas al vertedero de la
evolución, como fósiles premodernos, sin haberse siquiera detenido
a considerar sus características en detalle. Mientras el cristianismo es
tratado con laxa indulgencia, iluminando solo aquellas facetas que
encajan en su hipótesis apriorística, nada se nos dice de fenómenos
no cristianos que se ajustan mucho más a ese argumento, como el
estoicismo en el Imperio Romano o la filosofía cívico-racionalista
que nació de la mano de la escuela confuciana en las ciudades chinas
del periodo de los Estados combatientes (siglos IV a III a.C.). Esos
dos ejemplos, a los que podríamos añadir otros, encarnan de manera
mucho más perfecta ese proceso de racionalización e individualismo
Estudios sobre lo urbano en la Europa victoriana y de la Belle Époque 41

(¡incluso de burocratización, en el caso chino!) que el caso occidental,


donde esas tendencias tuvieron siempre que negociar su paso con
resistencias premodernas que nunca cedieron del todo su poder e
incluso se incrustaron en las formaciones modernas (Weber y tándem
protestantismo/capitalismo son un ejemplo pero lo mismo podría-
mos decir de la extraña e indisoluble pareja que forman Ilustración
y masonería, organización esta última a la que perteneció el propio
Weber [Kaesler, 1996] y que, como es bien sabido, no es solo un
lobby promotor de ideas modernas, sino además, una secta esotérica
con creencias y prácticas místicas).

2.3. LA CIUDAD COMO VARIABLE INDEPENDIENTE: SIMMEL,


SOMBART, HALBAWCHS

2.3.1. Georg Simmel (1858-1918): primeros esbozos de una teoría


psicosocial y culturalista de la ciudad
Tomando el testigo de Tönnies, este otro padre fundador de la socio-
logía alemana será, junto con Durkheim, el primero en desarrollar el
tema de la alienación psicológica en la ciudad. Simmel tampoco era
socialista. Era un burgués heredero de una fortuna industrial y amigo
de Max Weber. En su concepto de alienación tienen más peso las
dimensiones cultural y psicológica que la estructural. Sin embargo,
sería incorrecto afirmar que Simmel es un culturalista radical que
no presta atención a los aspectos estructurales. Aunque preocupado
fundamentalmente por el mundo de los valores y las emociones, es
cierto, su obra aborda el análisis de la mutua relación entre estos y el
mundo material, entre la cultura como producción puramente autó-
noma y la cultura como producto del mundo material y como trans-
formadora del mundo material (Levine, 1971; Ritzer, 1992; Watier,
2003). Así, de alguna manera, Simmel supera el debate entre mate-
rialistas e idealistas acercándose a posiciones más contemporáneas,
las que hoy suscriben todos los científicos sociales. La gran debilidad
de Simmel, sin embargo, es que esta visión sistémica no viene acom-
pañada de rigor metodológico y de investigaciones empíricas sino
que se queda fundamentalmente en el terreno de la especulación. Su
obra reviste un carácter más filosófico que científico. Convencido
antipositivista y neokantiano, Simmel no basa sus argumentos en
ningún dato empírico o marco teórico sistemático sino en categorías
42 Francisco Javier Ullán de la Rosa

apriorísticas, profundamente contaminadas por juicios de valor. Sus


estudios parecen, más bien, el resultado de reflexiones basadas en su
propia percepción de la realidad. Esta falta de solidez científica lo
conduciría, de hecho, a la marginalidad dentro de la comunidad uni-
versitaria alemana, donde le costó mucho encontrar un hueco profe-
sional, a pesar de las recomendaciones de algunos buenos y poderosos
amigos como Max Weber, Rainer María Rilke o Edmund Husserl. La
fortuna personal de que disponía le permitió, sin embargo, soslayar
todas esas dificultades y dedicarse a su obra sin excesivas perturba-
ciones: aunque pudiera importarle el reconocimiento, no dependía
de un salario para vivir o para escribir (Levine, 1971; Watier, 2003;
Ritzer, 1992).
Esta relación de retroalimentación entre cultura, personalidad
y base material aparece plenamente desarrollada en su primera gran
obra sociológica Philosophie des geldes («Filosofía del dinero»), de
1900. En ella nos muestra cómo el dinero tiene una doble realidad,
material e ideal en constante retroalimentación: el dinero es una crea-
ción mental (cultural) del ser humano que obedece a necesidades ma-
teriales (ordenar las transacciones de mercancías). Una vez aparecido
como realidad material y estructural el dinero modifica la existencia
de las personas (genera anonimato en las relaciones, actitudes como
la codicia, etc.) pero a su vez las personas invisten el dinero de va-
lores, emociones, rituales, símbolos (por ejemplo los estampados en
el papel moneda) modificando la forma de su práctica e impidiendo
para siempre que esta pueda reducirse a sus meras funcionalidades
económicas (Simmel, 2004 [1900]). Y así en un círculo de retroali-
mentación infinito. En esta obra está ya presente la ciudad como fac-
tor causal de procesos en si misma, pues para Simmel es la concentra-
ción de personas desconocidas, no ligadas por vínculos de parentesco
en la ciudad lo que habría acelerado el proceso de monetarización
(Levine, 1971).
Esta misma lógica sistémica la aplicaría unos años después al
estudio de la cultura urbana en sus siguientes trabajos Die grosstädte
und das geistesleben (1903), cuya primera traducción a otra lengua
se haría esperar hasta 1950 (The Metropolis and Mental Life, en un
texto recopilatorio sobre su obra) (Wolff, 1950). En ella Simmel ela-
boraba, contemporáneamente con Durkheim, el tema de los apa-
rentes efectos contradictorios que provoca la gran ciudad sobre la
personalidad. La ciudad será considerada por Simmel como un tipo
particular de entorno, un ambiente antrópico, factor causal de un
Estudios sobre lo urbano en la Europa victoriana y de la Belle Époque 43

modo de vida, de una cultura y de sus correspondientes complejos


psicológicos específicamente urbanos, exclusivos de dicho entorno
construido. Cultura que, a su vez, modifica el entorno. Este acerca-
miento a la ciudad como factor de causalidad social en sí misma, a la
ciudad en tanto tal, en su dimensión espacio-demográfica, como lu-
gar de concentración de grandes cantidades de gente, y, por lo tanto,
objeto de estudio autónomo y no mero reflejo de procesos generales,
convierten al autor en una excepción en este grupo de antecesores de
los estudios urbanos.
La vida urbana, afirma Simmel, hace a los individuos libres y
alienados al mismo tiempo. Libres, en la medida en que los ciudada-
nos se encuentran en la intersección de varios círculos sociales, inter-
sección que les permite, en cierta medida, escapar al control de todos
ellos y conducir una vida más individual, incluso secreta. Y alienados,
en el sentido en que quedan desprotegidos de sus redes sociales en un
mundo que no los necesita (Simmel, 1903: 57). La vida urbana es al
mismo tiempo más personal y más impersonal. La metáfora es la del
extranjero: ese es, de hecho, el título de un capítulo en su obra mis-
celánea de 1908 Exkurs über den fremden (volcado al español como
Digresión sobre el extranjero [1977]). El individuo es un extraño, un
extranjero, en la ciudad. La ciudad es un mundo que nunca penetrará
en el interior de su espíritu.
Simmel oscilará constantemente, con no demasiada congruen-
cia, entre ambas consecuencias de la vida urbana sin al final construir
una teoría unificada que diera explicación a esos fenómenos que él
mismo parece presentar como contradictorios. La estética burguesa
de Simmel, el habitus individualista de su clase, no puede evitar sentir
cierta aprensión por la emergencia de la sociedad de masas en las ciu-
dades. A la masa Simmel la culpabilizará de erosionar la inteligencia
del individuo, de rebajar su creatividad con la dictatorial ramplonería
de la mediocridad, de someter la racionalidad individual a una burda
emotividad colectiva. Pero al mismo tiempo —nos advierte— frente
a este ataque a su individualidad, los habitantes de la metrópolis tien-
den a enfatizar su propia subjetividad exagerando comportamientos
particulares, inventando nuevas formas de comportamiento y pro-
ductos culturales, a veces, incluso, extravagantes, para distanciarse
de los demás y reafirmar su propia personalidad. Así pues, esa misma
ciudad de la dictadura de las masas, estimula la aparición de fenó-
menos culturales nuevos, es un crisol de heterogeneidad cultural. El
revoltijo impreciso del análisis simmeliano se acrecentará aún más
44 Francisco Javier Ullán de la Rosa

cuando en otros pasajes, con un nuevo golpe de timón, nos dirá cosas
como que la gran cantidad de estímulos a la que está sometido el ur-
banita y su rápida mutación en el tiempo provocan un estado de agi-
tación nerviosa que es típico del habitante metropolitano y que puede
desembocar en un estado de apatía o de abulia como mecanismo
psicológico de defensa ante la abrumadora cantidad de novedades,
tecnologías, descubrimientos científicos, vanguardias artísticas con
que es bombardeado en su cotidianeidad (Simmel en Wolf, 1950)
Esta apatía tiene ciertas concomitancias con la anomia de Durkheim,
si bien aquella es básicamente estructural mientras que esta es funda-
mentalmente psicológica, subjetiva.
En efecto, está ausente en Simmel cualquier intento de resolver
esta aparente contradicción de la vida moderna a partir de la isos-
tasia funcionalista como proponía Durkheim. Ello no quiere decir
que Simmel nos deje flotando completamente en el vacío de la am-
bigüedad. El enigma de la vida moderna puede resolverse, de alguna
manera, a partir del enfoque psicologista. Lo que Simmel describe,
con el toque impresionista de su pincel más ensayístico que socioló-
gico, es la ciudad como experiencia subjetiva que emana de su enor-
me heterogeneidad cultural y del debilitamiento de los muros que
hasta entonces mantenían las subculturas urbanas (que han existido
desde siempre) separadas e inaccesibles unas de otras (pensemos en
las juderías medievales o en la rígida separación, cultural y espacial,
entre aristócratas y plebeyos). Una heterogeneidad que entonces, en
los albores del siglo XX, cada individuo a fin de cuentas vivía de
forma personal y única (recordemos al hidalgo Toulousse-Lautrec
confraternizando con cabareteras y apaches y retratando en sus lien-
zos una sociedad de burgueses atraídos como él por la fascinación de
la cultura popular). En esa liberalización subjetiva de la experiencia
cultural, unos individuos oscilarán hacia el polo de la alienación o la
anulación en el anonimato de la masa y otros, en cambio, se desliza-
rán hacia cotas más elevadas de autoexpresión y realización personal
(Ritzer, 1992).
En cualquier caso, y con todas sus ambigüedades, la importancia
del enfoque de Simmel no radica tanto en su obra en sí sino en la
influencia que tendrá sobre autores posteriores. Con su psicocultu-
ralismo, Simmel distorsionó el contínuum rural/urbano establecido
por Tönnies y lo convirtió en una distinción realmente dicotómi-
ca, en un par categorial y axiológicamente enfrentado, abriendo el
camino a su vulgarización y su uso ideológico posterior. Por otro
Estudios sobre lo urbano en la Europa victoriana y de la Belle Époque 45

lado, al establecer una relación sistémica entre ambiente, cultura y


personalidad, Simmel se convierte, reconocido o no por aquellos (su
texto, como hemos visto, no fue traducido hasta 1950), en precur-
sor de subdisciplinas sociales que verían la luz unas décadas más tar-
de en los Estados Unidos: a) la escuela antropológica de Cultura y
Personalidad (o antropología psicológica), que aplicaría la idea perge-
ñada por Simmel para las gesellschafts urbanas occidentales al estudio
de las gemeinschafts primitivas (Mead, 1928, 1935; Benedict, 1934,
Linton, 1939; Sapir, 1949, este último también alemán, posible in-
troductor de la obra de Simmel en Norteamérica) y b) La psicología
social (su padre fundador oficial, Kurt Lewin, otro alemán trasplan-
tado a los Estados Unidos, la había inicialmente llamado «Psicología
Topológica» (Lewin et al., 1936), dejando patente el protagonismo
otorgado a la variable espacial en la conformación de la personalidad
individual y colectiva).
Aparte de su posible influencia sobre estas nuevas incursiones
disciplinares, su herencia se deja notar especialmente en los estudios
posteriores sobre la moderna cultura urbana de masas y sobre los
efectos alienantes de la gran ciudad (Simmel, por otra parte, era
ya a su vez continuador de la senda abierta por Nietzsche [Kellner,
1999]). Las reflexiones sobre dicha cultura de masas generada en y
por la ciudad (aunque en muchas ocasiones esta no sea nombrada
explícitamente por los autores) serán retomadas, en los mismos tonos
críticos y pesimistas, por filósofos alemanes de la talla de Spengler
(1918), y por la Escuela de Frankfurt en los años treinta y siguientes
décadas (Adorno, Horkheimer, Marcuse, entre otros [Jay, 1996]) Su
idea de la alienación como experiencia subjetiva pero central en la
personalidad moderna es también seminal para el existencialismo
francés (recordemos el título de la famosa novela de Albert Camus,
L’étranger [1942] —¿el título se inspiró quizá en el homónimo de
Simmel? —). Más importante para la sociología urbana, y desde un
punto de vista más teorético, su idea de la densidad demográfica
como factor causal de los modos de vida urbanos será una de las pie-
dras angulares de la Ecología Humana de Robert Ezra Park. Ello no
es en ningún modo casual, puesto que Park, antes de recalar a orillas
del lago Michigan, había sido discípulo de Simmel en Alemania. El
argumento culturalista sería desarrollado ulteriormente por uno de
los principales exponentes de la segunda generación chicagüense:
Louis Wirth, cuyo origen alemán le permitió también acceder a los
textos de Simmel.
46 Francisco Javier Ullán de la Rosa

2.3.2. Werner Sombart (1863-1941): la ciudad como productora


de alta cultura
Aunque se trata de una figura oscurecida por los grandes nombres
de su tiempo (y también por la mancha en su expediente que supuso
su giro del socialismo al nacional-socialismo en los años treinta) el
sociólogo alemán merece una breve reseña en cuanto aportó algunos
puntos interesantes para el estudio de la ciudad. De él destacaremos
dos obras: Der begriff der stadt und als wesen der städtebildung (1907),
nunca volcada a otra lengua y que podría traducirse por «El concep-
to de ciudad y la naturaleza de la ciudadanía», y Die juden und das
wirtschaftsleben (1911), traducida al inglés en 1913 como The Jews
and Modern Capitalism. En la primera Sombart trata de encontrar las
características definitorias de la cultura urbana desde una perspecti-
va muy diferente a la de Simmel, lejos de sus tonos apocalípticos y
decididamente con una visión positiva de la ciudad como sujeto fun-
damental de la civilización. El caso empírico que analizará Sombart,
a pesar de ser alemán (y esto ilustra lo dicho acerca de la hegemonía
de ciertas metrópolis en la historia de la sociología urbana) será el de
París. Lo que caracteriza a la ciudad es, fundamentalmente, que en
ella se produce una concentración de los mecanismos de producción
y reproducción de la alta cultura de una sociedad, de sus manufactu-
ras culturales más sofisticadas y de las clases sociales que las elaboran
y consumen (mercados de lujo, las profesiones más especializadas y
minoritarias, el conocimiento y la innovación, el arte oficial y de
vanguardia) (Sombart, 1907; en Voyé, 2001).
La segunda obra citada puede considerarse una secuela y un tra-
bajo complementario al de Weber sobre las relaciones entre capita-
lismo y ética protestante. En él Sombart explora el papel jugado por
los judíos en el nacimiento del moderno capitalismo en las ciudades
medievales. Excluidos, por el particular apartheid religioso de la épo-
ca, de la propiedad de la tierra e incluso de la red paternalista de
protección/explotación feudal basada en la servidumbre, los judíos
fueron desde la Alta Edad Media una casta eminentemente urbana.
Sombart trata de demostrar cómo su marginalidad dentro de la so-
ciedad y del propio seno de la ciudad, donde el mismo sistema de
segregación religiosa les cerraba las puertas de los gremios, se acabaría
convirtiendo en una insospechada ventaja al forzarles a desarrollar
un capitalismo independiente, de naturaleza financiera y comercial,
mucho más flexible que el capitalismo manufacturero corporativo
Estudios sobre lo urbano en la Europa victoriana y de la Belle Époque 47

de las organizaciones gremiales. Exactamente la variedad capitalista,


que a la postre se acabaría imponiendo como dominante. Así, para
Sombart, la marginación de los judíos es una de las causas mismas
del nacimiento del capitalismo y de la sociedad urbana en sí misma
(Sombart, 1911).

2.3.3. Maurice Halbawchs (1877-1945): ¿auténtico padre de la


sociología urbana?
Nos desplazamos ahora de Alemania otra vez hacia Francia (aunque el
apellido siga siendo germánico) para concluir este capítulo analizan-
do brevemente la figura de quien merece el reconocimiento de padre
de la sociología urbana en ese país (Amiot, 1986; Fijalkow, 2002).
Fue, efectivamente Halbwachs, francés de padre alemán, miembro
del equipo de L’Année sociologique de Durkheim desde 1904, quien
por primera vez exploraría fenómenos sociales relacionados direc-
tamente con la espacialidad de la ciudad. La tesis fundamental de
Halbawchs es la que, como ya hemos visto, constituye la piedra an-
gular de la sociología urbana: la organización espacial condiciona las
relaciones sociales. Será esta una tesis que no elaboraría en todo su
alcance hasta su obra más madura y reconocida, Morphologie du so-
ciale (1935) pero que ya subyacía en toda su obra precedente. Hal-
bawchs fue quizá el primer autor socialista (en 1909 aprovechó su
conocimiento del alemán para marchar un año a la Universidad de
Berlín a estudiar la obra de Marx y Engels) en sacar los pies del cubo
estrictamente estructuralista y empezar a valorar a la ciudad por sí
misma, como objeto socioespacial. Y esto es así porque el socialismo
de Halbwachs (que lo llevaría a morir de disentería en 1945 en el
campo de concentración de Buchenwald) fue más político que epis-
temológico, mostrándose en este último terreno, en cambio, bastante
ecléctico, con influencias no solo del marxismo, o de su colega y
maestro Durkheim, sino también, en su última época, de la Escuela
de Chicago (pasaría un año en la universidad norteamericana como
profesor visitante en 1934).
Halbawchs es, en ese sentido, entre todos los autores aquí con-
siderados, una auténtica excepción, el pionero de la verdadera so-
ciología urbana metodológica y empírica, más allá del culturalismo
ensayístico de un Simmel o un Sombart. Un explorador solitario de
una de las que después sería veta fundamental de la sociología ur-
bana: el tema de las relaciones entre el precio del suelo urbano, la
48 Francisco Javier Ullán de la Rosa

economía política, la ideología, y la estratificación social. Un filón que


Halbawchs descubre ya en su exhaustiva tesis doctoral en la Facultad
de Derecho de la Sorbonne (una muestra más de la naturaleza fluida
de las divisiones disciplinares en una época en la que el organigrama
universitario aún estaba en fase temprana), Les expropriations et les
prix des terrains à Paris (1860-1900), de 1908. Halbawchs fue quizá
el primer sociólogo en señalar cómo el precio del suelo repercute
sobre el de las viviendas y los alquileres y este a su vez sobre la distri-
bución de las clases sociales en el espacio pero también cómo esta se
produce por medio de mecanismos que no siguen las simples leyes de
la economía clásica (la oferta y la demanda) puesto que en ella influ-
yen así mismo otros muchos factores, a saber: políticos (entre otros
la intervención del Estado y la acción de las colectividades locales) y
culturales (la representación que los autores tienen del espacio como,
por ejemplo, las expectativas futuras de transformación de tal o cual
distrito urbano). Halbawchs estudiaría estos mecanismos a través del
análisis de la remodelación haussmaniana de París, un fenómeno que
obsesionará desde entonces a los sociólogos urbanos franceses (por
ejemplo Lefebvre [1968; 1970]) y también a algunos anglosajones,
como David Harvey (1985).
Siguiendo un enfoque durkheimiano, Halbwachs contrasta las
motivaciones conscientes de la reestructuración del París del Segundo
Imperio, tal y como fueron explícitamente expuestas por el barón
Haussman en sus Mémoires (mejorar el tráfico y la higiene, facilitar
la represión de las manifestaciones obreras, favorecer el retorno de la
burguesía al centro de la capital) con causas estructurales que no son
necesariamente conscientes (porque obedecen a una lógica colectiva,
la del funcionamiento del superorganismo). En su estudio llega a la
conclusión de que los factores demográficos tienen tanta importan-
cia, consciente o no, como las motivaciones políticas o económicas.
Para demostrarlo clasifica los nuevos bulevares en dos tipos: vías de
circulación y vías de poblamiento (Halbawchs, 1908: 167) y muestra
cómo las primeras fueron abiertas para comunicar dos barrios cuya
población había crecido en los años previos y las segundas, como
prolongación de barrios en expansión. Su introducción de factores
físicos ajenos a la economía política (o a la cultura) lo hace precur-
sor, paradójicamente, de la misma Escuela de Chicago que después
influiría sobre su obra tardía. En otra obra, con una agudeza que se
adelanta en medio siglo a los estudios que acometerá sobre el tema la
sociología urbana neomarxista, Halbwachs (1920) llama la atención
Estudios sobre lo urbano en la Europa victoriana y de la Belle Époque 49

sobre la figura del especulador urbano, que surge precisamente a


mediados del siglo XIX en aquellos grandes proyectos urbanísticos,
como factor fundamental en la conformación del espacio físico (y
social) de la ciudad.
Halbwachs fue también pionero en promover la implicación de
la sociología en la planificación urbanística, participando activamen-
te en el movimiento que emergió en Francia tras la Primera Guerra
Mundial para reclamar al Estado la concesión de competencias ur-
banísticas a los municipios como solución para atajar la cuestión de
los llamados mal-lotis: un primer y grave problema de ocupación ile-
gal del suelo y chabolismo en las zonas periféricas en torno a París
(Fijalkow, 2002).
3. LA ESCUELA DE CHICAGO Y SU HEGEMONÍA
ENTRE LAS DOS GUERRAS MUNDIALES

3.1. CHICAGO O EL EPÍTOME DE LA NUEVA MODERNIDAD


AMERICANA

A principios del siglo XX, Chicago, más quizá que ninguna otra ciu-
dad en el mundo, aparecía a sus contemporáneos como la encarna-
ción del destino manifiesto de la moderna religión del progreso, de
la nietzscheana voluntad de poder desencadenada por la civilización
industrial, ya en su fase superior del petróleo y la electricidad; ese
momento histórico volcado a la transformación frenética de la natu-
raleza y de la sociedad bajo el credo olímpico del citius, altius, fortius
(«más rápido, más alto, más fuerte») que hacía de la existencia social
un sprint lanzado hacia el porvenir. Una civilización, en efecto, que,
como ninguna otra hasta entonces, vivía más en el futuro que en el
pasado o incluso en el presente (Giddens, 1998), experimentando
una especie de vértigo que Marx o Simmel habían ya intuido y que
ha sido genialmente sintetizado de esta manera por Marshall Ber-
man: «Ser moderno es experimentar la vida personal y social como
un remolino, encontrar el propio mundo y a uno mismo en desin-
tegración y renovación, problematización, angustia, ambigüedad y
contradicción perpetuas: formar parte de un universo en el que todo
lo que es sólido se disuelve en el aire» (la cursiva, que es también el títu-
lo del libro de Berman, es una cita literal del Manifiesto Comunista)
(Berman, 1982: 15).
Chicago era una ciudad surgida en un tiempo record en medio
de la naturaleza, el epítome de la conquista del salvaje oeste, una au-
téntica tabula rasa sin pasado, con un presente preñado de proezas y
un futuro que se adivinaba rutilante. La ciudad había pasado de ser
un poblachón de unos pocos miles de habitantes (fundada en 1834)
a la segunda metrópoli de Norteamérica en tan solo 35 años (Mayer
y Wade, 1969; Pacyga, 2009). Todo había comenzado con una gran
obra de ingeniería, el Canal de Illinois y Michigan, en 1848, que
52 Francisco Javier Ullán de la Rosa

había comunicado fluvialmente la minúscula Chicago con las gran-


des ciudades industriales de Nueva Inglaterra. Muy pronto llegaron
el ferrocarril y el telégrafo. En 1870 era ya la segunda ciudad del país,
con 300.000 habitantes. Luego vendría el gran incendio de 1871 que
dejó sin hogar a un tercio de sus moradores, un bautismo de fuego
del que la ciudad saldría renacida, construida de nuevo desde cero,
eliminando incluso el poco pasado que tenía, sustituyendo los viejos
edificios y aceras de madera por la verticalidad futurística del hor-
migón y el acero, que fue inventada aquí. El primer rascacielos de la
historia, en estructura de acero, fue el Home Insurance Building, cons-
truido en el centro financiero de Chicago en 1884. Desde entonces
la ciudad se erigió en líder de la arquitectura moderna, estableciendo
el modelo, más tarde reproducido en todos los Estados Unidos, de
los CBT (Central Business Districts) (Mayer, 1969). El empuje de esta
modernidad, guiada por un capitalismo de muy escasos frenos, era
tal que devoraba los propios símbolos arquitectónicos de la ciudad,
sacrificados a la vorágine del ciego culto al futuro. Cuando los futu-
ristas italianos en los años diez publicaron sus manifiestos y llamaron
a una revolución cultural integral, tenían sin duda en mente la ima-
gen de Chicago. Se había pasado de una civilización que veneraba la
tradición, a otra que no solo la ignoraba sino que la destruía cons-
cientemente. Bajo esa lógica, ni siquiera las canas del patriarca de los
rascacielos del CBT fueron respetadas: en 1931 el Home Insurance
sería, en efecto, derribado para dar paso a otro aún más alto. Todo
parecía haberse rendido a la dinámica del flujo incesante de lo efí-
mero. Efímera era la arquitectura de las exposiciones universales que
se celebraron en Chicago (en 1893 y en 1934, para el centenario)
y que pusieron a la ciudad de las praderas en el mapamundi, a la
par de París o Londres. Solo la primera de ellas atrajo a las orillas
del lago a 27,5 millones de visitantes (Appelbaum, 1980) subyu-
gados por las feromonas de ese futuro conquistado por la ciencia y
el maquinismo que exhalaban sus pabellones. Chicago se convirtió
también, junto con Nueva York, en el centro de una nueva industria,
la publicidad, ya absolutamente necesaria en aquellos años en que
el sistema capitalista empezaba a trasladar su peso estratégico de la
producción en masa al consumo de masa. Albert Lasker, el «padre de
la moderna publicidad», hizo de Chicago su cuartel general en 1898,
desarrollando las técnicas modernas que apelaban directamente a la
psicología del consumidor y cambiando así para siempre la cultura
popular urbana.
La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 53

Para 1910 la población excedía de los dos millones y la mayoría


de ellos, como no podía ser de otra manera, no habían nacido en
la ciudad (Pacyga, 2009). La extrema labilidad de su arquitectura
solo era parangonable a la fluidez de su tejido social. Chicago cons-
tituía un tipo de sociedad como el mundo no había conocido hasta
la fecha: sin pasado, sin identidad o mecanismos de cohesión social
compartidos y definidos, más allá de los que procuraba la división
social del trabajo industrial. Durante todo el siglo XIX los inmigran-
tes llegaron en un torrente incesante, primero de Gran Bretaña y los
países del norte de Europa, luego de Europa oriental, central y del
sur. Las dos guerras y leyes migratorias más restrictivas (como la de
1924) cortaron los flujos exteriores pero la emigración no se detuvo:
la ventana de oportunidad fue rellenada por poblaciones rurales de
los Apalaches (fundamentalmente blancos) y del sur (afroamerica-
nos) (Pacyga, 2009).
Todo aquel dinamismo constituía una liberación de energías sin
precedentes que provocó espectaculares transformaciones de efectos
muy positivos pero que muy pronto empezó a mostrar también sín-
tomas de disfuncionalidad. Así, los fervientes adoradores ciudadanos
del mito del progreso pronto se vieron confrontados, como lo habían
estado en décadas precedentes los europeos, con el desafío de com-
prender y domesticar al monstruo de Frankenstein que la ciudad es-
taba gestando más allá de sus soberbios rascacielos y recintos feriales.
Este retrato de Dorian Grey tenía algunas características comunes
con el que ya había despertado el interés sociológico de los acadé-
micos europeos (personas sin hogar, slums de infraviviendas…) pero
presentaba también características únicas que agudizaban los proble-
mas psicosociales y de cohesión derivados de una situación de rápida
y masiva migración: mientras que en Europa los nuevos habitantes
urbanos eran población rural perteneciente por lo general al mis-
mo grupo étnico de la población urbana originaria (misma religión,
lengua, rasgos somáticos), en los Estados Unidos estos provenían de
grupos culturales y raciales muy diversos. La población rural de las
grandes urbes industriales europeas era sin duda culturalmente diver-
sa de la urbana pero esas diferencias resultaban a la postre pequeñas
en comparación con la gran urbe americana en la que habían con-
vergido —y se veían obligados a convivir— judíos centroeuropeos
con católicos sicilianos u ortodoxos griegos, mediterráneos con ir-
landeses, germanos con eslavos, negros del sur con blancos racistas
del sur (y del norte), y todos ellos con la (supuesta) cultura central
54 Francisco Javier Ullán de la Rosa

dominante de los WASP (White Anglo-Saxon Protestants) a la que, en


teoría, estaban abocados a asimilarse. Este cóctel multicultural podía
ser, sin duda, muy estimulante, fuente de mucha creatividad, pero
era también un polvorín muy inestable. Así, a la preocupación de las
luchas de clase (Chicago fue testigo de una huelga salvaje de camio-
neros que paralizó sus calles en 1905, enfrentando a sindicalistas con
comerciantes [Witwer, 2000]) los sociólogos y políticos tuvieron que
añadir la cuestión étnica y racial. En 1919, en lo que se conocería
más tarde como el «Verano Rojo», Chicago se vio violentamente sa-
cudida por sangrientos disturbios raciales que tuvieron como origen
la competición laboral desencadenada por el regreso de los veteranos
de la Primera Guerra Mundial. Muchos no pudieron digerir que el
trabajo hubiera sido ocupado en el ínterim por los afroamericanos y
se movilizaron para reconquistar el territorio (Pacyga, 2009).
Aquella situación de fluidez y de extrema heterogeneidad tenía
también otro efecto colateral indeseable, mucho más constante e in-
sidioso que la violenta, pero efímera, erupción de los disturbios ra-
ciales: unas altas tasas de criminalidad en general y de criminalidad
organizada en particular, a partir de las solidaridades primarias que
ofrecía la etnicidad. Durante las décadas a caballo entre el XIX y el
XX la tasa de homicidios domésticos se triplicó (Adler, 2003) y lo
mismo puede decirse del resto de los delitos de sangre. Tres cuartas
partes de dichos delitos, incluso cuando llegaban a la justicia, no
resultaban en sentencias firmes, al parecer debido, en parte, a me-
canismos de solidaridad étnica al interior de la policía, judicatura
y los jurados populares (Adler, 2006). A partir de los años veinte la
imagen de la gran metrópoli norteamericana, y de Chicago, feudo de
Al Capone, en particular, quedó asociada con la inseguridad y el cri-
men. Un crimen que incluso se teñía de un cierto glamour, al menos
en el caso de los grandes bosses de la mafia, investidos por el cine de
la época de un protagonismo que nunca antes había tenido ningún
bandido tradicional. Era el reverso oscuro del American Dream.
Todos aquellos brotes de «irracionalidad» asustaban y preocu-
paban, por obvias razones, a las clases dominantes de la época. Eran
un desafío al credo racionalista del progreso encarnado en ese sueño
americano. Un sueño americano que, como el de la razón de Goya,
producía monstruos. Era necesario diseccionar aquellas anomalías
monstruosas para entender su comportamiento y poder eventual-
mente controlarlo, salvando así el proyecto de progreso de la moder-
nidad. Chicago adoptaría un papel preponderante en dicho esfuerzo
La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 55

liderando, por ejemplo, las reformas en el sistema judicial norteame-


ricano a partir de 1900. El Departamento de Sociología de Chicago
había nacido unos años antes y también se puso a trabajar en la com-
prensión y resolución de los problemas sociales de la ciudad.

3.2. LA PRIMERA GENERACIÓN DEL DEPARTAMENTO DE


SOCIOLOGÍA DE CHICAGO

El Departamento de Sociología de Chicago fue fundado en 1892


por Albion Woodbury Small (1854-1926). Muy pocos años después,
en 1895, el departamento empezaría a publicar el American Jour-
nal of Sociology, la revista de sociología decana en los EE. UU. y,
desde entonces uno de los órganos fundamentales de difusión del
pensamiento sociológico mundial (ya en 1905, como hemos visto,
publicaba, por ejemplo, un artículo de Tönnies). Bajo su guía, una
constelación de brillantes científicos sociales convertiría la bulliciosa
urbe en un laboratorio en el que se desarrollaron buena parte de las
metodologías y los marcos teóricos de la sociología. En unas décadas
la potencia que adquirió el departamento lo elevaría a la posición
de think tank hegemónico en las ciencias sociales estadounidenses
(y, más tarde, mundiales)1. Y hablamos de la sociología en general,
1
Esta hegemonía se ilustra y refleja perfectamente en la lista de presidentes de
la American Sociological Association, puesto que desde 1916 se renueva anualmente:
de los 103 presidentes que ha tenido la ASA desde su fundación en 1906, 21 eran
profesores del Departamento de Chicago, 2 habían estudiado el doctorado allí y otros
3 están estrechamente ligados, biográfica y académicamente, al mismo. En total 27
(o lo que es lo mismo, el 25 por ciento). Pero si tomamos solo los primeros cincuenta
años de la ASA, que corresponden aproximadamente a la primera mitad del siglo
XX (1906-1956), el periodo de hegemonía propiamente dicho, la proporción es aún
más abrumadora: 19 de 46 (el 41 por ciento). Prácticamente todos los representantes
de la Escuela de Chicago accedieron a este máximo cargo honorífico de la academia
norteamericana: Albion W. Small (1912–1913), George E. Vincent (1916), George
E. Howard (1917), Charles H. Cooley (1918), Robert E. Park (1925), W. I. Tho-
mas (1927), Ernest W. Burgess (1934), Ellsworth Faris (1937), Edwin Sutherland
(1939), Louis Wirth (1947), E. Franklin Frazier (1948), Samuel A. Stouffer (1953),
Florian Znaniecki (1954), Herbert Blumer (1956), Everett C. Hughes (1963), Phi-
lip M. Hauser (1968), Reinhard Bendix (1970), Lewis A. Coser (1975), Amos H.
Hawley(1978), Erving Goffman (1982), Kai T. Erikson (1985). A ellos añadiré los
nombres de Edward C. Hayes (1921) y Emory S. Bogardus (1931) (doctorados en
Chicago) y Talcott Parsons (1949), Leonard S. Cottrell Jr. (1950) y Dorothy Swaine
Thomas (1952) (estrechos colaboradores de fundadores de la Escuela de Chicago)
56 Francisco Javier Ullán de la Rosa

y no únicamente de la sociología urbana. En este primer momento,


y hasta el desarrollo de la teoría de la Ecología Humana en los años
veinte, no existe la sociología urbana como tal: el estudio de Chicago
es simplemente el de los procesos sociales de la sociedad moderna. Lo
cual no es óbice para que los investigadores de Chicago abrieran la
senda de lo que serían en el futuro los estudios sociológicos de temá-
tica más genuinamente urbana.
Las antologías nos recuerdan que Small fundó el primer
Departamento de Sociología de los Estados Unidos pero muchas de
ellas se olvidan de precisar que hasta 1929 (Stocking, 1979), fecha en
que se produjo la escisión, se trataba en realidad del Departamento
de Sociología y Antropología. Esta precisión no es banal porque,
como más tarde se verá, la influencia recíproca de ambos enfoques es
muy grande en la Escuela de Chicago. Su Ecología Humana puede
considerarse, de hecho, como un proyecto para subsumir ambos en
una ciencia social más holística. La doble raíz sociológica/antropoló-
gica del departamento quizá sea una de las razones que explican la
coexistencia desde un principio de los enfoques nomotético e ideo-
gráfico en Chicago.
Así, si bajo la guía de Small los investigadores de Chicago se
aplicaron a desarrollar el método empírico más decididamente
cuantitativo, por otro lado profesores como George Herbert Mead
o John Dewey (docente en Chicago de 1894 a 1904) aplicaban el
Pragmatismo filosófico, muy próximo a la Fenomenología (Shalin,
1986), y dos autores como William I. Thomas (1863-1947) y Florian
Znaniecki, trasladaban por primera vez estos enfoques culturalistas2
a la realización de un estudio cualitativo de gran rigor metodoló-
gico, usando las mismas técnicas etnográficas que los antropólogos
estaban desarrollando por los mismos años para el estudio de peque-
ñas sociedades tribales, al análisis de comunidades étnicas urbanas.
Enfoque culturalista y cualitativo que anunciaba ya la corriente de

(“American Sociologícal Association”, en Wikipedia http://en.wikipedia.org/wiki/


American_Sociological_Association).
2
Thomas es conocido, entre otras cosas, por haber elaborado junto con su mujer
Dorothy el teorema que lleva su nombre y que él mismo enunció de esta manera:
“Si el ser humano define una situación como real, esta es real en sus consecuen-
cias” (Thomas y Thomas, 1928: 572). Germen de lo que sería toda una línea de
investigación en sociología y que llevaría al “descubrimiento” de otros mecanismos
psicosociales que se basaban en este más general, entre otros el clásico de la profecía
auto-cumplida (Merton, 1948)
La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 57

los Community Studies que desarrollaría la siguiente generación de


Chicago. Muchos de estos primeros sociólogos chicagüenses (en-
tre ellos Small, Mead y Thomas), como también los de la Ecología
Humana, habían realizado estudios en Alemania y estaban fuerte-
mente influidos por el historicismo y la verstehen que se estaban ela-
borando en aquel país (Bulmer, 1984).
De 1908 a 1918 Thomas realizó una fantástica investigación
de campo sobre los polacos de Chicago, uno de los grupos étnicos
más numerosos y visibles de la ciudad. Ello le condujo a apren-
der la lengua, realizar innumerables entrevistas e historias de vida
a miembros de la comunidad, observación participante, análisis de
documentos (periódicos polacos publicados en Chicago, correspon-
dencia personal de los inmigrantes con sus familiares en Europa…)
y un buen número de viajes a Polonia para conocer el contexto social
y cultural de los inmigrantes. En uno de estos viajes conocería al
sociólogo polaco Florian Znaniecki (1882-1958), entonces editor
del periódico Wychod ca polski («El emigrante polaco») y director
de una organización que representaba a los inmigrantes polacos en
Varsovia. Znaniecki se convirtió en un informante de primer orden
y, al estallar la Primera Guerra Mundial y quedar Polonia repartida
entre los bandos combatientes, en su asistente en Chicago y más
tarde profesor del departamento. El fruto de todo aquel monumen-
tal trabajo es la obra publicada entre 1918 y 1920 en coautoría The
Polish Peasant in Europe and America, considerada por algunos como
una de los grandes hitos de la investigación sociológica en América
(Coser, 1977).
Los sociólogos de esta primera generación no se limitaron a in-
vestigar las transformaciones sociales que experimentaba su ciudad.
Quisieron también colaborar en la reforma de sus instituciones y en
la resolución de los problemas urbanos. George Herbert Mead, por
ejemplo, colaboró durante toda su vida con el City Club de Chicago,
una organización no partidista fundada en 1903 con el objetivo de
fomentar la responsabilidad cívica, debatir y proponer soluciones so-
bre políticas públicas urbanas3. Una de sus misiones, en la que Mead
fue muy activo, fue la de realizar investigaciones y elaborar informes

3
El City Club sigue existiendo hoy en día y, entre sus miembros recientes más
destacados se cuenta el presidente norteamericano Barack Obama que, como es sabi-
do, inició su carrera como abogado y activista social precisamente en Chicago (ver el
sitio web del Chicago City Club en www.cityclub-chicago.com.)
58 Francisco Javier Ullán de la Rosa

sobre aspectos de gobernanza local. Aquella implicación en políti-


ca se desarrolló desde los principios de un espíritu liberal-reformista
que, a pesar de carecer del filo cortante del marxismo, encontró vi-
rulenta oposición por parte de un establishment muy conservador (y
parcialmente corrupto), del que formaba parte también la cúpula
dirigente de la universidad. El City Club tuvo que abrirse paso a
codazos en un entorno político hostil aquejado por la plaga de la
corrupción. Y el entorno académico no era un santuario en el que
los académicos-reformistas pudieran siempre buscar refugio: las des-
avenencias entre el «demasiado» progresista Dewey y las autoridades
de Chicago forzaron la salida de este en 1904. Catorce años después
le tocaría el turno a Thomas, expulsado de la universidad en medio
de un turbulento proceso que revistió tintes de novela negra. Desde
siempre mal visto por la jerarquía universitaria por su vida demasiado
«bohemia», Thomas sería arrestado en 1918 por el FBI cuando salía
del estado de Illinois en compañía de la joven esposa de un oficial
del ejército destinado en Francia, supuestamente su amante, bajo la
acusación de haber infringido la Ley Mann que prohibía «el traslado
interestatal de mujeres con propósitos inmorales». La universidad lo
expulsó inmediatamente, sin esperar la sentencia. Aunque Thomas
fue absuelto de los cargos, su reputación quedó seriamente dañada: el
Chicago Tribune lo atacó duramente, la editorial de la universidad,
que ya había publicado sus dos primeros volúmenes del The Polish
Peasant, rescindió su contrato. Es por ello que la obra se publicó
en dos fechas sucesivas (la segunda parte vería la luz en Boston) y
otra obra suya, Old World Traits Transplanted, tuvo que ser publicada
en 1921 bajo la firma de sus discípulos Robert Ezra Park y Herbert
Miller (quienes solo habían colaborado a una pequeña parte de la
misma) por la negativa de la Carnegie Corporation (que era la comi-
sionaria del trabajo) a publicarlo con su nombre (su autoría no sería
restituida hasta 1951). Como apunta Bulmer (1984) los motivos de
tal encarnizamiento no tenían nada que ver con la inmoralidad del
supuesto adulterio sino con cuestiones políticas, e incluso sugiere que
el FBI le tendió una trampa. Los ojos del establishment hacía tiempo
que estaban encima de Thomas y de su mujer Dorothy por sus in-
convenientes planteamientos izquierdistas. La relación con la mujer
del militar probablemente se debía a las actividades pacifistas que
conducía Dorothy por aquellas fechas del final del conflicto mundial.
Thomas había tenido ya varios choques violentos con el aparato más
conservador de la máquina política de Chicago, de cuya Comisión
La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 59

para la Criminalidad formaba parte. Su estudio de la delincuencia


entre los polacos de Chicago le había llevado a conclusiones que se
alejaban de las explicaciones moralistas de la mayoría de la comi-
sión. Bulmer sugiere que todo fue una venganza de algunos de los
miembros de esta después de un sonoro incidente protagonizado por
Thomas en el debate sobre la prohibición de la prostitución. Thomas
había defendido fervientemente que la clausura del «distrito rojo» de
Chicago solo empeoraría la situación y al no conseguir convencer a
nadie había abandonado asqueado la sesión. Al día siguiente era titu-
lar de todos los periódicos y se había ganado la feroz animadversión
de la comisión. Los casos de Dewey y Thomas, los dos únicos miem-
bros de aquella primera generación de Chicago que abandonaron el
departamento antes de la jubilación, ilustran el clima existente en la
academia norteamericana de la época, dominada por conservadores.
Autores que no solo fueron vanguardia del conocimiento sino punta
de lanza de una batalla cultural y política contra el paradigma moral
victoriano que se hubo también de combatir en el propio seno de la
academia, como una verdadera guerra civil. Guerra civil, en parte
generacional, que se reveló nítidamente en la reunión de la ASA de
1927, en la cual la nueva generación emergente de sociólogos, en-
tre los que se contaba Park, consiguió el nombramiento de Thomas
como presidente de la asociación para ese año frente a la oposición de
la mayoría del gran profesorado. Volveremos sobre este asunto al ana-
lizar la dimensión política de la segunda generación de la escuela.
A la salida de Thomas le siguió en 1925 la de Small, por jubila-
ción, y su recambio al frente del departamento por Ellsworth Faris
(1874-1953), investigador de pasado y corazón antropológico (había
sido misionero en África y sus primeras obras recogen sus experiencias
de campo en aquel continente) que dirigiría el doble departamento
hasta 1936. La salida de Small vino sucedida por la llegada de toda
una nueva generación de investigadores más jóvenes, entre los que se
contaban Robert Ezra Park (1864-1944), Ernest W. Burgess (1886-
1966) y Roderick D. Mackenzie (1885-1940). Juntos, si bien Park
asumió un rol decididamente más protagónico, lanzarían a la Escuela
de Chicago hacia su segunda, más madura y más influyente etapa, en
la que los caminos ya iniciados (enfoque y metodologías cuantitativas
y cualitativas) se verían sujetos a un intento de sistematización teórica
bajo el paraguas más amplio de la Ecología Humana. Ese mismo año
de 1925 veía la luz el manifiesto de aquella nueva etapa, The City,
escrito por los tres autores. Con él, la sociología subía un peldaño en
60 Francisco Javier Ullán de la Rosa

su construcción como disciplina científica y la sociología urbana se


dotaba de su primer paradigma teórico específico, naciendo final-
mente como tal. En los años siguientes aquel paradigma produciría
una de las generaciones de sociólogos más prolífica y marcante de la
historia de la disciplina. Intentemos en las páginas que siguen resu-
mir sus logros y citar algunos de los nombres y contribuciones más
significativas.

3.3. LA SEGUNDA GENERACIÓN DE LA ESCUELA DE CHICAGO.


BIOLOGICISMO, FUNCIONALISMO Y CULTURALISMO ENTRE LA
ECOLOGÍA HUMANA Y LOS COMMUNITY STUDIES

3.3.1. Consideraciones generales


El paradigma teórico que salió de los hornos del Departamento de
Sociología (y Antropología) de Chicago a partir de la década de los
veinte y hasta bien entrados los cuarenta es producto de un trabajo
colectivo y acumulativo. A veces se le imputa a Park un protagonismo
excesivo que no le corresponde. Sin negar su condición de iniciador
y figura de más peso del movimiento, un análisis más ajustado a la
realidad debe tratar a la Escuela de Chicago como un conjunto, sin
diseccionar su análisis autor por autor, aunque, como no puede ser
de otra manera, se harán alusiones concretas a todos ellos cuando se
trate de delimitar algunas de sus contribuciones más personales.
El trabajo que más tarde desembocaría en la primera elaboración
de la Ecología Humana es el artículo de Robert E. Park «The City:
Suggestions for the Investigation of Human Behaviour in an Urban
Enviroment», fechado en 1915, cuyo título es de por sí, todo un ma-
nifiesto de lo que será la futura agenda de investigación. La obra con-
vierte, sin duda, a Park en el padre de la Ecología Humana. Pero su
trabajo pionero no empezaría a tomar verdadero cuerpo hasta que no
encontró, diez años más tarde, el refuerzo de otros dos profesores de
Chicago, Ernest W. Burgess y Roderick D. MacKenzie. Los tres jun-
tos coeditarán el que puede considerarse verdadero manifiesto fun-
dacional de la escuela, su The City (1925), cuyo subtítulo recuperaba
también el del artículo de Park. La obra recogía el seminal artículo de
aquel pero desarrollaba ulteriormente otras elaboraciones previas rea-
lizadas por los tres autores (Park y Burgess, 1921; McKenzie, 1924).
También incluía un capítulo de uno de los alumnos del departamento,
La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 61

Louis Wirth, lo que le hace acreedor de formar parte de este grupo


iniciador de la escuela.
El proyecto de la Ecología Humana es, en su esencia, el del es-
tablecimiento de una disciplina holística cuyo objeto de estudio se
centrara en explicar todos los fenómenos humanos como producto,
en última instancia, de los procesos de adaptación de las poblacio-
nes al entorno ecológico. Es decir, la interrelación comportamiento-
medio, y sociedad/cultura-medio. La intención última de la Ecología
Humana era sin duda la aplicación de su enfoque al estudio de cual-
quier proceso social y cultural. Nunca se pretendió crear una sociolo-
gía urbana como disciplina (Mela, 1996) pero al hacer de Chicago el
laboratorio donde estudiar esas interrelaciones, los ecólogos humanos
elaboraron, quizá sin querer, la que es considerada como «la primera
teoría sistemática de la ciudad» (Reissman, 1964: 93), analizando
el entorno urbano como un ecosistema dotado de un alto grado de
autonomía que podía ser estudiado de acuerdo a sus propias lógi-
cas internas. Esta doble dimensión general-particular de la Ecología
Humana tiñó a la producción de la escuela de una ambigüedad que
se refleja en los propios títulos de sus obras teóricas fundamentales:
mientras unas (Park, 1915; Park, Burgess y McKenzie, 1925) inciden
sobre el término «ciudad», otras (Park y Burgess, 1921, McKenzie,
1924) dejan más claras sus aspiraciones generalistas. Esta ambigüe-
dad podría haber sido evitada y no se resolverá sino en una segun-
da fase, dirigida por una tercera generación de Chicago después de
la Segunda Guerra Mundial, que separaría nítidamente la Ecología
Humana de los estudios urbanos.
La Ecología Humana nacía con el propósito de constituirse en
la ciencia social más abarcante de todas, la que ofrecía el marco teó-
rico más holístico en el que cabrían, en un segundo momento, estu-
dios económicos, políticos, sociales y culturales más concretos. «La
Ecología Humana […] no era una rama de la sociología sino una
perspectiva, un método y un aparato de conocimiento para el estudio
de la vida social […] era una disciplina general, fundamental para
todas las ciencias sociales», diría Louis Wirth, otro de los exponentes
de la escuela (Wirth, 1945: 484). Lo que se proponía era, en resumi-
das cuentas, un proyecto que se parecía mucho al que recorría desde
el siglo XIX la antropología con su intento de dar una explicación
transcultural al comportamiento humano a partir de leyes evolutivas
naturales y universales (Harris, 1968). La mutua influencia entre an-
tropología (o antropología cultural, como comenzaba a denominarse
62 Francisco Javier Ullán de la Rosa

en EE. UU. para distinguirla de la antropología física dedicada solo


al estudio somático y de fósiles humanos) y Ecología Humana es,
en efecto, enorme, como no podía ser de otra manera en un depar-
tamento dirigido por un Ellsworth Faris de clara formación e inte-
reses antropológicos4. Durante los años veinte el departamento aña-
dió a su plantel «gigantes» de la antropología como Edward Sapir y
Robert Redfield, que sin duda retroalimentaron a los sociólogos. Allí
también se doctoró el padre de la Ecología Cultural, el antropólogo
Leslie White (Stocking, 1979). En el American Journal of Sociology, a
pesar de su título, no se hacía una distinción excluyente entre ambas
disciplinas y en ella publicaron, hasta bien tarde, los grandes antro-
pólogos de la época (Malinowsky, 1943; Mead, 1943, etc.) En su ar-
tículo de 1915, Park reclamaba la necesidad de llevar el enfoque de la
antropología, «la ciencia del hombre», como él la llama, fuertemente
autoexiliada en el territorio de los pueblos primitivos, al estudio del
«hombre civilizado» (Park, 1915: 3).
Las concomitancias con la antropología no se limitaron a la
adopción de un enfoque holístico de matriz más o menos biologicis-
ta, inspirado en el naturalismo de Spencer y Darwin y que acabaría
desembocando en aquella disciplina en el desarrollo de las corrientes
de la Ecología Cultural (White, 1943; Steward y Shimkin, 1961) y
el Materialismo Cultural (Harris, 1968). Estas pueden encontrarse
también en la segunda gran trocha que abre la Escuela de Chicago y
que la llevará a transitar por los caminos del psicologismo y el cul-
turalismo. De manera bastante análoga a como estaba haciendo la
antropología con los pueblos no industrializados desde los tiempos
de Boas (1901, 1911), la Escuela de Chicago se embarcará en el estu-
dio de la vida mental de las poblaciones urbano-industriales, es decir,
de su universo cultural. Y ello a partir de dos enfoques que Chicago
considerará, de manera aún no del todo clara, como autónomos pero
articulados entre sí: por un lado, el propio enfoque ecológico que no
es determinista sino sistémico, con el que trata de entender cómo
la cultura de los individuos es el producto de las constricciones del
medio y cómo a su vez esta lo modifica; por el otro, un culturalismo
que les lleva a entender cada cultura (o subcultura urbana) como
un producto histórico contingente, que no se explica por leyes sisté-
micas universales sino que genera su propio universo autónomo de

4
Los títulos de algunas de sus obras dan fiel testimonio de ello: The mental capa-
city of savages (1918) y The Nature of Human Nature (1937).
La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 63

significados, «no menos reales que la realidad», como decían Thomas


y Thomas (1928), y al que la ciencia puede, todo lo más, aspirar
a comprender. Están presentes, pues, en la Ecología Humana, con-
temporáneamente, las dos grandes ramas epistemológicas del pen-
samiento sociológico, el positivismo y la verstehen, lo nomotético y
lo ideográfico, enfoques hasta entonces teóricamente enfrentados y
para los que esta, como la misma antropología cultural, trató de ofre-
cer una reconciliación en el seno de un marco teórico-metodológico
riguroso. Es importante recordar que los vínculos discipulares con
autores no positivistas eran fuertes en la escuela: Park había estudiado
filosofía con John Dewey en Michigan y más tarde fue discípulo de
Simmel en Berlín. El resultado, en el caso de la Escuela de Chicago
se resume en la elaboración, por un lado, de la teoría de la Ecología
Humana (retomando la teoría de la selección natural y los primeros
estudios de Ecología no humana de Eugen Warming, J. Paul Goode
o Frederic Clemens [Ehrlich, 1987]) y, por el otro, de los llamados
Community Studies, un proyecto nunca concluido de levantar un re-
gistro etnográfico, basado en lo que podríamos llamar una «descrip-
ción densa» a la manera de Geertz (1973), de las distintas subculturas
urbano-industriales, empezando por la ciudad de Chicago. Es a par-
tir de este doble enfoque que debe entenderse también el empleo del
término «comunidad» término que lleva a veces a confusión pues los
autores lo usan de forma indistinta para referirse a dos cosas muy di-
ferentes: «comunidad» es empleado como sinónimo de sistema ecoló-
gico por un lado (la ciudad, así, por ejemplo, en el The Metropolitan
Community de McKenzie [1933]) y, por otro, como sinónimo de
subgrupo humano específico con características (sociales, culturales y
espaciales) específicas al interno de dicho sistema ecológico (tal o cual
barrio o distrito al interior de la ciudad) (Park, 1952).
Al contrario de lo que afirma Mathews (1989), mi punto de
vista es que ambos enfoques quedan razonablemente bien articulados
en la Escuela de Chicago. El problema fundamental de la Escuela de
Chicago no está ahí, sino en su casi total ausencia de atención (sin
duda calculada) a los factores de la economía política. La doble di-
mensión es el intento de combinar el determinismo natural con la li-
bertad individual, a la que aquellos liberales norteamericanos no po-
dían renunciar por meros principios. Pero también una apuesta muy
lúcida por dejar atrás todo reduccionismo epistemológico. Juegos
malabares entre libertad y determinismo, agencia y estructura, idea y
materia, en los que podemos entrever la sombra de aquellos otros que,
64 Francisco Javier Ullán de la Rosa

de forma substancialmente semejante, practicaban Weber y Simmel.


Como ya vimos Simmel otorga a la cultura y a la vida mental un
cierto grado de autonomía pero también afirma la relación de mutua
retroalimentación entre esta y la base material. Esa base material,
que era fundamentalmente económica en Simmel (como en Marx)
Chicago la teñirá de tonos ecológicos. Finalmente, la escuela tomará
la teoría de la selección natural ya adaptada por Spencer al mundo so-
cial y la despojará de cualquier resabio evolucionista explícito (los im-
plícitos seguirán estando ahí, la civilización urbano-industrial seguirá
siempre siendo la cima del progreso histórico) aplicándole en cambio
el funcionalismo spenceriano del Social Statics pasado por Durkheim
para hacer del ecosistema un superorganismo que tiende, por encima
de la lucha por la supervivencia de los individuos y grupos, siempre
al estado de equilibrio (Saunders, 1981). La Ecología Humana pue-
de considerarse, bajo este aspecto, como la primera elaboración del
funcionalismo sociológico (despojado más tarde de su inicial biologi-
cismo) que habría de dominar las ciencias sociales (Chapouli, 2001),
desde Estados Unidos, durante medio siglo (entre otras, con figuras
estrechamente ligadas a la Escuela de Chicago como Talcott Parsons).
Como ya vamos entreviendo, el legado de la escuela es enorme.
La gran ciudad contemporánea es el ecosistema humano más
complejo de la historia y por ello debía ser colocada por la nueva cien-
cia en una posición privilegiada, central, con respecto al estudio de
otros ecosistemas humanos. Es a partir de ese punto de partida que la
segunda generación de Chicago se dedicaría simplemente a estudiar
el ecosistema espacialmente localizado que tenía más cerca: la propia
metrópolis de Illinois. Y ello no solo porque facilitaba la siempre de
por sí complicada y costosa investigación (solo había que salir de casa
por la mañana, recoger datos y regresar por la tarde para cenar) sino
también porque en ella, como ya hemos dicho, veían el epítome de
la nueva urbe industrial del siglo XX: nacida de la nada desde bases
humanas heterogéneas, crecida hasta las dimensiones metropolitanas
en un tiempo récord, necesitada urgentemente de una orientación y
de una identidad propia. Park y sus compañeros amaban sinceramen-
te esa ciudad y ese amor nutría una sincera voluntad reformista de
contribuir a aliviar los problemas sociales que en ella se manifestaban.
No consideraron necesario, en aquellos momentos, ir más lejos. La
aventura de Thomas y Znaniecki, con su etnografía transatlántica,
permaneció como un precedente aislado durante mucho tiempo (por
otro lado la recesión, el ascenso del nazismo y la guerra dificultaron
La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 65

enormemente en aquellos años ese tipo de investigaciones). Veamos


ahora estas dos grandes ramas de la Escuela de Chicago, Ecología
Humana y enfoque culturalista, con todo el detalle que merecen.

3.3.2. La Ecología Humana y su aplicación al estudio de la ciudad


La lucha por la supervivencia determina la regulación demográfica de
las diversas especies y su distribución en diferentes hábitats, y la po-
blación humana no es una excepción a esta regla. Pero las especies y,
en este caso, el hombre —continúa la tesis— no se adaptan al hábitat
solamente luchando entre sí (esa será, en cambio, la lectura que el
fascismo hará de la teoría darwinista) sino también cooperando entre
sí. Darwin (1958 [1859], 1970 [1871]) ya lo había dejado dicho. El
funcionamiento del sistema ecológico es mucho más complejo de lo
que deja entrever su síntesis vulgar en la expresión «supervivencia
de los más aptos»: los más aptos no son siempre los que saben ma-
tar mejor sino los que saben cooperar mejor, los que saben ahorrar
energía mejor, los que saben organizarse mejor, los que saben dotarse
de mejores mecanismos de evitación o defensa; o los más bellos, o
los que tienen más hijos o, al contrario, dependiendo del momento
o del hábitat, los que tienen menos, etc. La naturaleza real funciona
a través de innumerables mecanismos de selección (Darwin, 1958
[1859], 1970 [1871]). Darwin no necesitó esperar a los desarrollos
de la moderna biología para darse cuenta de que la complejidad de
mecanismos de adaptación es enorme, pero ningún científico social
hizo nunca una lectura realmente profunda de su obra. Fue Spencer
quien inventó el término de «los más aptos» (Hofstadter, 1955) y el
spencerismo es solo una burda aproximación a la complejidad de la
realidad natural. También lo es, en ese sentido, la de los primeros
ecólogos humanos, aunque comparada con la del Darwinismo Social
sea ya un gran avance. La Ecología Humana, si bien aún no reconoce
toda esa multiplicidad de estrategias de adaptación, al introducir la
cooperación como una de las posibles al menos acaba con el insufri-
ble reduccionismo que suponía contemplar la naturaleza solo como
lucha y competición. El ecosistema funciona según ellos a través de
la «coexistencia en tensión» (¿resabios de una concepción dialéctica?)
de la cooperación y la competición: a veces los humanos recurrirán
más a la primera, a veces a la segunda, y en otras ocasiones a una ter-
cera estrategia que es una combinación de las dos. En las modernas
sociedades humanas capitalistas esa cooperación se realiza a través de
66 Francisco Javier Ullán de la Rosa

la diferenciación de funciones en el sistema, es decir, de la división


social del trabajo, y de la distribución espacial ordenada de tales fun-
ciones en las áreas más adecuadas para cada una. Así, la «comunidad»
(entendida en su primera acepción parkiana, como ecosistema) es
un sistema funcional localizado en el espacio. La combinación de
cooperación y competición es la competencia cooperativa: distintos
individuos deciden cooperar entre sí para competir mejor frente a
otros grupos. En realidad se trata de una renovada versión del spence-
rismo bien entendido5, adaptada a la realidad multiétnica de la urbe
americana. La cooperación, observaron los de Chicago, se produce
fundamentalmente al interior del grupo étnico o social mientras que
las relaciones entre grupos se ven casi siempre como impulsadas por
el principio de la competición.
El objetivo de todo ello es que el sistema ecológico permanezca
siempre en equilibrio y el mecanismo por el que se mantiene este
equilibrio es dicha cooperación competitiva. La cooperación com-
petitiva por los recursos desemboca en la adaptación de las distintas
especies, de una forma espontánea, no regulada, sea al nicho ecoló-
gico concreto que ocupan, que recíprocamente entre ellas (lo que
hoy en día los biólogos llaman coevolución) (Park y Burgess, 1921;
Park, Burgess y McKenzie, 1925; Park, 1952) y tiene consecuencias
importantísimas tanto en su arquitectura teórica como política. Es en
este funcionalismo basado en la interdependencia complementaria
de funciones (así como en el espíritu reformista liberal y pequeño-
burgués del que se tratará más tarde) donde los de Chicago demues-
tran la fuerte influencia de Durkheim. Partiendo del biologismo de
Darwin el Homo Ecologicus es un ser naturalmente individualista
(la selección natural es una selección de individuos, aunque estos
puedan cooperar entre sí para maximizar sus posibilidades de super-
vivencia (Darwin, 1958 [1859]) pero debe y puede ser controlado
por el sistema social que, como para Durkheim, tiene una existencia
autónoma y propia, independiente de los individuos. La sociedad
(comunidad ecológica) es un sistema autorregulado, un «mecanismo
sin mecánico» (Kauffman, 2009), y esta autorregulación pasa por la

5
Spencerismo que también fue vulgarizado. En su particular predicción evolu-
cionista de la historia Spencer estaba convencido de que la agresión tendría siempre
una función menos determinante en la historia hasta desaparecer por completo en
una futura sociedad en perfecta armonía regulada por la racionalidad del mercado
(Carneiro y Pickering, 2002)
La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 67

conformación de los individuos por la autoridad moral (valga decir


los valores culturales) de la sociedad. Esa es la única manera de con-
seguir la estabilidad y la cohesión social (el mantenimiento en equili-
brio y armonía del sistema). Pero los chicagüenses, como Durkheim,
no son pensadores totalitarios. En ellos, como en su maestro francés,
está siempre presente la necesidad de resolver la tensión entre libertad
individual y control social. Así, si bien encuentran un motivo de pre-
ocupación en la relajación del control social que se estaba operando
en las ciudades debido a la disolución de los valores culturales tra-
dicionales (la famosa anomia de Durkheim), y se dedican a estudiar
exhaustivamente el proceso en sus desarrollos concretos en Chicago,
por otro lado saludan el nacimiento de la metrópolis como un espa-
cio que posibilita la libertad individual. La desorganización es vista
como un simple proceso de reajuste del sistema que dará paso, más
tarde o más temprano, a una nueva organización, en la que el sistema
recuperará totalmente su equilibrio.
La atención de los ecólogos de Chicago se va a centrar en la gran
ciudad porque consideran que en ella se agudizan, como consecuen-
cia de la propia densidad de población, los procesos de división social
y espacial de funciones (Chapouli, 2001). La ciudad se convierte,
pues, para la Ecología Humana, como ya lo había sido para Simmel,
en un factor causal, una variable independiente, de otros procesos so-
ciales. La gran ciudad contemporánea es el ecosistema humano más
complejo de la historia y por ello debe ser colocada por la nueva
ciencia en una posición privilegiada, central con respecto al estudio
de otros ecosistemas humanos. La diferenciación social en ese ecosis-
tema humano no solo se expresa en diferenciación de funciones sino
también en diferenciación funcional de espacios. La competición
cooperativa entre grupos no estimula solamente la división del tra-
bajo sino que distribuye a los diferentes grupos en diferentes hábitats
en el seno del ecosistema urbano. Este ecosistema no es ni puede de
ninguna manera ser «igualitario» sino que está jerarquizado de acuer-
do al principio ecológico de «dominación», el primero de una batería
de conceptos analíticos que la Escuela de Chicago va a tomar de la
ecología biológica para aplicarlos a la ciudad. Este principio implica
que en cada ecosistema existen especies dominantes que ocupan los
mejores nichos, los que concentran los mejores recursos. En el caso
humano esta dominación se opera por medio del mecanismo de la
economía (que sería el punto de articulación entre las leyes biológicas
y las normas culturales, es decir, una economía naturalizada). En el
68 Francisco Javier Ullán de la Rosa

caso de la ciudad, la diferencia en el precio del suelo es la sintaxis


concreta a través de la cual los diversos grupos funcionales se dis-
tribuyen en el espacio de manera jerárquica (Park y Burgess, 1921;
Park, Burgess y McKenzie, 1925; McKenzie, 1933; Park, 1952). Con
esta elaboración la Escuela de Chicago refutaba claramente las tesis
marxistas que veían el futuro de la humanidad como una sociedad
sin clases. Tal sociedad no puede existir, dirán ellos. El ecosistema
humano estará siempre y naturalmente jerarquizado. Muchos autores
han insistido, por esta razón, sobre su posicionamiento legitimador
del statu quo (Meyers, 1984; Zukin, 1980; Shalin, 1986; Merrifield,
2002; Lin y Mele, 2005).
Pero si nos atenemos ahora a las premisas de su marco teórico ve-
remos que la Ecología Humana concibe el sistema social como jerar-
quizado pero no como estático. Su teoría presenta una combinación
de estatismo y dinamismo, la misma presente en Spencer y Durkheim,
que no es otra que la que auspiciaba la propia cosmovisión burguesa
y que se recoge en el lema del padre del positivismo, Comte: orden y
progreso. Es decir, de nuevo el juego de malabares: cambio sí, y cuanto
más rápido mejor (estaba inscrito en el algoritmo de la modernidad)
pero sin alterar la «armonía» y la «paz» social (eufemismos por los
que la clase dominante capitalista entendía, por supuesto, la conser-
vación de los equilibrios de poder y sus correspondientes privilegios).
Algunas burguesías nacionales (como la brasileña) lo tenían tan claro
que incluso llegaron a estampar aquel lema comtiano en su recién
estrenada bandera republicana de 1889.
Por un lado el sistema tiende siempre a estar en equilibrio, ese es
su modo natural, la única manera en que puede funcionar eficiente-
mente. Los sistemas que presentan desequilibrios constantes y graves
colapsan y desaparecen. Pero por otro lado, el sistema es constante-
mente susceptible al movimiento debido al propio principio de la se-
lección de los más aptos a través de la competencia cooperativa. Y este
movimiento es deseable, porque es una fuerza positiva de progreso. En
la lucha por la supervivencia los individuos y los grupos introducen
cada cierto tiempo factores de adaptación nuevos, o aparecen nuevos
individuos y grupos venidos desde fuera del sistema que rompen la si-
tuación de equilibrio. Esta ruptura induce al cambio, una situación de
temporal inestabilidad que concluye con el reajuste «natural» del eco-
sistema para volver a una nueva situación de equilibrio, un nuevo statu
quo (siempre, en aquella visión optimista, mejorado). La visión ecoló-
gica del cambio histórico es, pues, una visión en espiral, contrapuesta a
La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 69

la metáfora historicista e iluminista del progreso como una línea recta,


pero de ninguna manera un paradigma que niegue el cambio. Es más,
este concepto de cambio, como no es de extrañar en una corriente que
se reclama heredera de Darwin, no es otra cosa que otro evolucionismo
encubierto, una nueva versión más sofisticada del viejo evolucionismo
de siempre: cada reajuste del sistema ecológico humano implica un
aumento de su complejidad, en la dirección de una mayor división de
funciones y del aumento de las relaciones de interdependencia entre
ellas (es decir, de nuevo Durkheim).
Quizá, quién teorizó y describió con más detalle esta sucesión de
ciclos de equilibrio/cambio para el ecosistema urbano capitalista fue
Robert D. McKenzie. McKenzie llama clímax a la posición en la que
la población y su distribución espacial en los distintos sectores urba-
nos se encuentran en equilibrio: las clases industriales y comerciales,
en este caso, ocupando los espacios jerárquicamente dominantes. En
el clímax el número de habitantes de la ciudad y cada uno de sus sec-
tores es el óptimo en relación con la capacidad de la base económica
(es decir, no hay superpoblación). La ciudad permanecerá en esta
posición hasta que aparezca algún elemento nuevo (nuevas tecnolo-
gías, recursos naturales, nuevas poblaciones) que altere el statu quo.
En el laboratorio social que era Chicago, nuevos elementos entraban
en el sistema constantemente provocando una sucesión en cadena de
ciclos de ruptura del clímax/desequilibrio y conflicto/ajustes estruc-
turales/recuperación del equilibrio (McKenzie, 1924, 1933).
En su dimensión espacial esos ajustes estructurales se producen
por medio de los principios ecológicos de «invasión» y «sucesión»
(dos más de los conceptos que toman prestados de la biología). Del
mismo modo que en la naturaleza una especie, individuo o grupo
sucede a otros como forma de vida dominante en un determinado
nicho, así en el ecosistema (comunidad) humana el modelo de uso de
un área determinada cambia si esta viene ocupada por competidores
que se adaptan mejor a los cambios introducidos en el entorno. En
el mundo urbano capitalista estos procesos toman una forma externa
económica: el acceso a los puestos de trabajo y a las zonas de la ciudad
más deseables (por su valor funcional, su centralidad, sus característi-
cas construidas y/o naturales), deseabilidad que se regula a través del
mecanismo del mercado, del valor de los terrenos y de los inmuebles.
Estas luchas acaban expulsando a aquellos que no pueden adaptarse y
abriendo el camino a competidores más fuertes que «invaden» el área
y «suceden» al grupo anterior como especie dominante.
70 Francisco Javier Ullán de la Rosa

Los ecólogos de Chicago se lanzarían durante un par de décadas a la


tarea de modelizar esos procesos de sucesión espacial. El primero de esos
intentos resultó en el famosísimo modelo concéntrico de Burgess quien
pretendió elevar el patrón que creyó identificar en Chicago a la catego-
ría de explicación de todos los fenómenos de sucesión y distribución
espacial urbana al menos en los Estados Unidos. Este modelo distinguía
cinco zonas con características ecológicas diferenciadas y homogeneidad
funcional y social dispuestas de forma concéntrica: 1) el CBD y las
áreas industriales , 2) la zona de transición, ocupada por comunidades
de inmigrantes pobres (guetto judío, Little Sicily, Chinatown), 3) La
zona de los obreros cualificados y comerciantes que han abandonado la
segunda zona por su deterioro pero quieren seguir cerca de sus trabajos
en el CBD; 4) Una zona residencial de clases medias, 5) los suburbios de
commuters, clases medias y altas propietarias de viviendas individuales
que han optado por el modelo de vida ruralurbano. El modelo concén-
trico es también un modelo de movilidad social: los actores sociales,
a través de los mencionados procesos de invasión y sucesión, se van
mudando desde el centro a los suburbios a medida que cambian estatus
o profesión (normalmente de una generación a otra) (Park, Burgess y
McKenzie, 1925).
Este proceso de invasión y sucesión comportaba inestabilidad y
desorganización, fenómenos que no remitían hasta que no se estable-
cía por completo el dominio del nuevo grupo. En ningún lugar era
esta desorganización tan evidente y aguda —detectó Burgess— como
en la llamada «zona de transición», o zona 2, entre el CBD y el inicio
de la periferia residencial: en ella se concentraban los edificios más
viejos, los menos deseables, y eran por ello una zona mayoritaria-
mente ocupada por las minorías étnicas de inmigrantes recién lle-
gados: primero irlandeses, luego judíos, polacos, italianos, asiáticos,
afroamericanos a partir de los años diez y mexicanos a partir de los
cuarenta. Las tensiones raciales (lucha, competencia) que se produ-
cían como consecuencia de la baja calidad de vida urbana, la preca-
riedad económica y la heterogeneidad cultural retroalimentaban la
desorganización social y deterioro de la zona donde se libraba una
lucha encarnizada entre grupos étnicos (de los años veinte a cuarenta,
blancos de clase baja contra no blancos, quienes, a su vez, luchaban
entre sí (negros contra asiáticos, contra mexicanos…) por el acceso
a los puestos de trabajo no cualificados (Lohman, 1947). Un dete-
rioro al que también contribuía otro mecanismo ecológico (es decir
natural) que Park y Burgess ya identifican en 1921: el de la expansión
La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 71

inmobiliaria del capital desde el Central Business District. Los espe-


culadores se reservaban grandes cantidades de terreno en las zonas
limítrofes al CBD en previsión de una futura expansión del mismo:
ello elevaba la escasez de vivienda, aumentaba los precios y parcheaba
el área de zonas muertas: solares vacíos y edificios abandonados (Park
y Burgess, 1921). El resultado era la expulsión de la población con
posibilidades de marchar a otra zona (los blancos) y la concentración
desproporcionada de aquellos grupos que no podían ir a otro lugar
(los no blancos, por la convergencia de su mayor debilidad económi-
ca con mecanismos de segregación espacial positivos, como veremos
más adelante). Es en estas zonas donde aparecen los guettos étnicos
(Park, Burgess y McKenzie, 1925).
Los chicagüenses fueron los primeros en hacer estudios sistemá-
ticos y exhaustivos de aquellos guettos que empezaban a emerger en
los años veinte en lo que más tarde se conocería con el término de
inner cities (para contraponerlas a la gentrificada periferia), inaugu-
rando así uno de los filones más prolíficos de la sociología urbana,
tanto en los Estados Unidos como fuera de ellos. El estado de ines-
tabilidad crónico que sufrían estas zonas de transición era, para los
ecólogos de Chicago, la explicación crucial de las especiales caracte-
rísticas disfuncionales que afectaban a sus habitantes tanto individual
como colectivamente. Y se atrevieron, incluso, a formular una ley: la
desestructuración social y la emergencia de comportamientos disfun-
cionales (asociales o desviados, de acuerdo a una terminología menos
aséptica y más cargada de tonos moralizantes que la de Durkheim) es
directamente proporcional a la intensidad de los movimientos de in-
vasión y sucesión de grupos étnicamente heterogéneos (Park, Burgess
y McKenzie, 1925).
Por supuesto con su modelo espacial Burgess nunca pretendió otra
cosa más que diseñar un tipo ideal. Nunca quiso hacer de él la fotografía
real de ninguna ciudad concreta, ni siquiera la de Chicago. Pero incluso
como esquema heurístico o tipo ideal, el modelo burgessiano era a todas
luces excesivamente simplista y clamaba a gritos una revisión inmedia-
ta. Esa revisión tardaría, sin embargo, más de una década en llegar y la
realizarían, en etapas sucesivas, algunos de los discípulos de Burgess. El
resultado son los siguientes dos modelos espaciales:

1) La ciudad sectorial de Homer Hoyt (1939): el modelo de


Burgess, dice Hoyt, es demasiado simple. Burgess ignora el
poder de muchos otros factores para estructurar a la población
72 Francisco Javier Ullán de la Rosa

espacialmente, como la existencia de los ejes de transporte, de


accidentes naturales del relieve o el poder de seducción simbó-
lica de las clases altas y su efecto estructurante sobre las zonas
aledañas. Según Hoyt, las áreas de la zona de transición situa-
das a lo largo de las vías de comunicación radiales tienen una
ventaja comparativa y no se degradan sino que, por el contra-
rio, experimentan un fuerte desarrollo. También lo hacen las
zonas cercanas a las residencias de los líderes de la comunidad,
por ejemplo. Ello da lugar a una ciudad organizada en sectores
radiales que se diferencian económicamente según la proximi-
dad o no al centro pero también a estos otros factores. Hoyt
introdujo, por otro lado, una corrección al modelo de Burgess
que contradecía, al menos parcialmente, su tesis central de la
formación de guettos en la zona de transición. Esta corrección
reflejaba las observaciones empíricas de un proceso incipiente
cuyo verdadero alcance no se percibiría hasta muchas décadas
después pero que ya estaba presente en la Chicago prebélica
y que convivía con el de la guettoización, de signo opuesto:
el proceso de gentrificación (o reconquista residencial por las
clases altas y medias) de las zonas cercanas al CBD. Hoyt ob-
serva ya ese proceso (que luego identificaremos con la ciudad
posindustrial) en Chicago al mismo tiempo que advierte que
el poder de los agentes inmobiliarios para doblegar un área de
la ciudad a sus planes es limitado.
2) La ciudad multicéntrica de Harris y Ulman (1945): trabajan-
do sobre el modelo sectorial de Hoyt y no ya directamente
sobre el de Burgess, estos dos autores consideran que lo que
verdaderamente muestra ese modelo es una ciudad organizada
en múltiples centros de atracción situados a lo largo de las
grandes arterias. El desarrollo de centros independientes gene-
ra una ciudad multicéntrica, en torno a economías de aglome-
ración, rompiendo el esquema modernista de Burgess (clara-
mente centralista, que refleja el paradigma moderno al que le
resulta difícil concebir realidades multívocas) y acercándose a
modelos mucho más recientes (posmodernos) sobre las gran-
des metrópolis contemporáneas. La ciudad no es concebida ya
con un solo centro sino con muchos «minicentros» en los que
se duplican las actividades, creando muchas «miniciudades»
dentro de la ciudad más grande. En 1945, Harris y Ulman ya
habían detectado fenómenos empíricos que después se harían
La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 73

mucho más intensos y que darían lugar a la conceptualiza-


ción del fenómeno que Garreau (1991) denominó edge cities
(ciudades-borde, es decir, en las que las funcionalidades eco-
nómicas y de gestión antes concentradas en el CBD se han
trasladado y dispersado por la periferia urbana).

Las dinámicas de «invasión» y «sucesión» en una ciudad bombar-


deada por oleadas «sucesivas» de inmigración, se veían básicamente
como una circulación de grupos étnicos por el territorio (Cressey,
1938). Luego, una vez distribuidos de manera funcional sobre el
mismo, y en situaciones de equilibrio con una duración razonable-
mente prolongada, los diferentes grupos humanos pueden desarrollar
(como en el caso de los afroamericanos) o reproducir (como en el de
poblaciones inmigrantes europeas que llegaban ya constituidas cultu-
ralmente) vínculos de cohesión no fundados sobre la división del tra-
bajo, es decir, sobre las necesidades funcionales del sistema, sino de
naturaleza «moral», valga decir, en un lenguaje más moderno, «cultu-
ral» y, en ese sentido, contingentes, únicos, no explicables estructu-
ralmente. Estos vínculos constituyen una esfera que se retroalimenta
con la de la dimensión ecológica. De la relación recíproca entre co-
munidades culturales y grupos funcionales espacialmente localizados
(cada grupo funcional portador de su propia cultura o subcultura)
nacerá el concepto de «área natural». La ciudad se entiende así como
dividida en varias «áreas naturales» que son al mismo tiempo «áreas
étnicas y culturales»: zonas que no son producto de la planificación
sino de los procesos de selección natural entre grupos humanos crea-
das por la división funcional del trabajo vía cooperación intragrupal/
competición intergrupal pero caracterizadas por un «consenso moral»
(homogeneidad cultural) y un código interno de comunicación (una
red propia de relaciones sociales no necesariamente institucionali-
zadas, es decir, algo parecido a una gemeinshaft tönniana)6. Al afir-
mar la relación entre espacio y comportamiento cultural la Ecología
Humana «naturalizaba» hasta cierto punto las subculturas humanas
y las trataba como si fueran especies naturales ocupando nichos de-
terminados. Aunque su posición, como veremos después, fue crítica
frente al racismo genético, este naturalismo establecía un vínculo que

6
Es probable que no sea casualidad el que Park las denomine con el nombre al-
ternativo de comunidades; después de todo recordemos que Tönnies había publicado
una síntesis de sus ideas en la revista del departamento.
74 Francisco Javier Ullán de la Rosa

conducía, sin quizá pretenderlo conscientemente, a otro tipo de ra-


cismo, geográfico-cultural, al asociar determinados comportamientos
(desviados, disfuncionales o criminales) con los guettos de la zona de
transición ocupados mayoritariamente por ciertos grupos étnicos.
Estas áreas o comunidades, así objetivizadas y naturalizadas, se van
a convertir en un objeto concreto de estudio de la Escuela de Chicago
que se convierte así también en pionera en este campo de los estudios
urbanos en los que el barrio como subunidad de la ciudad recibe una
atención especial. Se las estudiará, por un lado, nomotéticamente, como
áreas naturales que obedecen a las leyes ecológicas universales, como zo-
nas en las que la gente comparte características sociales similares porque
están sometidas a las mismas presiones ecológicas (Savage, 1993). Por
otro lado, serán tratadas como áreas culturales únicas y estudiadas de
manera ideográfica, descriptiva, a través del método etnográfico como
analizaremos en el siguiente apartado.
En el enfoque ecológico se recurrirá al empleo protagonista de
la estadística para dilucidar patrones y modelos universales: así, tal o
cual guetto marginal, por ejemplo, no será analizado por sus carac-
terísticas idiosincráticas sino como un laboratorio para entender y
testar el proceso de formación y las propiedades universales de todos
los guettos. En palabras de una de los miembros de la escuela:
Los estudios ecológicos consistían en hacer mapas de Chicago que
identificaran el grado de ocurrencia de determinados comportamien-
tos, entre los que se incluían el alcoholismo, homicidios, suicidios,
psicosis y pobreza, basados en datos censales. Una comparación vi-
sual de los mapas podría identificar luego la concentración de ciertos
tipos de comportamiento en algunas áreas (Cavan, 1983: 415).

3.3.3. El culturalismo de la Escuela de Chicago: el urbanismo


como una forma de vida y los estudios etnográficos de las
subculturas de Chicago
Dos son las dimensiones en las que la Escuela de Chicago aplicó a
la ciudad sus estrechos vínculos con la antropología cultural y su
pedigree culturalista forjado por el Pragmatismo y la influencia de la
verstehen alemana: una dimensión general que pretendió, siguiendo
la estela de Simmel, identificar una cultura, una forma de vida, es-
pecíficamente urbana definida por comparación a otras (rurales); y
una dimensión particular que pretendía la descripción etnográfica
La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 75

de grupos culturales concretos dentro de la ciudad, siguiendo el ca-


mino abierto por Thomas y Znaniecki con la comunidad polaca.

Louis Wirth y Robert Redfield: el contínuum cultural


urbano/rural

En la primera dimensión, destaca en solitario la obra del judío ale-


mán Louis Wirth (1897-1952), quien había iniciado su andadura
con el estudio de una comunidad concreta, la de los judíos de Chica-
go (Wirth, 1927, 1928). Saunders considera el artículo de Wirth de
1938 «Urbanism as a Way of Life» como el «más famoso que se haya
publicado jamás en una revista sociológica» (Saunders, 1981: 145).
Sin caer en exageraciones, este artículo constituye un loable intento
por conciliar la Ecología Humana de Park con los análisis cultura-
listas y psicosociales de Simmel que merece la pena analizar. Wirth
estaba convencido de que tal conciliación era posible.
En el artículo, Wirth desarrolla, con el utillaje de una etnografía sis-
temática (de los que nunca hizo uso Simmel), temas de tonos claramente
simmelianos como el dualismo rural/urbano o la experiencia subjetiva
de la vida urbana. Sin embargo, dicho dualismo, como en el caso de
Tönnies, se ha interpretado muchas veces de una manera rígida y critica-
do injustamente con ferocidad (Young y Willmott, 1957; Abu-Lughod
1961; Gans 1962). Lo que Wirth elabora es una tipología de tipos idea-
les de personalidad, con una personalidad urbana y una personalidad
rural, que él denomina «folk», a los extremos de un contínuum que es
espacial y temporal a la manera de Tönnies. «No debemos esperar en-
contrar variaciones bruscas y discontinuas entre el tipo de personalidad
urbana y el rural» (Wirth, 1938: 3). Es decir, podemos encontrar modos
de vida «folk» en la ciudad así como comportamientos y valores urbanos
más allá de sus confines, en su hinterland. En efecto, en su famosa obra
previa The Guetto (1927), Wirth ya se había afanado en demostrar cómo
el barrio judío de Chicago exhibía formas de vida comunitarias. Pero
la existencia de estas comunidades (de estas gemeinschafts en el sentido
tönniano) en el seno de la ciudad no invalidaba la hegemonía en ella del
otro tipo de personalidad caracterizado por el anonimato, la indiferencia
y la distancia social. En una gran ciudad el individuo interactúa de ma-
nera afectiva y personal solo con unos pocos individuos, e interactúa de
manera instrumental e impersonal con la mayoría.
La teoría del contínuum rural/urbano de Wirth fue complemen-
tada, también a partir de investigaciones etnográficas sistemáticas y
76 Francisco Javier Ullán de la Rosa

exhaustivas, por otro miembro del departamento, igualmente alum-


no de Park: el antropólogo cultural Robert Redfield quien, partiendo
del extremo opuesto, la pequeña aldea rural preindustrial, llegaba a
la misma conclusión. Redfield estudió en 1941 cuatro localidades de
la península de Yucatán que, de acuerdo a esta teoría, se colocaban
en un gradiente rural/urbano progresivo, desde la aldea de indígenas
mayas de Tusik hasta la capital mexicana del estado, Mérida. La et-
nografía mostró una correlación ascendente de la heterogenidad cul-
tural, la secularización y el individualismo desde la aldea maya hasta
la ciudad criolla, apoyando el modelo de Wirth. En 1947 Redfield
elaboraría, como colofón, un tipo ideal de «folk society» que era el
complemento al tipo urbano de Wirth.
Comparando las formas de relación social en el campo y en la
ciudad desde diferencias empíricamente mensurables (Wirth, es, ante
todo, un profesor de Chicago y no de Berlín) Wirth identifica el paso
del estilo de vida rural al urbano con la sustitución de una lógica
estructural por otra: sustitución de relaciones directas por mediadas,
debilitamiento de las estructuras de parentesco, debilitamiento de las
bases comunitarias, de solidaridad social, todo lo cual conduce a los
ya conocidos síntomas de desorganización de la personalidad, ma-
yores tasas de suicidio, alcoholismo, criminalidad, etc. Wirth ofrece
también rasgos de la forma de vida urbana que podrían considerarse
inicialmente como moralmente «neutros» (la urbanización provoca
una reducción de las tasas de fertilidad y un aumento de la edad me-
dia de matrimonio [Wirth, 1938; Salerno, 1987]) pero que acaban
por generar efectos desintegradores de la solidaridad social (más gen-
te sin redes de apoyo familiar, más alienación). Sus descripciones del
estilo de vida urbano arrojaron nueva leña al fuego de aquella rama
de la teoría social y política virulentamente antiurbana e ingenua-
mente nostálgica de la vida rural. Y, sin embargo, Luis Wirth nunca
fue un defensor de la vida en el campo y, a la de cal, ofrece también
la de arena, como antes lo había hecho Simmel y como lo habían
hecho, en realidad, todos los sociólogos sin excepción (pues para ellos
la vida urbana era sinónimo de vida moderna). Wirth alaba la cultura
urbana occidental, tanto en su artículo de 1938 como en todas sus
obras posteriores, como el motor de la civilización más racional de la
historia (Salerno, 1987). Las ideas de Wirth no estaban, seguramen-
te, desprovistas de intencionalidad política y de sesgo etnocéntrico:
reflejaban en el fondo la preferencia cultural de las clases medias nor-
teamericanas y de la clase política de su tiempo por el estilo de vida
La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 77

rururbano de los suburbios, que, siguiendo las directrices del City


Garden Movement (Howard, 1902) surgido en la Inglaterra de finales
del XIX, defendía esta forma de urbanismo como la síntesis perfecta
que conservaba las ventajas y eliminaba los inconvenientes de los dos
extremos del contínuum tönniano.

Los Community Studies

Los llamados Community Studies son, sin duda, la segunda gran apor-
tación de la Escuela de Chicago a las ciencias sociales: el término
comunidad es aquí utilizado en su sentido antropológico, como un
subsistema cultural y social formado por un contingente humano de
reducidas proporciones donde predominan los vínculos sociales no
contractuales. Este enfoque etnográfico y culturalista los convierte,
como ya se comentó, además de en una etapa de la sociología ur-
bana, en la piedra angular de fundación de la antropología urbana
(Hannerz, 1980). Entre los años veinte y cuarenta la Universidad
de Chicago desplegaría por toda la ya entonces inmensa ciudad a
sus investigadores, profesores y estudiantes (muchos de los cuales se
convertirían en nueva savia para el cuerpo docente) con el objetivo
de retratarla culturalmente, perfeccionando las herramientas cuali-
tativas de investigación para describir y analizar las formas de vida
y los imaginarios de algunos de sus colectivos étnicos. El enfoque
etnográfico común ejercido sobre la ciudad de Chicago tendió un
robusto puente, o, si lo preferimos, una zona de yuxtaposición, entre
los departamentos de Sociología y Antropología, escindidos en 1929
(Stocking, 1979). El enfoque reunía a mitad de camino a los soció-
logos que realizaban etnografía con los antropólogos que estudiaban
la ciudad y se mencionarán aquí los trabajos más significativos sin
atender a la adscripción institucional de sus autores.
El antecedente es, por supuesto, el estudio sobre la comuni-
dad polaca de Thomas y Znaniecki (1918-1920). A este le seguirían
los trabajos de Wirth sobre los judíos (1927, 1928), los de Edward
Franklin Frazier (1929, 1932), Harvey (1929), Warner, Juncker y
Adams (antropólogos) en 1941, y Drake y Cayton, antropólogos, en
1945 sobre los afroamericanos7, el de William Foote White, también

7
Frazier fue, por cierto, uno de los primeros sociólogos afroamericanos y el pri-
mero en llegar tan arriba en la academia (sería nombrado presidente de la American
Sociological Association en 1948).
78 Francisco Javier Ullán de la Rosa

antropólogo, sobre los italianos (1943), los de la sinoamericana Rose


Hum Lee sobre los chinos (1941, 1949), y el de Jones (1948) sobre
los mexicanos, los recién llegados de los años cuarenta.
Pero aquel impulso se quedó en realidad muy corto y en ningún
caso llegó a agotar sus propias potencialidades, que eran enormes,
por no decir infinitas, y que habrían debido conducir como mínimo
al establecimiento de una descripción completa y exhaustiva de todos
los grupos espacial y/o culturalmente delimitados que conformaban
la ciudad de Chicago (y por extensión, la gran urbe y la sociedad
americana). Eso nunca ocurrió. Así, la Escuela de Chicago nunca
produjo, por ejemplo, una etnografía sobre la comunidad griega, ir-
landesa o alemana (a pesar de que esta última constituía, por ejem-
plo entre el 25 y el 30 por ciento de la población en 1900 [Keil
y Jentz, 1988: 1]), y tampoco sobre la anglosajona. Las razones de
estas enormes lagunas hay que buscarlas en los sesgos ideológicos
que subyacían, de manera más o menos implícita, en aquellos inte-
lectuales que seguían atrapados, como sus antecesores, en las redes
epistemológicas del paradigma moderno y que, también como las ge-
neraciones de sociólogos precedentes, no ocultaban sus inclinaciones
e intenciones políticas, las cuales giraban en torno a las preocupacio-
nes suscitadas por los problemas sociales de la ciudad (Smith, 1988).
Así, al igual que Durkheim o Marx, los sociólogos de la Escuela de
Chicago apuntaron preferentemente su lente analítica sobre aquellos
fenómenos que parecían contradecir el paradigma moderno, ansiosos
por encontrarles una explicación que redujera la ansiedad con que
la racionalista sociedad burguesa —y ellos mismos como parte de
esta— los percibían. Era necesario encontrar el sentido a la existencia
de las aberraciones que se obstinaban en parecer «irracionales» para,
en un segundo momento, poder corregirlas o, al menos, contenerlas
o confinarlas a niveles o espacios que no amenazaran los dos sacro-
santos principios del credo burgués: orden (es decir la estabilidad del
sistema, de acuerdo al paradigma orgánico-funcionalista) y progreso
(el avance continuado de la parte «apta» de la sociedad hacia cotas
siempre mayores de racionalidad, productividad, complejidad, felici-
dad…). Estas aberraciones eran, de acuerdo con el principio funcio-
nalista, todas aquellas conductas y códigos culturales que causaban
disfunciones en el mecanismo del sistema social, precisamente por-
que «desviados» de los códigos normativos dominantes, los de la de-
mocracia burguesa capitalista y, si se me apura, cristiana y norteame-
ricana: es decir, cosas como el crimen, las adicciones, la prostitución,
La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 79

las psicopatías, la violencia intrafamiliar, el divorcio, el suicidio, el


fracaso escolar, el vandalismo, el abstencionismo electoral, el vaga-
bundaje y la mendicidad, la propia pobreza (considerada aún, en una
óptica claramente spenceriana, como parcialmente causada por los
propios individuos) y también, en el caso de la urbe norteamericana,
los conflictos étnicos y raciales y, a fin de cuentas, la propia multi-
culturalidad en sí misma. La Escuela de Chicago consideraba en úl-
tima instancia la diversidad étnica como un factor desestabilizador y
disfuncional, debilitador de la cohesión social, del funcional sentido
patriótico y cívico, y generador de marginalidad social y de crimen.
Como buenos modernistas eran fieles creyentes en las identidades
unívocas, claramente separadas. Les costaba mucho trabajo conce-
bir la posibilidad de identidades múltiples funcionando en armonía.
Eran fervientes defensores del credo asimilacionista, como proceso de
amalgama, de todas aquellas diferencias inmanejables en una identi-
dad americana única vehiculada por el inglés, el famoso melting pot
construido a partir del núcleo mayoritario de la tradición anglosajo-
na. Esta posición es particularmente evidente en buena parte de la
producción de Park, quien dedicó muchas páginas al tema étnico y
cultural. Su interés no se centra en las subculturas étnicas en tanto
tales, como habría debido desprenderse del enfoque culturalista de
los Community Studies, sino de las relaciones (conflictivas) entre ellas
y el sistema (Park y Thompson, 1939; Park, 1950). Obsesionados
por comprender y modificar aquellas disfuncionalidades del sistema
social, los chicagüenses van a concentrar espacialmente sus estudios
a aquellas zonas y aquellos grupos étnicos que presentaban una con-
centración más elevada de aquellos comportamientos: los slums, los
guettos no anglosajones, no blancos, no protestantes, que salpicaban
la zona ecológica de transición (según el esquema de Burgess), igno-
rando prácticamente las demás.
Así, por ejemplo, como se deduce de su propio título, el Street
Corner’s Society de Whyte no es propiamente hablando un estudio de
la comunidad italiana sino de la subcultura y estructura social de sus
bandas de delincuentes (Whyte, 1943). La atención está fijada en el
estudio de Mr. Hyde, de todo lo que se considera una anomalía (por
fortuna minoritaria) del sistema social. El enfoque, como el de la an-
tropología a la que tanto le debe, está en la periferia «salvaje» del sis-
tema, en el «hombre marginal» que entra en «conflicto cultural» con
la sociedad moderna (ese el título de una obra de Park de 1937). Las
ausencias dicen tanto como las presencias: no encontramos entre las
80 Francisco Javier Ullán de la Rosa

etnografías de aquella generación ninguna dedicada a los suburbios


de clase media o alta. Habrá que esperar a los años cincuenta, con el
definitivo boom de la residencia suburbial en los EE.UU. para que
la sociología dirija su lente hacia ellos. En estos momentos, la única
sociedad que parecía interesar a los sociólogos era la de los margina-
dos sociales y/o raciales. Para intentar explicar sus comportamien-
tos, la Escuela de Chicago elaboraría a lo largo de aquellas décadas
otras teorías que siguen manteniendo buena parte de su vigencia en
la actualidad. Se analizarán en los siguientes apartados algunos de los
aportes más significativos.

3.3.4. Otros desarrollos teóricos de la Escuela de Chicago


a) Las Teorías de la Desorganización Social y de la Asociación
Diferencial

Estas teorías retomaban el concepto durkheimiano de anomia pero


complejizaban la explicación, incorporando a la misma los factores
del ambiente (el nicho ecológico), la cuestión del conflicto interét-
nico (completamente ausente en la sociología europea) y la cultura
(a través de las elaboraciones culturalistas iniciadas por Thomas y
Znaniecki y que acabarían por ser etiquetadas por Blumer como «in-
teraccionismo simbólico»).
El punto de partida era el concepto de anomia de Durkheim.
Para el sociólogo francés, esta venía producida como un efecto co-
lateral del proceso de modernización, tal y como se desarrollaba en
las grandes ciudades: la ciudad aceleraba la producción de relaciones
sociales anónimas y transitorias, el debilitamiento de los lazos sociales
primarios de familia y comunidad debilitaba la capacidad de las ins-
tituciones sociales, tanto a nivel de barrio (familia, escuela) como de
la sociedad urbana en su conjunto (ayuntamiento, policía, empresas)
para ejercer un adecuado control social y moral de los ciudadanos.
Siguiendo esa estela Thomas y Znaniecki (1918-20: 2) definieron
formalmente la desorganización social como un «debilitamiento de
la influencia de los roles sociales en el comportamiento de miembros
individuales del grupo» y uno de los pocos miembros femeninos de
la escuela, Ruth Shonle Cavan, retomó el clásico tema durkheimiano
del suicidio en su obra de homónimo título Suicide (1928).
Los estudios conducirían a estudiar un variado número de colec-
tivos y comportamientos que se percibían como no conformes a esa
La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 81

regulación social y moral del sistema. Así, Cavan (1929) y Cressey


(1932) analizaron el mundo de la prostitución, Thomas et al. (1923)
el extendido fenómeno de la promiscuidad sexual en las jóvenes de
familias obreras y Andersen (1923) el de un tipo muy particular de
vagabundo, el hobo, al que se dedicarán algunas líneas en mayor pro-
fundidad en el siguiente apartado.
Pero el foco de atención principal se fijaría en los años sucesivos
en un tipo particular de comportamiento desviado, quizá por ser el
de efectos más amenazadores para el «armónico» funcionamiento del
sistema: la delincuencia y, en concreto, la delincuencia organizada
de las bandas que campaban a sus anchas por amplios sectores de la
ciudad tratando de imponer su propia ley y de constituirse en mi-
cropoderes alternativos al de las instituciones estatales, en muchas
ocasiones sumiendo a los barrios en el caos con sus propias luchas
intestinas por el control del territorio.
La Teoría de la Desorganización Social se alejaba de las expli-
caciones del fenómeno que entonces imperaban: individualistas (las
causas de la delincuencia son comportamientos aislados de individuos
delincuentes), psicologicistas (algunos de esos comportamientos es-
tán asociados a psicopatologías concretas) o racistas (algunos grupos
raciales, véase sobre todo los negros, tienen una predisposición gené-
tica hacia la agresividad y el crimen) y establecía en cambio un nexo
causal directo entre ciertos tipos de comportamiento desviado, en
especial la criminalidad de bandas y el vandalismo con las caracte-
rísticas ecológicas de ciertos barrios y de las subculturas que en ellos
se producían y reproducían. La idea central de la teoría era articular
la tríada comportamiento-constricciones espaciales-socialización. El
lugar y el tipo de relaciones sociales y valores culturales que se dan en
él, argumentará la nueva teoría, son tan importantes o más cuanto las
características personales de los individuos para establecer las proba-
bilidades de que estos se embarquen en comportamientos asociales.
Hemos ya visto que, a partir del cruce de datos estadísticos, los ecólo-
gos humanos habían identificado los barrios de la zona de transición
—fuertemente habitados por grupos étnicos no pertenecientes a la
cepa dominante anglonórdica— como aquellos con más alta inciden-
cia de criminalidad y de comportamientos disfuncionales. La teoría
de la desorganización social pretendió explicar esta asociación, esta-
bleciendo una relación entre aquellos comportamientos y la conjun-
ción de factores como el ambiente degradado, la heterogeneidad so-
ciocultural, los procesos de socialización y los conflictos y prejuicios
82 Francisco Javier Ullán de la Rosa

étnicos. La importancia concedida al estudio del crimen mantuvo


al Departamento de Sociología en una relación muy estrecha con la
naciente ciencia criminológica y ayudó decisivamente a su desarrollo.
La Teoría de la Desorganización Social fue dominante en criminolo-
gía durante casi todo el siglo XX (Kubrin y Weitzer, 2003).
Los estudios sobre el crimen en los guettos étnicos fueron innu-
merables. Podemos destacar títulos como Principles of Criminology
(Sutherland, 1924, 1947), The Gang: a Study of 1313 Gangs in
Chicago (Thrasher, 1927), Delinquency Areas (Shaw et al., 1929),
Vice in Chicago (Reckless, 1933), Criminal Behavior (Reckless,
1940), Juvenile Delinquency in Urban Areas (Shaw y McKay, 1942)
o Criminology (Cavan 1948). Todos ellos adhieren al siguiente posi-
cionamiento teórico:
Las características ecológico-espaciales de la zona de transición
provocan una anomia (desorganización social) diferencialmente mu-
cho más alta que en el resto de la ciudad. Así Shaw y McKay (1942)
observaron, después de haber mapeado toda la ciudad y cruzado in-
numerables datos estadísticos a lo largo de varias décadas, que los
barrios estudiados en la zona de transición siempre eran los que pre-
sentaban las tasas de delincuencia más altas, con independencia de
la composición étnica de los mismos que había ido variando con el
tiempo. La causa no podía explicarse, pues, por motivaciones indi-
viduales o raciales, sino que debía encontrarse en los procesos que se
operaban en aquella zona ecológica. Estos eran básicamente tres: a)
La pobreza: unos recursos inadecuados mermaban las capacidades de
la comunidad de poder gestionar y resolver los problemas locales. La
gente estaba concentrada en la supervivencia del día a día —muchas
veces en una lucha contra los vecinos por el acceso a los recursos
escasos— y su objetivo era el de abandonar el barrio apenas tuvieran
ocasión. b) La inestabilidad y movilidad residencial: este objetivo de
abandonar el barrio se iba cumpliendo conforme el sueño americano
producía el ascenso social. La población no era permanente ni se
identificaba emocionalmente con el entorno lo cual llevaba a una
falta de preocupación y de movilización para resolver sus problemas
(nadie invierte en una comunidad que se ve como una fase transitoria
de la vida). c) La heterogeneidad racial y étnica: la mezcla de grupos
con valores y lenguas distintas es vista como una barrera que dificulta
la comunicación y por lo tanto la coordinación y cooperación para
regular la convivencia en el barrio. Es por ello que los de Chicago
eran mayoritariamente favorables a la asimilación cultural y veían el
La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 83

multiculturalismo como un aspecto negativo y disfuncional. Dichas


dificultades vendrán agravadas por el mecanismo de los prejuicios
que conducen a la desconfianza cuando no a la abierta hostilidad
entre grupos, en un proceso de retroalimentación que refuerza las
fronteras étnicas y que es terreno fértil para el crecimiento de bandas
que movilizan la solidaridad defensiva de dichas identidades. Park
y Burgess ya habían advertido en 1921 que la solidaridad de grupo
se relaciona en gran medida con la animosidad hacia otros grupos
externos.
Es a partir de esta tercera dimensión, la de las identidades y pre-
juicios étnico-culturales, que la Teoría de la Desorganización Social
introduce las elaboraciones culturalistas del interaccionismo simbóli-
co. El comportamiento debe siempre entenderse en interacción con
el otro, individual o colectivo, pero no solo en relación a las acciones
del otro sino a las imágenes que este tiene del mundo. No importa
si esas imágenes son prejuicios o estereotipos negativos que no se
corresponden con la realidad empírica. De acuerdo al teorema de
Thomas, como ya se ha visto, si una situación es considerada real
para alguien, tendrá consecuencias reales (evitaré o despreciaré a los
negros porque pienso que son todos delincuentes, no les daré trabajo
porque pienso que son vagos, no les alquilaré mi piso porque temo
que no me vayan a pagar…). La interacción con el otro no solo tiene
consecuencias sobre quien opera el juicio de valor sino sobre quien
lo recibe, ya que se convierte en una parte estructurante de su yo
(Sutherland, 1924, 1947). Así individuos y colectivos a quienes se
les atribuyen, estereotipadamente, determinadas características pue-
den acabar asumiéndolas como propias a través de un proceso in-
consciente de aculturación (volviendo al ejemplo de las poblaciones
negras, el más evidente en la sociedad norteamericana, los propios
negros pueden llegar a verse como los ven los blancos: menos in-
teligentes, no aptos para determinados trabajos de cuello blanco y,
por lo tanto, condenados al inmovilismo de una posición fija en la
estructura social). Los sociólogos de Chicago ya habían desarrollado
así el concepto que poco después Robert K. Merton bautizaría como
«profecía autocumplida» (Merton, 1948).
En los barrios más pobres y étnicamente heterogéneos de Chicago
ese proceso de construcción del yo, la identidad y los valores cultu-
rales a través de la interacción, había cristalizado en la aparición de
una «subcultura urbana de la delincuencia». En una parte de aquellas
clases bajas inmigrantes la interiorización de los prejuicios (raciales,
84 Francisco Javier Ullán de la Rosa

de clase o una combinación de ambos) que la sociedad dominante


lanzaba sobre ellos había llevado a la formación de complejos subcul-
turales que, a partir de las identificaciones primarias étnicas que se
reforzaban en un bucle de interacción defensiva con las otras, cons-
truían su propio mundo de valores alternativos a los de la sociedad
dominante. Un mundo de valores alternativos que se oponía al credo
oficial del ascenso social por el trabajo productivo duro y honesto y
de los valores de la moderación y la gratificación diferida, precisa-
mente porque los individuos habían interiorizado al mismo tiempo,
y en contradicción con el mito meritocrático del American Dream, la
creencia general que tendía a verlos como escoria, como buenos para
nada, como losers congénitos. La conclusión a este conflicto cultural
interno era, obviamente, muy clara: nunca saldremos de este agu-
jero por la vía legal (adecuándonos al sistema), ergo construyamos
nuestro propio camino. Si no valemos para ser Rockefellers convir-
támonos en empresarios del crimen. En ese proceso de resistencia los
colectivos de delincuentes crean un remedo de subsistema político-
social y cultural propio, con sus propios valores y metas culturales:
exaltación de la violencia como forma de adquirir prestigio y estatus,
antintelectualismo, hedonismo y satisfacción inmediata de las pulsio-
nes volitivas, percepción de la vida como efímera, etc. Pero, mucho
más que eso, el pertenecer a una banda se convierte no solo en un
medio para obtener un fin sino en un fin en sí mismo: a través de la
banda se satisfacen las necesidades de statu y de pertenencia, la vida
en banda y la lucha frente a otras confiere sentido a la propia existen-
cia. Arrebatar una calle a los italianos es ya un triunfo que vale una
vida para un gangster negro de Harlem.
Frederick Thrasher (1927) en su estudio comparativo de 1.313
bandas de Chicago (el número exacto ha sido escogido a propósito
por su potencia simbólica) fue quizá el primero en avanzar este giro
copernicano en el estudio de la delincuencia organizada. La delin-
cuencia había dejado de entenderse como un comportamiento indi-
vidualizado o simplemente como una disfuncionalidad del sistema
para pasar a ser concebido como un subsistema social y cultural se-
miautónomo incrustado (o enquistado) en el seno del sistema mayor.
Para evidenciar claramente este revolucionario enfoque Sutherland
propuso en la 4º edición de su Principles of Criminology (1947) la sus-
titución de la etiqueta Teoría de la Desorganización Social por la de
Teoría de la Asociación Diferencial. Con ello quería subrayar que el
enfoque funcionalista simple no bastaba para explicar la delincuencia
La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 85

organizada: aunque pudiera tener sus raíces en la anomia, una vez


echado a andar, el fenómeno había adquirido una autonomía propia.
Era una nueva forma de organización social, con su propia lógica
interna. E igual que en el marco del sistema más general se apren-
día a ser ciudadano a través del proceso de socialización, también se
aprendía a ser delincuente en un proceso de socialización paralela. La
Escuela de Chicago identificó dichos mecanismos de producción y
reproducción de la cultura de banda en los mecanismos de socializa-
ción callejera: las bandas se formaban a partir de la socialización de
niños y adolescentes por otros chicos un poco más mayores, en la ca-
lle, como consecuencia, sin duda, del fracaso de las instituciones de la
sociedad (familia, escuela, iglesia) para socializar a los jóvenes. La so-
cialización en las calles transmitía de generación en generación, como
cualquier otro complejo de rasgos culturales, los valores, actitudes,
técnicas y motivaciones de la cultura de banda8. «Abandonados» a su
suerte por los adultos y la sociedad, la influencia del comportamiento
delictivo de los jefes carismáticos y la fuerte compulsión a conformar
su comportamiento con el de sus pares, atraía a un número enorme
de jóvenes a las bandas. Una vez iniciado el fenómeno este tendía a
incrementarse con efecto bola de nieve o, por decirlo con el término
más técnico utilizado por Shaw y McKay, «una tendencia de gra-
diente»: la incapacidad del entorno social para frenar la formación
de bandas aceleraba el ritmo de su crecimiento. Ello degradaba aún
más la cohesión social, el entorno espacial y deprimía las esperanzas
de una mejora de la vida por la vía legal, haciendo más atractiva aún
la entrada en una banda e incrementando sus capacidades delictivas.
La escalada condujo, en efecto, a la transformación de las primeras
bandas de pilluelos con capacidad delictiva y niveles de agresividad
limitados, a las potentes y violentísimas organizaciones mafiosas que
controlaban buena parte de la economía de Chicago (y otras grandes
ciudades americanas) en los años veinte y treinta.
Las consecuencias políticas de este enfoque interaccionista eran,
como se puede imaginar, revolucionarias. La teoría echaba por tie-
rra la idea, arraigada en el establishment, de que la criminalidad se

8
La Teoría de la Asociación Diferencial fue corroborada por muchos studios so-
ciológicos. Opp, por ejemplo, afirma que dicha teoría explica el 51 por ciento de la
varianza del comportamiento colectivo y muestra cómo la intensidad del contacto que
los jóvenes tienen con el grupo de pares es directamente proporcional al impacto que
tienen en ellos los comportamientos desviados de dichas amistades (Opp, 1989).
86 Francisco Javier Ullán de la Rosa

combatía únicamente desde el frente policial. El descubrimiento de


la dimensión sistémica y cultural de la delincuencia hacía de la so-
lución punitiva una vía a todas luces insuficiente y, en muchos as-
pectos, incluso contraproducente: la actuación policial étnicamente
sesgada (por el efecto de retroalimentación delincuencia/prejuicios)
aumentaba la simpatía por las bandas, que podían llegar a adquirir, a
ojos de la población general del guetto, un aura carismática como «re-
sistentes» a la represión racista; los altos niveles de encarcelamiento
agudizaban la desintegración familiar que a su vez alimentaba el pa-
pel socializador de las bandas (los padres no estaban ahí para educar a
sus hijos porque estaban en la cárcel). Armados con las conclusiones
de sus estudios, los sociólogos de Chicago abogaban por medidas
de fondo para romper el círculo sistémico de la socialización en la
delincuencia: inversión en mejora de las infraestructuras urbanas (los
de Chicago también observaron un efecto de bola de nieve entre el
deterioro físico urbano y el grado de vandalismo y falta de civismo)9
en educación y en programas que ofrecieran a la juventud valores y
modelos sociales alternativos (a través, por ejemplo del deporte). No
se limitaron a solicitarlo sino que se involucraron activamente en un
proyecto para aplicar sus propias teorías a la transformación urbana.
De este interés nació el Chicago Area Project, del que hablaremos más
tarde.

b) Los análisis sobre las tipologías sociales liminales: biculturalismo


y vagabundos

Dentro de la tipología de seres marginales, los sociólogos experi-


mentaron una especial fascinación por las tipologías sociales limi-
nales, que se encontraban a caballo entre varias culturas y entre va-
rias sociedades. Esta era una aberración que desafiaba el paradigma

9
Por una especie de mecanismo de aceptación de los hechos, cuanto más degra-
dado iba volviéndose el ambiente, menor era la valoración de la limpieza o la estética
urbana por parte de la comunidad en su conjunto, así hasta llegar al punto de acabar
colaborando activamente en un degrado que al inicio era solo la obra de unos pocos.
En una calle tapizada de cacas de perro o llena de basura, la gente pierde la motiva-
ción para recoger los excrementos de su propia mascota o tirar la lata a la papelera.
Este fenómeno sería bautizado muchos años después como Teoría de las Ventanas
Rotas (Wilson y Kelling, 1982). Willson y Kelling también pensaban, como los de
Chicago antes, que solo una recuperación integral del entorno urbano mediante una
intervención externa podía romper este círculo vicioso.
La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 87

moderno de las identidades excluyentes construido y reflejado en el


nacionalismo burgués de la época. La masiva inmigración a los Es-
tados Unidos había puesto bajo asedio una concepción básicamente
nacida en Europa en una época previa a las grandes migraciones
y para unas sociedades homogeneizadas culturalmente por Estados
que protegían celosamente sus fronteras de infiltraciones externas.
¿Cómo explicar ahora que uno pudiera ser polaco y americano al
mismo tiempo? La racionalidad moderna conducía a los de Chicago
a pensar que una situación bicultural solo podía generar disfuncio-
nalidad y alienación. Park dedicaría dos trabajos (1928, 1937) a des-
cribir el conflicto al que estaba sometido el hombre bicultural, aún
más extranjero en la urbe americana de lo que el inmigrante rural lo
había sido para Simmel en la ciudad europea «El hombre marginal
[...] es aquel cuyo destino le ha condenado a vivir en dos sociedades
y en dos culturas que no son meramente diferentes sino antagonis-
tas» (Park, 1937: 10). Para el asimilacionista Park, aquella situación
claramente disfuncional no tenía otra solución más que la del retor-
no a un nuevo monoculturalismo: el del melting pot angloamericano
que se iba produciendo de una forma «natural» como un ajuste del
propio sistema social.
Otros miembros de la escuela centrarían su atención en otro tipo
de inadaptado, en este caso interno, una categoría cuyos números se
habían inflado con la Gran Depresión: el vagabundo. Sin techo, sin
familia, desempleado, mendigo o sin trabajo fijo. Más aún que los
delincuentes, las prostitutas o las chicas de moral sexual disipada,
aquella tipología humana representaba al individuo más liminal de
todos, liberado o alienado (según se quisiera ver) de las constricciones
y responsabilidades sociales del sistema y, por lo tanto, la ilustración
patente del fracaso del mismo en sus objetivos de normalización. Era
un enigma cuyo código los ecólogos funcionalistas necesitaban des-
cubrir pues ponía sobre la mesa la incómoda pregunta de si la vida
fuera de algún tipo de sociedad era posible.
El establishment venía mostrando preocupación por el fenómeno
desde al menos 1906, cuando un estudio de Layal Shafee había esti-
mado el número de vagabundos en los Estados Unidos en 500.000,
cifra que parecía haber aumentado en 1911 a 700.000, cuando un
artículo del New York Telegraph se interrogaba «¿Cuánto le cuestan
los vagabundos a la nación?» (Conover, 1984). Sutherland y Locke
(1936) dedicaron una etnografía a los «24.000 sin techo» (una cifra
que quería, sin duda, incidir sobre la seriedad de la pandemia), pero
88 Francisco Javier Ullán de la Rosa

la obra más recordada en las antologías de la sociología urbana poste-


rior es sin duda el The Hobo de Nels Anderson (1923).
Por aquel término de hobo se conocía en Norteamérica a un tipo
muy concreto de vagabundo, que no hay que confundir con el sin te-
cho o el mendigo. Se trataba de trabajadores itinerantes, ocasionales,
sin familia ni vínculos sociales estables, que recorrían el país de punta
a punta como polizones en los trenes de carga. El término parece
haber surgido en el inglés norteamericano hacia 1890 y para los años
veinte era ya usado corrientemente (Mencken, 1921). El hobo atrajo
la atención de los sociólogos porque se trataba de una tipología que
no parecía encajar bien en sus teorías: como en el caso de los gangs-
ters no se trataba simplemente de desajustados sino de un colectivo
con una subcultura propia. La imagen de desesperados desplazados
incesantemente por culpa de la precariedad del trabajo encubría de-
bajo la de un colectivo que viajaba por decisión propia, como un
estilo de vida, aceptando y dejando trabajos más o menos a voluntad,
reacios a adoptar una forma de vida sedentaria. Este tipo de vida
errante, bohemia, podía ser una opción temporal o convertirse en
una forma de vida definitiva. Algunos escritores de la época la practi-
caron por un tiempo y sus experiencias, autobiográficas o noveladas,
se plasmaron en obras maestras de la literatura de aquellos años (pue-
den citarse, entre otros, el decano The Road de Jack London [1907]
al que siguieron Tramping on Life: An Autobiographical Narrative de
Harry Hibbard Kemp [1922], Beggars of Life de Jim Tully [1924],
Of Mice and Men de Steinbeck [1936] y On the Road [1957] de Jack
Kerouac).
Al igual que los gitanos, aquellos nómadas contemporáneos vi-
vían fuera de la sociedad pero aprovechando los espacios intersticiales
que esta dejaba (en su caso, la necesidad de la economía de trabajos
temporales poco cualificados). Pero a diferencia de los gitanos, que
conformaban una sociedad marginal con vínculos sociales e identi-
dad cultural muy fuertes, el hobo era un destilado casi puro de perfec-
to individualismo: los hobos no formaban familias ni estaban ligados
los unos a los otros salvo por un débil reconocimiento en la identidad
de un estilo de vida constantemente transitorio. Por lo demás el hobo
es puro flujo, pura libertad sin ataduras sociales, personalidad y rol
social en constante movimiento. Su única regla es «Decide tu propia
vida». Aunque sus actividades no caían en absoluto en la ilegalidad es
comprensible que aquellos personajes líquidos intrigaran a los soció-
logos creyentes en la omnipresencia del superorganismo social tanto
La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 89

o más que las bandas criminales las cuales, a fin de cuentas, podían
entenderse como formas alternativas de satisfacer lo que se conside-
raba una necesidad universal de socialización.

c) Primeros estudios sobre política local

A la Escuela de Chicago también puede considerársela pionera en el


estudio de las maquinarias políticas municipales y de la gobernanza
de la ciudad. Su interés arranca de nuevo de su funcionalismo y la
necesidad de explicar comportamientos disruptivos con respecto a
un correcto funcionamiento del gobierno urbano. También de sus
preocupaciones reformistas que los conducirían, como se analizará
en el último apartado, a involucrarse en la política municipal. Así,
por ejemplo, es necesario citar los trabajos de Gosnell (1924) y Gos-
nell y Gill (1935) sobre la participación electoral de los habitantes
de Chicago, en los que se trata de dar explicación a las altas tasas de
abstencionismo en Norteamérica en comparación con las socieda-
des europeas, y los trabajos de Merriam (1928) y Merriam y Parrat
(1933) sobre los problemas de gobernanza que planteaba una zona
metropolitana tan enorme como la de Chicago, con más habitantes
que algunos Estados-nación de pequeñas dimensiones. Por su parte
North (1931) se dedicó a estudiar los efectos de las políticas del Es-
tado de Bienestar, que el New Deal rooseveltiano había empezado a
aplicar en los barrios de Chicago.

3.3.5. La segunda generación de Chicago y la acción política.


Reformismo y sostenimiento del statu quo racial en la ciudad: entre el
Chicago Area Project y la Federal Housing Administration
Los ecólogos humanos han sido acusados de sostenedores del statu
quo (Meyers, 1984; Zukin, 1980; Shalin, 1986; Merrifield, 2002;
Lin y Mele, 2005) y de personajes obsesionados con el control social
y la normalización10. Sin embargo, hacer un balance completamente
objetivo e imparcial de su posicionamiento político no resulta tarea
fácil. No es fácil, en primer lugar, porque los exponentes de la escuela
son muchos, y entre ellos observamos variaciones significativas en su

10
Esta obsesión es observable en los propios títulos de sus obras: Non-voting:
Causes and Methods of Control (Gosnell, 1924) o la póstuma de Park On Social Con-
trol and Collective Behavior (Park, 1967).
90 Francisco Javier Ullán de la Rosa

grado de compromiso social y político: desde los que se remangaron


la camisa para intervenir personalmente en los barrios negros (como
Shaw) a los que se limitaron a una acción académica (Park) o los
que adoptaron posiciones más proactivamente reaccionarias (Hoyt).
Otras dificultades provienen de ciertas ambigüedades inherentes al
marco teórico de la Ecología Humana.
Todo ello no quita para que hubiera posiciones aún más a la
derecha en la academia norteamericana. Para entender en todas sus
dimensiones el posicionamiento y las intenciones de las teorías de la
Ecología Humana y sus consecuencias históricas es necesario enten-
der cuál era el clima ideológico que se respiraba en aquellos años en
Estados Unidos, tanto en la sociedad y la política como en la academia
misma. El país aún no había salido de los años conocidos en la histo-
riografía americana como «el nadir de las relaciones raciales» (Logan,
1954), el periodo de mayor intensidad de las actitudes racistas de la
historia norteamericana posesclavista. Desde 1876 y hasta los años
sesenta los congresos estatales, especialmente en el Sur, produjeron
un copioso corpus legal para privar a los negros de sus derechos civiles
y establecer una segregación social y espacial de iure: las llamadas Jim
Crow Laws (Klarman, 2004). Las primeras décadas del siglo XX tam-
bién habían visto recrudecerse el debate, que era académico y político
al mismo tiempo, en torno a los procesos de heterogeneidad cultural
generados por las nuevas oleadas de migraciones, especialmente en
las ciudades industriales del norte, punto de destino de la mayoría de
los inmigrantes. Hasta las décadas de los setenta y ochenta del siglo
XIX, los inmigrantes habían sido fundamentalmente del norte de la
Europa Occidental (británicos, irlandeses, alemanes, holandeses, es-
candinavos). Una mezcla cultural y racial relativamente homogénea
y fácil de asimilar por parte del núcleo mayoritario anglosajón de los
Old Stock Americans. A partir de esas fechas, al difundirse y perfeccio-
narse la tecnología del transporte transatlántico, el boom demográfi-
co y acontecimientos como la violenta anexión del Mezzogiorno por
el estado unitario italiano, la inestabilidad y violencia constante en
los Balcanes otomanos, los progroms contra los judíos y la represión
zarista en las tierras controladas por Rusia (entre las que se contaba
Polonia) provocaron una oleada de inmigración mediterránea, eslava
y judía. A ello se unió la migración de los afroamericanos del Sur, que
huían de la segregación racista impuesta tras la Guerra de Secesión y
el comienzo de la urbanización de los indios norteamericanos, con-
secuencia en buena parte de la concesión de ciudadanía en 1924. El
La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 91

resultado fue un abigarramiento cultural que empezó a ser percibido


por muchos en el establishment WASP como una amenaza a la co-
hesión del país y al sentido de identidad nacional (recordemos que
nos encontramos en plena era del nacionalismo, y de las identidades
excluyentes [Khan, 2001]). Intelectuales y políticos se dividieron en
tres grandes bandos:

1) Por un lado, los nativistas, afirmaban que la identidad basilar


de los Estados Unidos estaba en las poblaciones del Noroeste
de Europa y presionaban para que se controlara la inmigra-
ción de todos aquellos grupos étnicos que no provinieran de
estas zonas, incluidos los eslavos y los mediterráneos. El ala
más extremista del nativismo estaba constituida por los defen-
sores de posiciones racistas y eugenésicas.
2) En el centro del espectro político e ideológico, los defensores
del llamado modelo del melting pot o crucible (crisol), es de-
cir, de la asimilación. La metáfora del crisol en el que todas
las diferencias culturales acababan fundiéndose circulaba en la
cultura americana desde finales del XVIII (Hirschman, 1983;
Gerstle, 2001; Hollinger, 2003) pero fue en 1908, con el estre-
no de una obra de teatro sobre el tema y con ese mismo nom-
bre, The Melting Pot, cuando se popularizó. La obra había sido
escrita por el judío americano de origen ruso Israel Zangwill
(Nashon, 2006). La fusión por la que abogaba no era, sin em-
bargo, una menestra de verduras variada sino básicamente un
plato en el que siguiera reconociéndose el sabor de su ingre-
diente principal, a saber, la cultura anglosajona.
3) Al otro extremo del espectro político-ideológico se encontraban
los defensores del pluralismo cultural como Horace Kallen y
su Democracy Versus the Melting-Pot (1915), Randolph Bourne
(Trans-National America [1916]) o el expulsado de Chicago
John Dewey, que abogaban entre otras cosas, por programas
de educación bilingües. Un gran centro de difusión de estas
ideas era la New School of New York, una universidad alter-
nativa y progresista fundada en 1919 y que había dado un
foro a muchos de los autores considerados indeseables por un
establishment universitario inclinado masivamente hacia la de-
recha. Entre sus profesores se contaban los propios Kallen o
Dewey o el famoso economista Thornstein Veblen (Hollinger,
1995).
92 Francisco Javier Ullán de la Rosa

La paternidad del movimiento eugenésico, una rama del racis-


mo biológico, se imputa a Francis Galton, primo de Darwin, quien
aplicó en un sentido racista (ausente en aquel) la teoría de la selección
natural. Creían que la industrialización y el éxito capitalista eran el
producto de una superior inteligencia y de este principio extraían la
conclusión de que las razas nórdicas y las clases altas dentro de estas,
eran genéticamente superiores. La pobreza de las clases y razas bajas
era asociada con niveles menores de capacidad intelectual/racionali-
dad y, estos, con mayores niveles de corrupción moral, violencia y psi-
copatías. En las ciudades de Estados Unidos la coincidencia estadísti-
ca entre raza, comportamientos desviados y clase social era entendida
como una confirmación empírica de este postulado. Además de creer
en la superioridad racial los eugenesistas estaban convencidos de que
la especie humana podía perfeccionarse artificialmente mediante una
calculada selección de los genes mejores y el filtrado de los peores.
Cuando mayor fuera la calidad del pool genético mayor sería la ra-
cionalidad del sistema social y menores los factores disfuncionales
(Black, 2004; McWhorter, 2009; Bashford y Levine, 2010). Los eu-
genesistas norteamericanos percibían el crecimiento de la población
negra y las oleadas de inmigrantes no nórdicos como una amenaza
a sus objetivos de progreso evolutivo (la mayor amenaza inmigrante
estaba constituida, en su particular jerarquía racial, por los orientales
como chinos, japoneses y filipinos, seguidos de los mestizos latinos)
y para protegerse de sus posibles efectos deletéreos (la versión más
apocalíptica era la de un futuro «suicidio racial», con el precioso cau-
dal de genes caucásicos diluido en una informe y mediocre mezcla)
la eugenesia entró en política, abogando por el establecimiento de
leyes de segregación racial más duras aún de las existentes: prohibi-
ción de los matrimonios mixtos, campañas de esterilización a mujeres
de clases bajas (especialmente negras) y leyes migratorias restrictivas
contra las poblaciones no noreuropeas. Para esto último se fundó la
Immigration Restriction League en 1894 (Black, 2004; McWhorter,
2009; Bashford y Levine, 2010).
Es muy importante entender que el movimiento eugenésico
no era una elucubración de unos pocos racistas radicales. Una parte
importante de la sociedad, entre la que se contaban sectores muy
influyentes, apoyaba activamente sus ideas, porque una parte decidi-
damente muy grande del establishment era racista. Entre ellos pueden
contarse presidentes que simpatizaban con algunos de sus principios:
republicanos como Theodore Roosevelt (1901-1909) (Dyer, 1992) o
La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 93

demócratas como Woodrow Wilson (1913-1921)11. El movimiento


recibió copiosa financiación por parte de algunas de las grandes for-
tunas del país, como los Carnegie (acero), los Rockefeller (banca),
los Harriman (ferrocarriles) o los Kellog (alimentación). La acade-
mia no era una excepción en este sentido: el número de profeso-
res que simpatizaban con todas o algunas de las tesis eugenésicas es
impresionante y se concentraba sobre todo en las cumbres de la Ivy
League: A. Lawrence Lowell y David Starr Jordan, respectivamente
rectores de Harvard y Stanford, y un sinfín más (McWhorter, 2009).
En el mundo de la sociología destacaron dos personajes de relevancia:
Edward Alsworth Ross (1866-1951) y Henry Pratt Fairchild (1880-
1956). Como muestra del apoyo y consenso del que gozaban entre
una parte importante del colectivo de los sociólogos, a los dos les fue
conferido el honor de presidir la American Sociological Association (el
primero en 1914-1915, el segundo en 1936, cuando era, para más
inri, el presidente de la American Eugenics Society). Fue Ross quien
acuñó el término «suicidio racial» en su obra The Old World in the
New: The Significance of Past and Present Immigration to the American
People (1914) (Baltzell, 1964). El bando racista se apuntó un gran
tanto con dos leyes migratorias sucesivas, la Emergency Quota Act
(1921) y la Jonhson-Reed Act (1924), diseñadas expresamente para
restringir la inmigración con origen en Europa del Este y del Sur
(Zolberg, 2006).
Los ecólogos humanos de Chicago parecen haber abogado en
su mayoría por la opción asimilacionista. Una ilustración de esta te-
sis la constituye el artículo de Carol Aronovici Americanization: Its
Meaning and Function, aparecido en 1920 en el American Journal of
Sociology. Aunque el autor no pertenece a la escuela, el departamento
le da voz a través de su órgano de difusión. No solo defendieron el
asimilacionismo: con sus estudios se aplicaron a demostrar que el de-
bate era, en realidad, estéril, pues la asimilación era el resultado final
natural del proceso de sucesión ecológica. Lo que con los Community
Studies parecía sellar una inclinación multilineal de los procesos
históricos (a nivel urbano) se revela al final como una nueva edición

11
Wilson defendió públicamente la eliminación de los negros de la vida política
en los estados del Sur después de la Guerra Civil y justificó el nacimiento del Ku Klux
Klan por el estado de anarquía que reinaba. Durante su presidencia no se opuso a la
reintroducción de la segregación racial entre los funcionarios federales practicada por
algunos de los miembros de su gabinete (Wilson en Baker y Dodd, 1925).
94 Francisco Javier Ullán de la Rosa

del moderno evolucionismo unilineal. Las subculturas urbanas no


eran realidades permanentes. No solo porque todo estaba, como la
naturaleza, en constante flujo, sino porque las culturas étnicas de
barrio eran solo un estadio transitorio en un ciclo más general que
afectaba a las relaciones raciales y étnicas: el mismo ciclo ecológico
de invasión y sucesión ya descrito. Así, la primera fase de ese ciclo
era el contacto del nuevo grupo étnico inmigrante con los grupos
«nativos» previamente establecidos. A esta le seguía una segunda fase
de conflicto por el espacio y los recursos. Cuando el conflicto no se
concluye con la expulsión de uno de los grupos a esta fase le sucede
una tercera en la que ambos grupos (simplificamos el modelo a dos
pero en la realidad los grupos pueden ser muchos más) se ven obli-
gados forzosamente a acomodarse el uno al otro en una coexisten-
cia inestable, nunca exenta de tensiones. Finalmente esta dinámica
se combina con la del movimiento espacial centro-periferia. Con el
transcurso del tiempo y las generaciones, los grupos van desplazán-
dose de la zona de transición a la periferia y las diferencias culturales
se van difuminando hasta acabar en la asimilación total a la cultura
dominante, la marcada por la clase media originariamente anglo. Así,
los irlandeses habían sido al siglo XIX lo que los polacos e italianos a
los inicios del XX: despreciados, marginados. Todos habían acabado
por entrar paulatinamente en el crisol y fundirse en el main stream
de la clase media. La asimilación es entendida como un imperativo
teleológico que se deriva de dos premisas: la de un evolucionismo
unilineal que cree que todos los grupos sociales avanzan diacrónica-
mente hacia formas más modernas (más homogéneas y universales)
y mejores (ascenso social) y la de un funcionalismo que entiende las
diferencias culturales como una fuente de inestabilidad y conflicto
que el sistema tiende automáticamente a reducir. Esta tesis encuentra
sus ilustraciones más sofisticadas en el trabajo de Cressey Population
Succession in Chicago: 1898-1930 y en las obras de Park sobre rela-
ciones étnicas (Park y Thompson, 1939, Park, 1950). De la teoría se
desprendía que lo mismo debería suceder con los negros o los latinos
en el futuro próximo. Sin embargo, cuando se llega a los grupos ét-
nicos no blancos, la posición de la sociología de Chicago es mucho
más conservadora.
En la dimensión urbana, la segregación racial demandada por el
racismo eugenésico fue consciente y sistemáticamente secundada por
la sociedad y por la administración. Desde 1911 habían proliferado
por todo el país, introducidos por las asociaciones de vecinos, los
La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 95

llamados Restrictive Covenants, cláusulas que se añadían a los contra-


tos de compra-venta de inmuebles y que establecían la prohibición de
comprar o vender las propiedades a personas de determinado origen
étnico (Jonas-Correa, 2001). Muchas asociaciones de agentes inmo-
biliarios se dotaron de códigos deontológicos para fomentar la apli-
cación de dichas normativas. Fue un mecanismo aplicado masiva-
mente por la clase media y alta blanca para impedir que las minorías
de color (y en especial los negros) tuvieran acceso residencial a sus
barrios (Darden, 1995; Jonas-Correa, 2001). Aunque las cláusulas
no siempre se cumplían, su eficacia, tal y como reflejan los núme-
ros, fue, en general bastante grande. Si en 1915 el 50 por ciento de
los 70.000 negros de Chicago vivía fuera de las áreas segregadas, en
1940 había descendido al 10 por ciento de una población de 340.000
(es decir, es razonable suponer que eran los mismos 35.000 que ya
residían en ellas en el periodo previo a la aplicación de los Covenants)
(Lohman, 1947: 25). Incluso en una ciudad del norte como Chicago,
buena parte del espacio público estaba segregado: cines, teatros, res-
taurantes, centros recreativos, incluso las playas del Lago Michigan
(Lohman, 1947). La segregación espacial fue ulteriormente agravada
a partir de los años treinta por el propio gobierno federal a través de
todo un conjunto de herramientas institucionales. Aquella política
fue diseñada por la administración democrática de Franklin Delano
Roosevelt (primo, por cierto, en quinto grado, del otro presidente del
mismo apellido). Un termómetro infalible que mostraba hasta qué
punto el racismo era una actitud muy extendida. Este papel activo
del Estado se remonta a 1934, con la promulgación de la National
Housing Act y el establecimiento de la Federal Housing Administration
(FHA), un instituto federal cuya misión era poner en práctica un
ambicioso plan de vivienda pública y de promoción del sector in-
mobiliario privado con el objetivo declarado de convertir a la socie-
dad norteamericana en «la civilización mejor alojada de la historia»
(FHA, 1938) y a la mayoría de sus ciudadanos en propietarios de su
propia vivienda. En los siguientes años surgieron organismos públi-
cos de vivienda a nivel estatal, como la Chicago Housing Authority o la
New York Housing Authority, para construir viviendas de protección
oficial, normalmente en régimen de alquiler, para las clases menos fa-
vorecidas, y se promovió la concesión de créditos hipotecarios fáciles
y baratos, a través de la Federal Home Loan Bank Board (FHLBB)
para impulsar la industria inmobiliaria y convertir a la clase media y
buena parte de la trabajadora en propietaria.
96 Francisco Javier Ullán de la Rosa

El modelo de desarrollo urbano preconizado para las promo-


ciones construidas por el sector privado fue el del suburbio rurur-
bano, la ciudad jardín de los socialistas británicos. A los motivos que
ya habían conducido a Ebenezer Howard y su Garden City Movement
(Howard, 1902) a considerar esta forma de urbanismo como la más
deseable (contrarrestaba el estrés provocado por el hacinamiento, la
congestión del tráfico, la polución, las tensiones derivadas de la con-
vivencia en un espacio densamente habitado, la falta de intimidad…)
se añadían otros de tipo cultural (la tradición rural de frontera y el
individualismo arraigados en el imaginario americano) y de estrate-
gia desarrollista (la forma residencial suburbana hacía a la población
dependiente del automóvil, lo cual permitió el despegue de esta in-
dustria y de la de la construcción de infraestructuras, un empujón
enorme para salir de la recesión). El programa tenía además una úl-
tima agenda, de carácter racial: separar espacialmente a los blancos
de las minorías no caucásicas. En efecto, aquel desarrollo suburbial,
concretización del sueño americano (casa, automóvil, jardín, perro,
barbacoa…), tenía un terrible lado oscuro: estaba diseñada para whites
only. Entre las indeseables condiciones de vida urbana que el subur-
bio pretendía solucionar estaba la de la convivencia con los negros y
otras minorías étnicas, rechazada por una sociedad blanca llena de
prejuicios.
Esta convivencia obligada se había incrementado en las ciudades
del norte entre 1910 y 1940, alcanzando niveles hasta entonces
desconocidos, debido a lo que los historiadores denominan la Great
Migration, en la que 1,6 millones de negros abandonaron el Sur,
huyendo de la discriminación y la violencia racistas (Leman, 1991).
Aquella convivencia incómoda e indeseada muy pronto se tradujo
en una violencia sistémica. De 1917 a 1943 las grandes ciudades
norteamericanas se ven sacudidas por recurrentes olas de disturbios
raciales, 23 en total, la mayoría de las veces iniciadas por blancos, y
que dejan como balance decenas de muertos y millones de dólares
en daños a la propiedad pública y privada (Sowell, 1981). Chicago,
en concreto, fue testigo de dos grandes estallidos: el de 1919, que
también incendió, durante el llamado Red Summer, otras seis ciu-
dades del país, y el de 1951 (Hirsch, 1983). La tensión racial se hizo
especialmente grave en los años de la guerra y en los primeros de la
posguerra, pues el esfuerzo bélico había ralentizado la construcción
de barrios residenciales para blancos, con el resultado de que muchos
de ellos seguían, por falta de oferta inmobiliaria, atrapados en las
La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 97

zonas interiores de la ciudad, obligados a compartir el espacio con


los negros (Myrdal, 1944; Lohman, 1947). Pero la violencia y la in-
timidación contra las minorías marginadas no se reducían a aquellas
turbulencias puntuales. La confrontación era constante: en Chicago
las tentativas de las familias afroamericanas por salir del guetto acce-
diendo a las nuevas urbanizaciones de vivienda protegida construidas
por la Chicago Housing Authority eran saboteadas constantemente por
multitudes de enfurecidos vecinos blancos con incendios intenciona-
dos e incluso atentados con bomba (Hirsch, 1983: 46) en Chicago
entre 1944 y 1946 (Lohman, 1947: 67).
La situación era percibida por las autoridades como un polvorín
que era necesario desactivar. La solución puesta en marcha, sin em-
bargo, no fue progresista (esta habría venido en forma de un fomento
de la integración) sino ásperamente retrógrada. La solución del go-
bierno fue continuar en el plano urbano la política segregacionista de
las Jim Crow Laws, separando residencialmente a blancos de coloured.
Pero no en las mismas condiciones: para los blancos, se aceleró la
construcción de nuevos suburbios con grandes casas individuales y
jardín; para los no blancos quedaron los viejos barrios obreros de
siempre, con su plano ortogonal de manzana cerrada o, al máximo,
los nuevos desarrollos racionalistas en masificadas torres de aparta-
mentos. No contentos con segregar desigualmente, las autoridades
implementaron un conjunto de políticas que no solo mantenían a
los coloured en las zonas ya de por sí más degradadas de la ciudad
(edificios viejos, viviendas pequeñas, en arterias de intenso tráfico
con pocas zonas verdes) sino que, además, provocaban un proceso de
ulterior degradación de las mismas.
El mecanismo para mantener el suburbio racialmente homogé-
neo fue doble: por un lado la Federal Housing Act dio una cober-
tura legal a los Restricted Covenants (FHA, 1938). Por otro la FHA
a través de otra agencia federal, la Home Owners’ Loan Corporation
(HOLC), elaboró a partir de 1935 unos mapas que clasificaban el
suelo de las 239 ciudades más grandes del país en cuatro zonas, de
acuerdo a niveles de seguridad para la inversión inmobiliaria. Algo
así como una agencia pública de rating inmobiliario. En los extremos
estaban las zonas tipo A, delimitadas en azul, con máximas garantías
de inversión (que coincidían con los nuevos suburbios blancos), y
las zonas tipo D, delimitadas en rojo, con nula garantía de inversión
(que coincidían con los viejos barrios de la inner city, ahora ocupados
ya mayoritariamente por no blancos) (Hoyt, 1939). Los llamados
98 Francisco Javier Ullán de la Rosa

Residential Security Maps de la FHA no prohibían expresamente la


concesión de créditos en las zonas delimitadas por la línea roja, y
quizá estuvieran parcialmente cargados de buenas intenciones (evi-
tar que en el futuro se produjera otra ola de impagos hipotecarios
y desahucios como la que entonces vivía el país) pero el proceso
que provocaron fue exactamente el mismo que el de las agencias
financieras de rating cuando degradan la deuda soberana de un país:
la tipología se convirtió en la vara de medir de los bancos, confir-
mando y legitimando oficialmente los prejuicios raciales existentes
en la sociedad. A partir de 1935, las entidades de crédito trataron
todas las solicitudes en la zona roja como si tuvieran las mismas car-
acterísticas (es decir, sin valorar las capacidades económicas de cada
potencial comprador individual) y las entidades bancarias cerraron
del todo el grifo de la financiación. Obstaculizado por el otro lado el
acceso a la vivienda en los barrios blancos por los covenants racistas,
la incipiente clase media no blanca se vio en grandísima dificultad
para adquirir una vivienda o financiar una actividad empresarial,
posibilidad que se redujo a cero para la clase baja y el lumpenprole-
tariado de color, mientras que las últimas poblaciones blancas que
quedaban en las inner cities, aunque tuvieran menos solvencia que
sus vecinos negros, aprovecharon la ocasión para trasladarse a los
suburbios después de la guerra. La práctica recibió el nombre de
redlining, por la línea roja que delimitaba las áreas a las que el mer-
cado les había negado el crédito.
Hasta 1950, tanto la FHA como el Veterans Administration
Program, que puso en práctica una política de créditos blandos para
los veteranos de guerra, establecieron como requisito para abrir el
grifo financiero que los barrios fueran racialmente segregados. La
FHA instruía a su personal para que valorara las «influencias raciales
adversas» que afectaban a un barrio antes de conceder una hipoteca o
un crédito a un promotor. Hasta 1948 el Underwriting Manual de la
FHA avisaba expresamente que «la mezcla racial en la vivienda es in-
deseable per se y conduce a un descenso del valor de las propiedades»
(Wiese, 2004: 96). El cuadro lo completaba el papel jugado por las
corporaciones locales y sus reglamentos urbanísticos. Los planes de
urbanismo y zonificación y los nuevos códigos de la construcción
combatieron la autoconstrucción e inflaron el coste de la misma, ha-
ciéndola inaccesible para los negros (muchos de ellos, obreros cuali-
ficados, venían hasta entonces construyéndose sus propias casas con
materiales reciclados). Bajo la excusa de aplicar nueva legislación en
La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 99

materia de higiene pública los reglamentos urbanísticos permitieron


la demolición de muchas comunidades suburbanas de afroamerica-
nos, en lo que puede definirse como «la limpieza étnica del suburbio»
(Wiese, 2004: 100).
El resultado fue la formación de barrios prácticamente habitados
solo por no blancos y la parálisis total del mercado inmobiliario en esas
zonas. Con la desaparición del mercado llegaría una ulterior degradación
del entorno urbano. Sin la sangre del crédito que nutre la economía, las
inner cities se fueron rápidamente gangrenando. Los caseros dejaron de
invertir en propiedades que era imposible vender (Squires et al., 1987;
Squires, 1987; Berkovec et al., 1994; Zenou y Boccard, 2000; Squires,
2003). A la degradación creada como efecto del redlining se añadió la de
la desinversión del Estado en infraestructuras públicas. El resultado fue
el nacimiento del que muy posteriormente otros profesores de la uni-
versidad de Chicago bautizarían como hiperguettos étnicos (Wacquant
y Wilson, 1989), donde la criminalidad se hizo rampante y endémica.
El proceso, al menos para el caso de los negros, había casi culminado
a finales de los cuarenta. Los censos de la época muestran cómo la po-
blación residente afroamericana se concentraba solo en 12 de los 75
distritos censales de Chicago pero en 3 de ellos, situados precisamente
en la zona ecológica de transición, el porcentaje de población negra era
superior al 90 por ciento mientras que en los otros 9, semiperiféricos,
se situaba entre el 1 por ciento y el 10 por ciento (correspondiente a la
minoría negra de clase media) (Lohman, 1947: 11). Solo la reducción
de la competición por el acceso a los bloques de viviendas de alta densi-
dad habitacional construidos por el gobierno, tras la huida en masa de
las clases medias y obreras blancas a los suburbios, ofreció una relativa
válvula de escape a partir de los años cincuenta.
Las características residenciales de estos hiperguettos negros fue-
ron descritas insuperablemente en sus detalles por el gran sociólo-
go sueco Gunnar Myrdal, quien fue comisionado por la Carnegie
Foundation para realizar un estudio sobre el Black Belt, el cinturón
de barrios negros, que envolvía al CBT de Chicago. Reproducimos
una larga cita suya a continuación porque no tiene desperdicio:
La constante inmigración de negros del sur a este área segregada dobló el
tamaño de las familias, provocó el subarriendo de las propias viviendas,
la transformación de lo que una vez habían sido espaciosas casas y apar-
tamentos en pisos minúsculos, el hacinamiento de una entera familia en
una única habitación, el rápido incremento del precio de los alquileres, y
la prolongación del uso de edificios que deberían ser condenados a la
100 Francisco Javier Ullán de la Rosa

demolición. La actitud negligente de la inspección sanitaria cuando se


trata de afroamericanos o, en general, de gente pobre, se convierte en un
problema especialmente serio cuando una población ignorante como esa
ocupa el espacio. Los negros han ido siendo empujados hacia el sur desde
el centro de la ciudad por la expansión de la industria ligera, los grandes
centros comerciales, los garitos de juego y de vicio. El acaparamiento de
terrenos para especulación, los elevados costos de construcción y la esca-
sez de capital han dejado enormes solares de tierra baldía en medio de las
zonas más densamente pobladas con residentes negros en la mitad norte
del Black Belt. La frontera occidental está netamente delineada por las
vías del ferrocarril, que separan a los negros de sus vecinos blancos po-
bres. La expansión hacia el sur ha estado marcada por un amargo conflic-
to entre blancos desposeídos y negros sometidos a acoso. Han surgido
organizaciones para impedir a los blancos vender o alquilar propiedades
a los negros; los negros que conseguían meter el pie o los blancos que se
decidían a venderles su casa a cambio de desproporcionadas sumas de
dinero han sido sometidos a actos de terrorismo psicológico y agresión
física; muchas de las demás relaciones entre negros y blancos están mar-
cadas por el miedo y el odio más amargos debido a la creencia por parte
de los blancos de que los negros representan un peligro para sus personas
y sus propiedades (Myrdal, 1944:1127).

La cuestión racial era, pues, un tema candente, de urgencia na-


cional, en aquellas décadas. Podríamos añadir que siempre lo había
sido, desde el nacimiento de la república norteamericana. En la so-
ciedad estadounidense se estaba combatiendo la sempiterna guerra
ideológica derivada de su pecado original esclavista y de su condición
de tierra de promisión para emigrantes. Y esa guerra tenía entonces
un frente de batalla abierto en las aulas universitarias. Ross fue expul-
sado de Stanford por sus invectivas racistas contra los chinos, políti-
camente incorrectas incluso para una universidad conservadora como
la de Palo Alto. Y ya sabemos en qué suerte había incurrido Thomas
por defender la legalización de la prostitución en Chicago (tema que
levantó escándalo pues se veía precisamente a las prostitutas como un
caso paradigmático de degeneración genética).
Es en este contexto histórico en el que es necesario valorar la
posición política de la Escuela de Chicago que, en gran medida, viene
condicionada por la cuestión racial. Y como advertíamos al principio,
no es fácil realizar un balance general de la misma. Si tuviéramos
que adelantar un mínimo común denominador podríamos decir, sin
embargo, que, en términos generales, todos los autores se sitúan en
el centro del arco ideológico, con posiciones bastante moderadas y
acomodaticias con el sistema.
La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 101

Por un lado su teoría ecológica es un gran esfuerzo intelectual,


construido con montañas de datos, para demostrar que todos los com-
portamientos que los eugenesistas achacaban a la raza eran en realidad
el producto de una interacción entre el entorno espacial y económico
(las fuerzas del mercado), la retroalimentación de los prejuicios y una
subcultura que se podía modificar mediante la educación. Su concep-
to culturalista y ecológico de las diferencias socioculturales los coloca-
ban en ese sentido al mismo lado que la antropología en su rechazo y
combate contra el racismo pseudocientífico. Lohman (1947), profe-
sor durante varios años en el departamento, rebatió con argumentos
sólidos a los autores racistas que pretendían usar los resultados de los
test de inteligencia de los reclutas (en los que los negros puntuaban
en términos generales por debajo de los blancos) como prueba cien-
tífica de la superioridad de los últimos. Lohman desagregó los datos
y demostró que los negros del norte habían puntuado por encima de
los blancos del sur (Lohman, 1947: 49). Era todo una cuestión de
entorno y educación, no de genes. Este rechazo al racismo genético
lo demostraron con hechos biográficos ilustrativos: Park fue asisten-
te en su juventud, durante varios años, de Booker T. Washington,
profesor afroamericano del Tusckegee Institute, una institución de
educación superior para negros en Alabama y uno de los exponentes
de la lucha por la igualdad racial en los Estados Unidos de fin de siècle
(Rauschenbush, 1979). La propia escuela elevaría a un afroamerica-
no, Edward Franklin Frazier, que llegó a Chicago proveniente, preci-
samente, de Tusckegee, y a una sinoamericana, Rose Hum Lee, a las
cotas más altas de la academia.
Sin embargo, la aplicación de la ecología biológica a la sociedad
tenía el efecto de naturalizar las causas y, por tanto, de alguna mane-
ra, reificar, la estructura social de clases y las subculturas étnicas, lo
cual es una forma implícita de negar la posibilidad de que estas pue-
dan ser completamente transformadas por la intervención humana.
Esta posición ya recibió críticas en su propio tiempo, provenientes
de sociólogos de otras universidades. Alihan (1938) desde Columbia
acusará a la Escuela de Chicago de ser ideológica, de mero reflejo de
la cosmovisión de la clase capitalista americana. Gettys (1940) acusó
a su biologismo de mistificatorio y de desviar la atención de las ver-
daderas causas de los procesos sociales.
La posición de Chicago es la clásica del funcionalismo anglo-
sajón, consciente y premeditadamente alejada de los análisis marxis-
tas (como lo había sido la de Durkheim y Weber en Europa). Como
102 Francisco Javier Ullán de la Rosa

muy bien apuntan algunos de sus críticos pertenecientes a aquella


corriente, la Ecología Humana ignoraba completamente la dimen-
sión de las clases sociales y del conflicto entre ellas, sustituyéndo-
la por la obsesión, idiosincráticamente estadounidense, por la raza
y la etnia y la «naturalización» ecológica de la estratificación social
(Zukin, 1980; Merrifield, 2002). Tampoco está presente apenas en
sus análisis el papel que juega la maquinaria de un Estado al servicio
de la burguesía capitalista y de la supremacía de la raza blanca en la
estructuración del espacio construido (lo que habría llevado a ver al
Estado como claro cómplice cuando no factor de la degradación de la
Zona de Transición, por la dejación de su responsabilidad de invertir
en adecuadas infraestructuras, en la construcción de un Estado de
Bienestar, o en mecanismos de desarrollo comunitario). Para la eco-
logía funcionalista el sistema funciona de acuerdo a unas leyes que se
presentan como independientes de la acción humana: la ley del mer-
cado y la de competencia cooperativa entre grupos. No existe apenas
ninguna crítica al Estado ni a su papel premeditado e institucional en
fomentar la segregación racial urbana.
Una posición realmente beligerante contra el racismo habría su-
puesto una denuncia masiva y decidida al sistema de apartheid insti-
tucionalizado inscrito en los Restrictive Covenants y refrendado por el
redlining de la FHA. Dicha contestación existió en los Estados Unidos
y, fue, en efecto, masiva (Bridewell, 1938; Weaver, 1940; McDougal
y Mueller, 1942; Weaver, 1944; Myrdal, 1944; Kahen, 1945; Dean,
1947; Long, 1947; Abrams, 1947; Weaver, 1948; Groner, 1948,
Ming, 1949). Entre los que saltaron a la trinchera en contra de la
segregación residencial merece destacar figuras tan importantes
como el director de la New York Housing Authority Charles Abrams
(Henderson, 2000), cuyos tonos fueron tan duros que comparó la
legislación de la FHA con las Leyes de Nüremberg nacionalsocialistas
(Abrams, 1947; Wiesel, 2004), o Weaver, el consejero para asuntos
afroamericanos del Departamento del Interior. Sin embargo, dichas
críticas están prácticamente ausentes en los escritos de la sociología
de Chicago. Ellos, investigadores infatigables de la gran ciudad, no-
tarios escrupulosos de sus conflictos raciales y su segregación, callan
significativamente a la hora de denunciar la que era, sin duda, una de
las causas fundamentales de la misma. Un rastreo por la producción
de la escuela o de los artículos publicados por su revista entre 1920 y
1950 nos ha llevado a identificar solamente dos menciones explícitas
y condenatorias de los Restrictive Covenants (Lohman, 1947; Jones,
La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 103

1948). Ambas son tardías, firmadas por autores menores y hacen solo
mención a los Covenants, pero no al redlining. La de Jones se refiere
solo a los mexicanos (entonces una minoría sociológicamente muy
pequeña); la de Lohman ataca de lleno el problema, que era sin duda
la segregación de los negros, pero es muy significativo que la fuente
de la que toma la información sea el estudio de Myrdal sobre Chicago
—un sociólogo sueco, observador externo— y no cite ni un solo au-
tor de la casa a este respecto. La ausencia de lo que no se dice es como
un libro abierto.
Este posicionamiento sorprende menos (o aún más, según se
mire), cuando descubrimos que el artífice de los Residential Security
Maps de la FHA fue, precisamente, uno de los sociólogos del
Departamento de Chicago, del que ya hemos hablado: Homer Hoyt.
En 1934 había sido nombrado economista jefe del área de vivienda
de la FHA y fue él quien elaboró los primeros mapas, aplicando los
conocimientos y metodologías desarrollados en el estudio del mer-
cado inmobiliario (al que había dedicado los años precedentes y que
sería siempre su área de especialización). Es, de hecho, en un informe
para la FHA, y no en una revista académica, donde Hoyt elabora su
famoso modelo sectorial que corregía el de Burgess (Hoyt, 1939).
Autores críticos como Beauregard (2007) sostienen que la correc-
ción del modelo proviene, precisamente, de la inclusión por parte de
Hoyt del efecto de la política segregacionista en el desarrollo urbano.
Aunque Hoyt reconocía que seguían existiendo procesos ecológicos
externos a la acción política que no se podían controlar (ningún agen-
te inmobiliario puede modelar completamente un área urbana), el
efecto de la posición intervencionista que él mismo estaba diseñando
era sin duda muy fuerte. El asentamiento de los grupos étnicos en la
ciudad no era únicamente formateado por fuerzas ecológico-econó-
micas espontáneas como había sostenido Burgess. Era dirigido «por
otros factores» y ello daba lugar a aquel patrón sectorial que rompía
la inevitabilidad de la dinámica unidireccional centro-periferia. Sin
embargo, Hoyt se guardó mucho de reconocer que aquel modelo
sectorial estaba guiado por políticas segregacionistas.
Más allá del silencio, la investigación bibliográfica revela in-
cluso trazas de una actitud «negacionista» del problema entre los
de Chicago. El artículo de Weimer (1937), colaborador de Homer
Hoyt, The Work of the Federal Housing Administration es claramente
apologético y el de Johnson, The Negro, publicado por el American
Journal of Sociology en 1942, saluda el notable mejoramiento de las
104 Francisco Javier Ullán de la Rosa

condiciones de los afroamericanos en todos los terrenos gracias a la


política del New Deal.
Más allá de sus disquisiciones teóricas contra el racismo y sus
relaciones con académicos de las minorías no blancas, los sociólogos
de Chicago se nos aparecen mayoritariamente como ‘hombres’ del
sistema, gente de orden, defensores de las raíces culturales anglosajo-
nas de la nación americana, de los valores familiares y de género de
la clase media12 y creyentes acríticos en la democracia liberal y la
economía de mercado y —este es el gran tabú que pocos se atreven a
decir— conniventes con el sistema de apartheid racial. No prometían
las mieles rosáceas de una sociedad de igualdad y justicia absoluta
ni llamaban a la revolución contra la clase blanca anglosajona que
gobernaba el país (ellos mismos formaban parte de ella). Su visión de
los problemas urbanos no es la del humanista utópico convencido de
que puede haber una salvación para todos, sino la del darwinista que
aplica las teorías biologicistas de la selección natural a los fenómenos
humanos/urbanos:
La estructura de la ciudad tiene sus fundamentos en la naturaleza
humana, de la cual es «expresión» y, por lo tanto, existe un límite a las
modificaciones arbitrarias que se pueden hacer, sea en sus estructuras
psíquicas que en su ordenamiento moral (Park, 1952: 16).

Reconocerá un tardío Park en esa obra ya póstuma que incluso


el poder más hegemónico y fuerte es incapaz de reingenierizar com-
pletamente las formas de vida de la ciudad. Las consecuencias de esta
visión es que se da por supuesto y se acepta que el sistema siempre
mantendrá en su seno un cierto grado de desorden, de anomia, de
entropía, de «zonas marginales», aunque la naturaleza de este vaya
cambiando en series cíclicas de ajuste. La naturalización del conflicto
étnico como «competición ecológica» por recursos escasos hace que
la tensión racial y los prejuicios que se producen y reproducen en ella
se vean como un aspecto inevitable del sistema. Eliminarlos del todo
es imposible porque la vida es, entre otras cosas, competición y siem-
pre habrá perdedores e inadaptados pero, además, porque algunos
de estos fenómenos proceden de leyes psicológicas universales. Este

12
Pensemos en sus preocupaciones sobre la promiscuidad de las chicas de clase
baja o en sus estudios sobre el divorcio, cuyo objetivo implícito era ofrecer herra-
mientas racionales para rebajar su incidencia (Burgess y Cottrell, 1939).
La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 105

argumento lo extraen los sociólogos de Chicago de las teorías psi-


cológicas sobre actitudes desviadas y prejuicios sociales que estaban
desarrollando por aquellos años Gordon Allport y sus colaboradores
(Allport, 1935, 1937; Allport y Kramer, 1946; Allport y Postman,
1947). No se pueden, por ejemplo, programar completamente la pa-
sión y los instintos y en ese sentido será inevitable que ciertos indivi-
duos, cualquiera que sean las características del entorno, caigan en la
delincuencia o en el círculo vicioso de la drogadicción. Los prejuicios
raciales, continua este argumento, son hasta cierto punto también
inexorables puesto que provienen del mecanismo psicológico uni-
versal que tiende a buscar chivos expiatorios como válvula de escape
de las frustraciones de los individuos. La conclusión: siempre habrá
frustraciones y siempre habrá chivos expiatorios (Allport y Kramer,
1946). Lohman (1947) citará explícitamente la obra de Allport para
apoyar esta postura.
Al considerar el conflicto racial como una ley de la naturaleza la
Escuela de Chicago, aún reconociendo la igualdad genética de todas
las razas, declara su incapacidad (y falta de voluntad) para acabar
con la segregación. Una posición verdaderamente progresista habría
tomado la igualdad genética del género humano para, como así lo
hizo la ciencia social más adelante, declarar abolido el propio con-
cepto de raza y luchar por la construcción de una sociedad posracial
(Baker, 1998). La respuesta de los sociólogos de Chicago al problema
no apunta en absoluto en esta dirección sino en todo caso, a la de
una segregación igualitaria, «iguales en derechos pero separados» y
quizá ni eso. Lo importante era que las bolsas de entropía no afec-
taran significativamente al buen funcionamiento del sistema en su
conjunto. Es aquí donde la Ecología Humana encuentra su propio
límite a la teoría asimilacionista del melting pot. La asimilación era
contemplada por Park y sus discípulos como el resultado final (y de-
seable) del proceso ecológico (natural) de la inmigración. Algo que
podía demostrarse empíricamente echando la vista atrás a la historia
de Chicago en el siglo XIX (Cressey, 1938). Pero ese proceso se había
descrito para la inmigración europea, eslavos, judíos y mediterráneos
incluidos, cuyos rasgos somáticos les permitían, a fin de cuentas, con-
fundirse con el resto de la población (¿cómo se podía segregar sine
die a un judío pelirrojo o a un italiano de ojos azules cuando había
anglos o irlandeses que eran más oscuros que ellos?). La posición
cambió, sin embargo, con la llegada masiva de poblaciones de feno-
tipos «no camuflables» (en aquellos años veinte a cuarenta estos eran
106 Francisco Javier Ullán de la Rosa

masivamente los negros). Esta población, que irónicamente, com-


partía una cultura y una lengua común con los angloamericanos y
habría sido, teóricamente, más rápidamente integrable desde el pun-
to de vista cultural que un campesino polaco, se declara de repente
«inasimilable». La explicación: la «dramática» visibilidad externa de
la diferencia étnica impide e impedirá que se diluyan los prejuicios
contra los grupos «de color».
La teoría culturalista del interaccionismo simbólico, que había
sido una herramienta muy potente para combatir los determinismos
genéticos, fue utilizada, paradójicamente, para justificar la inevitabili-
dad de la segregación y desinflar toda la fuerza de las argumentaciones
antirracistas: no importa si los negros no son racialmente inferiores a
los blancos, lo que importa desde el punto de vista social es que la ma-
yoría de los blancos creen que esto es así; no importa si los prejuicios
sobre los negros no se apoyan sobre una base empírica y sus mayores
niveles de alcoholismo o violencia son mero producto del ambiente, lo
que importa es que la mayoría de los blancos los desprecian y los temen
por ello y, en consecuencia, no quieren vivir con ellos. El relativismo
cultural se revelaba, entonces como siempre, como un arma de doble
filo y fue utilizada incluso para justificar las creencias y actitudes de los
racistas: en el fondo ellos tampoco son responsables, son producto de
su propio entorno. Pero es que, además, el relativismo escondía, en el
fondo, un cierto determinismo biológico: en esta relación entre cul-
tura y entorno el racismo se aprende en la infancia, con el proceso de
socialización, como el lenguaje. Y como el lenguaje, queda fuertemen-
te grabado en nuestras estructuras cognitivas inconscientes y es muy
difícil de desactivar. Autores como Lohman (1947: 5) reconocen que
todos, incluso los más bienintencionados sociólogos como él mismo,
deben de luchar constantemente contra sus prejuicios para tratar de ser
ecuánimes. La conclusión: al menos por el momento no hay solución
definitiva al problema del racismo. Lo que propone la sociología de
Chicago: mecanismos de control social para contener y rebajar (que
no eliminar) la tensión social. Uno de esos mecanismos era evitar los
conflictos étnicos separando a los grupos. Exactamente la política que
emprenderán las autoridades, con la bendición y colaboración de los
ecólogos sociales. El otro, la intervención reformista en los guettos ne-
gros para morigerar los efectos de su marginalidad y rebajar la agresivi-
dad de sus poblaciones.
Una ilustración casi perfecta de la primera de estas estrategias
la constituye el texto de Joseph Lohman, The Police and Minority
La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 107

Groups: A Manual Prepared for Use in the Chicago Park District Police
Training School. Un ejemplo de la aplicación de las teorías ecológicas
y el interaccionismo social a la formación de las nuevas generaciones
de policías destinados a patrullar el guetto. Lohman compaginaba su
cargo de profesor en el departamento con el de sheriff del condado de
Cook, cuya capital es Chicago. El objetivo principal del manual era
elevar la profesionalidad de la policía metropolitana haciéndola más
efectiva en la prevención y control de los conflictos raciales mediante
la aplicación de los principios científicos elaborados por la Ecología
Humana. Por este motivo, Lohman dedica la primera parte del ma-
nual a introducir la posición de la escuela en el conflicto racial. Desde
las primeras páginas ese conflicto se describe como inevitable:
La sociedad depende de la cooperación. Cada uno de estos grupos [ra-
ciales] tiene una contribución que hacer al funcionamiento de nuestra
sociedad […] Sin embargo, debemos reconocer el hecho de que la nues-
tra es una sociedad competitiva. No solo los individuos sino los grupos
étnicos y raciales están en competencia mutua (Lohman, 1947: 3).

El párrafo recoge el concepto parkiano de cooperación competitiva


entre grupos, lo acepta como una dinámica inevitable, una ley univer-
sal del sistema, que se saluda como el motor de la economía capitalista
de mercado y la causa de la grandeza de la sociedad norteamericana.
Pero, advierte a continuación, llevada a su extremo esta «lucha entre las
especies» puede resultar una energía negativa para el país:
Está implícita en la lucha la posibilidad de enfrentamientos abiertos
y estallidos de violencia social […] Es obvio que tales condiciones
no solo destruirían nuestra democracia sino que harían imposible el
funcionamiento de nuestro sistema industrial (Lohman, 1947: 3).

Ha empezado el baile de las revelaciones: en lo que es un claro


ejemplo de inversión del mecanismo de causalidad, la democracia se
ve como una realidad dada de antemano y amenazada por los dis-
turbios raciales en lugar de entender estos como consecuencias de la
ausencia real de democracia. Por otro lado, está claro dónde se sitúa
la verdadera preocupación de nuestro representante de la ley, el orden
y la ciencia: no en la discriminación y en las terribles condiciones
de vida que son la causa última de la violencia sino en sus efectos
disruptores del mecanismo de producción industrial. Una amenaza
108 Francisco Javier Ullán de la Rosa

que en aquellos años cuarenta se consideraba especialmente seria. Los


disturbios raciales incendiaban las ciudades norteamericanas causan-
do muerte y destrucción. Eran los años de la Guerra Fría y el país no
podía permitirse una quinta columna en su interior.
Los disturbios, como el mismo Lohman reconocía (Lohman,
1947: 70), eran provocados la mayor parte de las veces por los blan-
cos. El regreso de los veteranos blancos de la Segunda Guerra Mundial
a sus antiguos barrios obreros aumentaba las posibilidades de tensión.
Muchos de estos excombatientes sufrían de una patología entonces no
identificada, el Trastorno por Estrés Postraumático, que los hacía, en
conjunción con los prejuicios preexistentes, más propensos a la violen-
cia racial. Para poner fin a estos conflictos que amenazaban el funcio-
namiento de la economía del país, Lohman se inclina expresamente
por la política del gobierno federal: realojar a los blancos en los subur-
bios (Lohman, 1947: 68-69). Y se encuentra un ulterior argumento
para justificar su posición: los estudios realizados por sus colegas del
departamento, como Drake y Cayton (1945), indicaban que los ne-
gros tampoco querían integrarse con los blancos. Y Lohman se apresta a
tranquilizar a la comunidad blanca asegurando que eran falsas las voces
de los agitadores del odio racial que asustaban a la gente diciendo que
los negros tenían un plan premeditado para invadir las zonas blancas.
No invaden, se ven empujados por la carestía y la precariedad de la vida
en «sus» zonas13. Y, estén tranquilos, no muestran ninguna disposición,
a casarse con mujeres blancas (Lohman, 1947: 70).
La constatación de la reciprocidad del rechazo esconde apenas
una defensa del prejuicio racial. El racismo sigue ahí, no ha desapa-
recido, ha quedado solo sofisticadamente maquillado con el polvo de
arroz del relativismo cultural. La afirmación de que los negros son
igualmente racistas, no acompañada de una explicación del porqué
de esa actitud (¿no sentiría cualquiera animadversión hacia quien te
margina y segrega?) es utilizado, en el argumento de Lohman, para
quitar implícitamente hierro al racismo de los blancos. Los dos son
valores culturales relativos, opiniones privadas, que debemos, final-

13
Esta afirmación, como ha demostrado Wiese (2004) en un estudio publicado
por la Universidad de Chicago, no era cierta. Y ese era, precisamente, el problema.
Durante toda la época se observa una tendencia de los segmentos negros mejor si-
tuados económicamente a mudarse a los suburbios. Ellos también habían asimilado
los valores americanos. El sistema se aprestó a poner en marcha sus mecanismos para
contener la invasión y mantener el suburbio lo más racialmente blanco posible.
La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 109

mente, respetar. Un argumento que queda claramente explicitado y


proyectado en el caso de la policía. Lohman reconoce que los oficia-
les (mayoritariamente blancos) también tienen sus prejuicios, «como
todo el mundo» (le faltó decir «como yo», pero la explicitación no
era necesaria, puesto que ya sabemos que él también era policía), y
que esos prejuicios les llevan en muchas ocasiones a tratar diferen-
cialmente a las poblaciones de color, contribuyendo así a incrementar
la tensión racial (Lohman, 1947: 3). Pero, recuerda Lohman al final
del texto, no es menos cierto que la policía se convierte también en
muchas ocasiones en «el chivo expiatorio sobre el que las minorías
étnicas descargan sus frustraciones» (Lohman, 1947: 103). Y, ya li-
berado del peso del pudor, continúa su particular striptease: Si bien
un cuerpo de policía profesionalizado y que opere con metodologías
«científicas» debe dejar a un lado sus prejuicios durante el cumpli-
miento del deber, lo que piense durante sus horas libres no solo no es
de la incumbencia de nadie sino que es un derecho inalienable.
Hay que distinguir entre sus propios derechos como ciudadano par-
ticular y sus propias convicciones personales y responsabilidades
como oficial de policía (Lohman, 1947: 5).

Es posible que las afirmaciones de Lohman estén parcialmente ses-


gadas, además de por su propio rol como agente de la ley, por un cierto
temor a ofender las sensibilidades de un cuerpo de policía en cuyas filas
se contaban muchos racistas. Puede que la suya sea una postura par-
cialmente diplomática (no se puede reformar el cuerpo enfrentándo-
se directamente a él), pero es razonable pensar que estas prevenciones
no invalidan las conclusiones finales que del texto pueden extraerse: a
través de la alquimia del relativismo cultural, los prejuicios raciales se
han convertido en un «derecho individual», en valores provenientes
de una subcultura concreta: la de los blancos. Y estos, son eximidos
en buena parte de su responsabilidad. Son las incómodas derivaciones
de una teoría interaccionista llevada al extremo: si la delincuencia, la
adición o la pobreza se aprenden (y ello debe llevarnos a no condenar a
quienes la practican), también el racismo se aprende14 (y la conclusión

14
En 1973, un equipo de psicólogos de la Universidad de Stanford mostraron al
mundo el resultado de un experimento realizado dos años atrás con estudiantes y en
el que se simularon durante varias semanas las condiciones de una prisión: se otorgó
a un pequeño grupo el rol de carceleros y el poder de reprimir al resto (Haney, Banks
110 Francisco Javier Ullán de la Rosa

sáquenla ustedes mismos). No encontraremos en la escuela ecológica


una llamada a la eliminación de las barreras entre las subculturas cons-
tituidas a ambos lados del parteaguas racial sino, todo lo contrario, a la
consolidación de las mismas.
Lohman era consciente de que el realojo de los blancos en el
suburbio tardaría aún unos años en completarse. En espera de la «so-
lución final», el sociólogo aboga por establecer un cordón sanitario
policial lo más eficiente posible entre negros y blancos. Para ello el
manual introduce las más modernas técnicas de psicología de masas
para instruir a los oficiales sobre cómo controlar los posibles enfren-
tamientos entre negros y blancos para que estos no degeneren en gue-
rra abierta: localizar los puntos de tensión más «calientes» y concen-
trar allí las dotaciones policiales; no exhibir públicamente actitudes
racistas; no emplear violencia excesiva ni indiscriminada; identificar
y aislar inmediatamente a los cabecillas, etc. (Lohman, 1947: 84).
La segunda estrategia para desactivar el conflicto es la de actuar
proactivamente en los guettos, mejorando las condiciones de vida de
sus poblaciones. En este sentido no se puede acusar a los sociólogos
de la Escuela de Chicago en bloque de haberse aislado en su torre de
marfil. El departamento contribuyó positivamente a consolidar el
Trabajo Social como una disciplina científica siguiendo la línea en la
que ya venían trabajando desde finales del XIX el Settlement House
Movement y la Charity Organization Society (Polikoff, 1999). En 1927
la Universidad de Chicago empezó a publicar la Social Service Review,
una de las revistas decanas de investigación en Trabajo Social y a ello
le siguieron la publicación de algunos manuales como el Handbook
on Social Case Recording (Bristol, 1936). Algunos de los profesores pon-
drían en marcha proyectos sociales aplicados, tanto desde la adminis-
tración como desde el sector no gubernamental. A los ya mencionados
casos de Mead o Thomas se pueden añadir los de Louis Wirth (di-
rector durante los años veinte del área de delincuencia juvenil de una

y Zimbardo, 1973). Sus conclusiones han recibido muchas críticas a lo largo de los
años pero el estudio se hizo famoso y armó gran revuelo porque las filmaciones mos-
traban cómo, ya desde los primeros días, el doble proceso de internalización del rol y
de conformidad a la norma había derivado en actitudes realmente crueles y opresoras
por parte de los estudiantes-carceleros y, al contrario, posiciones victimistas y de agre-
sividad contenida entre los estudiantes-prisioneros. Exactamente el mismo comple-
jo actitudinal y comportamental que se observaba en situaciones reales. Como, por
ejemplo, en los campos de concentración nazis o en los guettos norteamericanos.
La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 111

ONG judía en Chicago) y sobre todo el de Clifford Shaw, fundador


del mucho más ambicioso Chicago Area Project.
Este último proyecto de intervención social fue iniciado por
Shaw a principios de los treinta en Rusell Square, una de las zonas de
mayor criminalidad de Chicago, con el propósito de testar sus teorías
para la prevención de la delincuencia. El territorio era vandalizado
por quince bandas y cada año más y más jóvenes se sentían atraídos
por la violencia. La estrategia de Shaw, completamente vanguardis-
ta por entonces, fue reclutar trabajadores sociales entre los propios
miembros de la comunidad, con la intención de reconstruir el tejido
comunitario desde abajo, elevando la autoestima de los residentes al
confiarles puestos de liderazgo y responsabilidad y creando de esa
manera modelos de comportamiento positivo de referencia local,
conocidos por los jóvenes delincuentes. La idea central era ayudar
a los residentes a solucionar sus problemas por sí mismos, en lugar
de intervenir completamente desde fuera. Los trabajadores locales
incluían padres de familia pero también exconvictos, reos en libertad
condicional y miembros de las propias bandas. Shaw estaba conven-
cido de que no se podía ignorar los micropoderes fácticos del barrio
y que si se querían conseguir los objetivos marcados había que invo-
lucrarlos en el proceso. Estaba también convencido de que la reinser-
ción era absolutamente necesaria para cortar el círculo vicioso de la
criminalidad. Ideas todas que hoy en día parecen de sentido común
pero que no lo eran en la época. Los esfuerzos del CAP se encami-
naron en tres direcciones: educación, entorno urbano y justicia. En
el primer caso se trató de mediar en las relaciones entre profesores
y familias, luchar contra el absentismo escolar y subvencionar ins-
talaciones recreacionales (campos de béisbol, columpios para niños,
campamentos de verano) para inculcar entre los jóvenes los valores
del deporte. Shaw se inspiraba en un proyecto ya consolidado y por
entonces mítico en la ciudad: el de la Hull House, uno de los centros
emblemáticos del Settlement House Movement, inaugurado por Jane
Addams, la presidenta del movimiento en los Estados Unidos, en
1889 (Polikoff, 1999; Reyes, 2008)15. En el entorno urbano, el CAP
impulsó campañas de limpieza de los barrios y de toma de conciencia

15
La Hull House estaba situada en un barrio de inmigrantes italianos y era ope-
rada por mujeres universitarias. Organizaba una gran variedad de eventos culturales y
deportivos para dinamizar el barrio, operaba proyectos sociales (asistencia a mujeres
maltratadas, programas de profilaxis sanitaria, etc.) y retroalimentaba la praxis con
112 Francisco Javier Ullán de la Rosa

(una aplicación implícita de la Teoría de las Ventanas Rotas). En el


terreno judicial intervenía con apoyo legal ante el juzgado de meno-
res para evitar que un pequeño delito adolescente pudiera, por culpa
de un sistema penal excesivamente prejuiciado y duro, desencadenar
el mecanismo del odio y la rabia que conducían a la producción del
criminal adulto.
Shaw empezó trabajando en un barrio blanco pero muy pronto
desplazó el centro de atención hacia las comunidades negras. Se ha-
bía dado cuenta que era en ellas donde estaba la verdadera bomba de
relojería que amenazaba el American Dream. Mientras que, con más
o menos prejuicios en el camino, el camino del ascenso social estaba
eventualmente abierto al resto de los grupos étnicos inmigrantes, los
afroamericanos, cuyo color de la piel no se podía disimular ni en pú-
blico ni en privado, encerrados en los guettos, enfrentados a escoger
entre una posición de subordinación permanente o la delincuencia,
tenían prácticamente todas las puertas cerradas. En 1947 se habían
creado siete comités en todo el sur de Chicago. El CAP sigue exis-
tiendo hoy en día aunque la eficacia de sus programas siempre fue
menor de lo que podría haber sido debido a las dificultades de finan-
ciación que encontró por parte de una sociedad que seguía confiando
más en la tradicional solución policial que en la novedosa ingeniería
social de los sociólogos16.
Estos esfuerzos reformistas estaban, sin embargo, encaminados
a desactivar dicha bomba, no a eliminar las diferencias socioeconó-
micas. Se trataba, como muy sintéticamente revela el título del ar-
tículo publicado en 1943 en el American Journal of Sociology, The
Channeling of Negro Aggression by the Cultural Process (Powdermaker,
1943) de un programa de reeducación cultural para mantener bajo
control la rabia destructiva del guetto. ¿Incluía ese programa la movi-
lidad ascendente del negro? En principio, no. La solución propuesta
por los de Chicago es muy parecida a la que en los noventa plantea-
rían, con tonalidades raciales desvaídas por el paso del tiempo y los
imperativos de la corrección política, los sociólogos conservadores de
tendencia neoliberal como el Francis Fukuyama de Trust. The Social
Virtues and the Creation of Prosperity (1995). Un posibilismo cuyo

la investigación sobre las condiciones de vida en el barrio (Polikoff, 1999; Reyes,


2008).
16
La historia del Chicago Area Project puede consultarse en su página web oficial.
http://www.chicagoareaproject.org/historical-look-chicago-area-project
La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 113

razonamiento podría muy bien resumirse en la frase de Lohman: «La


sociedad depende de la cooperación. Cada uno de estos grupos [racia-
les] tiene una contribución que hacer al funcionamiento de nuestra
sociedad…». Sí, pero unos como basureros y otros como abogados y
médicos. Y puesto que el sistema siempre necesitará basureros lo que
el sistema debe de crear si quiere aspirar a la armonía es basureros fe-
lices y contentos de serlo. La socialización en un conjunto de valores
y metas culturales comunes a toda la sociedad (el que pone como mo-
delo social al profesional de clase media habitante de los suburbios)
solo provoca alienación y frustración en quienes no pueden alcanzar
dichas metas. Con ellas llegan los comportamientos desviados que
son altamente deletéreos para toda la sociedad. ¿La solución? Un con-
junto alternativo de valores para las clases bajas basado en la renuncia
a la movilidad social y espacial y en la realización de las expectativas
vitales (en las horas libres fuera del horario de recogida de basuras, se
entiende) a partir de canales inocuos para el sistema (religión, fami-
lia, deporte…). ¿El resultado? Cada uno en su lugar. Para desarmar
a Mr. Hyde acabemos con el mito del American Dream y sustitu-
yámoslo por una versión moderna de la ética hindú de las castas.
Como magistralmente argumentaba el éxito de la gran pantalla de
las Navidades de 1967, el «Adivina quién viene a cenar», de Stanley
Kramer, el liberal personaje encarnado por Spencer Tracy descubrió
de sopetón, en sus propias carnes, que una cosa era defender la igual-
dad de los negros de forma abstracta y general y otra muy diferente
tenerlos a cenar en tu casa todas las semanas. Y mucho menos aún si
ese negro resultaba ser el marido de tu hija. La idea probablemente
era aún impensable, incluso como ficción cinematográfica, en 1947.

3.3.6. El legado científico: la Escuela de Chicago entre los atisbos de


la ciudad posmoderna y las rémoras epistemológicas del paradigma
moderno
La herencia dejada por la Escuela de Chicago en la sociología urbana
es tan enorme como controvertida. En aquellas décadas que pueden
fecharse, grosso modo, entre el articulo de Park en 1915 y la 4º edición
de los Principles of Criminology de Sutherland en 1947, el Depar-
tamento de Sociología de Chicago dejó establecidos los principios
para un estudio sistemático de los fenómenos sociales urbanos desde
una óptica sistémica que articulaba con razonable solidez los factores
espaciales, y los socioculturales. Aún habría de completarse con una
114 Francisco Javier Ullán de la Rosa

tercera generación en los años cincuenta y sesenta. La evidencia de la


solidez de muchos argumentos (profecía autocumplida, interaccio-
nismo simbólico, asociación diferencial etc.) está en que algunos de
sus conceptos fueron retomados por investigadores posteriores y for-
man parte hoy día del corpus de conocimiento acumulativo aceptado
por la sociología. El estudio transatlántico de Thomas y Znaniecki
(1918-1920) sobre la inmigración polaca se adelanta en muchas dé-
cadas a los estudios actuales sobre comunidades diaspóricas y la ne-
cesidad de investigarlas en todos los puntos de su recorrido espacial.
Es decir, es un pionero absoluto de lo que en los noventa Marcus
acuñará como la «etnografía multisituada» (Marcus, 1995). Harris y
Ullman (1945), con su modelo policéntrico, saludaban, quizá no del
todo conscientes de sus futuros desarrollos, un nuevo modelo de ciu-
dad que rompía con la explicación moderna que ponía precisamente
a la centralidad y concentración espacial de funciones y población,
como una de las causas fundamentales del origen de la ciudad y los
principios que la mantenían en funcionamiento (el modelo moderno
clásico de aquellos años, además del de Burgess, es el del geógrafo
Christaller [1933]). Lo que Harris y Ullman observaron como una
tendencia incipiente en Chicago acabaría convirtiéndose en la forma
hegemónica de crecimiento urbano en Norteamérica en las siguien-
tes décadas. La escuela posmoderna de Los Ángeles la considera hoy
el paradigma de la ciudad posindustrial (Dear and Dishman, 2001;
Dear, 2002). Por último, sus avances en la comprensión del fenó-
meno de la etnicidad y la raza desde una perspectiva no biologicista,
de los efectos sociales del prejuicio étnico-racial, de la socialización
espontánea en el grupo de pares, de la relativa autonomía de la cul-
tura con respecto a la economía política, son avances todos ellos que
prefiguran los posteriores aportes de la sociología y antropología pos-
modernas.
Ello no quita, por supuesto, para que el modelo merezca severas
críticas. Estas críticas vendrían muy pronto, incluso al interno del
propio departamento, como veremos, y serían muy necesarias, pues
el modelo, con todas sus virtudes, adolecía de grandes defectos. Una
parte de esas taras era causada por las anteojeras epistemológicas del
paradigma de la modernidad: fenómenos como la cultura de bandas,
la identidad bicultural de muchos inmigrantes o el fenómeno de los
hobos no podían entenderse desde dicho paradigma, que tenía se-
rias dificultades para comprender las realidades multívocas (aferrado
como estaba al principio lógico de identidad: algo no puede ser dos
La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 115

cosas a la vez) o los procesos sociales en estado de flujo. Su paradig-


ma solo les permitía entender aquellos agentes sociales insertos en
una estructura, en la lógica de interdependencia del sistema. Veían
el mundo de forma completamente espacializada, como un proce-
so de conquista o defensa de un territorio, de un nicho ecológico.
¿Pero qué ocurría con los que vivían y estaban adaptados a más de un
nicho, como las comunidades de diásporas? ¿O los que no querían
adaptarse a ninguno (como los hobos)?
Aunque las semillas de la revolución epistemológica posmoderna
estaban presentes en la Escuela de Chicago (culturalismo, interaccio-
nismo simbólico) el peso del positivismo modernista era aún muy
grande. Sería necesario esperar a la llegada de la revolución episte-
mológica posmoderna para poderlos aprehender en todas sus dimen-
siones: la figura del hobo, por ejemplo, puede hoy explicarse mejor
como una forma de cultura desespacializada que existe solo en estado
de flujo como las que estudió James Clifford en su Travelling Cultures
(1992). En el mejor de los casos algunos autores llegaron a intuir le-
vemente lo que eran ya los primeros síntomas de una transformación
de la sociedad, y de la ciudad, hacia una economía posindustrial.
Así, Cressey, en su The Taxi-Dance Hall, subtitulado a Sociological
Study in Commercialized Recreation and the City (1932), es pionero
en describir una vida urbana y un capitalismo que giran en torno
al placer, a la producción y consumo de experiencias lúdicas y no
la de la producción de manufacturas industriales. Los Taxi-Dance
Hall eran salones de baile frecuentados por los jóvenes de clase media
en los que pagaban por bailar con señoritas, como quien alquila los
servicios de un taxista. La actividad estaba revestida de ambigüedad,
pues el alquiler de la pareja de baile podía dar derecho a algo más.
Pero no se trataba de prostitución propiamente dicha: el servicio no
implicaba explícitamente la prestación sexual y el resultado dependía
en buena medida del juego ente el gusto personal de cada chica y las
capacidades de seducción del joven. Era una situación ambigua entre
promiscuidad erótica y comercio carnal que presentaba un desafío
para una mentalidad modernista acostumbrada a clasificar en níti-
das categorías. ¿Era prostitución o no lo era? La solución que ofrece
Cressey al dilema planteado es sumergir el fenómeno en una cate-
goría más general, de naturaleza completamente moral: es vicio, si
bien se trata, admite, de un «vicio pintoresco» (Cressey, 1932: 180)
Una estricta moral modernista, basada sobre la ética industrial de la
producción y del trabajo, le impide aprehender esta otra ciudad, la
116 Francisco Javier Ullán de la Rosa

que vive con el ritmo opuesto al del trabajador, la que sale de noche
y vuelve de madrugada, como un fenómeno normal, como un pro-
ducto mismo de la evolución del capitalismo siempre en expansión,
que tiende a mercantilizar todos los aspectos de la vida y cuyo propio
éxito genera una desregulación de las pulsiones individuales y la ex-
tensión del tiempo de ocio para un número siempre mayor de perso-
nas. Aquellos balbuceos de la metrópolis posmoderna, la ciudad del
espectáculo hecha para maravillar, gozar y consumir tanto como para
controlar, organizar y producir, había sido mejor intuida por la propia
cultura popular de la época que por los sociólogos. La encontramos
en la letra de la famosa canción dedicada a la ciudad, Chicago (that
Toddlin’ Town), escrita en 1922 por el inmigrante germanoamericano
Fred Fisher y que popularizaron mundialmente Fred Astaire y Ginger
Rogers en los treinta y Frank Sinatra en los cincuenta. Chicago, esa
ciudad que era apenas un infante que empezaba a caminar (toddling),
era el lugar que te hacía «perder la tristeza» por que «ellos tienen
tiempo» (para el ocio, se entiende) y en su State Street se veían cosas
«que no veréis en Broadway». En cambio, el mundo de la noche que
Cressey describe está teñido de sombras negativas y moralina: es el
mundo del vicio, de las costumbres disipadas, de las cigalas que se
aprovechan de las hormigas, es, en suma, disfuncional, desviado. El
mundo de Mr. Hyde.

3.4. OTROS APORTES DEL PERIODO: SOROKIN Y ZIMMERMAN EN


HARVARD. SOCIOLOGÍA URBANA EN GRAN BRETAÑA (1900-1930)

La potencia de la Ecología Humana de Chicago fue tan grande durante


las primeras décadas del siglo XX que eclipsa los aportes producidos
desde otras instituciones. Aunque, evidentemente, los sociólogos de
Chicago no fueron los únicos en realizar estudios sobre las sociedades
urbanas contemporáneas, la originalidad y consistencia de sus paradig-
mas teóricos provocan la práctica exclusión de otros autores, por eco-
nomía de espacio y por criterio de prioridades, de una obra panorámica
como esta. Merece la pena, sin embargo, dedicar algunas líneas a la
obra conjunta de dos autores que trabajaron desde Harvard: el acadé-
mico ruso Pitirim Sorokin, fundador del Departamento de Sociología
en dicha universidad, y su colega americano Carle Clark Zimmerman,
coautores del monumental esfuerzo en sociología comparativa Princi-
ples of Rural-urban Sociology (1929). Sorokin y Zimmerman utilizaron
La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 117

un enfoque sistémico, que seguramente bebía de la ecología humana,


y lo combinaron con el método comparativo transocietal e histórico
para dilucidar las características que definían y diferenciaban, univer-
salmente, las sociedades urbanas de las sociedades rurales. Para ello
identificaron ocho grandes conjuntos de variables que, a su modo de
ver, distinguían las condiciones de vida rural y urbana: empleo, medio
ambiente, tamaño de la comunidad, densidad de población, homoge-
neidad de la población, diferenciación social, movilidad y sistemas de
interacción social. Una obra monumental, sin duda, que acometía un
análisis comparativo con datos de innumerables sociedades a lo largo y
ancho del mundo y de la historia pero que solo tangencialmente puede
considerarse como un trabajo de sociología urbana. El foco y el interés
de Sorokin y Zimmerman están puestos en el campo y en los campe-
sinos: los autores utilizan lo urbano más que como objeto de estudio
per se, como papel de tornasol para resaltar y analizar en profundidad
las características de la sociedad rural, tanto presente como pasada (el
recorrido se inicia en la prehistoria). Los autores tratan de ver una serie
de fenómenos, hasta ahora considerados fundamentalmente desde y
en el contexto urbano, en el contexto rural (nivel de vida, grupos so-
ciales, sexualidad y vida familiar, criminalidad, inteligencia y hábitos
cognitivos, creencias y dinámica política…) y, en ese sentido, merecen
mucho más un puesto de honor en la historia de la sociología rural que
en el de la urbana. Por otro lado, su visión del campo y la ciudad sigue
siendo muy dicotómica. Así, por ejemplo, es revelador que no men-
cionen ni traten el hecho del proceso suburbanizador, ya iniciado por
aquellas fechas en las principales metrópolis norteamericanas. Uno de
los objetivos de Sorokin era rellenar un vacío de la sociología: el estudio
del colectivo que aún constituía la mayoría de la población, entender
la sociedad rural, el porqué de su mentalidad premoderna y el con-
servadurismo, cultural y político de los campesinos. Un objetivo muy
probablemente marcado por el origen ruso del autor (Rusia era una
sociedad aún prevalentemente rural) y su biografía política (Sorokin
había participado activamente en la revolución rusa de febrero, había
sido secretario de Kerensky y posteriormente opositor al bolchevismo
de Lenin, lo que le precipitó hacia el exilio; como actor de aquellos
acontecimientos Sorokin sin duda debía de estar muy intrigado por la
resistencia que presentó una buena parte del campesinado a la colecti-
vización de la tierra).
En Gran Bretaña la sociología se desarrolló mucho más lenta-
mente y no llegó a consolidarse como disciplina académica hasta los
118 Francisco Javier Ullán de la Rosa

años sesenta. La Sociological Society había sido fundada en 1903. Entre


las figuras que merece la pena destacar están las de Branford y la de
Geddes. Se trata de autores que mezclan la investigación de fenóme-
nos sociales en la ciudad con su abogacía por los proyectos de reforma
urbana de tendencia socialista. Argumentaban que la mayoría de los
problemas urbanos se pueden solucionar con la planificación racional
del urbanismo. Sus ideas fueron fundamentales en el Town Planning
and Garden City Movement de Ebenezer Howard, un proyecto pa-
recido en cierto modo al de Tönnies, de carácter moderadamente
idealista, que pretendía crear la sociedad perfecta combinado los as-
pectos más positivos de los dos polos del contínuum rural/urbano.
En lo metodológico se acercarán a la Escuela de Chicago, aunque su
punto de partida es la escuela francesa de Le Play. Se plantearán como
objetivo estudiar la relación recíproca entre el entorno (el lugar) y la
sociedad. Para Branford el lugar determinaba el trabajo y el trabajo
condicionaba la organización social (Scott y Husbands, 2007). Para
estudiar esta relación desarrollarán una técnica de encuesta en hoga-
res que es totalmente novedosa y que añadía un nuevo instrumento
a la batería metodológica de la sociología urbana para el futuro, algo
que no habían apenas empleado los de Chicago. La primera encuesta
la había aplicado Geddes en 1903 en Dunfermline y a ellas le se-
guirían el Merseyside Survey (1934) y el The New London Survey of
London Life and Labour (1930) (Savage, 1993). De los ecólogos de
Chicago les aleja su preocupación fundamental con la clase social
más que con la raza o la etnicidad (consecuencia natural de la compo-
sición étnica de la Gran Bretaña de aquellas décadas, que aún no era
la sociedad multiétnica en que se convertiría después de la Segunda
Guerra Mundial), sus tendencias socialistas y su preocupación por
el urbanismo. Al implicarse en el Garden City Movement aquellos
primeros sociólogos urbanos británicos contribuyeron al desarrollo
de la forma de residencia rururbana que habría de imponerse en mu-
chos países desarrollados, empezando por los Estados Unidos donde
se conoció como suburb y se convertiría en dominante a partir de los
años cincuenta. Una forma nueva de ciudad, con sus formas de vida y
relaciones sociales asociadas, que ya habían detectado los ecólogos de
Chicago pero cuyo análisis habían completamente ignorado, seduci-
dos por la fascinación por la desviación social y el guetto.
4. LA SOCIOLOGIA URBANA EN EL PERIODO DE
POSGUERRA: EL INICIO DE LA FRUCTÍFERA RELACIÓN
CON EL URBANISMO Y LA TERCERA GENERACIÓN
DE LA ESCUELA DE CHICAGO (NUEVA ECOLOGÍA
HUMANA Y DERIVA CUANTITATIVISTA)

4.1. INTRODUCCIÓN: EL DESEMBARCO DEL URBANISMO


EN LA SOCIOLOGÍA URBANA

La Escuela de Chicago había visto el crecimiento de la ciudad como


un proceso sustancialmente espontáneo, regido por las fuerzas «eco-
lógicas» del mercado. En sus análisis está prácticamente ausente el
papel de la planificación consciente de la estructura espacial urbana
y su composición social y racial, es decir, el papel del poder, a través
de las herramientas urbanísticas, para transformar el espacio a vo-
luntad. Dewey (1950) fue uno de los primeros en observar que la
pareja formada por la sociología y el urbanismo estaba empezando a
reconciliarse. Así era, en efecto: a partir de la década de los cincuen-
ta y en progresión geométrica los sociólogos urbanos van a volver
sus ojos hacia el urbanismo hasta el punto de convertirlo en uno de
sus temas centrales de preocupación y de análisis. Al mismo tiempo,
desde el bando de los arquitectos y urbanistas se irán incorporando
las preocupaciones y análisis sociológicos a la hora de planificar sus
diseños de transformación urbana. Se produce así una cierta con-
vergencia entre las dos dimensiones que marcará a partir de ahora
la identidad de los estudios sociológicos sobre la ciudad. Al estudio
de las relaciones entre sociedad y espacio construido la sociología
incluye las relaciones entre diseño urbanístico (y, por tanto, poder) y
sociedad: ¿Cuáles son las intenciones implícitas y/o explícitas de los
planes de diseño urbano y/o arquitectónico? ¿Cuáles sus efectos sobre
las relaciones sociales, sobre el bienestar económico o la identidad de
las poblaciones? Estas serán algunas de las preguntas claves que los
sociólogos urbanos empezarán a hacerse en los años cincuenta, tanto
en América como en Europa, y continuarán haciéndose durante el
momento climático de la disciplina que supone la llamada Nueva
Sociología Urbana de finales de los sesenta y setenta, que se analizará
en el próximo capítulo.
120 Francisco Javier Ullán de la Rosa

¿Qué había sucedido? ¿Por qué se produce ahora este enorme


interés por los procesos de planificación urbana? La razón es muy
simple: es ahora, después de la Segunda Guerra Mundial, tras un
primer empujón en los años del keynesianismo de la Gran Depresión
que había sido sofocado por el conflicto bélico, cuando la planifica-
ción urbana regulada por el Estado o directamente ejecutada por este
se convierte en la forma prevalente y cuasi hegemónica de expansión
urbana en los países industrializados, incluidos los de la órbita so-
cialista. Solo en la periferia tercermundista las ciudades crecerán de
forma espontánea y desordenada (dando lugar a esa globalización
del slum de la que hablaba Davies [2006]). Los modelos de urbani-
zación serán diferentes dependiendo de los países (ciudades-jardín
en el mundo anglosajón extraeuropeo, torres de apartamentos en la
Europa continental capitalista y el mundo soviético, una combina-
ción de los dos en el Reino Unido) pero en todos ellos estuvieron
guiados por la mano (nada invisible) del Estado. La sociología urbana
no haría, por tanto, otra cosa más que analizar la tendencia histórica,
dar cuenta de los procesos que empezaban a transformar la ciudad
vertiginosamente por aquellos años.

4.2. EL ESTADO, EL CAPITAL Y LOS REFORMADORES SOCIALES.


BREVE SÍNTESIS DEL URBANISMO DE UN SIGLO (1850-1960)

El aterrizaje masivo del urbanismo en la ciudad puede considerarse


como una nueva fase evolutiva de la modernización, una etapa más del
proceso de racionalización y burocratización que Weber asociaba con
esta. También como la expansión de la lógica del capital al terreno de
la construcción del espacio y de la vivienda. El siglo XVIII había visto
llegar la modernidad a la agricultura. El XIX despegó con impulsos muy
modernos y muy capitalistas en lo que respectaba a la aplicación de la
racionalidad y la lógica economicista de maximización, estandarización
y producción en masa a la fabricación de manufacturas, pero aún era
poco moderno en lo que se refería a la producción del espacio habitado.
Hasta mediados del siglo XIX el urbanismo planificado había estado
confinado sustancialmente al terreno de los grandes conjuntos y edifica-
ciones del poder (pensemos, por ejemplo, en Hardouin Mansart, en el
eje del Louvre —iniciado por Napoleón I— y Les Champs de Mars en
París o Christopher Wren y la reconstrucción de Londres en el XVIII,
tras su devastador incendio).
La sociología urbana en el periodo de posguerra 121

Las cosas empezaron a cambiar hacia mediados del XIX, empe-


zando por las grandes metrópolis. Allí los capitanes racionalistas del
capitalismo industrial empezaron a convencerse de la necesidad de
diseñar el crecimiento urbano para solucionar los terribles problemas
materiales y sociales que habían creado varias décadas de migración ru-
ral, industrialización y construcción dejados al libre albedrío del laissez-
faire. Problemas de los que no podía escapar completamente nadie,
pues sus efectos directa o colateralmente tocaban también a las clases
acomodadas (en forma de polución, mayor incidencia de epidemias,
ruido y congestión, delincuencia, amenaza de revuelta o revolución
social, etc.). Preocupaciones higienistas y políticas son dos de los tres
pilares que empujan al nacimiento del urbanismo. Se trata de volver
a pintar, con la intervención pública, el retrato de Dorian Grey cuya
fealdad había quedado expuesta a los ojos de todos. El tercer pilar es la
posibilidad, en aquella fase más madura del capitalismo, de convertir
la construcción en un sector empresarial más: esto no fue posible hasta
que los procesos de acumulación de capital crearon una masa moneta-
ria y un sector potencial de clientes de clase media lo suficientemente
grandes como para que fuera posible hacer de la construcción y venta
de viviendas un negocio sostenible (por la capacidad de las institu-
ciones financieras de conceder créditos) y rentable (porque existía un
mercado). Este umbral se alcanzó por primera vez en las grandes capi-
tales de los países industrializados, Londres y París fundamentalmente,
hacia 1850, y allí se inició un proceso que ya no se detendría, que iría
extendiéndose como una mancha de aceite por todo el mundo, aunque
tardaría aún muchas décadas en alcanzar su velocidad de crucero. Al
convertirse en un negocio, la construcción iría poco a poco introdu-
ciendo todos los principios desarrollados en la producción industrial
con el objetivo de minimizar costes y maximizar beneficios: economía
de escala (no se construye una casa sino barrios enteros, lo que permite
bajar sensiblemente los costos: he aquí el detonador del urbanismo
residencial) racionalización (y, por lo tanto, planificación urbanística
del terreno, de las vías de acceso y de la disposición de cada edificio de
acuerdo a su funcionalidad, lo que más tarde se denominaría zonifica-
ción), estandarización (para bajar costos pero también, en teoría, para
mejorar la calidad de los materiales y de los diseños) y aplicación de
los avances científicos a la construcción (fue fundamental el descubri-
miento del hormigón armado).
Estas primeras manifestaciones de planificación urbana se
plasmarán en dos modelos distintos de diseño urbanístico que se
122 Francisco Javier Ullán de la Rosa

desarrollan y coexisten contemporáneamente: los llamados ensanches


burgueses y la ciudad-jardín suburbana.

4.2.1. Los ensanches burgueses. Dublín: el precedente olvidado.


El modelo paradigmático del París haussmaniano.
La obra de Ildefonso Cerdà
El ensanche nace de la necesidad de dar una solución científica y racio-
nal al problema del hacinamiento y la insalubridad que se había crea-
do en los centros de muchas grandes ciudades como consecuencia del
acelerado y desordenado crecimiento de la población sobre el plano
caótico, laberíntico, de la ciudad medieval precedente. Esa ciudad se
había vuelto un infierno para todos, no solo para los pobres. Las clases
burguesas, y, en especial, los grupos medioburgueses sin posibilidades
de adquirir viviendas individuales en zonas más descongestionadas,
se veían forzados a convivir en la estrecha malla del casco antiguo
con la explosión del chabolismo vertical proletario, contagiándose de
sus mismas enfermedades, asistiendo cotidianamente al espectáculo
de su miseria (material y moral), viviendo con el temor constante a
las filtraciones esporádicas de su rabia contenida. Para las clases altas
dirigentes los cascos históricos suponían un problema multidimen-
sional de gestión pública: sus tugurios y ruinosos edificios un peligro
de epidemia o derrumbe permanente, sus condiciones de vida una
caldera social, sus calles tortuosas el lugar ideal para la revolución ur-
bana (Paris lo había comprobado en sucesivas ocasiones: 1789, 1830
y 1848) y, conjuntamente con sus murallas, un obstáculo enorme
para la circulación, cada vez más intensa, de personas, vehículos y
mercancías. En nombre del «orden y del progreso» se consideró nece-
sario superar los límites de la ciudad medieval, derribar sus murallas
y construir una ciudad más eficiente, abierta al tráfico, al comercio,
al aire y al sol (sinónimos de salubridad) y, por qué no, a las inter-
venciones del ejército y la policía, si era necesario. Y dotar de mejor y
más alojamientos a las clases medias urbanas que formaban la base de
apoyo político de los regímenes, parlamentarios o no, del siglo XIX,
la «clase tapón» necesaria para contener los impulsos revolucionarios
de las crecientes masas proletarias. Un tipo de alojamiento que pre-
servara más adecuadamente la intimidad y la necesidad de «espacio
vital» tanto individual como de clase social que caracterizaba el ethos
de este colectivo. Para conseguir estos objetivos las autoridades plan-
tearon la creación de ciudades nuevas alrededor del casco viejo (y a
La sociología urbana en el periodo de posguerra 123

veces también la remodelación de las antiguas mallas medievales. El


objetivo era sacar a las clases medias (y quizá algunos sectores mino-
ritarios del proletariado) del deteriorado centro. La construcción de
una ciudad desde cero en los márgenes de la antigua suponía una im-
plicación muy fuerte del Estado en la regulación y planificación del
espacio. El diseño será encargado a un equipo de arquitectos urbanis-
tas, el cual realizará un trazado sobre el mapa de calles y manzanas.
Este diseño artificial es impuesto después por el poder a la estructura
preexistente de la propiedad, a través de expropiaciones y, allí donde
el trazado sustituya la malla urbana ya construida, demoliciones. El
modelo urbanístico más utilizado y fuente de inspiración para todos
estos ensanches, son las ciudades coloniales americanas, de trazado
ortogonal en damero, con manzanas cerradas y edificios de media-
nería. Un plano que plasma el racionalismo de la modernidad, con
grandes avenidas para soportar el tráfico. El ensanche paradigmático,
que imitarán cientos de ciudades en Europa, es el París de Napoleón
III, donde, bajo la dirección de su prefecto (alcalde) el Barón Georges
Eugène Haussman, se destruye la práctica totalidad de la ciudad me-
dieval y se amplía la ciudad hasta los límites de su zona central actual.
Con los ensanches, por primera vez, el Estado moderno, demuestra
su capacidad para movilizar recursos y fuerzas productivas en aras de
una transformación radical del espacio urbano habitado, y no solo de
ciertas zonas simbólicas y con él, de las formas de vida de la gente y
de sus referentes identitarios y culturales. Con los ensanches aparece
una de las formas de poder «totalitario» más potentes que ha conoci-
do la historia: el poder de transformar «total y unilateralmente», sin
contar con las sensibilidades de la población, el conjunto del entorno
material. Un poder que emana en última instancia del Estado central,
pero que es aplicado por toda una cadena de poderes intermedios
—la mayoría de ellos no democrático— dotados, cada uno de ellos,
de parcial autonomía y capacidad de decisión: el alcalde, el urbanista,
el promotor inmobiliario, el arquitecto.
Con su reforma urbanística Hausmann no solo convirtió París
en una ciudad icónica a nivel mundial, símbolo de la grandeur de
Francia, la ville lumière de la razón y del progreso. Hizo además de
París, sin consultar a sus habitantes y, aún más, en contra de la vo-
luntad de muchos, una ciudad altamente estereotipada, en la que la
singularidad del espacio quedó anulada por el rectilíneo cartesiano
de sus calles y de sus edificios de similar altura y por el minimalismo
avant la lettre de sus immuebles de rapport (bloques de pisos). Sin
124 Francisco Javier Ullán de la Rosa

embargo, y a pesar de que ha pasado a la historia como el paradig-


ma de las reformas urbanísticas racionalistas, París no fue la pionera
entre las capitales europeas en este sentido: es de justicia comentar
aquí el caso de Dublín, que se adelantó en casi un siglo al proyecto
haussmaniano. En 1757, el Ayuntamiento de Dublín (por aquel en-
tonces la segunda ciudad del Imperio Británico y la quinta de Europa
en población), dio vida a la Wide Street Commission para acometer
el derribo casi integral de la tortuosa traza de la ciudad medieval y
sustituírla por una nueva hecha de calles rectilíneas y parques rectan-
gulares sobre los que se alinearon las austeras y racionalistas viviendas
en ladrillo de estilo Georgiano, auténticas antecesoras de la arquitec-
tura funcional del siglo XX (Sheridan, 2001). El París empezado a
construir por Hausmann en 1853, y que terminarían sus sucesores a
partir de 1870, no es, por tanto, el primero en mostrar las caracterís-
ticas de la ciudad moderna racionalista pero sí el que, con el peso de
su influencia cultural, marcó el despegue definitivo de dicho movi-
miento, mientras casos como Dublín son tan solo pioneros aislados.
Los nuevos edificios en manzana de París eran sin duda mucho
más confortables que los anteriores, el sistema de alcantarillado efi-
ciente resolvió problemas como el de las epidemias recurrentes de
cólera, pero en aras de aquella racionalidad funcional, guiada por
la lógica del ingeniero, por la estética de la máquina, sus habitantes
vendieron su identidad previa al proyecto «totalizante» que hizo po-
sible la operación. Quedaron «alojados» por la maniobra conjunta
de Estado y capital, cada uno velando por sus propios intereses, en
edificios bicromáticos (blanco y gris) construidos en serie y en altu-
ra para maximizar los beneficios de los especuladores inmobiliarios
que se lucraron con la operación. Se construyeron plazas y algunos
jardines para dar un respiro pero en ningún caso se trató de grandes
ágoras de sociabilidad como las de la ciudad antigua: son los peque-
ños squares, apenas una modesta concesión a la «cementificación» de
la ciudad densa (los parques de verdad, los únicos que tiene París, se
construyen a las afueras, para aislar con una cintura verde los nuevos
barrios burgueses de los suburbios de aluvión obrero que empezaban
a coalescer en la periferia, la banlieue). Las únicas grandes plazas que
Haussmann prevee no están hechas a escala de la socialización hu-
mana. Haussmann diseñó un nuevo tipo de plaza para la ciudad del
futuro que se entreveía: la rotonda, un espacio circular en el que con-
vergen varias arterias radiales, diseñado para distribuir el tráfico. Una
plaza por la que no se puede pasear. La quintaesencia del modelo es la
La sociología urbana en el periodo de posguerra 125

Place de l’Etoile. Y como no se puede pasear, al espacio infrautilizado


del centro se le encontrará otra función: la monumental, es decir, la
publicitación del poder.
París intenta así convertirse en una demostración tridimensional
del proyecto uniformador de la modernidad y de su potente capa-
cidad para disolver las formas de vida tradicionales. El espíritu de
los tiempos, sin embargo, no estaba aún maduro para una tipología
puramente geométrica: la plantilla elegida es el ya preexistente edi-
ficio neoclásico con fachada Mansart, pero simplificado. Y aún así,
muchos parisinos de la época criticaron duramente la destrucción
haussmaniana del viejo París, expresando un amargo quejido de des-
arraigo y nostalgia por los entornos perdidos. Escribía Baudelaire en
su poema El Cisne:
¡París cambia! pero nada en mi melancolía
se ha movido. Edificios nuevos, andamios, sillares,
viejos barrios, todo para mí se torna alegoría
y mis queridos recuerdos me pesan más que si fueran piedras.
(Baudelaire, 1857).

El urbanismo mostraba por primera vez en Occidente, de forma


masiva, la violencia cultural que era capaz de imponer sobre la po-
blación, desconectando afectivamente a esta de la noche a la mañana
de su espacio secular en nombre del progreso y creando espacios seg-
mentados (como los enormes bulevares también diseñados, como las
rotondas, para los tranvías y no para las personas) que dificultaban la
socialización (2003). No es de extrañar, por tanto, que la transforma-
ción radical de Haussman haya atraído a los sociólogos casi desde el
principio y su estudio inaugure, con Halbawchs (1908), la sociología
urbana en Francia. Es, en efecto, el autor francés quien por primera
vez realiza un análisis consciente de los efectos de la planificación
racional del entorno urbano sobre las formas de vida y las relaciones
sociales, y lo hará tomando el ejemplo de París bajo Haussman. Será,
sin embargo, un pionero aislado. Solo después de la Segunda Guerra
Mundial la sociología urbana volverá a recoger el testigo (Debord,
1967; Lefebvre, 1974; Harvey, 2003).
Figura de nivel mundial en el movimiento urbanístico de los en-
sanches racionalistas y pionero en la teorización científica del urbanis-
mo e incluso de la sociología urbana, es el español Ildefonso Cerdà,
artífice del plan de ensanche de Barcelona (sin duda, junto al de París,
126 Francisco Javier Ullán de la Rosa

el de mayores proporciones y relieve urbanístico de la Europa de su


tiempo). Aunque no puede decirse que Cerdà inventara el ensanche
moderno, sus trabajos son casi contemporáneos a los de Haussman (su
plan, de 1855 en sus primeras versiones, es solo dos años posterior al
inicio de los trabajos del barón francés (Cerdà, 1991 [1855]). Por otro
lado, sus diferencias de matiz con aquel y sus esfuerzos para teorizar el
urbanismo lo convierten sin duda en una figura de alcance mundial
que, sin embargo, no ha sido reconocida como se merece en la historia
del urbanismo fuera de las fronteras de su Cataluña y su España nata-
les. Personaje de convicciones reformistas y de izquierda (participó ac-
tivamente en política desde los foros municipales —Ayuntamiento de
Barcelona—, provinciales —Diputación de Barcelona— y nacionales
—diputado en Cortes—) su proyecto de ensanche es un tentativo de
conciliar la civilización motorizada que, con gran agudeza visionaria,
barruntó, y los ideales bucólicos del Romanticismo. Dicho en sus pro-
pias palabras «Ruralizad aquello que es urbano, urbanizad aquello que
es rural» (Cerdà, 1991 [1859]: 1). En ese sentido, puede considerarse
también un exponente precoz del movimiento de la ciudad-jardín. Para
Cerdà, la tipología ideal de vivienda debía ser la individual con jardín.
Consciente, sin embargo, de que la densidad de población en grandes
aglomeraciones como Barcelona y las realidades de la economía polí-
tica dificultaban enormemente ese modelo urbanístico, intentó conse-
guir una solución de compromiso. El diseño inicial de sus manzanas,
cuya primera piedra se colocaría en 1860, se parece más, en efecto, a
una ciudad de bloques en edificación abierta que al ensanche en que
después se convertiría, más de estampa haussmaniana. Cerdà planteó
dos tipos de alineamientos en cada uno de los cuadriláteros en que
dividió la trama urbana: dos bloques paralelos en los lados opuestos,
con espacio ajardinado en el centro, y dos bloques unidos a «L», con un
gran espacio cuadrado también destinado a jardín. Una ciudad a la vez
densa pero inmersa en el verde. Y sin olvidar la locomoción. A ese efec-
to introdujo otra novedad en el trazado: los vértices de las manzanas
quedaban cortados a bisel por un chaflán, cuya función había de ser
la de dar visibilidad a los vehículos. Cerdà, con tintes de futurista a lo
Julio Verne, vaticinaba la inminente conquista de la calle por «locomo-
toras» individuales (Cerdà, 1991 [1859]). Similar función facilitadora
del futuro tráfico rodado tienen las grandes vías en diagonal que cortan
a cuchillo la traza ortogonal, ahorrando importantes distancias en el
acceso y salida de la ciudad. El plan de Cerdà, como muchos otros, fue
distorsionado en la práctica por los procesos de la economía política: la
La sociología urbana en el periodo de posguerra 127

especulación inmobiliaria desechó desde muy pronto la ciudad rurur-


bana sustituyéndola por manzanas cerradas mucho más densas (y más
rediticias). A pesar de ello, la huella del urbanista se nota y distingue
a Barcelona de otros ensanches de España: a diferencia de ensanches
como el de Madrid, muchas manzanas han mantenido su patio ajar-
dinado en el centro y los chaflanes son una seña de identidad, contri-
buyendo a descongestionar los cruces y, en consecuencia, la entera red
viaria, espacio de sociabilidad de la ciudad.
Pero, como ya comentábamos, las aportaciones de Cerdà no se
detienen en el Ensanche en sí mismo. Su prolija obra en dos volú-
menes Teoría general de la urbanización es un intento de explicar las
transformaciones de la forma urbana a lo largo de la historia con
una visión sistémica, poniéndolas en interrelación con el resto de
elementos del ecosistema social y, en particular, los del ordenamiento
jurídico, la economía política y las dimensiones demográfica y tec-
nológica. Cerdà, convencido positivista, trata de encontrar leyes uni-
versales que expliquen el fenómeno urbano, identificando tipologías
o estadios de desarrollo a partir de factores comunes. Por esta razón
ha sido saludado por muchos como el padre de la moderna ciencia
urbanística (García-Bellido, 2000). Y aún más interesante desde el
punto de vista que nos ocupa es el apéndice que incluye en esta obra,
por ser un auténtico estudio pionero de sociología urbana. Basado
en un exhaustivo trabajo de campo, la obra cierra con un estudio
de las condiciones de vida de las clases obreras urbanas, en relación
con el urbanismo. Así, por ejemplo, Cerdà comparó las diferencias
en la esperanza de vida según la clase social. Sus ideas urbanísticas
eran, como se ha dicho, de inspiración claramente socialdemócra-
ta. Cerdà concibió una ciudad que tuviera como objetivo mejorar
las condiciones de vida de todos, no solo de las clases privilegiadas.
Desafortunadamente, la vertiente más social de sus ideas no llegó
nunca a ponerse en práctica y su inclinación política le valió a Cerdà
una feroz oposición por parte de la burguesía catalana.
En unas pocas décadas, entre 1860 y 1920, las ciudades del
mundo, en el centro como en la periferia, en la metrópolis como
en las colonias, se llenaron de ensanches en damero y bloques de
manzana. Nada parecía poder resistir el avance del bulldozer de la
racionalidad urbanística lanzado a la carrera. Las calles se llenaron de
otros signos de la ciencia puesta al servicio de la domesticación del
espacio como los transportes colectivos y el alumbrado público, que
permitieron vencer las tinieblas atávicas de la noche y difuminar la
128 Francisco Javier Ullán de la Rosa

diferencia entre los ritmos de vida diurnos y nocturnos, hasta entonces


fuertemente dictados por la tiranía de la naturaleza. Sin embargo, el ra-
cionalismo no pudo acabar, al menos no por el momento, con el deseo
de plasmar en la ciudad los caprichos de la sofisticación estética y de
la identidad particular plasmada en piedra. El modelo estereotipado y
minimalista de París no fue seguido por la burguesía de otras capitales.
Los estilos arquitectónicos para las viviendas individuales (o colectivas)
que predominaron durante todo el siglo XIX serán aún edificios de
estilo ecléctico historicista, diseñados para resaltar sus funciones esté-
ticas, incluso en aquellos más modestos. Y después, en las primeras
dos décadas del XX llegaría el canto del cisne del Art Nouveau (que, a
pesar de ese nombre, fue precisamente en Paris, un entorno ya cons-
truido con anterioridad, donde tuvo, irónicamente, menos incidencia
arquitectónica). Así, incluso cuando el presupuesto para construir era
modesto, se decidía priorizar la sofisticación de la fachada externa (fri-
sos, columnas, frontones, estatuas, bajorrelieves, etc.) que el confort y
calidad de las viviendas en sí mismas. Este esteticismo antieconómi-
co puede interpretarse como una infiltración de los cánones estéticos
aristocráticos forjados en los siglos precedentes y por la influencia del
potentísimo movimiento cultural de corte antimaterialista e histori-
cista del Romanticismo. La estética ideal de la casa del XIX es la del
palacio nobiliario. Eso, por supuesto, cuando se podía. Cuando satisfa-
cer el ideal estético no era posible, el crecimiento urbano simplemente
produjo terribles floraciones espontáneas de slums construidos con las
formas más sencillas y los materiales más económicos. Lo que podría
llamarse un «racionalismo» de la pobreza.

4.2.2. La ciudad-jardín
La otra tipología de planificación urbanística, la de la ciudad-jardín,
tiene su origen precisamente en esta misma perduración, vía Roman-
ticismo, del ideal estético aristocrático. Su modelo son las grandes
mansiones rurales de la aristocracia europea. En un momento en que
la burguesía aún no ha encontrado su estilo estético y residencial
propio, los modelos tradicionales de la nobleza ejercen una pode-
rosa fuerza de atracción sobre los estilos de vida y las aspiraciones
culturales de la alta y media burguesía urbana. Tengamos en cuenta
que las revoluciones liberales no han desplazado del poder a la clase
nobiliaria sino que simplemente la han fundido con la del capital
burgués. La atracción por la casa unifamiliar rodeada de jardín es
La sociología urbana en el periodo de posguerra 129

además reforzada por los valores del bucolismo y neomedievalismo


del movimiento romántico y por los propios anhelos de escapar de
una ciudad que, ya hemos visto, se ha vuelto el foco endémico de
poluciones industriales y legiones de obreros hacinados. A partir de
la idea de que un retorno parcial al campo es deseable, surgirán a lo
largo de la segunda mitad del XIX diferentes propuestas y experien-
cias de ciudad-jardín. Veamos las principales:

a) Las primeras ciudades-jardín-dormitorio para clases medias

Hasta mediados del siglo XIX la ciudad-jardín en las grandes metró-


polis industriales es básicamente un ideal imposible para muchos:
los centros urbanos donde se localizan centros de trabajo (oficinas,
tiendas, despachos) y servicios, a los que la clase media urbanita no
puede ni quiere renunciar, están rodeados por kilómetros de subur-
bios obreros. Más tarde, entre el centro y la periferia se interpondrán
además los ensanches. Las distancias son grandes (y poco placenteras)
para recorrer a pie, caballos y carruajes no son medios de transporte
rápidos y no están al alcance de todo el mundo. En resumidas cuen-
tas: o se vive en la ciudad o se vive en el campo. Solo los verdaderos
aristócratas a la antigua, aquellos cuya vida no estaba constreñida por
las obligaciones del trabajo, podían alternar, como siempre lo habían
hecho, los dos estilos de vida (normalmente, como las aves migrato-
rias, al ritmo de las estaciones: el campo era para el verano, la ciudad
para el invierno). Pero con la llegada del ferrocarril aquello cambió.
La construcción de una red radial de vías férreas en torno a las gran-
des metrópolis permitió, a partir de los años 1870, el desarrollo urba-
nístico de las primeras ciudades-jardín y de un modo de vida nuevo,
al principio minoritario, que con el tiempo acabaría por convertirse
en enormemente común: el del commuter que trabaja y pasa su tiem-
po de ocio en el centro de la ciudad y duerme en la ciudad-jardín
(que por eso empezó también a llamarse ciudad-dormitorio).
El desarrollo de estas ciudades-jardín-dormitorio implicó uno de
los primeros procesos de sinergia y retroalimentación entre sectores
de actividad capitalistas: las inversiones en red ferroviaria de cercanías
hicieron posible el desarrollo urbanístico de la zona y este a su vez
llenó los vagones de pasajeros. El mismo bucle sistémico que se daría
entre automóvil y suburb en los Estados Unidos unas décadas más tar-
de. Así diseñada, la ciudad-jardín se adaptaba a los roles e ideologías
de género preexistentes entre las clases altas y medias profesionales
130 Francisco Javier Ullán de la Rosa

pero también, en esa relación sistémica de retroalimentación que la


sociología urbana va a convertir en objeto de sus análisis, las reforza-
ba: el hombre tomaba el tren para trabajar en la mañana y no regresa-
ba hasta la noche, mientras que la esposa que, a diferencia de la mujer
obrera, no necesitaba trabajar ni se la educaba para ello, se quedaba
gestionando el hogar (con ayuda de la servidumbre, por supuesto) en
un ambiente mucho más tranquilo y sano, más adecuado para criar
a los vástagos de la burguesía. Estas ciudades-jardín no eran, sin em-
bargo, imitaciones perfectas del modelo aristocrático en que se ins-
piraban. Eran algo nuevo: barrios planificados y construidos por una
empresa promotora constructora de acuerdo a una lógica que era ya
claramente economicista: las parcelas eran de dimensiones estándar y
tamaño moderado, no fincas en las que montar a caballo o ir de caza,
y estaban alineadas en calles de trazado también regular. Y conforme
se fue alargando el mercado se fueron haciendo urbanizaciones con
parcelas y casas de diferentes tamaños, ajustados a los presupuestos
de los potenciales compradores hasta llegar a la forma más modesta
de ciudad-jardín: el adosado, las llamadas terraced houses en el Reino
Unido, país que las inventó (terraced porque las aspiraciones ideales a
un jardín individual habían quedado reducidas a un pequeño patio,
no mucho más grande que una terraza). Por último se construían
también con una serie de servicios «básicos» de entrada, como la igle-
sia y algunos locales comerciales. La dependencia de un transporte
colectivo y poco flexible como el tren disuadió de la zonificación
extrema que se produciría en cambio con el suburbio americano.
La más conocida ciudad-jardín de este tipo es Bedford Park, de-
sarrollada a partir de 1875 por el empresario Jonathan Carr en el oes-
te de Londres, a treinta minutos en tren del centro de la ciudad. Carr
construyó sus casas en el estilo historicista que imitaba la casa típica
de la época de la reina Ana (principios del XVIII) pero empleó ya la
producción en serie, alternando inteligentemente unos pocos mode-
los que luego repitió hasta la saciedad. Junto a las casas, Carr cons-
truyó iglesia, club social, tiendas y un pub. Bedford Park es calificada
en algunas historias del urbanismo como la primera ciudad-jardín
(Jones Bolsterli, 1977). Sin embargo, esta afirmación no es correcta:
ya en 1856 en Le Vésinet, a una media hora de París, Alphonse Pallu
había constituido una sociedad constructora para edificar una ciu-
dad-jardín à la anglaise, lo cual quiere decir que el modelo, de origen,
eso sí, reconocidamente inglés, era de sobras conocido por entonces.
La operación se realizó en coordinación con el propio emperador
La sociología urbana en el periodo de posguerra 131

Napoleón III, quién vendió sus terrenos de caza para la urbanización.


Por lo demás, el modelo era similar al ya descrito (su iglesia fue la
primera en construirse con hormigón prefabricado y estructura de
acero) y estaba ya consolidado en 1875, fecha en que se le otorgó la
condición administrativa de municipio. En un ejemplo de la estrecha
relación entre poder y la apenas naciente clase capitalista de los cons-
tructores urbanistas, Pallu fue nombrado su primer alcalde (Poisson,
1975).

b) La ciudad-jardín obrera

El modelo de la ciudad-jardín no se pensó únicamente para las cla-


ses medias. En muchos lugares de Europa, empresarios con cierta
sensibilidad social, o mayor inteligencia estratégica, que la media,
se dieron a la tarea de alojar a sus obreros y personal dirigente en
urbanizaciones planificadas de casas individuales de este tipo. El país
donde más proliferaron fue Francia, donde se conocen como las ci-
tés ouvrières (Butler y Noisette, 1983; Flamand, 1989; Stebé, 2007;
Driant, 2009) pero los ejemplos se encuentran en otros países tam-
bién (Fourcaut, 2006). En el Reino Unido se conocieron como com-
pany towns o model villages (Creese, 1992). Estas iniciativas urbanís-
ticas, como las de las ciudades-jardín burguesas, eran, por lo general,
totalmente privadas. Se inspiraban, en su intencionalidad explícita,
en las experiencias más pragmáticas y realistas de la generación de los
socialistas utópicos, en concreto en el New Lanark de Robert Owen y
en el Familisterio de Godin para los obreros siderúrgicos de Guise. La
idea era ofrecer a los obreros de la empresa unas condiciones de vida
decentes proporcionándoles vivienda y una serie de servicios comu-
nitarios, cuyo número y naturaleza dependían de cada caso particular
(dispensarios y hospitales, comedores, escuelas, lavandería, comer-
cios, bares y centros de ocio). El objetivo declarado era filantrópico
pero no entraba en contradicción con las estrategias económicas y
políticas del capital: mejorar las condiciones de vida aumentaba la
salud de los obreros; los servicios en común maximizaban el tiempo
necesario para las tareas de mantenimiento doméstico y personal; las
viviendas se construían en las cercanías de la fábrica, para reducir el
tiempo y los gastos de desplazamiento. Todo ello redundaba en una
mayor productividad para la empresa. Las casas eran en alquiler, los
servicios comunitarios eran gestionados por la empresa, lo que im-
plicaba una forma de recuperación (casi total) del salario del obrero,
132 Francisco Javier Ullán de la Rosa

que consumía en sus viviendas, en sus tiendas de ultramarinos, en las


medicinas de sus dispensarios, y no en los de otro.
Por último, las ciudades-jardín obreras formaban parte de una es-
trategia diseñada de control social. Las experiencias de Owen o Godin
habían adoptado el bloque de viviendas como tipología constructiva
pero los empresarios posteriores prefirieron el modelo de la ciudad-
jardín periurbana por varios motivos: la contaminación urbana había
ido disuadiendo a los industriales de instalar las fábricas cerca de las
ciudades; les cités ouvrières se instalan, pues, a no mucha distancia
de la ciudad pero en el medio rural, donde el terreno era abundante
y barato. El estilo de vida obrero no requería, como el burgués, de
una red de transportes que conectaran las nuevas urbanizaciones a
la ciudad. Todo lo que los obreros se suponía que tenían que hacer
era trabajar y descansar para volver a trabajar. Y la ciudad-jardín se
construye con la intención expresa de alejar al obrero de la ciudad,
para evitar su roce con las clases medias y para aislarlo en el campo de
la peligrosa influencia de los movimientos sindicales y marxistas. Se
escoge la tipología de la casa individual porque está es la más cercana
a la sensibilidad, identidad y estilo de vida del futuro obrero, que se
reclutará entre las poblaciones campesinas de los alrededores. Como
si los patronos hubieran ya leído las disquisiciones de los sociólo-
gos urbanos acerca del peligroso efecto disfuncional de la alienación
urbano-industrial del emigrante rural, la ciudad-jardín se diseña para
minimizar los efectos de dicha alienación, introduciendo a los obre-
ros de forma más suave en los ritmos del trabajo fabril, sin cortar del
todo las ataduras con su anterior forma de vida rural. Los empresarios
son conscientes o intuyen que una población menos alienada es una
población menos inclinada al alcoholismo, a la violencia familiar, a
la apatía. En suma, más productiva y menos peligrosa para el orden
social. Más allá de eso, la cité ouvrière poco tiene que ver con la aldea
tradicional y se parece mucho más a lo que más tarde sería el subur-
bio de clase baja norteamericano: aquí, las veleidades estéticas de la
ciudad-jardín burguesa han quedado reducidas a su mínima expre-
sión. Las casas son individuales (frente a los caseríos rurales ocupados
por familias extensas) y mucho más pequeñas y simples, los jardines,
a veces, casi inexistentes, y los niveles de prefabricación y estereotipa-
ción mucho más elevados. El plano suele ser en cuadrícula. Se trata,
en algunos casos, de auténticas ciudades campamento. Se mantienen
en ellas las jerarquías sociales marcadas espacialmente, con las casas
de los encargados claramente sobresaliendo por encima de las demás
La sociología urbana en el periodo de posguerra 133

en tamaño, estética y ubicación (Butler y Noisette, 1983; Flamand,


1989; Frey, 1995; Creese, 1992; Stebé, 2007; Driant, 2009).
Los primeros casos de ciudad-obrera de este tipo son las que
construye la Société Mulhousienne de Cités-Ouvrières en Francia a par-
tir de 1853. A ella le seguirán otras como la cité Schneider (1860)
o la Jouffroy-Renault en Clichy (1865) (Butler y Noisette, 1983;
Flamand, 1989; Frey, 1995; Stebé, 2007; Driant, 2009). Las iniciati-
vas eran totalmente privadas pero encuentran el respaldo ideológico
y legal del régimen paternalista de Napoleón III, que intenta instalar
una forma de Estado de Bienestar desde un proyecto autoritario y
conservador. El Estado se limitará a hacer la promoción: así, las cités
ouvrières son presentadas al mundo como modelo de urbanismo en
las exposiciones universales de 1867, 1878 y 1889. En esta última
se llegará, incluso, a construir una cité-ouvrière modelo en la expla-
nada de Les Invalides. Ya entonces están también presentes los lazos
entre la sociología y el urbanismo. El modelo de las cités-ouvrières
será ardientemente defendido por un personaje del que ya hemos
hablado, Frédéric Le Play, como solución reformista a los problemas
de alojamiento del proletariado, a través de su think tank la Societé de
Économie Social, que funda en 1856 y desde sus roles institucionales,
como el de comisario de la Exposición Universal de 1867 (será quien
incluya las cités-ouvrières entre los temas de la Exposición) (Brooke,
1970). En el Reino Unido, de tradición mucho más liberal, esta im-
plicación del Estado fue prácticamente inexistente y los empresarios
actuaron por su cuenta. En 1887 los hermanos Lever (fundadores de
la actual compañía Unilever) empiezan a construir la ciudad-jardín
de Port Sunlight en unos terrenos separados por un brazo de mar de
la ciudad de Liverpool y ganados a los pantanos de Cheshire (Creese,
1992). Otro caso muy interesante es el ya comentado de Zlin, en la
actual República Checa, donde el empresario Bata fundó en 1894,
prácticamente de la nada, la mayor fábrica de zapatos del mundo,
con su adyacente ciudad obrera dotada de gran cantidad de servicios
(Meynier, 1935).
Las ciudades-jardín obreras son una forma de urbanismo pater-
nalista orientado al control del ejército trabajador a través de la dis-
ciplina espacial (Frey, 1984). Otra forma más, en resumidas cuentas
de poder «totalitario» sobre el espacio y del espacio utilizado como
herramienta de poder. La vida en las ciudades-jardín con las que los
empresarios intentaban «comprar» a los obreros giraba en torno a
las actividades organizadas por y desde el despacho de dirección de
134 Francisco Javier Ullán de la Rosa

la compañía, desde el trabajo en sí hasta la educación en la escuela


o la programación cultural (literatura, teatro y, más tarde, cine). El
régimen solía ser siempre de alquiler y restringido a los obreros, lo
cual impedía la instalación de extraños (y, por tanto, la heterogenei-
dad social que pudiera abrir al obrero ventanas a mundos diferentes
del diseñado por el patrón) y dificultaba al proletario la formación
progresiva de un patrimonio. Cuando este régimen se hacía vitalicio
(en Port Sunlight, por ejemplo, esta regla no se eliminó hasta los
años ochenta del siglo XX) se convertía en una forma de mantener al
obrero atado de por vida, si quería permanecer junto a sus familiares
y amigos en la comunidad, a la disciplina del salario en la fábrica.
Inicialmente fuera del ámbito de competencia de los ayuntamientos,
estas urbanizaciones eran como auténticas ciudades privadas dirigi-
das por el patrón-alcalde. El control fue, sin duda, lo que inclinó a
los constructores por el modelo de casa individual para familias nu-
cleares. Como otra prueba de este control ejercido sobre los estilos de
vida de toda una colectividad basta citar el ejemplo de Bourneville,
la ciudad-jardín obrera construida por George Cadbury, famoso cho-
colatero británico. Cadbury era cuáquero y por ello prohibió en los
límites del medio kilómetro cuadrado de «su» ciudad, la apertura de
pubs, eliminando de esa manera uno de los centros y formas más
populares de sociabilidad entre las clases obreras inglesas. En cambio,
promovió la vida sana animando a sus obreros a realizar deporte y do-
tando a la urbanización de instalaciones adecuadas para ello (Harvey,
1906, Creese, 1992). Y, sin embargo, esta ingeniería urbanística no
pudo a la postre mantener plenamente el control cultural o político
sobre las poblaciones residentes (ninguna hasta la fecha lo ha conse-
guido). Así, fue precisamente en las cités-ouvrières donde se iniciaron
las grandes huelgas revolucionarias de 1936 en Francia (Frey, 1995).
A pesar de lo extendido del fenómeno, la cuestión de las cités-
ouvrières no parece, sin embargo, haber despertado demasiado interés
entre los sociólogos o geógrafos urbanos de su tiempo y no sería bien
estudiada hasta los años ochenta del siglo XX1.

1
Uno de los pocos estudios previos sobre el tema es el que dedica el geógrafo
Meynier a la ciudad obrera de Zlin. La valoración que hace Meynier del experimento
checo es decididamente positiva. Este es saludado como una intervención progresista
y el autor la pone en contraste con el “paternalismo” de las cités-ouvrieres de Francia
(Meynier, 1935).
La sociología urbana en el periodo de posguerra 135

c) La ciudad lineal del empresario Arturo Soria: la ciudad-jardín…


¿interclasista?

Una propuesta única en su género y que se adelanta unos años a


la que propondrá Howard es la del ingeniero español Arturo Soria
Mata. Soria, haciéndose eco de los datos arrojados por las investi-
gaciones higienistas de la época, que arrojaban cifras de mortalidad
infantil notablemente superiores en los hacinados centros urbanos
que en el campo —40 por mil frente a 20 por mil (Soria, 1894: 1)—
propone la ciudad-jardín planificada racionalmente como solución
necesaria para todos, para el rico y para el pobre. Y a partir de ahí
supedita el diseño urbano a la lógica de factor prevalente: la movili-
dad. Surge así el concepto de ciudad-lineal: la ciudad del futuro, la
solución a las ciudades de muerte del presente, en palabras del propio
Soria («Cuando las madres se convenzan de que, al favorecer la crea-
ción de las ciudades lineales, salvan a sus propios hijos de la muerte»
[Soria, 1894: 1]). Ciudades que habrían de construirse, empezando
por Madrid, en un anillo concéntrico en torno a los centros de las
antiguas poblaciones, a ambos lados de una única línea de tranvía. La
racionalidad quiere así (re)construir el espacio y la vida de la gente. El
modelo de Soria es una propuesta de transformación total que quiere
una ciudad-jardín para todas las clases, partiendo de lo que él iden-
tifica como un deseo colectivo común hacia la tipología de la casa
unifamiliar con terreno. Lo que parece una apuesta más democrática
que su predecesora, la de las cités-ouvrières, se revela, sin embargo, al
seguir leyendo el texto de Soria, como un modelo igualmente basado
en el mantenimiento de fuertes diferencias de clase y que no oculta el
desprecio y el temor por una clase obrera para la que la ciudad lineal
se plantea como mecanismo espacial de control:
Preguntemos a un millonario y a un proletario cómo dispondrían su
vivienda respectiva dentro del presupuesto de su renta o jornal para
estar completamente a gusto, sin ser molestados por los demás vecinos
de la ciudad. [...] ¿Preferís vivir juntos en distintos pisos de la misma
casa, o en casas separadas? A mí —dice el pobre— me molesta el
ruido de las fiestas y diversiones de mi vecino, cuando el pan escasea
en mi casa. Además, tengo que subir muchas escaleras, y mi vivienda
es tan estrecha e incómoda, que más parece ataúd o jaula, que habita-
ción. En una choza o casucha de un solo piso, dividida en tres o cua-
tro habitaciones, en medio de un terreno de 300 o 400 metros cua-
drados, para jardín, corral y taller, viviría contento, lejos de la taberna
y de peligrosas compañías; [...] El rico, a su vez, exclamará: —Me
136 Francisco Javier Ullán de la Rosa

compadezco de los desgraciados, y los socorro cuanto puedo; pero me


enojan y entristecen, cuando estoy alegre, la vista y el contacto de los
andrajos de la miseria mal oliente (Soria, 1894: 8).

Soria creó para poner en práctica su proyecto, la Compañía


Madrileña de Urbanización. A partir de 1900 la compañía empe-
zaría a parcelar y vender los terrenos así como a construir la línea
de tranvía y ciertas edificaciones urbanas como la imprescindible
iglesia y un teatro con capacidad para dos mil quinientas personas.
Excesivamente desconectada del centro de la ciudad (el tranvía tar-
daba una hora en recorrer dicha distancia), la urbanización no con-
siguió atraer a muchos clientes de clase media (máxime cuando aún
existían enormes terrenos sin edificar en el ensanche). El proyecto de
Soria era un ejemplo de zonificación extrema en una capital que ca-
recía de los recursos para construir las infraestructuras ferroviarias de
cercanías que lo habrían hecho atractivo. En lo que respecta a la clase
obrera la distancia era un factor que pesaba más o igual que entre las
clases medias, y su poder adquisitivo era demasiado débil para poder
aspirar incluso a una «choza» (Maure, 1991).

d) La ciudad-jardín y el movimiento cooperativo

El movimiento cooperativo tiene su origen en Gran Bretaña en la


primera mitad del siglo XIX. Su punto de partida son los experi-
mentos y escritos de algunos de los llamados socialistas utópicos,
notablemente Robert Owen y Charles Fourier, en los años veinte y
treinta. Owen había sido pionero en la provisión de alojamiento y
servicios para sus obreros de New Lanark, que puede considerarse
una cité-ouvrière avant la lettre, y el falansterio de Fourier es de algún
modo el primer modelo de cooperativa residencial. Las ideas iniciales
fueron retomadas por William King en Inglaterra y difundidas en su
revista mensual The Co-operator desde 1828. El movimiento coope-
rativo planteó desde el principio una suerte de tercera vía democrá-
tica entre socialismo (colectivización total de la propiedad, econo-
mía completamente redistributiva) y capitalismo, promoviendo una
economía social no orientada a la obtención de plusvalía individual
y formas de copropiedad voluntaria. Esta tercera vía había de ir cre-
ciendo, sin revolución, como una sociedad dentro de la sociedad.
Las organizaciones cooperativas comenzaron en el terreno del comer-
cio en forma de pequeños economatos organizados por los propios
La sociología urbana en el periodo de posguerra 137

consumidores que permitieron rebajar el costo de los alimentos, al


eliminar el sobreprecio de la plusvalía. La primera organización de
cooperativas fue la Rochdale Society of Equitable Pioneers, fundada
por un grupo de artesanos en Inglaterra en 1844. La sociedad esta-
bleció los llamados Principios de Rochdale, la carta fundacional del
movimiento cooperativista. A lo largo del siglo XIX el movimiento
siguió creciendo en Gran Bretaña y extendiéndose por todo el mun-
do, en forma de federación, de una manera muy similar a como lo
estaba haciendo en paralelo el movimiento obrero. El movimiento
acabó cristalizando en la creación de la International Cooperative
Alliance (ICA) en 1895, el equivalente de la Primera Internacional
de los Cooperativistas —reconocida como tal hasta la fecha— y los
Principios de Rochdale acabarían por ser adoptados por la ICA in
1937. Ligeramente modificados en 19662, siguen casi todos vigentes
hoy en día. La noción de cooperativa, en realidad, no era nueva y, no
sin cierta ironía, se inspira en las sociedades anónimas capitalistas.
Ambas tienen como principio la mutualización de capital y recursos
para emprender inversiones que de forma individual serían impo-
sibles de acometer. Ambas se basan en el principio de la copropiedad
variable por acciones. La diferencia está en los objetivos prioritarios
que mueven a ambas (obtener plusvalía, la primera, ofrecer produc-
tos y servicios más baratos, la segunda). El movimiento cooperativo
comenzó a hacerse fuerte hacia finales del siglo XIX. En el terreno de
las cooperativas comerciales surgió en 1863 en Gran Bretaña la prim-
era megacooperativa, The Cooperative Group Limited3. Su tamaño
los llevaría incluso a entrar en política en 1881, primero con la cre-
ación de un lobby de presión que actuaba a través de los parlamen-
tarios laboristas y más tarde con la fundación de un partido propio,
el Cooperative Party, en 1917. El Cooperative Party sigue existiendo
hoy en día. Es un partido hermano del laborista que se presenta a
las elecciones en la misma candidatura aunque mantiene su propia
personalidad jurídica.
Casi desde el principio, y en varios países con más o menos con-
temporaneidad, personajes inspirados por el cooperativismo intenta-
ron trasladar el modelo de copropiedad a la resolución del acuciante

2
La regla original de “un copropietario un voto”, fue reemplazada por la ponde-
ración del voto en relación al número de acciones de las que se era propietario.
3
El grupo ha seguido creciendo hasta tener hoy en día 5,5 millones de miembros
co-propietarios. (http://www.co-operative.coop/)
138 Francisco Javier Ullán de la Rosa

problema de la vivienda obrera. La idea era desarrollar complejos


residenciales como si fueran sociedades anónimas: los residentes no
serían ni inquilinos ni propietarios sino accionistas de una propiedad
inmobiliaria común. Lo cual implicaba la inversión inicial de un ca-
pital por parte de cada miembro residente para financiar la construc-
ción. La diferencia fundamental entre este tipo de cooperativas y las
originarias de naturaleza comercial residía en la cantidad de capital
inicial que era necesario aportar: mucho mayor en el caso de la coo-
perativa residencial, puesto que los gastos de construcción y manteni-
miento de las propiedades eran superiores en varios órdenes de mag-
nitud. Una cooperativa comercial se podía iniciar con una pequeña
tiendita y luego ir ampliando la actividad reinvirtiendo los beneficios
hasta llegar al supermercado (como, en efecto, sucedió). Una coope-
rativa de viviendas suponía la construcción inmediata de una gran
cantidad de inmuebles (puesto que era un esfuerzo colectivo) que,
después, no generaban beneficios inmediatos (salvo los derivados del
ahorro del pago de un alquiler) que pudieran reinvertirse. A pesar de
estas limitaciones, el sistema podía ofrecer varias ventajas: a) la pues-
ta en común de un capital inicial, aunque no fuera suficiente para
construir el inmueble, y la reducción de los riesgos de impago por el
mecanismo de la mutualización eran un importante aval que abarata-
ba el precio del crédito; b) permitía construir, además de las propias
viviendas individuales, una serie de servicios comunes (lavandería,
áreas recreativas, etc.) que se mantenían con una pequeña cuota y
que de manera individual habrían sido imposibles de sostener (esta
era, de hecho, una de las grandes ideas del falansterio de Fourier);
c) la construcción del área residencial podía completarse con la de
negocios cooperativos controlados por los mismos accionistas, que
abarataran el precio de los servicios y cuyos beneficios se reinvirtieran
para ir poco a poco pagando el crédito hipotecario. d) Con el sistema
de copropiedad se producía un empoderamiento de los residentes.
Estos, a través de la votación democrática en el consejo de la coope-
rativa, podían tomar decisiones directas sobre los asuntos de la uni-
dad residencial. e) el sistema de accionariado dotaba de flexibilidad
a la residencia: los copropietarios no estaban necesariamente atados
de por vida a la propiedad sino que podían vender su participación
cuando quisieran y mudarse a otro lugar.
Sin embargo, la necesidad de una gran inversión inicial impuso
durante todo el siglo XIX un límite muy grande al desarrollo de las
cooperativas de vivienda, especialmente para la clase obrera, que era
La sociología urbana en el periodo de posguerra 139

quien más habría necesitado recurrir a este sistema, y su despegue


tuvo que esperar a la aparición de las políticas públicas que favorecie-
ran créditos a bajas tasas de interés o a la propia madurez del sistema
financiero, algo que tardaría muchas décadas en producirse. Resulta
un tanto paradójico que el primer paso hacia un apoyo del Estado a
favor de la vivienda cooperativa lo haya dado un régimen conservador
como el prusiano y no el Reino Unido o Francia, cunas originarias de
la idea. En efecto, el cooperativismo es regulado por primera vez por
una ley prusiana de 1867. Sin embargo, al no limitar las posibles res-
ponsabilidades de los accionistas al propio capital aportado, el riesgo
era muy alto y no permitió su crecimiento. En 1888, un año antes de
la promulgación de la segunda ley que regulaba el sector, que permi-
tía la creación de cooperativas de responsabilidad limitada, solo había
28 en toda Prusia. A partir de ese año se produce un despegue y estas
se habían elevado a 1402 en 1914. La ley fomentaba la concesión de
créditos blandos para la construcción de viviendas cooperativas por
parte de las compañías de seguros. Después del parón de la Primera
Guerra Mundial el fenómeno siguió aumentando durante los gobier-
nos socialdemócratas de la República de Weimar (Faust, 1977; Novy
y Prinz, 1985).
En Francia, por aquellas décadas finiseculares, destaca el proyec-
to del industrial siderúrgico Godin, a medio camino entre las expe-
riencias de las cités-ouvrières y el cooperativismo. Godin era un in-
dustrial de tendencias izquierdistas, discípulo de Fourier. Entre 1853
y 1883 se dedicó a poner en práctica la idea del falansterio para sus
obreros de la fábrica de Guise. De ese ideal nace el familisterio, una
versión mucho menos ambiciosa y más realista de aquel gran palacio
colectivo, inspirado en el modelo de Versailles, que había imaginado
Fourier. Y desprovisto de todo el proyecto de revolución de la estruc-
tura social y los valores culturales del socialista utópico. La idea de
partida es similar a la de los demás empresarios filantrópicos: mejorar
las condiciones de vida de los obreros y dotarlos de una serie de servi-
cios logísticos y recreativos comunes (jardines, una piscina, un teatro,
un centro social). El modelo, sin embargo, no es ya el de la casa indi-
vidual de la ciudad-jardín sino el bloque de apartamentos. Godin ha
comprendido quizá que la ciudad-jardín requiere demasiado terreno
y resulta cara. Una conclusión a la que después llegarían muchos.
Godin introduce, además, otra significativa innovación que lo distin-
gue del resto de cités-ouvrières: los apartamentos no estaban diseñados
para ofrecer la máxima intimidad y fomentar el individualismo sino,
140 Francisco Javier Ullán de la Rosa

al contrario, para favorecer la promiscuidad, las puertas y ventanas de


los apartamentos estaban dispuestos en torno a un gran patio comu-
nal. Desde una morfología y una lógica completamente opuestas a la
de la atomización espacial, el objetivo era, sin embargo, muy pareci-
do: usar el espacio como herramienta de control social. La idea era
que los empleados, mezclados todos (administradores y obreros) sin
importar categoría autodisciplinaran sus impulsos antisociales bajo
la mirada escrutadora de los otros, los menos educados imitando los
comportamientos de los que lo eran más. Una especie de panóptico
con esperados efectos pedagógicos que fue denostado por sus críticos
por su aspecto y planteamiento carcelario o cuartelero.
Sin embargo, en 1880 Godin da un giro a su proyecto que lo
aleja de los de otros empresarios filántropos y lo acerca a posiciones
más izquierdistas: decide convertir la fábrica en una cooperativa de
producción y para ello crea l’Association du Capital et du Travail ou
Société du Familistère. A partir de ese momento los obreros se con-
vierten en propietarios accionistas de la empresa y, por tanto, de sus
propias viviendas. Irán recibiendo incentivos en forma de acciones de
acuerdo a su productividad. Las plusvalías son reinvertidas en obras
sociales en la comunidad (escuela, cajas de seguros) y los obreros re-
ciben un dividendo por sus acciones que completa su salario.
Fue este tipo de vivienda, el bloque colectivo de apartamentos y no
el de la casa unifamiliar, el que se reveló más factible para la aplicación
del modelo cooperativo, por sus menores costes de construcción. Así,
también en la década de 1880, los principios cooperativos se aplicaron
ya a la construcción de bloques de apartamentos en la ciudad de Nueva
York, pioneros en una ciudad en la que este sistema de copropiedad
gozaría de un gran éxito en el siglo XX (Wolkoff, 1999).
La falta de apoyo por parte del Estado o de las instituciones
financieras y la decisión de elegir como modelo el de la ciudad-jar-
dín burguesa son las causas que explican el fracaso de la experiencia
cooperativista en Gran Bretaña, iniciada por Ebenezer Howard en
la bisagra del siglo. Howard ha pasado de alguna manera a la his-
toria del urbanismo por ser el pionero de la ciudad-jardín y de la
vivienda cooperativa pero se trata de un discurso construido desde
una academia anglosajona que probablemente no se molestó en in-
vestigar experiencias de otros países. Nuestro breve recorrido histó-
rico nos ha mostrado ya que Howard no fue el pionero ni de una
ni de otra forma de urbanismo. Las ciudades-jardín existían desde
hacía al menos medio siglo y las cooperativas de vivienda eran ya
La sociología urbana en el periodo de posguerra 141

una realidad décadas atrás de que él planease crear la suya. Sobre las
ideas de Howard también pudieron influir los modelos de la frontera
norteamericana y los primeros suburbios en ese continente (había
asistido a la remodelación de Chicago tras el incendio de 1871, tra-
bajando en aquella ciudad como periodista). Hay que reconocer, sin
embargo, que sería Ebenezer Howard, el ideólogo socialista, quien
acuñaría el nombre de ciudad-jardín con el que aquel tipo de modelo
preexistente se conocería a partir de entonces, al tratar de fomentarlo
en la práctica a través del City Garden Movement, una organización
no gubernamental cuya primera conferencia se celebra en 1901 y a la
que adhirieron personajes que ya habían apadrinado este tipo de ur-
banizaciones previamente, como George Cadbury, el constructor de
Bourneville. En el movimiento convergían, por tanto, el filantropis-
mo paternalista de los empresarios con el más democrático espíritu
reformista de Howard y otros ideólogos como el arquitecto socialista
Urwin, luego constructor de los proyectos de aquel.
Lo que le ha valido a Howard su puesto en la historia del urba-
nismo no se encuentra tanto en sus realizaciones concretas como en
su visión holística de lo que habría de ser el territorio y las ciudades
del futuro, y es en virtud de dicha visión que el personaje y su obra
merecen unas líneas más. En la única obra que publicó en su vida,
To-Morrow: A Peaceful Path to Real Reform (1898), reimpresa en 1902
como Garden Cities of To-morrow, Howard añade ciertas propues-
tas originales a lo que ya estaba desde hacía décadas en la mente de
muchos reformadores y en la propia sociedad: la idea de utilizar la
planificación urbanística como herramienta de reforma social y la
propuesta de un modelo rururbano de ciudad que conservarse las
ventajas de ambas formas de vida y eliminase sus desventajas (su fa-
mosa Teoría de los Tres Imanes)4. La sociedad armónica del futuro
habría de pasar, en la concepción de Howard, por el desmantela-
miento de las grandes concentraciones urbanas, focos disfuncionales
de tensiones sociales y baja calidad ambiental y de vida, y su susti-
tución por una red interconectada de ciudades pequeñas y medianas
insertas armónicamente en la campiña, que fueran más gestionables
política y socialmente, y donde se recuperara la calidad ambiental

4
Hasta ahora la gente se ha visto atraída por el imán de la ciudad, nos dice
Howard. La consecuencia son los terribles problemas de hacinamiento que sufrimos.
Howard aspira a construir un imán alternativo, el rururbano, que genere su propio
campo magnético de atracción.
142 Francisco Javier Ullán de la Rosa

y las relaciones sociales personalizadas. Es esta la diferencia funda-


mental de la ciudad-jardín de Howard con las precedentes: no es
concebida como una mera ciudad-dormitorio sino como un centro
autónomo, independiente política y económicamente de Londres,
llamado a descongestionar la gran ciudad. Howard ponía como tope
demográfico para evitar la congestión y, por tanto, los problemas, el
techo de los 30.000 habitantes. En el centro de la misma una galería
comercial cerrada, en estructura de acero y vidrio para ofrecer luz
natural y confort frente a las inclemencias del tiempo durante todo el
año, con todos los servicios. Y explotaciones agrícolas en los alrede-
dores que hicieran a la ciudad razonablemente autosuficiente desde
el punto de vista alimentario. La cercanía de las explotaciones debía
contribuir a eliminar intermediarios y, por tanto, a abaratar el costo
de los alimentos, especialmente los frescos, que se habían encarecido
mucho en las grandes ciudades, con los consiguientes efectos negati-
vos (avitaminosis) en los niveles generales de salud de las poblaciones
económicamente más débiles. La propuesta de Howard se inscribía,
pues, en un plan mucho más ambicioso para reingenierizar toda la
distribución espacial de la población británica y, en ese sentido, pue-
de considerarse como un proyecto utópico heredero de los primeros
socialistas.
Bajo el paraguas de la Garden Cities and Town Planning
Association, Howard consiguió animar al establecimiento de socie-
dades cooperativas que iniciarían la construcción de dos ciudades-
jardín con viviendas unifamiliares en estilo neogeorgiano, en la co-
rona más periurbana de Londres, 30 o 40 kilómetros más lejos de
las primeras de tipo Bedford Park: Letchworth (iniciada en 1903) y
Welwyn (en 1920). El plano de la ciudad, aunque perfectamente di-
señado, huía del cartesianismo ortogonal del ensanche para favorecer
una trama más «natural», menos monótona y alienante, más agrada-
ble para el paseo, plagada de calles sin salida que disuadían el tráfico y
proporcionaban intimidad. El proyecto de Howard, sin embargo, no
consiguió alcanzar sus objetivos: el modelo cooperativo propuesto,
en ausencia del apoyo financiero del Estado o de la banca, supuso,
como ya se ha dicho, una barrera infranqueable para las clases traba-
jadoras. En consecuencia, las experiencias de Letchworth y Welwyn
quedaron restringidas a un reducido grupo de idealistas de clase me-
dia, minando la propia legitimidad del ideario de Howard. Howard
había contado con que lograría atraer la instalación de industrias a
sus ciudades-jardín, cuyos beneficios, mutualizados, ayudarían al
La sociología urbana en el periodo de posguerra 143

proyecto a despegar. Solo consiguió la instalación de una fábrica de


corsés en Letchworth. Finalmente, el modelo de gestión comunitaria
también demostró tener sus debilidades: la supuesta democracia que-
daba supeditada al voto del accionista (tantas acciones tienes, tanto
vale tu voto) y, en ausencia de controles externos, quedó expuesta a
corrupción. En los años sesenta la gestión de ambas ciudades sería
sustituida por un gobierno municipal y absorbida en la estructura
administrativa del Estado.
Si bien Howard no fue tan pionero como se ha dejado entender,
la gran popularidad que alcanzó su obra en su tiempo le ha conferido
una cierta aura de gurú y la imputación de una incuestionable in-
fluencia sobre muchos desarrollos posteriores. Se dice que la política
de creación de ciudades nuevas (las New Towns) emprendida por los
gobiernos laboristas de los cincuenta alrededor de Londres es una
concreción, ajustada al realismo y a las posibilidades de posguerra,
de las teorías de Howard. Sus objetivos, sin duda alguna, coinciden
parcialmente: descongestionar la gran aglomeración londinense, re-
partir de forma más equilibrada a la población por el territorio crean-
do núcleos urbanos independientes de la gran metrópoli, centros de
producción con su propia economía y dotados de todos los servi-
cios. Igualmente la evolución del suburb-dormitorio americano de
los cincuenta hacia la edge city en los setenta y ochenta podría verse,
si se quiere, como un cumplimiento de las predicciones de Howard,
quien, cual Nostradamus del urbanismo, habría conseguido prever
incluso, el nacimiento del shopping mall y de rol central en la arti-
culación de la vida suburbana. El movimiento ecologista también ve
en Howard un pionero de sus ideas: por ejemplo en su idea de una
agricultura menos extensiva y lejana no separada de las actividades
económicas de la ciudad.
En cualquier caso el concepto de ciudad-jardín suburbial con
plano no ortogonal era ya preexistente (en el modelo Le Vésinet o
Bedford Park) y es de suponer que su triunfo en los países anglo-
sajones como Estados Unidos, Canadá, Australia o la propia Gran
Bretaña, con o sin Howard, se habría producido de todos modo. Este
triunfo, sin embargo, no llegaría de la mano de las cooperativas sino
de las banderas del capitalismo de los promotores apoyados por el
Estado. Y sería arrollador: en Gran Bretaña hoy en día, el urbanismo
y la arquitectura de Letchworth y Welwyn pasan, de hecho, desaper-
cibidos en el contexto de un país que adoptó mayoritariamente este
modelo de ciudad.
144 Francisco Javier Ullán de la Rosa

Más directamente parece haber influido Howard en el vecino


país, Francia, a través de Georges Benoît-Lévy, quien, tras su regreso
de una estancia en Inglaterra, publicaría la obra La cité-jardin, en
1904. Prologada por el principal defensor del movimiento coopera-
tivo de ese país, el profesor de economía social en la Universidad de
Burdeos Charles Gide, más tarde miembro del Collège de France, en
ella convergían las ideas cooperativistas, ya presentes en Francia, con
el tema de la vivienda y se recuperaban, a la nueva luz de las ideas del
otro lado de La Mancha, las experiencias de las cités-ouvrières (Penin
1998). Ese mismo año Benoît-Levy fundó, a imitación de Howard,
la Association des cités-jardins, entre cuyos miembros se contaron el
arquitecto Henri Sauvage y el político Jules Siegfried, redactor de la
primera ley de vivienda protegida en Francia.
El cooperativismo, sin embargo, nunca llegó a ser mayoritario
como modelo de promoción y propiedad inmobiliaria en ningún
país. Y mucho menos que en otros, en Gran Bretaña o en Francia. La
expansión de un urbanismo sin plusvalías no debió ser nunca vista
con muy buenos ojos por los poderosos grupos económicos que se
fueron formando conforme la construcción de vivienda se fue reve-
lando uno de los grandes negocios de la economía capitalista. Solo la
conjunción de estos intereses con políticas estatales que los apoyaron
expresamente, concediéndoles las grandes contratas de urbanización
a partir de la posguerra, al tiempo que acallaban la posible fuente
de descontento social ofreciendo a las clases populares alquileres ba-
jos o créditos blandos, puede explicar el relativo escaso impacto del
movimiento cooperativo en el sector inmobiliario comparado con
sus éxitos en otros sectores. La concesión de créditos blandos para la
compra de una vivienda en propiedad individual minó directamente
la lógica económica sobre la que se sustentaba el cooperativismo. El
fomento de la propiedad individual, por otro lado, era un torpedo
dirigido por el sistema a la línea de flotación del inconsciente colec-
tivo: alimentaba la aspiración secular reprimida en cada proletario,
aspiración psicológica universal, de hacer suyo el ethos de la clase
dominante, es decir, de convertirse en propietario único y singular
de un pedazo de tierra (o de aire, en el caso de los bloques en altura).
A la propiedad, por modesta que sea, todo el mundo lo sabe, va aso-
ciado consustancialmente un espíritu conservador: cuando se tiene
una inversión que proteger ya no se puede apostar todo a la ruleta
de la revolución. Convertir a los obreros en propietarios fue la más
sofisticada estrategia de control social efectuada por el sistema, y se
La sociología urbana en el periodo de posguerra 145

desplegó masivamente en Occidente a partir de los años cincuenta.


Esa estrategia, el cooperativismo, era un obstáculo. Había que en-
contrar el mecanismo para que el pueblo comprara su vivienda y al
mismo tiempo el capital obtuviera su plusvalía. De aquella estrategia
nacieron, como veremos, el suburbio norteamericano y los grandes
polígonos de viviendas en Europa.
Aún así, la incidencia del cooperativismo fue muy variable de-
pendiendo de los países: en socialdemocracias como las escandinavas,
el Canadá o la Alemania de Weimar y la Bundesrepublik posnazi el
fenómeno fue relativamente extendido. En países como Francia o el
Reino Unido apenas se desarrolló, siendo los años de posguerra fuer-
temente dominados por una alianza Estado-empresas inmobiliarias.
En Estados Unidos tampoco fue fuerte, pues el suburbio se desarrolló
bajo una alianza semejante, pero tuvo incidencia local significativa en
algunas grandes ciudades, especialmente en la ciudad de Nueva York,
a partir de los años treinta.

4.2.3. El urbanismo planificado y la vivienda como políticas


del Estado de Bienestar: el Despotismo Ilustrado del urbanismo
racionalista
El nacimiento de la zonificación y los planos de ordenación
urbanística

Desde finales del siglo XIX los gobiernos en los países industrializa-
dos irán paulatinamente tomando conciencia de que era necesario
domar a la bestia urbana generada por el capitalismo del laissez-faire.
El simple mercado no había conseguido construir ciudades armó-
nicas y parecía evidente que por sí solo nunca lo haría. El Estado se
plantea entonces intervenir en dos dimensiones de lo urbano: a) la
planificación del crecimiento de la ciudad en sí, regulando el uso de
los terrenos para funciones determinadas y b) la incentivación de vi-
vienda barata con unos estándares de calidad suficientes para las cla-
ses trabajadoras. De la primera necesidad surgirán los instrumentos
de la zonificación y de los planes de urbanismo. De la segunda, los
programas (directos o indirectos) de vivienda protegida. Para poder
intervenir y regular ambas dimensiones los estados irían progresi-
vamente creando un complejo aparato burocrático y una creciente
legión de técnicos especializados en los diferentes aspectos que una
empresa de ingeniería social como aquella implicaba (arquitectos,
146 Francisco Javier Ullán de la Rosa

ingenieros, abogados, economistas, topógrafos, geógrafos). Con ello


alumbraba el nacimiento de una nueva ciencia, el urbanismo, y la
racionalidad moderna finalmente se hacía cargo de las riendas del
espacio, clasificando y uniformando a la gente en el territorio, mode-
lando así las formas físicas de su vida cotidiana, de acuerdo a lógicas e
intereses muchas veces ajenos a los de la población. El espacio fue así
paulatinamente conquistado, estatalizado por el poder, concreción
del mandato moderno de conquista de la naturaleza, con el objetivo
de reingenierizarlo, fuera directamente o delegando dicha competen-
cia a la burotecnocracia privada de los promotores y agentes inmobi-
liarios. Y el poder del Estado y del capital, que no habían dejado de
crecer desde aquel lejano día en que su semilla germinara en el suelo
—fundamentalmente urbano— del feudalismo medieval, llegó por
fin al barrio y a las alcobas de la gente.
La primera intervención masiva en materia de planificación
se había hecho en las colonias, concretamente en las españolas en
América. Las Leyes de Indias de 1568 pueden considerarse como
la primera legislación urbanística de la Edad Moderna. Luego llega-
ron, en las metrópolis, los primeros ensanches. Con ellos, algunos
estados se plantearon ya la necesidad de regular todo el conjunto del
crecimiento urbano con una proyección temporal de medio plazo
que previera los desarrollos futuros, para impedir fenómenos como
el chabolismo de autoconstrucción, la invasión de tierras, o la cons-
trucción puramente especulativa mal integrada en el tejido urbano.
Se trataba, pues, de diseñar la ciudad como se diseña un edificio, de
regular jurídicamente su crecimiento como se regula cualquier otra
actividad. Los instrumentos para ello fueron los reglamentos de zoni-
ficación y los planes de ordenación urbanística (cuya denominación
exacta varía de país a país).
Uno de los primeros países en dotarse de un plan de ordenación
urbanística fue el recién nacido Estado italiano, con su ley del Piano
Regolatore de 1865, que lo establecía solo como reglamento volun-
tario para aquellos municipios que quisieran adoptarlo. Roma, por
ejemplo, no elaboraría un Piano Regolatore hasta 1883 (Del Prete,
2002). En el Reino Unido el instrumento llegaría en 1909, con
carácter de obligatoriedad y con el nombre de Housing and Town
Planning Act, al que le siguieron, a intervalos regulares que ilustran la
necesidad de adecuarse a una realidad urbana en constante cambio,
los Housing and Town Planning Acts de 1919, 1925 y 1932 (Duxbury,
2005). En Francia se llamarían Plans d’aménagement, d’embellissement
La sociología urbana en el periodo de posguerra 147

et d’extension y tienen su fecha de inicio en 1919 (Monnier y Klein,


2002).
Por las mismas décadas se introducen las primeras actuaciones
de zonificación. La zonificación constituye una dimensión concreta
de la planificación urbana y puede ir o no integrada a un plan de
ordenación. La zonificación prevé la división de la ciudad por parte
de las autoridades en zonas funcionalmente diferenciadas: zonas resi-
denciales, zonas industriales, zonas administrativas, zonas recreativas,
grandes ejes de transporte, etc. Se trata, por tanto, de la aplicación
del principio de diferenciación funcional del paradigma moderno a
la ciudad, a partir de un diseño racional y consciente y no del ajuste
espontáneo del sistema. Los ensanches, con su diferenciación entre
grandes avenidas de circulación y calles más estrechas, habían supues-
to un ejercicio parcial de zonificación porque, aunque su intención
era convertir a las nuevas zonas en áreas fundamentalmente residen-
ciales, casi ninguno prohibió expresamente la instalación en ellos de
industrias. No fue hasta principios del siglo XX que el concepto no
se aplicó por primera vez de forma estricta y con rango de ley. Las
primeras zonificaciones regladas se dieron en Alemania en la primera
década del XX y la decana en Estados Unidos es la de Nueva York en
1916 (Basset, 1940; Toll, 1969).
Por razones obvias, sin embargo, el concepto de zonificación
quedó inserto casi desde el principio en los planes de ordenación
urbanística, de miras y alcance más amplio. Pero no fue siempre este
el caso, y es por eso que hemos querido tratarlos de forma separada.
En los Estados Unidos, por ejemplo, la práctica de la zonificación
como forma específica de planificación se extendió con mucha más
rapidez que los planes de ordenación. En 1953, de las 1.347 ciuda-
des norteamericanas de más de 10.000 habitantes, 800 tenían regla-
mentos de zonificación pero solo 434 un plan general de urbanismo
(Toll, 1969). Puede decirse que la prioridad en aquel país, como ya
se ha visto, era establecer una segregación efectiva del territorio, más
que la de un diseño de conjunto del mismo. Algo semejante sucedió
en Quebec, donde la zonificación, introducida en los años treinta,
antecede en tres décadas los planes de ordenación (Giroux, 1979).
En Italia, a la inversa, la zonificación no es introducida por ley hasta
1968, un siglo después de los planes urbanísticos (Del Prete, 2002).
Muy pronto descubrieron los ciudadanos los efectos que aquella
conquista del espacio por parte del Estado tenía sobre las hasta enton-
ces proclamadas sacrosantas libertades individuales. La zonificación y
148 Francisco Javier Ullán de la Rosa

el plan de ordenación urbanística eran, en efecto, un atentado directo


al derecho absoluto a la propiedad. A partir de su implantación los
propietarios dejaron de ser completamente libres para decidir qué
querían hacer con sus terrenos. Construir una vivienda en una zona
designada como industrial se volvió imposible, y viceversa con la ins-
talación de una industria; la cantidad de metros cúbicos de volumen
construido quedaba en muchos casos fijada por ley hasta el punto de
llegar a hacer ilegales las ampliaciones de la propia vivienda, como
el cierre de porches o terrazas. Y, en aras del bien común, terrenos e
inmuebles podían incluso ser expropiados para permitir la construc-
ción de infraestructuras y áreas de servicio común: una carretera, un
hospital, un parque, una escuela. Fue quizá, en la dimensión espacial,
más que en ninguna otra, donde más fuertemente asentó sus reales
la nueva forma de gobierno que iría poco a poco sustituyendo, a
lo largo del siglo XX, al viejo liberalismo decimonónico, una forma
de economía política híbrida, que combinaba el libre mercado con
un fuerte intervencionismo estatal y una economía reglamentada y
redistributiva en todos aquellos sectores que se consideraban estraté-
gicos para la reproducción del sistema. Es el estado socialdemócrata,
llamado como un bombero a apagar los fuegos de la revolución y a
detener la marea bolchevique que amenazaba con extenderse desde
la URSS.
Quizá el impacto psicológico más grande se viviera en los liber-
tarios Estados Unidos, donde la gente estaba tan poco habituada a la
intervención del Estado en sus asuntos cotidianos. Ello explicaría la
resistencia a la implantación de la zonificación y, aún más a la de los
planes urbanísticos, que nunca llegó a completarse (todavía hoy en
día una enorme metrópolis como Houston no posee instrumentos ju-
rídicos generales para regular su urbanismo, solo legislación parcial).
Desde la implantación de los reglamentos de zonificación los ciuda-
danos trataron de defender sus derechos de propiedad en los tribuna-
les. Fue en vano. En la historia del urbanismo de los Estados Unidos,
1926 supuso un antes y un después en la libertad de los promotores
para imponer su propia agenda. Ese año la Corte Suprema respaldó el
reglamento de zonificación elaborado por el Ayuntamiento de Euclid,
Ohio, frente a la promotora Ambler Realty Co. que argumentaba que
la recalificación de sus terrenos para uso residencial le había causado
un perjuicio, pues habría obtenido un mayor beneficio urbanizándo-
los como suelo industrial. La sentencia sentó un precedente y dio el
espaldarazo final al poder público sobre la gestión del territorio (Toll,
La sociología urbana en el periodo de posguerra 149

1969). Lo cual no quiere decir, por supuesto, que los reglamentos


urbanísticos se cumplieran siempre, en todo lugar y en toda su exten-
sión. Nacida la ley, nacería también la trampa. A partir de aquel mo-
mento el conflicto entre los intereses privados de un sector en el que
las perspectivas de beneficio eran ingentes y los reglamentos públicos
dieron nacimiento al fenómeno de la corrupción urbanística: pulpo
de muchos tentáculos y cáncer de tamaño variable dependiendo de
cada país y de sus características políticas, económicas y jurídicas.
Allá donde los instrumentos de regulación urbanística quedaron en
manos de los gobiernos centrales el poder corruptor del capital fue
menor. Allá donde estos instrumentos eran competencia de las auto-
ridades locales se hizo más fácil sortear la ley o incluso adaptarla a los
propios intereses de los promotores. Se produce entonces la infiltra-
ción del poder inmobiliario en la política, siguiendo los mecanismos
que antes habían trazado otros sectores capitalistas para controlar el
timón de los asuntos públicos. El gran salto del capital inmobilia-
rio a la política se produce en las décadas posteriores a la Segunda
Guerra Mundial, cuando se generalizan los planes de urbanismo en
todos los países industrializados, y cuando la coyuntura irrepetible
ofrecida por la conjunción de reconstrucción posbélica, baby boom,
rápida industrialización, migración masiva campo-ciudad, políticas
socialdemócratas de vivienda y triunfo del paradigma racionalista en
arquitectura, convirtieron al negocio inmobiliario en uno de los más
potentes de toda la historia del capitalismo.
La alianza entre política y capitalismo inmobiliario —y con ella
la corrupción urbanística— fue especialmente fuerte en los países
semiperiféricos del sistema, aquellos en los que el escaso desarrollo de
otros sectores industriales más intensivos en capital humano y tecno-
logía, provocó una hipertrofia del sector de la construcción. En países
como España o el sur de Italia la dificultad sistémica para hacerse rico
por otros medios trató de paliarse con la creación de imperios basa-
dos en el ladrillo. En situaciones como aquellas, buena parte de las
intenciones del Estado para regular el espacio en aras del bien común
se quedaron en el tintero de unos planes urbanísticos que no fueron
respetados. El Plan General de Ordenación de Madrid, de 1946, por
ejemplo, preveía una serie de cinturones verdes concéntricos alre-
dedor de la capital y optaba por modelos urbanísticos de baja den-
sidad, con viviendas unifamiliares para los obreros inspiradas en las
cités-ouvrières francesas (Terán, 1970). Unos años después, construc-
tores estrechamente ligados al régimen (excombatientes del bando
150 Francisco Javier Ullán de la Rosa

nacional, miembros del Consejo Nacional del Movimiento, parientes


de influyentes políticos…) decidieron aplicar su propio plan alterna-
tivo. Donde debía haberse creado un cinturón verde ahora circula el
tráfico del primer anillo de autopistas de circunvalación de la ciudad,
la M-30. Las cités-ouvrières unifamiliares se convirtieron en los col-
meneros bloques de viviendas de barrios como La Concepción (cu-
yos minúsculos apartamentos, en lugar de dar al prometido jardín,
contemplan el asfalto de la M-30) o el Barrio del Pilar. Desarrollos
suburbanos para alojar a los obreros que generaron fortunas como la
de José Banús, amigo personal de Franco, quien después reinvertiría
la plusvalía para urbanizar la Costa del Sol. Mientras, en Campania,
Sicilia o Calabria, la mafia se hacía con una buena parte del pastel in-
mobiliario (gracias, también, a su infiltración en la política) plegando
los piani regolatori a su propia conveniencia.

Los inicios de la política estatal de vivienda: el caso pionero


de Francia

Al mismo tiempo que se aprestaban a disciplinar el espacio, los go-


biernos, tripulados por políticos progresivamente más sensibles a los
problemas sociales, decidieron tomar cartas en el asunto de la infra-
vivienda urbana y resolver el problema de una vez por todas. Como
se ha comentado ya en varias ocasiones el problema en las grandes
ciudades era realmente dramático. Terribles condiciones de vida que
las clases dirigentes no solo consideraron necesario remediar por ra-
zones humanitarias sino como estrategia de autoprotección (sanitaria
y política). El caso pionero quizá sea la Cité Napoleon, mandada
construir por Luis Napoleón Bonaparte entre 1849 y 1851 (el perio-
do democrático republicano previo a su 18 Brumario, con un gabine-
te ministerial lleno de socialistas) en el centro de París (58 Rue Ro-
chechouart en el 9e arrondissement). Inspirado en el falansterio de
Fourier pero de dimensiones modestas, y despojado de sus veleidades
colectivistas, se trata probablemente del primer caso de bloques de
vivienda protegida de la historia contemporánea. Un modelo que an-
ticipaba en casi un siglo el urbanismo de buena parte de las ciudades
europeas: cuatro bloques de apartamentos individuales, en un estilo
muy sencillo y de construcción barata en torno a un patio con jardín
y fuente, para cuatrocientas familias (Carbonnier, 2008). Sin embar-
go una vez convertido en emperador, Napoleón preferiría ceder los
beneficios del pastel inmobiliario al capital privado (en los ensanches de
La sociología urbana en el periodo de posguerra 151

Haussman, que, si bien pensados fundamentalmente para las clases


medias, también incluían numerosos immeubles de rapport más senci-
llos y funcionales para clases menos pudientes). En la Cité Napoleon
puede observarse la doble estrategia del Estado, tantas veces ya comen-
tada, con respecto a la vivienda social: reformismo humanitario por un
lado, disciplina del proletariado por otro. Esta intención queda perfec-
tamente explicitada en las palabras de Villermé, el arquitecto que dise-
ñó el complejo de viviendas. Como él mismo dijo, el diseño trataba de
limitar la sociabilidad de los individuos para impedir que «los malos
ejerzan constantemente una influencia perniciosa sobre los buenos»
(Villermé en Carbonier, 2008: 33). Otros contemporáneos de la obra,
al tiempo que alababan la funcionalidad y confort de su construcción
criticaron su aspecto cuartelero (Carbonier, 2008). Estas críticas serán,
desde entonces, una constante en todas las intervenciones urbanísticas
realizadas con parámetros racionalistas.
Sería de nuevo en Francia, con los gobiernos republicanos de
corte paulatinamente más progresista que se van sucediendo desde
finales del XIX cuando el Estado empezó a involucrarse por pri-
mera vez en fórmulas masivas y directas de alojamiento popular.
Probablemente este tipo de política no podría haber nacido en nin-
gún otro país. Tenía que ser en Francia, el país que había ido forjan-
do históricamente el aparato burocrático estatal más centralizado de
todo Occidente y donde el intervencionismo económico, desde los
tiempos del colbertismo borbónico, formaba parte del ADN político
del Estado. Y confiaron esta tarea a una tecnocracia especializada de
administradores y urbanistas. Con ello, como con la planificación,
el Estado entraba a dar forma, unilateralmente, a los estilos de vida
de las clases populares. Estas nunca fueron consultadas a propósi-
to de aquellos programas destinados a «mejorar su vida». No hubo
participación ciudadana en la construcción de su propio espacio de
vida. Los urbanistas decidieron por ellos desde sus altos despachos.
Fue una nueva forma de Despotismo Ilustrado, esta vez puesto en
práctica por las políticas socialdemócratas del Estado de Bienestar
republicano.
El punto de partida es la aún tímida y moderada Ley Siegfried de
1894, impulsada por el político del mismo nombre, quien más tar-
de militaría en la Association des cités-jardin de Benoît-Levy. Esta ley
trataba de fomentar la creación de sociedades privadas que se dedi-
caran a la construcción de viviendas baratas (las Societés Anonymes
d’Habitations à Bon Marché, conocidas desde entonces por las siglas
152 Francisco Javier Ullán de la Rosa

HBM) por medio de medidas de exención fiscal y acceso al crédito.


La idea, vanguardista en su tiempo, era convertir a los obreros en pro-
pietarios. El modelo residencial propuesto era mixto: viviendas unifa-
miliares en lotes de terreno individuales y apartamentos en bloques de
viviendas en altura. Las intenciones estaban, como el propio Siegfried
declara, inspiradas por la misma ideología paternalista y conservadora
que había animado a los empresarios a construir cités-ouvrieres:
¿Queremos hacer feliz a la gente y convertirlos en profesos conser-
vadores? ¿Queremos aumentar las garantías de orden, de moralidad,
de moderación política y social? Creemos ciudades obreras (Sieg-
fried en Driand, 2009: 38).

Los resultados de la Ley Siegfried fueron poco espectaculares. La


ley no comportaba ninguna obligación de crear sociedades HBM y las
medidas para estimular el crédito fueron muy insuficientes. En esas
condiciones, el alcance de las medidas se limitó apenas a la creación
de un paraguas legal y la facilitación de las actividades de los empre-
sarios filántropos de las cités-ouvrières previas. Entre 1898 y 1906 solo
se constituyeron 18 sociedades HBM, casi todas ellas por industriales
que construían para vender a sus obreros. Por otro lado, la ley puso
en marcha un proceso de parcelización unifamiliar a las afueras de las
grandes ciudades, especialmente París, que fomentó la aparición de la
autoconstrucción por parte de poblaciones obreras emigradas a la ciu-
dad. Era evidente que si el Estado quería intervenir eran necesarias me-
didas más decididas. Estas irían llegando escalonadamente. En 1905 la
Caisse des Dépôts, una institución financiera pública cuya creación se
remonta a 1816, concede por primera vez créditos inmobiliarios para
las HBM. En 1908 la Ley Ribot crea y regula las Sociedades de Crédito
Inmobiliario privadas para favorecer el acceso a la «pequeña propie-
dad». En 1912 la Ley Bonnevais funda finalmente un ente estatal para
dirigir directamente la política de vivienda, los Offices publics d’HBM
que dependerán de los gobiernos municipales, pero sus acciones no se
concretarán hasta pasado el lustro bélico.

El triunfo de la arquitectura racionalista: la ciudad como


‘máquina para habitar’

Entre las empresas que surgen en aquellos años como consecuencia


de esta legislación cabe destacar, por ser una excepción, la Société des
La sociología urbana en el periodo de posguerra 153

Logements Hygiéniques à Bon Marché, fundada por el arquitecto


Henri Sauvage. Miembro de la Association des Cités-Jardin, Sauvage
no va a pasar, sin embargo, a la historia por la construcción de ese tipo
de urbanizaciones sino por ser un pionero de los edificios de pisos de
bajo costo en París y, estrechamente relacionada con esta cuestión, de
la arquitectura racionalista moderna. El estilo racionalista moderno,
nace, en efecto en este principio del siglo XX de la mano de arquitec-
tos como Sauvage, Toni Garnier o Auguste Perret (Minnaert, 2011)
y como consecuencia de adecuar diseño y técnicas constructivas a
la realización de vivienda popular. Personajes que comparten ideas
muy semejantes a la filosofía del Neues Bauen (Nueva Construcción)
que a partir de 1907 empezaría a difundir la Deutscher Werkbund
en Alemania, una asociación de arquitectos, diseñadores y empresa-
rios cuyo lema era elevar los estándares del hábitat humano al menor
costo posible: Vom Sofakissen zum Städtebau («De los cojines del sofá
a la construcción de ciudades») (Schwartz, 1996). Era la conversión
de la arquitectura y del interiorismo en una industria y la aplicación
del taylorismo y el fordismo a la construcción del espacio habitado,
en paralelo con lo que estaba sucediendo en el resto de los sectores
de la industria.
Después de la Primera Guerra Mundial todas aquellas primeras
experiencias serían reelaboradas por una nueva generación de arqui-
tectos, diseñadores y urbanistas (y también algunos más viejos, como
el norteamericano Frank Lloyd Wright) hasta convertir el racionalis-
mo arquitectónico en una auténtica filosofía estética autojustificati-
va que lo transmutaba en arte en sí mismo, movido por su propios
cánones de belleza. Pero, si lo retrotraemos a sus orígenes, el racio-
nalismo arquitectónico moderno nace simplemente de la necesidad
de ajustar presupuestos en aquel marco de un ideario vagamente so-
cialdemócrata empeñado en mejorar las condiciones de vida obre-
ras. Son arquitectos como los mencionados los que introducen el
hormigón, el acero o el ladrillo, como materiales prefabricados que
permiten rebajar costos y tiempo de construcción (y por lo tanto,
de nuevo, costos). Son ellos los que introducen el concepto de un
edificio que es solo estructura, sin muros de carga, lo que permite
utilizar y distribuir el espacio interior de forma mucho más racional,
para aumentar la superficie habitable, y abrir vanos más grandes que
dejen pasar la luz y el aire, como requerían los principios higienistas
(de los que también se reclamará heredero el racionalismo posterior),
aunque las construcciones de la sociedad HBM de Sauvage tendrán
154 Francisco Javier Ullán de la Rosa

por el momento la limitación de construir en solares con muros me-


dianeros al interior del ensanche haussmaniano de Paris. Son ellos
los primeros que renuncian a la decoración superflua del edificio,
por costosa, reduciéndolo, en aras de una eficiencia funcionalista, a
las líneas geométricas puras de su estructura, todo ello en un periodo
dominado por el estilo barroquizante del Art Nouveau. Y todo ello
bajo el modelo de construcción en vertical (abaratado por las nuevas
técnicas) el que mejor permitía amortizar el costo de la compra del
terreno (usar el aire, que es gratis, para alojar a más gente en la misma
parcela). Son ellos los que anteponen la función a la emoción, los que
empiezan a aplicar la estética del ingeniero, que acabaría desembo-
cando en la concepción mecanicista del urbanismo y de la vivienda,
la casa como machine à habiter, en el aforismo que luego populari-
zaría Le Corbusier.
Con la guerra la construcción quedó paralizada. Lo cual no hizo
sino incrementar el problema de la vivienda una vez finalizada esta,
con el telón de fondo de unas economías afectadas profundamente
por el conflicto. Es entonces cuando los estados europeos emprenden
finalmente la primera construcción masiva de vivienda social en el
marco de un nuevo modelo de política económica que deja atrás
definitivamente el viejo modelo del laissez-faire. Había, además, una
urgencia imperiosa que atender: la rabia popular debía ser apacigua-
da para impedir la revolución comunista. La recién creada Unión
Soviética funcionaría a partir de entonces como un perfecto instru-
mento contrapedagógico para las democracias parlamentarias occi-
dentales. Y en su afán por no acabar sus días en una revolución como
la rusa, los estados emprendieron políticas de vivienda semejantes a
las que a partir de los veinte también se pusieron en práctica en el
país de los sóviets.
Los planes arquitectónicos y urbanísticos se pusieron en manos
de una nueva generación de arquitectos e ingenieros que, cabalgan-
do a lomos de la modernidad y de la vorágine de transformaciones
culturales que esta había desencadenado, rompieron violentamen-
te los cánones estéticos aún impregnados de romanticismo y gusto
aristocrático de sus padres, los constructores de las ciudades-jardín
estilo Queen Anne y los ensanches historicistas y Art Nouveau, lle-
nos de frontones griegos, torretas medievales, mosaicos dorados y
sinuosas decoraciones orgánicas. Las señales del advenimiento de
aquella época habían ido apareciendo desde hacía décadas: el Crystal
Palace de Londres (1851), los immuebles de rapport haussmanianos,
La sociología urbana en el periodo de posguerra 155

los rascacielos de Chicago, eran aún fenómenos minoritarios en un


mundo dominado por la arquitectura historicista (pensemos, por
ejemplo en las espiras neogóticas del skyline del Bajo Manhattan y el
nombre de su alterego en el cómic, Gotham City). El racionalismo
aún tardaría unas décadas en imponerse, pero a partir de la primera
posguerra, de la mano de la necesidad y de la política, su ascenso sería
imparable.
La mayoría de los arquitectos que teorizaron y llevaron a la prác-
tica los nuevos conceptos estaban inicialmente vinculados, de forma
más o menos estrecha, con las ideologías socialistas. Pero no todos:
una de las ramas teóricas de este movimiento, el del futurismo ita-
liano, llevaba en su germen, ya desde su inauguración en 1909, las
semillas del fascismo. Y en efecto, fascista sería después su funda-
dor, Filippo Tommasso Marinetti, y fascistas muchos de sus com-
ponentes5. Y es que el racionalismo arquitectónico es un fenómeno
de naturaleza bifronte, en el que se conjugan, de forma dialéctica y
difícil reconciliación, un humanismo liberador y un antihumanismo
de veleidades totalitarias que puede adecuarse tanto a modalidades de
izquierdas como de derechas. O al fundamentalismo de la ideología
de mercado.
Saludado por sus defensores como un instrumento del progreso
técnico que había de catapultar a la humanidad hacia una nueva y
más elevada fase de su evolución, el triunfo del urbanismo racionalis-
ta sin bridas implicaba, por otro lado, una violencia sobre el espacio
y sobre los valores y sentimientos investidos en este por individuos y
colectivos, hasta entonces desconocida. Alabado como el triunfo de
la luz de la razón, eso que nos hace humanos, sobre las tinieblas (luz
simbólicamente representada por los grandes ventanales de las nuevas
viviendas), la sociedad asistiría en las siguientes décadas al avance
—literal— de una apisonadora guiada por unos pocos «iluminados»
que se imponía, con la bendición del Estado (en algunos lugares
teóricamente democrático) sobre una mayoría que asistía inerme a la
transformación radical de sus paisajes biográficos, en medio de en-
cendidas proclamas sobre el progreso y de discursos paternalistas que

5
A principios de 1918 Marinetti fundó el Partito Futurista que un año después
se integraría en los Fasci di Combattimento, el partido fascista de Mussolini, aunque
preservando su identidad propia. En 1919 redactó, junto a Alceste de Ambris, el Ma-
nifiesto Fascista, que recogía la ideología y programa de la nueva formación política
(Bruno Guerri, 2010).
156 Francisco Javier Ullán de la Rosa

aseguraban que todo aquello se hacía por el bien del pueblo: en aras
de un loable programa para redimir a la sociedad del horror del slum
y de las taras de una ciudad disfuncional; para alumbrar una nueva
forma de hábitat que permitiría un desarrollo ulterior del espíritu,
entonces mermado y embrutecido por plagas como la tuberculosis,
el cólera, la promiscuidad, la congestión del tráfico o la desconexión
con el verde de la naturaleza. A un lado o a otro del telón tendido
por la revolución soviética valores como la historia o la creatividad
estética individual fueron sacrificados en el altar de la eficiencia y la
funcionalidad del maquinismo. Cuando no el propio verde prome-
tido, que caería (ya sabemos dónde más y dónde menos) bajo los
bulldozers y las coimas de la corrupción.
Todo ello, en teoría, Ad Maiorem Hominis Gloriam, como un
trágala inmobiliario arropado en los lienzos filosóficos de un nuevo
humanismo abstracto y cartesiano, que no era otra cosa que el tan
demorado y por fin triunfante Destino Manifiesto de la modernidad.
Este humanismo queda perfectamente explicitado en la adopción
metafórica, por parte del movimiento, del llamado número áureo,
cociente aritmético que había sido ya empleado ampliamente por los
dos eslabones previos de una cadena histórica de humanismos, el de
la Grecia Clásica y el del Renacimiento, los pilares fundacionales de
la modernidad, y al que se considera, por su relativamente reitera-
da presencia en las relaciones proporcionales de muchas estructuras
naturales (empezando por el cuerpo humano), símbolo del ordena-
miento racional del mundo, de ese mundo que puede ser reducido a
constantes matemáticas y, por consiguiente, conocido y controlado
completamente en beneficio del hombre. En su primera gran urba-
nización de apartamentos colectivos, la Ville Radieuse de Marseille,
en 1946, Le Corbusier haría un pequeña concesión a la decoración y
solo una: un monumento antropomórfico en honor de la proporción
áurea, el Modul’or.
Una vez convertido en ideología, más allá de su naturaleza como
instrumento de aplicación pragmática, el nuevo urbanismo raciona-
lista actuaría en la escena de la historia con la fuerza de una vanguar-
dia contracultural más, violentamente hostil a la tradición previa y
dispuesta a aniquilarla. Pero a diferencia de otras ideologías estéticas,
que se contentaban básicamente con cambiar el paisaje de las galerías
de arte, esta tenía pretensiones de totalidad, quería transformar radi-
calmente toda la realidad. Y, como todo totalitarismo, la transforma-
ción que buscaba no era solo total sino uniformizadora. El proyecto
La sociología urbana en el periodo de posguerra 157

final del universalismo moderno, que se deriva del propio mandato


de la razón. Si la naturaleza está sometida a leyes universales y el
pensamiento racional a una lógica que es unívoca, unívoca ha de ser
también la solución racional al problema de las ciudades. Solo puede
haber un modelo, y uno solo, de urbanismo racional. La ciudad del
futuro, más humana por más racional, había de ser, pues, idéntica en
todo el planeta. En ese proyecto no cabían las particularidades loca-
les, ni la historia. El desprecio por la ciudad histórica y el proyecto de
una ciudad estandarizada, de una ciudad-máquina, pueden rastrearse
tanto en los teóricos de derechas como en los de izquierdas, unidos
por un mismo sueño totalitario.
De derechas son sin duda, claramente protofascistas, las tesis ar-
quitectónicas y urbanísticas del futurismo italiano. La suya es una
exaltación, en todas las dimensiones de la vida, de la voluntad de
poder nietzscheana; su discurso, el del proyecto moderno de depre-
dación de una naturaleza entendida como ente inerte y pasivo. Su
ética y su estética, las de la máquina, como extensión de un hombre
devenido superhombre por obra y gracia de la ingeniería. A través de
la máquina el hombre actual trascenderá sus limitaciones y entrará
en una nueva fase evolutiva, conquistando el tiempo y el espacio.
«El Tiempo y el Espacio murieron ayer. Nosotros vivimos ya en el
absoluto, porque hemos creado ya la eterna velocidad omnipresente»
(Manifiesto Futurista, punto 8 [Marinetti, 1909]). Esa conquista que
emprenderá el hombre moderno que ha sabido crear máquinas se ha
de hacer por la violencia, contra todo lo que se interponga en el cami-
no del progreso así concebido. «Queremos glorificar la guerra —úni-
ca higiene del mundo— el militarismo…» (Manifiesto Futurista,
punto 9 [Marinetti, 1909]). El suyo no es un humanismo universal
sino el del spencerismo social más descarnado, ese que ni siquiera
Spencer se había atrevido a defender6, que ve en la modernidad ma-
quinista la forma suprema de la evolución, la especie más adaptada.
Y si la nueva forma de humanidad destinada por la lógica de la evo-
lución a convertirse en especie dominante es la del hombre-máquina
la conclusión que de ello se obtiene es evidente: relegar la geografía
y la materia creadas por la máquina a la oscuridad del desván de
Dorian Grey, avergonzarse de ellas, tacharlas de monstruosidades o

6
Spencer se posicionaría, por ejemplo, en contra del imperialismo, criticando la
guerra anglo-bóer (Francis, 2007), mientras Marinetti escribía su segundo manifiesto
en 1911 para alabar la conquista italiana de Libia (Bruno Guerri, 2010).
158 Francisco Javier Ullán de la Rosa

aberraciones, como habían hecho durante todo el siglo XIX la ética y


la estética burguesas, es un inaceptable ejercicio de alienación moral
y cultural. El hombre-máquina moderno debe aceptarse tal como es
y encontrar orgullo en ello (Banham, 1960).
Nosotros afirmamos que la magnificencia del mundo se ha enrique-
cido con una nueva belleza, la belleza de la velocidad. Un coche de
carreras con su capó adornado con gruesos tubos parecidos a ser-
pientes de aliento explosivo... un automóvil rugiente, que parece
correr sobre la ráfaga, es más bello que la Victoria de Samotracia.
Manifiesto Futurista, punto 4 (Marinetti, 1909).
[…]Cantaremos al vibrante fervor nocturno de las minas y de las
canteras, incendiados por violentas lunas eléctricas; a las estaciones
ávidas, devoradoras de serpientes que humean; a las fábricas suspen-
didas de las nubes por los retorcidos hilos de sus humos; a los puen-
tes semejantes a gimnastas gigantes que husmean el horizonte; y a
las locomotoras de pecho amplio, que patalean sobre los rieles,
como enormes caballos de acero embridados con tubos, y al vuelo
resbaloso de los aeroplanos, cuya hélice flamea al viento como una
bandera y parece aplaudir sobre una masa entusiasta. Manifiesto
Futurista, punto 11 (Marinetti, 1909).

Y es a partir de ahí, de la exaltación de la nueva naturaleza ma-


quinista del hombre como fase superior de la evolución y de la trans-
formación permanente del tiempo y el espacio que la acción huma-
na provoca (Banham, 1960), que los futuristas lanzan su proyecto
para la ciudad, un proyecto visionario y totalitario que plantea la
destrucción de la ciudad histórica, caduca, arcaica, fósil, y su sustitu-
ción por una ciudad-máquina que exalte la velocidad y el poder del
nuevo hombre. En ella no hay concesiones para la historia, para el
sentimentalismo: el orden nuevo, la ciudad nueva, se ha de construir
destruyendo completamente la vieja.
La ciudad que se propone no solo debe abandonar la vieja ar-
quitectura historicista y decorativa, sustituyéndola por otra de natu-
raleza abstracta, inspirada en la máquina, sino que debe destruir la
precedente. La ciudad, finalmente funcionando con la lógica de la
modernidad, esa que «disuelve todo lo sólido en el aire», debe ser una
ciudad en eterna potencia, en constante transformación, una ciudad
autofagocitante, que se devore a sí misma periódicamente. Nada debe
ser conservado. Los edificios, como todo lo demás, deben de ser tran-
sitorios, puesto que la ciencia y la técnica están en progreso constante
La sociología urbana en el periodo de posguerra 159

y lo que parece el culmen de la modernidad hoy, se revelará obsole-


to mañana. ¿La identidad? ¿La memoria histórica? Solo sentimen-
talismos, rémoras irracionales que impiden la realización plena del
hombre moderno. «Yo combato y desprecio: El embalsamamiento, la
reconstrucción, la reproducción de los monumentos y los palacios an-
tiguos», escribía Sant’Elía en su Manifiesto de Arquitectura Futurista,
en 1914. Su inspiración empírica puede que haya sido la ciudad de
Chicago, refundada como un ave fénix tras el incendio de 1871 en
la nueva arquitectura del hormigón y el acero. La urbe americana
seguramente se aparecía, a los ojos de aquellos italianos obligados por
la historia a vivir entre ruinas del pasado, como la premonición ya
encarnada de la ciudad del futuro que deseaban también para la más
vetusta Europa. Su modelo arquitectónico es el rascacielos raciona-
lista que empezaba a construirse en la metrópolis de Illinois. Pero no
—como luego argumentarán otros— porque en él se aproveche más
el espacio, sino porque es la manifestación natural de la conquista
(no solo de la tierra sino del cielo) y de la concreción de aquella nueva
humanidad superior que, en la cabeza de un grupo virulentamente
anticlerical, misógino y machista7, se quiere prometeica y masculina.
El hombre tomando posesión de la tierra y del cielo como el nuevo
dios del futuro, creado a sí mismo, ya liberado de las cadenas de la
vieja religión, su ciudad como un aglomerado de falos desmesurados
rasgando las nubes con voluntad de fecundar incluso el más allá (¿qué
es el fascismo, en el fondo, sino una ideología de la testosterona?).
Los futuristas nunca llegaron a construir esa ciudad. Irónicamente,
uno de sus mayores obstáculos fue el propio fascismo. La idea de
destruir todos los vestigios del pasado chocaba frontalmente con un
régimen y una ideología que hacían del hipernacionalismo una de
sus principales banderas. Y todo el mundo sabe que el nacionalismo
es, por definición, antiuniversalista porque necesita exaltar lo suyo
frente a lo de los demás, reforzar o crear diferencias. Con ese objetivo,
todos los nacionalismos han recurrido siempre a buscar referentes
identitarios en la historia. La arquitectura es uno de los más fuertes,
porque conforma el paisaje que la gente ve y vive cada día. En ese
sentido el fascismo italiano, como más tarde el nazismo o el franquis-
mo y salazarismo ibéricos, cultivaron una posición de equilibrio entre
el fomento de la arquitectura racionalista, signo de los tiempos y

7
«Queremos glorificar —había dicho Marinetti en su punto número 9— el
desprecio hacia la mujer.»
160 Francisco Javier Ullán de la Rosa

propaganda de potencia moderna, y un neohistoricismo, representa-


do en el país transalpino por la corriente del Novecento, que también
era necesario para apuntalar su discurso. Lo cual llevó a Marinetti a
enfrentarse varias veces con el Duce (Bruno Guerri, 2010).
Los futuristas nunca llegaron a construir su ciudad pero cuando
se observan aquellos sueños plasmados en el amarillo de sus bocetos
no se puede evitar una gran sensación de familiaridad. Más allá de
ciertos detalles secundarios, como las enormes escaleras mecánicas
trepando por la fachada de los edificios, lo que observamos es el dibu-
jo al carboncillo del downtown norteamericano cosido en sus bordes
por autopistas. O sudamericano. Decididamente asiático. Incluidas
las inverosímiles pasarelas que unen unos edificios con otros (recor-
demos las Torres Petronas en Kuala Lumpur). Ciudades que se con-
struyeron, como auténticos monumentos a la máquina, en solo unas
décadas, destruyendo completamente la ciudad original. Y que, una
vez perdida su memoria y lanzadas hacia el futuro perpetuo, se deja-
ron después arrastrar hacia el círculo vicioso de la autofagocitación,
como habían previsto y deseado los futuristas, derribando los prime-
ros rascacielos para construir otros más altos y así, quien sabe, hasta
la eternidad.
En la corriente de izquierdas, aunque de manera diferente,
también afloraba la vena totalitaria. Se trataba aquí de servirse de la
ciudad-máquina para alcanzar el ideal de la sociedad igualitaria, sin
clases. Pero no solo sin clases, sino sometida a un molde cultural es-
tandarizado y único. A través de la uniformización de la arquitectura
en un modelo abstracto y funcional en el que la individualidad y la
creatividad quedaran supeditadas a la satisfacción de las necesidades
materiales básicas para todos. La terrible situación de los obreros no
podía permitirse ningún capricho estético. Tampoco debía permitirse
ese capricho a los burgueses. Había que poner a la ciudad el cuello
Mao y uniformarla con el mono obrero de trabajo. Funcional, resis-
tente, barato. En todo caso, la necesidad estética natural del ser hu-
mano había de ser «reeducada» en el mismo sentido que proponían
los futuristas: aprendiendo a ver como algo bello la geometría de las
formas constructivas puras. Aplicar decoración a un producto diseña-
do es a la vez antieconómico y criminal, porque, en última instancia,
implica la explotación del artesano, había dicho Adolph Loos en su
Ornamentación y delito (1908) (Banham, 1960). Una posición aún
más claramente explicitada en el Manifiesto de Theo van Doesburg
Hacia una arquitectura plástica:
La sociología urbana en el periodo de posguerra 161

La impersonalidad de la máquina conduce a la igualdad, que en el arte


nos lleva a lo universal y a lo abstracto. El resultado será la aparición de
un estilo colectivo universalmente válido y comprensible basado en las
formas abstractas de la máquina (Theo van Doesburg, 1924).

Como una verdadera ideología religiosa, el racionalismo buscó


desde el principio imponerse como discurso dominante en la socie-
dad. Y en muy poco tiempo encontró sus definitivos mesías: Frank
Lloyd Wright en los Estados Unidos de América (mezclando el pu-
ritanismo racionalista occidental con otro de inspiración oriental,
zen y confuciana), Le Corbusier en Francia, Theo Van Doesburg en
Holanda, Walter Gropius, Hannes Meyes y Mies Van der Rohe en
Alemania (directores consecutivos de la escuela de arquitectura y dise-
ño de la Bauhaus y continuadores del proyecto de la Werkbund) y los
constructivistas rusos como Moisei Ginzburg en la Unión Soviética.
La mayoría de ellos eran filosocialistas o decididamente prosoviéticos
(los arquitectos alemanes habían sido miembros del sóviet de las artes
durante los turbulentos meses de la revolución espartaquista) pero
la sombra de la hybris futurista se proyecta con fuerza, consciente o
inconscientemente, sobre muchos de ellos: sus desmesurados tonos
utópicos (Fishman, 1982), su desprecio por el pasado… Al menos
en un caso, el de Le Corbusier, esa sombra se alarga también a sus
filiaciones políticas: el recuerdo que predomina de él es el del arqui-
tecto del Estado de Bienestar de los Treinta Gloriosos en Francia, o el
del constructor de capitales por encargo de líderes socialdemócratas
tercermundistas (la Chandigarh del Indian National Congress); los
breviarios de arquitectura pasan, en cambio, más de puntillas por
sus coqueteos con el sindicalismo de extrema derecha en los años
treinta y su nombramiento como urbanista del régimen de Vichy,
entre 1940 y 1942 para quien llegó a planificar la reestructuración
de Argel y otras ciudades (que nunca llegaron a realizarse) (Fishman,
1982; Frampton, 2001).
Sus críticos han observado en Le Corbusier tendencias megaló-
manas y totalitarias (Evenson, 1969; Dalrymple, 2009) e incluso han
considerado su enorme influencia sobre el urbanismo posterior como
«siniestra» (Dalrymple, 2009). Un recorrido en detalle por las prime-
ras décadas de su carrera nos permitirá, sin duda, entender en qué se
basan para realizar afirmaciones de este tipo. Entre 1922 y 1927 Le
Corbusier diseñó y construyó varias viviendas unifamiliares de lujo
en estilo racionalista en las afueras de París. Una muestra de cómo el
162 Francisco Javier Ullán de la Rosa

gusto de la burguesía, antes historicista, había empezado a cambiar


gracias a la fractura cultural y generacional provocada por la Gran
Guerra. Había sed de renovación, de cortar amarras con ese pasa-
do de negros recuerdos. En Estados Unidos, esos signos de cambio
generacional se habían producido incluso antes: ya a principios del
siglo Frank Lloyd Wright estaba construyendo mansiones de lujo en
su famoso Prairie Style, con ladrillo visto al exterior y de líneas mini-
malistas y espartanas (Fishman, 1982). Pero lo interesante es que ya
por entonces, Le Corbusier plantea, de momento solo sobre el papel,
la vivienda colectiva y el tipo de nuevo urbanismo por el que pasará
a la historia. Para Jencks (2000) su proyecto recoge la virulencia y la
arrogancia del futurismo. En 1922 presentó su plan para una Ville
Contemporaine: en el centro, en un enorme hub intermodal de trans-
portes (estaciones de autobuses y ferrocarril, nudos de autopistas, el
automóvil había de ser el rey de la ciudad) y un grupo de rascacielos
cruciformes de sesenta plantas, en acero y cristal, con aeropuertos
en la azotea. Separados, eso sí, por espacios verdes. Más allá, los blo-
ques de edificios en altura, más bajos, para alojar a los habitantes.
Su voluntad de planificación le lleva, como a Howard unas décadas
antes, a establecer el contingente demográfico para su ciudad. Pero
estamos lejos de la utopía descentralizadora del inglés: aquí impera
el poder de los números. La ciudad ha de tener tres millones de ha-
bitantes. Las masas, sin duda, eran una expresión de poder. Un año
después, 1923, se publica su manifiesto Vers une architecture del que
se deben destacar dos de sus más conocidas máximas: Une maison
est une machine-à-habiter («una casa es una máquina para habitar»,
expresión que condensa la supeditación de la estética a la función) y
Architecture ou Revolution (Le Corbusier trata de sensibilizar a los di-
rigentes de que la modernización de la ciudad es necesaria para evitar
el estallido social). No solo la casa había de ser concebida como una
máquina: también la calle. Le Corbusier fue un gran detractor del
concepto tradicional de calle (la calle, ese chemin des ânes —camino
de asnos—), debía morir y ser sustituida por una radical zonificación
que separara nítidamente entre las zonas peatonales en torno a las re-
sidencias, con función socializadora, y los ejes de circulación (la calle
como «máquina de circular») solo aptos para los coches (todo ello, en
nombre del fomento de una cultura más doméstica y familiar).
En 1925 llegaría su Plan Voisin, patrocinado por la marca de
automóviles homónima (también buscaría el patrocinio de Citröen
y Peugeot pero no lo encontraría), cuyo concepto era semejante al
La sociología urbana en el periodo de posguerra 163

del 1922, y en el que proponía la total demolición de París al norte


del Sena para sustituirlo por sus bloques de viviendas. Unos años
más tarde (1933) propondría hacer tabula rasa del centro histórico
de Estocolmo, en el proyecto presentado para un concurso de remo-
delación de la ciudad. En su urbanismo medieval solo veía «un ter-
rorífico caos y una triste monotonía» (Dalrymple, 2009). Finalmente
llegaría su La Ville Radieuse (1935), obra en la que concebía una
ciudad en forma de cuerpo humano, básicamente lineal, construida a
los lados del eje axial de la columna vertebral, y en la que, por efecto
de su acercamiento al sindicalismo filofascista de Hubert Lagardelle
(Dalrymple, 2009), que no a la socialdemocracia, sustituía su previo
diseño de una ciudad segregada en clases sociales por una ciudad en
la que clases medias y obreras se mezclaban en los bloques de aparta-
mentos. Exactamente el proyecto que llevaría a la práctica después de
la guerra (Fishman, 1982; Frampton, 2001).
Era una nueva religión que, habiendo tomado conciencia del
enorme poder que tenía el espacio sobre la sociedad, llamaba a una
transformación radical del mundo a través del urbanismo. Un con-
cepto que los constructivistas rusos sintetizaron en la expresión «con-
densador social», acuñada por Moisei Ginzburg en 1928: la arquitec-
tura, afirmaba, tiene el poder de «condensar» las relaciones sociales
y, por tanto, de influir sobre ellas. Su objetivo, en línea con los del
gobierno para el que trabajaba, era diseñar los espacios públicos y
privados para eliminar las distinciones y jerarquías sociales (Kopp,
1970). En Estados Unidos, como ya se ha visto, el objetivo sería justo
el opuesto.
Como cualquier ideología, la nueva religión racionalista ne-
cesitaba instituciones que la consolidaran e indoctrinaran a quie-
nes habían de ser los sacerdotes y ejecutores de la nueva fe arqui-
tectónica: los arquitectos mismos. Uno de los mecanismos a través
de los cuales se expandió el movimiento fueron las escuelas de ar-
quitectura y diseño (puesto que el afán totalizador, como ya había
apuntado la Werkbund, llamaba a transformar el espacio por den-
tro y por fuera, mejorando la vida de los hombres también gracias
a la estandarización del mobiliario —IKEA es la heredera contem-
poránea de aquella idea—). Dos escuelas destacaron como fuen-
tes de irradiación: la Bauhaus en Alemania (fundada en 1919) y la
Vkhutemas en Moscú (1920). Ambas eran de naturaleza pública, lo
cual dice mucho del apoyo que empezaban a mostrar los estados ha-
cia las nuevas ideas (Friedewald, 2009). Otro mecanismo fueron los
164 Francisco Javier Ullán de la Rosa

llamados CIAM (Congrès Internationaux d‘Architecture Moderne),


cuyo principal organizador y alma mater fue el mismo Le Corbusier
(Frampton, 2001), auténticos concilios de la nueva filosofía que se
reunieron intermitentemente desde 1928 hasta 1959. El CIAM se
dotó desde el principio de un organismo ejecutivo permanente, el
CIRPAC (Comité International pour la Résolution des Problèmes de
l’Architecture Contemporaine) que funcionó por unas décadas como
una auténtica Internacional del Racionalismo Urbanístico trabajan-
do para su implantación definitiva como ortodoxia universal. En los
trabajos de los CIAM la arquitectura acabó de fundirse para siempre
con el urbanismo y con la ciencia social. El CIAM clave es el de
1933: tenía que celebrarse en Moscú pero las autoridades soviéticas
no concedieron visados a los congresistas. Con la llegada de Stalin al
poder el grupo liderado por Ginzburg había caído en desgracia, por
sus críticas a la deshumanización del régimen y porque este había
iniciado a mutar hacia una nueva forma de imperialismo (de base
étnica rusa) e, igual que sucedería con los nacionalismos fascistas,
había vuelto su mirada hacia un neohistoricismo que se ajustaba más
a las necesidades simbólicas de aquel golpe de timón. El Congreso se
realizaría, en cambio, a bordo del buque Patrás II, rumbo a Atenas.
El título y tema del mismo era «La ciudad funcional». Casi diez años
después Le Corbusier publicaría las conclusiones de aquellos traba-
jos en forma programática bajo el título La Carta de Atenas (1942).
Ignorada durante el parón del conflicto bélico, la Carta se convertiría
en la auténtica biblia del urbanismo de posguerra, especialmente en
Europa. En ella se consagraba el modelo de edificación abierta en
bloques en altura, los conceptos de zonificación y de planificación
y la convergencia entre ciencia social y urbanismo, con el reconoci-
miento de que los planes generales debían de elaborarse a partir de
estudios geográficos, demográficos, económicos y sociales previos.
Muy significativamente se excluían de estos estudios los aspectos cul-
turales y psicológicos, es decir, los valores, sentidos y sentimientos
conferidos por la gente a los lugares y a las viviendas, lo cual habría
supuesto, naturalmente, preguntarle a la gente en qué tipo de ciudad
y de casa preferían vivir. El urbanismo funcionalista revelaba un tosco
materialismo para el que solo existe el cuerpo pero no el alma. Solo
una concesión se hacía al dominio absoluto del paradigma moderno:
la de una superación parcial de la separación campo-ciudad, con la
introducción de amplias zonas verdes en las zonas residenciales. Es
decir, la ciudad racionalista recogía, de alguna manera, el concepto de
La sociología urbana en el periodo de posguerra 165

ciudad-jardín, aunque no fuera, necesariamente, bajo el modelo que


tendía a imitar la antigua población rural. En muchos lugares y mo-
mentos, sin embargo, la corrupción se encargaría de anular aquella
concesión, recuperando con vigor el sueño modernista de una ciudad
de cemento, hábitat netamente artificial separado del campo.
Repartidos por las cuatro esquinas del planeta, los arquitectos
organizados por el CIRPAC transmitieron el mensaje a las siguientes
generaciones de alumnos. Pero el triunfo no podía llegar hasta que no
convencieran a los gobiernos y a los actores sociales clave. Ese proceso
se inició ya en los años veinte. A partir de la posguerra, en los cuaren-
ta, la Europa en ruinas se rendiría plenamente al urbanismo raciona-
lista, vitoreándolo y abriéndole las puertas como el salvador mesiá-
nico que él mismo anunciaba ser. Y, así, Le Corbusier y sus apóstoles
acabaron finalmente alojando a una buena parte de los europeos de
la época, «condensándolos» (como habría dicho Ginzburg), literal-
mente, en enormes edificios colectivos. En Estados Unidos, donde
la necesidad económica era mucho menor, el racionalismo tuvo que
adaptarse al bucolismo e individualismo del espíritu de frontera: el
resultado fue el suburb. Para compensar, su fuerza prometeica se con-
centró en el CBT y en unas décadas Norteamérica había satisfecho
el sueño soberbio de los futuristas y de la Ville Contemporaine, fago-
citando casi completamente los antiguos centros históricos. Aunque
quizá los lugares más afectados por el huracán racionalista no fueron
las grandes urbes en el centro del sistema-mundo capitalista sino en
su periferia: ciudades como Seúl, o las imperiales Tokyo y Rio de
Janeiro (ciudad esta última que había sido bendecida estéticamente
por el hecho de ser la capital de la única monarquía que existió en
Sudamérica y cuyo enorme centro historicista y Art Nouveau, que
podía competir sin arrobo alguno con ciudades como Viena o Praga
hasta los años cuarenta, sería transformado sin conmiseración en una
ciudad de rascacielos prismáticos en menos de tres décadas).
Fue quizá por necesidad que la economía le abrió las puertas a
aquella forma radical de ingeniería socioespacial, pero, andando el
tiempo, como sucede con cualquier ideología, muchos de los acto-
res económicos acabaron profesando sinceramente la nueva fe. En
consecuencia, no solo se aplicaron con celo al desbroce de nuevas
zonas para la causa racionalista sino que se dieron fervientemente a
la destrucción de las antiguas. Ya había pasado antes: en el París de
Napoleón III. Hay que decir que en ello ayudaron bastante las ingen-
tes posibilidades de negocio que se abrieron ante sus ojos. Y con el
166 Francisco Javier Ullán de la Rosa

tiempo también una parte no despreciable de la propia sociedad aca-


baría por hacer suyos aquellos ideales: la funcionalidad de la máquina
terminaría así por convertirse en erótica. Deseo de lo nuevo y repul-
sión por lo viejo. La conversión del programa racionalista en valor
cultural acabó por consolidarlo, al legitimarlo de cara a la sociedad.
Como sucede con cualquier proyecto de ingeniería social totalizante,
acusar a sus ejecutores de dictadores sin escrúpulos es, obviamente,
faltar parcialmente a la verdad. Inyectado paulatinamente en el to-
rrente sanguíneo de los valores colectivos, los urbanistas modernos
acabaron por convertirse, como en cualquier régimen, en instrumen-
tos de la voluntad de una parte de la sociedad, en aquellos que le da-
ban a la gente «lo que la gente quería»8. Como en cualquier régimen,
por supuesto, no consiguieron convencer a todos ni durante todo el
tiempo: las visiones alternativas siguieron existiendo, aunque relega-
das a la marginalidad y, finalmente, la reacción mayoritaria contra la
«jungla de asfalto» habría de llegar. Como todas las demás ciencias
sociales, el urbanismo también sería alcanzado por la onda posmo-
derna que empezó a formarse hacia mediados de los años sesenta.
Pero esa es ya otra historia y será contada en otro capítulo.

La vivienda social en las dos posguerras (1920-1960).


Norteamérica y Europa: una historia de dos ciudades-jardín
diferentes

Las primeras intervenciones masivas del racionalismo arquitectónico


se produjeron contemporáneamente en los países que más golpeados
habían quedado por la Gran Guerra, todos ellos bajo los auspicios

8
La comentada transformación de Rio de Janeiro, que es paralela a la de la
propia sociedad brasileña es narrada magistralmente por el cantante y escritor Chico
Buarque de Holanda, con la sensibilidad histórica que le confiere ser hijo de uno de
los principales historiadores de su país, en la novela Leite Derramado. El libro narra
la historia de una familia de clase alta de Rio, descendiente de aristócratas portugue-
ses, y su atribulado tránsito por la revuelta historia del siglo XX, a través de un viaje
inmobiliario por la ciudad. El linaje emprende una lenta pero inexorable cadena
descendente de mudanzas: de la finca señorial en la base de la sierra, con su estilo de
vida rural y semifeudal, al palacete romántico en la playa de Copacabana, más tarde
sustituido (para adecuarse al signo de los tiempos, porque hay que ser modernos) por
un apartamento en un rascacielos levantado sobre ese mismo solar, para acabar, por
avatares de la vida, dando con sus huesos en una favela.
La sociología urbana en el periodo de posguerra 167

de administraciones socialdemócratas o, en el caso de Rusia, comu-


nistas.
En Moscú los constructivistas se dieron a la tarea de construir
apartamentos racionalistas, prismas de cemento y hormigón, con zonas
y servicios comunes (guarderías, lavandería, cocinas…) que minimi-
zaran los costos de la vida cotidiana y favorecieran la socialización en
común, «condensando» las relaciones sociales en el espacio para ir li-
mando las diferencias individuales. Son nietas de la vieja idea fourieris-
ta del falansterio. El edificio emblemático es el Narkomfin, construido
entre 1928 y 1932 por Moisei Ginzburg para alojar a los funcionarios
del Ministerio de Finanzas. En Viena y Berlín, arquitectos ligados al
grupo Der Ring, que se habían comprometido con los sóviets de la
efímera revolución espartaquista (como los de la Bauhaus y otros como
Bruno Taut) construyeron por encargo del gobierno una gran cantidad
de bloques de viviendas de altura moderada para clases populares, fi-
nanciadas por el gobierno. En Francia, las medidas de la Ley Siegfried
permitiendo la parcelización de enormes cantidades de terreno en la
periferia de París habían dado como fruto el llamado problema de los
mal lotis: un aluvión de parcelaciones irregulares provocadas por la co-
rrupción en los ayuntamientos a las que siguió una oleada de auto-
construcción chabolística. Entraron entonces en acción los gobiernos
municipales del departamento, muchos de ellos con alcaldes socialistas
al frente (desde 1884 las corporaciones locales, salvo la de París, se
elegían por sufragio universal). A través de la ya fundada Office HBM
del departamento de la Seine, su director Henri Sellier, alcalde socialis-
ta de Surèsnes y posterior ministro con el Frente Popular, emprendió
entre 1921 y la Segunda Guerra Mundial la construcción de una serie
de ciudades-jardín para las clases populares, con un total estimado de
120.000 viviendas. La Ley Loucher de 1928 significaría la entrada del
gobierno central en el fomento de este tipo de vivienda social, que se
puso como objetivo la construcción de 200.000 viviendas HBM adi-
cionales. Nunca antes, desde Haussmann, se había planeado construir
a esa escala. Se trataba de construir ciudades enteras, desde el plano
urbano a las farolas, y no solo casas.
El gobierno francés, sin embargo, a diferencia del soviético, no
tomó directamente en sus manos la tarea de la construcción. Esta
fue encargada, en la tradición ya conocida, a empresas constructo-
ras privadas. El rol del Estado era garantizar financiación adecuada,
tanto para las empresas como para los compradores individuales, y
(esta era una novedad) establecer el marco normativo y técnico que
168 Francisco Javier Ullán de la Rosa

garantizara la calidad de la construcción. Las medidas dieron el im-


pulso necesario para que la construcción se convirtiera en uno de
los sectores más potentes (y lucrativos) de la economía capitalista.
Y desde el principio, las empresas aplicaron la filosofía taylorista a
la construcción de las nuevas ciudades: era la que más beneficios re-
portaba, asegurando al mismo tiempo la calidad del resultado. De
aquella estrategia nació un nuevo tipo de ciudad-jardín, bastante di-
ferente a la del modelo burgués de Le Vesinet o Bedford Park o a
la que Howard había soñado para los obreros: la idea seguía siendo
romper con el plano ortogonal, la casa en manzana alineada y la in-
troducción de espacios verdes para descongestionar y crear hábitats
más sanos y más «integrados» con el entorno natural, pero la casa y
el jardín individual se sustituyen por bloques de apartamentos en
altura (que serán variables dependiendo del momento, lugar y canti-
dad de plusvalía que se quiera, o se permita, obtener) y zonas verdes
comunitarias. En algunos casos, como en el de la ciudad-jardín de
Gresillons las áreas verdes quedaron reducidas a un estrecho bulevar
ajardinado en medio de una calle que, por lo demás, no se diferencia
mucho, salvo en lo espartano de su estilo racionalista, de un ensan-
che decimonónico. En resumidas cuentas, una ciudad-jardín low cost
para obreros. La miseria de las condiciones urbanas pesó más, sin
duda, que las reivindicaciones por una ciudad más estética y menos
densa en la agenda de los líderes socialistas, pero también los cálculos
económicos, incluso entre los administradores de izquierdas. Sellier,
cofundador en 1919 de l’École des Hautes Études Urbaines (desde
1924 Institut d’urbanisme de la Universidad de París) había escrito
en su obra La crise du logement et l’intervention publique en matière
d’habitat populaire, de 1921 (las comillas son mías):
El urbanismo social tiene el deber de organizar la reforma de la hu-
manidad, hacia mayores niveles de iluminación, felicidad y salud y
«hacia un mayor rendimiento económico». Es urgente defender la
raza (sic) en todas las dimensiones contra la certitud de degenera-
ción y de destrucción que las lamentables estadísticas de natalidad,
morbilidad y mortalidad dejan entrever: un 18 por ciento de la ren-
ta nacional se pierde debido a la enfermedad (Henri Sellier, 1921,
en Guerrand y Moissinac, 2005: 32).

Al menos en el caso de Francia, esta transformación del concep-


to original de la ciudad-jardín se había ya plasmado en la urbaniza-
ción de la Cité de la Muette en Drancy (1931-1934): una ciudad
La sociología urbana en el periodo de posguerra 169

megadensificada de torres de 15 alturas. El antecedente de los grands


ensembles de posguerra. No fue, entonces, Le Corbusier el primero
que los puso en práctica. Mientras tanto, es necesario señalarlo, las
capas sociales más pudientes nunca renunciaron al otro modelo, el de
la casa y jardín individual.
Por su parte, en los Estados Unidos, la administración federal
también introdujo en los años treinta este nuevo concepto de ciudad-
jardín en bloques colectivos. Resultado de ello fue la construcción de
las ciudades-jardín de Greenbelt (Maryland), GreenHills (Ohio) y
Greendale (Wisconsin), proyectos piloto a los que debían de seguir
otras 25, bajo el paraguas del Emergency Relief Appropiation Act. A pe-
sar de estar diseñadas con densidades y alturas menores que las fran-
cesas, y con muchas más zonas verdes, el modelo, sin embargo, como
es sabido, no cuajó en Norteamérica. Los mayores niveles de desarro-
llo económico de la que se convirtió, tras su victoria en la guerra, en
la primera superpotencia del mundo, le permitieron, en cambio, ha-
cer realidad la utopía de un hábitat rururbano mucho menos densi-
ficado, de la casa individual en el suburbio, un modelo que encajaba
mucho más con las expectativas y las sensibilidades de la mayoría de
la población americana y cuya expansión ya se había iniciado en las
décadas anteriores9. Para satisfacer ese sueño hubo que sacrificar algu-
nos de sus detalles en el altar de la estandarización. El suburbio nació
como una ciudad construida en serie. Los precedentes existían desde
hacía tiempo: en 1910 el suburbio burgués de Forest Hills Gardens,
en Queens, ya había sido levantado con técnicas de prefabricación
(Fishman, 1987); durante los años treinta Frank Lloyd Wright puso
su genio a disposición de la ciencia urbanística diseñando las famosas
casas usonianas, en ladrillo visto y en forma de L para mejor aprove-
char el espacio de terrenos baratos en forma irregular. Pero a pesar de
ello, el suburbio americano nunca perdió completamente su legado
de inspiración romántica: en los modelos de casas, si bien estandari-
zados, no llegaron a nunca a dominar las líneas abstractas e imperso-
nales de los bloques de apartamentos. Se trataba más bien de una es-
tilización, más o menos elaborada dependiendo del nivel económico
de la urbanización, de estilos históricos o populares.

9
También era la preferencia de las poblaciones europeas, como lo demuestra
el espectacular viraje hacia este modelo que se manifestó a partir de los años seten-
ta, como consecuencia de la reacción al urbanismo de los grands ensembles (Stebé,
2007).
170 Francisco Javier Ullán de la Rosa

La estrategia que desplegó el gobierno norteamericano para pro-


mover la nueva forma de ciudad ya ha sido explicada en sus líneas ge-
nerales. Y también su diseño intencional para dejar fuera de ella a las
poblaciones de color. La FHA había empezado en 1935 introduciendo
una política de acceso a créditos blandos. El gobierno canadiense la
imitaría en los años siguientes, estimulando así su propio fenómeno
de suburbanización (Harris, 2004). En 1938 el gobierno creó otro ins-
trumento en esta dirección, la Federal National Mortgage Association
(FNMA), conocida desde entonces popularmente como Fannie Mae.
Su misión era doble: establecer un mecanismo de seguro sobre las hipo-
tecas concedidas por la FHA y atraer capital al sector permitiendo a las
entidades financieras tratar las hipotecas como si fueran instrumentos
de inversión, agrupándolas en paquetes que podían comprarse y ven-
derse en un mercado secundario. Este sistema de titulación de hipotecas
fue único entre las naciones desarrolladas del momento y explica en
buena parte la fluidez del crédito (Fishman, 1987; Baxandall y Ewen,
2000)10. Finalmente, con el objetivo de premiar a aquellos que habían
arriesgado su vida por la patria (y de desactivar lo que podría haber sido
una bomba social de incalculables consecuencias) el gobierno federal
puso en marcha un generosísimo programa de beneficios para los ve-
teranos de guerra a través de la Veterans’ Preference Act y la Servicemen’s
Readjustment Act de 1944 (conocidas como el GI Bill of Righ, algo así
como la Carta de Derechos del Soldado Raso). Bajo este paraguas legal
el Department of Veterans Affairs (VA), la segunda instancia adminis-
trativa más grande de los Estados Unidos después del propio Ministerio
de Defensa, fue construyendo una especie de «Estado de Bienestar Plus»
dentro del propio Estado de Bienestar norteamericano, decididamente
mucho más generoso que para el resto de la población: prioridad en la
contratación para empleos públicos, coberturas sanitarias mucho mayo-
res, pensiones, seguros de vida… y préstamos hipotecarios a muy bajo
costo. Con un número de veteranos, entre la Segunda Guerra Mundial
y la cercana de Corea (1950-1953) que se contaba por millones y, mul-
tiplicado por los integrantes de sus familias, la medida se convirtió en

10
En 1968 el gobierno permitió también a Fannie Mae comprar hipotecas pri-
vadas, no respaldadas por la FHA. Finalmente, en 1970, creó un organismo similar,
la Federal Home Loan Mortgage Corporation (FHLMC), que también recibió un
nombre coloquial, Freddie Mac, con el objetivo de establecer una competencia a
Fannie Mae para crear un mercado secundario más eficiente y robusto (Baxandall y
Ewen, 2000).
La sociología urbana en el periodo de posguerra 171

un programa masivo de realojo social. Ya en 1947 el conjunto de po-


líticas había conseguido elevar el número de propietarios de hogar del
36 por ciento de 1890 al 53 por ciento, escribía Cohen en la revista
de un departamento de Sociología de Chicago que empezaba a tomar
conciencia de la amplitud sociológica del fenómeno (Cohen, 1950). En
1950, una ciudad paradigmática como Chicago, contaba ya con 1,57
millones de habitantes viviendo en este tipo de urbanizaciones, un 30
por ciento de su población. En el año 2000 esa cifra se había elevado al
64,5 por ciento (US Census Bureau Data, 2005).
Jardín, perro, barbacoa y automóvil, más el efecto placebo de sen-
tirse propietario (para que esto fuera realmente un hecho, claro está,
había que esperar décadas de pago mensual de una letra) debían de
ser el merecido premio por el sacrificio ofrecido a la nación y el bál-
samo en el que curar las heridas del alma que deja cualquier inter-
vención en combate. Era una situación en la que todos ganaban: las
clases medias y bajas que se libraban así también de la molestia de tener
que vivir con negros, latinos y orientales, la migración a los suburbios
también se conoce en la historia norteamericana como el White Flight
(la «fuga»de los blancos); los fabricantes de automóviles y las petrole-
ras, y los nuevos magnates de la construcción. Masivos planes de pro-
moción inmobiliaria alentaron el nacimiento de una nueva industria
(Fishman, 1987; Baxandall y Ewen, 2000). El ejemplo paradigmático
que después sería citado por todos los científicos sociales es el de la
compañía Levitt&Sons y su urbanización, Levittown, en Pennsilvania
(Gans, 1967). Mientras tanto, algunos de los más famosos arquitectos
racionalistas de Europa, como Walter Gropius o Mies Van der Rohe
desembarcaban en América (inicialmente huyendo de los nazis) y se
sumaban a los locales para demoler lo que quedaba de los centros his-
tóricos de las ciudades y erizarlos de enormes prismas de acero y hormi-
gón, totalmente depurados ya de sus veleidades neogóticas o Art Déco.
El sueño de los futuristas, al fin, cabalgando sobre el caballo desbocado
del dólar. Irónicamente, levantado por personajes que iniciaron su ca-
rrera militando en un sóviet de las artes. Solo las housing authority de
los gobiernos estatales y las cooperativas operadas por sindicatos cons-
truyeron edificios en altura «a la europea». Estos se concentraron en las
grandes metrópolis como Nueva York o Chicago y estaban dirigidos a
alojar a las poblaciones urbanas más marginales, valga decir, las mino-
rías étnicas de color. Hacinados en torres de veinte plantas, solo lugares
como Harlem o el Bronx siguieron el camino que habían marcado las
cités-ouvrières francesas de los veinte y treinta.
172 Francisco Javier Ullán de la Rosa

En Europa, sin embargo, durante aquellos últimos años cuarenta


y durante todos los cincuenta y los sesenta, los urbanistas decidieron
seguir masivamente aquella estrada, la del modelo low cost del bloque
de viviendas. Endeudada hasta las cejas por el conflicto y destruido
buena parte de su parque inmobiliario, Europa no podía darse el
lujo de construir vivienda unifamiliar (o eso le dijeron los gobiernos
a su gente). Bajo las circunstancias de lo que se planteaba como un
estado de urgencia, los gobiernos tomaron definitivamente el control
y decidieron unilateralmente: cediéndole el mando a los gurús del
racionalismo urbanístico y a sus brazos ejecutores, las constructoras
privadas. Esto no quiere decir que no existieran otros modelos pero
estos quedaron temporalmente ahogados por el mesianismo raciona-
lista. En Francia, por ejemplo, nacieron por estas fechas los Castores,
un movimiento de autoconstrucción cooperativa que promovía
ciudades-jardín en lotes y casas individuales. En Dresde, la presión
popular consiguió detener el proyecto racionalita de Mart Stam, un
arquitecto ligado a la Bauhaus, que consideraron un «ataque total a
la ciudad» (Möller, 1997).
Nada más terminar la guerra, los laboristas ganaron las eleccio-
nes y se enfrentaron al dilema de gestionar un Londres masivamente
destruido por la Lutwaffe. La New Towns Act de 1946 establecía la
creación de nuevas ciudades en estilo racionalista y bloques de apar-
tamentos, empezando en la corona metropolitana de Londres pero
extendiéndose después a todo el país. En 1947, una nueva Town and
Planning Act nacionalizaba el derecho a urbanizar sometiendo cual-
quier iniciativa a la aprobación de los gobiernos locales. Entre 1949 y
1970 se construyeron un total de 23 New Towns, de las cuales la más
conocida puede que sea Milton Keynes.
Pero quizá el país que merezca un análisis en mayor detalle sea
Francia porque sería allí donde el fenómeno provocaría de alguna
forma el nacimiento de otro de los focos fundamentales de la so-
ciología urbana, que se arrogó como tema preferencial de estudio el
análisis de las transformaciones sociales provocadas por esa masiva
intervención urbanística. El personal político y administrativo que se
plantea estas cuestiones es el de los Petit, Massé o Delouvrier, salidos
de las filas del catolicismo social (Topalov, 1992).
El primer plan quinquenal de Jean Monnet (1947-1952) tenía
como objetivo la reconstrucción de las infraestructuras de transporte
y de producción destruidas por la guerra. No incluía un plan de vi-
viendas. Y, sin embargo, las necesidades en ese ámbito eran enormes:
La sociología urbana en el periodo de posguerra 173

la mitad de los 14,5 millones de viviendas censadas en el país carecían


de agua potable, tres cuartas partes no tenían sanitarios, por dar tan
solo algunos datos. Se registraban 350.000 tugurios o chabolas, 3
millones de viviendas sobrehabitadas usonianas y un déficit de otros
3 millones (Stebé, 2007; Dryant, 2009). En ese contexto, entre 1945
y 1953, Le Corbusier construye en la periferia de Marsella el que
habría de convertirse en modelo definitivo del urbanismo francés y
de más allá de sus fronteras durante las siguientes décadas: el com-
plejo de apartamentos conocido como la Cité Radieuse, inicialmente
un residencial piloto para clases medias. Se trataba de una auténtica
aldea vertical de 360 apartamentos y 17 plantas destinada a mezclar
en armonía clases medias y obreras, dotada de servicios comerciales
y de ocio (tienda de ultramarinos, panadería, cafetería, restaurante,
librería…). En la azotea, de uso común, una guardería, un gimnasio,
una pista de atletismo, una piscina y un auditorio (Evenson, 1969;
Fishman, 1982; Jencks, 2000).
En 1950, los HBM mudan de nombre y se convierten en
Habitations à Loyer Modéré (HLM). El cambio de nombre marca
un paralelo cambio de estrategia del gobierno: parte de esta vivienda
ya no se pondrá en venta sino que se destinará a régimen de alquiler
subvencionado por el Estado. Las necesidades de vivienda seguían,
sin embargo, siendo dramáticas. En 1954, tras la campaña de con-
cienciación que hace un personaje muy influyente en la sociedad civil
francesa, el Abbé Pierre, el Estado decide finalmente, apoyándose en
los organismos públicos HLM o en los privados, iniciar la construc-
ción masiva de bloques de apartamentos, los llamados grands ensem-
bles, en los suburbios de las grandes ciudades. El intervencionismo se
intensificará a partir de 1958, con la subida al poder del general De
Gaulle. El Estado gaullista, de tendencias fuertemente paternalistas,
conservadoras, tecnocráticas y centralizadoras será quien ejecute el
grueso de aquella política (Topalov, 1992). El instrumento urbanísti-
co será la creación en 1959 de los ZUP (Zone à Urbaniser en Priorité),
vigente hasta 1967. La plantilla arquitectónica es la Cité Radieuse
pero desprovista de buena parte de sus servicios. Así, en la mayoría de
los grands ensembles estarán ausentes las instalaciones recreativas y los
apartamentos serán mucho más pequeños que los espaciosos dúplex
en dos plantas diseñados por Le Corbusier para su proyecto piloto en
Marsella. En dos décadas se construyeron 6 millones de viviendas, el
90 por ciento de ellas con ayuda estatal (Stebé, 2007; Dryant, 2009).
Había llegado la «deportación» de parte de la clase obrera a auténticas
174 Francisco Javier Ullán de la Rosa

colmenas humanas en las afueras de la ciudad, desconectadas de las


redes de transporte y con servicios urbanos muy deficientes o simple-
mente inexistentes que solo se irán colmando, lentamente, a lo largo
de los decenios. Y aún así, a pesar de sus bajas calidades de construc-
ción, los grands ensembles supusieron una mejoría, en estrictos tér-
minos de confort habitativo con respecto a lo que había antes. Con
ellos el urbanismo se reveló, además, como un instrumento de poder
político y económico (y de corrupción) al que no se sustrajo ningu-
na formación: los partidos utilizaron la concesión de vivienda social
como una estrategia clientelar (la familia a la que su alcalde le había
dado un piso solo podía estarle eternamente agradecida) y como un
instrumento de financiamiento (por medio de las comisiones paga-
das por los constructores) cuando no de enriquecimiento ilícito de
algunos de sus dirigentes (Butler y Noisette, 1983; Flamand, 1989;
Monnier y Klein, 2002; Stebé, 2007; Dryant, 2009).

4.3. SOCIOLOGÍA URBANA EN LOS CINCUENTA Y SESENTA.


LOS INTENTOS DE EXPLICAR LOS EFECTOS DEL URBANISMO
RACIONALISTA

4.3.1. Norteamérica: la floración de los estudios sobre el suburb


La literatura sociológica sobre el fenómeno del suburb en Nortea-
mérica es, con unas pocas excepciones (Atkins, 1941; Form, 1944),
prácticamente inexistente antes de 1950. Destaca entre los pioneros
el estudio de Form (1944) sobre el proyecto federal de Greenbelt. A
partir de 1950, siguiendo la estela del White Flight a los suburbios,
el estudio de esta nueva forma urbana se convertirá, sin embargo,
en uno de los temas centrales de las preocupaciones de una socio-
logía urbana que desde Chicago se ha extendido ya por todo el país
(Pearson, 1951; Mumford, 1954; Schnore, 1956; Fava, 1956; Seeley
et al., 1956; Schnore, 1957; Boggs, 1957; Nairn et al., 1957; Dobri-
ner, 1958; Wood, 1958; Strauss, 1960; Gordon, 1960; Berger, 1960;
Mumford, 1961; Dobriner, 1963; Gans, 1963; Chinitz, 1964; Clark,
1966; Gans, 1968). Curiosamente, ninguno de estos autores es de
la Universidad de Chicago. La que había sido la fundadora de los
estudios sobre la ciudad en los Estados Unidos (y el mundo) brilla
extrañamente por su ausencia en el análisis del fenómeno urbano
más importante de aquellas dos décadas. Las razones debemos quizá
La sociología urbana en el periodo de posguerra 175

buscarlas en el abandono del objeto de estudio estrictamente espacial


de los integrantes de la tercera generación del departamento, que más
tarde se verá con detalle.
Sin embargo, si ausentes están sus investigadores del análisis del
suburb, no lo estarán sus marcos teóricos, que se habían convertido,
como se dijo, en hegemónicos, y que utilizarán muchos de estos so-
ciólogos. Así, por ejemplo, los estudios de Schnore (1956, 1957) se
inscriben dentro del marco funcionalista de la Ecología Humana de
Chicago: se trata de estudiar los suburbs como manifestación del me-
canismo sistémico por el que la ciudad, como organismo, se expande
hacia su periferia, un tema que nos es ya familiar. El suburb es visto,
así, como un nicho ecológico específico. Otros se inclinarían por la
vertiente culturalista representada por los Community Studies, rea-
lizando estudios etnográficos en las nuevas comunidades suburbanas
(como el de Seeley et al. [1956] en Crestwood Heights) y tratando de
identificar los rasgos culturales distintivos de lo que se observa como
una nueva forma de vida, a caballo entre lo rural y lo urbano, que
precisaba una redefinición del clásico contínuum evolucionista. Fava,
en 1956, y Gans, en 1968, escribirán a propósito del suburbanism
as a way of life, parafraseando el famoso artículo de Louis Wirth de
1938 sobre el urbanismo como forma de vida.
¿Cuáles son las características comunes que los autores identifi-
can en estos nuevos suburbios?

• Densidades bajas, con predominio absoluto de viviendas


unifamiliares con pequeño terreno abierto a la calle, que
deja el jardín y la casa visible a los demás vecinos.
• Estandarización de las tipologías constructivas, resultado
del diseño de las promotoras.
• Red viaria jerarquizada, desde las calles privadas sin salida
hasta las grandes autopistas de conexión, que sustituye al
plano hipodámico dominante hasta entonces.
• Zonificación extrema: servicios y zonas de trabajo no están
a una distancia que se pueda recorrer a pie.
• Transporte público muy deficiente (excepto el servicio esco-
lar) y, por lo tanto, dependencia cuasi total del automóvil.
• Grandes centros comerciales con enormes zonas de aparca-
mientos como lugar de socialización por excelencia y consu-
mismo como forma prevalente de ocio.
176 Francisco Javier Ullán de la Rosa

• Comunidades homogéneas socioeconómica y racialmente


(menos del 2 por ciento de no caucásicos a finales de los
cincuenta [Wiese, 2004]).
• Predominio de las familias nucleares y de los roles de género
especializados: mujer ama de casa (sin ayuda de servicio do-
méstico) y hombre trabajador.

Urbanísticamente, el suburb norteamericano era una especie de


híbrido entre el modelo rururbano romántico, pasado por la ciudad-
jardín de Howard y, en ese sentido, una anticipación del urbanismo
posmoderno, y el modelo industrial-racionalista moderno. Moderna
era la búsqueda del individualismo, posmoderna la resistencia a su-
cumbir a las tipologías constructivas racionalistas y al plano ortogonal.
Moderna era la estandarización y la zonificación extrema: los suburbs
eran todo lo contrario de las pequeñas ciudades autosuficientes que
había planeado Howard; eran enormes excrecencias residenciales que
dependían completamente del exterior, totalmente inviables en caso
de colapso del complejo sistema industrial de diferenciación funcional
del que formaban parte. La zonificación puede entenderse como una
forma de intensificar el control de la población por parte del aparato
del poder, un rasgo muy moderno. Aislados tanto del campo como
de la ciudad por planos urbanos autocontenidos, de fronteras defini-
das, unidos por los fácilmente controlables cordones umbilicales de las
autopistas, la facilidad de control y de vigilancia (por ejemplo para la
policía) era mucho mayor que en las densas y difusas zonas centrales.
Más ambivalentes eran otras características: el individualismo que se
plasmaba en la casa unifamiliar quedaba anulado en buena parte por
la inexistencia de recintos murados entre las propiedades (característica
que distingue al suburb de otras ciudades-jardín). El nuevo individuo-
propietario, dueño y señor de su hogar, quedaba, sin embargo, some-
tido al panóptico de la sociedad: desde los coches de policía que pa-
trullaban las calles hasta los vecinos que hacían su barbacoa a la misma
hora el mismo domingo o salían a tirar la basura y a pasear al perro
regularmente. La ausencia de barreras entre las casas pudo tener dos
efectos de naturaleza contraria: favorecer la socialización, reconstruir el
sentido de comunidad perdido en los más alienantes bloques de apar-
tamentos del downtown (un rasgo posmoderno) o mejorar la eficacia
policial y aumentar el control social (un rasgo moderno), obligando a
sus habitantes a autodisciplinarse por temor al qué dirán o al qué me
harán (un rasgo incluso premoderno). Los procesos se desarrollaron
La sociología urbana en el periodo de posguerra 177

en las tres direcciones contemporáneamente: en el terreno de las iden-


tidades, autores como Lipsitz han sostenido que la depuración étnica
actuada en el suburb más el incremento de la red de relaciones sociales
creada por el nuevo hábitat fueron los responsables de la aparición de
una identidad racial pancaucásica por primera vez en la historia de
los Estados Unidos. Eliminada la presencia de los negros y «conden-
sados» los diferentes grupos étnicos de origen europeo en los nuevos
suburbs, forzados a compartir escuelas, centros comerciales o comidas
de barbacoa, los habitantes de Suburbia dejaron definitivamente de ser
italianos, polacos, irlandeses o alemanes y se convirtieron simplemente
en White Americans (Lipsitz, 1981). Sus hijos concluyeron el proce-
so a través del matrimonio. El nuevo ecosistema suburbano terminó
de completar el programa asimilacionista, en el que habían creído los
ecólogos de Chicago, con las razas de color ausentes. La prosperidad
ofrecida por el impulso económico de las siguientes décadas, en el país
vencedor de la guerra, permitió reemplazar las subculturas étnicas pre-
vias por una nueva cultura estandarizada de consumo de masas, fun-
dada en una nueva forma de ética que combinaba, de forma sin duda
original, la vieja ética puritana del trabajo con una nueva tendencia a la
satisfacción hedonística inmediata y cuyos iconos eran la propia casa, el
coche, la televisión y las vacaciones y su templo el shopping mall, el gran
centro comercial. El primer centro comercial cerrado de este tipo abrió
sus puertas en 1956 en Edina, un suburb de Minneapolis, obra del ar-
quitecto Victor Gruñe (Hardwick, 2004). El centro comercial era una
nueva forma histórica de ágora en la que el espacio público había que-
dado privatizado por el capital y sometido a una disciplina multívoca:
dirigismo (era la compañía propietaria quien decidía dónde emplazar
la plaza, sus características físicas y sus reglamentos, sin consultar con
los ciudadanos), estandarización y control. A cambio, el shopping mall
ofrecía seguridad total (cero carteristas, cero posibilidades de agresión
física o sexual), la ilusión de una sociedad diseñada a medida, conti-
nuación de la del área residencial (sin mendigos, sin prostitutas, sin
excrementos de perro o basura en los inmaculados pasillos interiores
que ahora sustituían a las calles) y el confort moderno de un ambiente
artificial sustraído a las inclemencias del tiempo y a las limitaciones del
ciclo lumínico natural (eliminó definitivamente la diferencia entre el
día y la noche, que en la calle comercial exterior, a pesar de la ilumina-
ción eléctrica, aún se hacía notar).
Los americanos empezaron a definirse y realizarse no por lo que
eran previamente sino por lo que consumían o por sus expectativas
178 Francisco Javier Ullán de la Rosa

de consumo futuro. Ese consumo se producía, en los suburbs, a la vis-


ta de todos y actuaba como un mecanismo perfecto que inyectaba el
deseo, estimulaba la natural tendencia en las comunidades homogé-
neas a la homeostasis social y lanzaba a la economía hacia velocidades
siempre crecientes de producción y consumo. El mismo mecanismo
de control social que en las comunidades campesinas autárquicas li-
mitaba el consumo conspicuo a favor de la armonía generada por el
igualitarismo (iguales en la pobreza) (Foster, 1965) en el marco de
una sociedad rica, arrastrada por el torrente de liquidez del crédito
fácil, funcionó en sentido contrario: estimulaba a la gente a consumir
siempre más para no ser menos que el vecino y con ello, para no verse
quizá marcado por los prejuicios de una ética social que achacaba la
pobreza a la raza o a la incapacidad (el famoso arquetipo cultural del
loser). Nacía toda una cultura del consumo que era frenéticamente
hedonista y progresista (el deseo cuasi erótico por las novedades téc-
nicas —la nueva lavadora, el coche del año— se convirtió en un valor
central de la cultura de clase media norteamericana hasta el punto de
devenir uno de los hitos primordiales por los que se medía la progre-
sión del tiempo). Al mismo tiempo el suburb generaba o reforzaba
unos valores culturales claramente conservadores: el incremento del
control social (interno y externo) y la segregación de las castas más
marginales en la inner city hizo descender las tasas de criminalidad en
los suburbs hasta niveles hasta entonces probablemente desconocidos
en la historia (la contrapartida era, por supuesto, que estos aumen-
taron en los guettos de color igualmente hasta tasas hasta entonces
inéditas), lo cual, en conjunción con el maná del consumo y la propia
homogeneidad social del suburb, generó una profunda sensación de
autocomplacencia. Los habitantes de Suburbia no veían la pobre-
za, no percibían las disfunciones del sistema (esto era especialmente
marcado entre las amas de casa y los jubilados, que prácticamente no
salían nunca de las áreas residenciales) y entre ellos se fue sedimentan-
do la idea de que todo era perfecto, con significativas consecuencias
políticas, como probablemente habían deseado quienes planificaron
los suburbs. El propio control social reforzó los valores y prácticas de
una moral social y familiar conservadora: control sobre el comporta-
miento de los jóvenes, que no tenían donde esconderse de la mirada
de los adultos; sobre el de los vándalos; sobre el de los potenciales
maridos o esposas infieles (la infidelidad se hizo especialmente difícil
para las esposas —los maridos a fin de cuentas seguían escapando
del ojo público en la jungla de asfalto de la ciudad— a no ser que
La sociología urbana en el periodo de posguerra 179

fuera, como santificó el chiste, con el cartero o el lechero); sobre el de


los maltratadores; sobre el de los vecinos con comportamientos poco
cívicos; sobre el de los niños que hacían novillos; sobre los hombres
poco inclinados al trabajo y mucho a la bebida; sobre quienes no
atendían con frecuencia a los servicios religiosos, fueran estos de la
variante judeocristiana que fuera, en aquella especie de monoteísmo
pluridenominacional que acabó por imponerse en la sociedad norte-
americana, etc..
El suburb se presentaba así, a ojos de muchos analistas, de las
autoridades y de muchos de sus habitantes, atrapados en la telaraña
de la autocomplacencia, como una especie de utopía hecha realidad:
un oasis de paz y tranquilidad, la definitiva desactivación del conflic-
to social. El American Dream, la «utopía burguesa» (Fishman, 1987)
finalmente devenida realidad. Uno de los primeros estudios sobre
el suburb americano suscribía esos tonos utópicos hablando incluso
del Holy Suburb (Atkins, 1941). Sin embargo, entre los sociólogos
de convicciones más izquierdistas la valoración del fenómeno fue
profundamente negativa. La sociología crítica se horrorizó ante la
emergencia de aquellas nuevas ciudades prefabricadas y alertó sobre
sus posibles efectos alienantes, sobre la amenaza de superficialidad y
la mediocridad de la vida social que pendían sobre él (la dictadura del
hombre medio controlado por otros hombres medios), sobre la ridí-
cula sustitución del anhelo de naturaleza con un sucedáneo de cartón
piedra. En 1951, un sociólogo poco conocido, Pearson, hablaba en
estos términos refiriéndose al suburb: «Nosotros construimos nuestro
entorno y luego nuestro entorno nos construye a nosotros: y en este
momento ese entorno construido es un modelo operativo del infier-
no» (Pearson, 1951: 5).
Invitaba a los norteamericanos a replantearse «qué tipo de ciudades
queremos». En 1957 Nairn y sus colaboradores recogían el testigo y
llamaban desde el título de su libro a un Counter-attack against Subto-
pia (Nairn et al., 1957). En un estudio de 1960, Gordon cree haber
identificado en las particulares condiciones ecológicas del suburb la
fuente de una mayor incidencia de ciertas patologías psiquiátricas,
como depresión entre las mujeres, especialmente las recién casadas y
con hijos pequeños, por el aislamiento y carga extra de trabajo a las
que la somete la estructura de la casa individual (mucho más grande
que los apartamentos previos, pero sin servicio doméstico para poder
tenerla en orden) en un momento en que estas necesitan el apoyo
moral y material de la red familiar extensa (para el cuidado de los
180 Francisco Javier Ullán de la Rosa

hijos) (Gordon, 1960). En 1961 se publica la célebre The City in


History, de Louis Mumford, profesor de la izquierdista New School
de Nueva York, de la que ya hemos hablado. Una obra que tuvo un
gran impacto y que recibiría el National Book Award ese mismo año.
En ella, Mumford realiza la siguiente interpretación psicoanalítica de
la nueva cultura suburbana:
En el suburb se podría vivir y morir sin jamás desfigurar la imagen de
un mundo inocente, excepto cuando alguna sombra de sus crueles
realidades consigue filtrarse a través de una columna en el periódico.
Así el suburb hace la función de una guardería para preservar la ilu-
sión. Aquí, los valores domésticos pueden florecer, ignorantes de la
explotación en la que en buena parte se basan. Aquí puede prosperar
el individualismo, ignorante del omnipresente régimen de reglamen-
tación que yace debajo. Este no es meramente un entorno centrado en
la crianza de los niños; es un entorno basado en una visión infantil del
mundo, en la que la realidad es sacrificada a los principios del placer
(Mumford, 1961: 494).

El suburb se presenta para la sociología urbana crítica como la


última, más sofisticada versión del opio del pueblo, servida por la
nueva religión del urbanismo racionalista. Una religión que habría
comprado con las treinta monedas del confort el silencio y la confor-
midad de las clases medias y trabajadoras blancas, su dócil e infantil
aceptación de un sistema de dominación que era a la vez interna-
cional y doméstico. El suburb será, en efecto, visto por los marxistas
como una nueva forma de falsa conciencia que construye la ilusión
de un mundo perfecto para ocultar la verdadera naturaleza de la rea-
lidad: imperialismo militar y económico al exterior, brutal apartheid
racial al interior.

4.3.2. Chombart de Lauwe y el nacimiento de la sociología urbana


en Francia. De las zonas ecológicas de París al estudio de la vida en
los grands ensembles
Justo después de la Segunda Guerra Mundial, en el marco de un
nuevo pacto social surgido del movimiento de liberación, tiene lugar
el nacimiento oficial de la sociología urbana francesa. Su fundador es
Paul Henri Chombart de Lauwe (1913-1998) quien recoge el testigo
de Durkheim y Halbawchs y añade al mismo los aportes ecológicos y
culturalistas de la Escuela de Chicago (de los que había sido pionero
La sociología urbana en el periodo de posguerra 181

el mismo Halbawchs en los treinta). Su punto de partida es muy


parecido al de Chicago: estudiar la relación entre espacio y compor-
tamiento, entre morfología urbana y clases sociales y levantar acta de
las diferentes subculturas urbanas. También en él, como en las pri-
meras décadas de Chicago, se amalgaman de forma indisociable las
perspectivas sociológica y antropológica, incluso en su misma biogra-
fía. Chombard había sido discípulo de Marcel Mauss y sus primeras
investigaciones de campo las realiza en Camerún, antes de la guerra,
en el más clásico de los enfoques etnográficos.
Después de la guerra, en la que combate activamente en la re-
sistencia, Chombart abandona sus escarceos de juventud con las so-
ciedades coloniales para dedicar el resto de su vida profesional al
estudio de la aglomeración parisina. Lo hará, sin embargo, sin aban-
donar el doble enfoque, sociológico y antropológico, ni metodológi-
ca ni institucionalmente. Si por un lado funda en 1949 un Groupe
d’ Etnologie Social (que se convierte en 1959 en Centre d’Etnologie
Social y que Chombart dirigirá hasta 1980) por otro es el fundador
en 1957 del Centre de Sociologie Urbaine y lo dirigirá hasta 1962
(Topalov, 1992). Estas fundaciones lo convierten en el padre institu-
cional tanto de la antropología como de la sociología urbanas.
Sus primeros trabajos sobre la ciudad datan de 1945. Los rea-
liza para el CNRS y se trata de estudios de ecología urbana que se
apoyan en la novedosa técnica de la fotografía aérea. Se plasmarán
parcialmente en un trabajo de 1948. Su trabajo continúa y da como
resultado una obra colectiva publicada bajo su dirección como Paris
et l’agglomération parisienne (1952), un intento de aplicar la teoría
de las áreas ecológicas de Chicago y de los mecanismos de invasión
y sucesión a la ciudad de París que acaba refutando el modelo con-
céntrico de Burgess. El estudio compara estadísticas electorales, datos
demográficos, sobre la localización de profesiones, estadísticas de de-
funciones, de salud, de criminalidad… para elaborar el primer mapa
sociológico de París, mapa que descubre, como Park o Burgess habían
descubierto en Chicago, una ciudad diferenciada espacialmente en
comunidades socioculturales diversas. En aquellos años previos a la
gran explosión de la periferia de los grands ensembles, Chombart y sus
colaboradores identifican cuatro áreas ecológicas, tres intramuros y
una extramuros, con una polaridad social que no es concéntrica sino
que sigue un patrón este-oeste. Del estudio de Chombart está ausen-
te el componente étnico, crucial en el esquema de Chicago. Estamos
en el París previo a las migraciones magrebíes y subsaharianas, un
182 Francisco Javier Ullán de la Rosa

París en el que solo hay nichos «burgueses» y «obreros» que, al care-


cer de la nitidez categorial de la etnicidad dibujan espacios urbanos
de bordes más difuminados (Chombart, 1952). Aún así, Chombart
demostrará en su siguiente obra que es todavía posible aplicar el
enfoque culturalista a una ciudad monoétnica: en La vie quotidien-
ne des familles ouvrières (1956) la clase obrera es descrita al mismo
tiempo como un grupo construido por las relaciones de producción
(y definido por la pobreza material) y como un grupo subcultural
con estilo de vida y valores propios. Las simpatías de Chombart y su
equipo están claramente con la clase obrera. No encontraremos aquí
esa relación de repulsión/fascinación por quienes no comparten el
ethos de la clase trabajadora, que era tan común entre los de Chicago.
Los sociólogos urbanos franceses, inaugurando una tradición que se
mantendría desde entonces y al menos hasta los ochenta, no son libe-
rales conservadores como los norteamericanos: se trata de gente que,
como Chombart, ha estado implicada muchas veces directamente en
la resistencia, gente que viene de un entorno claramente crítico con
el sistema y la cultura obrera es descrita en tonos decididamente po-
sitivos.
Su segunda obra, Famille et habitation, publicada en 1960, re-
coge los resultados de una serie de encuestas aplicadas en tres nuevos
polígonos de viviendas (grands ensembles, en francés) de tres ciudades
diferentes, donde el Estado había realojado poblaciones obreras. Se
da el caso que uno de ellos, la Cité Radieuse de Nantes, era del pro-
pio Le Corbusier. Chombart muestra, en lo que es la primera gran
crítica sociológica al visionario humanismo funcionalista y raciona-
lista de la Carta de Atenas, como aquellos nuevos barrios no tenían
nada de «radiante» sino que ejercían sobre los obreros una nueva for-
ma de violencia, obligándolos a cambiar sus modos de vida al alejar-
los de sus redes de relaciones familiares y de amistad, de su entorno
espacial dotado de sentido, simbólicamente significativo, exiliándo-
los en un lugar aséptico y homogéneo mal comunicado con el resto
de la ciudad (para quien no tiene coche). Chombart y su equipo de
sociólogos dan testimonio de la frustración que generan los nuevos
polígonos y cómo estos constituyen una nueva forma de alienación
de la clase obrera, la alienación espacial. Es Chombart quien acuña
el término, después popularizado, de «ciudad-dormitorio» (banlieu
dortoir, en francés). Por último llaman también la atención sobre
los nuevos procesos de segregación que se están produciendo en las
banlieues. En teoría, los polígonos periurbanos eran un experimento
La sociología urbana en el periodo de posguerra 183

de ingeniería social que pretendía mezclar a las clases (entiéndase


las clases medias y las bajas) en las mismas unidades residenciales
para evitar la formación de guettos proletarios (e iniciar un proceso
de aburguesamiento de la clase obrera). Chombart mostró cómo las
clases medias profesionales veían los polígonos solo como una etapa
residencial provisional (normalmente previa al establecimiento de
una familia) y que los abandonaban por una residencia familiar su-
burbana en cuanto tenían la posibilidad. Así Chombart predijo que
muchos polígonos y las enteras áreas de banlieu donde habían sido
construidos podían convertirse en el futuro en auténticos guettos al
estilo de las inner cities norteamericanas. El futuro le dio la razón,
aunque para ello fuera necesario la sustitución residencial de la vieja
clase obrera (que experimentará un movimiento social ascendente e
irá también abandonando las banlieues) por la subclase étnicamente
marcada de los inmigrantes.
Aquella primera generación de sociólogos urbanos alzó la voz
para denunciar lo que consideraban un programa planificado de des-
trucción de la cultura obrera urbana, que se había construido has-
ta entonces a través de las relaciones de proximidad en los barrios
densamente poblados del centro de las ciudades. La institución que
llevará la voz cantante será el Centre de Sociologie Urbaine creado
en 1957 por el propio Estado con el objetivo de generar estudios
que iluminaran —o justificaran— su política en materia de urba-
nismo, la política ZUP Bajo la dirección de Chombart el CSU re-
finó las metodologías puestas en práctica en los años previos incor-
porando todos los sofisticados instrumentos estadísticos (el análisis
factorial, fundamentalmente) que la sociología norteamericana (en
particular, de nuevo, Chicago) estaba perfeccionando por aquellos
años. Sin abandonar o descuidar el trabajo de campo cualitativo, se
comienzan a realizar encuestas basadas sobre grandes muestras de ho-
gares, con la financiación de generosos contratos de investigación por
parte de diferentes administraciones públicas, como, por ejemplo,
el Ministerio de la Construcción. Pero si lo que pretendían las ad-
ministraciones públicas era respaldar científicamente su macroplan
de reorganización del espacio urbano, el tiro les salió por la culata.
Los trabajos que saldrán de los hornos del CSU (Chombart, 1959;
Kaes, 1963; Chombart, 1965, Coing, 1966) fueron en general críti-
cos con la política urbanística. Esta posición crítica llevará, de hecho,
a Chombart a abandonar el CSU en 1962, cuando siente que la ins-
titución está sometida a un control demasiado estricto por parte de
184 Francisco Javier Ullán de la Rosa

los financiadores de proyectos, los grandes organismos públicos de


urbanismo (Topalov, 1992). Chombart abrió una corriente crítica
con la que enlazarán sin solución de continuidad los investigadores
del Centre Interdisciplinaire d’Études Urbaines, el segundo institu-
to del Hexágono especializado en sociología urbana, que abrirá sus
puertas en la Universidad de Toulouse en 1966, bajo la dirección de
Raymond Ledrut (Amiot, 1986; Stebé y Marchal, 2010) quien había
comenzado a investigar los grands ensembles de Toulouse unos años
antes (Ledrut, 1963)
Las críticas a los grands ensembles son parecidas a las que en
América se habían abatido contra el suburb pero los franceses añaden
el agravante de que el caramelo con que se quería comprar a la clase
trabajadora, y a parte de las clases medias, era mucho menos sabroso:
en lugar de pseudohistóricas casas de cuatro dormitorios y jardín,
reducidos apartamentos en enormes colmenas verticales de desnudo
geometrismo abstracto. Como los suburbs del otro lado del Atlántico,
también aquellas «ciudades radiantes» estaban situadas en la periferia,
muchas veces desconectadas del centro y sin servicios cercanos pero,
a diferencia de los blancos americanos, las clases trabajadoras (y bue-
na parte de las medias) europeas de los cincuenta y principios de los
sesenta todavía no tenían coche para salvar aquel «defecto» de cons-
trucción. Tampoco se les ofreció el consuelo de la adoración al dios
consumo en los grandes templos-mall como a los suburbanitas nor-
teamericanos. El primer mall de Francia, Parly II, no abrió sus puer-
tas hasta 1969, en una zona periurbana cerca de Versalles11. En cam-
bio, la disposición vertical de las viviendas consiguió actuar el efecto
individualizador con mucha más eficacia que la casita abierta norte-
americana. Tras la intimidad de su pequeño cubículo en el piso quin-
ce de una torre impersonal, el trabajador francés se liberó finalmente
del escrutinio de la mirada del otro en el densificado barrio tradicio-
nal (pensemos que en algunos países una tipología común de vivien-
da popular eran los bloques de viviendas en torno a un patio común,
con servicios compartidos, como las corralas españolas o las casas di
ringhiera italianas). Pero también provocó la pérdida de buena parte
de su rica red de relaciones sociales (los niños, socializándose en la
calle, la tienda local de ultramarinos…). Por otro lado, la distancia
con respecto a la ciudad y la precariedad de la red de transportes

11
Vid. Página web oficial del Centro Comercial Parly II en http://www.parly-2.
com/W/do/centre/accueil
La sociología urbana en el periodo de posguerra 185

abrieron una zanja difícil de salvar entre los realojados de los grands
ensembles y sus familiares y amigos que aún habitaban en el centro,
un brutal tijeretazo a las redes de apoyo emocional y de reciprocidad
creadas por los proletarios a lo largo del tiempo y que suponían un
importante acumulación de capital social y cultural que aliviaba la
precariedad de su vida (tíos, abuelos y comadres que cuidaban de los
niños, intercambio de favores mutuos, transmisión de la conciencia
de clase y de los valores de la cultura obrera a través de las generacio-
nes, asociacionismo, etc.). Los sociólogos detectaron en sus estudios
importantes sentimientos de desarraigo y alienación e interpretaron
aquellos realojos como una estrategia sibilina para destruir la cultura
obrera y desarmarla así políticamente12. Por otro lado, la distancia,
privaba a los obreros de todos los servicios urbanos (sanitarios, cultu-
rales, de recreación, incluso simbólicos, representados por los monu-
mentos) que quedaban concentrados en el centro de la ciudad. Los
sociólogos urbanos clamaron contra lo que se presentaba, bajo la ex-
cusa del estado económico de emergencia, como un «destierro» de la
clase obrera fuera de la ciudad y, con él, la pérdida de sus plenos de-
rechos como ciudadanos (Stebé y Marchal, 2010). Como una curiosa
ironía de la historia, en francés, la periferia urbana se denomina, des-
de época medieval banlieue, término que quiere decir, etimológica-
mente, «a una legua del ban», es decir, del territorio en el que tenía
vigor el poder de señorío, de la autoridad que gobernaba la ciudad.
De ban proviene el verbo bannir, desterrar, precisamente porque el
destierro consistía en poner a alguien fuera del ban, es decir, de la
acción de la autoridad, valga decir, en sentido moderno, el Estado.
Aquellos que estaban fuera del ban, eran bandits, bandidos, fuera de
la ley. En los cincuenta y sesenta, en aquellas grandes colmenas situa-
das a una legua de la ciudad, los obreros debieron experimentar algo
similar a la sensación del destierro: expulsados de la ciudad, abando-
nados por el Estado en eriales desolados que solo muy lentamente se
irían dotando de servicios. Es esta percepción la que estimula el títu-
lo de la famosa obra de Lefevbre Le droit à la ville («El derecho a la

12
Una estrategia que, al menos en un caso, el de la ultraconservadora España
de la posguerra franquista, fue diseñada explícitamente, sin pudor. El Plan de Urba-
nismo de Madrid, de 1946, preveía crear ciudades obreras a las afueras de la capital,
convenientemente separadas de los ensanches burgueses por cinturones verdes. El
objetivo era mantener a los obreros fuera de la ciudad, para evitar su perniciosa in-
fluencia y tenerlos bajo control (Terán, 1970).
186 Francisco Javier Ullán de la Rosa

ciudad») de 1968. Convertido en un término neutro desde el final


del Antiguo Régimen, con connotaciones estrictamente geográficas,
banlieue pronto adquiriría los tonos peyorativos que tiene actual-
mente en Francia. Sus habitantes serán conocidos como banlieusards,
vocablo cargado de connotaciones peyorativas y estereotipos negati-
vos. Con la posterior llegada de la inmigración extraeuropea el tér-
mino acabaría por adquirir, como había profetizado Chombart,
buena parte de las connotaciones clasistas y racistas asociadas al de
guetto.

4.4. LA ESCUELA DE CHICAGO EN LOS CINCUENTA Y SESENTA.


EL DECLINAR DE LA HEGEMONÍA

La sociología urbana había nacido en los despachos y las aulas de


Chicago entre los años veinte y cuarenta. Pero Chicago no podía dar
empleo a todos los que obtenían su doctorado en el departamento.
Muy pronto la escuela nacida en Illinois empezó a exportar a sus ti-
tulados por todo el país. Con la diáspora llegaría la diversificación y,
finalmente, Chicago acabaría perdiendo aquella idiosincrasia pionera
que la ha llevado a figurar como protagonista en todas las historias
de la sociología urbana. Se convertiría, simplemente, en un departa-
mento más en el conjunto de la academia norteamericana aunque de
él aún habrían de salir sociólogos de fama universal de la talla de Er-
ving Goffman, continuador de aquella corriente tan chicagüense del
interaccionismo simbólico. Sin embargo, antes de apagar por com-
pleto la antorcha solitaria de la vanguardia, la Escuela de Chicago
aún habría de dar una tercera generación, cuyo periodo de vigencia
puede fecharse grosso modo desde el final de la Segunda Guerra Mun-
dial hasta principios de los sesenta, con características muy definidas
y aportes sustanciales a la sociología urbana. Esta tercera generación
está marcada por dos fenómenos: a) La Nueva Ecología Humana b)
el empiricismo cuantitativo de las teorías de rango medio y el análisis
factorial.
Desde los años cuarenta, las tesis de la Ecología Humana comen-
zaban a ser puestas bajo el ojo de la crítica, tanto fuera, en otras uni-
versidades, como entre los miembros más jóvenes del departamento.
Ya hacia 1950, el enfoque ecológico tal y como había sido desarro-
llado por Park y su escuela se anunciaba en fase terminal (Berry y
Kasarda, 1977). A las críticas de Davie (1937) o las reformulaciones
La sociología urbana en el periodo de posguerra 187

de Hoyt (1939) y Harris y Ullman (1945) se añadieron las de Firey


(1947, 1948) o Robinson (1950). Desde Harvard, Firey mostró en
su estudio sobre Boston que las élites no se van nunca del todo del
centro porque este tiene un valor simbólico y afectivo muy alto para
ellas. Con su estudio Firey introducía el elemento cultural en la di-
námica de ocupación del territorio, rompiendo el modelo estricta-
mente naturalista, ecológico. Demostró que Boston, una ciudad con
una tradición histórica plurisecular, seguía un modelo de segregación
territorial distinto de la mayoría de las ciudades nuevas norteamerica-
nas: un modelo más parecido al europeo. La alta burguesía de Boston
había permanecido residiendo en el mismo barrio central durante
150 años a pesar de que habría podido obtener altísimas plusvalías
vendiendo y marchándose a los suburbios. Robinson (1950), por su
parte, alertó sobre la necesidad de refinar el método estadístico de las
correlaciones ecológicas separándolas perfectamente de las correla-
ciones individuales.
Como reacción a las críticas planteadas a la Ecología Humana la
sociología urbana tomó dos caminos divergentes a partir de finales de
los cuarenta (Saunders, 1981):

a) El de los que decidieron refugiarse en el empírismo renun-


ciando a desarrollar o engancharse a un andamiaje teórico
demasiado definido. Una opción que a su vez caminaría por
dos vías metodológicamente distintas: la de los cuantitivistas,
engolfados en áridos análisis estadísticos de población (mode-
los de migración, mapas de fenómenos sociales) y que acaba-
ron por ser prácticamente indistinguibles de los demógrafos
o geógrafos urbanos; y la de los cualitativos, que se internaron
por la senda de los analisis etnográficos, con metodología de
observación participante, hasta hacerse indistinguibles de los
antropólogos culturales (Hannerz, 1980). Estos últimos estu-
vieron prácticamente ausentes en Chicago desde la marcha de
Hugues en 1961, y lo cualitativo fue entregado casi en exclusi-
va al Departamento de Antropología (Abbott, 1999).
b) El de los que decidieron seguir estudiando las poblaciones
humanas desde la lógica ecológica, refinando su marco teó-
rico-metodológico con los nuevos avances aportados por la
Ecología Biológica y mejores instrumentos estadísticos. Es la
que Mela denomina Escuela Ecológica «Neoortodoxa» (Mela,
1996) o «Nueva Ecología Humana» y Fine (1995) «la segunda
188 Francisco Javier Ullán de la Rosa

Escuela de Chicago». Yo considero más conveniente la etiqueta


de tercera generación de Chicago, siguiendo el orden cronoló-
gico que se remonta a los fundadores.

4.4.1. La Nueva Ecología Humana


El pionero y máximo exponente de esta corriente es Amos Hawley
(1943, 1950) pero hay otros también, y muchos de ellos no están
ya en Chicago como Shevky y Williams (1949) (desde California) o
Quinn (1950). Esta segunda generación de ecólogos empezó a dis-
tanciarse físicamente de la ciudad de Chicago, contribuyendo a la
maduración de la Ecología Humana y a su difusión fuera de su cuna
a orillas del Lago Michigan.
El manifiesto teórico de la Nueva Ecología Humana lo cons-
tituye la obra de Hawley Human Ecology. A Theory of Community
Structure (1950). El objeto de la Ecología Humana, nos dice Hawley,
es el estudio de cómo las poblaciones humanas se adaptan colecti-
vamente al ambiente. En ella, la cuestión de los valores individuales
o de las motivaciones no tiene lugar. El análisis de dicho proceso
de adaptación se desarrolla en torno a cuatro principios ecológicos:
interdependencia, función clave, diferenciación y dominación, en
los que Hawley seguirá profundizando en las décadas siguientes.
Veámoslos a continuación uno por uno:

• Interdependencia: Hawley sostendrá que en él radica la prin-


cipal diferencia con la Ecología Humana anterior, en la im-
portancia (y sobre todo el desarrollo) que concede a la inter-
dependencia como mecanismo de adaptación frente a la
competición. Dicha interdependencia puede manifestarse
de dos maneras: a) simbiosis (relaciones complementarias
entre grupos funcionalmente diferenciados) y b) comensa-
lismo (agregación de grupos funcionalmente iguales). La
unión simbiótica favorece la especialización social y es, por
tanto, proactiva, mientras la comensalística es una estrategia
puramente defensiva (aumentar la fuerza al aumentar el nú-
mero). Hawley llama grupos corporativos a los primeros (la
familia, las asociaciones de vecinos), y grupos categoriales a
los segundos (los sindicatos, por ejemplo). La población se
organiza ecológicamente en un territorio determinado de
acuerdo a estos dos principios aunque de forma compleja:
La sociología urbana en el periodo de posguerra 189

los grupos corporativos pueden a veces funcionar como ca-


tegoriales (por ejemplo, cuando responden a alguna amena-
za externa) y viceversa (por ejemplo, desarrollando una élite
de líderes).
• Función clave: ciertas unidades tienden a desarrollar una
función más importante que otras en el proceso de adapta-
ción al ecosistema. La función clave, en lo que él define
decididamente como el ecosistema capitalista, es desempe-
ñada por la industria y el comercio.
• Diferenciación funcional: la cual depende de las capacidades
productivas de la función clave. Así, en las sociedades caza-
doras-recolectoras el bajo nivel productivo impedía el desa-
rrollo de diferenciaciones funcionales. En las sociedades in-
dustriales, por el contrario, la altísima productividad ha
conducido a una diferenciación funcional sin precedentes,
que se anuncia como potencialmente ilimitada.
• Dominación: también depende de la función clave. Las
posiciones dominantes en el sistema son desempeñadas
por aquellas unidades que controlan el funcionamiento
de la función clave. Son los agentes que controlan «el flu-
jo de subsistencia de la comunidad» (Hawley, 1950: 221),
es decir, en el caso de los Estados Unidos, las empresas
privadas.

Es a través del último principio, el de la dominación, que Hawley


aterriza de nuevo en la ciudad: La dominación funcional ejercida
por los agentes económicos no se expresa solamente en el terreno
político sino también en el espacial y se plasma en el control de la
centralidad. Las unidades dominantes ocupan siempre el centro es-
pacial del sistema, puesto que este constituye el punto de integración
y administración de la interdependencia del mismo con las demás
unidades, situándose de forma más o menos concéntrica en torno a
estas. Hawley da así un nuevo espaldarazo al modelo concéntrico de
Burgess que otros habían criticado, aunque con una precisión teó-
rica: es la función clave lo que es central, no tal o cual agente social
concreto (en las sociedades preindustriales serán los propietarios fun-
diarios, con el rey a la cabeza, los que ocupen las posiciones centrales
y no las fuerzas capitalistas). La función clave también se expresa
temporalmente y en el caso capitalista esta expresión se plasma en la
aceleración del tiempo.
190 Francisco Javier Ullán de la Rosa

Como vemos es verdaderamente difícil, más allá del recurso que


hacen a las analogías biologicistas, distinguir a la Ecología Humana,
y esto ya desde los tiempos de la Escuela de Chicago, de la para-
lela escuela funcionalista que en estos momentos dominaba todos
los departamentos de sociología del mundo anglosajón. La Ecología
Humana no es más que una variante del más general funcionalismo.
La ecología de Hawley tendría una continuidad en las siguientes
décadas en muchos trabajos de sociología urbana y sería enriquecida
por las nuevas técnicas de investigación estadística que comentare-
mos en el siguiente apartado. Así, por ejemplo, son significativos los
trabajos sobre desigualdades socioresidenciales entre barrios que utili-
zan metodologías estadísticas mejoradas como los Social Area Analysis
desarrollados por Shevky y Williams (1949) continuados por Shevky
y Bell (1955), o los Cluster Analysis de Tryon (1955). Todos ellos
eran variantes de la estrella metodológica del momento, el análisis
factorial, un refinamiento de las correlaciones ecológicas de Park que
usan todos (algunos autores incluso han llamado a esta fase «Ecología
Factorial» [Janson, 1980; Mela, 1996]).
La Nueva Ecología Humana sin duda limó muchas de las rugo-
sidades del primer boceto de Park, Burgess y McKenzie. La extensión
de ciertos fenómenos, hasta entonces privativos de las urbes norte-
americanas, a otras ciudades del mundo a partir de los años cincuenta,
mostró que sus aportaciones habían sido bastante acertadas en deter-
minados aspectos, y que podían aplicarse universalmente. Así, aque-
llos procesos de invasión y sucesión que habían descrito, movidos por
las oleadas de inmigrantes étnicamente diferentes que habían ido lle-
gando a Chicago, provocaron los mismos efectos cuando se repitieron
en Europa. En la posguerra de los cuarenta, una oleada de inmigrantes
caribeños de color «invadió» los barrios obreros blancos de Londres.
Sus poblaciones reaccionaron de la misma manera que lo habían he-
cho en Chicago y en el verano de 1958, la estación ecológica de los
disturbios (Lohman, 1947), cuando todo el mundo está en la calle y
se multiplican las posibilidades de contacto, la metrópoli británica
vivió su propia versión de la rabia blanca. Fue en Notting Hill Gate
y el episodio violento dio nacimiento el año siguiente, como medida
orientada a la integración cultural, al famoso carnaval multiétnico por
el que es famoso hoy en día (The Independent, 2008).
De todos los autores que pueden incluirse, de una manera más o
menos estricta, en esta escuela, y bajo la influencia directa de Hawley,
quizá otro que merezca comentar en más detalle sea Otis Dudley
La sociología urbana en el periodo de posguerra 191

Duncan. Porque sería Duncan quien daría el giro definitivo de timón


que apartó a la Ecología Humana de la sociología urbana, alejándo-
la del estudio de la ciudad como objeto específico y conduciéndola
hacia esferas mucho más universales. En efecto, sería Duncan quien
reaccionaría contra la pretensión, todavía defendida por Hawley con
una cierta inercia de su herencia chicagüense, de ver en el ecosistema
urbano un microcosmos que puede ser estudiado en sí mismo. Dada
la profunda interdependencia de las localidades, regiones y naciones
en el mundo contemporáneo, dirá Duncan, la única unidad ecológi-
ca practicable es el sistema mundial global (Duncan, 1959).
Hoy en día la Ecología Humana se ha convertido en un enfo-
que teórico dentro del macroenfoque funcionalista que no tiene un
vínculo de exclusividad con el análisis urbano. Duncan, de hecho,
lo aplicó al estudio de la estratificación profesional y los sistemas de
estatus en su trabajo con Peter Blau (Duncan y Blau, 1967). Por otro
lado, Duncan, siguiendo la huella de los empiricistas que también
salieron como él de las aulas de la Universidad de Chicago, dedicó
buena parte de sus esfuerzos a los estudios demográficos siendo un
revolucionador de dicho campo, hasta el punto que algunos autores
lo consideran «uno de los sociólogos más influyentes de la historia»
(Xie, 2000).

4.4.2. La deriva cuantitativista: la era del análisis factorial


En 1929, bajo la dirección de Robert Redfield, ocho profesores se
escindieron del Departamento de Sociología de Chicago para crear
un Departamento de Antropología independiente. Aunque durante
toda la década siguiente e incluso parte de la de los cuarenta los dos
departamentos hermanos siguieron manteniendo vínculos muy estre-
chos, el tiempo los iría lentamente separando. Esta separación no po-
día ser muy grande mientras los sociólogos siguieran dedicando una
parte sustancial de sus esfuerzos a la etnografía urbana, a través de su
enfoque interaccionista y los Community Studies. Y este fue de he-
cho un campo prioritario del Departamento de Sociología mientras
los antropólogos no entraron a competir en él, ocupados en estudios
sobre campesinos o cazadores-recolectores en otras partes del mundo.
Las cosas empezaron a cambiar, sin embargo, cuando Redfield con-
trató en 1935 a William Lloyd Warner (Stocking, 1979). Warner fue
el primer gran antropólogo en dedicar sus esfuerzos al estudio de las
poblaciones urbanas occidentales, inaugurando así la antropología
192 Francisco Javier Ullán de la Rosa

urbana. Con él, antropología y sociología urbana se solaparían por


un tiempo, siendo prácticamente indistinguibles (Eames, 1977; Fox,
1977; Basham, 1978; Hannerz, 1980). Finalmente, el desembarco de
la antropología en la ciudad hizo que la sociología urbana, casi casi
obedeciendo a las mismas leyes ecológicas que la Escuela de Chicago
había creído identificar, fuera abandonando el nicho de los Commu-
nity Studies a la disciplina hermana y concentrándose en el nicho de
lo cuantitativo. Con ello, Chicago no hacía otra cosa que seguir la
tendencia general de la sociología norteamericana de aquellos años
en los que, bajo la égida de figuras como Paul Lazarsfeld, entre otros,
se produce una matematización de la disciplina con la incorporación
de refinados instrumentos estadísticos y el creciente uso de computa-
doras (Bulmer, 1984).
Uno de los últimos cualitativos del Departamento de Sociología
fue Everett C. Hughes. Sus aportaciones en la metodología de traba-
jo de campo urbano han sido ampliamente reconocidas a posteriori
(Chapoulie, 2002). Él es el maestro de aquella línea del interaccio-
nismo simbólico que nunca moriría del todo en Chicago gracias a
Goffman. En 1952, siguiendo la estela de los autores de las décadas pa-
sadas, Hughes publicó, junto con su esposa, Where Peoples Meet: Racial
and Ethnic Frontier, un estudio sobre la ecología de la interacción inte-
rracial en Chicago que puede considerarse el canto de cisne de este tipo
de enfoques en el departamento. Unos años después los cuantitivistas
tomaron definitivamente el timón (Bulmer, 1984) y el choque con
Hughes fue tan fuerte que este presentó su dimisión en 1961 y aceptó
un puesto en la Universidad de Brandeis (Abbott, 1999).
La fuerte corriente empirista condujo a un debilitamiento de las
grandes teorías sociológicas, como la propia Ecología Humana, que
parten de modelos generales de la sociedad y su sustitución por un apa-
rato conceptual menos ambicioso pero mucho más apoyado por datos
(regularidades empíricamente verificables): un enfoque que Robert K.
Merton denominaría «teorías de rango medio» (Merton, 1957). Este
enfoque sustituye las grandes explicaciones mediante leyes universales
por mecanismos de tipo fundamentalmente sistémico, en el que las
relaciones lineales de causa-efecto son reemplazadas por correlaciones
horizontales entre factores. Un enfoque, en resumidas cuentas, «hi-
perfuncionalista». El resultado son modelos explicativos estáticos de
un entorno social determinado donde los procesos de transformación
a lo largo del tiempo son hasta cierto punto puestos entre parénte-
sis. Un enfoque empírico positivista que va a dominar la sociología,
La sociología urbana en el periodo de posguerra 193

especialmente en los EEUU, durante muchas décadas y que sigue


siendo muy fuerte hoy en día (Wacquant, 1992). Este enfoque fue
abrumadoramente dominante en todas las disciplinas sociales sujetas
a la hegemonía del funcionalismo. Puede, por ejemplo, observarse en
la hermana subdisciplina de la Economía Urbana, donde destacan los
trabajos de William Alonso. Alonso explicará así el proceso de subur-
banización en términos de proceso racional de maximización costos/
beneficios de las familias, utilizando fórmulas matemáticas en las que
trata de dilucidar que el grado de lejanía al centro está en función de
la conjunción de variables como la distancia y el tiempo, el costo del
transporte y los ingresos (Alonso, 1960; 1964).
La reina de todas aquellas metodologías fue el llamado análisis
factorial, una metodología estadística que nació en el Reino Unido en
el ámbito de la psicometría, de la mano de Charles Edward Spearman
y su discípulo Raymond Bernard Cattell en los años veinte. En 1941
Cattell sería contratado por Harvard y en 1945 por la Universidad de
Illinois en Urbana-Champaign, una localidad muy cercana a Chicago,
desde donde la técnica llegaría finalmente al departamento. La razón
por la que Cattell se dejó seducir por la oferta de una universidad
menor como Illinois fue por las expectativas que le generaron los
planes de construir allí el primer computador para propósitos de in-
vestigación universitaria de los Estados Unidos, el ILLIAC I (Illinois
Automatic Computer), que, en efecto, comenzó a funcionar en 1952
(Lyndsey, 1973). Fue el segundo computador universitario del mun-
do (el primero estaba en posesión de la Universidad de Manchester
en el Reino Unido desde 1948). La utilización de computadoras des-
de principios de los años cincuenta es un factor importante para en-
tender el giro matemático que tomó la sociología. Gracias al poder de
cálculo de las nuevas máquinas, a pesar de sus enormes limitaciones
si se las contempla con ojos contemporáneos, fue posible procesar
cantidades de datos, cruzarlos y extraer de ellos correlaciones que an-
tes habrían resultado muy laboriosas o prácticamente imposibles. La
computación, por otro lado, empezó a poner dichas posibilidades de
cálculo a disposición de una sociología aplicada que tenía efectos in-
mediatos y por la que empresas y administraciones públicas estaban
dispuestas a pagar (estudios de mercado, sondeos electorales, etc.). La
década que va de 1950 a 1960 fue testigo de un gran progreso en este
sentido: en 1951 la Oficina de Censo de los Estados Unidos intro-
dujo el UNIVAC I, que empezaría a computarizar los datos censales.
El año siguiente ya se utilizó para hacer una predicción poselectoral
194 Francisco Javier Ullán de la Rosa

una hora después del cierre de colegios electorales en la noche de la


elección presidencial.
El análisis factorial es una metodología estadística que reduce
la enorme masa de información cuantitativa a unas pocas variables
(los llamados factores) explicativas con la que estarían relacionadas el
resto de los datos. Es una técnica que analiza las relaciones de inter-
dependencia entre todas las variables asignándoles un coeficiente (de
0 a 1) en función de su mayor o menor relación de interdependencia.
Aquellas variables que concentran los coeficientes más altos (por en-
cima de 0.7) con respecto a otras variables serían los factores, siempre
asumiendo que existe un margen de error debido a variaciones indi-
viduales que son inevitables (Janson, 1980).
Un ejemplo de la aplicación del análisis factorial a la sociología ur-
bana podría ser el de Lander (1954) en su estudio sobre la delincuencia
juvenil. La metodología estadística fue utilizada para refinar la Teoría
de la Desorganización Social de Shaw y McKay (1942) y encontró que
las siguientes variables estaban correlacionadas, con los mismos coefi-
cientes, tanto con el factor delincuencia como con el factor desorgani-
zación social, de donde deduce que se trata de uno solo:
Hacinamiento .85
Infraviviendas .81
Porcentaje de población de color .70
Régimen de alquiler .57
Baja educación .64
Población nacida en el extranjero .16

El ejemplo muestra con bastante nitidez las fortalezas y debilida-


des de este tipo de enfoque como instrumento de explicación científi-
ca. El algoritmo matemático permite dilucidar relaciones que no son
evidentes a simple vista, como que la asociación entre delincuencia y
condiciones del hábitat es muy alta (.85) pero que tiene poco que ver
con el origen nacional de los individuos (.16). Sin embargo, la corre-
lación entre raza y delincuencia (.70), sin otra información contextual
adicional, podría conducirnos erróneamente a una explicación racis-
ta. El análisis factorial fue sin duda un gran avance en el estudio de las
complejas sociedades urbanas formadas por millones de individuos,
y permitió descubrir relaciones entre procesos que habrían sido muy
difíciles de ver a través de la observación directa. Sin embargo, en
ausencia de otros marcos teóricos más abarcantes, el análisis factorial
La sociología urbana en el periodo de posguerra 195

puede solo limitarse a describir, en ese rango medio del que hablaba
Merton, relaciones entre fenómenos de forma circular, sin dilucidar
exactamente cómo llegó a producirse tal asociación de elementos. Es
decir es un modelo estático donde falta el dinamismo del enfoque
cronológico: una metodología claramente adaptada a una explicación
funcionalista de los procesos sociales (Janson, 1980).
La hegemonía del estructural-funcionalismo, tanto en EE. UU.
como en el Reino Unido, conllevó una pérdida de peso de la so-
ciología urbana en la disciplina sociológica general, centrada ahora
en el estudio de la estructura social como sistema abstracto a partir
del enorme desarrollo que alcanzan las técnicas de investigación es-
tadísticas. Más que analizar cómo las relaciones y prácticas sociales
se desarrollan en el espacio, el tema central de articulación de los
estudios sociológicos fue el estudio de las relaciones de clase en el
sistema social nacional, relaciones de clase que se veían construidas
por los procesos económicos mucho más que por el entorno espacial.
La sociología urbana se convirtió, en palabras de Savage y Warde
(1993: 29) en un intellectual backwater. Incluso los investigadores
del Institute of Community Studies, como Young y Wilmott que en
los cincuenta habían realizado investigaciones señalando la relación
directa entre el espacio y las relaciones sociales, pasarán en los sesenta
a minimizar dicha relación, aupando a la variable clase social al podio
de causa principal de los procesos sociales (Young y Willmot, 1975).
Los sociólogos urbanos siguen estando comprometidos con la
reforma política pero ahora desplazan su foco de atención de los go-
biernos locales a los nacionales, elaborando informes y estudios gene-
rales a nivel nacional, basados pesadamente sobre datos estadísticos.
Piensan que si pretenden influir en las decisiones políticas, los estu-
dios locales tienen poco peso y pueden ser considerados como poco
representativos por gobiernos que cada vez confían más en las bases
de datos estadísticas (Savage, 1993).
5. LA NUEVA SOCIOLOGÍA URBANA (FINALES
DE LOS SESENTA, PRINCIPIOS DE LOS OCHENTA)

5.1. SOCIOLOGÍA URBANA Y NUEVOS MOVIMIENTOS SOCIALES


URBANOS: LA NECESIDAD DE BUSCAR NUEVOS MARCOS
TEÓRICOS

En la década de los cincuenta el primer paradigma elaborado por la


sociología para acercarse al estudio de la ciudad y de lo específica-
mente urbano se había ido paulatinamente deshilachando. El primer
gran golpe se lo había asestado Duncan, alejando la Ecología Huma-
na del estudio concreto de la ciudad y situándola en las esferas de un
holismo totalizante. Inmediatamente después llegaría la reestructura-
ción funcionalista del organigrama de las ciencias sociales ejecutada
por Talcott Parsons desde Harvard. Su The Social System apareció en
1951 y en él desarrollaba su famoso paradigma AGIL (Parsons, 1951)
que dividía el entero sistema social en cuatro subsistemas interdepen-
dientes pero relativamente autónomos (economía, política, sociedad
y cultura), cada uno desempeñando una función básica en el mante-
nimiento (equilibrio) del sistema (estas eran, respectivamente, las de
Adaptation, Goal attainment, Integration y Latent Function, de donde
la sigla AGIL). Las categorías de Parsons, como antes las de Weber
con respecto a las clases sociales, pretendían ofrecer una alternativa y
un sustituto a las del materialismo histórico de estructura y superes-
tructura. Lo relevante aquí para el tema que nos ocupa es que, junto
con esta reorganización teórica, Parsons propuso una organización
disciplinar y académica, una propuesta para acabar con los solapa-
mientos e indefiniciones de objeto que se daban tan frecuentemente
en las ciencias sociales, aún en proceso de consolidación (Gerhardt,
2002). Apoyándose en la defendida autonomía funcional relativa de
los subsistemas, Parsons realiza un reparto que, si bien nunca lle-
gó a imponerse como pensamiento único, tendría gran aceptación
e influencia en la construcción de la arquitectura disciplinar y orga-
nizacional de las universidades en las siguientes épocas. Ese reparto
198 Francisco Javier Ullán de la Rosa

otorgaba el estudio del subsistema económico («adaptación», térmi-


no tras el que se proyecta, sin lugar a dudas, la larguísima sombra de
la Ecología Humana) en feudo vitalicio a la economía; el subsitema
político («logro de objetivos») iba a la naciente ciencia política; el
objeto de la sociología sería, a partir de ahora, única y exclusivamente
el estudio de la estructura social (aquella que desempeñaba la función
de «integración», una nueva forma de llamar a la cohesión durkhei-
miana), cediendo toda pretensión de estudiar los aspectos culturales
que se convertían, en la Carta Puebla parsoniana, en apanage de la
antropología, lo que vendría, en su opinión, a rescatar a una cien-
cia que estaba a punto de perder su objeto de estudio fundacional
con la rápida desaparición de los primitivos y de los campesinos. Los
estudios culturales quedaban, pues, fuera del proyecto y, con ellos,
uno de los huertos más fructíferos de la sociología urbana, que ahora
pasaba a ser progresivamente cultivado por una nueva generación
de antropólogos urbanos. Por último, según uno de los exponentes
críticos de la nueva sociología urbana, la vieja sociología urbana se
basaba, consciente o inconscientemente, en la aceptación de la fa-
mosa dicotomía rural-urbano (Pahl, 1966). Con el acelerarse de la
urbanización del campo, la percepción de esta dicotomía empezó a
debilitarse. De repente, lo urbano estaba por todas partes y, por lo
tanto, en ningún lugar en concreto. «Perdiendo al campesino, los
sociólogos han perdido también la ciudad», dirá Pahl en otra obra
posterior (Pahl, 1970: 199)
Es entonces que aparecen, a finales de los sesenta, una serie de
corrientes renovadoras y críticas en el seno de la sociología urbana,
que la revitalizan. Su periodo de hegemonía es la década de los seten-
ta y los focos de origen, París y, en segundo plano, el Reino Unido,
mientras los Estados Unidos, adormecidos aún por el imperio del
funcionalismo, seguirán esta vez la rueda de los europeos. Dos son las
grandes corrientes que podemos identificar:

• En el Reino Unido, una escuela que retoma los trabajos de


Weber sobre poder burocrático, clases sociales y estatus y los
trata de aplicar al estudio de la segregación espacial en la
ciudad, con un enfoque políticamente más crítico que el
autor alemán clásico.
• En Francia, una revisión de los marcos teóricos de Marx y
Engels que depuran el marxismo de sus contaminaciones
políticas, especialmente de la lectura grosera y dogmática
La nueva sociología urbana (finales de los sesenta, principios de los ochenta) 199

realizada por el leninismo y el estalinismo, y recuperan y refi-


nan su materialismo histórico como herramienta teórico-me-
todológica. Una revisión que se realizaba en paralelo y retroa-
limentación a la liberación, en Europa Occidental, de los
movimientos de izquierda, socialistas y comunistas, de la tute-
la soviética en aras de la construcción de un marxismo político
más humanista y compatible con la democracia.

¿Y por qué en aquel momento? Porque a finales de los años se-


senta las políticas del Estado de Bienestar y más de veinte años de
crecimiento económico a gran velocidad habían transformado pro-
fundamente (domado, aburguesado) a la clase obrera y habían com-
plejizado enormemente la estructura de clases. Con el acceso de los
obreros a la propiedad (de su inmueble, de su automóvil) y la pau-
latina proletarización de las clases medias profesionales (deflación de
títulos universitarios, aumento de nichos laborales de cuello blanco
pero mal pagados…) la sociedad no podía verse ya desde la simple
dicotomía propietarios-no propietarios. Cuando, como sucedió en la
primavera de 1968, los intelectuales asistieron a movimientos sociales
en los que eran los estudiantes universitarios y no los obreros quienes
encabezaban las huelgas y recibían los porrazos de los antidisturbios,
la prueba de que la teoría de la luchas de clases requería nuevas for-
mulaciones se hizo más que patente, tanto entre los marxistas como
entre los no marxistas.
La sociología urbana también tuvo que afrontar el reto de ex-
plicar una nueva serie de fenómenos sociales que empezaron a de-
sarrollarse en las ciudades precisamente durante aquellos años. Uno
de ellos ya lo hemos comentado: los movimientos de una nueva iz-
quierda (así, New Left, se llamó, precisamente en el Reino Unido),
que reclamaban no solo un cambio de sistema económico o político
sino una revolución cultural. Junto a ellos estaban los movimientos
contraculturales propiamente dichos (generación beat, hippies), que
eran fundamentalmente urbanos. Y exclusivamente urbanos eran los
movimientos vecinales que empezaron a surgir por aquellos años y
que suponían una forma de movilización social muy novedosa que
requería de nuevos moldes explicativos: movimientos interclasistas,
sin pretensiones de transformación del sistema sociopolítico general
y, por lo tanto, parcialmente desideologizados, despolitizados; movi-
mientos de carácter pragmático formados por vecinos cuya principal
característica en común es la de compartir el mismo espacio urbano
200 Francisco Javier Ullán de la Rosa

y, por lo tanto, los mismos problemas y necesidades en relación a


él, que se movilizan a partir de reivindicaciones concretas y locales
para exigir a los poderes públicos la provisión o mejora de ciertos
servicios comunitarios urbanos (escuelas, transportes, hospitales, eli-
minación de residuos, seguridad, etc.). Estos movimientos vecinales
surgen como consecuencia de las transformaciones sufridas por la
ciudad después de la Segunda Guerra Mundial: con la implicación
de los estados en el urbanismo, los poderes públicos (fundamental-
mente municipales) se convirtieron en los proveedores principales de
servicios urbanos. Al hacerlo, hicieron posible la movilización social
para ejercer presión sobre sus decisiones, algo que era imposible en
la situación previa en la que estos servicios, o simplemente no exis-
tían, o estaban atomizados en una miríada de proveedores privados
(y restringidos a una franja pequeña de la sociedad, las clases medias
y altas). La crisis económica global que se inicia en 1973 provocó una
intensificación de estos movimientos sociales urbanos al conllevar
la aparición de fenómenos desconocidos desde la Gran Depresión:
desempleo masivo, estanflación con pérdida de poder adquisitivo de
los salarios, endeudamiento y quiebra de muchas empresas y admi-
nistraciones públicas, cuyos ingresos fiscales se desplomaron súbi-
tamente. Entre estas últimas se contaban muchas ciudades, que se
declararon incapaces de seguir proveyendo adecuadamente los ser-
vicios de consumo colectivo. Un caso paradigmático, por su imagen
de ciudad-insignia del capitalismo, es la ciudad de Nueva York. En
1975 Nueva York se encontraba oficiosamente en default técnico. Su
alcalde, Abraham Beame solicitó un rescate (bail out) al presidente
Ford y este se lo negó (Jackson, 1975). En 1978 le tocaría el turno a
muchas ciudades de Gran Bretaña (Saunders, 1981).
Por último, estaba la cuestión racial en los Estados Unidos, que
estalla de nuevo desde mediados de los sesenta. La estrategia de pa-
cificación consistente en segregar a los blancos de los negros y otras
minorías funcionó relativamente bien (para los blancos, es decir, para
la mayoría de la población) durante un par de décadas. Pero solo
trasladaba el problema al futuro, creando unos hiperguettos que eran
una olla a presión social, una auténtica bomba de relojería. Tras dos
décadas de prosperidad y con sus jóvenes muriendo por el gobierno
en las selvas y arrozales de Vietnam, los negros dijeron basta. Querían
acceder ellos también a la utopía suburbial, escapar de la enorme
prisión que era el guetto, querían ser ciudadanos de pleno derecho.
Y expresaron ese anhelo de muchas maneras, ninguna de las cuales
La nueva sociología urbana (finales de los sesenta, principios de los ochenta) 201

puede ser satisfactoriamente explicada con una teórica clásica de las


clases sociales, puesto que el componente racial, identitario y cultural
las convierte en algo nuevo, diferente:

a) Mediante la estrategia de reconstrucción étnica, reclamando


su derecho a la diferencia en tanto poseedores de una cultura
distintiva, de origen africano (es entonces cuando aparece el
término afroamericano y sustituye al de negro), y ello en al
menos dos modalidades principales: la milenarista, articulada
en torno al Islam como instrumento de reconstrucción étnico-
político (la Nación del Islam de Elijah Muhammad y Malcom
X), y la marxista, inspirada en el discurso anticolonialista (el
Black Panther Party).
b) Mediante un pacifismo civilista inspirado en Gandhi y en los
valores cristianos y que, desde la conciencia de que los ne-
gros formaban parte de la nación americana, de su cultura y su
identidad, llamaba simplemente al cierre de la herida racial a
través de la concesión de los derechos civiles plenos: el movi-
miento encabezado por el reverendo Martin Luther King.
c) Mediante la criminalidad organizada, como forma alternativa
para obtener las metas culturales de éxito y bienestar que se les
negaban estructuralmente. Una criminalidad que la creación
del guetto había acendrado y que alcanzó cotas desconocidas
en la historia durante los años setenta y ochenta como conse-
cuencia de la crisis económica.
d) Y, finalmente, en momentos puntuales, liberando su rabia en
destructores estallidos de violencia urbana. Entre 1958 y 1971
se registraron 26 disturbios raciales, con el pico concentrado
entre los años 1964 y 1968 (Olzak y McEneaney, 1996). La
diferencia con los disturbios de las décadas precedentes es que
estos ya no estaban provocados por enfurecidos blancos que
atacaban a negros con los que no querían vivir. La segregación
residencial había resuelto casi por completo ese problema. La
chispa de los disturbios la inician ahora los propios negros,
normalmente como respuesta a un episodio de injustificada
brutalidad policial, o como resultado de acontecimientos po-
líticos que se perciben como un ataque a toda la comunidad
por parte de la sociedad exterior (asesinato de Malcom X en
1965 y asesinato de King en 1968). Y la rabia se concentra y
dirige hacia los propios guettos: pura energía negativa liberada
202 Francisco Javier Ullán de la Rosa

sin control, ciega, que destruye su propio entorno, empobre-


ciéndolo aún más.

Este es el escenario que tienen por delante los sociólogos urba-


nos a finales de los sesenta y en los setenta. Una auténtica crisis de la
ciudad que va a despertar a la sociología urbana de aquel marasmo
intelectual en el que algunos la veían sumida (Zukin, 1980). Dice
Ghorra-Gobin (1993) que a finales de los sesenta la opinión pública
norteamericana se sorprendía por la aparente paradoja de un Estado
que era capaz de enviar hombres a la Luna pero se declaraba impo-
tente para organizar el espacio urbano a fin de prevenir disturbios
como el de Watts, Los Ángeles, en 1965. La nueva sociología urbana
nace para responder, entre otros, a ese reto. Y lo hará, en sus dife-
rentes corrientes, desde un rechazo frontal de las teorías ecológicas
y culturalistas de la Escuela de Chicago y rescatando el abarcante
concepto de economía política. El problema no puede ser compren-
dido desde conceptos como disfuncionalidad y aquella tendencia
a ver los fenómenos relacionados con la pobreza urbana como una
cierta forma de patología, o, todo lo más, como una cultura en sí
misma. Todos aquellos fenómenos, dirán los nuevos sociólogos, no
son más que una expresión del sistema estructural de dominación
política y económica, de la economía política. No son disfunciones
sino formas de dominación que no existen «a pesar del sistema» sino
porque son creados por el sistema. A partir de ahí la tarea que se
imponen los nuevos sociólogos urbanos será la de estudiar cómo las
ciudades refuerzan, median y articulan las contradicciones de una
particular economía política y, fundamentalmente, de la economía
política capitalista (Zukin, 1980). Así, los nuevos sociólogos urbanos
estudiarán fenómenos como los movimientos de capital, el redlining,
los subsidios públicos, el mercado dual de trabajo y sus efectos sobre
las relaciones sociales y el espacio construido en la ciudad. Objetivos
que convergirán con los que por los mismos años estaban planteando
los geógrafos, entre los cuales también nace una corriente conocida
como Nueva Geografía Urbana, representada, entre otros, por Berry
(1964). Los paralelismos y puntos de encuentro, como ya había su-
cedido en las décadas pasadas (por ejemplo Christaller y sus conco-
mitancias con la Escuela de Chicago), son evidentes. Tanto es así que
dedicaremos todo un apartado a analizar la obra de uno de los prin-
cipales exponentes de dicha escuela geográfica, David Harvey, cuya
inclinación sociológica es tan grande que muchos sociólogos urbanos
La nueva sociología urbana (finales de los sesenta, principios de los ochenta) 203

(Saunders, 1981; Merrifield, 2002) lo incluyen también con práctica


unanimidad entre los exponentes de la disciplina.
Otro reto importante, del que solo algunos pocos, como Castells,
recogerán el guante, lo constituía el fenómeno de urbanización del
tercer mundo. Ya desde los años treinta y cuarenta en América Latina,
con sus políticas proteccionistas de sustitución de importaciones (fa-
vorecidas por la relajación del control imperialista sobre sus econo-
mías que implican los dos conflictos mundiales), se observa un pro-
ceso de industrialización y de intensa migración campo-ciudad que
da como consecuencia el nacimiento de gigantescas aglomeraciones
urbanas, con características muy particulares (periferia chabolística,
corazón remodelado por la especulación capitalista). A partir de la
Segunda Guerra Mundial les seguirán los recién independizados paí-
ses asiáticos y africanos. En todos ellos se crea un proceso acelerado
de urbanización con rasgos evidentes de emulación de la urbe occi-
dental pero, en la mayoría de los casos, sin los recursos industriales y
económicos para poder realizarlo. El resultado es un urbanismo abi-
garrado, mezcla de intervención estatal, altos niveles de corrupción
y caótica espontaneidad que transforma radicalmente las formas de
vida de poblaciones que hasta la fecha vivían en pequeños núcleos
rurales, con condiciones materiales aún más deplorables si cabe de
las que habían sufrido las clases proletarias de la revolución industrial
occidental. La teoría marxista del imperialismo parecía perfecta para
explicar estos nuevos fenómenos. Veamos ahora en detalle corrientes
y autores de este periodo.

5.2. LA ESCUELA NEOWEBERIANA DE SOCIOLOGÍA URBANA

La escuela neoweberiana nace en Gran Bretaña y será siempre una


escuela fundamentalmente británica, teniendo poca aceptación fuera
de sus fronteras, probablemente debido a la fuerza con la que rebrotó
el marxismo por los mismos años en otro de los focos centrales de
la sociología, Francia, desde donde ejerció una influencia enorme en
todo el continente, en América Latina y buena parte del tercer mun-
do (e incluso en Norteamérica donde coexistió con el aún vigoroso
funcionalismo y después con la crítica posmoderna).
Sus ideas tuvieron como tablón de anuncios la revista International
Journal of Urban and Regional Research, fundada en 1977 y de cuyo co-
mité editorial fueron miembros los principales exponentes de la escuela:
204 Francisco Javier Ullán de la Rosa

Ray Pahl y Peter Saunders, el segundo representando una subcorriente


revisionista, posterior en el tiempo. Otras figuras que merecen ser desta-
cadas son las de John Rex, Robert Moore y Chris Pickvance.
Para los neoweberianos la especificidad de la sociología urbana
está en estudiar los modelos de asignación y distribución de los re-
cursos espaciales (léase vivienda, colegios, equipamientos urbanos…)
(Pahl, 1975). La sociología urbana debe reservar su objeto de estudio
solo a aquellos sistemas de asignación relacionados directamente con
la forma espacial de la ciudad. Como dice Pahl muy gráficamente: «La
casa y los transportes son elementos de la ciudad; los subsidios esta-
tales y las pensiones, no» (Pahl, 1975: 10). Una de las características
fundamentales de dichos sistemas de distribución espacial, con conse-
cuencias determinantes para las relaciones sociales y de poder, es que
el espacio es intrínsecamente desigual pues, por mucho que se quie-
ra negociar o luchar, dos personas o grupos no pueden nunca ocupar
el mismo espacio al mismo tiempo. Esta es la munición más efectiva
que el neoweberianismo empleará para atacar la visión marxista de la
ciudad, siguiendo una lógica similar a la utilizada por Weber cuando
introdujo el sistema de estatus para romper la dialéctica marxista de las
dos clases sociales (burguesía y proletariado). La desigualdad intrínseca
del espacio demuestra que ninguna lucha de clases, ninguna socialde-
mocracia o dictadura del proletariado, resolverá nunca completamente
las injusticias espaciales porque estas son, sencillamente irresolubles
(¿Puede algún sistema conseguir que todos los habitantes vivan cerca
del centro, o a dos pasos de la parada de metro, o en las zonas climáti-
camente más agradables del país? ¿O que todos vivan muy lejos de los
vertederos? Evidentemente no, y las ciudades del bloque socialista son
una demostración palpable de ello, nos dirán los neoweberianos).
Algún tipo de conflicto espacial, por muy leve que sea, es siem-
pre inevitable. Tanto las sociedades capitalistas como las comunistas
se encuentran frente a la inevitabilidad de esta constricción física. En
consecuencia, ambas pueden encontrarse con problemas similares a
la hora de desarrollar sistemas de distribución de los recursos espa-
ciales y ningún sistema podrá resolverlos del todo (Pahl, 1975). Por
otra parte, esta naturaleza del espacio pulveriza la idea de que dichos
conflictos tienen lugar únicamente entre clases sociales definidas en
relación al modo de producción (entre propietarios y no propietarios)
y la sustituye por un modelo de conflicto multipolar y multidireccio-
nal en que escasez y rigidez de los recursos espaciales provocan con-
flictos entre segmentos de la misma clase social (por ejemplo entre
La nueva sociología urbana (finales de los sesenta, principios de los ochenta) 205

burguesía financiera y burguesía industrial, entre estas y la pequeña


burguesía, entre proletariado y lumpenproletariado, etc.). Es decir,
se aplica una categorización social mucho más fracturada y matiza-
da que la marxista: la de Weber (Saunders, 1981). El estudio de la
ciudad confirma, pues, lo que ya había defendido aquel: que existen
innumerables y contextualizados conflictos de clase, algunos de ellos
de tamaño y alcance muy local (microluchas de clase) y no uno solo
y generalizado como afirmaban Marx y Engels. Y todo ello porque la
sociedad reposa en última instancia en las acciones y motivaciones de
los individuos, aunque estos puedan estar organizados en grupos de
pertenencia (Weber, 1969 [1924]).
A todo ello hay que añadir el papel fundamental de las institu-
ciones que gestionan la distribución de dichos recursos. Estas institu-
ciones son maquinarias burocrático-racionales, producto de la forma
de organización de la moderna sociedad contemporánea (de nuevo
Weber). Pueden ser públicas (el Estado, con sus representantes y fun-
cionarios en la esfera de lo local) o privadas (empresas promotoras
y constructoras o subcontratas de servicios urbanos, por ejemplo)
pero, en cualquier caso, organizaciones altamente institucionaliza-
das. Las constricciones espaciales pueden ser aliviadas (o agravadas)
dependiendo de cómo funcionen dichas instituciones y ese funcio-
namiento depende en buena medida de las decisiones que tomen los
gestores que están al frente de las mismas. La escuela neoweberiana
va a conceder, así, un papel predominante en la conformación de los
fenómenos espaciales (y a través de lo espacial a todo el sistema de
relaciones sociales en el seno de la ciudad) a los gestores de dichos
sistemas de distribución, y no solamente a los sistemas en sí, afir-
mando, con Weber, la importancia de la agencia (de las acciones de
los individuos) sobre la estructura (Saunders, 1981). El estudio de
lo urbano va a concentrar su mirada, pues, en estos operadores de
los sistemas burocrático-racionalizados de intermediación entre los
ciudadanos y los servicios físicos de los que depende el bienestar de
estos (vivienda, transporte, comunicaciones, suministro de energía,
iluminación, escuelas, centros sanitarios, instalaciones deportivas y
de ocio, parques, centros comerciales, etc.). Y, de nuevo en la estela
de Weber, el estudio de estos gestores va a implicar el análisis de los
objetivos y los valores que dichos actores asumen: dilucidar cuáles
son, si realmente los comparten entre sí y si los aplican en la práctica.
Y en una Gran Bretaña prethatcheriana en la que el modelo social-
demócrata era hegemónico, estudiar esos sistemas va a querer decir,
206 Francisco Javier Ullán de la Rosa

fundamentalmente, estudiar el sistema del Welfare State a nivel local,


a los gestores públicos de servicios urbanos.
De acuerdo con Saunders (1981: 180), el enfoque neoweberiano
rescataba de los escritos de Weber las siguientes aportaciones con res-
pecto a la conceptualización del Estado: a) una teoría que consideraba
la política como un reino relativamente autónomo; b) un concepto
de Estado como un organismo controlado por individuos con objeti-
vos y aspiraciones concretas; y c) una visión de la acción estatal en la
que se consideraban más decisivas las acciones y decisiones del aparato
racional-burocrático constituido por los funcionarios y técnicos que las
de los líderes políticos (Weber, 1969 [1924]). Weber, en efecto, insistió
mucho, rebatiendo a Marx, en que el poder económico y el político
eran dos formas de dominio relativamente autónomas entre sí. Aunque
reconoció que históricamente suelen coincidir, no considera la relación
entre ambas esferas como necesaria. Los gobiernos pueden arrogarse
—y en muchas ocasiones se arrogan— funciones de provisión de ser-
vicios públicos sin realizar cálculos económicos de costes-beneficios.
Pueden incluso dejarse llevar por la negligencia y el despilfarro. Los
marxistas, dirán los neoweberianos británicos, muchas veces olvidan
hasta qué punto las condiciones históricas del Estado y la economía
liberal que describieron Marx y Engels han cambiado en el último siglo
y de cómo la situación ha sido dramáticamente modificada por la ex-
pansión sin precedentes de una burocracia pública que ahora pretende
regular la vida social en miles de detalles. Los neoweberianos intentarán
demostrar ese principio desde la sociología urbana ofreciendo pruebas
de que en la Gran Bretaña de las décadas de los cincuenta, sesenta y se-
tenta, los aparatos burocráticos del Estado, al menos a nivel local, eran
mucho más decisivos en la gestión de la población y el entorno que los
poderes fácticos económicos. Era exactamente la visión de Weber, que
había imaginado la evolución histórica como la expansión constante
de los aparatos administrativos del Estado, en aras de la eficiencia ra-
cional, cada vez a más esferas de la vida social. Descritas entonces las
características generales de la escuela veamos ahora con un poco más de
detalle los aportes de sus principales exponentes.

5.2.1. John Rex y Robert Moore: transición entre Ecología Humana


y nuevo enfoque neoweberiano
El primer trabajo en marcar un giro hacia el paradigma neoweberiano
es quizá el libro Race, Community and Conflict (1967) de John Rex y
La nueva sociología urbana (finales de los sesenta, principios de los ochenta) 207

Robert Moore. Aquel libro estudiaba los problemas de vivienda y su


relación con las relaciones raciales en un área urbana de Birmingham.
Su trabajo es considerado por Saunders como una obra de transición
entre la Ecología Humana y el nuevo enfoque neoweberiano. Como
aquellos, Rex y Moore también ven la ciudad como formada por
comunidades espacialmente segregadas y culturalmente diferencia-
das y observan cómo el proceso de crecimiento urbano implica la
expulsión de ciertas poblaciones de las áreas centrales a las periféricas.
Sin embargo, Rex y Moore introducen en su análisis algo que estaba
completamente ausente en los ecólogos de Chicago: el rol decisivo
de las instituciones. Así, los autores identifican dos instituciones que
con sus decisiones no solo afectan sino que en última instancia diri-
gen el proceso de movilidad residencial: las instituciones financieras,
decidiendo a quién conceden créditos para la adquisición de vivienda
y a quién no; y las autoridades estatales, que establecen los requisitos
y ejercen el poder de alocación de las viviendas públicas de alqui-
ler. A partir de ahí Rex y Moore demuestran cómo la combinación
de decisiones financieras y burocráticas, unida a un cierto racismo
subyacente en los gestores de ambos aparatos institucionales, produ-
cía efectos de polarización socioespacial: mientras que la clase media
blanca conseguía convertirse en propietaria de viviendas unifamilia-
res en los suburbios y la clase obrera blanca accedía con facilidad a
las viviendas públicas en régimen de alquiler protegido, también en
zonas periféricas, los inmigrantes de color, debido a la pinza ejerci-
da por un crédito bancario muy exiguo, unas normas burocráticas
restrictivas (se les requerían cinco años probados de residencia en el
país antes de poder acceder a los programas de alquiler público) y un
racismo subyacente, eran institucionalmente privados del acceso a los
suburbios y quedaban atrapados en unos centros urbanos altamente
degradados. Las autoridades, intentando frenar la expansión de estas
áreas a otras zonas de la ciudad, optaban por la estrategia de aislarlas,
contribuyendo de esa manera a su guettoización.
Así, lo que tenemos en ciudades como Birmingham, dirán Rex
y Moore, es una nueva forma de lucha de clases, una lucha que se
genera no en torno al control de los medios de producción sino alre-
dedor del control por el acceso a la vivienda. Aún así, Rex y Moore
no cayeron en la simplificación de equiparar estas zonas con un slum
en términos marxistas: su estudio empírico revela cómo al interno
de las áreas degradadas ocupadas por los inmigrantes se dan tam-
bién diferentes relaciones de clase, con inmigrantes mejor situados
208 Francisco Javier Ullán de la Rosa

(propietarios de negocios), que poseen casas en propiedad e incluso


las alquilan a otros, inmigrantes que alquilan casas unifamiliares y así
hasta llegar a los más desfavorecidos que se hacinan en habitaciones
subalquiladas.
Al hacer esta precisión sobre las diferentes situaciones de los in-
migrantes con respecto a la propiedad, Rex y Moore aplican al estu-
dio del espacio residencial la teoría de las clases sociales de Weber,
una teoría que difería grandemente de la formulada por el marxismo.
Weber, al igual que Marx, era perfectamente consciente de que la cla-
se y el poder eran definidos por las relaciones económicas pero añadía
otras categorías estructurales adicionales a la clase social marxista: el
estatus y la renta. La renta no viene solo definida por la propiedad y
la producción sino por otros factores como los símbolos culturales,
los patrones de consumo, la capacidad de ahorro, las características
personales (por ejemplo la capacidad de esfuerzo), el capital cultural
y social y la profesión (estos tres últimos factores son lo que Weber
(1969 [1924]: 930) denomina «habilidades comerciales», habilidades
que tienen un valor en el mercado y que dan lugar a «clases comer-
ciales» no necesariamente coincidentes con las clases definidas por la
propiedad). Las diferentes combinaciones de propiedad y habilidades
comerciales dan como resultado estatus diferentes, es decir, grados
distintos de «honor y prestigio social» (Weber, 1969 [1924]) que se
reflejan en distintos estilos de vida. El sistema de estratificación de
estatus es un sistema relativamente autónomo del de la estratificación
de clases y puede llegar a cortarlo transversalmente (los ejemplos más
típicos son los de los nobles o intelectuales pobres gozando de un alto
nivel de estatus social). A través de este argumento Weber compleji-
zaba la rígida y simplista dicotomía de clases marxista introduciendo
nuevas categorías como, por ejemplo, las profesiones de cuello blan-
co: gestores, funcionarios, burócratas, profesionales liberales que no
eran ni propietarios de los medios de producción ni proletarios y que
podían llegar a ser en muchos contextos sociales personas poderosas e
influyentes. O, de nuevo, los intelectuales. Ahora bien, la clase social,
para Weber, no es otra cosa que un tipo ideal, una generalización,
pues en realidad existen tantas relaciones de clase como situaciones
individuales particulares. Tratando de ofrecer una categorización mí-
nimamente operativa, Weber acabaría dibujando el esquema triparti-
to que hoy en día es universalmente utilizado en nuestras sociedades,
junto con el marxista: la clase alta que goza de un acceso privilegiado
a la propiedad y a las habilidades; la clase media que comprende
La nueva sociología urbana (finales de los sesenta, principios de los ochenta) 209

aquellos que disponen de propiedad pero con pocas habilidades, o


de habilidades pero pocas propiedades; y la clase baja que no dispo-
ne ni de habilidades ni de propiedades. Rex y Moore no hacen otra
cosa que regresar a Weber al señalar las diferentes articulaciones entre
propiedad, estatus y habilidades. Así, los obreros de las viviendas de
alquiler protegido poseían en la Birmingham de los años sesenta, gra-
cias a otros factores como la nacionalidad o la raza, de mayor estatus
que los propietarios inmigrantes del centro degradado, lo cual era una
subversión radical de los principios marxistas (Rex y Moore, 1967).
Es interesante observar también cómo, en su esquema racionalista,
Weber no puede concebir una clase alta desprovista de habilidades.
Esto es así porque parte del principio de que la gestión de las institu-
ciones económicas y políticas en el capitalismo moderno requiere un
alto grado de instrucción y especialización. Dicho posicionamiento
está presente también en los neoweberianos, en el poder de decisión
que le atribuyen a la élite de tecnócratas estatales.

5.2.2. Ray Pahl y la Teoría del Estado Corporativo como gestor


de la ciudad
Recogiendo el testigo entregado por Rex y Moore, el punto de parti-
da de Pahl es también la constatación de la ciudad, su espacio físico,
como causa de nuevas desigualdades sociales que vienen a sumarse a
las del mundo del trabajo (Pahl, 1970a). Y ello de maneras múltiples
y encabalgadas: los que han de emplear mucho tiempo para llegar a
su trabajo están en situación de desventaja respecto a los que emplean
poco pero quizá mejor que estos en otro sentido si aquellos viven al
lado de una autopista o una depuradora de aguas residuales. También
Pahl insiste en que la tarea del sociólogo es estudiar los sistemas de
asignación de recursos pero, a diferencia de Rex y Moore, no conside-
ra, no en un primer momento al menos, que las diferencias de acceso
puedan generar verdaderos conflictos de clase (Pahl, 1970a: 257).
Y ello porque Pahl va a considerar a la población como variable de-
pendiente en el sistema de asignación, siendo los gestores la variable
independiente (Pahl, 1970b: 620). El entero sistema de distribución
puede explicarse a través del análisis de los objetivos y valores de los
actores que asignan y controlan el conjunto de los bienes urbanos. ¿Y
quiénes son estos actores? Los altos cargos de la gestión pública local,
el nivel de la administración a la que Pahl apodó «los perros de en
medio» (Pahl, 1975: 269).
210 Francisco Javier Ullán de la Rosa

Sin embargo, según iba avanzando la década y Pahl iba profun-


dizando en la investigación empírica, su punto de partida se reveló
demasiado estrecho. Las preguntas empezaron a amontonarse y desde
fuera, especialmente desde el bando marxista, le llovieron muchas
críticas. ¿Cómo podía demostrarse la naturaleza de variable indepen-
diente de los gestores? ¿Por qué únicamente considerar el papel de los
«perros de en medio» y no otras jerarquías administrativas inferiores
(el funcionario de ventanilla en contacto directo con la población) o
superiores, a nivel regional o nacional? ¿Y qué había del papel de las
empresas e intereses privados? ¿No tenían absolutamente ninguna in-
fluencia en el sistema? El mismo Pahl reconoció que su marco teórico
hacía aguas en tres trabajos publicados en 1977 en los que se aprecia
que ha realizado una cierta lectura de las tesis de la escuela neomar-
xista y, en particular, de Castells (de él toma el término «consumo
colectivo», que sustituye a los de distribución y asignación (1977a).
Como veremos al analizar la obra de Castells, esa influencia sería recí-
proca. Intentando dar una respuesta satisfactoria a aquellas preguntas
Pahl elaboraría un marco teórico más maduro y sólido. Estas son sus
conclusiones: a) Los gestores no constituyen del todo una variable in-
dependiente pues se encuentran limitados en su acción por la lógica
espacial que contiene en sí misma formas de desigualdad que nunca
pueden eliminarse plenamente. b) Los gestores están limitados, en las
sociedades capitalistas, por las operaciones del mercado privado. Por
ejemplo, Pahl mostró cómo los terrenos para construir viviendas de
protección oficial debían de ser adquiridos a precio de mercado. No
podían nacionalizarse sin más. Y la financiación para los proyectos
locales pasaba en muchas ocasiones por solicitar créditos a entidades
privadas. c) Los gestores locales se enfrentan a limitaciones en su au-
tonomía por parte de instancias superiores de la misma administra-
ción a cuyas políticas y programas más abarcantes deben someterse
y de cuyos fondos depende en buena medida su financiación. Así,
Pahl descubrió que los gestores locales eran realmente «perros de en
medio» pero no en el sentido inicial que le había dado sino en el de
que ocupaban un puesto estructural como mediadores entre el siste-
ma distributivo de mercado, incluido el capital internacional, por un
lado, y el sistema distributivo («racional») del aparato del Estado por
otro (Pahl, 1977c: 55). Su independencia estaba, pues, limitada. ¿Por
quién, fundamentalmente?
Para responder a esta última pregunta Pahl se va a embarcar
en un proyecto muy ambicioso, demasiado quizá, en el que trata
La nueva sociología urbana (finales de los sesenta, principios de los ochenta) 211

de articular su teorización sobre la gestión urbana con el análisis de


lo que, fundándose en la elaboración previa realizada por Winkler
(1976), denominará el «Estado Corporativo»: un nueva forma de or-
ganización política y económica, diferente tanto del estado capitalista
liberal como del socialista soviético, que había emergido en las últi-
mas décadas con especial fuerza en Europa Occidental. El «Estado
Corporativo» se define como «un sistema económico de propiedad
privada y de control estatal» (Winkler, 1976: 109) en el que el papel
del Estado ha pasado de soporte de la economía a dirección de la
misma. La variable independiente es, así, para Pahl, el Estado en su
nueva evolución corporativa.
Hasta hace poco tiempo se podía afirmar que el Estado subordinaba su
intervención a los intereses del capital privado. Pero se ha llegado en la
actualidad al punto en el que el Estado […] controla la vida cotidiana,
no tanto por su soporte del capital privado sino por la puesta en prác-
tica de sus propios objetivos autónomos (Pahl, 1977a: 161).

Los factores que explican esta transformación, al menos en Gran


Bretaña (Pahl, como buen weberiano, huye de las grandes explica-
ciones estructuralistas y se declarará incapaz de elaborar una teoría
universal del Estado) son, a juicio de Pahl, cuatro: 1) La creciente
concentración del capital en un pequeño número de grandes oligo-
polios, lo cual obliga al Estado a intervenir para garantizar que estas
compañías proporcionen, a través del sistema fiscal y de sus propias
operaciones, un grado de inversión en el país que sea constante y
adecuado para garantizar su viabilidad como sistema social; 2) a tra-
vés de su función de inversión y crédito en el sistema productivo
(fundamentalmente a través de las empresas públicas) el Estado es
capaz de influir, como el gran empresario que es, sobre los modelos
de inversión de todo el sistema privado; 3) las innovaciones tecnoló-
gicas han creado nuevos desafíos a los que el sector privado no puede
enfrentarse solo (ciertos sectores tecnológicos, por ejemplo, tienen
umbrales de inversión en investigación que ninguna empresa privada
puede permitirse y lo mismo puede decirse de ciertas consecuencias
del desarrollo industrial como la contaminación, las grandes infraes-
tructuras, la seguridad pública, etc.); y 4) la creciente intensidad de la
competencia internacional ha llevado a las empresas a buscar la pro-
tección del Estado, sea para proteger su propio mercado interno (con
la política arancelaria, por ejemplo), sea para abrir nuevos mercados
212 Francisco Javier Ullán de la Rosa

en el exterior o consolidar los ya existentes (para lo que requerirán


del sofisticado aparato de política exterior, diplomática y militar, del
Estado).
El corporativismo sustituye la anarquía del libre mercado con la
planificación racional. En lugar de la competición el Estado impone
cuatro principios de actuación:
Unidad (colaboración y cooperación entre los intereses funcionales
del capital y los del trabajo); 2) orden (estabilidad y disciplina en las
relaciones industriales, por ejemplo); 3) nacionalismo (defensa de los
intereses del país, sean estos internos, en lo que respecta a los intereses
sectoriales, o en el terreno internacional, contra los competidores ex-
tranjeros) y 4) éxito (prioridad pragmática de los medios sobre los fi-
nes, con el objetivo de asegurar la eficiencia) (Saunders, 1981: 185).

El tipo de Estado que está describiendo Pahl, sin duda inspirado


en el Welfare State de la Gran Bretaña de la posguerra, cuya imagen
histórica es sustancialmente rósea (especialmente en el mundo de la
izquierda) no parece muy distinto del corporativismo fascista, que
pretendió realizar una fusión muy parecida entre Estado y mercado.
No sabemos si Pahl, o Winkler eran conscientes de estas concomi-
tancias. Si lo fueron nunca lo expresaron explícitamente, nunca se
atrevieron a apuntar en sus páginas las semejanzas entre lo que se
suponía era un sistema socialdemócrata y el fascismo (o nacionalso-
cialismo). Ese debía de ser un tema, evidentemente, tabú. Pero un
cierto barrunto debió de haber. Un barrunto fue, quizá, lo que los
llevó a escoger el término corporativo, cuando podían haber elegido
cualquier otro, para etiquetar el modelo. En cualquier caso los tonos
y adjetivos empleados por Pahl denotan una posición moderadamen-
te crítica frente al modelo que describen, además de como corporati-
vo, como centralizado, jerárquico y cooptativo. Cooptativo porque,
en su proyecto dirigista, trata de «cooptar» dentro de su aparato bu-
rocrático a todas las fuerzas sociales. El ejemplo más evidente es el
de los sindicatos: el Estado llega a acuerdos con sus burocratizadas
cúpulas esquivando a las bases. Estas después se encargan de imponer
automáticamente tales acuerdos a las mismas.
Resumiendo: es en una triple dimensión —ecológica (las cons-
tricciones de un espacio desigual), económica (los intereses de las
empresas) y política (el poder de un Estado central intervencionis-
ta)— donde debemos situar el papel de los gestores urbanos locales.
Sus decisiones no son independientes y autónomas sino que están
La nueva sociología urbana (finales de los sesenta, principios de los ochenta) 213

condicionadas por estas tres esferas. No se puede negar la importan-


cia de su papel pero tampoco afirmar su absoluta autonomía.

5.2.3. Peter Saunders: la revisión de las teorías de Pahl


Saunders puede considerarse el representante principal de una nueva
generación de neoweberianos que someterían a un escaneo profundo
las tesis iniciales y las revisarían a la luz de los cambios históricos que
empezaron a producirse unos pocos años después de que Pahl escri-
biera sus textos ya comentados. Saunders afirma que el enfoque de
Pahl fue en «grandísima parte un producto de su tiempo» (Saunders,
1981: 187). Ya hemos visto cómo esta relación entre los procesos
históricos contemporáneos y sus conceptualizaciones teóricas ha sido
moneda corriente en la sociología urbana. Para Saunders el peso con-
cedido a los gestores públicos urbanos era en buena parte un reflejo
del contexto de los años sesenta y primeros setenta en Gran Bretaña y,
en general, en toda Europa Occidental: el periodo de gran expansión
de las políticas del Estado de Bienestar, que marcarían el continente
incluso culturalmente (recordemos como hoy en el imaginario colec-
tivo europeo, el Estado de Bienestar se ha convertido en una especie
de seña de identidad que nos distingue de otras subvariedades cultu-
rales occidentales, como la que representan los Estados Unidos). Era
un periodo de enorme expansión del gasto estatal en vivienda, salud
y educación, los años de los grandes proyectos de renovación urba-
na, cuando millones de personas fueron cuasi forzadas a abandonar
los deteriorados centros urbanos (clasificados como slums) y fueron
realojados por el aparato burocrático del Estado en los barrios nuevos
de la periferia. Los años en que el peso del Estado en la economía en
todos los países europeos, de la Gran Bretaña gobernada por los labo-
ristas a la Francia de De Gaulle o la ultraderechista España de Franco,
era muy grande. En Gran Bretaña, en concreto, las Industry Acts de
1972 y 1975, aprobadas por el gobierno laborista, parecían la encar-
nación perfecta de ese Estado controlador de la economía (Saunders,
1981). Y, sin embargo, esa situación cambiaría drásticamente desde
finales de los setenta como consecuencia de la reestructuración de la
economía política capitalista a nivel mundial iniciada tras la crisis
del 73. El tándem Thatcher-Reagan introduciría un giro copernicano
en Occidente, que fue rápidamente etiquetado como neoliberalis-
mo: adelgazamiento del Estado, reducción de gastos en Estado del
Bienestar, privatización de la mayoría de empresas públicas y parcial
214 Francisco Javier Ullán de la Rosa

privatización de los servicios urbanos. La obra de Saunders se plantea


como una reformulación del marco teórico weberiano para ajustarlo
y explicar la ciudad en los albores del nuevo contexto neoliberal y
posindustrial.
Saunders no abandona del todo el concepto de Estado Corporativo.
Al fin y al cabo, y a pesar de la ola neoliberal, nos dice él mismo, el
Estado sigue teniendo un papel crucial en la vida de los ciudadanos.
Su presencia se ha vuelto tan ubicua que a veces no somos conscientes
de hasta qué punto forma parte de nuestras vidas: un tercio de los ha-
bitantes urbanos vivía en casas de propiedad estatal en Gran Bretaña
a principios de los ochenta (Saunders, 1981). La teoría del Estado
Corporativo debe simplemente redimensionarse y adoptar una postura
más humilde. Deben abandonarse las pretensiones generalizadoras que
consideraban el corporativismo como un tipo particular de formación
social y entenderse más bien como una de las posibles estrategias o vías
mediante las cuales ciertos intereses particulares pueden conseguir un
acceso privilegiado al poder estatal o la concesión de explotación de de-
terminados servicios (por ejemplo, la gestión de basuras) cedidos por el
gobierno. El control del Estado, por otro lado, sigue siendo hegemóni-
co (teóricamente) en algunas áreas particulares, como la planificación
del uso del suelo (que en Gran Bretaña estaba y está centralizada) o en
servicios urbanos como la gestión del agua (Saunders, 1985).
La segunda crítica que Saunders hace a los primeros weberianos
se centra en su clasificación de las categorías de residentes en función
de su relación con la propiedad, lo que Rex y Moore habían denomi-
nado «clases habitativas» (Rex y Moore, 1967). Saunders reformula
esta cuestión a partir de una nueva visita a Weber y su concepto de
estatus pero también, aunque no lo reconoce explícitamente, a la luz
de las críticas del posmodernismo epistemológico que a principios de
los años ochenta empezaban ya a calar en todos los círculos acadé-
micos. El problema de partida era que Rex, Moore y Pahl daban por
descontada la existencia de un único sistema de valores compartido
por todos los residentes, un sistema de valores que consideraba como
aprioris absolutos lo que eran tan solo valores culturales relativos:
que ser propietario es mejor que vivir de alquiler, que vivir en las
casas de protección oficial de la periferia era más deseable que en las
zonas degradadas del centro. Saunders deconstruye esta afirmación a
la manera posmoderna, aportando datos empíricos de investigacio-
nes como la de Davies y Taylor en Newcastle (1970) o la de Couper
y Brindley (1975) en Bath, que mostraban que los inmigrantes
La nueva sociología urbana (finales de los sesenta, principios de los ochenta) 215

asiáticos no tenían desde el principio ningún interés en solicitar las


casas de protección oficial de la periferia. Los segundos investiga-
dores descubrieron cómo «hay muchas personas, no necesariamente
con bajos ingresos, que prefieren vivir de alquiler en lugar de ad-
quirir una vivienda en propiedad» (Couper y Brindley, 1975: 567).
Para Saunders estos datos invalidan la teoría de las clases habitativas.
De lo que se trata, dirá releyendo a Weber, es de «grupos de estatus
habitativos» que, más que una relación con la propiedad, expresan
diferentes modos de consumo de unas viviendas que son valoradas
de forma diferente en base a los valores culturales y estilos de vida
concretos de los residentes. El concepto de clase habitativa puede,
sin embargo, salvarse aún, pero es necesario reformularlo. Saunders
emprendió esta reformulación en sus trabajos de 1978 y 1979, en los
que distinguía tres tipos de clases habitativas: 1) la de los que usan
la vivienda como capital para obtener rentas; 2) la de los que la usan
únicamente para autoconsumo y 3) la de los que la usan de las dos
maneras contemporáneamente (propietarios que viven en su propia
casa y además alquilan viviendas secundarias).
Por último, Saunders considera necesario resolver el problema
de cómo articular estas clases habitativas con la estructura de clases
global. Rex y Moore habían ligado de forma necesaria el acceso al
mercado de vivienda con el acceso al resto de servicios urbanos pero
los datos empíricos conducían a otras conclusiones. La solución está,
dice Saunders, en ampliar el número de factores que influyen en las
condiciones y oportunidades de vida de la población urbana. Estos
no se limitan a la residencia. O mejor dicho, la residencia no determi-
na necesariamente el acceso a los demás factores. La calidad de vida
de la gente también depende de formas multidimensionales de acceso
a otros recursos como la educación, la sanidad o los transportes. En
esta categorización es importante articular, dentro de la estructura de
clases, lo que Saunders llama «sectores de consumo», concepto que
toma de Dunleavy (1980): estos sectores se configuran a través de las
distintas combinaciones de acceso a los servicios a través del sector
privado o del sector público, desde quienes mayormente acuden al
primero (escuelas, seguros médicos privados, transporte y vivienda
propios, etc.) a quienes, en cambio, permanecen dependientes de la
asistencia estatal, con toda una enorme gama de situaciones inter-
medias. Con su concepto de modo de consumo y el reconocimiento
relativista hacia el hecho urbano, que disuelve parcialmente la posi-
bilidad de medir objetivamente escalas de pobreza urbana, Saunders
216 Francisco Javier Ullán de la Rosa

se sitúa a caballo entre el neoweberianismo y la sociología urbana


posmoderna que estaba por venir.

5.3. LA SOCIOLOGÍA URBANA NEOMARXISTA EN FRANCIA

En las primeras décadas del siglo XX la escuela marxista no pres-


ta mucha atención a la ciudad como objeto específico de análisis.
Cabe destacar los trabajos de autores que se sitúan en la periferia del
pensamiento marxista más ortodoxo, como Walter Benjamin o la Es-
cuela de Frankfurt (Horkheimer, Adorno, Fromm), que incursionan
en campos no estrictamente ligados a la dimensión socioeconómica,
centrándose en el estudio de las transformaciones culturales que es-
tán ocurriendo en las grandes ciudades de la época: la formación de
una cultura de masas a través del consumo y los medios de comuni-
cación de masas (Mela, 1996). Merrifield, sin embargo, considera
plenamente a Benjamin como un sociólogo urbano marxista. Su obra
magna, inacabada, The Arcades Project, analizaba la teoría marxista
del fetichismo de las mercancías a través del estudio de un centro
comercial en París (Merrifield, 2002).
Una buena parte del marxismo político ortodoxo era claramente
antiurbano. La ciudad era vista por esta corriente como el compen-
dio de todos los males, la Sodoma y Gomorra del capitalismo, un
lugar que había que desburguesizar. Los bolcheviques, a pesar de ser
un movimiento de bases fundamentalmente urbanas, despreciaban
San Petersburgo y su sociedad cosmopolita, occidentalizada, que de-
monizaron como un ejemplo de cultura burguesa decadente. Esta
perspectiva es más patente aún en las revoluciones china (1949) y
cubana (1959), de base campesina. La Habana era vista como la sede
del régimen corrupto de Batista y el feudo de la burguesía anticomu-
nista que había que neutralizar. Una visión semejante tuvo el régi-
men sandinista respecto de Managua en 1979 o los jemeres rojos con
Pnohm Pehn. Este fervor antiurbano también está presente en algu-
nos académicos, como Régis Débray en su Révolution dans la révolu-
tion (1967). La ciudad corrompía la pureza radical del compromiso
marxista, ablandaba a los revolucionarios haciéndolos consumistas,
aburguesándolos (Merrifield, 2002).
Es a finales de los sesenta cuando un nuevo marxismo, con me-
nos prejuicios hacia lo urbano, aparece en escena, renovando con un
soplo de aire fresco el paisaje de la sociología urbana. En ella destacan
La nueva sociología urbana (finales de los sesenta, principios de los ochenta) 217

dos autores: Henri Lefebvre y Manuel Castells, dos de las figuras más
influyentes que ha dado, no ya la sociología urbana, sino el pensa-
miento sociológico general en el siglo XX. Dos figuras que son, res-
pectivamente, maestro y discípulo, y que desde una coincidencia en
muchos aspectos, representan, sin embargo, enfoques diferentes de
la cuestión urbana. Junto a ellos también es justo mencionar aunque
sea brevemente, el trabajo irradiado desde el Centre de Sociologie
Urbaine, aquel centro creado por Chombart y que, a partir de 1968
va a contratar a toda una generación de jóvenes sociólogos marxistas.
No ligado institucionalmente a la academia durante estos años (si
bien al final acabaría integrándose en el CNRS) sus investigadores se
financiaban con puros proyectos de investigación y esto hizo que su
productividad fuera enorme. Su independencia de la academia les per-
mitió construir una relación horizontal entre ellos, puramente cientí-
fica, alejada de las jerarquías feudalizantes de la universidad francesa,
poniendo en práctica, de hecho, el espíritu del 68, lo cual también
se reveló muy fructífero. Destacan los trabajos de Michel Freyssenet,
Françoise Imbert y Elsie Charron sobre la división del trabajo indus-
trial; de Christian Topalov, Daniele Combes y Denis Duclos sobre
el sector inmobiliario; de Susanna Magri y Michel Pinçon sobre la
vivienda social; de Edmond Préteceille, Monique Pinçon-Chariot y
Paul Rendu sobre la estructura espacial de los equipamientos colecti-
vos y la segregación urbana (Topalov, 1992).

5.3.1. Henri Lefebvre (1901-1991) y la corriente marxista


humanista
Lefebvre era un viejo luchador de izquierdas. Hombre de acción tanto
o más que intelectual, se afilió al Partido Comunista Francés en 1928
y fue resistente durante la Segunda Guerra Mundial. Al acabar el con-
flicto ocupó una plaza como profesor de filosofía en un liceo y solo
tardíamente, en 1961, entraría en el mundo universitario, primero en
Estrasburgo y, desde 1965, en la recién creada Universidad de París X,
en Nanterre, una de las zonas de banlieue erizadas de grands ensembles.
La misma universidad, la segunda universidad más grande de Francia,
había sido concebida como un enorme condensador social para estu-
diantes, en estilo racionalista. En sus aulas se sentaría Manuel Castells,
que fue su discípulo. También en sus aulas se gestaría el Mayo del 68,
del que Lefebvre fue testigo pero no actor, a pesar de que el movimiento
había sido inspirado parcialmente en sus textos (Shields, 1999).
218 Francisco Javier Ullán de la Rosa

Lefebvre era un producto del propio sistema universitario fran-


cés que exigía el paso previo por la enseñanza secundaria (la llamada
aggrégation) para ser profesor de universidad, lo cual, en el caso de
la sociología (inexistente como asignatura en los liceos) implicaba el
paso previo por la docencia en filosofía. Esta arquitectura burocrática
imprimiría una inclinación filosófica en muchos de los sociólogos
franceses de aquella época (Raymon Ledrut es otro ejemplo) (Shields,
1999). Y de especulación filosófica, en efecto, tildaría Castells la so-
ciología urbana de Lefevbre, contraponiéndola a la suya, científica,
basada en la recogida sistemática de datos empíricos y tomando como
referencia teórica la obra del más metódico Althusser. Hay que decir
que Castells, perteneciente ya a otra generación, pudo dar el salto
directo al mundo universitario sin pasar por la aggrégation.
Aunque quizá desprovisto de todo el rigor de un Althusser o un
Castells, Lefebvre, desde esa formación filosófica de base fue pionero
en la crítica al dogmatismo marxista de cuño soviético. Su primera
obra en este sentido, Le matérialisme dialectique, es de un temprano
1939. A ella seguirían otras (1947a, 1947b, 1948). El año de 1947
fue un año muy prolífico, pues en él también se publicó el que más
tarde será tan solo el primer volumen de una serie que se continuará
en las siguientes décadas (1961, 1981), La critique de la vie quotidien-
ne. El texto es un pionero temprano del pensamiento posmoderno:
en él se explora el argumento de cómo el poder ejerce un control
inconsciente sobre los ciudadanos a través de su capacidad para dar
forma a la vida cotidiana y rutinizarla. En ese control está ya presente
el elemento espacial como instrumento de modelado de los hábitos
de vida. El libro es una llamada a una liberación que va más allá de la
que por entonces defendían los partidos de izquierdas: una liberación
cultural, una invitación a romper las cadenas del control cultural im-
puesto, de la cultura estandarizada, a través de las armas de la imagi-
nación y de la creatividad. El libro tuvo una influencia fundamental
en la creación del Movimiento Situacionista de Guy Debord (que
también había sido su alumno) en 1957, movimiento que constituye
ya una clara expresión del nuevo paradigma cultural y académico pos-
moderno. Pero ese movimiento, aunque recaiga cronológicamente en
el periodo que estamos ahora analizando, será visto en el siguiente
capítulo, junto con otros de filiación posmoderna. Posteriormente
Lefebvre aún dedicaría tres obras a desarrollar su marco teórico ge-
neral sobre el materialismo marxista (Lefebvre, 1968, 1971, 1973).
Lefebvre, sin embargo, no participó en el movimiento de Mayo del
La nueva sociología urbana (finales de los sesenta, principios de los ochenta) 219

68, desgarrado entre su lealtad al partido comunista, que no apoyó


a los estudiantes1, y sus propias ideas humanistas. Escribió de ellos
que el movimiento no estaba maduro y que no tenía futuro. Fue
por ello muy criticado por algunos de sus discípulos o simpatizantes
intelectuales entre los que se contaban los más importantes líderes
de la revuelta, como Daniel Cohn-Bendit o el situacionista Debord.
La revuelta de mayo aumentó las distancias entre los marxistas hu-
manistas (Lefebvre) y los «científicos» o estructuralistas (Althusser)
(Shields, 1999). Althusser se convirtió en los años de bisagra entre
los sesenta y los setenta en el teórico marxista más influyente, incluso
entre los estudiantes.
Pero lo que nos interesa ahora es destacar sus aportaciones más
relevantes al terreno de la sociología urbana, temática por la que co-
menzó a interesarse a partir de 1967, al calor de los proyectos de gen-
trificación y la intrusión del urbanismo racionalista en el propio cen-
tro de París. El viejo Lefebvre, que habitaba en pleno centro, sintió
amenazado su propio hábitat, el paisaje que constituía su vida coti-
diana y su identidad. Durante años, dos grandes sectores de su propio
barrio se convirtieron en enormes agujeros torturados día y noche por
las palas excavadoras: la zona donde había de levantarse el moderno
mercado de Les Halles, en sustitución del tradicional, y el bloque de
manzanas donde se construía el Museo Pompidou, cuya arquitectura
de tuberías desnudas podía solamente amarse u odiarse. Una opera-
ción a gran escala que pretendía museificar el centro y atraer nuevos
residentes adinerados y turistas, y que Lefebvre interpretó como el
impulso final a la «banlieuesización» de las clases menos pudientes,
como el ataque final a toda una cultura, que era también la suya, cen-
trada en el barrio histórico. Y, así, todo el interés de Lefebvre se volcó
de repente en la cuestión urbana. Era un asunto personal. Y de aquel
interés nacieron tres obras: Le droit à la ville (1968), La révolution
urbaine (1970) y La production de l’espace (1974), que analizaremos
ahora en su conjunto (volveremos más tarde sobre ellas en el apartado
dedicado a analizar el debate entre Lefevbre y Castells).
El argumento central de Lefebvre desarrolla lo ya apuntado
por Chombart o los sociólogos críticos del suburb americano: que
el espacio es un producto social, basado en ciertos valores y que la

1
Lefebvre había sido expulsado del PCF en los años cincuenta por su posicio-
namiento crítico frente al estalinismo, pero había sido nuevamente readimitido en
los sesenta.
220 Francisco Javier Ullán de la Rosa

producción social del espacio urbano es fundamental para la repro-


ducción del sistema social en su conjunto (en el caso contemporáneo,
del sistema capitalista). Dada su función fundamental esta produc-
ción del espacio es controlada por las clases hegemónicas con el obje-
tivo de reproducir su dominación sobre el resto.
El espacio es un producto [...] el espacio así producido sirve como
una herramienta de pensamiento y de acción [...] además de ser un
medio de producción es también un medio de control y, por tanto,
de dominación, de poder. (Lefevbre, 1974: 26).

El espacio es un elemento clave en la producción y reproducción


del sistema capitalista. Hay que estudiar no solo cómo el sistema
produce capital sino también cómo produce y reproduce el espa-
cio, cómo los intereses de clase colonizan y mercantilizan el espacio,
usando y abusando del espacio construido, manipulando ideológica-
mente los monumentos, conquistando barrios enteros.
Cada economía política produce un cierto tipo de espacio. La
ciudad antigua, por ejemplo, no puede entenderse como una sim-
ple aglomeración de gente y edificios en el espacio: tiene su propia
práctica espacial. Si cada sociedad produce su propio espacio enton-
ces una sociedad que no lo haga será una anomalía. A partir de este
argumento Lefebvre arremetió contra los urbanistas soviéticos a los
que acusa de haber simplemente copiado las formas de diseño urbano
racionalistas, traicionando el humanismo socialista (Lefevbre, 1974).
El urbanismo racionalista es la gran bestia del viejo sociólogo, como
lo había sido de Chombart. Lefevbre lo acusa de totalitario, al impo-
ner transformaciones sin consultar a nadie, de haber desfigurado la
ciudad, confundiendo racionalidad con funcionalidad, de aniquilar
los lazos sociales y las identidades. El urbanismo se ha convertido
en una fuerza de producción, como la ciencia. Una de las formas de
generación de plusvalía es ahora el mercado inmobiliario. Lo que él
llama el «circuito secundario del capital» (el primero sería el capi-
tal industrial). El espacio físico de las ciudades se ha convertido en
objeto de explotación. El espacio ha sido mercantilizado, creado y
destruido, usado y abusado, se ha especulado sobre él y luchado por
él. Traslada al espacio la metáfora marxiana de la fetichización de la
mercancía. Igual que el trabajo queda deshumanizado, alienado de
sus circunstancias concretas al medirse únicamente en términos de su
valor económico, lo mismo sucede con el espacio: aparece la noción
La nueva sociología urbana (finales de los sesenta, principios de los ochenta) 221

abstracta de espacio en el que este existe al margen de su individua-


lidad, teniendo como única dimensión su valor real o potencial en
el mercado (Lefevbre, 1970). La urbanización es la extensión de esta
conquista del espacio. Un espacio que es diseñado, a partir de una
cosmovisión cultural, de una ideología dominante intrínsecamente
unida al statu quo del poder y a sus relaciones de producción, por
un ejército de nuevos tecnócratas: arquitectos, ingenieros, urbanistas,
políticos locales, promotores, incluso académicos. Lefebvre lo llama
«autoritarismo burocrático y político» y «espacio represivo» que se
contrapone al espacio vivido de la experiencia cotidiana (Lefebvre,
1974).
Critica el abandono a que había sido sometido el centro históri-
co. Sin el centro urbano no puede haber ciudad. Los suburbs, las ban-
lieues y las New Towns son una forma de urbanismo «desurbanizado»
y un episodio espacializado de la lucha de clases: el nuevo urbanismo
implicaba la expulsión de la clase obrera de la ciudad hacia los grands
ensembles periurbanos. Por otro lado critica también la recuperación
del centro histórico en los términos en los ya se estaba empezando
a realizar: el centro era conquistado por la burguesía, gentrificado, y
convertido paulatinamente en su espacio exclusivo de reproducción
económica y, sobre todo, simbólica, purgado ya de sus clases obreras.
Todo esto fue posible cuando el valor de uso de las propiedades se
convirtió en valor de cambio, cuando despega lo inmobiliario como
gran industria y actividad económica plenamente capitalista (sumadas
las dimensiones financiera y de especulación y la de consumo de ocio
y turismo). El centro, dijo, se está «museificando» (Lefebvre, 1968).
También criticó la suburbanización de la clase media norteamericana
con argumentos, entre otros, como el de los efectos anómicos de un
hábitat que él percibía como una especie de limbo amorfo sin subs-
tancia ni carácter propio, a medio camino entre naturaleza y ciudad
pero sin participar de las esencias de ninguna de las dos. Pero su
receta no es volver a la ciudad tradicional del pasado sino a un nuevo
humanismo. Para él, el ser humano tiene necesidades antropológicas
que no han sido tenidas en cuenta por los urbanistas: la necesidad de
imaginario, de sentido. Ante el ataque del autoritarismo urbanístico
reclama, entre los derechos fundamentales del ser humano, el «dere-
cho a la ciudad» (Lefebvre, 1968), entendiendo por esta la ciudad his-
tórica, compacta, bullendo en su caldo denso de relaciones sociales,
de creatividad cultural y de referentes históricos e identitarios. Pero la
ciudad para todos y no solo para unos pocos. El derecho a la ciudad
222 Francisco Javier Ullán de la Rosa

es el derecho a la ciudad como un lugar de encuentros, que priorice el


valor de uso sobre el de cambio, la riqueza patrimonial y su capacidad
para generar identidad, la importancia de la centralidad, de la calle
y el espacio público… La clase trabajadora debe resistir la estrategia
de destierro a la banlieue y reconquistar la ciudad. Su inspiración era
la Commune parisina de 1871, donde durante setenta y tres días los
obreros tomaron el control del centro urbano y lo vivificaron con su
democracia participativa, sus festivales callejeros, sus prácticas lúdicas
y espontáneas. Los communards lanzaron una revolución en la cultura
y en la vida cotidiana. Estas ideas se intentarían poner de nuevo en
práctica en mayo del 68, pero, extrañamente, sin Lefevbre.

5.3.2. Manuel Castells: el marxismo estructuralista aplicado


a los estudios urbanos
El español Manuel Castells es uno de los sociólogos más leídos e
influyentes de la historia de la disciplina. Y ello tanto a nivel general
como en el concreto ámbito de los estudios urbanos. Doctorado en
Sociología en 1967 por la Universidad de París, su carrera es me-
teórica: entre 1967 y 1969 comparte departamento con Lefebvre en
Nanterre, como profesor ayudante y allí vive las revueltas de Mayo,
aunque, como su maestro, tampoco participa activamente en ellas.
Pero, a diferencia de Lefebvre, porque su posición en este sentido
ha sido siempre la del científico social más que la del militante. Tras
dos años en Nanterre pasaría, ya como profesor titular, a la École
des Hautes Etudes en Sciences Sociales, donde dirigirá el Seminario
de Sociología Urbana y se pondrá al frente de un nutrido equipo
de sociólogos con los que publicará varias obras colectivas. En 1979
es contratado por la Universidad de California y comienza su etapa
norteamericana, que lo irá alejando del marxismo ortodoxo de los
primeros tiempos. Aquí vamos a analizar únicamente su etapa fran-
cesa, que dividiremos en dos fases.

Primera fase de Castells: el estructuralismo althussierano


y la demolición de la Escuela de Chicago

Ya desde su primer texto posdoctoral, en 1968, Castells muestra


que ha llegado a la sociología con voluntad de sacudir algunos de
sus cimientos. Esa obra se abría con el provocador título de «¿Existe
la sociología urbana?» y es la primera elaboración de la crítica de
La nueva sociología urbana (finales de los sesenta, principios de los ochenta) 223

Castells a los planteamientos de la Escuela de Chicago y la llamada


a la necesidad de encontrar un nuevo objeto de estudio para la sub-
disciplina. Una primera elaboración que Castells retomaría de nuevo
en 1971 y finalmente acabaría cuajando, cuatro años más tarde, en
su seminal La question urbaine, tras haber dedicado aquel intervalo
de tiempo a realizar trabajo de campo y estudios sobre la migración
obrera a la banlieue (Castells, 1970), en la línea de todos los sociólo-
gos urbanos de la época.
La question urbaine (1972) es, sin duda, el texto más importante
de la etapa francesa de Castells y el que marca su alejamiento de su an-
tiguo maestro Lefevbre, al que Castells tachó de demasiado metafísico.
La obra de Lefebvre, según Castells, no se cimentaba en una riguro-
sa labor de investigación empírica. Por esta misma razón y aún con
mayor severidad criticó también a Debord, el discípulo romántico de
Lefebvre. Su obra «pertenece al terreno de la filosofía urbana, no de la
sociología», diría una vez (Merrifield, 2002: 114). Debord y Lefebvre
eran personas comprometidas con una causa. Castells en cambio era
un sociólogo con una fuerte vocación de neutralidad y precisión acadé-
micas, obsesionado por la precisión empírica y metodológica.
El punto de partida de Castells, el que le lleva a preguntarse ya
en su artículo de 1968 si existe una sociología urbana, es la crítica
al determinismo espacial de la Escuela de Chicago. La Escuela de
Chicago, recordemos, había conseguido dar a la sociología urbana su
primer objeto de estudio específico asumiendo que el espacio era un
factor causal de las relaciones sociales y de los fenómenos culturales.
En ese sentido habían detectado procesos sociales y subculturas que
eran exclusivamente urbanos. Castells desmantela de un manotazo
esa suposición, acusándola, con retórica tomada de Marx, de «fetichi-
zación del espacio». Para Castells esta expresión tiene un significado
diferente al que le da Lefevbre: quiere decir que la afirmación de que
el espacio es un factor causal de las relaciones sociales es meramente
ideológica. La relación causal entre espacio y sociedad es un a priori
que no se sustenta con los datos. Es, en resumidas cuentas, pura ideo-
logía y, por ello, toda sociología basada sobre esta presunción aprio-
rística no es ciencia sino ideología. Es en este sentido que Castells
pone en duda la existencia de una sociología urbana. Es necesario
refundar la disciplina para convertirla en ciencia. Hacerla partir de
los datos empíricos y dotarla de un nuevo paradigma teórico. Ese
paradigma teórico será el del marxismo estructuralista desarrollado
por Althusser.
224 Francisco Javier Ullán de la Rosa

Si el objeto de estudio fuera la ciudad habría que suponer que


existen ciertas prácticas sociales que solo se observan en ciudades.
Esto no se sostiene empíricamente. Si el objeto de estudio fuera el
espacio, habría que suponer que el compartirlo conduce a cierto tipo
distintivo de prácticas sociales. En cambio, son los tipos de relaciones
sociales entre personas y no su proximidad física los que dan forma
a las prácticas sociales. La proximidad con tu vecino te puede llevar
a amarlo u odiarlo, el tipo de relación no se puede extraer a priori
de la variable espacial. A la pregunta de si existe una cultura o com-
portamiento urbano construidos por la forma espacial de la ciudad
Castells responderá, pues, que no y se aprestará a sostener su afirma-
ción con datos empíricos. Por ejemplo, a sus colegas norteamerica-
nos que habían teorizado la existencia de una cultural suburbana (el
suburbana way of life de Fava (1956) o Gans (1968)) Castells le res-
ponde con toda una serie de estudios empíricos que demuestran que
dicha cultura suburbana es un tipo ideal (Castells, 1972). También
niega la existencia de subconjuntos urbanos (las «áreas naturales» de
la Escuela de Chicago) dotados de especificidad cultural. De nue-
vo utiliza como ejemplo la polémica sobre la especifidad del suburb
americano: sus características no se deben al espacio construido en
sí sino a que se han formado por una migración selectiva de un seg-
mento de la estructura social (las clases medias blancas profesionales)
que ya tenían esas características culturales cuando habitaban en el
centro de las ciudades (Castells, 1972). Los datos están sesgados por
una interpretación apriorística, dirá Castells. Un ejemplo concreto
de crítica es la que hace al estudio estadístico de Faris y Dunham
(1939) que mostraba una disminución de las enfermedades mentales
a medida que nos alejamos del centro de Chicago, datos con los que
trataban de demostrar las tesis de Wirth sobre el efecto patógeno del
medio urbano. Su estudio estadístico, precisa Castells, estaba basado
únicamente en datos de hospitales públicos, cuando la mayor parte
de los habitantes de los suburbs son atendidos en clínicas privadas
(Castells, 1972). Con respecto a la famosa dicotomía rural-urbano,
Castells afirma que puede haber difusión de la cultura urbana en el
campo sin que por ello se borre la diferencia de formas ecológicas. Es
decir, nicho ecológico y cultura no van necesariamente relacionados.
Sus tesis no eran del todo nuevas. Para sustentar esta tesis Castells se
apoya, por ejemplo, en los estudios estadísticos de Reiss (1959) que
intentaban demostrar la independencia entre cultura urbana, dimen-
sión y densidad de población en las ciudades norteamericanas.
La nueva sociología urbana (finales de los sesenta, principios de los ochenta) 225

A nivel de la vivienda la determinación del comportamiento por


el hábitat todavía es más incierta. Esto no significa que no haya rela-
ción entre cultura y hábitat pero esta no es simple y directa sino que
está mediada por otros factores como la clase social (es decir la posi-
ción al interior de la estructura de relaciones económico-políticas), el
capital cultural y el humano. Ejemplo: el estudio de Mayerson (1965)
sobre dos chicos que habitaban a dos manzanas el uno del otro, en un
barrio de casas sociales de Nueva York (blanco de clase media uno,
portorriqueño pobre el otro) es para Castells una refutación de que el
hábitat degradado no produce por sí solo desorganización social. Si
existen subculturas urbanas estas están ligadas a la cultura del grupo
dominante en dicho espacio y no al espacio en sí. La concentración
espacial puede jugar, ciertamente, un papel, reforzando la cultura
preexistente pero no es el elemento causal.
En busca del rigor científico, Castells dirigió su atención al otro
gran gurú del marxismo del momento y némesis de Lefebvre, el
profesor de la École Normale Superieure Louis Althusser. Althusser
en sus Pour Marx (1965) y Lire le Capital (1969) había construi-
do una teoría marxista rigurosa depurando a Marx de sus veleidades
ideológicas, sus milenarismos políticos y quedándose con el Marx
estructuralista. La deuda de Castells con Althusser es explícitamente
reconocida por este en el prefacio a La question urbaine: «He pro-
puesto una adaptación de los conceptos marxistas a la esfera urbana,
usando en particular la lectura de Marx que hace el filósofo francés
Louis Althusser» (Castells, 1972: 3). Siguiendo a Althusser, Castells
afirmará que no puede haber una teoría del espacio per se: esta está
necesariamente relacionada con la teoría de la estructura y el sistema
social como un todo. En este punto de partida, al menos, coinci-
de con Lefebvre. El espacio es una expresión de la estructura social,
es conformado por el sistema económico, el político y el ideológico
(Castells, 1972). El espacio es, en resumidas cuentas, un producto
del modo de producción dominante en la sociedad. Y, por lo tanto,
no es la ciudad la que crea un tal o cual estilo de vida o proceso so-
cial: es la estructura de la economía política en la que está inserta la
que lo hace. Castells aplica así un programa de «althusserización de
lo urbano» (Merrifield, 2002: 118). Para evitar la tentación de salir
de un determinismo (el espacial) y caer en otro (el infraestructural)
toma de Althusser (1965), la idea de la «estructura en dominancia».
Con este concepto Althusser trataba de superar el crudo determinis-
mo economicista del marxismo dogmático, recuperando el marxismo
226 Francisco Javier Ullán de la Rosa

original de la «determinación en última instancia». La infraestructura


económica nunca está activa, «en estado puro», dice Althusser, es do-
minante en cualquier formación social pero se trata de un dominio
«copresencial». La infraestructura existe únicamente en conjunción
con la superestructura política e ideológica y adquiere sentido solo en
relación a estos otros elementos (Althusser, 1965).
Es, por tanto la lógica de cada modo de producción la que con-
diciona cómo se distribuyen las personas y las clases sociales en el
espacio, sin anular completamente las posibilidades autónomas de
agencia de las mismas. El espacio es el tablero de ajedrez en el que se
mueven las piezas, necesario para entender lo que las piezas pueden
hacer o no; pero lo que le interesa a Castells no es el tablero en sí sino
las piezas y las reglas del juego, es decir el uso del espacio que hacen
los agentes, como resultado de las luchas entre las clases sociales.
Rompe con la dicotomía rural/urbano. Lo rural y lo urbano no
son dos formas de organización social diferentes sino subsistemas ar-
ticulados de un único sistema social, una única economía política
que asigna funciones de producción diferentes a cada uno de ellos.
Castells invierte, pues, el orden causal: primero se heterogeiniza y
complejiza la sociedad y después surge la ciudad. Esta inversión pue-
de observarse de forma bastante clara en la breve historia de la ciudad
que Castells nos ofrece en La question urbaine: La ciudad, histórica-
mente, requirió primero las transformaciones tecnológicas que lle-
varon a la aparición de un excedente de producción, del comercio
del mismo, de la división social del trabajo y las clases sociales y el
sistema político que aseguraba la cohesión y administraba ese sistema
socioeconómico complejo (gestión del comercio del excedente para
obtener bienes no producidos en el ecosistema local, mecanismos de
tributación para mantener el aparato administrativo pero también
de redistribución de parte del excedente para mantener la cohesión
social). La ciudad es simplemente el lugar donde instala su residencia
la superestructura político-administrativa de esa economía política
que abarca un territorio más o menos extenso. Es la ciudad-estado de
la Antigüedad. Cuando el aparato político de una ciudad-estado ab-
sorbe los de otros se convierte en una ciudad imperial. Ese fue el caso
de Roma: su especificidad proviene de ser el centro de gestión de una
red comercial y tributaria muy extensa, organizada en forma de red
jerarquizada de ciudades locales y regionales. Al desintegrarse dicha
forma administrativa con la caída del Imperio Romano, la ciudad
como forma de organización espacial, lógicamente, casi desaparece
La nueva sociología urbana (finales de los sesenta, principios de los ochenta) 227

en Occidente porque queda vaciada de funciones en la nueva eco-


nomía política del feudalismo, que es autárquica. Vuelve a resurgir
a partir de las fortalezas, núcleos administrativos del sistema feudal
(básicamente reducido al control de la violencia), y de los mercados
(al principio muy locales y pequeños) y va ligada a la aparición del
modo de producción capitalista, todavía no dominante sino articu-
lado con la economía política hegemónica, el modo de producción
feudal (no regido por una lógica de revolución constante de los me-
dios de producción, es decir por la maximización del beneficio, sino
por la de obtención de unas rentas agrarias estables por parte de una
clase dominante que las gasta en consumo suntuario mientras man-
tiene a una mayoría de población campesina en una economía de
subsistencia cuasi autárquica). Esta naturaleza subordinada del ca-
pitalismo de las ciudades permite que estas tengan altos grados de
autonomía política (son como islas que siguen otras reglas en el mar
de un mundo que se rige por las dinámicas feudales). Sin embargo, la
expansión ulterior del capitalismo conduce, paradójicamente, al fin
de la autonomía política de las ciudades: necesitadas de maximizar
su eficiencia a través de la economía de escala, las burguesías urba-
nas se unen en alianzas territoriales más grandes: para poder crecer
el capitalismo acaba con la ciudad autónoma e «inventa» el Estado
centralizado (durante su primera fase, la comercial, del siglo XVI al
XVIII, todavía bajo el paraguas ideológico premoderno de las monar-
quías absolutas, más tarde, en su fase industrial y financiera, bajo el
Estado-nación liberal).
La ciudad contemporánea es un producto de la segunda etapa
del capitalismo, la etapa industrial. La ciudad crece como conse-
cuencia de la migración rural provocada por la transformación de
las relaciones de producción en el campo: la agricultura se some-
te a la lógica capitalista y desintegra las estructuras sociales agrarias.
Terratenientes-empresarios, en aras de la maximización de beneficios,
fusionan explotaciones e inician la mecanización. El resultado es que
sobra gente en el campo y esta ha de emigrar a la ciudad. La industria
se instala en las ciudades porque en ellas encuentra dos cosas: a) un
gran mercado donde vender sus productos y b) una gran abundancia
de mano de obra barata y desechable. Desechable porque los migran-
tes rurales no tienen nada: no pueden volver al campo porque allí no
hay ni tierra disponible para la explotación directa ni trabajo en las
tierras de otros; no existe ya la antigua obligación del señor feudal de
proveer a su sustento, y al emigrar han perdido la red de solidaridad
228 Francisco Javier Ullán de la Rosa

comunitaria que también los protegía previamente. Están abando-


nados a sus propias fuerzas. Pero la industria también crea ciudades
nuevas allá donde hay ventajas: materias primas, vías de transporte.
El modo de producción también desarrolla una especialización fun-
cional y una división del trabajo entre ciudades, creando jerarquías
de sistemas urbanos.

Castells: teoría del consumo colectivo y el estudio de los nuevos


movimientos urbanos

Otro tema althusseriano introducido por Castells es el de la repro-


ducción de la fuerza de trabajo, un tema central en el propio análisis
de Marx y Engels. Marx y Engels eran plenamente conscientes de que
la reproducción era un momento más de la producción, unida a esta
en un bucle sistémico que hacía a ambas mutuamente interdepen-
dientes, pues sin la primera simplemente no sería posible la segunda,
pero sin producción de bienes y servicios no habría nada que repro-
ducir. Toda formación social, todo sistema, pues, necesita reproducir
sus fuerzas productivas, es decir, los medios de producción (materias
primas, infraestructuras, capital, conocimiento, tecnología, etc.) y la
propia fuerza de trabajo. El factor fundamental de la reproducción
de la fuerza de trabajo es la reproducción de los medios de consumo
a través de los cuales los trabajadores obtienen los bienes y servicios
que aseguran su supervivencia en el día a día, entre los cuales no solo
se cuentan los medios materiales de subsistencia (alimento, vestido,
alojamiento, transporte) sino los valores culturales y las habilidades y
conocimientos técnicos que requiere la división sociotécnica del tra-
bajo. Los trabajadores deben conocer su oficio pero deben también
conocer el lugar que ocupan en la estructura de clases y aceptar esta
relación desigual, jerárquica e injusta como algo normal, como un
hecho «natural». Para conseguir esto último está la ideología, actuan-
do explícitamente (a través de la propaganda) o implícitamente (en
el proceso de socialización). Althusser, como antes Marx, advierte del
papel crucial que juega el estado liberal burgués en la reproducción
de la fuerza de trabajo del sistema capitalista. Castells introduce aho-
ra un nuevo agente en esta ecuación: la ciudad misma.
Es aquí donde Castells, que había comenzado su obra destru-
yendo el objeto de estudio de la sociología urbana, y poniendo, por
lo tanto, en duda su propia existencia, la dota ahora de un nuevo ob-
jeto y vuelve así a imbuirla de pertinencia. El objeto de la sociología
La nueva sociología urbana (finales de los sesenta, principios de los ochenta) 229

urbana será doble: 1) analizar la función que cumple la ciudad o, más


bien, el sistema de ciudades, pues estas están interrelacionadas en
red, en el funcionamiento de la economía política, del sistema en su
conjunto; 2) analizar la ciudad como lugar de consumo colectivo y
los movimientos sociales que se generan en torno a dicho consumo.
La ciudad se ha convertido no solo en el sitio donde tiene lugar
esa reproducción de la fuerza de trabajo sino en un mecanismo en sí
de dicho proceso. La ciudad cumple, pues, una función específica en
el sistema capitalista: lugar de reproducción de la fuerza de trabajo
y lugar de reproducción de los medios de producción (la ciencia,
las tecnologías de gestión, la información…). La funcionalidad de la
ciudad para el modo de producción capitalista no reside en las activi-
dades productivas, pues estas se pueden trasladar fuera de la ciudad,
sino en su dimensión residencial. Es el lugar de residencia de la fuer-
za de trabajo y, por lo tanto, es el lugar por excelencia del consumo
colectivo de bienes y servicios que aseguran la reproducción de dicha
fuerza de trabajo. El consumo colectivo junto con las actividades de
producción estructura el espacio urbano, le da su forma concreta. El
consumo colectivo incluye «mercancías colectivas» (Merrifield, 2002:
120) que son necesarias para apuntalar la plusvalía capitalista pero es-
tán casi o totalmente desprovistas de valor de mercado. Son bienes y
servicios necesarios para la reproducción de la clase trabajadora pero
no serían rentables si tuvieran que ser suministrados completamente
por el mercado: planificación urbana, vivienda asequible, sistemas
de transportes de masa, escuelas públicas, alcantarillado y sistema de
eliminación de residuos urbanos, hospitales, parques e instalaciones
deportivas, incluso la calidad medioambiental. En el fondo, Castells,
estaba revisitando, de una manera mucho más sofisticada, las líneas
apuntadas por Engels en sus dos obras más personales, The Housing
Question y The Condition of the Working Class. La diferencia entre
el Estado capitalista de mediados del XIX y el de los años sesenta es
que este se había implicado en todas esas actividades, absorbiendo
el riesgo que no podía asumir el mercado: se había convertido en el
principal proveedor de dichos servicios, que pagaban, en buena me-
dida, las propias clases trabajadoras a través de sus impuestos, cons-
ciente de que esa intervención era necesaria para hacer más eficiente
el proceso de acumulación, al ahorrarle al capital los gastos en estas
inversiones necesarias pero que no producen rentabilidad directa. El
aparato político, que es el aparato político de las clases dominantes,
interviene cada vez más en el planeamiento urbano, convirtiendo a
230 Francisco Javier Ullán de la Rosa

este en la verdadera fuente de orden social en la vida cotidiana, es


decir, un instrumento de dominación. El Estado planificador se alía
desde los cincuenta, en intensidad creciente, con el capitalismo que
no cesa de crecer en su espiral monopolista. Los grandes desarrollos
urbanos, financiados por el Estado, son una herramienta que ope-
ra simbióticamente con los grandes conglomerados monopolísticos
para fomentar su crecimiento.
Castells, en su estudio sobre la urbanización del litoral de Dun-
kerque que realiza junto a Godard, titulado Monopolville: l’entreprise,
l’État, l’urbain (1974), afirma que esta solo se comprende si se encuadra
en un sistema social constituido por las grandes empresas (capital mo-
nopolista) y el Estado, en el que este último juega el papel de crear las
condiciones físicas (desarrollo de infraestructuras) para el crecimiento
de una serie de grandes conglomerados metalúrgicos y petroleros. Esta
parte de la costa de la región Nord-Pas-de-Calais se convirtió en los
años setenta en un gigantesco complejo industrial, con la planta de
acero más grande de Francia, astilleros y enormes refinerías. «La centra-
lización de los medios de producción —escribe Castells— requería la
centralización de los medios de consumo». Se hacía necesaria la inter-
vención del Estado para producir infraestructuras y servicios públicos
y eso es lo que hizo, si bien insuficientemente. Como dice Merrifield
(2002: 125) «el Estado no podía encauzar el monstruo de Frankenstein
que había creado».
Es aquí donde Castells analiza los efectos sociopolíticos que pro-
voca la situación de unos medios de consumo controlados y suminis-
trados por y desde el Estado, efectos que apuntan al mismo tiempo,
con la lógica dialéctica, hacia direcciones opuestas: por un lado el
consumo colectivo ablanda las resistencias de la clase trabajadora, la
aburguesa, y funciona, de esa guisa, como una herramienta de con-
trol del sistema de dominación. Pero, por otro lado, también generó
procesos nuevos de movilización política, politizando aspectos de la
vida social hasta entonces no politizados. A partir de los años cin-
cuenta, las luchas obreras, los movimientos sociales, no se moviliza-
rán únicamente por las condiciones de trabajo o de dominación polí-
tica sino que añadirán otras demandas a su lucha o las tomarán como
banderas autónomas de reivindicación al margen de las más generales
del pasado: surgen así movimientos como los vecinales, para reivin-
dicar mejoras en la provisión de esos servicios colectivos, al margen
de los grandes discursos sobre el cambio de la estructura social. Son
los nuevos movimientos urbanos, no siempre revolucionarios, a veces
La nueva sociología urbana (finales de los sesenta, principios de los ochenta) 231

simplemente reformistas, que piden más participación en la planifi-


cación urbana y rendimiento de cuentas a los gestores políticos de la
misma.
Esos nuevos movimientos protestaban por las consecuencias de
los procesos de renovación urbana y solicitaban la provisión de ser-
vicios que el Estado, debido a las limitaciones de sus recursos, no
puede proveer de manera satisfactoria para todos. A esto es a lo que
Merrifield se refiere con su metáfora sobre Frankenstein. Entre los
años cincuenta y sesenta el Estado creó con sus políticas de bien-
estar unas altísimas expectativas en la ciudadanía. Esas expectativas
se convirtieron en valores culturales políticamente percibidos como
derechos. El resultado será la floración interminable de movimientos
que reclaman esos derechos, justo en los años en que Castells estaba
escribiendo La question urbaine. Son el telón de fondo sin el cual no
se puede entender su obra, que debe muchísimo a la observación
y análisis de su propia contemporaneidad. Esos movimientos eran
especialmente fuertes en el París donde vivían y enseñaban Castells y
su equipo. Un París que estaba atravesando, en aquellos años, por un
diseñado proceso de neohaussmanización promovido por el régimen
gaullista. «Neohaussmanización» es el término literal que emplea
Castells, término que refleja una postura crítica hacia las políticas
urbanísticas que lo sitúa en el mismo bando de Chombart y Lefebvre.
Castells imputa al gobierno de De Gaulle motivaciones políticas muy
parecidas a las que impulsaron la renovación parisina en el Segundo
Imperio Napoleónico: control social, dispersión de las clases obreras
en zonas periféricas desconectadas para debilitar su fuerza e impedir
que pudieran tomar el control de las calles o de la misma ciudad,
como ya hicieran los Communards en 1871 (Castells, 1972: 316).
Es el tema recurrente de la sociología urbana francesa, y mundial,
de aquellos años y en esto Castells no aporta ninguna novedad, no
dice nada que no se hubiera ya dicho antes. Las clases trabajadoras
estaban siendo deliberadamente expulsadas del centro de la ciudad y
esta iniciaba un proceso de gentrificación y lavado de cara para con-
vertirse, por un lado, en el centro gestor de la economía francesa en
proceso de internacionalización y, por otro, en uno de los productos
de consumo turístico mundial por excelencia, en el contexto de una
economía mundial en proceso de posindustrialización posindustrial.
Tampoco fue Castells el primero en observar esta segunda tenden-
cia, indicio ya de la posmodernización de la urbe: Debord (1967) y
Lefebvre (1968) se le habían adelantado.
232 Francisco Javier Ullán de la Rosa

Los nuevos movimientos urbanos se intensificaron justo después


de que Castells publicara La question urbaine, convirtiendo al sociólo-
go hispano-francés en una especie de profeta de la contemporaneidad y
proporcionándole un rico caldo de cultivo fenomenológico que alimen-
tó sus investigaciones empíricas y reflexiones teóricas en las siguientes
dos décadas. Desde 1970 a 1979, ya como profesor de la École des
Hautes Etudes en Sciences Sociales en París, Castells y su equipo, entre
los que se contaban los nombres de Cherky, Gordard y Mehl, llevaron
a cabo una prolífica labor de investigación empírica para apoyar y tes-
tar su hipótesis teórica. La actividad investigadora los llevó a estudiar
en profundidad los movimientos urbanos de la ciudad de París. La
ciudad del Sena continuaba, de esa manera, manteniendo, junto con
Chicago, el primado mundial como laboratorio de experimentación de
la sociología urbana. Pero más allá de París, Castells y los suyos estu-
diaron también otras realidades urbanas en Francia, España, México,
Canadá y Chile. La elección de los lugares vino determinada en buena
parte por las habilidades lingüísticas de un equipo hispano-francófono
y fue una innovación en la disciplina pues por primera vez se rompía
el estrecho marco localista y se utilizaba el método comparativo, lo que
permitió establecer un contrapeso con la sociología anglosajona excesi-
vamente centrada en el mundo anglófono. Fruto de esos estudios son
varios artículos (por ejemplo Castells, 1977a y 1977b) y la voluminosa
obra colectiva en dos tomos Sociologie des mouvements sociaux urbains
(Castells, Cherky, Godard y Mehl, 1974).
La veta que Castells había abierto con su estudio de la función de
las ciudades en los procesos de consumo colectivo crearía escuela no
solo dentro sino también fuera de la academia francesa. En el Reino
Unido, Patrick Dunleavy continuaría explotando esta línea de inves-
tigación desde el London School of Economics produciendo obras
como Urban Political Analysis: The Politics of Collective Consumption
(1980). Las influencias y bucles de retroalimentación entre las di-
ferentes escuelas de la nueva sociología urbana se producían, pues,
en diferentes direcciones, pues ya hemos comentado como a su vez
Dunleavy influyó en los autores neoweberianos.

El debate entre Lefebvre y los althusserianos encabezados por


Castells

A lo largo de los primeros años setenta, Lefebvre y los althusserianos,


encabezados estos por Castells, se enzarzaron en un debate intelectual
La nueva sociología urbana (finales de los sesenta, principios de los ochenta) 233

en torno a la relación entre espacio urbano construido y economía


política que ha analizado muy lúcidamente Gottdiener en su obra
The Social Production of Urban Space (1974). En el capítulo 8 de
La question urbaine (1972) Castells arremetía expresamente contra
el marxismo humanista de Lefebvre acusándolo de estar demasiado
influido por el idealismo filosófico, de un acercamiento a la ciudad
influido por Hegel y Nietzsche. Los althusserianos le achacaban a
Lefebvre el error de considerar el espacio como independiente de
las relaciones de clase. Lefebvre recogió el guante y, espoleado por
estas críticas, rectificó en 1974, volviendo a resaltar el papel de la
economía política en la conformación del espacio urbano en su La
production de l’éspace. Esta obra muestra su teoría más madura sobre
el espacio urbano. Es ahora Lefebvre quien ataca al Castells de La
question urbaine tachándolo de reduccionista y criticando su asepsia
de intelectual sin compromiso político. A diferencia de Castells y la
economía política tradicional, que solo ven el espacio como lugar de
producción, consumo o intercambio, para Lefebvre este es también
una fuerza productiva, como el capital y el trabajo. El espacio urbano
incrementa la productividad: «el espacio se usa como se usa una má-
quina» (Lefebvre, 1974: 287).
Incluso cuando un espacio está vacío su control es disputado por
el poder económico, porque este puede ser potencialmente utilizado
para alguna actividad productiva o simplemente porque se encuentra
en una zona de paso que haya de ser necesariamente atravesada por
los productores o consumidores. Por esta y otras razones las relacio-
nes espaciales son siempre una fuente constante de conflicto social y
necesitan ser analizadas en sus propios términos y no ninguneadas,
como hacen los althusserianos, como un mero reflejo de los conflic-
tos generados por el proceso de producción en sí mismo. De ello se
extraen dos primeras conclusiones: 1) el conflicto de clases también
se proyecta en la dimensión espacial, la lucha de clases es también
una lucha por el espacio, además de una lucha entre diferentes in-
tereses económicos. Lefebvre reprochará a Castells que minimice el
alcance de esta dimensión espacial de la lucha de clases. 2) Por otro
lado, y debido a su naturaleza, relativamente autónoma de los pro-
cesos de producción, el conflicto espacial corre en muchas ocasiones
transversal a las líneas de clase. Una conclusión a la que también
habían llegado, por su propio camino, los neoweberianos.
Siempre en respuesta a Castells, Lefebvre dirá que el espacio no
es únicamente el lugar donde se realiza el consumo colectivo: es en
234 Francisco Javier Ullán de la Rosa

sí mismo un objeto de consumo, como ilustra muy bien la industria


del turismo. Esto tiene implicaciones muy importantes sobre la mor-
fología espacial, pues el diseño del espacio puede elevar el valor del
mismo como mercancía. Este diseño es también un instrumento de
control social de primer orden que el Estado utiliza para maximizar
sus objetivos.
Finalmente, Lefevbre no renuncia a una de sus grandes diferen-
cias con los althusserianos: su implicación política. El libro hace una
llamada a la introducción de la dimensión espacial en el programa
político de la izquierda marxista: la transformación revolucionaria de
la sociedad requiere una apropiación del espacio, una liberación del
espacio de las garras del capital y del poder y su recuperación para
usos sociales. El espacio ha de resistirse a ser tratado solamente por su
valor de cambio, como una mercancía, la sociedad debe reclamar su
valor de uso, todas aquellas dimensiones no económicas del espacio.
Ni Castells ni los otros althusserianos cambiarían su punto de vista
en los años que siguieron a La production de l’éspace. Si bien coinciden
con Lefebvre en el punto de partida (todos consideran el espacio como
el producto de una formación social determinada) se empecinarán en
negar al espacio capacidad estructurante. Para los althusserianos, el úni-
co agente estructurante es la estructura social general, valga decir, el
modo de producción. También se resistirán a aceptar la existencia de
cualquier especificidad cultural de lo urbano. Para Castells, en los años
siguientes, lo urbano seguirá siendo definido como la unidad espacial
de reproducción del trabajo. Ello le conducirá, como hemos visto, a
centrar su atención en los mecanismos de consumo colectivo que son
necesarios para dicha reproducción. En ese sentido, y como hace notar
Gottdiener (1994: 119) «Castells concentró su atención en el estudio de
los problemas urbanos y cómo estos se generan más que en una teoría
del espacio». La crítica de Castells a Althusser acabaría llegando, pero
hay que esperar a su etapa norteamericana ya en los años ochenta. En
ella, Castells acabaría, sin reconocerlo expresamente, dando la razón a
Lefebvre en buena parte de sus argumentos.

Castells: estudios sobre el proceso de metropolitanización


y sobre las metrópolis del tercer mundo

Castells fue uno de los primeros sociólogos urbanos en dar cuenta, en


La question urbaine, del nacimiento de un nuevo tipo de aglomerado
urbano, al que él denomina metrópoli, caracterizado por la extensión
La nueva sociología urbana (finales de los sesenta, principios de los ochenta) 235

de la población por un vasto territorio carente de unidad y cohesión


política (porque se ha formado con la fusión de varios municipios
que mantienen su propio aparato institucional) y económica (forma-
do por territorios con funciones o niveles de renta muy distintos).
Este tipo de ciudad policéntrica, cuyos límites exteriores no estaban
siquiera definidos, que se diluían en un contínuum rururbano que, en
casos como el inglés, podía ser infinito, era muy diferente al concepto
clásico de ciudad. También planteaba retos muy importantes a la go-
bernanza, y el tema de la gobernanza será uno de los más trabajados
por Castells en una etapa posterior.
Además de identificar la nueva realidad metropolitana, Castells
fue uno de los primeros en salir del cascarón etnocéntrico y analizar
otras realidades urbanas mundiales. Y lo hará, de nuevo, desde el
marxismo, aplicando en este caso, como ya se dijo en el capítulo
2, las teorías de la dependencia y del sistema-mundo capitalista que
estaban en boga en la época (Frank, 1966, 1967; Cardoso, 1967;
Cardoso y Faletto, 1969; Caputo y Pizarro, 1970; Bodenheimer,
1971; Galtung, 1972; Wallerstein, 1974a, 1974b). Las características
de las ciudades del tercer mundo no pueden explicarse por sí mismas.
No son el producto de sus propios procesos endógenos. Son el resul-
tado de su articulación dependiente en el sistema mundo capitalista,
articulación que las sitúa en el bando de los explotados, lo que explica
sus enormes desigualdades y problemáticas. Las características princi-
pales de dichas urbes tercermundistas serían tres:

a) Un crecimiento acelerado que provoca un fenómeno que


Castells denomina «hiperurbanización» y que se define como
la imposibilidad de la estructura económica de ofrecer servicios
ciudadanos a todos los habitantes de la ciudad. Así, una gran
cantidad de ellos queda atrapada en un cinturón rural de cha-
bolas en condiciones irónicamente peores que las de las aldeas
rurales. Dicho crecimiento se explica por dos factores: un incre-
mento de la tasa de crecimiento vegetativo, tanto urbano como
rural como consecuencia de la difusión, aunque parcial, de
ciertos avances tecnológicos desde el centro del sistema-mundo
(medicina, revolución verde en la agricultura…); y una intensa
migración campo-ciudad, debida más a un push rural (por la
descomposición de la sociedad rural) que a un pull urbano. La
migración no se explica por la capacidad de la ciudad de crear
empleo o mejorar las condiciones de vida, o por la difusión de
236 Francisco Javier Ullán de la Rosa

los valores culturales occidentales (pautas de consumo) sino por


la crisis general del sistema económico de la formación social
agraria preexistente: al aumentar la población, el mantenimien-
to del latifundismo genera una terrible escasez de tierra. Por otro
lado sistemas de producción agraria como el de las plantaciones
comerciales convierte a los campesinos en peones asalariados
y debilita las estructuras de parentesco al forzar a parte de los
trabajadores a pasar largas temporadas fuera de sus comunida-
des. Este fenómeno rompe el circuito de producción agrícola
tradicional y cuando el descenso de los precios en el mercado
internacional conduce al desempleo no es fácil, incluso aunque
haya tierra disponible, volver a recomponerlo.
b) Concentración de la población en las grandes aglomeraciones
de las capitales con un fractura muy fuerte entre estas y el resto
del país debido al raquitismo o inexistencia de una red urbana
de interdependencias funcionales en el espacio (una de las cosas
que las diferencia de las áreas metropolitanas del primer mun-
do). La prioridad histórica había sido que la ciudad se ligara
a la metrópoli colonizadora, dejando de lado su articulación
con el territorio interior (malas comunicaciones). El desarrollo
de las ciudades medias implicaría un desarrollo de la pequeña
industria, que no interesa al centro del sistema-mundo.
c) Existencia de una gran masa de población proveniente de la
desintegración de las estructuras rurales: desempleada o su-
bempleada, sin formación, desprovista de funcionalidad para
el sistema. Castells considera ideológico llamarlos marginados,
pues son un producto directo del sistema, no un rasgo patoló-
gico del mismo.

La segunda etapa de Castells: la influencia de los neoweberianos

En City, Class and Power (1978) Castells rectifica su enfoque marxista


previo, que califica como de demasiado mecánico. Castells admite ha-
ber aplicado la teoría althusseriana sin tener en cuenta ciertos aspectos
novedosos que presentaban los problemas urbanos, problemas que lla-
maban a la elaboración de nuevos constructos teóricos y marcos inter-
pretativos (Castells, 1978: 11). Para ello volverá la vista hacia Weber y
su ya citada teoría tripartita de las clases sociales. Castells rescata a We-
ber para poder explicar la emergencia de las clases medias y la pequeña
burguesía en las sociedades urbanas contemporáneas, en general, y en
La nueva sociología urbana (finales de los sesenta, principios de los ochenta) 237

los nuevos movimientos urbanos, en concreto. Esta influencia webe-


riana puede haber sido consecuencia, según Merrifield (2002) de los
contactos que Castells tejió con la escuela británica de Pahl, Pickvance y
Saunders, que se expresaba, como ya se comentó, desde las páginas de la
revista The International Journal of Urban and Regional Research en cuyo
primer número colaboró Castells en 1977 nada más y nada menos que
con dos artículos (Castells, 1977a, 1977b).
El giro refleja también la influencia sobre Castells de un amigo
suyo, Nicos Poulantzas, otro de los teóricos neomarxistas de gran in-
fluencia en la época, segundo solo en importancia respecto a Althusser.
Poulantzas fue, además, uno de los padres del eurocomunismo, aquella
renovación democrática de las tesis políticas marxistas, reacción contra
los viejos partidos de sello estalinista, y que en el fondo no era más
que la consecuencia de los procesos de despolarización que los Treinta
Gloriosos habían traído a la sociedad. El mundo no podía ya entenderse
como compuesto solo por explotados y explotadores, las clases trabaja-
doras se habían ido dotando también de patrimonio y compartían aho-
ra características de la vieja definición de burguesía (Poulantzas, 1974).
Castells concentra ahora su atención en estudiar el papel de esta
pequeña burguesía, a la que han ingresado muchos obreros, en los
movimientos sociales urbanos. Esto es debido a las propias dinámicas
del capitalismo avanzado (ese que más tarde bautizará él mismo como
«informacional»): un sistema tecnoeconómico que ha ampliado y di-
versificado las formas de explotación, generando la nueva figura del
proletariado de cuello blanco y, al hacerlo, ha ampliado y diversifica-
do en paralelo las formas de revuelta y mobilización social (Castells,
1978). Castells pone incluso sus esperanzas en que sea esta pequeña
burguesía o los nuevos trabajadores de cuello blanco los que conduz-
can a una renovación democrática de los procesos de planificación
urbana. La fuerza de los nuevos movimientos urbanos radica, según
Castells, en su naturaleza interclasista, que tiene impactos positivos
pues reduce la percepción de amenaza por parte del poder.

5.4. LA SOCIOLOGÍA URBANA EN LOS ESTADOS UNIDOS


DE FINALES DE LOS SESENTA Y SETENTA

Mientras en Europa la marea marxista, o neoweberiana, no dejó ape-


nas espacio para otros enfoques, en los Estados Unidos, el funciona-
lismo y las herencias teóricas de la Ecología Humana no se dejaron
238 Francisco Javier Ullán de la Rosa

aniquilar y continuaron gozando de buena salud, aunque tuvieron


que aprender a convivir y compartir lo que antes había sido su feudo
exclusivo con las nuevas teorías marxistas. A continuación veremos
algunas de las aportaciones más interesantes de ambas corrientes al
otro lado del Atlántico.

5.4.1. La continuidad del funcionalismo ecológico


Esta continuidad es muy fuerte sobre todo en uno de los temas estre-
lla del funcionalismo desde los tiempos de Durkheim: el de los com-
portamientos «desviados» o la desorganización social. En ese sentido,
los estudios de los años setenta continuaron por la misma senda que
había iniciado Chicago, limitándose simplemente a refinar argumen-
tos. Así tenemos, por ejemplo, la Teoría del Espacio Defendible de
Newman (1972), la Teoría de las Actividades Rutinarias de Cohen
and Felson’s (1979) o la Teoría de las Ventanas Rotas de Wilson y
Kelling (1982), quizá la más famosa. Todas ellas insisten en otorgar al
espacio construido un papel condicionante de los comportamientos
criminales. Para Newman los defectos del espacio construido atraen
o facilitan la delincuencia. Este era el caso de muchas urbanizacio-
nes de vivienda social, diseñadas de tal manera que suministraban
fáciles vías de acceso y huida a los delincuentes y muchos lugares
donde esconderse, al no estar alineadas formando una calle y tener
zonas ajardinadas con pobre iluminación. La teoría de Cohen y Fel-
son (1979) predecía que un número muy alto de potenciales víctimas
se convertirán en víctimas reales siempre que se den las siguientes
tres condiciones espaciotemporales: ausencia de vigilancia, abundan-
cia de delincuentes motivados y víctimas adecuadas. La Teoría de las
Ventanas Rotas, por su parte, se convirtió en un documento clásico
en política comunitaria. Trataba de identificar las señales físicas que
denotaban que un área estaba abandonada a su suerte por el Estado y,
por lo tanto, atraía a delincuentes y vándalos al percibirlo estos como
territorio «salvaje» en el que podían campar a sus anchas: edificios
y coches abandonados, acumulación de basura, ventanas y farolas
rotas, graffitti. Como ya se mencionó en otro capítulo, de aquel en-
foque Wilson y Kelling extraían una cura conductista: invirtiendo en
mejorar la infraestructura urbana se reducirían los niveles de vanda-
lismo y delincuencia (Wilson y Kelling, 1982).
Otro interesante criminólogo es Kornhauser (1978) quien hace
una esclarecedora clasificación de las principales teorías sobre la
La nueva sociología urbana (finales de los sesenta, principios de los ochenta) 239

delincuencia urbana en dos grandes grupos: teorías de la desviación


cultural y teorías híbridas. Las primeras afirman, el argumento es ya
conocido, que la delincuencia de bandas es una forma de subcultura
en la que la desviación ha sido normalizada. Las teorías híbridas, sin
negar que esto sea cierto, no admiten que la existencia de una cultura
de la desviación conduzca necesariamente a la delincuencia, para ello
deben de añadirse otros factores, especialmente ciertas experiencias
traumáticas y la falta de mecanismos de control social en los indivi-
duos jóvenes.

5.4.2. David Harvey. La corriente marxista en los Estados Unidos


David Harvey no es en realidad norteamericano, sino británico,
aunque pasa la mayor parte de su vida académica en Baltimore y la
mayoría de sus estudios los realiza en dicha ciudad. Y tampoco es, es-
trictamente hablando, un sociólogo, sino un geógrafo. Sus temáticas
y enfoques, sin embargo, hacen sus estudios indistinguibles de los so-
ciólogos. Sus raíces europeas son quizá las culpables de que resultara
impermeable a la tradición funcionalista del país que le dio acogida
profesional. Harvey es uno de los marxistas que nunca dejaron las
trincheras.
Junto con La question urbaine de Castells y La production de
l’éspace de Lefevbre, el otro libro canónico de la sociología urbana
marxista es Social Justice and the City (Harvey, 1973). Harvey es
un pionero de la geografía urbana radical. No es un althusseriano.
«Nunca entendí a Althusser», confesará en 1987 (Harvey, 1987:
369). Su proyecto era el de convertir la geografía en una ciencia
nomotética (que ofreciera principios, leyes universales de explica-
ción…) y holística, unificada. Para eso recurrió al materialismo, es
decir, al marxismo.
Acusa a la Escuela de Chicago de sostener académicamente el
statu quo. El capítulo fundamental del libro es Revolutionary and
Counter-revolutionary Theory in Geography and the Guetto formation.
En él aborda la cuestión de las causas que han generado el nacimiento
de los guettos de las inner cities norteamericanas. Comienza advir-
tiendo que la mayoría de los estudios sobre los guettos, como los de
la Escuela de Chicago, son legitimadores del statu quo y, por tanto,
contrarrevolucionarios. Parten de aprioris ideológicos; consciente o
inconscientemente, fabrican un discurso sobre la realidad, no la ex-
plican. Harvey estudió en profundidad la formación del guetto negro
240 Francisco Javier Ullán de la Rosa

en Baltimore a través de su prolongada experiencia como profesor


en la Johns Hopkins University. El bucle histórico suburbanización/
guettoización de la historia urbana norteamericana de posguerra había
sucedido con mayor severidad en aquella ciudad sureña que en el
resto del país. Para cuando Harvey era profesor en John Hopkins la
población afroamericana de la inner city de la aglomeración urbana
que coincidía con la antigua ciudad de Baltimore, suponía ya el 66
por ciento (Merrifield 2002). Utilizando los datos empíricos obteni-
dos en Baltimore, Harvey intenta demostrar que el fenómeno poco
o nada tenía que ver con la sucesión ecológica «natural» descrita por
Park, Burgess y compañía.
De entre los factores causales Harvey destaca una tríada mu-
tuamente interrelacionada: a) el racismo institucionalizado, como
instrumento ideológico, autentico habitus calcificado inseparable de
la identidad del blanco sureño de aquellos tiempos b) la práctica del
redlining, que empieza con su trabajo a ser desenterrada académica-
mente de nuevo; c) y la práctica del blockbusting: edificios situados
en zonas centrales con alto potencial de revalorización para espacio
de oficinas eran conscientemente dejados morir por sus propietarios,
con los inquilinos dentro. Las averías no eran reparadas, no se sumi-
nistraban servicios, incluso se llegaba a intimidar físicamente a los
inquilinos o a prender fuego a las propiedades.
«Debemos desistir de posiciones reformistas y deshacernos de la
economía de mercado, que produce demasiadas injusticias en su fun-
cionamiento diario» (Harvey, 1973) La ciencia social, para Harvey,
no podía permanecer objetiva frente a la pobreza urbana y sus males
asociados. En esta implicación a la acción radica una importante
diferencia con el otro gran sociólogo urbano del momento, Castells.
Harvey dedicó sus siguientes trabajos The Limits to Capital (1982)
y The Urbanization of Capital (1985), basados asimismo en investi-
gaciones empíricas realizadas en Baltimore, a reforzar las debilidades
teóricas que él apreciaba en su primera obra. En ellos desarrolla el
concepto de renta monopolística y analiza los efectos del capital finan-
ciero sobre el espacio y las relaciones urbanas. Su concepto de renta
monopolística venía a complementar y corregir el de «renta absoluta»
desarrollado por Marx en el capítulo 3 de El Capital (Marx, 2005
[1857]). Los propietarios inmobiliarios urbanos, coincide Harvey
con Marx, como los terratenientes de antaño y hogaño, extraen su
poder del monopolio del espacio. Pero, a diferencia de Marx, Harvey
nos muestra cómo este poder no necesariamente pasa en todos los
La nueva sociología urbana (finales de los sesenta, principios de los ochenta) 241

casos por la obtención de una renta directa de dicho espacio. Los


propietarios más poderosos son aquellos que pueden retener el suelo,
mantenerlo fuera del mercado, creando temporalmente «islas de es-
casez». Solo liberarán el suelo si pueden extraer de él no cualquier
renta (la «renta absoluta» de Marx) sino una renta por encima de un
cierto umbral. Es decir, en contra de lo que decía Marx, los intereses
de los más poderosos grupos capitalistas no se vehiculan por medio
de la mano invisible del mercado, sino a través de estrategias delibera-
das de obstrucción del mismo, creando, por el camino, una división
dentro de la propia clase de propietarios (entre los propietarios que
se contentan con una plusvalía «razonable» y una clase superior de
propietarios «supercodiciosos»). La posibilidad de extraer estas plus-
valías por encima de la lógica del mercado atrajo a las ciudades desde
los años cincuenta a los capitales financieros especulativos, como la
sangre a los tiburones, acelerando el proceso de «financiarización»
del mercado inmobiliario urbano. El análisis que Harvey hace del
espacio como activo financiero viene a modernizar las decimonónicas
ideas de Marx sobre el capital financiero, demasiado influidas por la
noción de renta rural. A mediados de los años sesenta la acumulación
de capital a través de la producción de bienes —lo que se denomina
como el circuito primario— empezó a cohabitar con la acumulación
de capital a través de la inversión inmobiliaria. El espacio no solo
coadyuva a la reproducción de la fuerza de trabajo, como afirmaba
Castells, sino que, como muy bien había señalado Lefebvre (a quien
Harvey, de alguna manera vindica), es un instrumento de acumu-
lación de capital a través del mercado inmobiliario y de las infrae-
structuras públicas, que serán construidas con capital privado. Las
inversiones públicas se organizan en torno a los intereses del capital
privado y los espacios públicos son apropiados para la generación
de plusvalía privada. El espacio urbano, como lugar donde toda esa
construcción y especulación se producen con la intensidad más acen-
drada, no es solo un lugar de producción o de reproducción, como
decía Castells: es también una unidad de acumulación de capital.
Eso es exactamente lo que estaba ocurriendo en Baltimore y to-
das las grandes urbes americanas y europeas a principios de los años
setenta: un grupo de grandes especuladores financieros a los que bau-
tiza con las siglas FIRE (Financial, Insurance and Real Estate), estaba
jugando un papel decisivo, a través de su capacidad para otorgar o
negar créditos y manipular las instituciones políticas, en la confor-
mación de la estructura residencial de la ciudad. Incluso el capital
242 Francisco Javier Ullán de la Rosa

industrial se encontraba a merced de este nuevo poder. Y, en este sen-


tido, el espacio urbano es el escenario de la última fase de evolución
de la lucha de clases, mucho más compleja que las anteriores: entre
capital y trabajo pero también entre diversas facciones del capital, el
capital productivo contra el capital especulativo, el pequeño capital
inmobiliario contra el gran capital inmobiliario capaz de acaparar
monopolísticamente suelo.
Pero Harvey va mucho más allá del análisis puramente urbano y
analiza los efectos que estas prácticas tienen en el sistema económico
en su conjunto. Su tesis es que la especulación inmobiliaria es la fuen-
te de los problemas de estanflación que, de manera cíclica, aquejan a
las sociedades capitalistas desde mediados de los años sesenta. Dichos
ciclos están conectados con periodos de bonanza y crisis inmobilia-
ria. Harvey nos muestra cómo las oscilaciones de las tasas de interés
van estrechamente unidas a las oscilaciones de precios en el mercado
inmobiliario y cómo estas se relacionan con la economía industrial.
Si las rentas inmobiliarias ofrecen mayores retornos que otros sec-
tores de la economía y si hay crédito disponible a tasas de interés
asequibles, una buena parte del capital se desplazará hacia el sector
inmobiliario. Así, cuando el sector industrial empieza a descender
por la curva de los rendimientos decrecientes, el circuito secundario
inmobiliario comienza a ascender en sentido contrario, permitiendo
mantener el ritmo de acumulación. La producción de espacio cons-
truido se convierte de esa manera en una cura temporal para los pro-
blemas de sobreacumulación en el circuito industrial del capital. Pero
el capital financiero induce un crecimiento artificial del espacio urba-
no construido a través del mecanismo del crédito barato, empujando
a los constructores a construir y a las familias a consumir viviendas
en una carrera desbocada que acaba por generar una situación de so-
breinversión y endeudamiento (la llamada burbuja inmobiliaria, tan
grande y expansiva como frágil). Cuando la burbuja alcanza sus lí-
mites sistémicos, estalla arrastrando a la economía a la crisis. He aquí
de nuevo una corrección a las tesis de Marx: el analisis del mercado
inmobiliario demuestra que no en todas las ocasiones el capital pro-
duce siempre más capital. También puede destruirlo, congelándolo
en desarrollos urbanos a medio terminar que no encuentran salida
en el mercado, en préstamos hipotecarios que no se pueden devolver.
Pero la crisis, cuando llega, no alcanza, por supuesto, a todos: lo que
la burbuja crea es una pirámide basada en el débito. Aquellos que en-
traron primero en la carrera y extrajeron plusvalía en el momento de
La nueva sociología urbana (finales de los sesenta, principios de los ochenta) 243

las vacas gordas probablemente se retirarán con pingües beneficios. El


problema es para los que entraron en la cresta de la ola. Nuevamente
la especulación inmobiliaria se revela como un mecanismo que crea
tensiones intraclase, en este caso incluso entre las propias clases es-
peculadoras. Harvey califica este capitalismo de «humanamente des-
tructivo» y sus prácticas de «pillaje» (Harvey, 1982; 1985). A la luz
de la actual crisis económica mundial del capitalismo, con el gran
protagonismo que en ella ha tenido la especulación inmobiliaria, los
estudios de Harvey se nos antojan proféticos.
El paisaje físico de la ciudad capitalista se caracteriza, pues, por
estar sometido a ondas cíclicas de devaluación/revaluación, crisis y
auge especulativo, decadencia y deterioro (en absoluto espontáneos
sino guiados por mecanismos del sistema) y renovación bajo nue-
vas formas (el vehículo de una nueva ola de acumulación). La des-
trucción/reconstrucción del espacio urbano obedece, pues, a ciclos
económicos cuyos patrones pueden modelizarse matemáticamen-
te. Estos ciclos de la construcción pueden tener duraciones varia-
das dependiendo de las épocas y lugares, yendo desde ciclos largos
tipo Kondratieff a ciclos medios tipo Kuznet y cortos tipo Juglar
(Merrifield, 2002: 147).
La financiarización del espacio urbano se intensificó a partir
de la crisis que estalla en 1973, y ello por diversas causas. La falta
de recursos conduce a la crisis de la gestión socialdemócrata de los
servicios urbanos (la provisión keynesiana del consumo colectivo de
servicios por el Estado de Bienestar, que había supuesto el punto de
partida de la armazón teórica de Castells) y su sustitución por gober-
nanzas neoliberales que promueven el adelgazamiento de lo público
y la privatización de muchos servicios. Al mismo tiempo, las ciudades
entraban en una competición nacional e internacional por atraer los
capitales que escaseaban. Para ello se hicieron todas bussiness friendly,
se rindieron aún más a los intereses del gran capital y les dieron carta
blanca para la realización de obras faraónicas que dieran a la ciudad
una imagen atractiva para atraer inversiones o turistas (otra forma, a
fin de cuentas, de inversión).
Harvey seguiría refinando sus tesis con estudios posteriores,
como el que realizó durante su año sabático en París (Merrifield,
2002: 144) sobre la renovación urbana de la capital francesa en
tiempos del Segundo Imperio. La obra, Consciousness and the Urban
Experience: Studies in the History and Theory of Capitalist Urbanization
(1985), muestra cómo la financiarización de la propiedad inmobiliaria
244 Francisco Javier Ullán de la Rosa

no era un fenómeno únicamente contemporáneo sino que ya había


aparecido en fases anteriores del capitalismo. El estudio es también
interesante desde otro punto de vista: en él Harvey empezaba a dejarse
influir por las metodologías cualitativas y los enfoques multidiscipli-
nares introducidos por la corriente posmoderna: en él se utilizaban,
al alimón, datos «duros» como el impuesto de bienes inmuebles o el
volumen de ladrillos que entraba en París, con el arte de Delacroix
o las descripciones literarias de Zola (uno de sus personajes en La
Curée, es el antihéroe Saccard, perteneciente a lo que entonces se veía
como una nueva raza en emergencia: el especulador urbano). Harvey
sitúa la burbuja inmobiliaria creada por la renovación haussmaniana
como una de las causas del estallido popular que desembocaría en la
toma del poder en París por el pueblo, en el experimento revolucio-
nario de La Comuna (mal traducido del francés La Commune que en
realidad quiere decir el Ayuntamiento) de 1871.

5.4.3. Los criptomarxistas norteamericanos


Como dice Zukin (1980) la mayoría de los sociólogos norteamerica-
nos que abrazaron los enfoques de la nueva sociología urbana, eran
implícita, pero no explícitamente, marxistas. Quizás el prejuicio era
aún demasiado grande para llamar a las cosas por su nombre. Como
mucho algunos la denominarán Urban Political Economy (Zukin,
1980). Aún así, sus estudios y posicionamientos no dejan lugar a du-
das. Muchos de ellos participaron activamente como defensores de
los marginados y de los nuevos movimientos urbanos y dedicaron sus
esfuerzos a exponer los conflictos por los recursos urbanos: la lucha
por los barrios, por las escuelas, contra el acoso policial, la resistencia
contra los planes urbanísticos decididos desde arriba por los poderes
burocráticos, contra la incursión de las empresas hambrientas de es-
pacio en las comunidades (Dentler, 1961; Gans, 1968; Edel, 1971;
Fainstein y Fainstein, 1972; Hartman, 1974). También estudiaron
los mecanismos de segregación racial urbana. Así, los trabajos sobre
los disturbios raciales de los guettos negros (Sherrard, 1968; Warren,
1968; Grimshaw, 1969; Wilkinson, 1969; Mitchel, 1970; Geschwen-
der, 1971) o toda una avalancha de análisis sobre las prácticas de redli-
ning (Taggart, 1974; Heidkamp y Sandy, 1974) que algunos estudios
amplían al sector de las aseguradoras (Solove y Syracuse, 1968; Levi,
1969; Yaspan, 1970) y que acaba desembocando incluso en informes
oficiales como el publicado precisamente por el Congreso del Estado
La nueva sociología urbana (finales de los sesenta, principios de los ochenta) 245

de Illinois, que incidía sobre la aplicación de esta práctica en la ciudad


de Chicago (Illinois Legislative Investigating Commission, 1975). En
todos estos textos se observan claramente las transformaciones cultu-
rales que se han ido produciendo en la sociedad norteamericana, la
llegada de una nueva generación crecida tras la guerra que ha ido pur-
gando el prejuicio racial subyacente aún, tan fuerte en la academia de
décadas anteriores. Un nuevo zeigeist estaba en el aire y se reflejaba en
la propia cultura popular: en 1969 Elvis Presley publicaba su famoso
éxito In the Ghetto, canción escrita por el cantante de country Mac Da-
vis. En tres años se había colocado en el top ten del pop en los Estados
Unidos y Gran Bretaña. La letra habla de cómo el medio (nacimientos
indeseados, familias monoparentales, falta de oportunidades, socializa-
ción en la cultura de las bandas and he learns how to steal and he learns
how to fight, in the guetto… ) convierten a los jóvenes afroamericanos,
la referencia es, concretamente al guetto de Chicago (on a cold and grey
Chicago morn…) en delincuentes, en un círculo vicioso (The Vicious
Circle era, precisamente, el título original de la canción) que se repite
generación tras generación y que no puede resolverse únicamente por
la vía policial (cuando el protagonista de la canción muere tiroteado
por la policía ya, concluye la tonada, en ese mismo momento, un nue-
vo delincuente en potencia está naciendo en otra calle de Chicago).
Unos versos que condensaban, con una claridad meridiana, las teorías
elaboradas en aquellas décadas por la sociología urbana, mostrando
hasta qué punto estas formaban ya parte de la visión popular del mun-
do, hasta qué punto el discurso de la sociología urbana había ido poco
a poco calando en la sociedad y cumplido su objetivo.
6. LA SOCIOLOGÍA URBANA DE LA CIUDAD
POSMODERNA Y POSINDUSTRIAL. A CABALLO ENTRE
EL SIGLO XX Y EL XXI

6.1. LA EMERGENCIA DE LA EPISTEMOLOGÍA POSMODERNA EN


LAS CIENCIAS SOCIALES

Es importante no confundir sociedad posmoderna con paradigma


posmoderno. Con el primer término nos referimos al momento pre-
sente de la historia, marcado por una nueva fase del capitalismo: la
posfordista, posindustrial o informacional, dependiendo de qué as-
pectos se quieran resaltar. Con el segundo, a un proyecto epistemoló-
gico, ético y estético que coexiste con otros.
El término posfordista surge a finales de los ochenta (Roobeek,
1987; Jessop, 1988; Bonefeld, 1991; Amin, 1994; Freeman y Louça,
2001) y hace referencia al fin de un modelo basado únicamente en la
producción estandarizada de masa por obra y gracia de la revolución
tecnológica y la globalización. Proceso que traduce la dicotomía entre
una sociedad moderna que aspira a uniformizar a sus ciudadanos a
través del mercado y una sociedad posmoderna que parte de la diver-
sidad de la sociedad y adapta su producción a ella. Lo cual obliga a
la industria a cambiar sus métodos tayloristas de producción en serie
por formas más flexibles de organizar el trabajo, y esto repercutirá a
su vez en la propia estructura social y las culturas obreras. El térmi-
no capitalismo posindustrial, acuñado por Daniel Bell (Bell, 1967,
1973) hace referencia a dos cosas: a) el trasvase de la fuerza de trabajo
de la industria hacia el sector servicios, debido a la robotización y
computarización crecientes de la fábrica y al traslado de las activida-
des industriales hacia países periféricos; y b) el desembarco del capital
en toda una serie de sectores económicos «inmateriales»: ocio, arte,
servicios personales de todo tipo… Es en esta fase del capitalismo
donde finalmente casi todo se ha mercantilizado. Y cuando ya no
fue posible seguir creciendo a través de la venta del objeto en sí, el
sistema empezó a vender estilos de vida asociados al objeto. Un pro-
ceso que también afecta a la ciudad. A través de los conceptos de city
248 Francisco Javier Ullán de la Rosa

branding y city marketing la ciudad es convertida por sus gestores en


una mercancía a la vez material e inmaterial: un producto de diseño
en el que, a través de actuaciones urbanísticas, se restauran edificios y
espacios (o se construyen otros nuevos) emblemáticos para crear una
imagen que es ulteriormente glamourizada vía publicidad y «vendi-
da» a una potencial masa de visitantes, todo ello en el contexto de un
mercado mundial sin fronteras en el que la ciudad compite con miles
de otros lugares (urbanos y no urbanos). El término «capitalismo
informacional», por último, fue acuñado por Luke y White en 1987
y poco después popularizado por Castells (1989, 1996). Designa una
fase del capitalismo en el que el factor productivo más determinante
habría dejado de ser el control de los medios de producción para
pasar a ser el del conocimiento. Es la transmisión instantánea de in-
gentes cantidades de datos lo que ha permitido las formas de produc-
ción flexible, deslocalizadas, la emergencia de las multinacionales y
la globalización. Y lo que ha llevado a la dominación del capitalismo
financiero sobre cualquier otro tipo de forma de producción de capi-
tal (Best y Kellner, 1997).
En cuanto al paradigma posmoderno, diremos que se trata de
una forma de entender el mundo y de valorarlo, una weltanschaung,
que se define como reacción a la moderna. En su versión más radical,
aspira a eliminarla. En su versión más moderada, a purgarla de sus
sesgos ideológicos y de su hybris prometeica (Best y Kellner, 1991;
Rosenau, 1992; Beck, 1992; Ritzer, 1997). Sus semillas no son, en
realidad, tan nuevas (Touraine, 1992) pero la transformación del ca-
pitalismo a la fase posfordista o posindustrial trajo consigo en para-
lelo una nueva oleada de ideas que disputaban, total o parcialmente,
los fundamentos ideológicos de la modernidad. Con un crecimiento
lento en los cincuenta y sesenta, la contestación a la modernidad al-
canza niveles sociológicamente relevantes entre 1965 y 1970.
El punto de partida es la problematización de la soberbia ra-
cionalista. El hombre no es solamente razón: es también emoción,
creación, imaginación… y locura. Es el Homo Complexus de Edgar
Morin (Morin, 2000), a veces un Homo Demens que habita un mun-
do imaginario, una ilusión que él mismo ha creado, que convive, sin
excluirlo, con el Homo Sapiens que habita el mundo objetivo de los
positivistas. Es el Homo dionisiaco que coexiste con el apolíneo y
el Homo Ludens (Huizinga, 1938), cuyos actos están guiados por la
arbitrariedad del juego y el placer que comparte espacio con el Homo
Oeconomicus cuyas acciones son el resultado de racionales cálculos
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 249

de coste/beneficio. Es un Homo para el que es imposible alcanzar el


conocimiento objetivo absoluto pues la realidad se presenta siempre
mediada por nuestras emociones y nuestras percepciones, que son el
resultado de unas categorías culturales concretas y de unos mecanis-
mos cognitivos limitados. Uno de esos mediadores culturales es el
lenguaje: el lenguaje no solamente transmite nuestro pensamiento
sino que lo moldea y, puesto que no puede haber ningún pensamien-
to sin lenguaje, este, dicen los posmodernos, «crea», literalmente, la
verdad. La verdad es, entonces, cuestión de perspectiva o contexto.
No puede haber un sistema de verdad universal. No tenemos acceso
a la realidad en sí, a la forma en que son las cosas, sino solamente a
como estas se nos aparecen en un momento dado, a un grupo o per-
sona determinados. Se trata de un punto de vista que en su versión
moderada no niega la ciencia, pero la somete ciertamente a una cura
de humildad.
La modernidad, en nombre de aquella objetividad científica ob-
tenida a través de la razón, había pretendido plantar sus banderas
en todo el mundo y en todos los órdenes de la existencia: colonizar
la realidad, la naturaleza, el hombre, a partir del supuesto de que
lo que se aplicaba era «la verdad». El posmodernismo denuncia esta
pretensión y la tacha de mero discurso cultural e ideológico. Así, a
la obsesión de la modernidad por la homogeneidad, la unidad, la
autoridad y el absolutismo/certidumbre, el posmodernismo opone
los principios de diferencia, pluralidad, contextualidad y relativismo/
escepticismo (Turner, 1990). El posmodernismo es la ideología anti-
ideológica: está en contra de cualquier visión del mundo que se recla-
me exclusiva, universal, en posesión de toda la verdad. En ese sentido,
no es solo antimoderno: es también antimedieval o antifundamen-
talista en general. Los posmodernos aseguran que uno de los rasgos
del pensamiento occidental moderno es la categorización binaria: se
ordena la realidad en base a pares de opuestos que son mutuamente
excluyentes: hombre/mujer, primitivo/moderno, cuerpo/mente, ra-
zón/emoción, naturaleza/cultura, cultura de élite/cultura popular,
gemeinschaft/gesellschaft, campo/ciudad, arte/artesanía, etc., lo cual
excluye cualquier posibilidad de matiz o de categorías híbridas. El
posmodernismo llama a romper estas rígidas barreras categoriales,
denunciándolas como un simple constructo ideológico, y a recono-
cer la infinita complejidad de la vida real, exaltando y fomentando
la diferencia, la pluralidad, las yuxtaposiciones y la hibridación. No
existen solo hombres y mujeres, entre estos dos extremos la gama de
250 Francisco Javier Ullán de la Rosa

posibilidades puede ser muy amplia y lo mismo puede predicarse de


cualquier otra categoría al uso. Lo «primitivo» está entre nosotros y
debemos protegerlo, no exterminarlo, e incorporar sus aspectos más
positivos, como el comunitarismo, la integración con la naturaleza,
etc. El biotopo y el mundo antrópico no son dos esferas separadas y
excluyentes, en la realidad son interdependientes y debemos mezclar-
las aún más, fomentar el retorno a la naturaleza.
Cualquier tipo de conocimiento está construido por ideologías
y estructuras categoriales que son un producto histórico y cultural en
sí mismo. Es tarea del proyecto posmoderno desenmascarar sus reglas
sintácticas y acto seguido aplicar esta deconstrucción a la práctica
para combatir los efectos de quienes intentan imponer esa verdad
fabricada al resto de la sociedad. El pensamiento posmoderno identi-
ficará en las instituciones de poder la principal fuente de los discursos
ideológicos absolutistas. Los discursos son creados por el poder como
mecanismo de control: el poder, para minimizar sus costos, coloniza
las mentes de los individuos vía proceso de socialización para que es-
tos se conformen voluntaria, y felizmente, a sus reglas, a su disciplina.
Un planteamiento epistemológico que tendrá un reflejo fundamental
en el terreno de la acción social y política: la lucha por la liberación
no puede centrarse en la toma del poder en sí mismo, pues todo
poder tiende a crear su propia verdad y a imponerla a la sociedad,
volviendo a cerrar el círculo, sino en la liberación de ese mecanismo
de control cultural. Es por ello que los movimientos posmodernos se
alejan del marxismo político de la época (al que descubren como el
aparato de represión que es) tanto como de las democracias burguesas
(que también denuncian como autoritarias) y buscan soluciones en
un terreno más cercano a las posiciones anarquistas clásicas (que son,
en ese sentido, un antecedente de la posmodernidad), en una de-
mocracia participativa, asamblearia, horizontal, o, definitivamente,
abandonan el terreno de la política directa para centrarse en la lucha,
individual o colectiva, contra la colonización cultural, abogando por
formas alternativas de valores, una cultura del relativismo, la toleran-
cia y la diversidad cultural, una búsqueda de la experiencia y de la
realización interior.
La crítica a la pretensión totalizadora de la razón había co-
menzado con el protoexistencialismo del siglo XIX (Kierkergaard,
Schopenhauer, Nietzsche), había seguido con la verstehen (Dilthey,
Weber) y el pragmatismo norteamericano de principio de siglo
(George Herbert Mead, John Dewey, William James), que tiene uno
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 251

de sus focos en el propio Departamento de Sociología de Chicago, y


continuado con el interaccionismo simbólico, también en Chicago
(Best y Kellner, 1997). Otro camino lo había abierto la fenomeno-
logía de Husserl en los años veinte, más tarde adaptada por Schütz
(1953,1967) a la epistemología de las ciencias sociales en los años
cincuenta y sesenta. Con la Escuela de Frankfurt por primera vez la
ciencia es acusada de ser una ideología más. En Traditionelle und kri-
tische Theorie (1937) Horkheimer opone su «teoría crítica» a la «teo-
ría tradicional», es decir, la ciencia positivista. En la línea de Weber,
argumenta que las ciencias sociales son diferentes de las naturales
porque los fenómenos sociales son reflexivos, es decir, están modi-
ficados por las ideas de los observadores. El positivismo supone una
reificación de los fenómenos sociales. Siendo una corriente identifi-
cada con la izquierda, la Escuela de Frankfurt rechazará, el marxismo
ortodoxo como una forma de positivismo. La sociedad no puede en-
tenderse de acuerdo a leyes y mecanismos abstractos sino en su espe-
cificidad histórica idiosincrática y a través de la superación de las ba-
rreras disciplinares, integrando en una ciencia holística la geografía,
la economía, la historia, la sociología, la antropología, la psicología
y la ciencia política, es decir, superando la fragmentación categorial
moderna. Esta será desde entonces una de las reivindicaciones de la
ciencia posmoderna y del discurso dominante en las ciencias sociales
contemporáneas (Horkheimer, 1976 [1937]).
Ya desde los Estados Unidos, otro de los miembros de la Escuela
de Frankfurt, Herbert Marcuse, revisita a Marx a la luz de Freud en
Eros and Civilization (1955): la historia, más que la de las luchas de
clase, es la lucha contra la represión de nuestros instintos. La socie-
dad industrial es profundamente represiva no solo porque explote
al trabajador sino porque reprime nuestros instintos biológicos más
vitales, alienándonos de nuestra propia naturaleza. Critica la afirma-
ción de Freud, moderna hasta la médula, de que la represión de la
libido es necesaria para la vida en sociedad. La libido, en cambio,
el Eros, como él la denomina, es una fuerza liberadora, positiva y
constructiva. La sociedad moderna reprime el deseo para canalizar-
lo en forma de progreso pero el precio a pagar es muy alto: en su
nombre la felicidad de la gente es sacrificada. Marcuse se refiere al
discurso moderno, no al capitalismo en sí. Sus críticas son repartidas
equidistantemente entre los regímenes capitalistas y los comunistas.
Ambos son aparatos de represión del deseo en aras de un progreso
que es solo material. La llamada de Marcuse a la liberación del deseo
252 Francisco Javier Ullán de la Rosa

en todas sus formas marca uno de los hitos seminales de la nueva


ética posmoderna. Marcuse será un gran inspirador del movimiento
hippie y del espíritu de Mayo del 68 (Best y Kellner, 1997). Otros
autores, como Barret y su Irrational Man (1958), siguieron su este-
la. En su siguiente gran obra, One-Dimensional Man: Studies in the
Ideology of Advanced Industrial Society (1964), Marcuse abunda en el
antimaterialismo. Las sociedades industriales avanzadas, con su su-
perproducción, han creado falsas necesidades en los individuos que
se constituyen como un mecanismo de control que ata a la población
al sistema de producción y consumo. El capitalismo de consumo se
reclama democrático pero es en realidad autoritario, argumento que
repite en su Repressive Tolerance de 1965: unos pocos individuos (vía
mass media, publicidad y marketing) construyen nuestros estilos de
vida e incluso nuestras percepciones de lo que es la libertad al hacer-
nos creer que lo que nos ofrecen es no solo lo deseable sino el único
modelo de vida posible. En este estado de «no libertad» los consumi-
dores actúan irracionalmente trabajando, por ejemplo, más de lo que
realmente necesitan, para satisfacer necesidades secundarias creadas
artificialmente pero que forman ya parte de su propio yo («La gente
encuentra su alma en su automóvil, su equipo de sonido, su casa uni-
familiar», escribe Marcuse [1964: 5]) ignorantes o despreocupados
del sistema destructivo de poder que hace todo eso posible (en forma,
por ejemplo, de deterioro medioambiental). El resultado es un hom-
bre y un universo social «unidimensionales», es decir, comprados por
un sistema de pensamiento y de comportamiento únicos en el cual la
capacidad para la crítica o los estilos de vida alternativos se tienden
a eliminar. Todo ello le lleva a Marcuse a revisar las predicciones de
Marx sobre el papel del proletariado en la lucha de clases y sobre su
predicción de la inevitabilidad del colapso del capitalismo. La ciudad
y el urbanismo tienen mucho que ver con eso. En los años sesen-
ta el capitalismo parecía haber ganado en Occidente, especialmente
en Estados Unidos: había comprado al proletariado (blanco) con la
utopía prefabricada del suburb. Aquellas críticas a la democracia le
costaron caras: la Universidad de Brandeis rehusó renovar su contrato
en 1965.
Otro frente posmoderno que se abrió en los sesenta fue el de
la metodología de investigación en ciencias sociales. El paradigma
posmoderno llamaba a una revitalización de los métodos cualita-
tivos, interpretativos y contextuales. Una de las tentativas más loa-
bles en ese sentido es la de la Etnometodología de Harold Garfinkel
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 253

(1967), que bebe directamente de la fenomenología de Schütz y que


se diseñó precisamente para estudiar fenómenos sociales urbanos. La
Etnometodología parte del supuesto de que los miembros de una
sociedad adquieren inconscientemente unos métodos para construir
el orden y el sentido del mundo social en el que viven. Garfinkel
no está interesado en encontrar leyes o estructuras universales sino
solo en cómo los individuos dan sentido a lo que perciben y a las
relaciones sociales concretas a través de mapas cognitivos que son
construidos colectivamente y a través de la interacción. Para descu-
brir los métodos de construcción y hacer un dibujo de los mapas cog-
nitivos que resultan Garfinkel propone una serie de puntos de parti-
da teórico-metodológicos ciertamente novedosos: a) la «indiferencia
etnometodológica», una especie de agnosticismo hacia los prejuicios
y arquetipos discursivos del análisis sociológico preexistente, como,
por ejemplo, la idea de «desviación» o «comportamiento desviado»
(«desviado» ¿para quién?, se pregunta Garfinkel) b) el «experimento
de ruptura», consiste en observar (o provocar durante el trabajo de
campo) un comportamiento que contradiga las normas teóricamente
vigentes en la sociedad: las reacciones a dicha ruptura (de tolerancia,
rechazo, represión, defensa…) nos dirán mucho acerca de los ver-
daderos códigos de conducta e ideologías que existen en la práctica;
c) la «lectura alternativa» de un texto: Garfinkel retoma de nuevo la
idea de que los textos no tienen una única lectura que relega todas
las demás al estadio de «erróneas». Incluso cuando una lectura es
objetivamente «errónea», como por ejemplo la que hace un disléxico
que intercambia fonemas, el error de transmisión obedece a factores
determinados (por ejemplo una cultura diferente) y tiene efectos so-
ciales determinados.
Todas aquellas elaboraciones fueron preparando el terreno para
la gran explosión de la filosofía posmoderna desde finales de los años
sesenta y durante todos los setenta. El lugar fue Francia y sus protago-
nistas han sido etiquetados colectivamente como posestructuralistas,
en el entendido de que rechazan la existencia de estructuras objetivas
y universales subyaciendo a los fenómenos sociales.
En su Mythologies (1957) Roland Barthes había hecho añicos
la idea moderna de que la visión positivista del mundo se conver-
tiría en un valor cultural universal. Las representaciones colectivas
siguen siendo fundamentalmente míticas pero no porque la ciencia
no haya aún colonizado lo popular sino como una estrategia cons-
ciente del poder, al que le interesa que la población siga manteniendo
254 Francisco Javier Ullán de la Rosa

un pensamiento mítico, para controlarla. El mismo mítico año de


1968, Barthes publicaba su artículo La mort de l’auteur en el que no
solo afirmaba la multiplicidad de significados de un texto sino que
negaba que el autor tuviera siquiera el papel protagonista. Son los
lectores quienes construyen mayormente el significado. Trasladado a
la sociedad era una invitación a resignificar desde abajo los discursos
y los productos materiales construidos unilateralmente por el poder
(entre ellos el urbanismo y la arquitectura).
Foucault es, quizá, el autor central del movimiento. Sus obras
giran en torno al tema del poder y cómo este se infiltra capilarmente
en todos los resquicios de la sociedad, también dentro de los pro-
pios individuos, al construir su personalidad y su código interno de
valores cargándolos, vía socialización, con el software de un discurso
ideológico determinado que después ponen en práctica para auto-
disciplinarse. Es el poder así definido (un programa de instruccio-
nes instalado en la mente de los individuos, la cultura misma como
mecanismo de funcionamiento del sistema social), el que define en
cada momento histórico y lugar lo que es verdad y lo que es normal
(Foucault, 1966). En el mundo moderno la construcción de la ver-
dad y de la normalidad fue encomendada a la ciencia que, al funcio-
nar como discurso (Foucault utiliza el término episteme) traiciona su
propio manifiesto fundacional de objetividad. Foucault dedicará sus
obras a explorar estos mecanismos de normalización en determinados
ámbitos: las prisiones; la psiquiatría; la sexualidad. En su L’archeologie
du savoir (1969) trata de desarrollar una metodología para desenmas-
carar dichos discursos. El punto de partida de Foucault es el opuesto
al moderno: mientras este se concentra en los aspectos unitarios, co-
munes, del discurso, Foucault (como el experimento de ruptura de
Garfinkel) se fija en las diferencias, en los discursos marginados. En
Surveiller et punir. Naissance de la prison (1975) Foucault desarro-
lló su famosa idea del panóptico, el edificio carcelario diseñado por
Bentham en el siglo XVIII para que los presos estuvieran constante-
mente bajo observación y, ergo, control, mostrando cómo esa idea ha
sido aplicada también a otro tipo de instituciones (escuelas, fábricas,
hospitales) con el mismo objetivo de utilizar el espacio como herra-
mienta de disciplina. Con esta obra Foucault tocaba un tema, el de
la relación espacio construido-sociedad, que lo relacionaba directa-
mente con la sociología urbana. Muchos autores aplicarán posterior-
mente la idea a la ciudad en su conjunto, analizándola como un gran
panóptico diseñado expresamente para el control social, tema que
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 255

ya comentábamos al hablar de los primeros estudios sobre el suburb


norteamericano.
A Jacques Derrida (1967a b y c) se le imputa la paternidad de
la deconstrucción. En realidad Derrida toma la técnica de Heidegger
(1927), quien la había llamado destruktion. El objetivo de la decons-
trucción es demostrar que todo texto, y por extensión todo constructo
cultural, contiene en su interior una pluralidad de significados y, por
tanto, más de una interpretación. Esa pluralidad está, sin embargo,
estructurada en una jerarquía en la que un significado dominante se
impone y reprime a los demás. Una de esas jerarquías dominantes es
la dualista: toda la tradición filosófica moderna descansa en una serie
de dicotomías que son arbitrarias (categorías como sagrado/profano,
significante/significado, etc.). Esto era un ataque directo a la obra de
Levi-Strauss, el padre del estructuralismo antropológico, para quien
esas oposiciones binarias formaban parte de la propia estructura uni-
versal de la cognición, del cerebro, y justifica el adjetivo posestructu-
ralista que se asocia con Derrida y sus colegas. Derrida se impondrá
como misión deconstruir todas esas jerarquías, empezando por el «lo-
gocentrismo», el discurso de la primacía de la razón sobre lo irracional
y de sus avatares el «etnocentrismo» (al identificar razón con occiden-
talidad) y el «falocentrismo». Derrida considera que el discurso de la
modernidad emana fundamentalmente de una serie de valores creados
por los hombres y que reflejan el universo masculino.
La pareja formada por el filósofo Gilles Deleuze y el psicoana-
lista Félix Guatari (quien también, tendrá un papel importante en el
desarrollo de la sociología urbana) vuelven a hacer una revisión del
materialismo histórico a la luz del deseo en la misma estrada abierta
por Marcuse, con su Anti-Oedipus (1972). El deseo, dirán, es parte de
la infraestructura de la sociedad y no una superestructura ideológica
como afirmaba Marx (Deleuze y Guattari, 1972). En contra de las
teorías psicoanalíticas, los autores afirmarán que el sistema no nece-
sita sublimar el deseo sexual, o cualquier tipo de deseo. Y, de hecho,
no lo hace, sino que, al contrario, lo invierte en la sociedad. Esta no
se mueve únicamente por cálculos racionales de costo/beneficio, fun-
ciona también a través de las pulsiones libidinosas. Existe una erótica
del poder: el incremento de un índice bursátil, el avance de la tecno-
logía, el consumo de bienes, todos ellos son satisfactores de la libido.
Frente a Marcuse, que veía en el deseo una fuerza inherentemente
liberatoria, Deleuze y Guatari advierten de su naturaleza bifronte: el
deseo puede liberar o puede ser una herramienta de represión pues
256 Francisco Javier Ullán de la Rosa

el sistema funciona no únicamente produciendo cosas o institucio-


nes sino produciendo deseos. Es el deseo el que produce la realidad
social. ¿Cómo? Haciendo que los actores sociales, a todos los niveles,
«deseen» desempeñar sus roles. Incluso en los casos más extremos de
privación el sistema se vale del mecanismo de deseo para funcionar.
Al esclavo o al prisionero del campo de concentración le queda aún
un deseo para seguir jugando el juego: el deseo de seguir viviendo.
Solo la toma de conciencia de esta naturaleza impuesta e instrumen-
tal del deseo puede liberar al individuo. Por ejemplo, aplicado al caso
de la ciudad, despertarlo del sopor róseo y edulcorado del suburb o de
la prisión del consumismo.
También Jean-François Lyotard (1973) coqueteó con el deseo en
términos parecidos a los de Deleuze y Guattari con anterioridad a la
publicación de La Condition postmoderne: rapport sur le savoir (1979),
libro que ha sido reconocido como una especie de posmanifiesto del
paradigma posmoderno. ‘Pos’ porque es una especie de síntesis y re-
flexión final sobre toda esa década que se había abierto en los arra-
bales del 68. El pensamiento moderno no legitimó su aspiración a
la verdad con argumentos lógicos o empíricos sino sobre la base de
relatos sobre el conocimiento y el mundo, que Lyotard denomina
metanarrativas. En términos prácticamente idénticos y en el mismo
año se expresaba el único gran representante norteamericano de esta
corriente, Richard Rorty.
Por su parte, Baudrillard (1972, 1981) trató de demostrar el
papel de lo simbólico en la producción y reproducción de la ente-
ra economía capitalista: desde el poder, sustentado por las imágenes
transmitidas por los medios de comunicación, hasta el mecanismo de
producción/consumo, mediado por la semiótica de la publicidad. La
relación entre significado y significante, que antes era muy estrecha,
se ha roto, los significantes se han independizado de los significa-
dos. Vivimos en una sociedad de signos descontextualizados, que han
perdido toda referencia a conceptos concretos, toda funcionalidad,
excepto la estética o lúdica. Como veremos, la arquitectura posmo-
derna opera masivamente esta desconexión (refuncionalización de
edificios, collage de estilos…), desconexión que se produce también
entre las imágenes en los medios y los acontecimientos reales que hay
detrás. Su resultado, en conjunción con la abrumadora cantidad de
imágenes e información con que se bombardea a los individuos, es
que estos se despegan emocional y cognitivamente de los aconteci-
mientos. Un tema que ya estaba presente en Simmel, que profetizaba
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 257

que el exceso de estímulos en la vida urbana moderna conducía a la


saturación sensorial y a la apatía. En las sociedades de la televisión (y
más tarde Internet) hay efectos añadidos: la dificultad de distinguir
en muchas ocasiones entre la realidad y la ficción, ambas reducidas a
un paquete mediático. En un mundo donde la percepción de la reali-
dad está mediada por estos formatos lo que importa ya no es ser algo
sino parecerlo. Como había dicho unos años antes Mac Luhan «el
medio se ha convertido en el mensaje» (Mac Luhan y Fiore, 1967).
La consecuencia de esto, para Baudrillard, puede ser muy negativa: la
superficialización de la vida, reducida a un simulacro, una imagen, de
sí misma y, con ella, a la «desaparición» de la realidad, sustituida por
una realidad virtual compuesta solo de apariencias.

6.2. EL PARADIGMA POSMODERNO Y SU PROYECCIÓN EN LOS


NUEVOS MOVIMIENTOS POLÍTICOS, SOCIALES Y CULTURALES

El antecedente de todos los movimientos contraculturales basados en


el paradigma posmoderno lo constituye la Beat Generation de los años
cincuenta, un grupo reducido de intelectuales que se inspiró parcial-
mente en los hobos estudiados por los sociólogos de Chicago para
construir su estilo de vida y su moral anticonvencional. Todos esos
principios serían asumidos posteriormente por el movimiento hippie.
En 1957, de la mano de Guy Debord, un discípulo de Lefebvre, nace
la Internacional Situacionista (IS), otro movimiento de vanguardia
intelectual que llama a una revolución de la vida cotidiana que la
libere de la dictadura de la mercancía. Su forma de organización in-
terna era la asamblearia, sin jerarquías verticales, principio que luego
van a adoptar todos los movimientos de la izquierda posmoderna
e incluso instituciones académicas como los sociólogos del CERFI
(Rotman y Hamon, 1984). Por las mismas fechas en Gran Bretaña las
voces críticas cristalizaban en la New Left (Hall, 2010). Mientras, en
los Estados Unidos, la cultura juvenil de los beatniks se convertía, con
el hippismo, en una contracultura compartida, con diferentes grados,
por buena parte de los jóvenes. Su gestación y consolidación están
ligadas, como algunos otros de los nuevos movimientos sociales de
la época (gays, amerindios…) a una de las metrópolis emergentes de
la costa oeste: San Francisco. Muchas cosas estaban pasando en San
Francisco. De 1969 a 1971 un comando del grupo activista Indians
of All Tribes reclamó la propiedad de la isla de Alcatraz y la ocupó
258 Francisco Javier Ullán de la Rosa

durante 19 meses. Y desde mediados de los años sesenta grupos de


jóvenes beatnik se habían concentrado en el barrio de Haight-Ash-
bury. En 1966 eran ya unos 15.000 (Caen, 1967; Tompkins, 2001)
y con los números llegó la pérdida del miedo. En enero de 1967 el
Human Be-in, un happening en el Golden State Park sacó del armario
la cultura hippie para siempre y la convirtió en parte del patrimonio
cultural de la ciudad. Ese mismo verano, el Summer of Love, unas
100.000 personas acudieron a San Francisco para participar en los
actos organizados por la comunidad de Haight-Ashbury. Time les de-
dicó la cubierta de julio y la canción San Francisco popularizó el viaje
de aquellos jóvenes que, gracias a la primera línea de la tonada (If
you’re going to San Francisco, be sure to wear some flowers in your hair)
empezaron a ser conocidos como «The Flower Children» (Tompkins,
2001; Lattin, 2004). Sus acciones no se limitaron a lo lúdico o a las
protestas sobre la segregación o el imperialismo también encabeza-
ron movimientos locales contra el autoritarismo y el antihumanismo
del urbanismo racional-capitalista: en 1969, junto con ciudadanos y
estudiantes ordinarios de Berkeley, decidieron tomar el urbanismo
en sus propias manos y construir un parque en unos solares que la
especulación inmobiliaria mantenía abandonados. Cuando el gober-
nador de California, Ronald Reagan, mandó laminar el parque, los
hippies lanzaron una campaña de desobediencia civil que duró dos
años, durante los cuales el Flower Power se dedicó a plantar flores en
todos los solares no construidos de la ciudad de Berkeley (Tompkins,
2001). La relación de los hippies con la ciudad estará, sin embargo,
minada por las ambigüedades: Si por un lado muchos de ellos hicie-
ron de ciudades como San Francisco (y otras) su medio, revitalizando
barrios degradados, por otro lado la vena más radical del movimiento
era claramente antiurbanita.
La de los hippies no era la única fuerza que el subjetivismo pos-
moderno había liberado. Junto a ellos fueron naciendo desde finales
de los años sesenta otras subculturas juveniles, estas sí, todas deci-
dida y rabiosamente urbanas, como los skinheads, punks, mods, etc.
Algunos de ellos, como los dos primeros, reclutaban fundamental-
mente de las clases obreras desestructuradas y deculturadas por la
desindustrialización y, en ciertos lugares, presentan actitudes de clara
hostilidad a los hippies, a quienes veían como posmaterialistas mi-
mados procedentes de las clases medias, que despreciaban la cultura
de consumo simplemente porque habían nacido con ella. Tampoco
las subculturas juveniles o antisistema eran los únicos movimientos
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 259

sociales que los vientos del nuevo zeigeist trajeron a nuestras playas.
El número de ellos que tiene origen en estos años sesenta y setenta es
enorme y simplemente revela la enorme heterogeneidad de una socie-
dad que se complejizaba a toda velocidad a ritmo de las transforma-
ciones posindustriales y que el paradigma moderno ya no podía ocul-
tar. Entre ellos se encuentran los movimientos de autodeterminación
y autoafirmación étnicos, el feminismo, el movimiento de liberación
de gays y lesbianas y el ecologismo (Greenpeace, la primera gran
organización que traduce la idea en praxis, nace en 1970 [Hunter,
1979]). De ellos, el movimiento homosexual también está relacio-
nado directamente con las grandes metrópolis y su posibilidad de
auspiciar grandes cambios culturales. San Francisco y Nueva York se
convirtieron en escaparates y símbolos de su lucha, desde los barrios
«homosexualizados» de Castro y el Greenwich Village, que después
marcaron el patrón para la creación de otros semiguettos homosexua-
les por todo el mundo. La diferencia es que ese espacio de condensa-
ción homosexual no es visto como un instrumento de marginación
(como en el caso del guetto negro) sino, al contrario, como un espacio
de libertad donde los homosexuales, por el simple hecho de ser ma-
yoría, pueden liberarse de los grilletes del prejuicio y de la represión.
Fue en Stonewall, un bar en el barrio del Greenwich Village, donde
por primera vez los homosexuales se enfrentaron abiertamente a la
policía tratando de resistirse a una redada y dieron alas al naciente
movimiento de liberación. Los desfiles del Día del Orgullo Gay na-
cieron precisamente para conmemorar los disturbios de Stonewall.
Son una nueva forma de ritual cívico urbano para una nueva forma
de agregación humana: la ciudad posmoderna.
Para poder triunfar y convertirse en ideología dominante el nue-
vo paradigma tenía que llegar a un pacto con el sistema, un mutuo
entendimiento en el que ambas partes limaran aristas y se encontra-
ran, de alguna forma, a mitad de camino. Ese compromiso se alcan-
zaría en los años ochenta y noventa, con la llamada Generación X,
que se socializa «naturalmente» en buena parte de los valores que en
la generación anterior eran considerados «desviados» por el paradig-
ma moderno aún imperante (la libertad sexual, la autoafirmación
personal, la tolerancia a las drogas, el pacifismo, la exaltación de la
diferencia cultural, la igualdad de género y orientación sexual, la sen-
sibilidad ecológica, el pacifismo y antinacionalismo, el escepticismo
epistemológico y el relativismo axiológico [Jameson, 1991; Douglas
y Kellner, 1997]) pero que también hace suyos valores que no estaban
260 Francisco Javier Ullán de la Rosa

en aquella agenda y que provienen de un ajuste del paradigma mo-


derno (veneración de la tecnología y mantenimiento de la fe en el
progreso a través de la ciencia), y un materialismo individualista que
ahora es, también, hedonista, gracias a la superabundancia consegui-
da por la eficiencia productiva de la industria (que inunda la sociedad
de mercancías baratas y asequibles para todos). La globalización y
la ruptura de las fronteras categoriales han borrado las diferencias
espaciotemporales: la vida es percibida como un presente eterno. El
futuro ya está aquí (gracias a la tecnología) y no se espera que haya
cambios en ese sentido que nos sorprendan: esos cambios se dan ya
por descontados y la demora que presentan en llegar algunos de ellos,
que habían sido anunciados por el discurso como «para ayer» (coches
eléctricos, aviones supersónicos, vacuna de la malaria) genera frustra-
ción. El pasado es visto de forma casi indiferenciada como un terri-
torio único, investido de un aura de fascinación, el lado salvaje de la
existencia, pero que no se desea revivir, al menos no en su forma real,
pretecnológica: se reconstruye artificialmente, convenientemente hi-
gienizado y modernizado, en los parques temáticos e incluso en los
viajes exóticos y en algunos desarrollos urbanísticos, que tienen mu-
cho de parque temático. Hay una búsqueda, pues, de lo inmediato,
mediada por un placer que es básicamente sensorial, no intelectual.
Así, como antes con el paradigma de la modernidad frente al premo-
derno, el paradigma posmoderno, aunque haya podido convertirse
hasta cierto punto en dominante, al menos en la esfera de la cultu-
ra popular, no ha eliminado a su némesis modernista: simplemente
convive con ella o ha generado, y continúa generando, híbridos cada
vez más sofisticados.

6.3. LA ENCARNACIÓN DEL PARADIGMA CULTURAL


POSMODERNO EN EL URBANISMO Y LA ARQUITECTURA
DE LA CIUDAD

Toda aquella sucesión de ondas de choque posmodernas, con sus ba-


terías deconstructoras, sus sermones relativistas, su repeluzno por el
autoritarismo y la abstracción de las estructuras, su constante labor de
zapa de los diques categoriales y su cruzada a favor de la hibridación
de elementos, de la multiculturalidad, del sentimiento y del capricho
de lo lúdico y la satisfacción del deseo, tuvo desde el principio un re-
flejo en la arquitectura y, finalmente, llegó al urbanismo, liquidando
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 261

parcialmente el modelo racionalista de la machine à habiter. También


en la arquitectura y el urbanismo, como en todo lo demás, el discur-
so moderno, aunque hegemónico, había estado siempre flanqueado
por otros discursos alternativos, críticos. Dentro del propio CIAM
había disidentes del paradigma Lecorbusiano (Sauvage, 2001). En
los Congresos de 1953 y 1956, el Grupo Team había dado, de hecho,
un viraje radical al credo lecorbusiano pasando del concepto de calle
como «máquina para circular» al de «calle como asociación humana»
(Kourniati, 1996). El urbanista Kevin Lynch ya había advertido que
la ciudad debe ser un espacio «legible» para sus habitantes, provisto de
una identidad (Lynch, 1960) y la obra crítica clásica al urbanismo ra-
cionalista, The Death and Life of Great American Cities de Jane Jacobs
se convirtió en un bestseller académico desde su publicación en 1961,
en el cénit del dominio racionalista y es un diatriba vitriólica contra
los desarrollos urbanos estandarizados de ambos lados del Atlántico,
de los grands ensembles y Le Corbusier al suburb y el urbanismo de
Robert Moses, quien por aquellos años estaba desventrando el Bronx.
Jacobs grita a los cuatro vientos que el urbanismo moderno es la ne-
gación de la ciudad y una forma de antihumanismo porque destruye
las comunidades humanas y sus complejas redes de relaciones espon-
táneas sustituyéndolas por el corsé cibernético de la zonificación y el
aislamiento del apartamento o la vivienda unifamiliar. Sus políticas
crean espacios urbanos artificiales. Para contrarrestar esta tendencia
Jacobs propone una serie de soluciones urbanísticas de las que be-
berá más tarde el Nuevo Urbanismo posmoderno de los ochenta y
noventa y que giran todas en torno a la necesidad de parar la máqui-
na uniformizadora y generar de nuevo diversidad. Jacobs propone y
enumera cuatro generadores de diversidad: usos mixtos (rechazo de
la zonificación), casas de alturas bajas y ciudad densa (una vía inter-
media entre el grand ensemble y el suburb) y la convivencia de lo viejo
con lo nuevo (rechazo del antihistoricismo y antipopulismo moder-
nista y de la ciudad autofagocitante). Su estética puede considerarse
como opuesta a la de la modernidad, abogando por la redundancia y
la espontaneidad, por el urbanismo que cree emociones, frente al que
solo produce orden y eficiencia, que ella tacha de estéril. Su modelo
en Estados Unidos es el Greenwich Village de Nueva York, como
ejemplo no solo en lo material sino en lo social y cultural de comu-
nidad viva, rica y vibrante. Jacobs no se contentaría con escribir sino
que fue una activista social que contribuyó a llevar a la práctica sus
ideas y trabajó en la renovación urbanística de Toronto. En la misma
262 Francisco Javier Ullán de la Rosa

línea de reforzar los vínculos comunitarios y de vecindad se expresó


Greer (1962).
Mención especial merece en este sentido la figura de Roel
Van Duijn, fundador de los dos movimientos contraculturales en
Holanda: los Provos (de provocadores) y sus directos sucesores los
Kabouters (gnomos o elfos). Con estos dos movimientos las nuevas
corrientes posmodernas desembarcaron en el urbanismo y en el te-
rreno de la política local. Reclamándose herederos del anarquismo
humanista de Kropotkin y embebidos de las ideas de la nueva iz-
quierda y del hippismo, estos movimientos entraron en política con
una finalidad muy diferente a la de los viejos partidos revoluciona-
rios: la revolución no había de empezar por las macroestructuras de la
economía política sino por los estilos de vida y los valores culturales
(De Jong, 1987; Guarnaccia, 1997; Zeman, 1998). Había de em-
pezar, pues, por y en lo local, con la transformación de los espacios
cotidianos y, en concreto, de las ciudades. Con sus ideas y acciones,
Provos y Kabouters desbrozarían el terreno para una renovación de
las formas de vida en el hábitat urbano. Recibidas inicialmente como
excéntricas y chocantes, muchas de sus propuestas irían siendo acep-
tadas a lo largo de las siguientes décadas por segmentos cada vez más
amplios de la población y adoptadas por los grandes partidos de cen-
troizquierda e incluso de centroderecha. El movimiento de los Provos
nació en 1965 con el objetivo de provocar al establishment político y
cultural holandés con una serie de happenings y acciones no violen-
tas pero altamente simbólicas. Un año después, obtuvo un concejal
en el Ayuntamiento de Ámsterdam y desde esa tribuna propuso sus
conocidos Planes Blancos, una serie de propuestas dirigidas, desde la
filosofía posmaterialista y antimaquinista, a atajar problemas espe-
cíficamente urbanos y hacer de Ámsterdam una ciudad más vivible
(De Jong, 1971; Guarnaccia, 1997; Zeman, 1998). El Plan Bicicletas
Blancas proponía el cierre del centro de Ámsterdam al tráfico mo-
torizado, con excepción de los taxis que habrían, no obstante, de
sustituirse por vehículos eléctricos. Conscientes de su posición de mi-
noría en el ayuntamiento, los Provos pasaron a la acción para impul-
sar su iniciativa: pusieron en marcha una flota gratuita de bicicletas
blancas que todo ciudadano podía usar libremente. El Plan Coches
Blancos era un programa de vehículos eléctricos compartidos. El Plan
Chimeneas Blancas proponía la creación de un impuesto disuasorio
a los propietarios de chimeneas altamente contaminantes y, sin es-
perar a que fuese aprobado, los Provos se pusieron manos a la obra
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 263

para presionar a los propietarios de dichas chimeneas, pintándolas


de blanco para exponerlos a la crítica pública. El Plan Casas Blancas
buscaba resolver el serio problema de la vivienda con medidas contra
la especulación inmobiliaria y la ocupación de edificios abandona-
dos. El Plan Pollos Blancos (pollos era el sobrenombre popular con
el que se conocía a la policía de Ámsterdam) pretendía la reestructu-
ración del cuerpo de policía: de ahora en adelante irían desarmados,
sus jefes serían elegidos democráticamente por la asamblea municipal
y el peso de sus tareas se desplazaría de la persecución de los delitos a
labores preventivas y de trabajo social con la comunidad.
El movimiento de los Provos se autodisolvió en 1967 pero solo
para mutar de nombre por el de Kabouters (de Jong, 1971). El plan
era pasar definitivamente del estadio de movimiento social de pro-
testa al de la acción política a escala nacional. En febrero de 1970,
mediante el artificio simbólico de constituir un gobierno paralelo al
que denominaron Orange Free State (el estado libre —o liberado—
de los Orange, en alusión a su aversión anárquica por la dinastía
reinante), mostraron al público la firmeza de sus intenciones. Entre
los Ministerios del Pueblo que componían su gobierno ficticio, esta-
blecieron como prioritario el Ministerio de la Vivienda, y procedie-
ron a okupar edificios vacíos en Ámsterdam y a cedérselos a los sin
techo. En junio de 1970 el nuevo movimiento, siempre encabezado
por Van Duijn, obtuvo cinco concejales de los treinta y cinco que
componían el Ayuntamiento de Ámsterdam y entre dos y un concejal
en otras cinco ciudades de Holanda. Con ellos, las nuevas propuestas
para un urbanismo basado en los manifiestos contraculturales con-
tinuaron calando en el tejido de la política local y de la sociedad
holandesa. Y constituyeron un laboratorio de prueba y un escenario
de demostración para el resto del mundo, en donde no tardarían
en aparecer fenómenos similares, especialmente en Alemania y los
Países Nórdicos. Dos concejales Kabouter combatieron a favor de la
legalización del consumo de marihuana desafiando abiertamente al
consistorio al fumar porros durante las sesiones. Mientras, los acti-
vistas del movimiento en la calle siguieron promoviendo y realizando
numerosas okupaciones. Van Duijn, por su parte, presentó una serie
de propuesta más pragmáticas, como la de soterrar la mayor parte
del tráfico urbano para eliminar los coches de la vida de la ciudad
(una propuesta que hoy puede parecer incluso conservadora pero
que entonces, cuando la respuesta de las autoridades al problema del
tráfico se inclinaba masivamente por la construcción de invasivos y
264 Francisco Javier Ullán de la Rosa

antiestéticos scalextrix —una solución mucho más rápida y barata—


se presentaba como atrevida). Finalmente, el movimiento acabaría
por institucionalizarse, como sucedería de hecho con muchas de
sus (entonces radicales) propuestas, hoy en día es parte integrante
del estilo de vida de las ciudades holandesas. El movimiento acaba-
ría disolviéndose en 1974 y sus principales líderes, entre ellos Van
Duijn, integrándose en los también nacientes partidos verdes, como
Polietke Partij Radikalen, desde el que el paradigma posmoderno del
hippismo continuó penetrando y transformando la sociedad. Unos
años más tarde los coffeeshops donde se fumaba legalmente mari-
huana no solo eran un fenómeno común en Ámsterdam sino que se
habían convertido en una seña de identidad y un reclamo turístico
para la ciudad.
Por su parte, la arquitectura posmoderna también tiene sus pio-
neros por esas fechas. Ya desde los años cincuenta aparecen edificios
aislados que presentan características protoposmodernas, que se dise-
ñan claramente como una reacción a la ortodoxia del estilo moderno
racionalista (Klotz, 1998), pero será Robert Venturi, en los Estados
Unidos, quien por primera vez elabore una teoría arquitectónica sis-
temática, en su libro Complexity and Contradiction in Architecture
(1966). En él, Venturi aboga por el retorno al ornamento, al contexto
y la creatividad subjetiva en arquitectura y sintetiza sus planteamien-
tos con un eslogan que construye en oposición consciente a aquel otro
popularizado por Mies van der Rohe, una de las vacas sagradas del
minimalismo racionalista. Si para Mies Less is more («Menos es más»)
para Venturi Less is a bore («Menos es aburrido»). Venturi ya había
puesto en práctica sus ideas unos años antes, con la construcción de
la casa Vanna Venturi entre 1962 y 1964 (una vivienda unifamiliar
que el arquitecto diseña para su madre). En ella Venturi decide expre-
samente hacer una declaración de antifuncionalismo construyendo
un tejado a dos aguas que está partido en el centro, es decir, que está
diseñado a propósito para incumplir su función, para transformar
un elemento estructural en un símbolo, en un portador de mensaje
que subvierte, con intencionalidad lúdica y caprichosa, la lógica ra-
cionalista. En su segundo libro-manifiesto, Learning from Las Vegas
(1972), que coescribe con Brown, Venturi vuelve a insistir en que
el edificio tiene que comunicar sentido, tiene que estar cargado de
simbolismo. Pero este sentido no tiene porqué ser necesariamente
unívoco sino que es entendido como plurisémico, una comunicación
cargada de símbolos diferentes y yuxtapuestos siguiendo la estética
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 265

del collage: símbolos que pueden ser interpretados por los observa-
dores de formas diferentes (Venturi y Brown, 1972). En resumidas
cuentas, la epistemología posmoderna aplicada a la arquitectura. Una
arquitectura, dice Venturi, que refleje la realidad de la sociedad con-
temporánea en toda su heterogeneidad. En ese segundo libro Venturi
aboga por Las Vegas como el prototipo de ciudad y de arquitectura
posmoderna e invita al resto del mundo a imitar su modelo (de ahí el
título). La ciudad modelo de un paradigma que tenía como objetivo
recuperar lo sensorial y la libido no podía ser Chicago ni Nueva York,
con sus hombres de negocios o sus cadenas de montaje: el kitsch de la
lúdica Las Vegas, del capitalismo del espectáculo y del placer, era mu-
cho más adecuado para ese papel. Las Vegas es un espejismo cegador
de mil colores surgido de la nada en medio del desierto más hostil y
yermo, una ciudad-simulacro, que es poco más que su imagen. Una
ciudad ha sido diseñada completamente desde cero como producto
de consumo de masas, de un consumo que gira en torno a la satis-
facción de las pulsiones libidinosas más básicas (juego, riesgo, sexo,
droga, música, masaje…), con una arquitectura fundada en los prin-
cipios del capricho, la ostentación vulgar (cuanto más grande y más
chillón, mejor), la mezcla de estilos y la refuncionalización (edificios
racionalistas por dentro e imitación de arquitectura clásica por fuera,
hoteles con forma de mausoleo piramidal y fuentes) donde el tiempo
ha sido comprimido y eliminado (conviven los rascacielos abstractos
con los edificios neohistóricos de épocas diferentes). El Caesar Palace,
construido en 1962 es uno de los primeros edificios de estética pos-
moderna por excelencia.
Los textos de Venturi dejan claro que el posmodernismo arqui-
tectónico tiene por objetivos generales la búsqueda del significado y
de la expresión. El edificio debe generar sentido y emoción y hacerlo
a través de la libre creación, rechazando el corsé de rígidas reglas es-
tandarizadas y universalizantes de la arquitectura moderna racionalis-
ta. Una ulterior elaboración de estas tesis la encontramos en la obra
de Charles Jencks, The Language of Post-Modern Architecture (1977),
crítico de arte californiano que girará más tarde en la órbita de la
llamada Escuela de Los Ángeles de sociología urbana. La obra es una
defensa para recuperar los referentes de la historia y la geografía local,
frente al ahistoricismo y universalismo racionalistas.
Las características de esta arquitectura se inscriben en el marco
más general de una estética posmoderna que recoge las elaboracio-
nes de la filosofía y las traduce a todos los géneros artísticos (Klotz,
266 Francisco Javier Ullán de la Rosa

1998). Veamos ahora cuáles son algunas de esas características más


importantes:

a) Reciclaje de formas preexistentes a través de los mecanismos


de la cita, el pastiche y la parodia

Aunque a veces, sobre todo en cierta arquitectura más destinada al gran


público, el posmodernismo implica una vuelta del facsímil neohistori-
cista, en sus obras más puramente subjetivas, sobre todo un reducido
número de edificios emblemáticos, la creatividad predicada exige la
reelaboración de los estilos, no su reproducción. Se trata de tomar deta-
lles ornamentales o estructurales de ciertos estilos del pasado (incluyen-
do el inmediatamente precedente del racionalismo, que es absorbido
así en la pluralidad no excluyente posmoderna, en esa condensación
del tiempo en un presente inmediato y perpetuo) y colocarlos en el
edificio de manera caprichosa, aleatoria, rompiendo con cualquier tipo
de regla formal de composición como la simetría. Así la utilización de
elementos preexistentes se opera a través de tres mecanismos:

• La cita (como las que hace Ricardo Bofill en su urbaniza-


ción de bloques de apartamentos Distrit Antigone en
Montpellier [1979]), donde incluye columnas dóricas en la
fachada de edificios racionalistas; pero también puede ser al
revés: una cita racionalista (la pirámide de cristal y acero) en
un entorno clasicista (el palacio del Louvre).
• El pastiche o collage: la obra artística posmoderna se presenta
a menudo como una yuxtaposición de elementos heterócli-
tos. En literatura, por ejemplo, abunda la mezcla de géneros.
Pensemos, por ejemplo en el boom de cierta novela (El nom-
bre de la rosa, de Umberto Eco [1980]) es quizá el texto ini-
ciador, al menos para el mainstream popular) que mezcla el
género histórico con el policíaco. Esta técnica del collage no
era nueva ni exclusiva del posmodernismo. El surrealismo,
en cierta medida un antecedente del posmodernismo, ya lo
había empleado profusamente en los años veinte y treinta y
también autores de la generación perdida como John Dos
Passos. Pero mientras en escritores como Dos Passos la técni-
ca se inscribe dentro de una agenda moderna (el objetivo del
collage es efectuar una síntesis que permita aprehender mejor
una realidad compleja) el artista posmoderno, en cambio,
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 267

busca intencionalmente no realizar síntesis alguna, sino re-


saltar el contraste entre los diferentes elementos yuxtapues-
tos y el efecto sensorial y polisémico que de él se desprende.
En arquitectura esto se traduce en la mezcla de elementos de
diferentes estilos en el mismo edificio.
• La parodia (el edificio AT&T, de Philip Johnson [Nueva York,
1984]), un rascacielos racionalista rematado por un frontón
que con su vértice horadado por un agujero rompe con los
cánones clásicos, es el ejemplo más citado). Es en el mecanis-
mo de la parodia donde el posmodernismo muestra una de sus
intencionalidades transversales: la ironía. El posicionamiento
del posmodernismo es el del juego, el capricho y la ambigüe-
dad. Se trata de no tomarse la arquitectura en serio, como el
ingeniero arquitecto racionalista, sino de jugar con ella y de no
comunicar un sentido necesariamente meridiano, para dejar
que sea el público quien lo construya, como decía Lyotard del
texto. Es en este sentido que la actitud irónica es perfecta.

b) Fusión espacio-tiempo

En la literatura, el posmodernismo provocó la fusión del espacio y del


tiempo en la narración y la percepción difusa de la realidad, así como
los distintos puntos de vista del o de los narradores. En arquitectura,
esa fusión de espacio y tiempo se produce a través de un neoeclecticis-
mo historicista. Las formas arquitectónicas de tiempos pasados y de
otros lugares del planeta son descontextualizadas y recontextualizadas
después, fielmente o en forma de collage o parodia, al mismo tiempo
en el mismo edificio o en la misma ciudad. El tramo de avenida co-
nocido como Las Vegas Strip, en Las Vegas, Nevada, quizá sea el epí-
tome por antonomasia, como ya advirtió Venturi, de esa contracción
del tiempo y el espacio. Allí se puede pasar en unos minutos de un
ambiente completamente racionalista, a admirar la reproducción del
interior de una basílica romana, dar un paseo en góndola frente a la
reproducción del Palacio Ducal de Venecia o admirar la Torre Eiffel
o un hotel en forma de pirámide de Keops.

c) Exaltación de la cultura y la estética populares

Frente al racionalismo moderno, considerado una imposición autori-


taria de una élite intelectual de vanguardia, el posmodernismo quiere
268 Francisco Javier Ullán de la Rosa

recuperar la estética de las mayorías silenciadas pero también de las


minorías que forman parte de la sociedad. Es decir, no se trata de sus-
tituir un discurso único (el del elitismo abstracto) por otro (el gusto
de la masa) sino de recuperar todas las voces que no tienen voz, dando
a la gente lo que la gente quiere. En su ejercicio de ruptura categorial,
el posmodernismo también acaba con las distinciones entre cultura
elitista y cultura popular. Un ejemplo de ello lo tenemos en Andy
Warhol y el pop art, cuyos motivos son objetos de la cotidianeidad
y el imaginario popular (marcas, estrellas de cine, clichés…), otro es
el gran éxito de la artesanía. El resultado de esa fusión puede ser, a
veces, el kitsch y, a veces, un neotradicionalismo popular. Los gustos
de la población, como bien demostró Ledrut (1973) se inclinaban
hacia esa dirección, y no hacia la abstracción y el minimalismo: ha-
cia los estilos historicistas y la arquitectura neopopular, es decir, la
reproducción de formas constructivas tradicionales del agro, siendo
la vivienda unifamiliar la más apreciada, hacia una arquitectura que
diera sentido e identidad, que recuperara el pasado (aunque fuera
de forma ecléctica) para calmar los vértigos de la mutación cultural
acelerada y que recuperara el lugar, la arquitectura vernácula, para
preservar la idiosincrasia en medio de la oleada homogeneizadora de
la globalización. Veremos cómo el Nuevo Urbanismo propone, de
hecho, urbanizaciones que son reproducciones de pueblos y aldeas
tradicionales con respeto a la historia de cada zona. Un fenómeno
que había comenzado de cierta manera en el suburb americano, cuya
tipología de edificios, ya se comentó, nunca se plegó a la dictadura
del cubo, y que Venturi definió como «vernáculo comercial» (Ventu-
ri, 1966).

d) Búsqueda de efectos emocionales y sensoriales

El ser humano no es solo razón, es también emoción, e inconscien-


te. Por ello, el edificio no debe solo comunicar significados, aunque
estos sean plurales y multívocos, debe también provocar emociones,
que no necesariamente tienen que ser procesadas y/o explicadas por
la razón. Para conseguir ese efecto en la gente la arquitectura posmo-
derna recurre a toda una serie de técnicas:

• El empleo del color (los edificios se pintan de colores fuer-


tes, contrastantes, a veces claramente inarmónicos, para ge-
nerar respuestas emocionales fuertes; en decoración de
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 269

interiores aparece la cromoterapia, la idea de que los colores


de un ambiente pueden ayudar a inducir determinados es-
tados de ánimo).
• La paradoja: la paradoja se emplea como una demostración
a través de la arquitectura de la idea posmoderna de que el
mundo no está completamente gobernado por estructuras
lógicas y predecibles. Así, se emplea profusamente el trompe
l’œil, como ya se había hecho en el Barroco, para crear ilu-
siones ópticas. La composición de las baldosas de una plaza
en Oslo ha sido diseñada para que, vista desde cierto ángu-
lo, parezca un gran agujero vacío, un abismo. Así se produ-
ciría el efecto paradójico de ver a los viandantes caminando
por el aire, desafiando las leyes de la gravedad. El mismo
efecto de desafío se pretende con la refuncionalización de
edificios, tan común en proyectos urbanos actuales (fábricas
que se convierten en centros culturales, iglesias góticas que
se transforman en restaurantes o discotecas, etc.) o con los
murales que se pintan sobre muros medianeros al descubier-
to y que pretenden crear la ilusión de una fachada con ven-
tanas o de la continuidad de la calle.

Abundando sobre el tema de la paradoja y el desafío arquitec-


tónico al paradigma moderno, el posmodernismo vio nacer en su
seno una subcorriente conocida como arquitectura deconstructivista.
Los vínculos con la teoría de la deconstrucción de Derrida no son
únicamente intelectuales, pues Derrida contribuyó él mismo al di-
seño de una de las primeras intervenciones urbanísticas de la nueva
escuela: los edificios del Parque de la Villette (1982-1987) en París.
Las primeras formulaciones teóricas de esta corriente se publicaron
en la revista Oppositions entre 1973 y 1984 (Klotz, 1998) y su foco es
California. El título de la revista revela ya su carácter contestatario.
El primer edificio declaradamente deconstructivista es la propia casa
de Frank Gehry, quizá el principal exponente del grupo, en Santa
Mónica, California, en 1978 (Salingaros y Alexander, 2004). El de-
constructivismo se propone atacar al racionalismo arquitectónico a
través del uso de la estructura. No utiliza decoración, ni elementos
del pasado: simplemente, deconstruye la estructura de pilares y vigas
de hormigón armado quebrándola como el cubismo había quebrado
la composición unitaria en varios planos de perspectiva yuxtapuesta.
Es decir, inocula con arte y creatividad la propia dimensión de la
270 Francisco Javier Ullán de la Rosa

estructura, hasta entonces únicamente organizada en torno a prin-


cipios de funcionalidad, es decir, racionales, ingenierísticos. El re-
sultado son edificios racionalistas que «desafían» las leyes del cálculo
estructural (inclinados, retorcidos, más estrechos en la base que en la
cima) y muestran al público el carácter discursivo, ideológico del ra-
cionalismo. El cubo y el ángulo recto no son estructuras universales,
nos dirán, no son la única forma posible de construir un edificio de
forma científica (Klotz, 1998; Salingaros y Alexander, 2004). Como
en la etnometodología de Garfinkel (1967), los deconstructivistas
rompieron las normas para mejor mostrar la estructura de las mismas.
Abundando en la paradoja, aquellos edificios que parecían desafiar
las leyes de la gravedad requerían de un conocimiento científico más
avanzado y de herramientas más sofisticadas que los racionalistas. No
fueron, de hecho, posibles hasta que el progreso en computación no
permitió dejar a los ordenadores el cálculo de aquellas estructuras
tan complejas (Klotz, 1998). Otra estrategia de deconstrucción se
centró, no en la deformación de las estructuras, sino en su exposición
al desnudo: así, el Centre Pompidou muestra por fuera los elemen-
tos estructurales (tuberías) que supuestamente deben ir «escondidos»,
como un jersey al que se le diera la vuelta para mostrar la malla del
tejido.
El discurso crítico de los intelectuales posmodernos ante el ur-
banismo racionalista y las resistencias populares al mismo acabarían
por surtir efecto y debilitar la hegemonía del Credo de Atenas, si
bien con intensidades y tiempos muy diferentes en los distintos paí-
ses. En algunos de ellos, como en general todo el norte y centro de
Europa Occidental y Norteamérica, el proceso de retirada se produjo
de forma incluso sorprendentemente precoz y rápida. En otros, como
en España y otros países semiperiféricos o periféricos (sur de Italia,
Grecia, Brasil, por citar algunos), el auge de los grandes polígonos y
la dictadura del hormigón y del cubo iniciaba justo cuando tocaba a
su fin entre sus vecinos. En el caso concreto de España ha cristalizado
en una tradición cultural compartida por urbanistas y promotores
que perdura con fuerza hasta nuestros días. Los conceptos del nuevo
urbanismo y de la arquitectura posmoderna han quedado arrincona-
dos en ciertas urbanizaciones de vivienda unifamiliar de poder adqui-
sitivo medio-alto o alto. Para los demás desarrollos, el modelo sigue
siendo, con ligeras concesiones a las nuevas tendencias, el del bloque
racionalista y la calle como machine à circuler. En otros lugares, sin
embargo, las cosas empezaron a cambiar muy pronto: en Francia ya
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 271

en 1965 se lanza un programa de villes nouvelles basado en el fomen-


to de la vivienda unifamiliar, en clara ruptura con el urbanismo de
los grands ensembles. En 1969 se abandona el programa ZUP (Zones
à Urbaniser en Priorité). En 1973 una orden ministerial prohibía la
construcción de polígonos de más de 500 viviendas con el objetivo
declarado de «prevenir las formas de urbanización conocidas como
grands ensembles y luchar contra la segregación social por medio del
hábitat». Finalmente, la ley Barre de 1977 desplaza la prioridad de
ayuda gubernamental de la construcción colectiva a la construcción
unifamiliar. Es el final definitivo del bloque de apartamentos. Desde
ese año se produce un boom de la ciudad-jardín suburbial de casas
unifamiliares. Solo ese año de 1977, ese tipo de vivienda supuso la
mitad de lo construido (Croizé, 2009). El giro copernicano fue re-
troalimentado con el regreso al poder de los partidos de izquierdas,
socialistas y comunistas, desde ese mismo año, primero en los gobier-
nos municipales y finalmente en el gobierno central con Mitterrand.
Ello suponía la llegada al poder de una nueva generación de izquier-
das, la que había pasado su bautismo de fuego en las calles de París
la primavera del 68. Una izquierda totalmente remodelada, pasada
por una reestructuración antiautoritaria, humanista y posmoderna.
Si ya en 1973 casi la mitad de los franceses, de acuerdo a un estudio
(Villac et al., 1978) aspiraba a vivir en una vivienda unifamiliar en
un suburbio de estilo americano en menos de dos décadas lo que
era una aspiración se había convertido en una realidad: la mitad de
los franceses eran, a finales del siglo XX, propietarios de una resi-
dencia unifamiliar suburbana (Fijalkow, 2002). Y ello entre todas las
clases sociales: del total de propietarios un tercio son clase obrera
(Bourdieu, 2000). Era un síntoma de lo alejado que estaba de los
valores sociales el modelo funcionalista de habitación colectiva en
polígonos estandarizados, las «maquinas de habitar». La sociología
urbana crítica tuvo un protagonismo fundamental en esta derrota
del paradigma racionalista. Nadie ilustra quizá mejor este argumento
que la obra y biografía de François Ascher, el más urbanista de los so-
ciólogos neomarxistas, discípulo de Chombart y colega por un tiem-
po de Topalov, Lojkine o Godard en el CNRS. Aunque en décadas
posteriores iría derivando hacia una producción más teórica y ensa-
yística, los años setenta y ochenta son los de un profundo compromi-
so con la aplicación de las ideas a la transformación real de la ciudad,
a la implementación de políticas urbanísticas. Así, junto a sus obras
de carácter claramente aplicado Urbanisme monopoliste, urbanisme
272 Francisco Javier Ullán de la Rosa

democratique (1973), Pour un Urbanisme (1974) o Demain la ville?


Urbanisme et politique (1975) desempeñó una crucial actividad como
asesor en varios de los organismos clave en la remodelación urbana de
la época: el Ministère de l’Équipement (en su plan Plan Construction,
Urbanisme et Architecture), la Federación de Empresas de Obras pú-
blicas y la DATAR (ente estatal para la planificación territorial). Fue
uno de los fundadores del Club Villes-Aménagement, que reúne a los
directores de los grandes proyectos urbanos. Su labor docente tam-
bién fue decisiva en el reforzamiento del cambio de paradigma. Fue
miembro muy influyente del Institut Français d’Urbanisme, centro
de formación de posgrado que integraba las disciplinas sociales con
las de intervención sobre el territorio y profesor de la École de Ponts
et Chaussées, estableciendo así un puente entre las ciencias sociales y
la ingeniería y arquitectura que revertían el trabajo de evangelización
realizado por el CIAM en décadas anteriores.
Las posiciones militantes y la influencia política de los sociólo-
gos urbanos de los sesenta y setenta, al contribuir a la retirada del pa-
radigma racionalista, condenaron, pues, al error sus propias predic-
ciones (Devoluy, 1977). El urbanismo alienante se fue humanizando.
El autoritarismo estatal fue dando paso a la concertación y a formas
más democráticas y participativas de gestión urbana. Y la ciudad no
murió. Las zonas periféricas desprovistas de servicios fueron poco a
poco siendo dotadas. El transporte colectivo volvió a ser impulsado y
los centros de las ciudades, especialmente en Europa, experimentan
una revitalización. Las áreas históricas de la ciudad vuelven a ponerse
estéticamente de moda, no solo las zonas nobles sino también las
populares, y empiezan a rehabilitarse. Todo ello envuelto en los tonos
de un neorromanticismo neohistoricista y neopopulista. Así, se van
peatonalizando las calles para que adquieran un aire pseudomedieval,
aparecen comercios, tiendas y puestos de artesanos «auténticos», los
edificios se hacen parecer «antiguos» dejando las vigas de madera vis-
tas y las terrazas de los cafés se proponen como expresión de la urba-
nidad reencontrada: naturalidad, historicidad (Bourdin, 1984).
El cambio de paradigma fue en ciertos sentidos incluso más
lejos en otros países e implicó la demolición de lo ya construido.
El 15 de Julio de 1972 el polígono de viviendas Pruitt-Igoe de San
Luis (Missouri), «un infierno en la tierra» en las palabras del crítico
Charles Jenks, es dinamitado por orden del ayuntamiento. Muchos
lo consideran un hito que marca el principio del final del urbanismo
y la arquitectura racionalista moderna en Estados Unidos (Merrifield,
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 273

2002). A aquella demolición seguirán muchas otras. Sin embargo, en


Estados Unidos el proceso de recuperación de los centros urbanos
será mucho más débil. Entre otras cosas, porque en la mayoría de las
ciudades del país había ya poca cosa que recuperar. En Gran Bretaña
el propio Príncipe Carlos se puso al frente de una cruzada contra
la construcción de New Towns y torres de apartamentos. La última
New Town se inauguró en 1970.
Al mismo tiempo que se criticaba el urbanismo racionalista,
aumentaba la sensibilidad, muy baja en aquel, hacia la restauración
y conservación del patrimonio arquitectónico. Aquella sensibilidad
ya se había manifestado en muchos lugares tras la Segunda Guerra
Mundial, cuando se planteó el dilema de reconstruir o no los cen-
tros históricos devastados por los bombardeos. En muchos lugares
(Varsovia, Munich…) se optó por la reconstrucción integral, pero en
muchos otros (Londres, Berlín…) se impusieron las tesis racionalis-
tas y se aprovechó para construir una nueva ciudad geométrica y fun-
cional. Eso empezó a cambiar definitivamente con la redacción de la
Carta de Venecia en 1964, fruto de los trabajos de un congreso inter-
nacional de arquitectos presidido por una delegación de la UNESCO
y del Consejo de Europa. Aquella Carta venía a poner fin a la distin-
ción que hacía el racionalismo (inscrita en La Carta de Atenas) entre
edificios históricos muertos y vivos (los primeros desprotegidos de la
demolición según la lógica de la machine à habiter). Todos los edifi-
cios están vivos, dirá la Carta de Venecia, incluso las ruinas, porque
todos transmiten un mensaje y construyen nuestra identidad cultu-
ral. Con la Carta de Venecia la conservación pasa de ser, en todo caso,
algo deseable y un imperativo moral de la civilización, una obligación
con el pasado y con las futuras generaciones, que tienen derecho a no
ser privadas de su historia. La obligación de conservación se extiende,
además, de los edificios singulares a todo el entorno histórico urbano.
La Carta expresaba una profunda preocupación por las ciudades his-
tóricas ante la falta de sensibilidad de muchos urbanistas y políticos.
Finalmente, sería refrendada y ampliada por la Carta de Ámsterdam
de 1975, documento que sancionaba definitivamente el mandato de
conservación integral de todos los centros históricos y cuya filosofía
se fue traduciendo progresivamente en legislaciones conservacionis-
tas concretas en cada uno de los países (Ahmad, 2006).
La ciudad no murió, pues, y el impulso iniciado a finales de los
sesenta continuaría tomando cuerpo y velocidad hasta acabar, final-
mente, cristalizando en lo que se conoce como Nuevo Urbanismo
274 Francisco Javier Ullán de la Rosa

desde finales de los ochenta. Las figuras principales de esta corriente


son Leon Krier y Cristopher Alexander en Europa, quienes escriben
desde los años setenta una serie de manifiestos urbanísticos, y un
grupo de urbanistas en los Estados Unidos que se agrupan en torno
al Congress for New Urbanism, fundado en la ciudad de Chicago (otra
vez Chicago) en 1993, y entre los que destaca Peter Calthorpe. Una
institución prominente en el fomento y elaboración de estas teorías
fue el Prince of Wales’s Institute of Architecture, fundado, presidido
y financiado directamente por el Príncipe Carlos de Inglaterra. Todos
ellos abogan por la reforma de las políticas públicas de urbanismo
para construir nuevos desarrollos urbanos que satisfagan los siguien-
tes criterios (Krier, 1993; Calthorpe, 1993):

1) Frente a la zonificación y la segregación, los barrios deben ser


diversos en usos y población. Para ello es necesario construir
con una variedad de tipologías de vivienda: casas unifamilia-
res, adosados y apartamentos, que no deben superar las tres
o cuatro alturas para evitar una excesiva densificación. Una
ciudad en la que jóvenes y ancianos, solteros y familias, ricos y
pobres puedan convivir y establecer relaciones.
2) La arquitectura debe celebrar las tradiciones e historia local y
las técnicas constructivas someterse a los criterios de máximo
respeto ecológico. Hay que construir edificios que parezcan
tradicionales pero sean high-tech, es decir, edificios verdes, de
mínimo consumo y contaminación y máxima capacidad de
reciclaje y de eficiencia energética.
3) El barrio ha de tener un centro identificable tanto por su espa-
cio como por la acumulación en él de edificios comunitarios y
representativos que generen identidad y cohesión. Ese espacio
ha de ser una plaza o un prado. El centro concentra actividades
colectivas (religiosas, culturales, administrativas…).
4) La mayoría de las viviendas deben estar a menos de cinco mi-
nutos a pie del centro y de todos los servicios urbanos (escue-
las, parques y columpios, centros de atención sanitaria y una
variedad de pequeños comercios suficiente para atender todas
las necesidades básicas de una familia).
5) Las calles deben formar una red interconectada, sin aislar espa-
cios, pero al mismo tiempo dispersando el tráfico rodado de la
mayoría de las viviendas. Se ha de fomentar la peatonalización
y los carriles-bici. Las calles deben ser relativamente estrechas
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 275

y flanqueadas siempre por arbolado. Los aparcamientos se han


de relegar a la parte de atrás de los edificios, con acceso por
pequeños callejones.
6) El barrio ha de tener instituciones democráticas de autogobier-
no: una asociación donde se practique la democracia partici-
pativa y con capacidad de decidir en asuntos como el mante-
nimiento de la infraestructura urbana, seguridad, o planes de
urbanismo.
7) El diseño de los nuevos barrios debe estar inserto en un plani-
ficación más amplia del desarrollo a nivel regional, de manera
que el crecimiento urbano atienda a principios de sustentabi-
lidad ecológica y económica (usando el urbanismo, por ejem-
plo, para evitar los desequilibrios entre puestos de trabajo y
vivienda).

6.4. SOCIOLOGÍA URBANA EN LA BISAGRA FINISECULAR


(1980-2010): ENTRE EL MARXISMO DE LA POSMODERNIDAD
Y LOS ENFOQUES POSMODERNOS

6.4.1. La reformulación de la sociología neomarxista frente al reto


del posmodernismo y la posmodernidad
Las transformaciones que la nueva fase del capitalismo estaba operan-
do en la sociedad obligaron, desde finales de los setenta y principios
de los ochenta, a revisar el marco teórico del neomarxismo. Era nece-
sario explicar, desde el enfoque del materialismo histórico, la nueva
naturaleza informacional, posindustrial y posfordista que había ad-
quirido la economía política pero también dar cuenta de muchos fe-
nómenos que quedaban fuera de los conceptos marxistas, revisados o
no, tales como el resurgir de las identidades o los nuevos movimien-
tos sociales (construidos en torno al género y la orientación sexual,
los estilos estéticos, o el resurgir de la religiosidad). Ningún autor, por
más positivista o estructuralista que fuera, podía hacer oídos sordos a
las críticas epistemológicas posmodernas. Porque, aunque los defen-
sores del positivismo tuvieran parcialmente razón cuando tachaban
al posmodernismo de moda, de mera especulación filosófica o de
proyecto nihilista que amenazaba con sumir al mundo en el limbo de
un relativismo y un escepticismo estériles (un posicionamiento del
que fueron adalides gente como el padre del materialismo cultural,
276 Francisco Javier Ullán de la Rosa

Marvin Harris (Harris, 1999)) tampoco se podía negar que los pos-
modernos habían puesto el dedo en la llaga y sacado a la luz muchas
de las miserias y limitaciones de la ciencia positiva. En su versión más
razonable y moderada, el posmodernismo era una cura de humildad
necesaria que no venía a liquidar la ciencia y regresarla a una fase
preempírica o puramente heurística sino a reformarla, introduciendo
toda una serie de herramientas y de temas elaborados, precisamente,
por las ciencias humanas, tales como la cultura, los estados psicoló-
gicos o la semiótica. El gran logro de la crítica posmoderna fue su
insistencia en la complejidad de los fenómenos y en su interdepen-
dencia y, por ello, en la necesidad de trabajar siempre desde un punto
de partida holístico y multidisciplinar que tuviera en cuenta todo a
la vez y en su condición de interrelación mutua. En ese sentido la
ciencia posmoderna es, más que un relativismo, un reequilibrio de
la balanza para conseguir una nueva (pero distinta) objetividad. Una
objetividad en la que la realidad virtual de los símbolos es igual de
real que la de los objetos empíricos, en la que la verstehen es igual de
importante que la medición precisa o la replicación en laboratorio
de determinados fenómenos. Y, nolens volens, todos los sociólogos
materialistas tuvieron que acabar aceptando esas aportaciones del
pensamiento posmoderno. Sería el caso del ya citado Harris (¿qué es
su concepto de lo emic sino una aceptación de la relativa autonomía
y naturaleza ontológica de la realidad virtual de las ideas?) y sería el
caso de los sociólogos urbanos marxistas. Así, desde principios de los
años ochenta, autores como Zukin, Harvey o Castells o los de la Es-
cuela de los Ángeles, revisitarán de nuevo su marxismo, no necesaria-
mente para liquidarlo pero sí para incorporar algunos de los enfoques
del bando posmoderno y, armados de tal guisa, concluir la tarea de
explicar la ciudad del capitalismo tardío. Vamos a ver ahora algunas
de las aportaciones que estos tres autores en concreto hicieron, desde
este «marxismo posmoderno» al estudio del fenómeno urbano.

Sharon Zukin. Críticas al marxismo de la nueva sociología urbana

En un artículo escrito en 1980, la socióloga urbana Sharon Zukin


abría desde Nueva York uno de los primeros frentes críticos, sin salir
del campo marxista, a la corriente que había dominado la sociología
urbana durante toda aquella década que entonces concluía. Zukin
lanza una serie de acusaciones a la mayoría de los estudios urbanos
hechos en Francia: son repetitivos y es cuestionable si son aún capaces
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 277

de generar conocimiento nuevo; han magnificado el tema de los inte-


reses de clase y tienden a verlos como el motor de todos los fenómenos
cuando en muchos casos podría haber otros elementos con más peso
explicativo. Para Zukin esto constituye una especie de reverso de la fa-
lacia ecológica de la Escuela de Chicago. Si para la Ecología Humana
todo era explicable por el espacio, para la Nueva Sociología Urbana
el espacio no explica nada. Si para los de Chicago los grupos urba-
nos pobres y marginados eran desviados y desadaptados, los marxistas
franceses los han convertido a todos, sin discriminación, en héroes y
construido una leyenda rosa hecha de resistencias ante el poder. No
hay delincuentes, solo resistentes a la opresión capitalista. La Nueva
Sociología Urbana tampoco ha resuelto la duda de si existe o no una
cultura distintivamente urbana. Por último, y aquí se encuentra la
gran aportación de Zukin, el rol que Castells y su escuela le asignan
a la ciudad en el capitalismo industrial obscurece y no considera ade-
cuadamente las raíces del urbanismo en la fase preindustrial. Es nece-
sario dejar bien clara la distinción entre capitalismo, industrialización
y urbanismo. El urbanismo es un fenómeno previo a los otros dos y
durante un tiempo hubo un urbanismo capitalista pero no industrial.
Hay cuatro elementos de la ciudad capitalista que pueden ser rastrea-
dos hasta su etapa mercantilista en los siglos XVII y XVIII: 1) El rol
de la ciudad en el proceso de acumulación de capital. 2) El rol de la
ciudad como proveedor de fuerza de trabajo barata. 3) La confor-
mación de lo urbano-local por lo nacional tanto a nivel económico
como político. 4) El rol de la ciudad como maximizadora del proceso
de consumo, el correlato necesario de la producción, debido a su alta
densidad de población.
En períodos anteriores la ventaja de las ciudades sobre el campo
residía en su capacidad de concentrar población y actividades eco-
nómicas en una comunidad de gran eficiencia defensiva y militar.
Para el Estado-nación la ciudad proporcionaba una fuente de renta
fácilmente accesible y controlable. Así, incluso en una sociedad aún
fuertemente dominada por las rentas agrarias, la ciudad atrajo capi-
tales porque en ella se había gestado una estructura de inversiones
concentrada en el espacio, mucho más eficiente y manejable que las
dispersas fuentes de renta del campo. Esta acumulación de capital
intensificó a su vez la capitalización de la agricultura en las áreas ale-
dañas a las ciudades más populosas pues estas proporcionaban un
mercado para la misma. Posteriormente la ciudad industrial del siglo
XIX aumentaría el ritmo de acumulación de capital, magnificando
278 Francisco Javier Ullán de la Rosa

las posibilidades técnicas para que este se produjera con mayor in-
tensidad y atrayendo a la ciudad a miles de campesinos que a su vez
aumentaban el tamaño del mercado y permitían una mayor acumu-
lación (Zukin, 1980).

David Harvey: el primer gran análisis marxista de la sociedad


posmoderna

Desde finales de los setenta, Baltimore, el laboratorio por excelencia


de David Harvey, como buena parte de las ciudades occidentales,
experimenta una transformación radical. De ser el «sobaco del Este»,
como se la llegó a denominar (Merrifield, 2002: 148), se convierte en
una próspera ciudad posindustrial, súbitamente atractiva para la in-
versión y para el turismo. Su deteriorado centro urbano experimenta
un radical lavado de cara: donde antes yacían los cadáveres de naves
industriales abandonadas y bloques de apartamentos decadentes sur-
gen ahora enormes centros comerciales, el Maryland Science Center,
el National Aquarium, hoteles de cinco estrellas, una marina depor-
tiva… ¿Qué había sucedido? La necesidad de comprender y explicar
todos aquellos cambios llevará a Harvey a centrar su atención en los
procesos que conducen al surgimiento de la ciudad posmoderna y
sobre la posmodernidad en sí misma como momento histórico. Fruto
de este interés son los trabajos Flexible Accumulation through Urba-
nization: Reflections on Postmodernim in the American City (1987),
artículo donde avanzaba sus nuevas elaboraciones, y su monumental
The Condition of Postmodernity (1989) cuyo título parafraseaba uno
de los manifiestos del posmodernismo sociológico, La condition post-
moderne de Jean-François Lyotard. Pero ese interés no le conduce a
dejarse llevar por la moda académica del momento, el paradigma teó-
rico-metodológico posmoderno. Muy al contrario: fiel a sus convic-
ciones epistemológicas, defiende, en una época en que el marxismo
había perdido el aura cool de los años setenta, la total pertinencia del
modelo de análisis materialista y racionalista frente al culturalismo,
relativismo y «esteticismo» de las corrientes posmodernas. Harvey es
muy crítico con todos aquellos sectores de la izquierda que se han de-
jado seducir por los cantos de sirena que llamaban a la demolición de
la Ciencia con mayúsculas y sus aspiraciones a conseguir explicacio-
nes objetivas y universales. Para Harvey es necesario distinguir entre
posmodernismo, como corriente estético-epistemológica, y posmo-
dernidad, como paradigma cultural con categoría ontológica, cuyos
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 279

valores están profundamente interrelacionados con los cambios pro-


ducidos en la economía política capitalista, con el paso de la sociedad
industrial a la posindustrial. La posmodernidad así entendida es una
etapa histórica, tiene realidad y ha de ser estudiada como tal. Y lo
mismo puede decirse de la ciudad. La ciudad posmoderna no es una
pura construcción de intelectuales: es una realidad histórica
Existe, pues, una ciudad posmoderna y es diferente de la ciudad
moderna que la precedió. Y esa ciudad puede y debe ser estudiada
desde los marcos teóricos marxistas. El marco teórico marxista debe
seguir, más que nunca, en la brecha, para impedir la disolución del
pensamiento sociológico científico. Pero, eso sí, debe someterse a
ciertos ajustes finos, como ya lo había hecho en el pasado, para res-
ponder a los retos epistemológicos que le presentan las nuevas reali-
dades históricas: en primer lugar, debe incorporar las categorías, apa-
rentemente no económicas, de raza, género y diferencia en su marco
teórico; en segundo lugar, debe incorporar también a dicho marco
las prácticas estéticas y culturales, la producción y reproducción de
imágenes y de discursos, esclareciendo el rol que desempeñan en el
modo de producción del capitalismo avanzado posindustrial.
Para ello, Harvey rescataría del olvido a Guy Debord. La pos-
modernidad, nos dirá, no es otra cosa que el tránsito de un régimen
de acumulación a otro, dentro del seno del modo de producción
capitalista. De la acumulación «rígida» del modo industrial a la acu-
mulación flexible en la cual cumplen un papel protagonista lo que
él llama, parafraseando a Debord, la «acumulación de espectáculos»
(Harvey, 1987).

Manuel Castells: el espacio-red de los flujos y la ciudad


informacional

Castells se trasladó a California en 1979, donde aceptó un puesto


como professor en la Universidad de California en Berkeley. En este
nuevo ecosistema, influido por la cercanía del naciente Silicon Valley,
la carrera de Castells dio un nuevo giro epistemológico, embocando
un tercer período.
The City and the Grassroots (1983), su primera gran obra escrita
desde California, es un libro que compila casos detallados, presentes
y pasados, de movimientos sociales urbanos, desde las Comuneros
castellanos del siglo XVI a los Communards de París de 1871, la Rent
Strike del Glasgow de 1915, las revueltas de las inner towns de los
280 Francisco Javier Ullán de la Rosa

años sesenta en los Estados Unidos, el populismo urbano de los «des-


camisados» argentinos, o el movimiento gay en San Francisco. En él,
Castells se aleja del determinismo marxista de clase y, como puede
apreciarse, reconoce la importancia de otros factores de orden cultu-
ral como la identidad étnica, el género y la autoafirmación. En esta
obra la balanza de la causalidad se equilibra poniendo más peso en
el platillo de la agencia y la subjetividad y quitando lastre al de la
estructura y la objetividad. Es decir, Castells se ha dejado influir un
poco más por la corriente weberiana («El marxismo en su conjunto
ha sido incapaz de afrontar el reto, como ha demostrado con gran
inteligencia Peter Saunders», escribirá en esta nueva obra [Castells,
1983: 297]) pero ha incorporado, además, algunas de las críticas de
las corrientes sociantropológicas posmodernas. En realidad, como
bien observa Merrifield (2002: 130), esa corrección no era necesaria,
pues ya se encontraba presente en el concepto althusseriano de es-
tructura dominante que el mismo Castells había abrazado como uno
de sus puntos de partida teóricos en 1972.
Castells admite que los actores también son escritores de la obra
de la historia pero hace una precisión muy importante: esta capacidad
ha quedado reducida, en el sistema capitalista en vías de globalización,
a la dimensión local, valga decir, a la arena urbana. En términos más
generales, los procesos económicos y los engranajes del poder se mue-
ven a niveles tan internacionalizados, tan lejos de la escala humana, que
escapan cada vez más a cualquier intento de control o de resistencia
por parte de los actores sociales. En estas circunstancias, con un Estado
de Bienestar en proceso de encogimiento (recordemos que el libro se
escribe al inicio de una nueva era, la de la hegemonía de las políticas
neoliberales iniciada con el binomio Reagan-Thatcher en el mundo
anglosajón), unos optan por refugiarse en la aséptica y ordenada vida
del suburb, o se movilizan solo de forma egoísta y reactiva, como en
los movimientos NIMBY (acrónimo de Not In My Backyard, «no en
mi patio trasero») mientras las minorías proactivas se organizan para
luchar contra la hidra capitalista en el único terreno en el que esta aún
tiene una presencia física reconocible, un rostro: en la ciudad. Puede
que sean impotentes para cambiar la dinámica de los flujos globales de
capitales y las reglas que dictan pero aún pueden tener alguna posibi-
lidad de imponer ciertas condiciones al establecimiento y operaciones
de esos flujos en sus comunidades locales (impidiendo la instalación de
industrias contaminantes, forzando condiciones salariales, impidiendo
la privatización de ciertos servicios, etc.)
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 281

Merrifield acusa abiertamente a Castells de renegar de sus oríge-


nes marxistas por razones de imagen académica, porque el marxismo
había perdido en los ochenta y noventa el aura que tenía en los sesenta
y setenta (Merrifield, 2002: 130). Sin embargo, ninguna de las po-
siciones que Castells defiende en The City and the Grassroots se sale
de lo que podríamos denominar una lectura no dogmática de Marx,
es decir, de la escuela neomarxista. La obra de Castells sigue siendo
neomarxista y manteniendo la misma línea iniciada en la década an-
terior. Lo mismo puede decirse del resto de sus obras en las décadas
siguientes, incluyendo su análisis de la sociedad posindustrial vehicu-
lada por las TIC, su trilogía The Information Age (1996). Y, sin embar-
go, Castells se esforzara conscientemente por negarlo. En The City and
the Grassroots afirmará: «el marxismo está en ruinas» (Castells, 1983:
297). Más tarde, en una entrevista concedida en 1997 pronunciará,
en tono avergonzado, las siguientes palabras:
Althusser era simple retórica para nosotros, nada más que un con-
cepto, y muchos de nosotros nos alejamos muy rápido del paradig-
ma althusseriano […] La influencia del marxismo de Althusser no
fue duradera. Y no lo fue porque no tenía substancia (Castells, en
Merrifield, 2002: 131).

Castells estaba viviendo en lo que ya por entonces todos conside-


raban una nueva era y no se pudo resistir a la seducción de sus encan-
tos. Y, sin embargo, a pesar de sus avergonzados reniegos, Castells,
insisto, no dejó nunca de ser un académico marxista. Su gran logro
en las últimas décadas ha sido, precisamente, el mismo de Harvey:
aplicar el método estructural marxista al estudio de esta nueva etapa
del capitalismo. Fue ese estudio lo que le hizo saltar definitivamente
al estrellato de la academia. Ese trabajo se inicia en 1989, el mismo
año que se publicaba la obra de Harvey, a quien quizá le deba mu-
cho, y de nuevo se ancla firmemente al fenómeno urbano: ese año
veía la luz The Informational City. En este libro no hay ni una sola
mención a los movimientos sociales. Castells vuelve al estudio de la
estructura, solo que esta vez se centra en la tecnología, en las nuevas
tecnologías de la información en concreto, con los medios de comu-
nicación de masa y las computadoras, como protagonistas. Era un
preludio de la que sería su magna obra de unos años después: la trilo-
gía The Information Age (1995). En estas obras (1989, 1995) Castells
elabora un nuevo concepto de espacio: al espacio físico analizado
282 Francisco Javier Ullán de la Rosa

hasta entonces superpone el nuevo espacio virtual de los flujos y las


redes, creado por el intercambio de información, personas, bienes y
servicios. Un espacio no estacionario sino en movimiento, en flujo
constante. A pesar de su sofisticación argumental y del abrumador
bombardeo de datos empíricos y estudios de caso, Castells ha sido ta-
chado de determinista tecnológico y de ofrecer explicaciones unívo-
cas (Merrifield, 2002), es decir, de dar un paso atrás en su evolución
teórica volviendo a recomponer el burdo materialismo marxista que
Althusser había tratado de deshacer. Según el mismo autor también
habría dado un paso atrás en su compromiso con la izquierda polí-
tica: la ciencia social debe ceñirse a interpretarlo. Merrifield advierte
en sus obras incluso tonos de loa al nuevo capitalismo (por ejemplo
en su obra sobre las tecnópolis, en especial el capítulo sobre Silicon
Valley que es descrito en tonos bastante róseos [Castells, 1994]).
La sociedad red, nos dice Castells en su trilogía, genera una dicoto-
mía entre el espacio de los flujos y el espacio de los lugares. El espacio de
los flujos es la forma espacial dominante en la economía política de la
sociedad red del capitalismo informacional. Es la organización material
(espacial) de las prácticas sociales que funcionan a través de flujos (de
capitales, de información de gestión, de imágenes e ideas, tecnología,
drogas, modas, miembros de la élite cosmopolita, migrantes…) y está
configurado por una combinación de tres soportes materiales: la red de
comunicación electrónica; los nodos de la red (donde se ubican funcio-
nes y organizaciones estratégicas, es decir, las grandes ciudades) y ejes de
transporte, ambos organizados de forma jerárquica; y la organización
espacial de las élites gestoras de dichos flujos. Estas élites son cosmopo-
litas pero no flujos. Lo que significa que tienen que vivir en algún lugar.
Esta sociedad red implica así un proceso simultáneo (y no contradicto-
rio) de desterritorialización/reterritorialización.
Dichas élites están organizadas en comunidades culturales y
políticas con fronteras materiales y simbólicas claras y cerradas: en
el primer caso por vallas o por los altos precios inmobiliarios, en
el segundo por estilos de consumo y valores y prácticas culturales
propias (golf, jacuzzi, educación multilingüe e internacional en es-
cuelas y universidades privadas exclusivas, homogamia, etc.). Es una
subcultura ligada finalmente al espacio y que funciona a través de
conexiones interpersonales (decisiones estratégicas que se toman en
clubs de campo, restaurantes exclusivos, etc.). Una comunidad que
crea formas espaciales estandarizadas (arquitectura moderna homo-
génea) por todos los nodos y ejes de la red transnacional por donde
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 283

se mueven, donde poder reproducir su subcultura (hoteles de lujo,


salas VIP de aeropuertos…). Es un espacio desvinculado de la espe-
cificidad histórica de cualquier sociedad concreta. También el resto
de la gente, los que no constituyen la élite gestora, tiene que vivir en
un espacio concreto. Pero este no es internacional ni cosmopolita
sino que, por el contrario, sigue siendo local, apegado a la identidad
propia (como vecinos, miembros de una etnia, de una nación…) y a
veces degenera en xenofobia, tribalización…
Contemporáneamente o con posterioridad a Castells otros autores
también han dejado importantes reflexiones acerca de esta dicotomi-
zación del espacio generada por la globalización y las TIC. Giddens
(1990) por ejemplo, observó la aparición del fenómeno del «espacio
vacío» o el desanclaje entre espacio y lugar de relaciones. En las socieda-
des premodernas las relaciones sociales eran siempre directas y se daban
en un espacio delimitado. La modernidad permite relaciones entre per-
sonas de lugares muy distantes, desanclando así el espacio de la relación
social. Pero ese desanclaje, como en el caso de Castells, no significa que
la gente no viva en un lugar real sino que los lugares modernos son
«fantasmagóricos» porque están conformados por influencias sociales
remotas. Tomemos el ejemplo del centro comercial local: es cercano,
familiar, pero constituido por tiendas de cadenas que se encuentran en
muchos sitios y muy similar en diseño al de otras ciudades. En 1992
Marc Augé acuñaría otra etiqueta dicotómica más, que ha adquirido
gran popularidad: la de lugar antropológico/no lugar. Por el primero
entiende un lugar donde se leen las identidades, las relaciones sociales
y la historia, donde la gente utiliza el mismo lenguaje cultural, con
fronteras geográficas definidas. Por el segundo, un espacio donde no
pueden leerse las identidades, no existen las relaciones sociales ni la
historia. Lugares donde priman las relaciones contractuales, utilitarias,
anónimas y, por ello, espacios de soledad, transitoriedad y alienación.
La posmodernidad implica la multiplicación de estos no lugares (hos-
pitales donde se nace y se muere, medios de transporte, estaciones y
aeropuertos, bancos, hoteles…). Sin embargo, Augé nos advierte en
contra de una lectura simplista de su dicotomía (la que después, desgra-
ciadamente y como suele ocurrir, acabó popularizándose): la dicotomía
es solo un tipo ideal. En la vida real lugares y no lugares se entrelazan.
Todos habitamos entre unos y otros. Uno puede convertirse en el otro
y viceversa, dependiendo de los actores (las estaciones pueden ser un
punto de encuentro de jóvenes, los aeropuertos son un lugar y casi un
hogar para quien allí trabaja…) (Augé, 1992).
284 Francisco Javier Ullán de la Rosa

Manuel Castells y Saskia Sassen: las megalópolis globales y su


función en la economía política del capitalismo informacional

Finalmente, Castells dedicará buena parte de sus esfuerzos a expli-


carnos la función que desempeñan las grandes ciudades, las metró-
polis informacionales que constituyen los nodos de la sociedad red
en el capitalismo informacional de finales del siglo XX y princi-
pios del XXI (Castells, 1989). Un trabajo que será complementado
por el de Saskia Sassen, en términos muy similares (Sassen, 1991,
1994). Habría podido esperarse que, con la disolución del tiempo y
el espacio traída por las telecomunicaciones y con la deslocalización
industrial, se hubiera producido una tendencia hacia la desaglome-
ración urbana (las industrias pueden estar en muchos sitios, la gente
puede trabajar a distancia). Esta tendencia, en efecto, se observa,
pero convive con otra de signo opuesto que es igual o más fuerte: el
crecimiento de megalópolis. Esto es debido a que esas megalópolis
cumplen varias funciones estratégicas en la economía política del
capitalismo global:

a) Son los centros de mando de dicha economía: en ellas se con-


centran las sedes de las finanzas y de las grandes multinacio-
nales que necesitan tener una red jerarquizada de centros de
control para gestionar una empresa que se extiende por innu-
merables países.
b) Alrededor de dichas multinacionales se concentran también
las empresas proveedoras de servicios avanzados que dichas
multinacionales necesitan para operar internacionalmente:
bufetes de abogados, consultorías, especialistas en fusiones
y adquisiciones, brókers, agencias publicitarias y de recursos
humanos, centros de innovación y de investigación (que gene-
ran la tecnología que permite maximizar la producción y crear
productos nuevos de alto valor añadido), centros educativos
(colegios y universidades) de élite para formar a los cuadros de
las empresas, a los científicos y a los propios educadores.
c) En muchos casos las megalópolis se forman en torno a las ca-
pitales políticas, porque para las multinacionales también es
ventajoso tener a los interlocutores del Estado cerca, aunque
no siempre es el caso (lo es en el caso de París, Londres, Tokio,
México DF, Madrid, Ámsterdam, pero no en el de Nueva York,
Sidney, Sao Paulo, Shanghai, Frankfurt, Milán, Barcelona…)
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 285

d) La concentración de gestores multinacionales y proveedores de


servicios en un único lugar físico sigue siendo funcional por-
que genera sinergias, ahorra costos de transporte y se adapta
a la forma humana de gestionar los negocios, que sigue prefi-
riendo las relaciones cara a cara (muchas decisiones se toman
en restaurantes, clubes de campo, y aunque viajar forma parte
del atractivo estilo de vida de los ejecutivos, también es cómo-
do tener a los interlocutores en la misma ciudad).
e) Finalmente, las megalópolis siguen siendo atractivas para esta
clase de gestores y trabajadores supercualificados porque la alta
concentración de capital y el tamaño permiten la existencia
de un conjunto muy sofisticado de servicios recreacionales
y culturales que una ciudad más pequeña no puede ofrecer,
y que forman parte del estilo de vida irrenunciable de estos
grupos: teatros, salas de concierto, museos, galerías de arte,
instalaciones deportivas, restaurantes de superlujo, colegios y
universidades de superélite (para formar a los hijos), aeropuer-
tos internacionales con conexiones directas a todas partes del
mundo. La incomodidad de la gran ciudad es paliada con la
suburbanización en grandes casas con jardín en vecindarios
tranquilos bien conectados con los centros de trabajo, o en
departamentos de lujo en rascacielos, aislados por la altura del
mundanal ruido. Con su demanda de viviendas muy grandes
y con espacio (jardín, terraza en el loft…) contribuyen a la ex-
pansión de la megalópolis en una zona cada vez más amplia.

Las ciudades globales están conectadas unas con otras en una red
jerarquizada que tiende a desengancharse relativamente del territorio
circundante (de nuevo un proceso de desanclaje), el cual permanece
en buena medida anclado en una lógica económica local (pensemos
por ejemplo en Madrid, rodeado por el cinturón rural de las dos
Castillas). El resultado en términos territoriales y sociales es una es-
tructura dual, muy polarizada, fruto de la diferenciación de la econo-
mía posindustrial en dos sectores:

a) Un sector formal basado en la gestión de la información con


una fuerza de trabajo «mejorada», cada vez más cualificada que
proviene, en general, de las clases sociales previamente más
privilegiadas (las que poseían altos niveles de capital cultural
y social).
286 Francisco Javier Ullán de la Rosa

b) Una fuerza de trabajo «descualificada» (cuando realizan traba-


jos de baja cualificación aunque su cualificación sea mayor) o
no cualificada compuesta por un conjunto abigarrado de pro-
cedencias diversas: obreros cualificados de las industrias que
han cerrado por la reconversión industrial y la deslocalización
(ahora pasan a hacer trabajos menos cualificados que los de
antes), jóvenes provenientes del fracaso escolar o muy cualifi-
cados pero explotados como becarios en precariedad, mujeres,
emigrantes (muchos de ellos con mayores cualificaciones en
su país de origen de lo que requiere el tipo de trabajo que
realizan). Nutren las filas de los empleos de bajo nivel en los
servicios urbanos y oficinas de la economía informacional con
bajos salarios, muchos contratos a tiempo parcial, precariato o
en la economía informal. Y a todos ellos se añaden los exclui-
dos del sistema: parados, drogadictos y delincuentes, gente sin
hogar…

Es una sociedad caracterizada por su fragmentación en universos


sociales con escasa comunicación entre ellos, con estilos de vida dife-
renciados en términos de consumo, relaciones familiares, residencia,
uso del espacio urbano. La alta concentración de gente con rentas
altas en las grandes ciudades tiene efectos perversos sobre la calidad
de la vivienda de los grupos de salario bajo porque aumenta la pre-
sión por el suelo haciendo subir muchísimo los precios. Los primeros
(las clases medias altas y altas de la economía informacional) están
jerarquizados a su vez en clases: una clase hegemónica cuyos estilos
de vida se convierten en el modelo cultural al que aspira toda la socie-
dad en su conjunto. Los segundos (trabajadores no informacionales
de bajos ingresos) no pueden formar una clase social con cohesión
interna debido a la extrema variedad de sus posiciones respecto a la
estructura de producción e incluso se enfrentan entre ellos: obreros
precarizados que se vuelven xenófobos culpando a los inmigrantes de
sus problemas, afroamericanos contra latinos en EE. UU., etc.

6.4.2. La sociología urbana posmoderna hasta los años ochenta


Bajo la etiqueta de sociología urbana posmoderna se incluye toda una
abigarrada serie de autores que, en términos generales, comparten
en mayor o menor medida los principios comunes de: escepticismo
epistemológico, metodologías deconstructivistas y no positivistas,
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 287

una posición crítica frente a los relatos oficiales y construidos desde


el poder y una intención de ofrecer siempre perspectivas nuevas de
los fenómenos, algunas veces claramente provocadoras (intenciona-
damente provocadoras, diría yo) y, finalmente, una incursión en los
territorios de lo urbano poco cartografiados aún: las dimensiones psi-
cológicas, culturales, estéticas y semióticas. Entre ellos existen innu-
merables diferencias, sin duda, reflejando el mismo rechazo a la uni-
vocidad del paradigma posmoderno. No es fácil hacer una selección
de autores, porque son legión. Tampoco es fácil realizar una clasifica-
ción nítida y, hemos de advertir que esta categoría, en cumplimiento
con el propio mandato posmoderno, es una categoría abierta, per-
meable, encabalgada de yuxtaposiciones. Así las simpatías y filiacio-
nes de muchos sociólogos con los movimientos de izquierda les ha-
cen abrazar enfoques, al menos desde el punto de vista político pero
también parcialmente en lo teórico-metodológico, que los acercan a
los marxistas. Es el caso concreto de la que se ha querido presentar
como la escuela más importante de la sociología urbana posmoderna,
la Escuela de Los Ángeles, que en realidad hibrida la deconstrucción
posmoderna con la economía política marxista. Se trata, por lo tanto,
de una corriente en la frontera y, en ese sentido, habríamos podido
también incluirla en el apartado anterior. La realidad es que, una
vez pasadas las primeras fiebres revolucionarias del posmodernismo
de los años ochenta, será ahí, en la frontera donde la gran mayoría
de los sociólogos urbanos se fue situando, en un afinado y sensato
compromiso entre positivismo y verstehen, entre economía política y
enfoques psicoculturales y semióticos. Hecha esta precisión veamos
ahora, no obstante, qué podemos decir de algunas de las aportaciones
del paradigma posmoderno al estudio de lo urbano.

Guy Debord y el movimiento situacionista

Muchas de las ideas de Lefebvre fueron retomadas en los setenta por


el ya mencionado grupo de los situacionistas, con Guy Debord a la
cabeza. Eran idealistas, utópicos románticos, que tuvieron un papel
central en las revueltas del 68 pero que también dejaron una produc-
ción intelectual. En las vísperas de aquella revuelta social y cultural,
Debord escribe La Societé de l’éspectacle (1967). Si Lefebvre advertía
que la mercantilización había pasado a la vida cotidiana y al espacio,
Debord denuncia que esta ha ido un paso más allá hasta abarcarlo
todo, incluso la cultura, el mundo simbólico, todo, a través de un
288 Francisco Javier Ullán de la Rosa

proceso de conversión del mismo en espectáculo de masas para el


consumo. Todo lo que antes era espontáneo y directamente vivido
ahora se ha transformado en representación que es producida para
su venta. Es un capitalismo que no solo antepone las cosas a las per-
sonas sino las imágenes de las cosas a las cosas mismas. Las imágenes
espectaculares nos venden una representación de la realidad y son
un mecanismo para ocultar la verdadera realidad. Marx decía que
la alienación capitalista solo hacía sentir a los obreros que eran ellos
mismos cuando estaban en casa. Para Debord el nuevo capitalismo
comporta una doble alienación: tampoco son ellos mismos cuando
están en casa puesto que el espacio vivido también ha sido conquista-
do, física y simbólicamente, por la mercantilización. En su tiempo de
ocio los trabajadores no son otra cosa que consumidores, la vida pri-
vada es invadida por la publicidad, la moda, la comida precocinada,
la cultura pop enlatada. Así, las fronteras que separaban lo económico
de lo político y de la vida privada se han disuelto. El trabajo alienado
se ha convertido en vida alienada. Las vida en la calle, espontánea,
desordenada, amenaza el statu quo de esta sociedad del espectáculo
que trata por ello de convertir la ciudad en una mercancía en sí mis-
ma, en un escenario de una obra de teatro diseñada hasta el detalle
para provocar los efectos deseados al ser consumida: el poder controla
la cultura urbana, la pone en manos de tecnócratas especialistas en
lugares especializados. Así por ejemplo museifica el centro, y crea
hábitats pseudorrurales en los suburbios cuya única similitud con lo
rural está en la imagen de lo rural.
Así, los situacionistas denuncian la ciudad moderna como pa-
tológica para el espíritu, la libertad y el progreso social de la huma-
nidad. Siguiendo a Marcuse dirán que en la ciudad moderna Logos
ha triunfado sobre Eros, el orden sobre el desorden. Despreciaban
igualmente las ciudades soviéticas y las ciudades mercantilizadas de
Occidente. Rechazan los gritos de batalla de Le Corbusier como el Il
faut tuer la rue!, «¡Debemos matar la calle!» (Quería acabar con ella
por ser esta sinónimo de desorden y falta de armonía) y el brutalismo
sin alma del Congreso de Arquitectos Modernos. Los grand ensembles
son para ellos barracones de un campo de concentración. Odiaban la
Brasilia de Oscar Niemeyer, uno de los buques insignia del raciona-
lismo moderno. Rechazan la zonificación que conduce a la comparti-
mentalización espacial. Dicen no a la lógica de separación modernis-
ta. Proponen un urbanismo unitario que vuelva a reunir lo separado.
Frente a la ciudad racional, proponen la ciudad espontánea, de la
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 289

imaginación, de lo lúdico. Su ideal son las ciudades llenas de rincones


misteriosos, curvas, recovecos, de plazas y barrios bullendo de gente.
Frente al concepto moderno del hombre como Homo sapiens y Homo
faber, proponen la dimensión del Homo Ludens, siguiendo los pasos
de Johan Huizinga (1938) porque una de las principales característi-
cas del juego es su naturaleza libre. Reclaman un urbanismo que de-
vuelva a la gente el poder para decidir cómo conservar o transformar
el espacio en el que viven.
Los situacionistas acuñaron algunos métodos para llevar a la
práctica su agenda. Uno de ellos era la dérive: se abandonaban a un
viaje o «deriva» «surreal» (en la adjetivación de Merrifield, 2002: 97)
a través de las calles de París, a pie, durante horas, muchas veces de
noche, tratando de identificar el pulso de cada barrio, de atrapar el
inconsciente de la ciudad. De esa forma acumularon una cantidad
inestimable de datos cualitativos con los que trataron de componer
una psicogeografía urbana que reveló la creciente fragmentación de
la ciudad. Otro mecanismo era el détournement (secuestro): ocupar
el espacio hasta ahora ocupado por los convencionalismos burgueses
para desalienarlo: con ocupaciones, manifestaciones, sentadas, cons-
trucción alternativa, graffitti. Cuanto más exagerado, mejor, con la
intención de provocar, de protestar. Se convierten así en precursores
del movimiento de los squatters u okupas.
Junto con otros grupos de izquierda (comunistas, maoístas,
anarquistas) pusieron en práctica el détournement en la Universidad
de Nanterre, ocupando su rectorado un 22 de marzo de 1968 y
encendiendo así la mecha de la mayor revuelta contracultural de
la historia contemporánea de Occidente que, sin embargo, pasaría
a la historia con el nombre de mayo. Muchos graffitti citaban tex-
tualmente pasajes de La societé de l’éspectacle. El propio campus de
Nanterre era un símbolo de la alienación del espacio que Debord
y su grupo llevaban años predicando: un espacio universitario de
rascacielos racionalistas, segregados del centro de la ciudad de París,
rodeados de barrios obreros y poblados chabolistas de magrebíes y
portugueses. Un campus de aulas masificadas donde imperaban las
relaciones burocratizadas, distantes, impersonales y jerárquicas en-
tre alumnos y profesores. Una institución que no dudan en calificar
de totalitaria en la que los alumnos eran tratados como niños su-
misos, cuya funcionalidad era formatear sus mentes para convertir-
los en perfectas piezas del engranaje laboral capitalista (Merrifield,
2002: 106).
290 Francisco Javier Ullán de la Rosa

El Centre d’Études, de Recherches et de Formation


Institutionnelles

El CERFI fue fundado en París por uno de los máximos exponentes


del posestructuralismo francés, Félix Guattari, de quien ya hemos ha-
blado, y estuvo activo entre 1967 y 1987, siendo su medio de expre-
sión la revista Recherches. Colaboró activamente con Michel Foucault
y Gilles Deleuze, aunque estos nunca llegaron a ser miembros del
grupo. Se trata de una institución académica independiente de la
estructura universitaria o de investigación oficial, diseñada con prin-
cipios cooperativos y de democracia participativa. Tenía vocación in-
terdisciplinar y atrajo a científicos sociales situados en la órbita de la
Deuxième Gauche. En torno a Guattari se reunían semanalmente una
veintena de investigadores entre sociólogos, urbanistas, economistas,
psicólogos, pedagogos o simples militantes. Trabajaban asamblearia-
mente y realizaban investigaciones que se financiaban con contratos
ad hoc que obtenían indistintamente del sector público o privado,
siempre con el objetivo de no vender su independencia a nadie. Tra-
taron siempre de resistir la tendencia del medio académico a institu-
cionalizarse bajo las diversas formas de funcionariado o de burocracia
sindical o de partido. Ni siquiera pedían un título universitario para
formar parte de los equipos de investigación. El dinero de los contra-
tos era distribuido de forma igualitaria entre todos los miembros. No
se hacían distingos de jerarquías o antigüedad (Mozère, 2004).
Fieles también a sus ideales, el CERFI no constituyó nunca una
verdadera escuela con un posicionamiento teórico unificado. Fue
más bien un lugar de experimentación cuyo común denominador
era su posicionamiento crítico frente a las estructuras y discursos del
poder, tanto a nivel macro como micro. Finalmente, drenado por la
penuria financiera, el grupo acabará disolviéndose y muchos de sus
miembros, más mayores y menos idealistas, integrándose en el siste-
ma académico institucional (Mozère, 2004).
Pero su legado es sin duda enorme. Su principal aportación con-
siste en haberse apropiado de la problemática de Foucault y haberla
aplicado al espacio construido urbano. Siguiendo la estela del filóso-
fo, el CERFI concentró su atención sobre los equipamientos colec-
tivos urbanos como dispositivos de normalización y disciplina. Las
escuelas, los transportes colectivos, los centros comerciales, los grands
ensembles, las parcelaciones de suelo, la tabicación interior de los do-
micilios… todos ellos constituyen para los investigadores del CERFI
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 291

otros tantos mecanismos de disciplina de los ciudadanos. Quizá el


texto que mejor ilustra esta posición sea el de Lion Murard y François
Fourquet Les équipements du pouvoir, de 1973. El mismo Murard
estudiará junto con Patrick Zylberman (1976) la aplicación de esta
lógica en las cités-ouvrières del siglo XIX y principios del XX inten-
tando buscar los orígenes de aquella práctica. Es una estrategia que
ellos denominan el «urbanismo del vacío»: separación de las casas por
calles anchas y despejadas con plano ortogonal… todo para atomizar
la cohesión social de los trabajadores. Atomización que se continúa
en la casa, la boite à habiter (la caja de habitar), diseñada para intro-
ducir la disciplina en el domicilio, a través de la separación y espe-
cialización de los espacios que divide la vida familiar en funciones
separadas: cada uno en su habitación, cada uno en su cama, el salón
para el día, la habitación para la noche; casas que son instrumentos
de ingeniería social para ajustar el tamaño de las familias (Murard y
Zylberman, 1976).

Richard Sennett: perspectivas psicologicistas y culturalistas

La figura y la obra de Sennett representan un reto para cualquiera que


busque encasillamientos categoriales o escolásticos. Si bien su obra
más contemporánea sin duda escapa de los márgenes de la sociología
urbana y solo puede calificarse como ensayo sociológico de amplio
espectro, la primera etapa de su carrera, como investigador del Joint
Center for Urban Studies de Harvard y el MIT en las décadas de los
setenta y ochenta, justifican su inclusión en esta obra. Sus aportes al
estudio de lo urbano se recogen en cuatro obras fundamentales en las
que el autor desarrolla un enfoque psicologicista (en las dos prime-
ras) y culturalista (en las restantes) claramente identificables con los
nuevos paradigmas y sensibilidades posmodernas.
En la primera obra, fruto de su trabajo doctoral, (1970), Sennett
explora la relación entre mercado laboral, espacio urbano, estructu-
ra de parentesco y estructura de la personalidad entre las clases me-
dias del Chicago de finales del siglo XIX. Así pues, el laboratorio es,
una vez más, Chicago (impresionante la fuerza de atracción de esta
ciudad a pesar de que Sennett estudia en Boston) y el tema de su
interés uno de los clásicos de la sociología urbana norteamericana:
el suburban way of life. A partir de ahí, su tesis, que proyecta dicho
proceso de suburbanización hacia atrás en el tiempo, adopta un giro
original: el bucle de retroalimentación entre el modelo de mercado
292 Francisco Javier Ullán de la Rosa

laboral (patriarcal y espacialmente segregado del hogar), el proceso


de suburbanización y las estructuras de parentesco, afirma, desembo-
caron, ya desde fechas tan tempranas como 1870, en la hegemonía
de la pequeña familia nuclear como célula de organización social en
las ciudades americanas. Pero Richard Sennett va más allá, señalan-
do, además, la dimensión psicológica de esa particular conjunción
sistémica. Aquellas familias nucleares desarrollaron una percepción
de sus comunidades suburbanas como refugios de estabilidad, segu-
ridad, identidad y afecto frente al impredecible, peligroso, extraño y
alienante mundo exterior del trabajo en el downtown, en el que úni-
camente se aventura el padre. Frente a un mundo exterior dominado
por lo masculino, aquel refugio giraba en torno a la madre, sien-
do el papel del padre progresivamente erosionado. A partir de este
argumento Sennett tiende un puente pionero entre espacio urbano
construido (el suburb) y las estructuras profundas de la personalidad,
embarcándose en un ejercicio parafreudiano de psicología social. La
obra argumenta que esta mutación en la hegemonía de los roles fa-
miliares, con una autoridad paterna progresivamente debilitada al
interior del núcleo familiar, se convirtió en una problemática fuente
de tensiones entre generaciones: los hijos buscaban en sus padres la
figura guía que les ayudará a afrontar la hostilidad del mundo del
trabajo en la ciudad pero no la encontraban porque la deriva de estos
hacia una posición progresivamente más pasiva al interior de la fami-
lia les fue haciendo progresivamente menos capaces de desempeñar
ese rol proactivo en la sociedad. Sennett sugiere que esta situación se
encuentra en la raíz del sentimiento de abandono paterno que según
ciertos psicólogos es característico de las familias de clase media ur-
banas modernas. No extraña, quizá, que Sennet haya sido tachado de
excesivamente especulativo.
En el mismo año, Sennett decide continuar explorando la re-
lación entre personalidad y ciudad y escribe The Uses of Disorder:
Personal Identity and City Life (1970). El libro es uno más de los
ataques posmodernos a la planificación urbanística racionalista en
el que Sennett continúa profundizando sus argumentos psicologi-
cistas. Sennett encuentra la raíz del deseo de racionalizar el espacio
en un supuesto estado psicológico característico de la modernidad
occidental y que él considera como inmaduro o infantil. Dicho es-
tado psicológico tiene su origen en el deseo de minimizar los espa-
cios de contacto interpersonal con el fin de crear relaciones libres de
conflicto, de crear un espacio perfectamente controlado y ordenado.
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 293

Este objetivo de la modernidad conduce al hombre occidental a crear


lazos muy intensos al interior de la familia nuclear al tiempo que
simplifica y reduce el resto de las relaciones. Para Sennet, este en-
cerramiento familiar e individual es muy negativo: priva al hombre
moderno de toda una serie de experiencias que en última instancia,
aunque tengan el riesgo de ser negativas, resultan ser beneficiosas
porque son necesarias para modelar una personalidad más adulta y
resiliente. En resumidas cuentas, lo infantiliza. Una comunidad exce-
sivamente ordenada congela a las personas en roles y actitudes muy
poco flexibles que dificultan el crecimiento personal. Este ideal de
orden genera patrones de comportamiento que son cognitivamente
empobrecedores, estrechos de miras y provoca altos niveles de auto-
rrepresión que tienen el riesgo de manifestarse en explosivos episodios
de violencia gratuita. Como demostración de que su obra, más que
un trabajo científico analítico, es un manifiesto filosófico ideológico,
Sennet propone como solución un modelo de ciudad que incorpore
la anarquía, la diversidad, el desorden creativo, como elementos enri-
quecedores de provocación que espoleen a las personas a responder a
los desafíos de la vida. Aboga como medidas concretas, entre otras, la
abolición de la zonificación, en concordancia con Jacobs y la escuela
del urbanismo posmoderno. A pesar de todas sus carencias y su tenor
especulativo, obras como estas aportaron mucho para avanzar en la
toma de conciencia de las dimensiones psicológicas y emocionales
que subyacen en el espacio construido, a entender que los estados
cognitivos y emotivos son fuerzas poderosas que intervienen, tanto
cuanto la economía política, en la conformación del espacio urbano.
Sennett dejó pasar dos décadas antes de volver a interesarse por
temas específicamente urbanos. Quizá en este regreso a la ciudad
—después de producir grandes obras de carácter más general como
The Fall of Public Man (1977) o Authority (1980) (en las que, no
obstante, se dejan entrever algunos de los temas ya tratados en el
específico laboratorio de lo urbano, como la erosión de la autoridad
o de las relaciones sociales extrafamiliares)— haya tenido algún pa-
pel su matrimonio con Saskia Sassen, una de las grandes figuras de
la sociología urbana contemporánea. Sennett producirá a principios
de los noventa dos obras enciclopédicas rezumantes de erudición en
las que explora la relación entre la forma física de la ciudad, el urba-
nismo, y los paradigmas culturales, a través de un viaje a lo largo de
diferentes culturas y periodos históricos con las que se gana un sitio
de honor entre los exponentes de la nueva corriente de la semiótica
294 Francisco Javier Ullán de la Rosa

urbana a la que dedicaremos el siguiente apartado. The Conscience of


the Eye (1991) es una exploración de lo que él denomina «la políti-
ca de la visión»: un análisis de cómo las diferentes concepciones de
lo que puede o no puede ser expuesto al ojo del público han dado
lugar a diseños diferentes de edificios y trazados urbanos a lo largo
de los siglos. En Flesh and Stone. The Body and the City in Western
Civilisation (1994), Sennett nos ofrece una historia de la ciudad oc-
cidental desde un punto de vista claramente inspirado en Foucault:
un análisis que liga la forma urbana con la experiencia física de los
cuerpos que la habitan, desde la antigua Atenas a la moderna Nueva
York. Cómo hombres y mujeres se movían (diferentemente, en ra-
zón de sus diferentes realidades somáticas) en los espacios privados
y públicos, sus experiencias auditivas y olfativas, la relación entre el
concepto de desnudez y la ciudad, entre la imagen del cuerpo ideal
y la forma de la ciudad en la antigua Grecia y Roma, entre la moral
cristiana y el espacio de la ciudad medieval, concebido como una
herramienta, didáctica y represiva al mismo tiempo, para asegurar su
puesta en práctica…

La semiótica urbana

A partir de los años sesenta un grupo de autores empieza a analizar


el espacio construido como si fuera un texto, identificando sus dife-
rentes tipos de signos y las reglas sintácticas que los unen, articulan
y convierten en vehículos de mensajes y de sentido, así como de los
mecanismos de emisión y recepción de dichos mensajes (quién y por
qué crea esos signos y quién y cómo se perciben). Así irá poco a poco
naciendo una nueva subdisciplina en el campo de los estudios sobre
la ciudad: la semiótica urbana. Cualquier cosa en la ciudad o acerca
de la ciudad es susceptible de comunicar un mensaje, de tener un
contenido simbólico y semántico: los objetos materiales del espacio
construido (plazas, calles, edificios, parques, mobiliario urbano…)
pero también productos culturales intangibles como códigos de edi-
ficación, planes de urbanismo, diseños arquitectónicos, la publicidad
en las calles o los anuncios de las inmobiliarias, los discursos popula-
res sobre la ciudad, así como los de los urbanistas e intelectuales y los
discursos oficiales del poder.
Los pioneros de este enfoque habían sido, quizá, Bachelard
(1957) en Francia y Lynch (1960) en Estados Unidos. A partir de los
sesenta y, sobre todo, en los setenta, una serie de autores influidos por
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 295

la irrupción del paradigma posmoderno empezaron a interesarse


por la ciudad desde una perspectiva que se acercaba a la psicolo-
gía (por ejemplo, Pailhous [1970] en Francia, que investiga sobre
los mapas cognitivos que los habitantes de la ciudad se construyen
para poder navegar por ella) o a la semiótica (Barthes [1964] inclu-
ye la ciudad en su programa semiológico y utiliza la metáfora del
texto: la ciudad es un texto escrito por su urbanismo y arquitectu-
ra, un texto que sus diferentes habitantes leen de manera diversa).
Utilizando como disciplinas auxiliares la literatura o la historia del
arte, se estudian los significados simbólicos de los lugares, sus as-
pectos míticos (Cauquelin, 1982) o sus connotaciones subjetivas,
enfoques que pueden deducirse de los propios títulos de las obras,
como Poétique de la ville (Sansot, 1973), o en términos como los de
topofilia (lugares amados) y topofobia (lugares odiados) que acuña
Yi Fu (1974).
De acuerdo con Gottdiener (1983) los estudios de semiótica ur-
bana pueden dividirse en dos grandes enfoques, que no son necesa-
riamente excluyentes: quienes estudian la semiótica de la producción
de espacio, es decir, la relación entre emisor y mensaje (Greimas,
1974; Lagopoulos, 1983), y los que estudian la semiótica de la per-
cepción del espacio, es decir la relación entre el mensaje y los recep-
tores (Ledrut, 1973, Fauque, 1973; Krampen, 1979). Estos últimos
usan la metodología de la encuesta para identificar diferencias de per-
cepción sociológicamente relevantes.
Para los autores del primer grupo, como Lagopoulos (1983), la
producción del espacio está mediada por la ideología. Sin embargo
solo en las sociedades primitivas la relación entre producción de es-
pacio e ideología es directa. En las sociedades urbano-industriales
esta es dialéctica, es decir, la producción del espacio es el resultado
de una lucha constante entre ideologías alternativas, cuya capacidad
de influencia y acción sobre el espacio está en constante fluctuación.
Tesis en la que concuerda con Choay (1967) para quien el significado
en la ciudad industrial, a diferencia de los espacios construidos en las
sociedades primitivas, es ambiguo, mutable, multívoco, aunque para
ella la causa principal se encuentra en el décalage entre dicho espacio
construido y el rápido ritmo de transformación social y tecnológica
de la sociedad. Esto lleva a que con el tiempo, los edificios y lugares
pierdan su función e incluso su significado original. Choay acuña
el término «hiposignificante» para referirse a ese espacio construido
cuyo significado no es permanente sino variable.
296 Francisco Javier Ullán de la Rosa

De entre los autores del segundo grupo merece especial dete-


nimiento la figura de Raymond Ledrut. Para Ledrut (1973), la ciu-
dad no puede ser considerada con la metáfora del lenguaje. Es solo
un pseudolenguaje porque sus habitantes no tienen la capacidad de
construir el espacio, solo de leerlo y reinterpretar lo que una élite de
poder ha construido para ellos. A Ledrut le interesa la percepción
que tiene la gente común de su ciudad, que es siempre poliédrica. No
hay unidades únicas de significado de la ciudad (urbemes), debido
a la estratificación social y diferencia cultural que presenta su masa
social1. Ledrut es importante en la historia de la sociología urbana
por sus innovaciones metodológicas: usó cuestionarios y entrevistas
que se basaban sobre la observación por el entrevistado de una serie
de fotografías de rincones y edificios de la ciudad. La técnica sería
posteriormente adoptada por otros como Martin Krampen (1979)
con propósitos muy parecidos: analizar el papel de la clase social en la
construcción de modelos mentales de la ciudad y de preferencias so-
bre ciertos estilos arquitectónicos. A nivel de los resultados la obra de
Ledrut ha pasado a la historia por ser la confirmación empírica, vía
encuesta, del rechazo mayoritario entre la población a la arquitectura
y el urbanismo racionalistas y sus cánones estéticos. Y también por
otra serie de percepciones menos evidentes sobre la ciudad.
La imagen de la ciudad, nos dice Ledrut, se cree popularmente
que se plasma a través de sus monumentos. Las encuestas así lo reve-
lan, pero muestran que esta identificación es de una naturaleza com-
pleja y no directa. El monumento aparece más como un signo, como
un blasón, que como una expresión en sí de la identidad o de la cul-
tura ciudadana. Se trata de un signo superficial, del que se desconoce
el significado y que, desde luego, no se vive. Solo el 4 por ciento de la
población afirmaba pasear por y para admirar las zonas monumenta-
les. Y sin embargo, el 63 por ciento consideraba que era algo que te-
nía que enseñar necesariamente a los amigos que visitaban la ciudad
(el 28 por ciento pensaba que los monumentos eran la única cosa que
había que enseñar de la ciudad) Pero ¿qué monumentos? El 70 por
ciento de los encuestados decide que este término solo debe aplicarse
a los edificios emblemáticos antiguos pero la mayor parte de esos in-
dividuos no saben ni con qué acontecimientos históricos, ni con qué

1
Fauque (1973), en cambio, sí cree en la posibilidad de identificar ciertos ur-
bemes universales (basados en pares de oposiciones como centro-periferia, alta/baja
densidad, etc.) que permitan construir una sintaxis mínima de la ciudad.
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 297

período, ni con qué etapa de la civilización están relacionados esos


monumentos de los que hablan. Este amor ciego por lo antiguo, dice
Ledrut, es un rasgo característico de las civilizaciones llamadas «mo-
dernas» donde la historia ha adquirido una función psicoanalítica: la
de proporcionar una sensación de seguridad y de permanencia de la
personalidad. Cuando se trataba de definir lo que caracterizaba mejor
a la ciudad solo el 5 por ciento de la muestra hizo alusión a un edifi-
cio moderno. Los edificios modernos, en especial cuando estaban li-
gados a la dimensión técnica, como los grands ensembles, despertaban
mayoritariamente reacciones de repulsión. Por otra parte, cuando se
pidió a los encuestados que escogieran aquello que caracteriza mejor
a la ciudad aparte de los monumentos, el 40 por ciento mencionó el
aspecto social: los hombres y sus actividades. Las ciudades son vistas
como poseyendo una cierta personalidad «cultural»: los tolosanos son
así, en cambio los de Pau son asá.
Para Ledrut los datos revelan una actitud conservadora y estática
ante el urbanismo en la mayoría de la población. No está a favor del
urbanismo racionalista autoritario pero muestra al mismo tiempo su
preocupación por esta visión pseudohistoricista que idolatra el espa-
cio heredado por encima de cualquier otra cosa, de forma superficial
y alienada. En la muestra el 20 por ciento de los individuos no de-
seaba que desapareciera nada de su ciudad y el 42 por ciento opinaba
que era suficiente con pequeños retoques para resolver los problemas
urbanísticos. Ledrut lamenta la falta de ambición y de espíritu pro-
gresista de la masa.

La geografía urbana humanista

Aboga por la racionalidad limitada, el elogio de la diferencia, la toma


en consideración de los deseos y las aspiraciones no normalizadas,
de las causas psicológicas profundas, del «espesor interior humano»
(Bailly, 1977). «El espacio no existe más que a través de las percep-
ciones que de él puede formarse el individuo, las cuales condicionan
necesariamente todas sus reacciones ulteriores» (Bailly, 1977: 35). El
nuevo paradigma en geografía se inaugura quizá, al menos con ese
nombre, con Ley y Samuels (1978) y sus enfoques fenomenológicos
y existencialistas: un rechazo al estricto economicismo al que la Nue-
va Geografía Urbana, neomarxista también ella, había conducido los
estudios sobre la ciudad. Ley y Samuels no descuidan metodologías
como la del análisis ecológico factorial pero lo harán para mostrar
298 Francisco Javier Ullán de la Rosa

cómo la ciencia de lo urbano debe ir más allá (Racine, 1996). Ellos,


por el contrario, se lanzarán a describir la vida cotidiana de la ciudad,
los riquísimos matices del entramado subjetivo del mundo experien-
cial del sentido conferido a los lugares. Un enfoque que los conducirá
a buscar inspiración en la antropología cultural urbana de la que van
haciéndose, como la propia sociología urbana posmoderna, paulati-
namente indistinguibles. Se busca documentar y mostrar al lector las
visiones de los informantes, darles voz en sus obras, sacarlos del ano-
nimato de su tratamiento (moderno) como objetos para convertirlos
(posmodernamente) en sujetos, superando así el autoritarismo de la
voz del científico. Este, el estudioso de la ciudad, debe reconocer
humildemente que su voz es solo una entre un coro polifónico de
voces, que no es infalible sino que debe ponerse en cuestión a partir
del diálogo con otras voces. Los vecinos, los usuarios, los portavoces
de asociaciones, los urbanistas, los políticos, los empresarios… todos
tienen una versión de los fenómenos enraizada en el contexto de su
práctica social. Ninguno de ellos posee toda la «verdad». La verdad
absoluta no existe, no existe una versión única y definitiva pues cada
una de estas versiones está, además, sometida a constante mutación
en el tiempo. Es necesario dar voz a todos, también a quienes estaban
ocultos por el discurso normalizador moderno: las mujeres, las mino-
rías étnicas, los homosexuales, los indígenas, los sin techo… en suma,
las otras culturas urbanas, las culturas «colonizadas».

6.4.3. Los noventa y el protagonismo de la Escuela de Los Ángeles


La Escuela de Los Ángeles emergió lentamente a mediados de los ochen-
ta con una serie de sociólogos urbanos de la UCLA y la Universidad de
Southern California. El primero en hablar de una escuela fue Mike Da-
vis en su obra City of Quartz (1990) pero, a pesar de que algunos de los
autores, como él mismo o Edward Soja, se convirtieron en esa década en
figuras reconocidas de la sociología urbana a nivel mundial, la existencia
de una escuela como tal pasó ampliamente desapercibida al menos hasta
1998. Es entonces, cuando Michael J. Dear, el que puede considerar-
se merecidamente como el promotor de la marca, publica un artículo
junto a Steven Flusty que explícitamente defendía la existencia de una
escuela y sintetizaba su posicionamiento teórico. En los años siguientes
otros textos de Dear con colaboradores seguirían profundizando la la-
bor de publicitación de la escuela (Dear y Dishman, 2001; Dear, 2002a,
Dear, 2002b; Dear y Dahman, 2008).
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 299

Aunque muchos de los miembros de la Escuela de Los Ángeles


se identifican a sí mismos como marxistas (Davis, 1990) la mayoría
de ellos bebe también en abundancia de autores como Baudrillard,
Foucault o Derrida, lo cual los convierte, en el más equilibrado de los
análisis, como mínimo en una escuela híbrida. No existe una «doc-
trina» oficial totalmente compartida (algo que deberíamos esperar en
una escuela posmoderna). Su propia posmodernidad los lleva a ello:
no quieren caer en el error de convertirse en un discurso dominante,
son alérgicos al liderazgo, a la autoridad (Dear, 2002a, 2002b) y su
programa es polifónico.
La polifonía de la Escuela de los Ángeles nos consiente reemplazar
la pregunta «¿Qué es esto?», por la de «¿Qué es esto, en qué momen-
to, en qué lugar, y desde qué perspectiva?». Tal enfoque puede que
comporte una pérdida de claridad y certidumbre pero a cambio
ofrece una riqueza descriptiva e interpretativa que habría sido de
otra manera traicionada en nombre de una narrativa oficial (Dear,
2002b: 27).

Sin embargo, y a pesar de todo, sí es posible identificar, y ellos


mismos lo harán, ciertos elementos comunes que la dotan de una
mínima unidad. Entre ellos cabe destacar la utilización de la investi-
gación empírica sobre Los Ángeles como base de su trabajo teórico y
la elevación de su ciudad a la categoría de paradigma de la metrópolis
del capitalismo posfordista, de una forma similar a como la Escuela
de Chicago había convertido a esta en el del modernismo fordista.
Durante muchas décadas, las de la dominación del paradigma
fordista, nos dice uno de los miembros de la escuela, Los Ángeles fue
vista como una aberración por parte de académicos e incluso de los
medios de comunicación (Soja y Scott, 1986). Ahora, concluye otro,
se ha convertido en un paradigma (Dear, 2002a, 2002b). Los Ángeles
es también uno de los grandes focos de la arquitectura posmoderna.
La escuela de arquitectura de Los Ángeles incluye a Frank Gehry y
Charles Moore (Jencks, 1993). Para Dear el año de fundación de
la escuela es 1986, en un número especial de la revista Society and
Space dedicado por entero a Los Ángeles, en cuya prefacio Scott y
Soja se refieren a L.A. como «la capital del siglo XX», celebrando que
la metrópolis sudcaliforniana había pasado de ser la excepción a ser
la regla, el paradigma urbano, idea que Soja elaboraría en detalle en
su siguiente texto Postmodern Geographies (1989): «¿Qué otro lugar
ilustra y sintetiza mejor las dinámicas de la espacialidad capitalista?»
300 Francisco Javier Ullán de la Rosa

(Soja, 1989: 191). La escuela se consolidó con una reunión en 1987.


Para Jencks, que estuvo en aquella ocasión, las siguientes caracterís-
ticas de Los Ángeles anticipan la ciudad del futuro: No hay una ma-
yoría étnica dominante, solo minorías, tampoco un sector industrial
dominante. «El pluralismo ha ido aquí más lejos que en cualquier
otro lugar del mundo» (Jencks, 1993: 7). Uno de los puntos comunes
de partida era la idea de reestructuración: estudiar la reestructuración
espacial producida por el capitalismo posindustrial a todos los nive-
les: barrio, mercados globales, regímenes de acumulación.
Para Dear (2002b) el año de madurez en la elevación de Los
Ángeles a paradigma de la ciudad posmoderna es 1996 cuando se
publican dos volúmenes colectivos (Soja y Scott, 1996; Waldinger
y Bozorgmehr, 1996). Es entonces cuando se construye esa ima-
gen en clara oposición a la Chicago de la Ecología Humana (Dear
y Dishman, 2001) tal y como entienden que esta está explicitada en
The City (1925):

• Frente a una ciudad concebida como un todo unificado,


como un sistema regional coherente en el que el centro or-
ganiza el hinterland, la ciudad fragmentada en una miríada
de pluralidades. Una zona rica puede estar contigua a una
zona muy deprimida, sin que haya relación entre ellas. El
centro no organiza el hinterland, es el(los) hinterland(s) el
que determina lo que queda del centro. Dear (2000) propo-
ne sustituir la metáfora concéntrica de Burgess por la del
tablero cuadricular de un juego de mesa (parecido a la me-
táfora del ajedrez). Como ha dicho Racine, de entrada Los
Ángeles enviaba «a la papelera de la historia» (Racine, 1996:
228) el modelo urbano de la ciudad con un único centro.
• Frente al evolucionismo unilineal en el que los procesos so-
ciales llevan de la tradición a la modernidad y de la comuni-
dad a la sociedad, Los Ángeles muestra un proceso caótico
que incluye formas de poder alternativo como la criminali-
dad organizada y las características de una «heterópolis»:
una ciudad en la que la mayoría de la población forma par-
te de la categoría de «los otros», las «minorías». En la ciudad
conviven mil voces distintas, no se suprime ninguna y se
crean constantemente nuevos híbridos por el contacto. Un
contacto que también puede ser en forma de polarización,
xenofobia, violencia.
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 301

Los Ángeles es el epítome de las edge-cities que identificó Garreau


(1991) y «privatopia» es la urbanización más típica de las mismas:
una urbanización privada administrada por las comunidades de pro-
pietarios (Common Interest Developments, o CID). Eran 500 en
1965, 150.000 en 1992, regulando a 32 millones de norteameri-
canos (McKenzie, 1994). Ahora se han federado en la Community
Associations Institute cuyo propósito es establecer normas estanda-
rizadas a nivel nacional para la gobernanza de estas urbanizaciones.
McKenzie lo considera una «secesión de los triunfadores» y concluye
que han alterado el concepto de ciudadanía (McKenzie, 1994).
Tratan también el tema de la ciudad como simulacro, como par-
que temático. La imagen de la ciudad de Los Ángeles está, de hecho,
marcada por la presencia de Disneyland, el arquetipo de la diver-
sión taylorizada. L.A. es también el arquetipo de la utopía suburbial
(California Dreaming, título de una famosa canción). Californian
Dreamscapes, dirán los sociólogos urbanos de Los Ángeles, paisajes de
ensueño, simulacra. Soja identifica Orange County como un «enorme
anuncio» (Soja, 1992: 120) y llama a esto una «exópolis», la ciudad
sin ciudad, una sociedad políticamente sedada en la que la política
convencional es disfuncional. Los escritos de la escuela también con-
sideran a Los Ángeles como el epítome de una ciudad norteamerica-
na asediada por el crimen, la ciudad que es al mismo tiempo fortaleza
y prisión. Ciudad-fortaleza fragmentada en zonas ricas fortificadas
(gated communities) y malls panópticos, junto a zonas de terror donde
la policía lucha una guerra constante con las bandas. La ciudad es un
Laberinto Astillado, metáfora que describe sus formas extremas de
polarización social, económica y política —en 1984 Los Ángeles fue
apodada la «capital de los sin techo» (Wolch y Dear, 1993)— y es una
ciudad carcelaria, con cárceles para ricos y para pobres.
Los Ángeles es un lugar que refleja las dinámicas del capital glo-
balizado: lugar de inversiones masivas del capital asiático desde los
ochenta y de industrias intensivas con mano de obra poco cualificada,
suministrada por inmigrantes mexicanos y centroamericanos (Davis,
1992). Los Ángeles refleja, por último, las contradicciones del mundo
en tema de medio ambiente: es uno de los principales focos del mo-
vimiento ecologista mundial y al mismo tiempo una mancha urbana
que ha degradado terriblemente su frágil ecosistema semiárido.
De entre la pléyade de autores en la escuela destacan, sin lugar a
dudas, las aportaciones de Mike Davis y Edward Soja y a ellos quiero
dedicarle unos párrafos más. Mike Davis es, quizá, quien más alejado
302 Francisco Javier Ullán de la Rosa

se encuentra de los posicionamientos posmodernos, considerándose a


sí mismo un «ecologista-marxista». Sus títulos son innumerables pero
quizá merezcan destacarse dos: City of Quartz (1990), una historia ur-
bana de Los Ángeles en la que toca el tema de la segregación racial y la
polarización y en la que están descritas con soberbia prosa las tensio-
nes que conducirían a los famosos disturbios raciales de 1992, y Planet
of Slums (2006) un terrible análisis sobre la invasión del urbanismo
chabolístico en el tercer mundo. Ninguno de sus libros ha estado au-
sente de polémica, tanto mediática y política como académica. Sus
cargas contra ciertos especuladores, citados con nombres y apellidos
en sus libros, le valieron críticas muy duras por parte de medios afi-
nes, como el New Times de Los Ángeles, que lo etiquetó de city-hating
socialist y lo acusó de falta de rigor empírico y de mezclar en sus obras
la investigación científica con el reportaje periodístico. Acusación esta
última que Davis no niega, defendiendo esta mezcla de géneros como
prueba orgullosa de sus influencias posmodernas. Merrifield (2002)
y Angotti (2006) lo han acusado también, por razones diferentes, de
ser excesivamente antiurbano y apocalíptico. Davis desconfía del po-
tencial de los movimientos urbanos para ganar batallas por la mejora
de su entorno. Y esto es así porque, en efecto, su agenda es radical:
Davis, en la onda del ecologismo extremo, aboga por el abandono de
las grandes metrópolis y su sustitución por formas de poblamiento
menos masivas (downsizing) más sustentables (Davis, 2006).
La primera contribución significativa de Edward William Soja
es el ya comentado artículo firmado con Allen Scott en 1986 en el
que definía a Los Ángeles como The Capital of the Late Twentienth
Century. Después llegaría su Postmodern Geographies: The Reassertion
of Space in Critical Social Theory (1989) en el cual elabora su con-
cepto de thirdspace, espacios que son al mismo tiempo reales e ima-
ginarios, y con el que el autor aterriza la teoría del simulacro de
Baudrillard (1981) al estudio de determinadas realidades espaciales
urbanas. Su obra más significativa sea quizá Postmetropolis: Critical
Studies of Cities and Regions (2000). Posmetrópolis es el término que
Soja quiere darle a la gran ciudad posmoderna, cuyas características
principales podrían resumirse en los siguientes epígrafes:

a) Desanclaje de su especificidad espacial, no son ya la culmina-


ción de la cultura local y territorial.
b) Indefinición material y conceptual de sus fronteras (especial-
mente aguda en las megalópolis).
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 303

c) Procesos de reterritorialización comunitaria en su interior.


Proliferación de redes y grupos sociales, formales e informales,
que contradice la idea del anonimato e individualización de
las ciudades.
d) Crisol de la globalización de lo local (cualquier centro urbano
tiende a contener toda la complejidad del mundo) y de la lo-
calización de lo global (la globalización se extiende a través del
proceso de urbanización, que es ahora mundial).
e) Desindustrialización, desempleo, trabajo telemático, destru-
yen las estructuras e identidades de clase, el lugar de trabajo
deja de ser un vínculo de unión para cada vez más gente.
f ) Procesos de city-marketing y city-branding: la ciudad se vende
como un producto con una imagen determinada para
atraer gente y capitales.

Con los años, la Escuela de Los Ángeles ha ido recibiendo nu-


merosas críticas. Una de ellas hace referencia a su obsesión por cons-
truirse como la némesis de la Escuela de Chicago ignorando por
completo que existen otras corrientes teóricas tan o más importantes
que aquella en sociología urbana, como por ejemplo la neomarxis-
ta y a la que nunca se hace alusión (Merrifield, 2002). Gottdiener
los ha criticado por su incoherencia y falta de metodología rigurosa
(Gottdiener, 2008). Otra crítica importante gira en torno a su pre-
tensión de hacer de Los Ángeles el paradigma de la ciudad posindus-
trial norteamericana. Según estudios comparativos de ciertos autores
los fenómenos urbanos de L.A. no pueden generalizarse a todas las
grandes metrópolis (Nijman, 2000; Hackworth, 2006).

Sinclair y la ‘desparadigmatización’ de Los Ángeles

La sociología urbana había emprendido varios ejercicios de «paradig-


matización» o «prototipologización» de una ciudad concreta como
epítome de los fenómenos urbanos de toda una época. La última
tentación, como acabamos de ver, fue la de la Escuela de Los Án-
geles, convirtiendo la metrópoli sudcaliforniana en el modelo de la
ciudad posindustrial: «Toda ciudad americana que crece, crece hoy
en día a la manera de los Ángeles» había dicho Garreau (1991: 3). El
definitivo asentamiento del paradigma antietnocéntrico y multívoco
posmoderno va hacer esto definitivamente imposible en el futuro.
Proponer L.A. como tipo ideal podía ser relativamente útil para el
304 Francisco Javier Ullán de la Rosa

caso norteamericano, donde el urbanismo es relativamente homo-


géneo por carecer en buena medida de tradiciones históricas locales
fuertes, pero pretender aplicar esta generalización a escala planetaria
es absurdo. Aplicando los mismos principios generales que definen
los procesos posindustriales y posmodernos podríamos llegar de igual
manera a afirmar que Praga (convertida en un enorme parque temá-
tico histórico-cultural habitado únicamente por turistas en tránsito)
es el paradigma de la ciudad posmoderna. Lo cual no sería menos
incorrecto (pero igualmente engañoso). La razón de que se proponga
Los Ángeles (o, alternativamente, Las Vegas [Dear, 2002]) como pa-
radigma y no, por ejemplo, Praga es mero fruto del «imperialismo»
académico que irradia la potencia americana. Es necesario empezar
a eliminar esos sesgos en aras de una sociología urbana realmente
transcultural.
El primero en ver esto fue quizá, Sinclair, quien dudó de la po-
sibilidad de establecer modelos generales de explicación y afirmó
que cada ciudad tiene su historia propia, su carácter y personalidad
idiosincráticas que no se pueden explicar, tan solo describir (Sinclair,
1994). Crítico con la Escuela de los Ángeles, a la que acusa de con-
servar aún muchos resabios de modernismo, niega la existencia de
una ciudad posindustrial universal. Estudiando la ciudad de Detroit
cuestiona su consideración como ciudad posfordista y encarnación
del decadente Rust Belt (el cinturón «oxidado» de las antiguas indus-
trias pesadas, en proceso de deslocalización) por comparación con el
emergente Sun Belt (la franja sur de los Estados Unidos, caracterizada
por una economía posindustrial basada en el turismo y la alta tecno-
logía). Sinclair se pregunta, en cambio, si Detroit no ha entrado ya
en una etapa posposfordista.

6.4.4. La sociología urbana en el siglo XXI


La sociología urbana ha seguido evolucionando en la última década,
desarrollando muchos de los puntos de su manifiesto posmoderno.
Así, partiendo de los enfoques holísticos y abanderando la ruptura de
límites categoriales, ha hecho suyos y utilizado los aportes de otras
disciplinas que investigan el fenómeno urbano. En esa colaboración
interdisciplinar a la que obligatoriamente (en expresión de sociólogos
urbanos como Mela [1996]) estaba llamada la sociología urbana, esta
ha dialogado intensivamente e intercambiado información con las
siguientes disciplinas:
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 305

• Con la geografía urbana y regional: relación geografía física-


ciudad, forma física de la ciudad (radial, lineal), sistemas de
transportes y redes de ciudades, etc.
• Con la antropología urbana: cosmovisiones urbanas, estilos
y subestilos de vida urbanos y sus correspondientes identi-
dades, etc.
• Con la economía urbana: teoría de la renta, de la localiza-
ción de las actividades industriales y de servicio en el espacio
urbano, de la distribución jerárquica y especializada de las
ciudades en el territorio…
• Con la demografía: censos, movimientos de población dia-
crónicos, inter e intraurbanos...
• Con la historia urbana y del urbanismo.
• Con la semiótica urbana: simbolismo del espacio construido.
• Con las ciencias y técnicas que se configuran como herra-
mientas para la planificación y resolución de determinados
problemas de la ciudad o la reglamentación y control de sus
procesos: la arquitectura y el urbanismo.
• Con la ciencia política: en el tema de la gobernanza urbana,
políticas municipales, etc.
• Con el derecho y su subdisciplina criminológica: sobre le-
gislación de suelo, de vivienda, estadísticas y cuestiones le-
gales sobre criminalidad.
• Con la llamada psicología ambiental (Stokols y Altman,
1987), desarrollada en las últimas décadas: procesos de inte-
racción entre los sujetos y el entorno construido (apropia-
ción cognitiva y emotiva de los entornos urbanos, las reac-
ciones a los estímulos generados por la masificación, el
tráfico, etc.)
• Con todo el grupo de las llamadas sociologías del territorio
(Guidicini, 1993): sociología medioambiental, rural, de la
vivienda, regional.

Agotada la pólvora de los espectaculares fuegos artificiales de


la reacción posmoderna, lo cierto es que la mayoría de los sociólo-
gos urbanos ha convergido, en este principio del siglo XXI, hacia
un eclecticismo teórico y metodológico que es, de alguna manera
una síntesis de las corrientes positivistas y antipositivistas, que no
descuida ningún ángulo de la dimensión de lo urbano y que se sir-
ve de toda la panoplia metodológica acumulada por la disciplina y
306 Francisco Javier Ullán de la Rosa

practica ampliamente la interdisciplinariedad. Concluiremos este largo


recorrido por un siglo y medio de la sociología urbana analizando las
aportaciones de algunos de los autores más contemporáneos así como
algunas de las temáticas que más ocupan y preocupan en estos días a
los investigadores, conscientes, desde el principio, de que la enorme ex-
plosión de los estudios urbanos con la multiplicación de los centros de
investigación por todo el mundo nos hace casi imposible hacer justicia
ni siquiera a una pequeña parte de los que merecerían unas líneas.

Yves Pedrazzini y Jerôme Monnet y la megalópolis latinoamericana:


un caso de sociología urbana radicalmente posmoderna

Pedrazzini y Monnet (2001) parten de la necesidad de deconstruir


y descolonizar el discurso sobre los guettos, que ellos consideran una
forma de imperialismo epistemológico que refleja la cosmovisión de
la clase dominante occidental. Y eso tanto en Europa, donde nie-
gan tal condición a las banlieues francesas, como en América Latina.
Apoyándose en una etnografía de los barrios de chabolas de Caracas
que recuerda a la «descripción densa» del antropólogo Geertz (1973),
los autores realizan una deconstrucción demoledora del concepto de
guetto transformando, en un radical giro copernicano, a sus persona-
jes más estigmatizados, los malandros, los integrantes de las bandas
criminales, de «escoria marginal» en actores fundamentales de la vida
de la ciudad. Frente a unos poderes públicos inexistentes en las vastas
extensiones de chabolas y una economía que, más que explotar a sus
habitantes, simplemente los excluye, pues no los necesita ni siquiera
como mano de obra barata, las bandas se constituyen en los únicos
actores productores de sentido y de territorio. Y, puesto que la mayor
parte de la megalópolis caraqueña está formada por estos barrios, ello
los convierte, de facto, en los principales actores, políticos, económi-
cos y socioculturales de la ciudad. Son ellos, nos dicen Pedrazzini y
Monnet (2001: 48), «los que vinculan a un hombre con los otros, los
que hacen que, incluso en ese medio aparentemente dominado por el
egoísmo y la lucha por la sobrevivencia, haya un vínculo social». Los
malandros no son en absoluto excluidos sociales, como la aplicación
del discurso sociológico occidental nos haría verlos. Considerarlos
como excluidos nos impide ver su enorme contribución a la vida
de la ciudad: ellos elaboran nuevas leyes de trabajo, nuevos valores
(centrados, eso sí, en la violencia), un nuevo contrato social, una
solidaridad nueva e, incluso, una «cierta calidad de vida» (Pedrazzini,
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 307

2001: 50). El sociólogo trata de darle la vuelta a la perspectiva cons-


truida desde el poder y mostrar que, en realidad, la «marginalidad»
de los malandros no es debida a ninguna «desviación» sino a una per-
secución extrema de los mismos valores de consumo y de los mismos
principios de competencia del capitalismo. Y en esa misma línea se
pregunta quién está realmente desconectado: ¿las bandas que ocupan
el espacio abandonado por el Estado, o las élites que se retiran a sus
jaulas de oro y dejan que se pudra la mayor parte de la ciudad? Para
Pedrazzini y Monnet los enfrentamientos entre bandas y Estado se
explican mejor con la imagen de una guerra civil que con las clásicas
categorías judiciales.

Alain Tarrius: ¿son los inmigrantes urbanos realmente pobres e


inmigrantes?

Tarrius (1992) también va, en la misma línea, al subrayar que exis-


ten especificidades irreductibles a cualquier intento de categorización
universal de «microacontecimientos» y «microlugares» y recuerda que
el investigador es sujeto y objeto a la vez y que por ello existe siempre
un grado irremediable de subjetividad. Con sus trabajos sobre la co-
munidad de comerciantes magrebíes de Marsella propone un estimu-
lante ejercicio de deconstruccion crítica cuestionando dos discursos
hegemónicos que distorsionan la verdadera realidad y alimentan la
xenofobia contra este colectivo:

• Que los magrebíes, como colectivo, ocupan los estratos so-


cioeconómicos más bajos de la sociedad en todas las ciudades
de Francia, constituyendo un lumpenproletariado etnificado.
Tarrius muestra cómo en Marsella existe una burguesía ma-
grebí que dirige desde esta ciudad una red comercial transna-
cional, en buena parte constituida por transacciones realizadas
en la economía sumergida, con tentáculos por todo el Magreb
y Francia, cuyo volumen de negocios según sus cálculos dobla
el de los intercambios comerciales oficiales entre Europa y los
países norteafricanos (Tarrius, 1995). Esta conquista del terri-
torio por los otrora colonizados es inaceptable para las autori-
dades locales marsellesas y es ocultada deliberadamente. La
realidad, en cambio, tal y como pretenden mostrar las investi-
gaciones que Tarrius conduce entre 1984 y 1995, presenta una
fotografía muy distinta: en el barrio en decadencia de Belsunce,
308 Francisco Javier Ullán de la Rosa

eran los inmigrantes argelinos los únicos que estaban creando


riqueza y trabajo.
• Que los magrebíes al desplazarse hasta Francia no están emi-
grando al extranjero: van a su propio país, incluso a su propia
casa. Y esto es así porque la migración actual ha alterado com-
pletamente la noción de territorialidad y, defiende Tarrius, ello
debe llevarnos también a deconstruir el concepto de nación.
Así Tarrius distingue tres tipos de colectivos que pueden for-
marse en el proceso de migración transnacional: a) Los erran-
tes, sin lazos con la sociedad de acogida pero tampoco con la
de origen. Son los sin papeles, los exiliados sin red social de
acogida… y cuando esta situación se cronifica se convierten
en carne de cañón para la explotación. b) Las diásporas, comu-
nidades estructuradas, asentadas y regularizadas, con lazos
fuertes (sociales, políticos, económicos y culturales) tanto con
la sociedad de llegada (o incluso entre varias sociedades de lle-
gada) como con la de origen (ciertas diásporas judías, indias
repartidas por el mundo). c) Los nómadas, una nueva catego-
ría que introduce Tarrius, gente que entra en «complementa-
riedad morfológica» (Tarrius, 2001: 115) con las sociedades
de acogida pero cuyos lazos fuertes los mantiene solo con la
comunidad de origen. Esta nueva inmigración nómada for-
maría «territorios circulatorios», que no son otra cosa que es-
pacios de flujos à la Castells, formados por el movimiento y las
relaciones de estos individuos entre las comunidades que im-
plantan fuera de su base de origen y dicha base. Y sería el caso
de los comerciantes de Marsella, cuya actividad nada tiene que
ver con la del proletario magrebí atado a su trabajo fijo en
Francia sino que se basa en el movimiento constante entre
Argelia y Francia para dirigir sus negocios. Cuando un nuevo
nómada, por ejemplo, el sobrino de algún comerciante, llega a
Marsella desde Argelia, no está llegando en realidad a Francia
sino a su propio país, a una nueva forma de Argelia desterrito-
rializada, una Argelia de los flujos.

El enfoque dinámico de lo urbano: John Urry y Vincent Kaufmann

La sociología urbana se había interesado hasta entonces por los lu-


gares en tanto tales, y rara vez por el movimiento por sí mismo. El
concepto de «espacio de los flujos» de Castells (1996) fue sin duda un
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 309

paso decisivo, pero no suficiente, en la ruptura de ese paradigma es-


tático. En Castells, como en otros que lo precedieron o continuaron
en esta línea de análisis, el énfasis sigue estando en el espacio, en esos
nodos de la red donde se intersectan los flujos, y en cómo los flujos
modifican esos espacios nodales, más que en el flujo en sí mismo. Un
nuevo enfoque dinámico de lo urbano, representado por Urry (2000)
en el Reino Unido y Kaufman y sus colaboradores (Kaufmann et al.,
2001; Kaufman y Marchand, 2009) en Francia se centra en el movi-
miento en sí y, en especial, siendo fieles al mandato de la sociología,
en el movimiento de los agentes sociales (dejando el movimiento de
bienes para los economistas y el de los símbolos para los antropólo-
gos). Esta nueva perspectiva permite arrojar luz, por ejemplo, sobre
uno de los temas clásicos de la sociología urbana, el de la segregación
socioespacial en la ciudad. ¿Cómo se puede hablar de segregación
en términos clásicos cuando los supuestos segregados son altamente
móviles? Puede que los pobres tengan que dormir en determinados
barrios, pero su movilidad hace que no tengan necesariamente que
«vivir» en ellos: pueden salir a pasear por los centros comerciales más
chics o disfrutar a su manera de las zonas verdes de los barrios más
elegantes. La cuestión central no está en el espacio sino en el acceso,
es decir, en el potencial de movilidad: un concepto desarrollado sobre
todo por Kaufman.
La enorme movilidad que tienen personas, bienes e ideas en el
espacio de los flujos nos lleva a replantearnos la cuestión de la segre-
gación urbana. Por movilidad Kaufman entiende un fenómeno muy
complejo que implica la combinación de cinco tipos de «movilida-
des» diferentes: social (de estatus), profesional, residencial, la migra-
ción y los desplazamientos de la vida cotidiana (en donde él incluye
los virtuales, vía teléfono o Internet). Sin embargo el concepto de
movilidad no basta para explicar el papel del movimiento en las for-
mas de vida y relaciones sociales urbanas de hoy en día. Es necesario
introducir otro: el de «motilidad». El concepto de movilidad focaliza
la atención en el propio movimiento en el espacio o en el tiempo, lo
cual, afirma Kaufman (2001: 90), explicaría el desinterés que los so-
ciólogos han mostrado hacia el mismo, considerándolo terreno de los
geógrafos. En cambio, nos dice Kaufman, los actores y sus estrategias
son centrales en la movilidad, ya que una cosa son los potenciales de
movilidad que la posesión de un capital o la infraestructura tecnoló-
gica nos permite y otra cosa el uso que las personas hacen de estos. Se
entiende así por «motilidad» el grado de potencialidad que un actor
310 Francisco Javier Ullán de la Rosa

posee para ejercer una determinada movilidad. Que una persona ten-
ga la capacidad potencial de emigrar o de salir de su barrio no quiere
decir necesariamente que lo haga (de hecho, la mayoría de las perso-
nas no lo hace). La emigración se explicará por una serie de factores
que provocan que esa potencialidad se convierta en acto. Para quien
no tiene siquiera la potencialidad (es decir, su grado de «motilidad» es
cero) esa movilidad no ocurrirá aunque converjan sobre él todos los
factores propicios. Otro ejemplo es el del uso del vehículo privado:
que una persona tenga potencialmente acceso al automóvil no quiere
decir necesariamente que lo use o que lo haga en todas las ocasiones.
Puede decidir no usarlo por convicciones ecológicas, por motivos de
sociabilidad (prefiere ir acompañado de otras personas en el transpor-
te público), por estrategia económica (prefiere dedicar el costo de la
gasolina a otros fines), etc.
La sociología debe tratar de extraer patrones de «motilidad» so-
ciológicamente significativos. Ello lleva a deconstruir determinados
mitos que hoy en día se aceptan acríticamente y desenmascararlos
como lo que son: discursos ideológicos que se originan desde el po-
der. Este es el caso de la «verdad» comúnmente aceptada de que todos
los ciudadanos de países subdesarrollados quieren emigrar al primer
mundo o de que emigran «porque allí se mueren de hambre» (lo que
justifica ante los ciudadanos las políticas de control migratorio bajo
las cuales subyace el espantapájaros de la invasión) o el de que existe
una aspiración generalizada a la posesión y uso del automóvil (y, por
lo tanto, que un desarrollo urbano orientado a las necesidades del uso
del automóvil es ineluctable). Kaufman y sus colaboradores (2000)
han intentado demostrar, con el estudio de cuatro aglomeraciones
metropolitanas en Francia, que el último argumento es falso.
El espacio ya no condiciona como antes, porque las poblaciones
son mucho más móviles y el espacio no es estático sino dinámico y re-
lacional y esto requiere nuevas herramientas metodológicas y nuevos
enfoques. Es así que, a partir del concepto de «motilidad» Kauffman
propone una reforma de la sociología urbana e ilustra esa necesidad
con varios ejemplos:

a) La densidad humana de un espacio se mide en residentes/km2.


Antes, cuando la mayoría de las actividades y relaciones tenían
lugar en el espacio cercano a la residencia esta variable tenía
sentido. Hoy no. Hoy los indicadores de densidad humana
arrojan una idea falsa de donde se localiza y «vive» la gente.
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 311

Son mapas más bien nocturnos: nos dicen donde duerme la


gente, no donde vive (Kaufman, 2009). Para paliar este pro-
blema se han propuesto otros indicadores como ratio habitan-
tes/empleos por unidad de superficie pero estos solo resuelven
el problema parcialmente, pues los desplazamientos por traba-
jo no agotan todas las prácticas sociales.
b) Segregación espacial: podemos imaginar una ciudad segregada
desde el punto de vista de la residencia pero no de las prácti-
cas sociales, con unas poblaciones marginales extremamente
móviles, haciendo suyos los espacios públicos centrales y mez-
clándose en la ciudad. O, al contrario, una ciudad con índices
de segregación más débiles pero donde la gente no se mueve
tanto.

Densidad y segregación social se basan sobre un concepto estáti-


co del espacio. Es necesario pasar a otro paradigma espacial basado en
dos metáforas: la del espacio reticular, formado por nodos y flujos de
relaciones, discontinuo y abierto; y la del espacio rizómico, en el que
la distancia ya no cuenta, hay instantaneidad del tiempo que lleva a la
ubicuidad. Su conceptualización ha venido en paralelo al desarrollo
de las TIC. Su imagen del mundo es el de una atopía con una única
interfaz. Pero, advierte, ninguno de los últimos dos espacios elimina
o sustituye al primero, al estático. Los tres se articulan (Kaufman,
2009).

Del concepto de metrópolis al de metápolis y megalópolis

Lo urbano en la Edad Media y Moderna venía constituido por la con-


centración de la población y de las actividades no agrarias en un espa-
cio definido (Kaufman et al., 2001), en el caso de Europa en muchas
ocasiones delimitado nítidamente por las murallas (Martinotti, 1991).
La ciudad estaba construida por la contigüidad y la simultaneidad, el
hábitat denso. Esa ciudad sufre desde principios del siglo XX y de ma-
nera más intensa desde la posguerra mundial un proceso de metropo-
litanización en tres fases: suburbanización, periurbanización y rurur-
banización (Kaufman et al., 2001). El resultado final es una ciudad
sin bordes, con sus partes conectadas y desconectadas a la vez de sus
centros, que ya no es uno sino varios, y a la vez de otros centros y zo-
nas periféricas de ciudades contiguas y distantes, pues la ciudad queda
atrapada en la tela de araña de un sistema reticular global.
312 Francisco Javier Ullán de la Rosa

De acuerdo con Bassand (2001), La Carta de Atenas, con su


propuesta de zonificación, puede considerarse como el primer trata-
do urbanístico de planificación de la metrópoli. Una metrópoli y su
proceso de gestación que, estudiados por primera vez en profundi-
dad por Castells a principios de los setenta (Castells, 1972), se con-
vertirían en un filón que produciría muchos trabajos en las décadas
siguientes (Galantay, 1987; Dogan y Kansarda, 1988; Martinotti,
1991; Sassen, 1991; Ascher, 1995). La sustitución de la ciudad por la
metrópolis como actor de la economía mundial ha llevado a algunos
veteranos estudiosos que despuntaron por sus estudios urbanos en
los años sesenta a hablar de «fin» o «muerte» de la ciudad o de la «no
ciudad» (Corboz, 1987; Chombart de Lauwe, 1992; Choay, 1994).
Parece que hay un cierto consenso en poner un umbral de-
mográfico a la metrópolis en un millón de habitantes. Más allá de
ello, en el umbral de los diez millones, tendríamos las megalópolis
o metápolis, como las llama Ascher (1995). En ellas se observan
fenómenos contrarios y simultáneos: desaparición de ciudad mo-
nocentrada y sustitución por una ciudad policentrada de límites
muy difusos —la «hiperciudad» o «no ciudad» de Corboz (1987);
la edge-city (Garreau, 1991; Berry y Kim, 1993)— pero al mismo
tiempo una recentralización a través del proceso de gentrificación
(Smith, 1979; Smith y Williams, 1986). Al proceso de suburbani-
zación le ha seguido uno de rururbanización, término que describe
el fenómeno que transforma sociológicamente los hábitats rurales
sin modificar el espacio: los campos, los bosques, la arquitectura de
la población otrora rural se mantienen inalteradas pero la población
dedicada al sector agrario es superada demográficamente por per-
sonas dedicadas a sectores terciarios y con estilos de vida urbanos,
sea que trabajen en el centro de la metrópolis, en el propio núcleo
rural o que simplemente «colonicen» temporalmente el espacio con
viviendas y equipamientos de segunda residencia para las vacacio-
nes (Bassand, 2001).

El concepto de red y de espacio de los flujos en otros autores

Ha sido ampliamente utilizado en Italia por Dematteis y Guarrasi


(1994) quienes también tratan de aplicar al caso italiano la teoría de
Saskia Sassen sobre la distribución y función de las ciudades globales.
Sin embargo, estos autores intentarán conciliar un cierto rol autóno-
mo de lo local con la lógica funcional de estas redes globales.
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 313

En Francia, el concepto ha sido ulteriormente desarrollado por


Pierre Veldz (1996). Para este autor, el espacio reticular crea una
«economía de archipiélago». Una metáfora adicional a la de la red
que ve a las metrópolis como islas repartidas por un territorio que ha
transformado su función económica: ya no es un espacio pasivo del
que extraer recursos sino «una matriz de organización y de interaccio-
nes sociales» (Veltz, 1996: 10).
Bernard Montulet denomina a este espacio de los flujos, un es-
pacio relacional y no absoluto, «espacio cinético», y propone la ana-
logía del tablero de ajedrez para comprenderlo. «El espacio nace de
las posiciones relativas de cada pieza, siendo toda definición espacial
efímera […] Es el espacio cinético, en el que cada nuevo movimiento
redefine el espacio» (Montulet, 2001: 71). En ese sentido el espacio
está indisolublemente unido al tiempo, al ritmo en el que cambian
las posiciones/relaciones entre las piezas. Montulet aporta, además,
una interesante visión histórica al desarrollo del concepto: la noción
de espacio absoluto, con límites precisos, había sido construida por
el Estado-nación desde finales del siglo XVIII y perduraría hasta su
debilitamiento a mediados del XX. El nacionalismo había naturaliza-
do el espacio al considerar las fronteras estatales como eternas a tra-
vés de la historiografía nacionalista (Michelet en Francia, Pirenne en
Bélgica, etc.). El Estado inició así un proceso de homogeneización de
su territorio en todas las dimensiones (económica, política, cultural)
en nombre de la libertad del individuo. Se rompían los estrechos cor-
sés locales del Antiguo Régimen y sus responsabilidades corporativas
y se creaba un espacio único por el que bienes, capitales, personas e
ideas podían circular libremente y sentirse como en casa. Sin embar-
go, esa construcción llevaba en su seno la semilla de su propia des-
trucción. En nombre de esa misma libertad individual, ya a mediados
del siglo XIX los capitalistas internacionales y los internacionalistas
obreros van a considerar obsoletos y estrechos los límites espaciales
del Estado-nación, especialmente en Europa, donde la revolución de
los transportes había hecho a los países europeos realmente peque-
ños. La crisis económica de 1847-1848, originada en Gran Bretaña
pero extendida por toda Europa, con su corolario de revueltas y re-
voluciones, mostró cómo esos límites habían sido ya en buena parte
superados. A partir de 1850, la organización sistemática de los mer-
cados internacionales de capital marca el inicio de la deslocalización
del capital y con ella, de la emergencia del nuevo concepto de espacio
cinético o de los flujos.
314 Francisco Javier Ullán de la Rosa

La función de las metrópolis en la sociedad-red

En Francia, un autor menos conocido que Castells o Sassen, pero


igualmente muy lúcido, Pierre Veltz, que ya se ha mencionado en
el apartado anterior, ha complementado los análisis de la socióloga
americana. Para Veltz las ciudades globales cumplen tres funciones en
el sistema mundial (Veltz, 1996):

1) Son los lugares de reproducción de los hiperespecialistas de


punta que la gestión del sistema-red del capitalismo informa-
cional y sus empresas transnacionales requieren (servicios jurí-
dicos y aseguradoras que dominan los sistemas legales de cada
país donde la empresa tiene una sede o un mercado; publicis-
tas que conocen los matices culturales de cada mercado inter-
nacional y elaboran mensajes adaptados a ellos —no intentes
vender el mismo producto de la misma manera en Brasil que
en Arabia Saudita, especialmente si es un producto destinado
al mercado femenino—). Solo las ciudades globales parecen ser
capaces de ofrecer, gracias a la enorme concentración de capital
que en ellas se produce, los servicios culturales altísimamente
sofisticados que demandan las sofisticadas élites gestoras del
capitalismo internacional: hoteles de cinco estrellas, viviendas
lujosas no aisladas sino integradas en distritos homogéneos,
autenticas ciudades top dentro de la propia ciudad (una vi-
vienda lujosa puede existir en una ciudad africana pero lo que
falta allí es el entorno espacial amplio de viviendas y espacios
urbanos públicos de la misma calidad que evite la sensación de
vivir en una jaula de oro), hospitales con tecnología de punta,
escuelas y universidades de élite, los mejores museos, teatros,
salas de concierto, instalaciones deportivas (campos de golf,
polo, estadios de grandes equipos…) parques (verdes y temá-
ticos, a donde llevar, por ejemplo, a los niños), aeropuertos y
puertos internacionales que comuniquen sin escalas con una
enorme variedad de destinos, autopistas que liguen la ciudad
de forma rápida con un hinterland de alta calidad ambiental y
cultural, trufado, a ser posible de la mayor variedad posible de
paisajes: mar (la vela y los yates son importantes), montaña (el
ski, el trekking) y de localidades pintorescas (el capital cultural
de la élite la inclina a altos grados de sensibilidad estética hacia
la naturaleza y la historia) para realizar escapadas de fin de
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 315

semana. Veltz (1996) ha dedicado, por ejemplo, algunas pá-


ginas a mostrar la importancia que tiene la monumentalidad
y la dimensión artística de la metápolis, el hecho de poseer
un urbanismo de calidad, sobre las decisiones que toman las
multinacionales a la hora de elegir una ciudad como sede de su
empresa en determinado territorio: este factor se contaba entre
los tres primeros de un total de seis (Veltz, 1996: 11).
2) Solo ellas poseen la suficiente densidad de relaciones que fa-
vorezca los procesos de sinergia y simbiosis económica, funda-
mentales en la producción actual. En ellos están concentrados
los cuarteles generales de todas las grandes empresas, muchos
de los gobiernos o importantes instituciones públicas que mar-
can la política económica de los países desarrollados (París,
Londres, Tokio, Madrid como capitales nacionales, Frankfurt,
la gran sede de las multinacionales en Alemania, cuartel ge-
neral del BCE al mismo tiempo, Nueva York, que alberga
la mayor bolsa del mundo y una de las sedes de la Reserva
Federal), hiperespecialistas, centros de I+D y universidades de
élite (fundamentales para seguir impulsado la innovación). La
concentración espacial favorece las necesarias relaciones entre
todos estos actores y las maximiza con un tratamiento más
humano, basado en interacciones cara a cara: reuniones de los
dirigentes de las multinacionales de un cierto sector para llegar
a acuerdos, de estos con los bancos para buscar financiación,
facilitación del lobbying a los representantes de los poderes pú-
blicos, relación entre empresa y centros de investigación y en-
tre centros de investigación entre sí y con el sistema educativo
(el ejemplo paradigmático de este ecosistema de retroalimenta-
ción entre tecnología-ciencia-empresa y educación es, sin duda,
Silicon Valley, pero hay otros y el modelo se está copiando en
muchas metrópolis del mundo). La conexión en red de todos
estos agentes es importante, y también lo es el establecimiento
de relaciones de confianza y de sentido, de una cultura com-
partida, entre ellos. Su concentración en la metápoli, unido a
un cierto proceso de elitización, juega un papel importante:
estos actores establecen lazos personales, ya desde su juven-
tud, al haber estudiado en las mismas universidades de élite (el
argumento es especialmente aplicable al caso estadounidense
y británico) y frecuentan después los mismos ambientes de
ocio y de cultura). Las metápolis se convierten así en lo que
316 Francisco Javier Ullán de la Rosa

Raymond (1998) ha denominado «dispositivos materiales de


convivialidad» de las élites gestoras del capitalismo.
3) Son entornos multiculturales y, por ello, son laboratorios per-
fectos para las empresas transnacionales que pueden testar, sin
salir de casa, los efectos de un nuevo producto pero también
canalizar esa diversidad para aumentar su capacidad de inno-
vación.

La polarización y segregación social

Vivimos en un espacio dividido, una especie de puzzle. Algunos van


más allá de la imagen de fragmentación para invocar la más radical (y
sofisticada) de «fractalización» (Bassand, 2001: 7) que evoca una geo-
metría variable de microrrelieves casi infinitos. Para estudiar esto algu-
nos autores como Grafmeyer y Joseph (1979) o, mucho más ade-
lante, Bassand (2001) empezaron a redescubrir a la Escuela de Chicago.
Bassand regresa a los de Chicago para abordar el tema de la segregación
urbana y recuerda cómo esta metáfora del rompecabezas o «mosaico»
urbano había sido ya formulada y analizada con la metodología del aná-
lisis factorial por un epígono de la Ecología Humana chicaguense en una
obra que se titulaba precisamente The Urban Mosaic (Timms, 1971).
Las metrópolis modernas son abordadas como «fábricas de ex-
cluidos» (Racine, 1996), como lugares donde aparecen quartiers
d’éxil (barrios de exilio) (Dubet y Lapeyronnie, 1992) tanto en la
cúspide como en la base de la jerarquización social. Secciones de «no
ciudades en la ciudad» (Touraine, 1992). La sociedad a dos veloci-
dades se convierte en el componente dominante de la estructuración
social y espacial y provoca el aumento de la xenofobia, de la deses-
tructuración de la personalidad y de las relaciones primarias, de las
drogadicciones y de nuevas formas de economía sumergida, ligadas al
suministro de droga, en los barrios degradados (Brun y Rhein, 1992;
Racine, 1996), y a la aparición de explosiones de violencia localiza-
das que salpican de un rincón a otro del planeta la historia urbana
de nuestro tiempo («Caracazo» de 1989 en Venezuela, disturbios de
Los Ángeles en 1992, batalla de las banlieues francesas en 2005, dis-
turbios afrobritánicos de Londres en 2011, disturbios de Estocolmo
en 2013…). El tema de la criminalidad y de su dimensión subjetiva,
la inseguridad, que a menudo sobredimensiona el alcance de dicha
violencia, se convierten en objetos estrella de los estudios urbanos. La
metrópolis está profundamente marcada por el crimen y, sobre todo,
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 317

por el miedo al crimen. Dos factores que, combinados, suponen un


obstáculo gravísimo para las relaciones sociales y retroalimentan los
procesos de segregación social con la lógica del círculo vicioso (Body-
Gendrot, 1993).
Pero la segregación también se explica por la teoría de la red. La
gente hace cada vez menos su vida en el entorno cercano del barrio para
repartirse por una miríada de lugares conectados por redes de transporte
y de telecomunicaciones (teletrabajo, sustitución de las reuniones físicas
por chateo en las redes sociales, de las compras diarias en el supermerca-
do del barrio por la visita semanal al supermercado…). Es decir, en su
vida cotidiana cada individuo y cada familia construyen su propia red
única e irrepetible, a partir de sus propios flujos. El espacio se fragmenta
hasta el nivel más micro posible, el del individuo. Es la socialización en
red. En ese sentido hay tantas ciudades como biografías individuales:
los niños no necesariamente van al colegio más cercano sino a aquel en
el que hay plaza o que se elige, y los padres se convierten en chóferes
a tiempo parcial para llevarles a actividades extraescolares o a las casas
de unos amigos que están dispersas por todo el territorio extenso de la
metrópolis; lo mismo sucede con los propios padres; alguien pierde el
trabajo que le había llevado a vivir en cierto lugar y encuentra otro en
una ciudad relativamente distante pero bien conectada por autopista,
tren e incluso avión y decide mantener su residencia previa para no
destruir la vida social del resto de la familia. La exclusión es, ante todo,
una cuestión de estar o no conectados.
«Estar o no estar en la red, esa es la cuestión», parafrasea con to-
nos shakesperianos Racine (1996). En la línea de Jeremy Rifkin (2000),
muchos autores contemporáneos consideran que el derecho principal
de los ciudadanos debe de ser el derecho al acceso (Bassand, 2001;
Kaufman, et al. 2009). Y ello, a muchos niveles. La aparición de zo-
nas intraurbanas que escapan parcial o totalmente al acceso del Estado
(favelas brasileñas) y donde se instaura un nuevo poder feudal-mafioso
nos lleva a preguntarnos si no estamos ante fenómenos posurbanos o de
desurbanización (las famosas no ciudades de Touraine).

El fin del etnocentrismo epistemológico: estudios comparativos


de lo urbano, multiculturalismo y glocalización cultural

La historia de la sociología urbana había sido hasta ahora una historia


de la ciudad occidental. Castells fue pionero en la superación del et-
nocentrismo localista tratando de desarrollar una teoría de lo urbano
318 Francisco Javier Ullán de la Rosa

basada el método comparativo y la inclusión de casos de estudio de


otras zonas del planeta. Pero no fue el único. Así, por ejemplo, su tra-
bajo, Squatters and Politics in Latin America: a Comparative Analysis
of Urban Social Movements in Chile, Peru and Mexico (1982) estaba
incluido en una obra colectiva, Towards a Political Economy of Urba-
nisation in Third World Countries, editada por Helen Safa.
En los últimos años han visto la luz estudios comparativos sobre
las sociedades urbanas a nivel mundial, único enfoque que permite
determinar qué facetas de las relaciones sociales generadas en y por la
ciudad son universales (si es que las hay) y cuáles obedecen en cambio
a factores idiosincráticos de cada contexto local y temporal. Con este
nuevo planteamiento transcultural y comparativo se ha avanzado en
el estudio del urbanismo de los países en vías de desarrollo (Drakakis-
Smith, 2011; Potter, 2012) o se ha continuado con el estudio de los
movimientos sociales urbanos, especialmente aquellos con aspiracio-
nes políticas (que también son actores de la gobernanza del sistema-
ciudad) (Rabrenovitch, 2009; Schuurman y Van Naerssen, 2012).
Por otro lado, la aparición del espacio de los flujos y sus es-
quemas de socialización en red supone un nuevo desafío al modelo
clásico de integración de los inmigrantes, el del melting pot (crisol, en
inglés): el proceso final de la inmigración concebido como la fusión
cultural en una nueva sociedad cuyo componente principal seguiría
siendo el de la cultura mayoritaria nativa (mainstream). Es cierto que
la Escuela de Chicago ya mostró una ciudad fragmentada en comuni-
dades culturalmente diversas por efecto de la llegada de inmigrantes
de orígenes nacionales distintos y que, directa o indirectamente, apo-
yó la segregación espacial. Pero, aunque ese esquema reconocía casi
explícitamente el carácter ideológico del melting pot, mostrándolo
más bien como un desideratum del discurso hegemónico y uniformi-
zador moderno que como un proceso inevitable, lo cierto es que los
chicagüenses, como el resto del establishment norteamericano del que
formaban parte, creían firmemente, en el fondo, en dicha teoría. La
diversidad de comunidades culturales era vista como una etapa tran-
sitoria en el proceso de evolución sociocultural y de modernización.
Los nuevos inmigrantes llegaban del exterior, se instalaban en la zona
de transición pero con el tiempo, conforme las generaciones se iban
sucediendo, se producía un fenómeno natural de movimiento hacia
fuera, hacia el suburbio, que iba acompañado de una absorción de los
valores y estilos de vida de la clase media norteamericana (el mains-
tream anglosajón, el núcleo duro de la amalgama) y que se completaba
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 319

con una cuasi total fusión cultural (desaparecía el idioma vernáculo,


las formas de vestir idiosincráticas, el sentimiento patriótico hacia la
nación de origen era sustituido por un profundo nacionalismo esta-
dounidense, la mentalidad moderna y los valores del individualismo
capitalista se hacían hegemónicos etc.). La excepción eran ciertos ras-
gos culturales superficiales como la celebración de ciertas festividades
propias, mantenimiento de ciertas tradiciones culinarias, y, quizá el
rasgo cultural más duro, el de la propia confesión religiosa2. Para los
modernistas de la Escuela de Chicago, lo admitieran explícitamente o
no, la heterogeneidad cultural de la ciudad era un fenómeno disfun-
cional, una fuente de problemas que los aparatos homogeneizadores
del sistema debían intentar resolver. Esta se presentaba, sin embargo,
como una tarea inacabable pues el carácter dinámico del ecosistema
hacía que dicho melting pot no acabara nunca de completarse total-
mente en cuanto nuevos inmigrantes seguían llegando sin cesar a la
ciudad, ocupando el espacio que dejaban los anteriores. El problema,
sin embargo, no ofrecía motivos para declarar el estado de alarma
pues estaba contenido dentro de márgenes manejables. Dicha diver-
sidad cultural permanecía siempre, en términos sistémicos, un fenó-
meno minoritario, una anomalía que no afectaba al equilibrio y la
funcionalidad del sistema. Los hechos parecían corroborar el modelo.
¿Acaso no era Frank Sinatra, de origen italiano, la «voz de América» o
Joe Di Maggio el mejor bate de la historia del béisbol?
«En los tiempos de la ciudad y de la urbanización —nos dice
Bassand (2001: 13)— el extranjero debía socializarse completamente
o marcharse». Este proceso venía, en buena parte provocado por la
rigidez del espacio, con sus comunicaciones lentas y costosas. Con la
emergencia del espacio reticular y de los flujos, una nueva tenden-
cia ha venido poco a poco a yuxtaponerse al modelo modernista de
integración. La fragmentación del espacio operada por este nuevo
concepto de espacialización permite que el inmigrante pueda seguir
en contacto cotidiano de manera fácil y asequible, con su tierra de
origen y esquivar, al menos parcialmente, ese proceso de absorción

2
Pero esta quedaba anulada, finalmente, en una especie de ecumenismo mono-
teísta, e incluso teista, que era considerado como parte de la esencia identitaria ame-
ricana —In God We Trust— y que ha provocado un interesante efecto: mientras nadie
era marginado por practicar tal o cual particular culto, fuera este judío, protestante,
católico, e incluso musulmán o budista, el ateísmo era considerado profundamente
antiamericano.
320 Francisco Javier Ullán de la Rosa

cultural. No solamente esto es posible sino que se ha convertido


en algo ideológicamente deseable, predicado por el discurso hege-
mónico de lo políticamente correcto que cabalga en el corcel de la
revolución cultural de los sesentayochinos. El discurso del melting
pot fue sustituido en los años noventa por el del multiculturalismo.
Con él se pasa de percibir la fragmentación cultural de la ciudad
como un problema a solucionar (o a mantener, contenido siempre
dentro de unos márgenes no letales para la vida del sistema) a ser
una riqueza a celebrar y a potenciar, un elemento definidor de la
vida metropolitana en si misma. La diversidad cultural (tanto ét-
nica como organizada en torno a otros ejes: género, orientación
sexual, afiliaciones estéticas…) se encuadra, de manera en buena
parte inconsciente, en una reformulación de la vieja cosmovisión
evolucionista y es convertida en un epítome definidor de la civili-
zación más avanzada. La civilización del siglo XXI es la civilización
de la diversidad vehiculada por las redes tecnológicas y por la inmi-
gración que es un signo en sí misma del éxito atractivo del modelo
cultural y ello se contrapone a una (no tan nueva) imagen de lo
primitivo y subdesarrollado como aislado y culturalmente simple
y homogéneo. El paradigma multiculturalista (que se expresa con-
cretamente de mil maneras, desde los programas y speeches políticos
hasta la literatura y el cine) no es otra cosa que el vástago posmoder-
no de la vieja dicotomía reduccionista campo/ciudad, elevada aho-
ra a un plano superior. Para ser ultramodernos, posmodernos, no
basta con no conducir un estilo de vida rural, hay que ser además
metropolitano y multicultural; la vieja ciudad de tamaño medio y
relativamente homogénea culturalmente (no importa cuan desarro-
llada esté su división social del trabajo) ha pasado a acompañar a la
aldea campesina en el cajón categorial de lo que pertenece ya a una
etapa superada de la historia.
Y ese multiculturalismo de la gran metrópoli es, indefecti-
blemente, «glocal», en la expresión popularizada por el sociólogo
británico Roland Robertson (1995) (aunque su acuñación parece
haber sido obra del presidente de Sony, Morita [Voyé 2001]): fruto
de la hibridación en infinitas combinaciones posibles entre los ele-
mentos externos y los internos, un proceso que transforma tanto al
que llega a la ciudad como al que allí vive y no se mueve, porque la
montaña del espacio de los flujos, se quiera o no, llega hasta cada
uno de los Mahomas-ciudadanos. Ello conlleva una nueva forma
de percibir el mundo, lo que Montulet (1998: 136) denomina la
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 321

«visión exónoma»: una visión en la que el punto de referencia del


sujeto se sitúa al exterior del lugar donde está situado. Nos vemos
y nos juzgamos a nosotros mismos a partir del espejo de la sociedad
global. Sociedad global que no es más que una imagen fabricada
pues solo existe en tanto que se encarna en sociedades locales con-
cretas.
Para Robert Ezra Park, el inmigrante era un individuo en un
territorio de nadie, ni de aquí, ni de allí y esa situación de limbo cul-
tural lo conducía al desarraigo. Los estudios posmodernos de la ciu-
dad muestran como esa dicotomía ya no es una condición necesaria
(quizá nunca lo fue) y cómo ahora muchos inmigrantes son al mismo
tiempo de aquí y de allá, capaces de entrar de manera pragmática y
puntual o de forma más profunda y sostenida en el tiempo, en el
universo de normas de la sociedad de acogida sin abandonar el suyo.
Son hechos que alimentan una antropología y una sociología «de idas
y venidas, de entradas y salidas» (Missaoui, 2000).
La glocalización se opone así a la teoría de la «McDonaldización»
(Ritzer, 1983; Barber, 1995; Turner, 1999) o walmarting del mundo
(Dicker, 2005), sostenido por otros autores que, con estas coloridas
expresiones, dibujan una contemporaneidad guiada por un proceso
de convergencia global hacia el modelo cultural norteamericano.

La ciudad como simulacro y objeto de consumo

El concepto es ilustrado a través de la metáfora de la disneyficación,


termino que explora las concomitancias entre la ciudad posmoderna
y los parques temáticos de la compañía de Walt Disney. El término
es empleado, entre otros, por Zukin (1996), Roost (2000) o Bry-
man (2004), siempre con connotaciones peyorativas, para implicar
procesos de artificialización, edulcoración y procesamiento del há-
bitat urbano con el objetivo de convertirlo en un lugar controlado,
sanitizado, privado de sus aspectos potencialmente desagradables, y
listo para ser consumido. Era un tema que ya habían tratado Debord
(1967) y Baudrillard (1981). Había sido este último quien había
dicho que Disneyland era el lugar más real de los Estados Unidos,
porque no pretende ser nada más de lo que realmente es, un parque
temático, mientras las ciudades son escenarios de un simulacro que
pretende hacerse pasar por real. Y abunda en ese argumento afirman-
do que, en ese orden de cosas, Disneyland tiene una función crucial
en la sociedad americana:
322 Francisco Javier Ullán de la Rosa

Disneyland es presentado como imaginario para hacernos creer que


el resto es real, cuando en realidad toda la ciudad de Los Ángeles y
la entera América que lo circunda han perdido ya el estatus de real,
se encuentran en el nivel de lo hiperreal o de la simulación (Baudri-
llard, 1981: 103).

Como procesos que ilustran esa desdibujación de la frontera en-


tre la ciudad y la imagen estilizada de sí misma pueden citarse: a) la
traslación de la plaza ciudadana al interior del centro comercial; b) la
expulsión de los residentes de los centros históricos «hiperturistificados»
(los ejemplos paradigmáticos pueden ser Praga o Venecia), que quedan
reducidos a una gran acumulación de museos, restaurantes y tiendas de
souvenirs, la vida callejera espontánea sustituida por la programada de
los turistas que vienen a «observar» la ciudad y los guías que ofrecen una
imagen empaquetada de la misma; lugares de paso, no lugares à la Augé
(más interesante aún si cabe, paradójicamente hasta cierto punto, en
ciudades que rebosan referentes históricos y culturales) en los que casi
nadie, como en un aeropuerto, vive su vida, todo ello en un entorno
arquitectónico hiperrestaurado y «manicurado«; c) el diseño calculado
de la imagen de la ciudad para venderla como objeto de consumo a los
visitantes: son los procesos conocidos como city branding y city marke-
ting que han inspirado una avalancha de publicaciones desde principios
de los noventa (Ashworth, 1990; Kearns, 1993; Hall y Hubbard, 1998;
Holcomb, 1999; Mommas, 2003; Karavatzis, 2004) y tiene incluso sus
propias revistas, como Place Branding, inaugurada en 2004.

La ciudad fortaleza, la ciudad como panóptico

Los sociólogos urbanos siguen dedicando muchas obras al tema del


control social y la normalización ejercidos a través de la tecnología
urbanística. La instalación de cámaras de videovigilancia por todo el
espacio urbano ha reavivado la metáfora foucaultiana del panóptico.
En efecto, son innumerables las obras que ven la ciudad actual como
un enorme dispositivo panóptico que nos vigila constantemente. Un
control ejercido ya sea por el Estado, por compañías privadas o por
nuestros propios vecinos en las llamadas gated (Davis, 1990; Ken-
nedy, 1995) o walled (Judd, 1995) communities, las comunidades
cerradas surgidas para protegerse de la oleada de delincuencia que la
agudización de la polarización social en los setenta y ochenta, duran-
te el periodo de la recesión económica, trajo consigo. Algunos títulos
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 323

son elocuentes y hablan por sí mismos: Cam Era: the Contemporary


Urban Panopticon (Koskela, 2003), Escaping the Panopticon: Utopia,
Hegemony, and Performance in Peter Weir’s The Truman Show (Lavoie,
2011), Discipline, Surveillance, Control: A Foucaultian Perspective on
the Enforcement of Planning Regulations (Harris, 2011) y la lista de
obras en la que se menciona la palabra panóptico es larga (Marsh,
1994; Fishman, 1996; Slater, 2009; Kolb, 2011). En ellos sigue pa-
tente la obsesión crítica de la sociología urbana norteamericana por
la forma de vida del suburb.

La refuncionalización del espacio urbano. Estudios sobre


gentrificación

Muchos sostienen que una de las formas en que se reflejan los proce-
sos posmodernos en la ciudad es en una desarticulación entre función
y forma. Sometidos a las necesidades de las nuevas formas de pro-
ducción y reproducción posindustrial y a la organización del trabajo
posfordista, edificios, calles, incluso barrios y ciudades enteras, pue-
den ser, en efecto, refuncionalizados (Donnison, 1980). Y a través de
esta refuncionalización, los principios de flexibilidad, de ambigüedad
e hibridación de categorías, de indefinición, se trasladan al espacio.
Como notó Secchi en 1984:
De repente [el espacio urbano] parece dotado a la vez de gran ma-
leabilidad y de indeterminación: lo que siempre había sido conside-
rado como vivienda ahora puede cumplir funciones de oficina; lo
que era fábrica, es decir, lugar de trabajo, se convierte en vivienda;
los barrios populares del centro de la ciudad se transforman en áreas
chic y de lujo; la arquitectura pobre se convierte en monumento
(Secchi, 1984, en Racine, 1996: 215).

En Estados Unidos el estudio seminal quizá sea la obra colec-


tiva editada por Smith y Williams en 1986, Gentrification of the
City. En Europa es destacable la obra también colectiva, editada por
Van Weesep y Musterd en 1991, Urban Housing for the Better Off:
Gentrification in Europe. La gentrificación tiene consecuencias mu-
cho más notables en Estados Unidos, donde el abandono del centro
había sido mucho más radical que en el caso europeo. Otros estudios
seguirán (Ley, 1994; Bourne, 1994). Quizá haya sido Ley, un autor
decididamente en la órbita del paradigma posmoderno, el que mejor
haya entendido la estrecha relación entre el proceso de gentrificación
324 Francisco Javier Ullán de la Rosa

y los nuevos valores culturales posmodernos. Para Ley (1994) la gen-


trificación es, ante todo, un proceso sociocultural, un neorromanti-
cismo que parte de una esteticización del espacio y la arquitectura
historicista y popular y su transformación en capital simbólico con
funciones de distinción à la Bourdieu (Bourdieu, 1979).
Los estudios sobre gentrificación del centro histórico son, pues, le-
gión. Podríamos citar como ilustración el que realiza Jean-Yves Authier
(1996) en el centro de Lyon. Authier identifica tres categorías sociales
de recién llegados: los «residentes culturales» (parejas jóvenes de clase
media profesional que poseen un alto grado de capital cultural y que
buscan en el viejo barrio satisfacer sus necesidades de historicidad y
convivialidad); los «residentes técnicos» (familias menos jóvenes de los
estratos superiores de la clase obrera movidos fundamentalmente por su
deseo de convertirse en propietarios) y los «nuevos inquilinos» (gente jo-
ven, solteros, de clases sociales diversas que estudian o trabajan, o ambas
cosas a la vez), normalmente en ocupaciones precarias cuyos motivos
para mudarse son básicamente funcionales: acceder a alojamiento en
el centro, cerca de los centros universitarios y de las fuentes de trabajo
temporal (restaurantes, tiendas de moda, etc.)

Género y espacio urbano construido

Los sociólogos urbanos también han explorado la relación entre el es-


pacio construido y la producción y reproducción de los roles y estatus
de género. Muchos de estos estudios se han hecho desde el feminismo
militante, con el punto de partida en una concepción de la ciudad y
la vivienda como tecnologías, no solo de poder en general, sino de
poder patriarcal. La autora más conocida es la norteamericana Dolo-
res Hayden, una socióloga y arquitecta que también trabaja desde la
ciudad de Los Ángeles. Hayden es una de las muchas voces críticas
contra el suburb, pero a los argumentos ya conocidos añade otros
de su cosecha feminista. Hayden aplica el marco teórico marxista al
estudio del género en la ciudad, en lo que ella misma ha definido
como «materialismo feminista» (Hayden, 1984). En The Grand Do-
mestic Revolution: A History of Feminist Designs for American Homes,
Neighborhoods, and Cities (1981) critica la vivienda y la ciudad como
productos construidos por los hombres (la explotación doméstica
de la mujer en la ciudad tradicional ha sido simplemente sustituida
por la explotación suburbial de la mujer, el suburb está diseñado
explícitamente para mantener a las mujeres en su sitio) y, a través
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 325

de la exploración del pensamiento sobre urbanismo de las primeras


feministas de principios del XX, plantea una reforma del espacio para
conseguir la igualdad de género. Tema en el que volverá a insistir en
su Redesigning the American Dream: Gender, Housing, and Family Life
(1984) desde una perspectiva en la que estudia cómo la forma urbana
y de la vivienda, articuladas con la economía política, influyen en los
patrones de crianza de los hijos, en el papel que en ellos tiene la mujer
y, por lo tanto, en la construcción política y cultural del género. Así,
compara tres modelos diferentes, correspondientes a otras tres formas
de economía política: el modelo del hogar como refugio (la mujer en
casa, el hombre al trabajo), plasmado en el suburb de la democracia
liberal norteamericana, el modelo industrial de la Unión Soviética
(todas las mujeres a trabajar y desconexión entre trabajo y residencia
por igual para hombres y mujeres) y el modelo de barrio de las so-
cialdemocracias europeas (un modelo mixto y que integra mejor vida
doméstica y pública), que es el que Hayden considera más humano.
Desde los noventa, una serie de autores inspirados por la filosofía
posmoderna explorarán otras dimensiones de la relación género-ciu-
dad. Así, geógrafos urbanos como Valentine (1993), con su concepto
de «geografía del deseo», prestan atención a la articulación espacio/
prácticas sexuales así como, a las minorías sexuales y cómo su vida es
influida por el espacio construido. En concreto, cómo viven y perci-
ben las lesbianas la ciudad. Otros se interesarán por la segmentación
por género del mercado de trabajo y sus manifestaciones espacia-
les. Así, Villeneuve y Rose (1988), en su trabajo sobre la ciudad de
Montreal, muestran cómo existen grados de segmentación diferen-
tes por distritos: mientras que existe un mayor grado de movilidad
profesional ascendente para las mujeres profesionales que habitan en
el CBD, la relegación al papel doméstico es muy alta para la mujer
que habita en el suburb. Unos años más tarde el mismo Villeneuve
dedicaría otra obra a estudiar la relación entre el espacio y el man-
tenimiento de estructuras de poder patriarcales en la misma línea de
Hayden: Les rapports hommes-femmes en milieu urbain: patriarcat ou
partenariat? (1991). Sus conclusiones, sin embargo, no fueron tan
evidentes como habría cabido esperarse. En esta obra Villeneuve ana-
lizaba la fuerte emergencia de los trabajos no cualificados de servicios
personales experimentada en las dos décadas precedentes en los cen-
tros de negocios de las grandes ciudades, así como su fuerte tendencia
a la feminización y a la precarización laboral. Se trata de actividades
que más que con la producción tienen que ver con la reproducción
326 Francisco Javier Ullán de la Rosa

de la fuerza de trabajo y en ese sentido cabe equipararlas con las


que tradicionalmente habían siempre hecho las mujeres en el hogar.
Villeneuve muestra cómo el paternalismo, aún fuertemente impe-
rante, se sirve de estas inercias culturales para rellenar a bajo costo
ese nicho laboral pues, como el trabajo doméstico, este también será
mal retribuido. Pero en un interesante giro que muestra el gusto por
la paradoja de los posmodernos, Villeneuve también achacará este
fenómeno al propio acceso de la mujer a las clases profesionales: será
esta nueva clase de mujeres profesionales, en crecimiento exponen-
cial, por aquel entonces en Norteamérica abrumadoramente de raza
blanca, la que demande todo ese tipo de servicios (peluquería, lim-
pieza, catering, lavandería, etc.) que ya no tienen tiempo de realizar
por sí mismas. El crecimiento de la mujer profesional provoca así el
del segmento de un lumpenproletariado feminizado y terciarizado,
que estará constituido mayoritariamente por mujeres de las minorías
étnicas más marginadas e inmigrantes.

El fenómeno NIMBY: una forma posmoderna de movimiento


social

El fenómeno o síndrome NIMBY (Not In My Backyard), un neologismo


nacido en California en los años ochenta (Farkas, 1982; Portney, 1984;
Matheny y Williams, 1985) ilustra muy gráficamente la naturaleza de
un nuevo tipo de movimiento social urbano, reactivo en lugar de pro-
activo, muy diferente a los estudiados por Castells en los setenta. Son
movimientos que no buscan la transformación del sistema de acceso a
o de distribución de los servicios sino simplemente evitar que cualquier
tipo de actuación percibida como negativa por los residentes tenga lu-
gar en su barrio. Se trata de microrreinvidicaciones que reflejan, en una
dimensión espacial, el hiperindividualismo y la extrema fragmentación
social del capitalismo avanzado: no a la construcción de un centro co-
mercial, de una escuela, de una mezquita cerca de mi casa. La lógica no
es necesariamente de intolerancia o absolutismo moral sino de egoísmo
hedonista: No nos importa si lo hacen en otro lado y no nos opondre-
mos a ello, simplemente no lo queremos aquí (Davis, 1990).

El concepto de gobernanza

Una de las principales diferencias entre la metrópolis actual y la ciu-


dad anterior es que los límites urbanos no coinciden con los políticos.
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 327

Esto es así porque la metrópolis se ha formado por fusión o interco-


nexión de lo que anteriormente eran centros urbanos separados espa-
cial y funcionalmente. La inercia política ha mantenido la autonomía
a nivel del antiguo municipio pero estos gobiernos municipales no
están preparados para hacer frente a los retos que implica gestionar
un territorio unido, interdependiente y, por añadidura, reticulado
en redes mucho más amplias aún. Surge entonces la necesidad de
coordinar los diferentes gobiernos municipales y otros actores deci-
sivos que desempeñan funciones en el territorio: autoridades regio-
nales, nacionales e incluso supranacionales —piénsese en el caso de
la Unión Europea con sus Fondos Estructurales— y actores privados
(empresas, organizaciones de la sociedad civil) a través de paraguas
institucionales más amplios. Esta necesidad es tanto más imperiosa
cuanto que el espacio metropolitano está inmerso en una lógica de
competencia en el marco del sistema-red mundial. Las grandes aglo-
meraciones urbanas de todo el planeta compiten entre sí por atraer
inversiones públicas y privadas, industrias y visitantes/consumidores.
Esto es lo que se conoce con el término de gobernanza metropolitana
para diferenciarlo del clásico gobierno municipal. La gobernanza se
despliega y funciona a través de partenariados de geometría variable.
¿Cuáles son las nuevas estrategias y desarrollos institucionales que
implica y necesita la gestión de territorios metropolitanos complejos,
extensos en el espacio, fragmentados en una miríada de micro y meso
poderes aún mal coordinados y sujetos a la presión de la competencia
nacional e internacional? ¿Por dónde se encaminan los desarrollos
futuros? He aquí algunas de las preguntas que puede y debe hacerse
la sociología urbana. La gobernanza metropolitana plantea todo tipo
de retos, desde los conceptuales a los técnicos, lo que ha llevado a so-
ciólogos como Maurice Blanc (2001), a animar a la sociología urbana
a convertir este tema en una de sus líneas de investigación-acción
prioritarias. Blanc está convencido de que este es el tema que acabará
por dar a la sociología urbana su definitivo «lugar en el mundo» en
el futuro. Sin duda queda mucho camino por hacer en este sentido,
pues la importancia de la gobernanza apenas está empezando a calar
en las preocupaciones y programas de nuestros políticos tanto a nivel
nacional como local.
Son de destacar los trabajos de los españoles Manuel Castells y
Jordi Borja, tanto en colaboración (Borja y Castells, 1997) como por
separado (Borja. 1992), solo por citar algunos de sus innumerables
textos sobre la cuestión. Partiendo del concepto de movilidad y del
328 Francisco Javier Ullán de la Rosa

derecho al acceso, algunas de las propuestas más recientes (Offner


y Pumain, 1996; Bassand et al., 2000, Kaufmann, 2000) subrayan
que uno de los aspectos centrales de la gobernanza debe ser el de
ampliar y optimizar constantemente el conjunto de infraestructuras
reticulares que hacen posibles los flujos, así como tratar de garantizar
el acceso en igualdad de condiciones a todos los ciudadanos. Como
dice Kaufman (2000: 25):
Cuanto más subordinada sea la posición del individuo en la socie-
dad, más dificultades tendrá, incluso podrá llegar a ser incapaz, de
usar la red de redes, quedando atrapado en su barrio con altos gra-
dos de discriminación. La movilidad es la condición sine qua non de
la participación en la vida metropolitana.

En grandes metrópolis como Londres el coste del transporte pú-


blico hacia las zonas centrales es tan elevado que, unido al hecho de
la imposibilidad de acceder en coche (precio prohibitivo del aparca-
miento al que más tarde se añadió el cobro de una ecotasa) condena
a buena parte de sus habitantes a una práctica reclusión en los límites
del entorno local, en el territorio recorrible a pie. Muchos habitantes
de barrios desfavorecidos pasan años sin ir al centro; muchos niños
no han ido en su vida. Una buena gobernanza debe estar orientada
a evitar que nadie quede desconectado del espacio de los flujos me-
tropolitano.
Para los partidarios del derecho al acceso, una gobernanza inte-
ligente en la sociedad informacional del siglo XXI debe, pues, em-
prender políticas concretas de: desarrollo de las infraestructuras de
telecomunicación (banda ancha, satélite…) y puesta en el mercado
a un precio asequible para todo el mundo; vías de comunicación y
medios de transporte, con una combinación flexible y pragmática
de soluciones públicas y privadas, alejada de mistificaciones ideoló-
gicas que demonicen o alaben una u otra forma; redes de energía,
tratando de hacerla ubicua, limpia y asequible económicamente para
todos los presupuestos; redes de suministro de agua y de eliminación
de residuos (Nápoles, con sus montañas de basura levantadas por la
Camorra es un triste ejemplo de lo que ocurre cuando el Estado hace
dejación de o se declara impotente para gestionar dicho servicio).
Estas redes dan forma a la fisiología de la metrópolis y la cohesión de
la misma depende de ellas. Y dichas redes solo pueden mantenerse
y crecer a condición de que exista una red de espacios públicos que
La sociología urbana de la ciudad posmoderna y posindustrial... 329

hayan sido planificados de antemano, pues todas estas infraestructu-


ras tienen por fuerza que discurrir por terrenos de propiedad pública
o que hayan sido expropiados. Es decir, la gobernanza pública es más
que nunca necesaria para sostener la vida y la economía, por lo demás
altamente privatizada, de las metrópolis del capitalismo avanzado in-
formacional.
Otro tema fundamental en el ámbito de la gobernanza es su re-
lación con la democracia y, en particular, con formas de democracia
más directa que la representativa tradicional: la más importante de
estas alternativas es la llamada democracia participativa (grass roots
democracy, en inglés), que promueve la responsabilidad directa de los
ciudadanos en la política de la vida cotidiana. Este es un concepto de
claras raíces sesentayochinas y que ya había introducido en el debate
Ledrut precisamente en ese año (Ledrut, 1968). Muy difícil de llevar
a la práctica en ámbitos de administración más elevados, la ciudad se
convierte, por sus dimensiones más reducidas, la mayor proximidad
entre gobernantes y gobernados y la mayor inmediatez y concreción
de los problemas a gestionar, en el ámbito por excelencia de todos
los experimentos de este tipo. Experimentos que no dejan de pre-
sentar una gran complejidad, especialmente cuando se plantean en
el ámbito de la gestión de las enormes metrópolis multimillonarias
(en presupuesto y en habitantes), algunas de las cuales son demográ-
fica y económicamente más grandes que muchos estados pequeños
y pobres.
7. A MODO DE EPÍLOGO. ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE
EL PASADO Y EL FUTURO DE LA SOCIOLOGÍA URBANA

Concluye aquí este periplo por los más de 150 años de historia de
la visión sociológica sobre la ciudad. Quizá sea útil concluirlo ofre-
ciendo una última —y breve— visión panorámica de su pasado, así
como una mirada hacia el horizonte por el que habrá de caminar en
su inmediato futuro.

7.1. ALGUNOS EJES CENTRALES EN LA HISTORIA


DE LA SOCIOLOGÍA URBANA

Si lo que espera el lector en este apartado de conclusión es una mera


síntesis de los seis capítulos precedentes, se llevara una desilusión.
Los capítulos son suficientemente sintéticos en sí mismos, haciendo
innecesaria una recapitulación convencional a la manera del libro de
texto. Lo que sí me ha parecido interesante es dedicar algunas páginas
a exponer los que a nuestro juicio son algunos de los hilos conducto-
res que hilvanan, con un pespunte diacrónico, toda la historia de la
sociología urbana, algunas de las vigas maestras que han constituido
su armazón o, si se prefiere esta otra analogía, algunos de los ejes en
torno a los cuales ha girado hasta la fecha. Es importante dejar claro
de entrada que se trata de ejes de la historia de la disciplina, no de su
objeto, cuyo alcance ya discutimos en el capitulo introductorio, aun-
que historia y objeto puedan estar y, de hecho, estén, íntimamente
relacionados. La historia de la sociología urbana como tal, en todos
sus detalles, como obra de actores históricos, como cualquier otra
historia, es, sin embargo, única e irrepetible, mientras que el objeto
de estudio es, por el contrario, una realidad epistemológica con ma-
yores potencialidades de universalización. Ello no quiere decir que la
historia no se ajuste a ciertas leyes de hierro estructurales (este libro
es, de hecho, un intento de dar razón de la misma, insertándola en el
contexto académico, social y cultural de cada una de sus etapas) pero
332 Francisco Javier Ullán de la Rosa

no es menos cierto que, dentro de esos límites de lo que era posible


en cada momento, esta habría podido ser bastante diferente. Aunque
repitiéramos la historia mil veces sería difícil producir un escenario
que viera a la sociología urbana nacer en Mongolia, o en Burkina
Fasso (o incluso en España), pero sin duda nos resultarían historias
paralelas en las que esta habría nacido antes (o después) o lo habría
hecho en Nueva York o Berlín en lugar de en Chicago y París. Por
lo tanto, los ejes que vamos a describir son, en buena medida, los de
esta particular historia de la sociología urbana, tal y como ha sido, y
no las de la disciplina en sí misma, considerada en su realidad epis-
temológica.

Eje número 1: una historia en un territorio académico de confines


imprecisos y solapados
La sociología urbana, desde su nacimiento hasta nuestros días, se ha
desarrollado en un territorio de fronteras porosas y no definidas, has-
ta el punto de que este podría definirse más que como una «nación
disciplinar», como un «área de influencia» con un hinterland difu-
minado en su perímetro, cuya extensión ha ido variando dependien-
do de las épocas, los países, las corrientes teóricas, los organigramas
universitarios y las alianzas con otras disciplinas. Y si indefinido es
su territorio también lo son, en buena parte, los habitantes que en
él habitan. La tribu de los sociólogos urbanos no ha tenido nunca
reglas de filiación muy estrictas, por más que algunos hayan tratado
y aún sigan intentando establecerlas. A sus clanes se han afiliado (y
aún siguen haciéndolo) académicos procedentes de otras disciplinas
afines: de la sociología general, de la filosofía, de la arquitectura… Y
lo mismo que entran, salen, atraídos luego por enfoques más geográ-
ficos, más económicos, más semióticos. Hay muchos ejemplos de do-
ble (o triple) nacionalidad disciplinaria: David Harvey, oficialmente
geógrafo urbano —y reclamado como tal por los suyos— pero ofi-
cialmente también incluido por manuales e historias de la sociología
urbana entre los principales exponentes de la disciplina; Henri Le-
febvre o Raymond Ledrut, que alternaron su condición de filósofos
con la de sociólogos urbanos… y axial, un sinfín de ellos. Hoy en día
encontramos investigadores que se reclaman de esta tribu repartidos
por una variopinta diversidad de departamentos, desde las facultades
de arquitectura o ingeniería hasta las de historia, a veces formando
departamentos propios, otras subsumidos en los de Urban Studies.
A modo de epílogo. Algunas reflexiones sobre el pasado y el futuro... 333

Las combinaciones son incontables, comenzando, como ilustración,


con la del patriarca Castells, que por tantos años ocupó cátedra en el
Department of City and Regional Planning (oficialmente más ade-
cuado para urbanistas) de la Universidad de California en Berkeley.

Eje número 2: un aparato teórico muy influido por los paradigmas


culturales y políticos
Teorías y objetos de estudio fueron, en general, fuertemente in-
fluenciados, por los paradigmas culturales y políticos hegemónicos y
también por el contexto histórico de la sociedad en su conjunto. En
resumidas cuentas: por el zeigeist de la época. La sociología urbana
puede y debe ser analizada, en ese sentido, con las propias armas del
pragmatismo y del interaccionismo simbólico que nacieron en Chi-
cago (Shalin, 1986): es decir, no es entendible sin alusión al contexto
social en que nace y al conjunto de significados que ese contexto so-
cial (y urbano concreto, en segundo plano) inviste sobre la reflexión
sociológica. Un contexto social y cultural que atrapa como una tela
de araña al objeto de estudio y a los sujetos que lo estudian impidien-
do observarlo desde fuera. Una constante cuyo verdadero alcance es
necesario comprender en toda su plenitud.
Así, por ejemplo, todos los estudios sobre la ciudad hasta me-
diados de los años sesenta, tanto los marxistas como los funciona-
listas, incluso aquellos que son críticos con los indeseables efectos
secundarios de la urbanización, dejan traslucir sin excepciones el
entero paquete axiológico del paradigma occidental de la moder-
nidad (Harris, 1968; Berman, 1979, 1982; Giddens, 1971, 1990,
1998; Turner, 1990; Wehling, 1992; Przeworski y Limongi, 1997;
Martinelli, 1998; Kennington, Kraus y Hunt, 2004; Finkielkraut,
2006; Delanty, 2007) y, en especial, su metadiscurso central del pro-
greso racional como ley universal que gobierna el cambio histórico,
lo que se ha dado en llamar evolucionismo unilineal (Harris, 1968):
«Tanto el proceso de urbanización como los modelos concretos de ur-
banismo eran considerados características universales, inexorables del
cambio social; un cambio que era tan inherentemente racional que su
deseabilidad y, por tanto, su inevitabilidad no podían ser puestos en
cuestión» (Zukin, 1980: 580).
La sociología urbana posmoderna se aprestará a deconstruir
esta visión, denunciándola como ideológica y apriorística y demos-
trando su afirmación con hechos, al encontrar innumerables rasgos
334 Francisco Javier Ullán de la Rosa

«premodernos» (sistemas de salud chamánicos, liderazgos carismáti-


cos cuasi feudales, estructuras clánicas, xenofobia, creacionismo bí-
blico respaldado desde el gobierno…) gozando de muy buena salud
en el hábitat urbano. Aun así, el advenimiento de la posmodernidad
no ha conseguido eliminar el posicionamiento evolucionista de fon-
do, todo lo más, limar sus aristas más agresivas (como el imperialis-
mo, el etnocentrismo, el racismo, el mecanicismo antihumanista, el
absolutismo empirista…). En esta última y más reciente fase de la
sociología urbana, tanto los sociólogos que rehusan ser etiquetados
como epistemológicamente posmodernos, reclamando la herencia
marxista (y son, por cierto, algunos de los principales cabeza de car-
tel, como Castells, Harvey o Sassen), como aquellos que se sitúan a
caballo entre ambos paradigmas (la Escuela de los Ángeles) o los ple-
namente posmodernos (empezando por Debord), aceptan, explicita
o implícitamente el paradigma evolucionista. Ese consenso, quizá in-
consciente, raramente se ve confrontado en los textos. Por un lado,
la postura epistemológica posmoderna y posestructuralista, si bien
pueda parecer a primera vista un ataque a la idea del progreso por
la razón, se constituye en ultima instancia como abanderada de un
nuevo salto evolutivo hacia una racionalidad mas potente, mas per-
fecta: una racionalidad de segundo orden, una «metarracionalidad»,
aquella que ha alcanzado el estadio superior que le permite mirarse
a si misma al espejo y encontrarse los defectos, con el objetivo final,
y esta es la moraleja, de perfeccionarlos. Incluir el aspecto irracional,
lúdico, hedonístico o emocional en el moderno Homo Sapiens no es
en absoluto negar la idea de progreso: es, simplemente, enriquecerla
con otros aportes que la mejoran (el Homo inteligente no es solo el
que conoce, es también el que siente y, más allá aún, el que lo hace de
una manera positiva y constructiva, con «inteligencia» emocional).
En el caso que nos ocupa, el de la sociología urbana, la ciudad con-
temporánea, con toda su polifonía de voces, con todo su relativismo
que desafía la univocidad de la episteme moderna, es presentada, en
la mayoría de los textos contemporáneos, sean estos abiertamente
declarados posmodernos o no, como la consecuencia de un proceso
evolutivo, el paso de la sociedad industrial a la posindustrial o como
sea que se la quiera llamar. En resumidas cuentas, de una fase de la
historia a otra. Una sociología urbana que realmente renunciara al
paradigma evolucionista debería prestar atención al análisis de ciu-
dades aun fuertemente modeladas por el paradigma moderno (por
ejemplo, las del régimen estalinista norcoreano) o premoderno (las
A modo de epílogo. Algunas reflexiones sobre el pasado y el futuro... 335

de la teocracia saudí). Analizar posibles ramificaciones alternativas


de la evolución urbana, en resumidas cuentas. Dichos análisis brillan
por su ausencia en los textos actuales. El resultado final es que la
multivocidad evolutiva se silencia, consciente o inconscientemente, y
lo que queda, de nuevo, es el evolucionismo unilineal.
En otro orden de cosas, y continuando con el análisis del bucle
de retroalimentación entre paradigmas históricos concretos y socio-
logía urbana, debemos dedicar algunas líneas a la fuerte conexión
entre esta y las corrientes políticas de su tiempo. Así, se analizó en
su momento, cómo el interés de Engels por los problemas urbanos
emanaba de sus convicciones marxistas revolucionarias (las ciudades
eran vistas como los condensadores sociales de la futura revolución
socialista), y cómo los planteamientos socialdemócratas estaban de-
trás del famoso contínuum campo/ciudad de Tönnies. Durkheim
y Weber, desde el otro bando, estudiaron la ciudad motivados por
el acicate de un reformismo liberal cuyo objetivo era mantener las
tensiones sociales por debajo del umbral que conducía a la revolu-
ción. Algo parecido puede decirse de la Escuela de Chicago. Todo
su entero marco teórico trasluce como papel de arroz el programa
del liberalismo darwinista en su versión norteamericana que, por sus
condiciones como tierra de inmigración de múltiples orígenes, estaba
obsesionado por la cuestión racial. El paradigma político keynesiano
y socialdemócrata que dominó de 1945 a 1975, influyó fuertemente
sobre la disciplina en esos años, al menos en el continente Europeo,
hasta el punto de haber suscitado elaboraciones teóricas con preten-
siones generalizadoras que sus mismos defensores habrían de des-
echar apenas una década después, cuando empezaron a vislumbrarse
las transformaciones sistémicas iniciadas con la subida al poder del
tándem Reagan-Thatcher, es decir, el regreso del liberalismo políti-
co y económico. Así, tanto la escuela neoweberiana inglesa como la
neomarxista francesa pretendieron refundar la disciplina centrándola
en torno al estudio de las relaciones sociales y de poder generadas por
la provisión cuasi monopolística de los servicios urbanos (vivienda,
urbanismo, transporte, escuelas, hospitales, recreación…) por parte
del Estado. Un Estado que algunos incluso (Winkler, 1976; Pahl,
1977a, 1977b, 1977c) consideraron había entrado en una nueva fase
evolutiva: la del Estado corporativo, una especie de tercera vía en-
tre capitalismo y comunismo soviético. Como reconoce un mismo
exponente de aquella corriente (Saunders, 1981), todo el plantea-
miento se derrumbó como un castillo de naipes cuando uno a uno,
336 Francisco Javier Ullán de la Rosa

los diferentes gobiernos europeos (y de otros continentes, como el


latinoamericano) empezaron a privatizar masivamente la provisión
de aquellos servicios públicos, pero sus pretensiones permanecen hoy
en día como la ilustración perfecta de una ciencia cegada por la in-
mediatez de lo que observa y de los propios valores dominantes de su
tiempo (y lugar). Por último, la cosmovisión del neoliberalismo de la
globalización y la economía del conocimiento parece supurar por la
mayoría de los poros de la sociología contemporánea, incluso aquella
honestamente crítica con el fenómeno. Los estudios están saturados
de ciudades globales y de los efectos de los flujos aculturadores que
emanan desde Occidente. Como ya hemos comentado hablando del
evolucionismo, muy poca atención se presta el enorme universo de
experiencias urbanas que aun están en buena medida, desconectadas
de esos procesos.

Eje número 3: un pronunciado sesgo etnocéntrico


En efecto, la historia de la sociología urbana es, hasta ahora y preva-
lentemente, una historia de la ciudad occidental, hecha por sociólo-
gos occidentales. En este recorrido histórico por la disciplina, hemos
visto que el primer gran sociólogo urbano en salir de esa jaula episte-
mológica fue Castells. Castells, reconocido trazador de nuevas sendas
en los estudios sociológicos, fue quien, con la visión de conjunto que
le caracteriza, introdujo por primera vez el enfoque comparativo en
los estudios urbanos. Y lo hizo como resultado de aplicar al estudio
de la ciudad los marcos de la teoría de la dependencia y del sistema-
mundo, entonces en plena floración (Frank, 1966, 1967; Cardoso,
1967; Cardoso y Faletto, 1969; Caputo y Pizarro, 1970; Bodenhe-
imer, 1971; Galtung, 1972; Wallerstein, 1974a, 1974b). Trasvase
teórico este que le lleva a estudiar las características de las ciudades
del segundo y tercer mundo como productos de la estructura de rela-
ciones de la economía política mundial. En Castells, sin embargo, esa
comparación permanece aún fundamentalmente confinada al nivel
de lo macroestructural. Después de él, otros han seguido su senda
(recordemos a Davis y su Planet of Slums o a Pedrazzini y Monet, am-
bos con trabajos sobre la urbanización de las grandes metrópolis del
tercer mundo) pero el camino sigue, en gran medida, aun por cami-
nar. La mayoría de la sociología urbana sigue realizándose en los países
occidentales y sobre las ciudades occidentales. Y empresas como el es-
tudio comparativo de las sociedades urbanas a nivel mundial, basado
A modo de epílogo. Algunas reflexiones sobre el pasado y el futuro... 337

en datos empírico-etnográficos exhaustivos y no en meros modelos


macrosistémicos, un estudio que determine de una vez por todas qué
facetas de las relaciones sociales generadas en y por la ciudad son
universales (si es que las hay) y cuáles obedecen en cambio a factores
idiosincráticos de cada contexto local y temporal, es aún una asigna-
tura pendiente de la sociología urbana.

Eje número 4: un enfoque miope, fuertemente localista


«La evolución de la manera de estudiar y dar testimonio de la ciudad
traduce de entrada, parcialmente en todo caso, la evolución de la
ciudad misma». Son las palabras del geógrafo urbano Jean-Bérnard
Racine (1996: 201). Y esta es, efectivamente, una constante que en-
contraremos subyaciendo por debajo de textos y autores en todo este
recorrido por la historia de la sociología urbana. Más allá de esta
relación entre contexto social contemporáneo y ciencia, común a
todas las disciplinas y factor de erosión de la objetividad científica,
la sociología urbana se distingue ulteriormente por su relación con
un contexto más estrecho y localista aún si cabe: el de los procesos
que contemporáneamente estaban sucediendo en las ciudades con-
cretas que constituían los escenarios de observación e investigación
de los autores (Chicago, para la Ecología Humana; Londres y las
ciudades industriales de los Midlands, para los neoweberianos bri-
tánicos; París para la nueva sociología urbana marxista; Los Ángeles,
en la posmodernidad de los noventa) y que eran, en muchos casos, es
importante no olvidarlo, los propios escenarios vitales de los inves-
tigadores, los lugares en los que transcurría su existencia cotidiana.
Característica que supone un componente de vinculación afectiva e
identificación inconsciente entre sujeto investigador y objeto investi-
gado. Este componente es claramente identificable, por ejemplo, en
los escritos de Debord (1967) o Lefebvre (1974) cuando arremeten
contra los procesos de gentifricación y museificación del centro de
París (concretamente del plan urbanístico Les Halles-Centre Pompi-
dou). Aunque pretendan presentarlos como un simple ejemplo para
ilustrar su teoría general sobre los mecanismos de articulación entre
poder, modo de producción y urbanismo, no debemos menospreciar
la dimensión personal que todo ello tiene: ¡Se trataba del barrio en el
que vivían! ¡Y estaban muy disgustados porque algún otro había de-
cidido transformarlo a partir de criterios estéticos que no se ajustaban
a sus gustos, sin pedirles siquiera su opinión!
338 Francisco Javier Ullán de la Rosa

Muy pocas disciplinas han estado sometidas a una relación tan


estrecha con la inmediatez del contexto que los investigadores ob-
servaban y vivían. La sociología urbana nace con esa tara: su fuerte
localismo. Un pecado original que le costará mucho tiempo expiar.
El localismo de la sociología urbana pone en cuestión el carácter y la
validez científica de la disciplina misma, como ya señalada Sjoberg
(1965). De Weber a Lefebvre, pasando por Park o Burgess, el método
comparativo de amplio espectro está significativamente ausente o es
infrautilizado entre los sociólogos urbanos. Y, sin embargo, ningu-
no de ellos renuncia a sus pretensiones de ofrecer explicaciones de
gran aliento ni parece reconocer las limitaciones de su base empírica.
Cuando Weber analiza el papel de la ciudad en la Edad Media (en
este caso la limitación empírica es histórica y no contemporánea pero
igualmente reducida al radio de lo local), lo hace a partir de ejem-
plos de ciudades de Alemania, las ciudades de la Hansa en concreto,
todo lo más otras realidades del norte de Europa, sin realizar una
comparación exhaustiva del fenómeno urbano en todo el territorio
de la Europa medieval. Si lo hubiera hecho se habría visto obligado a
modificar sus conclusiones porque habría encontrado casos que no se
ajustaban a su generalización: ciudades que no eran en absoluto cuer-
pos extraños en el organismo feudal —lenta pero inexorablemente
gestando un nuevo mundo al interior del antiguo— sino partes inte-
grantes e integradas del mismo. De la misma manera, Park, Burgess
o McKenzie, y muchos de sus discípulos, desarrollarían una teoría
de pretensiones universalizantes que trataba de explicar el funciona-
miento de cualquier ecosistema urbano a partir del estudio singular
de Chicago. ¡Un gigante con pies de barro! Como muy pronto empe-
zaron a notar incluso otros investigadores de la misma escuela (Hoyt,
1939; Harris y Ullman, 1945), modelos como el de las áreas concén-
tricas de Burgess (1925) eran extremamente reduccionistas incluso
como tipos ideales, precisamente porque estaban construidos a partir
de observaciones empíricas muy concretas (las del Chicago de los
años veinte) no plenamente generalizables ni siquiera para otras gran-
des urbes norteamericanas. Igualmente, la mayor parte de los estu-
dios de la nueva sociología urbana francesa (Lefebvre, Castells) están
basados en los procesos observados en París, todo lo más alguna que
otra gran ciudad de Francia; los de los neoweberianos ingleses (Rex,
Moore, Pahl, Saunders) en los centros fabriles ingleses. El localismo
agrava así aún más el tono etnocéntrico, valga decir, occidental, de
la disciplina.
A modo de epílogo. Algunas reflexiones sobre el pasado y el futuro... 339

Eje número 5: un enfoque tubular, centrado en unos pocos


fenómenos urbanos
La sociología urbana nació, pues, con un defecto, hasta ahora no
resuelto, de miopía: veía con extremo detalle los objetos cercanos,
como siluetas borrosas los más alejados. A esta cortedad de miras
se le añadió otra de efectos no menos reduccionistas: en todos los
casos sin excepción la lente de observación se concentró, con fuerte
efecto de zoom, sobre ciertos fenómenos concretos, en perjuicio
de muchos otros. El enfoque de los sociólogos urbanos no solo era
miope sino tubular. Un enfoque que se concentraba en el centro del
espectro visible dejando de percibir el entorno periférico. Que, mu-
chas veces, de periférico tenía solo el nombre. Como si se estuviera
escrutando un paisaje nocturno con una linterna. De esa manera, a
la fuertísima impronta dejada en la disciplina por su tendencia loca-
lista se le añaden unas anteojeras temáticas que reducen la potencial
agenda de investigación (amplísima) a una selección más o menos
rica de procesos específicos. En cada época, en cada autor o escue-
la, algunos fenómenos sociales contemporáneos o históricos han
cautivado la atención de forma mucho más poderosa que otros, por
ser más visibles, más moralmente sensibles, o más políticamente es-
tratégicos (o correctos). Quizá por todas estas razones a la vez y por
otras muchas. El tema estrella para la generación de los precursores
a caballo entre el XIX y el XX fue el proceso de industrialización-
modernización y sus efectos colaterales en la degradación de las
condiciones de vida; en el Chicago interbélico el foco se centró en
los flujos migratorios masivos y su articulación con la cuestión étnico-
racial, dos factores que transformaban a velocidades de vértigo la
composición sociocultural de la ciudad norteamericana; luego, en
el periodo posbélico, el protagonista fue el suburb (Pearson, 1951;
Dobriner, 1958; Berger, 1960; Gans, 1963, 1968; Chinitz, 1964)
mientras en la sociología urbana europea de los Gloriosos Treinta
lo serían los grands ensembles y las luchas (de clase o de grupos de
interés) por el acceso a los servicios urbanos suministrados por un
expansivo y omnipresente Estado desarrollista y de Bienestar. Es,
por último, la problemática de la identidad y el sentido generados
por y en la ciudad y la ciudad en sí misma como producto consu-
mible en un mercado mundial (la ciudad-espectáculo) lo que ma-
yormente ha preocupado a la sociología urbana posmoderna desde
los ochenta.
340 Francisco Javier Ullán de la Rosa

No solo descuidaron los sociólogos urbanos otras realidades


urbanas ajenas al territorio occidental: al concentrarse mayoritaria-
mente sobre ciertos fenómenos en detrimento del resto ofrecieron,
además, como una constante que se repite a lo largo de toda la his-
toria de la disciplina, una concatenación de descripciones mutiladas,
incompletas, de las propias ciudades occidentales. Nada mencionan,
por ejemplo, los Marx, Tönnies, Durkheim y compañía —obsesio-
nados por la explotación, la degradación ambiental o la anomia de los
slums industriales— de la ciudad-espectáculo, parque temático avant
la lettre, de exagerado barroquismo kitsch, hecha para ser consumida
y no vivida, que eran ya por entonces las Exposiciones Universales,
un fenómeno ya maduro y de masas (la primera fue en 1851) que
estaba transformando radicalmente el tejido urbano (y la identidad
cultural) de muchas ciudades en las décadas de la Belle Époque, de
París a Barcelona pasando por San Francisco y Londres. Para los
ecólogos de Chicago, por su lado, la lucha de clases en la arena de
la economía política parece no existir: tan solo poblaciones (grupos
étnicos) naturales, compitiendo por los recursos de un mismo nicho
ecológico. Mientras, para los marxistas, todo parecía poderse explicar
por las relaciones generadas por el modo de producción: la semiótica
de la ciudad y las motivaciones no materiales (sean estas étnicas, reli-
giosas, biológicas o estéticas) como causa gestadora de movimientos
urbanos se encuentran ausentes de sus análisis. Solo los introduci-
rán a partir de los años noventa (las etapas maduras de Castells y de
Harvey). Por último, la sociología urbana posmoderna, que algunos
han definido como una moda más que como un verdadero enfoque
teórico (Hutcheon, 1988; Alvesson, 1995), parece en ocasiones olvi-
dar, entre otras cosas, que la ciudad sigue siendo materia y no solo
símbolo, que las ciudades siguen siendo centros fabriles, que en ellas
siguen habitando obreros y empresarios, o que no todas las relaciones
y luchas urbanas se agotan en el derecho a la identidad.

Eje número 6: predominio de unos pocos focos de producción


académica
Arriesgo con pretender inventar de nuevo la rueda si recuerdo a los
lectores que la ciencia en la Edad Contemporánea es históricamente
cosa de pocos. De los países centrales del sistema mundo-capitalista,
en concreto, y, más en particular aún, de los países capitalistas de
grandes dimensiones. Es decir, Gran Bretaña, Estados Unidos, Fran-
A modo de epílogo. Algunas reflexiones sobre el pasado y el futuro... 341

cia y Alemania. Si hacemos memoria bibliográfica veremos cómo po-


cas veces se citan autores holandeses, suizos o daneses, por ejemplo,
aunque sus universidades exhiban niveles de excelencia semejantes a
las de aquellos otros países. La sociología urbana no constituye nin-
guna excepción. Su producción científica y, sobre todo, los núcleos
de irradiación de las grandes teorías, se concentran fuertemente en
un área geográfica aún más reducida: la de unas pocas grandes me-
trópolis mundiales. En efecto, las grandes escuelas forjadoras de la
sociología urbana presentan un vínculo indisoluble con una metró-
polis en concreto, que sirve a la vez de sede a su equipo humano, y
a las estructuras universitarias que lo sustentan, y de laboratorio de
investigación en el que se generan y testan sus teorías. En uno de los
casos se trata de un conjunto policéntrico de metrópolis y no de una
sola (la gran zona urbanizada de los Midlands ingleses, incluyendo
la propia ciudad de Londres), pero los efectos serán, para lo que nos
atañe, muy parecidos. La historia de la sociología urbana es, así, no
solo mayoritariamente la de las ciudades occidentales y la de los fenó-
menos socialmente más evidentes en cada momento histórico, sino,
además y fundamentalmente, una historia de las grandes metrópolis.
Poca atención se ha prestado (hasta hace un par de décadas al menos)
a las ciudades medias y pequeñas, con honrosas y notables excepcio-
nes (piénsese en los estudios sobre la pequeña ciudad norteamericana
—Muncie, Indiana, 50.000 habitantes— que se ocultaba tras el apo-
do de Middletown, de Robert y Helen Lynd [1929; 1937]).
Esta relación de identidad e interdependencia entre las princi-
pales escuelas y sus metrópolis-sede permite observar la historia de la
sociología urbana como la de la alternancia diacrónica de un puñado
de hegemonías metropolitanas y la correspondiente descripción de
sus procesos sociales y espaciales. Esa metrópoli hegemónica fue la
conurbación fabril del centro de Inglaterra para los padres fundado-
res de la sociología, por ser este el lugar donde de forma más radical
e intensa se experimentaban los fenómenos de la urbanización in-
dustrial. A la región inglesa la acompañaba, si bien en un segundo
plano, la conurbación parisina y la capital emergente que era Berlín
tras la unificación alemana (allí vivieron y enseñaron Weber, Simmel
y Sombart), también centros industriales de primera magnitud. Esta
hegemonía europea sería sustituida tras la Primera Guerra Mundial
por Chicago. ¿Y por qué Chicago? Un vaticinio basado en la lógica de
las probabilidades habría probablemente apostado por Nueva York,
entonces la metrópolis más grande de los Estados Unidos como cuna
342 Francisco Javier Ullán de la Rosa

de los estudios urbanos en aquel país y en el mundo. ¿No se considera


desde hace casi un siglo oficiosamente a Nueva York como capital del
mundo y, sobre todo, del mundo capitalista? Y, sin embargo, el pro-
tagonismo de Chicago puede ser explicado: a principios de los años
veinte la metrópolis americana había superado a la europea como la
encarnación del mito del progreso moderno y el traslado del primado
sociológico a la otra orilla del Atlántico no podía sino ser algo casi
inevitable. En ese proceso de representación mítica Chicago tenía dos
características que no poseía Nueva York: 1) era una ciudad nueva,
que se había elevado desde la condición de aldea fronteriza a la de
segunda metrópolis del país en el tiempo récord de media centuria; al
contrario de la nueva inglesa Nueva York, no tenía pasado, solo pre-
sente y futuro, era, pues, pura esencia de modernidad, una potentísi-
ma ilustración de su Destino Manifiesto, que era el de conquistar la
naturaleza y transformar los territorios salvajes en fábricas y graneros
2) incrustada como centro financiero e industrial en medio de la lla-
nura interminable del Midwest, Chicago no tenía apenas hinterland;
a diferencia de Nueva York cuyos confines se difuminaban progresi-
vamente en su densamente poblado entorno y en la cercanía de otras
grandes ciudades de pasado colonial, los límites de Chicago termi-
naban abruptamente en los campos de cereal: más allá se extendía
el reino de lo rural y de la naturaleza. En unas circunstancias así era
más fácil observar la ciudad como un sistema social autocontenido y
autónomo y convertirlo en objeto de estudio. El periodo de Chicago
refleja, además, el ascenso de los Estados Unidos a la cúspide de la
ciencia internacional y al puesto de primera potencia mundial y es en
Chicago donde la sociología, como tal, y la sociología urbana como
campo específico, se consolidan metodológica y académicamente. La
hegemonía de la Escuela de Chicago, que se prolonga por más de
cuatro décadas (de los años veinte a los sesenta) tuvo también una
consecuencia muy importante: la casi total depuración de los enfo-
ques marxistas de los estudios sociales (tarea que ya habían iniciado
Durkheim y Weber en el viejo continente) y su sustitución por un
nuevo marco teórico, el funcionalismo, adecuadamente acomodado
a la cosmovisión del capitalismo liberal.
La reacción a aquella teoría sociológica que pretendía escon-
der las contradicciones generadas por el sistema capitalista, había
de llegar más tarde o más temprano y lo haría devolviendo el pro-
tagonismo académico al viejo continente. Tenía que ser allí, donde
el espíritu crítico estaba más vivo, mantenido por el vigor de unos
A modo de epílogo. Algunas reflexiones sobre el pasado y el futuro... 343

partidos marxistas fuertes y de una sociedad menos rica que la norte-


americana en la que los conflictos de clase eran más evidentes (en los
Estados Unidos quedaban ideológicamente ocultos como conflictos
raciales), donde surgiría la contestación al funcionalismo ecológico
tripulado desde Chicago. Y de nuevo en los dos focos hegemónicos
previos, Inglaterra y Francia, si bien invirtiendo esta vez los roles pro-
tagónicos: los Midlands ingleses albergarían a la importante escuela
neoweberiana —pero, en cualquier caso, segunda en orden de impor-
tancia— mientras París vería surgir, contemporánea de las revueltas
estudiantiles del 68, la mucho más influyente escuela neomarxista,
con personajes de la talla de Lefebvre y Castells (probablemente, el
sociólogo urbano más citado y leído de todos los tiempos), cabezas
de cartel de toda una constelación de renovadores de los estudios
urbanos. De repente, París se convierte en el laboratorio en el que es-
tudiar los procesos de metropolitanización del mundo. La sociología
y la historia de la ciudad se convierten en la sociología y la historia de
París: el nacimiento del urbanismo racionalista moderno se analiza
en el proyecto haussmaniano, los movimientos sociales urbanos en
la Comuna de 1870-1971, los grandes ensembles de la banlieu de l’Île
de France son el epítome de toda la suburbanización del proletariado
europeo en polígonos de viviendas; el fenómeno de la gentifricación
es el de Les Halles y el Centro Pompidou; la cuna de los llamados
Nuevos Movimientos Sociales se ubica oficialmente en el sorbonnino
mayo del 68; un posmoderno precoz como Guy Debord construye
la imagen de París, la ville lumière, como la de la ciudad-espectáculo
posindustrial por excelencia (Debord, 1967)… Incluso los investiga-
dores anglosajones, como David Harvey, se desplazan desde Estados
Unidos para estudiar los procesos sociales de París. No había sucedi-
do nunca antes.
El primado de París duró, sin embargo, apenas una década y
media. Desde mediados de los años ochenta la expansión de la socio-
logía urbana por el mundo —hasta entonces confinada a los países
centrales del sistema-mundo capitalista— ha sido imparable y con
ella la inevitable descentralización de focos emisores y de intereses
temáticos, dictados por otras agendas locales esta vez mucho más
diversas. Aún así, todavía se puede identificar en nuestro recorrido
diacrónico una última escuela con fuerte personalidad y mucha in-
fluencia, si bien no pueda ya calificarse plenamente de hegemónica
como las antecesoras: se trata de la llamada Escuela de los Ángeles,
constituida en torno a las figuras de Edward Soja, Mike Davis y Allen
344 Francisco Javier Ullán de la Rosa

Scott entre otros (Dear y Dishman, 2001). Una escuela que con-
vierte la megalópolis sudcalifornania, históricamente considerada en
los Estados Unidos como una anomalía urbanística (porque no en-
cajaba en el modelo de la ciudad moderna industrial elaborado por
la Escuela de Chicago) en la precursora y paradigma de una nueva
forma de ciudad destinada a hacerse hegemónica en el siglo XXI:
la ciudad posindustrial y posmoderna (Dear, 2002). Mezclando la
tradición epistemológica marxista con todo el aparataje crítico del
posestructuralismo posmoderno (una mezcla en sí misma muy pos-
moderna), esta escuela representa, junto con grandes figuras como
los maduros Harvey, Sassen o Castells (el mismo, también emigrado
a California desde 1979), de alguna manera, la última fase, hasta
ahora, de la sociología urbana, la que se impone como tarea el estudio
de la ciudad actual, de economía política posindustrial y de cultura
posmoderna.

7.2. ALGUNAS PROPUESTAS PROGRAMÁTICAS PARA EL FUTURO


INMEDIATO

He aquí algunas de las acciones que, en mi opinión, la sociología


urbana debe emprender en las próximas décadas para sacar partido
de toda su potencialidad y abrir nuevos caminos en la comprensión
de los fenómenos urbanos:

1) Hacer suyos y utilizar intensivamente los aportes de otras


disciplinas que investigan el fenómeno urbano:
Es esa colaboración interdisciplinar a la que obligatoriamente, en
expresión de sociólogos urbanos como Mela (1996: 16), está lla-
mada la sociología urbana. Todo ello desde aquella tercera vía que
proponían Racine (1996) o Kauffman (2001, 2009), es decir, en
el marco de un programa de subsidiariedad positiva confederal,
donde «hacer suyos» no significa anexionar sino encontrar una
identidad común y al mismo tiempo diferenciada y donde «utili-
zar» no significa investigar por si misma, salir al campo a obtener
directamente esos datos sobre cultura, geografía, legislación, etc.,
sino, precisamente, aprovechar los esfuerzos de las otras disciplinas
incorporando a los análisis datos y marcos teóricos ya recogidos y
elaborados por estas.
A modo de epílogo. Algunas reflexiones sobre el pasado y el futuro... 345

2) Superar finalmente el evolucionismo unilineal, el etnocentrismo


y el localismo y desarrollar una teoría de lo urbano realmente
abarcante y universal
La historia de la sociología urbana ha sido hasta ahora, prevalen-
temente, una historia de la ciudad occidental. La disciplina debe
finalmente reconocer su pecado original etnocéntrico y moderno y
emprender un estudio comparativo sobre las sociedades urbanas a
nivel mundial, basado en datos empírico-etnográficos exhaustivos
y no en meros modelos macrosistémicos (à la Castells), un estudio
que determine de una vez por todas qué facetas de las relaciones
sociales generadas en y por la ciudad son universales (dilucidar si
las hay, habrá de ser uno de las primeras prioridades de investiga-
ción) y cuáles obedecen en cambio a factores idiosincráticos de cada
contexto local y temporal. Esto supone superar la fractura entre
el enfoque moderno/estructuralista de lo macro y el posmoderno/
culturalista de lo micro, integrándolos en un único marco teórico
y metodológico.
La sociología urbana debe también abandonar definitivamente
su vicio original de «paradigmatización» o «prototipologización» de
ciertas ciudades concretas, que se construyen ideológicamente como
epítomes del urbanismo de una cierta época: Londres o Paris del ur-
banismo industrial del XIX, Chicago del de la primera mitad del
XX… Los Ángeles en el modelo de la ciudad posindustrial. Es mero
fruto del «imperialismo» y el etnocentrismo académico. Es necesario
empezar a eliminar esos sesgos en aras de una sociología urbana real-
mente internacional y transcultural.
Creemos que esto se irá haciendo progresivamente realidad en
tanto en cuanto el desarrollo académico de otros países vaya ge-
nerando potentes centros de investigación fuera de Europa y los
Estados Unidos, centros que aporten nuevos enfoques y profundi-
cen desde dentro en el estudio de sus propios fenómenos urbanos,
todavía muy desconocidos. La sociología urbana del siglo XXI ne-
cesita urgentemente abandonar el modelo de escuela hegemónica y
sustituirlo por el de una polifonía de escuelas repartidas por las cua-
tro esquinas del mundo. La sociología urbana del siglo XXI necesita
urgentemente una Escuela de Pekín, una Escuela de Sao Paulo, una
Escuela de Lagos o de El Cairo, tanto como sigue necesitando a los
viejos focos de producción académica. Estos todavía tienen mucho
que aportar, sin duda (monitorando la evolución de sus propias
346 Francisco Javier Ullán de la Rosa

sociedades urbanas, utilizando sus mayores recursos técnicos y hu-


manos para refinar metodologías y para procesar datos capturados
por investigadores en todo el mundo) pero la sociología urbana no
podrá dar verdaderos pasos hacia adelante hasta que no haya cuaja-
do en todo el planeta.

3) Desarrollar, siguiendo a Urry (2000) y Kaufman (2009) un


enfoque dinámico de lo urbano, que integre el movimiento como
variable fundamental en el estudio de las relaciones y las estructuras
sociales
La sociología urbana se ha interesado hasta ahora por los lugares en
tanto tales, y rara vez por el movimiento por sí mismo. El concepto
de «espacio de los flujos» de Castells (1996) fue sin duda un paso
decisivo en la ruptura de ese paradigma estático pero no suficiente.
En Castells, como en otros que lo precedieron o continuaron en
esta línea de análisis, el énfasis sigue estando en el espacio, en esos
nodos de la red donde se intersectan los flujos, y en cómo los flujos
modifican esos espacios nodales, más que en el flujo en sí mismo.
Debemos concentrarnos ahora, para complementar esos análisis,
en el movimiento en si y, en especial, para ser fieles al mandato de
nuestra disciplina, al movimiento de las personas (dejando el mo-
vimiento de bienes para los economistas y el de los símbolos para
los antropólogos). Esta nueva perspectiva, como ya comentamos al
hablar de los trabajos de Kaufman y sus colaboradores en Francia
(Kaufmann et al., 2001; Kaufman y Marchand, 2009), nos permiti-
rá arrojar nueva luz, por ejemplo, sobre uno de los temas clásicos de
la sociología urbana, el de la segregación socioespacial en la ciudad.
¿Cómo se puede hablar de segregación en términos clásicos cuan-
do los supuestos segregados son hoy en día, potencialmente muy
móviles? Puede que los pobres tengan que dormir en determinados
barrios pero hoy en día, su movilidad hace que no tengan necesa-
riamente que «vivir» en ellos: pueden salir a pasear por los centros
comerciales más chics o disfrutar a su manera de las zonas verdes
de los barrios más elegantes (pensemos, por ejemplo, en el Parque
del Retiro de Madrid, ocupado masivamente los fines de semana
por miles de inmigrantes ecuatorianos). La cuestión no está ya úni-
camente en el espacio sino en el acceso y es necesario potenciar la
investigación en este sentido.
A modo de epílogo. Algunas reflexiones sobre el pasado y el futuro... 347

4) Hacer del estudio de la gobernanza urbana uno de los temas


preferentes en sociología urbana:
Maurice Blanc (2001) está convencido de que este es un tema prio-
ritario de la sociología urbana, quizá el que acabe por darle su defi-
nitivo «lugar en el mundo» en el futuro. En esto debemos seguir el
camino abierto por el tándem Manuel Castells-Jordi Borja (Castells
y Borja, 1998), los dos sociólogos urbanos de talla internacional más
importantes de nuestro país, con la seguridad de que queda mucho
por hacer, pues la importancia de la gobernanza apenas está empe-
zando a calar en las preocupaciones y programas de nuestros políticos
tanto a nivel nacional como local ¿Cuáles son las nuevas estrategias y
desarrollos institucionales que implica y necesita la gestión de territo-
rios metropolitanos complejos, extensos en el espacio, fragmentados
en una miríada de micro y meso poderes aún mal coordinados y
sujetos a la presión de la competencia nacional e internacional? ¿Por
dónde se encaminan los desarrollos futuros?

5) Continuar con el estudio de los movimientos sociales urbanos,


especialmente aquellos con aspiraciones políticas (por que también
son actores de la gobernanza del sistema-ciudad), desde una
posición comprometida y aplicada, convirtiendo a la sociología
urbana en instrumento estructurador de los procesos de democracia
participativa
En el plano teórico la sociología urbana debe plantearse un proyecto
de documentación de todas las experiencias de democracia partici-
pativa que han tenido lugar en las diferentes ciudades del mundo en
las últimas décadas y someterlas a un exhaustivo análisis comparativo
que saque a la luz modelos de acción y conceptualización pero tam-
bién, desde una perspectiva de la acción, que evalúe sus resultados
concretos con el fin de extraer lecciones para experiencias futuras. Y
esto es así porque estoy firmemente convencido de la necesidad de
la implicación de la sociología urbana en estos movimientos sociales.
Ello debe de hacerse, sin embargo, desde una rigurosa posición de
empirismo científico. A veces las experiencias de democracia parti-
cipativa quedan envueltas en las nubes rosáceas del romanticismo,
percibidas como algo intrínsecamente positivo, sin pararnos a re-
flexionar objetivamente cuál ha sido hasta ahora el balance de las
mismas. Es tarea de la sociología urbana hacer ese balance. Y también
348 Francisco Javier Ullán de la Rosa

colaborar activamente con los actores sociales en un rol de mediación


y traducción de sus aspiraciones. Los actores pueden tener razones
muy diferentes para desear la participación, y el trabajo del sociólogo
se revelará fundamental para dilucidarlas y ayudar a los colectivos a
ponerlas en práctica. En barrios desestructurados la ayuda exterior
del sociólogo puede facilitar la organización del debate público. A
través de encuestas y recogidas de datos y su socialización posterior
con los vecinos, el sociólogo puede jugar un papel fundamental en la
identificación de los problemas principales, ayudando a discriminar
entre los temas accesorios y los fundamentales. El sociólogo puede
ser también un traductor y mediador de las demandas de los vecinos,
dando, con su discurso sistematizado de acuerdo a un lenguaje cien-
tífico, estructura y legitimidad a aquellas. El sociólogo tiene también
una importante tarea de formación: debe suministrar a los habitantes
las herramientas de análisis a fin de que estos puedan, eventualmen-
te, adquirir la capacidad de evaluar los problemas y negociar con las
autoridades por ellos mismos.
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COLECCIÓN MONOGRAFÍAS

284. El paradigma de la flexiguridad en las políticas de empleo


españolas: un análisis cualitativo
Carlos Jesús Fernández Rodríguez y Amparo Serrano Pascual (coords.)
283. El Estado de las autonomías en la opinión pública: preferencias,
conocimiento y voto
Robert Liñeira
282. La decisión de votar. Homo economicus versus homo sociologicus
Andrés Santana Leitner
281. Los españoles y la sexualidad en el siglo XXI
Luis Ayuso y Livia García Faroldi
280. El poder económico mundial. Análisis de redes de directorates
Julián Cárdenas
279. La construcción política de la identidad española:
¿del nacionalcatolicismo al patriotismo democrático?
Jordi Muñoz Mendoza
278. El círculo virtuoso de la democracia: los presupuestos
participativos a debate
Ernesto Ganuza y Francisco Francés
277. Durkeim y el pragmatismo
Rafael S. Farián Hernández
276. Cambio religioso en España: los avatares de la secularización
Alfonso Pérez-Agote
275. Alianzas políticas, relaciones de poder y cambio organizativo:
el caso de Unió Democrática de Catalunya (1978-2003)
Òscar Barberà Aresté
274. El marco de las coaliciones promotoras en el análisis de
políticas públicas. El caso de las políticas de drogas en España
(1982-1996)
Ruth Martinón Quintero
273. Comunidades locales y participación política en España
Clemente J. Navarro Yáñez
272. ¿Declive o revolución demográfica? Reflexiones a partir del
caso italiano
Francesco C. Billari y Gianpiero Dalla Zuanna
271. Moral corporal, trastornos alimentarios y clase social
José Luis Moreno Pestaña
270. Líderes políticos, opinión pública y comportamiento electoral
en España
Guillem Rico
269. Presidentes y parlamentos: ¿Quién controla la actividad
legislativa en América Latina?
Mercedes García Montero
El objeto de la sociología urbana es el estudio de la relación sistémica
entre la ciudad como espacio físico construido por el hombre y las rela-
ciones sociales que en este tienen lugar. Su propósito, el de responder
a preguntas como las siguientes: ¿por qué y cómo diferentes estruc-
turas de relaciones sociales generan distintos tipos de ciudades? Y, a
la inversa, ¿en qué manera las diferentes formas urbanas condicionan
diferencialmente las relaciones sociales que en ellas tienen lugar? Res-
ponder a estas preguntas básicas ha sido siempre el objetivo de los
sociólogos urbanos: implícitamente, ya con los precursores del siglo
XIX, como Marx y Engels, y, como declaración de intenciones metodo-
lógicas, desde el nacimiento de la sociología urbana como subdisciplina
con identidad propia allá por los años treinta en Chicago. Diseñado con
intención pedagógica, el libro presenta un recorrido panorámico y ex-
haustivo por esta vasta labor de investigación de más de un siglo y me-
dio, ordenando y analizando sus principales escuelas y autores a partir
de un doble eje cronológico/epistemológico. Se trata por ello de una
obra de referencia idónea para estudiantes de sociología, antropología,
historia contemporánea, urbanismo, geografía humana, ordenación del
territorio o arquitectura, entre otras disciplinas. El planteamiento y estilo
del texto permiten al mismo tiempo que este pueda resultar atractivo
para un público mucho más amplio, ya que puede también leerse como
un ensayo general sobre la historia de la ciudad occidental contemporá-
nea y la mutua interrelación entre sociedad, cultura, política, urbanismo
y arquitectura.

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