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Sobrevivir en la demora: la deconstrucción de la vida como apertura a la justicia en Jacques Derrida 04-11-19 02(27

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SOBREVIVIR EN LA DEMORA:

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Sobrevivir en la demora: la deconstrucción de la vida como apertura a la justicia en Jacques Derrida 04-11-19 02(27

LA DECONSTRUCCIÓN DE LA
VIDA COMO APERTURA A LA
JUSTICIA EN JACQUES
DERRIDA
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P=1373)

Emiliano Quintana Villalobos (http://opcion.itam.mx?


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(mailto:?subject=Sobrevivir en la demora: la deconstrucción de la vida como apertura a la justicia en Jacques
Derrida&body=Sobrevivir en la demora: la deconstrucción de la vida como apertura a la justicia en Jacques
Derrida http://opcion.itam.mx/?p=1373.) (https://twitter.com/intent/tweet?
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como apertura a la justicia en Jacques Derrida) (https://www.facebook.com/sharer/sharer.php?


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…como si le obligaran a sobrevivir,

a prestarse a la vida para seguir muriendo.

Maurice Blanchot

La figura del sobreviviente concentra quizá la catástrofe de nuestro tiempo.


Pensamos que ella porta la excepción: hay sobrevivientes. No sólo aquellos que
salieron de los campos de exterminio –sobrevivientes de un pasado ya remoto,
decimos–, sino los sobrevivientes de hoy. Los de la guerra civil en Siria, los de las
tantas y tantas invasiones y ocupaciones, los sobrevivientes aquí, en México. Como
si aprender a vivir fuese aceptar la vida en su presencia, tomar en cuenta la muerte
como un futuro inconmovible. Olvidamos así que esa excepción marca la regla:
quizá todos somos sobrevivientes. Es interesante que en su última entrevista,
Derrida hable de sí mismo como de un sobreviviente. La sobrevida aparece ahí como
una condición estructural, algo no derivado del vivir o del morir, sino su
posibilidad.1 Vivir –nos dice– es sobrevivir, porque no hay vida y muerte tal cual,
sino la-vida-la-muerte, la demora. La vida como tal corre siempre el riesgo de
totalizarse, de auto-ponerse como ipseidad, de remitir a un origen o fundamento para
darse presencia, repitiendo el mismo gesto que, según Derrida, persigue a toda la

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tradición onto-teológica de la política en Occidente.2 Así, su pregunta es siempre


¿vida de qué o de quién? ¿Una vida, solamente una en cada caso, en cada caso la
misma? ¿Solamente vida y muerte, sin resto o espectro?

Pero vida no se dice en un solo sentido; su inmunidad está siempre parasitada,


afectada ella misma por una autoinmunidad que la vuelve inasignable, por una
alteridad constitutiva en la que tiene lugar su deconstrucción, mostrando la
heterogeneidad de los bordes, su porosidad. Hemos decidido aquí transitar por
aquellos que conciernen a la vida en su relación con la muerte, de ahí la sobrevida.
La hipótesis que desarrollaremos es que en la noción de sobrevida de Jacques
Derrida se vislumbra la necesidad de asumir la indecibilidad de la vida como
porvenir de la justicia en la herencia y el testimonio. Así, pues, como posibilidad
ético-política –con el riesgo que conlleva utilizar esas palabras– de asumir la finitud
como responsabilidad ante el otro. Hospitalidad y deuda con el espectro o el resto
que atraviesa todo presente, como el tener lugar de la vida como sobrevida.
Sobrevivir se torna algo sobre vivir.

1. Morir

Morir significa: muerto, ya lo estás, en un pasado inmemorial,


de una muerte que no fue tuya, que por tanto no has conocido ni has vivido
y, sin embargo, bajo cuya amenaza te crees destinado a vivir,
esperándola entonces del porvenir, construyendo un porvenir para hacerla
finalmente posible, como algo que tenga lugar y pertenezca a la experiencia.

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Maurice Blanchot

Morimos, no hay duda. Pero no podemos morir tal cual. La aporía de la muerte se
anuncia así: ésta no es una experiencia, nunca vivo mi muerte. Como límite mismo
de toda experiencia, ésta es lo imposible. Pero como imposible es también posible, es
la posibilidad de lo imposible. Heidegger había visto en esta inminencia de la
muerte, que no obstante se anuncia como imposible, la propiedad del Dasein: “En la
muerte, el Dasein mismo, en su poder-ser más propio, es inminente para sí. En esta
posibilidad al Dasein le va radicalmente su estar-en-el-mundo. Su muerte es la
posibilidad de no-poder-existir-más”.3 De aquí se desprenden al menos tres
consecuencias. La primera es que, porque el Dasein es posibilidad, porque el ser de
este ente es “cada vez mío”,4 la muerte que se anuncia como la posibilidad más
propia es posibilidad de ya no ser, anonadamiento. La segunda es que, por esto
mismo, nadie puede morir por mí, no es posible morir en lugar del otro. La tercera es
que, en este sentido ontológico originario, sólo el Dasein puede morir. Heidegger
muestra que existen otras posibilidades, como el fenecer o el dejar de vivir, pero en
tanto estas son determinaciones ónticas, conserva el morir como posibilidad única
del Dasein en su estar-vuelto hacia la muerte.5

Derrida va a discutir cada uno de estos puntos. En primer lugar, piensa que
Heidegger opera una exclusión metafísica y antropocéntrica al delimitar al hombre
del animal mediante el morir. La muerte se deja esperar, se anuncia como posible
dejándose esperar como imposible. Pero no es cierto que este anunciarse sea la
posibilidad más propia para el Dasein. Derrida piensa que los animales también
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pueden tener una relación significativa con la muerte aunque no tengan relación
con ella como tal. Pero los hombres tampoco. La muerte como tal sigue siendo la
imposibilidad y el límite infranqueable de todo viviente.6 En su completa
proximidad, la muerte es lo más distante, lo absolutamente otro. Si para Heidegger la
posibilidad de lo imposible que es el ser-para-la-muerte es la posibilidad más propia
del Dasein, para Derrida es la posibilidad más impropia, o más bien, lo imposible
mismo que ex-propia al viviente. Pero esa expropiación los acomuna mostrando que
las fronteras entre el hombre y el animal restan indecidibles. Vivir implica ser ex-
puesto a la imposibilidad de la muerte, a la aporía de la muerte como no-paso, o
como suspensión del paso.

Pero más importante para lo que tratamos aquí es aquello que en Derrida desborda
la relación trazada por Heidegger entre la muerte y la ontología, el morir como
relación del ser y la nada. Si bien nadie puede morir en mi lugar o en el del otro, la
muerte del otro implica siempre una responsabilidad con aquel que permanece en el
mundo. Por ello esa muerte ya no puede ser pensada como simple aniquilación o
anonadamiento; hay siempre algo que resta y nos habita, una hendidura en nuestro
presente. Es cierto que Heidegger había aceptado que el trato con el difunto, que
permanece para los sobrevivientes, no es un trato con un útil. Pero en la muerte del
otro no hay una relación con la muerte en su sentido ontológico originario,
permanece en el mundo de la opinión, del uno (das Man). Cuando veo morir al otro
no hago una experiencia de la muerte, no comprometo ahí mi ser como decisión que
apropiándome en la impropiedad me muestra como posible, como Abierto ante la
significatividad del mundo de la opinión.

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No obstante, si no hay posibilidad de la propiedad, si el límite se anuncia siempre


como infranqueable, sólo hay un demorarse o esperarse en el umbral del límite. Algo
así, nos dice, “como esperarse el uno al otro; uno mismo se espera (en) la muerte
esperándose el uno al otro hasta la edad más avanzada en una vida que, de todos
modos, habrá sido tan corta”.7 La muerte del otro vuelve a ser anterior a toda posible
ontología de la propiedad de la posibilidad imposible. Pero esa “impropiedad” de la
muerte no puede ser meramente indiferencia. Y es Levinas quien resuena aquí: “El
otro me afecta como prójimo. En cualquier muerte se acusa la cercanía del prójimo,
la responsabilidad del superviviente, responsabilidad que el acceso a la proximidad
mueve o conmueve. Inquietud que no es tematización, no es intencionalidad, por
significativa que sea ésta”.8 Hay una responsabilidad que me constituye,
responsabilidad irrecusable, un deber más allá de toda deuda. Si cada muerte es el
fin del mundo, hay un sobreviviente que lleva como su responsabilidad ese mundo
otro, debe llevarlo, testimoniar de él. Pero por eso hay también algo que me
sobrevive, algo más allá de mi muerte.

2. Sobrevivir

¿Qué puede significar este más allá de la muerte, de mi muerte? ¿Es en verdad más
allá, allende el límite? No se trata de dudar de la finitud, sino de cómo adviene esa
finitud como presente, qué implica el presentarse de la presencia finita. En la última
entrevista dada antes de su muerte, Derrida dejaba valiosas indicaciones en relación
con el problema de la sobrevida:

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Siempre me interesé por esa temática de la sobrevida, en la cual el sentido no se


ajusta al vivir o al morir. Es originario: la vida es sobrevida. Sobrevivir en
sentido corriente quiere decir continuar viviendo, pero también vivir tras la
muerte… Todos los conceptos que me han ayudado a trabajar, destacadamente
aquel de la huella o lo espectral, estaban ligados a “sobrevivir” como dimensión
estructural. Ella no deriva ni del vivir ni del morir. Tampoco de eso que yo
llamo el “duelo originario”. Ésta no espera a la muerte llamada “efectiva”.9

De ahí podemos señalar que hay dos sentidos de la sobrevida (survie). El primero es
el de la vida, el del presente de la vida. El segundo es el del tras, el tras la muerte, la
sobrevida de lo que resta más allá de mi muerte. Veremos ahora que estos dos
sentidos son en realidad el mismo. La sobrevida como “estructura originaria” transita
ambas direcciones, sin tratarse aquí de una especie de diferencia ontológica a la
manera de Heidegger. Más bien del juego de la différance, exceso más allá o más acá
del ser y del ente. No hay realmente un presente de la vida como tal, o sólo en la
medida en que hay una virtualidad de lo póstumo sin la cual no advendría presencia
alguna.

La dificultad de pensar así la sobrevida es que quizá Derrida no ha pensado otra


cosa. Como él mismo lo sugería arriba, todos sus conceptos están ligados a la
sobrevivencia originaria. Pero por eso es posible elegir aquellos que permiten

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acercarnos al tema de la sobrevida. Aquello que exige ser pensado no tiene nombre,
“ni siquiera el de esencia o el de ser, ni siquiera el de diferancia (différance), que no
es un nombre, que no es una unidad nominal pura y se disloca sin cesar en una
cadena de sustituciones que difieren”.10 Sobrevida, huella, resto y espectro son, así,
sustituciones en aquella cadena dislocada.

La huella remite a ese origen de la presencia que no es origen, no es fundamento que


sostiene, sino pura remisión; lo diferido no-presente, sino como exceso que posibilita
toda presentación. En la Gramatología escribe lo siguiente:

La huella es, en efecto, el origen absoluto del sentido en general. Lo cual equivale
a decir, una vez más, que no hay origen absoluto del sentido en general. La
huella es la diferencia que abre el aparecer y la significación. Articulando lo
viviente sobre lo no-viviente en general, origen de toda repetición, origen de la
idealidad, ella no es más ideal que real, más inteligible que sensible, más una
significación transparente que una energía opaca, y ningún concepto de la
metafísica puede describirla.11

Así, pues, la huella, como una especie de “pasado absoluto” –aunque no un pasado
como lo ya-sido, sino también como lo porvenir, retención y protención–, es ese
movimiento del presente, de la experiencia de la presencia como remitida siempre a

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eso que no es ella. Différance, como el diferir o la demora, la temporalización y el


espaciamiento de la constitución iterable del presente, que, por lo tanto, ya no es
parousía, sino escritura o suplemento, fragilidad de la inscripción.

Si el origen del presente es un no-origen (y el no-origen no es “otro mundo”), si


propiamente hablando no hay origen, sino la iterabilidad, la remisión y la huella,12
es que hay sobrevivencia, restancia. En ese movimiento de la différance se da algo así
como lo póstumo. Maurizio Ferraris ha señalado así que, en Derrida, “[l]a perfección
del vivir se da en el sobrevivir y, aun mejor, en lo póstumo; la constitución de la
idealidad como repetibilidad sostiene un vínculo esencial con la muerte”.13
Reformulando un ejemplo que él pone, si yo muriera al terminar de escribir estas
líneas y éstas permanecieran aunque sólo fuera un instante en la tinta y el papel, o
en la memoria de la computadora con la que las inscribo, es que mi presente, mi
presencia y mi finitud está siempre diferida a algo que no es ella misma, a una
alteridad o un porvenir de la huella y el resto que al mismo tiempo la había ya
posibilitado.

Pero, por ello, todo presentarse es fundamentalmente frágil, se halla siempre


hendido. Como señalara Derrida en una entrevista, propiamente hablando, “[e]l
resto no es, no es un ente, una modificación de lo que es. Como la huella, la restancia
se da a pensar antes o más allá del ser”.14 No obstante, hay siempre efectos de resto,
la diseminación del resto. El acontecer concreto de dicha entrevista no es –como lo
señala él mismo– la inscripción que hay de la entrevista, aquella que leemos,
escuchamos o citamos. Lo que resta está sujeto a múltiples circunstancias: puede ser
que el archivo se dañe, se pierda, sea destruido. La relación que se establece con él se

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modifica en cada caso. Puede ser que lo que resta del resto sea suprimido, borrado,
olvidado. Pero no se trata del resto como él mismo, como sustancia. No hay tal. Mi
sobrevida –en los dos sentidos de los que hablábamos arriba– es, pues, tan singular
como suplementaria. De ahí el peligro de la injusticia.

Volvamos ahora sobre la vida, la sobrevida no obstante, o lo que nos concernía desde
un inicio: la-vida-la-muerte. El espectro, entonces. Si, como veíamos, la
sobrevivencia es una estructura originaria, esto es, algo no derivable de la vida y la
muerte efectivas, no significa que no concierna a la vida y la muerte tal cual. Lo que
ocurre es que, llegados a este punto, tenemos que aceptar que no hay vida y muerte
tal cual, sino que esa frontera es puesta en cuestión, deconstruida mostrando su
heterogeneidad. La-vida-la-muerte tiene lugar, pero en su tener lugar se abre lo que
Derrida llama una no-contemporaneidad del presente vivo, una anacronía
constituyente. Esa anacronía es lo que en Espectros de Marx recibe el nombre de
fantología como lógica del fantasma, que pone en cuestión la oposición entre
efectividad e idealidad, es ese entre no asignable o mediatizable que, por lo tanto, se
sostiene en los bordes.

El espectro es la figura de ese entre. Tiene lugar sin tener lugar alguno, asedia; no se
sabe si es o no es, si existe. Aparece y re-aparece, hay una intempestividad de su
llegada. Aparición cada vez única y singular y, sin embargo, siempre re-aparición.
Viene del pasado y, no obstante, está aún por venir; en realidad, no se lo ve venir.
Virtualidad que antecede toda distinción entre la potencia y el acto, entre lo real y lo
posible. Que pese a todo nos habita, nos habla si es que lo dejamos hablar.
Invisibilidad visible o insensibilidad sensible que nos ve sin ser visto, como el efecto

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visera desde el cual habla a Hamlet el espectro y lo llama a creer. No se sabe si en


verdad hay espectro, su efectividad no es la del saber. Pero hay que creer. El
espectro es, pues, otra figura de la sobrevida. De lo que queda tras la efectividad de
la muerte, tras una muerte que ya no es aniquilación, pura nada. Por eso, también
del sobreviviente que estoy siendo, de mi finitud, porque en cada caso mi presente
vivo tiene lugar en el asedio de lo no-presente. La huella y el resto me sobrevienen
como sobreviviente. Soy en la medida en que heredo y doy testimonio de algo. No
advendría a la presencia de la vida sin espectro que me recuerde que otros ya no son.

3. Heredar/testimoniar

La herencia y después el testimonio nos llevan a eso que Derrida llama inyunción,
hay inyunción. La inyunción (injonction en francés) remitirá siempre al inyungir y
al iniungere latino. Remitirá, en efecto, al mando, al mandato o a la orden. No se
elige la herencia, nos antecede, la somos. También a la unión, al join, o a la re-unión,
al rejoindre. Pero el espectro implicaba ese tiempo fuera de quicio, ese out of joint,
esa anacronía. El espectro ve sin ser visto, y asumiendo esa insignia del poder dicta
la ley, ordena. Sin embargo, esa no-contemporaneidad es también la condición de la
justicia, no ya como re-unión, sino como heterogeneidad y exposición al otro. Porque
hay espectros son posibles la herencia y el testimonio. Paradoja de la inyunción que,
entonces, más que el puro orden y la unidad de la disparidad, es “el colocarnos allí
donde la disparidad misma mantiene la unión, sin perjudicar la dis-yunción, la
dispersión o la diferencia, sin borrar la heterogeneidad del otro”.15 La herencia, que
como inyunción adviene, es pues –como todo acontecimiento– traumática, violenta.
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No obstante, por este out of joint no hay clausura de la herencia; ésta es siempre
heterogénea, siempre mantiene un rasgo inapropiable. Heredar conlleva así una
responsabilidad que es en todo momento la de la fidelidad infiel: hay que escoger
qué se reafirma de la herencia y qué no.16 Y al reafirmar acogemos la sobrevida como
sobrevivientes:

No sólo aceptar dicha herencia, sino reactivarla de otro modo y mantenerla con
vida. No escogerla (porque lo que caracteriza la herencia es ante todo que no se
la elige, es ella la que nos elige violentamente), sino escoger conservarla en vida.
En el fondo, la vida, el ser-en-vida, se define acaso por esa tensión interna de la
herencia… Habría que pensar la vida a partir de la herencia, y no a la inversa.17

Pensar la vida a partir de la herencia es, pues, deconstruir el concepto mismo de vida
y de su plenitud. Es asumir la responsabilidad del sobreviviente, de la-vida-la-
muerte como apertura a la justicia.

La responsabilidad que sobreviene en toda anacronía, en todo acto de herencia,


exige así hacer justicia con el otro como no-presente, con el que ya no está como
condición de todo porvenir. Ser justos, pero una justicia de la sobrevida o de “un
sobre-vivir cuya posibilidad viene de antemano a desquiciar o deasajustar la
identidad consigo mismo del presente vivo así como de toda efectividad”.18 Y esa
posibilidad de la justicia exige algo así como el testimonio, dar testimonio de aquello

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que se hereda: “Testimoniar sería testimoniar lo que somos en tanto que heredamos
de ello, y he ahí el círculo, he ahí la suerte o la finitud, heredamos aquello mismo que
nos permite testimoniar de ello”.19 El testimonio está ligado al sobreviviente, a toda
herencia. Hay que inscribir lo que se hereda, hay que testimoniarlo, pero ¿qué
quiere decir testimoniar? ¿Por qué el testimonio?

Lo que liga la experiencia testimonial con la herencia y la muerte es, justamente, la


sobrevida. Para Derrida, todo testimonio se encuentra en intimidad con el
sobreviviente, le pertenece a él. El testigo es por definición el que sobrevive, el
superstes como el tercero, el terstis. Pero con la muerte no hay tercero. Cada muerte
es única y singular, nadie puede morir por mí. Sin embargo, en tanto que la muerte
como imposibilidad no está ligada a ningún tipo de propiedad –a diferencia de
Heidegger–, el testimonio del instante de mi muerte no es posible sino como
inminencia diferida, como demora. La demora, como lo señala Derrida en su lectura
de El instante de mi muerte de Maurice Blanchot, tiene muchos sentidos. Un
retraso, una tardanza, una espera, un contratiempo. También el morar, la residencia
o la casa, incluso la última morada antes de la muerte. Así, pues, nos dice que “lo
que liga el testimonio a la sobrevivencia sigue siendo (demeure) una estructura
universal y cubre todo el campo elemental de la experiencia”.20 Sobrevivir –como la-
vida-la-muerte, como la indecibilidad de la vida– es por ello quizás una demora, esa
ligereza de la que da cuenta el texto de Blanchot de la vida liberada de la vida, del
paso (no) más allá (le pas au-delá).

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Testimoniamos, pues, de la demora, en la demora. Como sobrevivientes


testimoniamos la imposibilidad de morir. Ahora bien, todo testimonio comporta una
paradoja. Y es que éste se mueve irremediablemente entre la verdad y la ficción,
pone en cuestión la seguridad de sus fronteras. El testimonio es siempre ejemplar,
singular e irremplazable. Aquel que testimonia quiere dar cuenta de algo que nadie
más puede contar, de un secreto. Pero en la medida en que nadie más puede dar
cuenta de eso que yo, es que mi lugar es reemplazable. Cualquiera pudo estar en mi
lugar y testimoniar de lo mismo, y sin embargo, fui yo, mi singularidad, la que estuvo
ahí. En ese sentido, el testimonio porque es singular debe ser universal, por lo tanto
iterable, repetible.

Es en la sobrevida como demora que testimoniamos de la herencia, damos cuenta de


los espectros que nos asedian, testimoniamos singularmente de ellos. Pero al
testimoniarla hacemos una escritura de la supervivencia, la inscribimos, la
archivamos. Como dice Derrida: “La técnica, la reproductibilidad técnica, está
excluida del testimonio que apela siempre a la presencia de la viva voz en primera
persona. Pero desde que el testimonio debe poder repetirse, la tékhne es admitida,
ella se introduce donde se la excluye”.21 El testimonio se mueve, por lo tanto, en
ambas dimensiones, la de la singularidad irremplazable y la de la inscripción
repetible, la de la máquina o el archivo que disponen el testimonio para los otros. En
la medida en que el testigo quiere que el otro sepa, que conozca su verdad, su
testimonio está sujeto también a la ficción. De ahí la enorme responsabilidad del
testigo, a riesgo de ser injusto, de no ser fiel. Si todo testimonio comporta en él la

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ficción, no por ello es falso o mentiroso. Así, la inscripción que testimonia de esa
herencia la elige repitiéndola, debiéndole una fidelidad que sólo puede ser la del
infiel.

4. “Preferid la vida y afirmad sin descanso la sobrevida”

…pues la palabra vida sigue siendo quizá el enigma


de lo político en torno al cual rondamos sin cesar.

Jacques Derrida

Hemos intentado perseguir la noción de sobrevida en Derrida. Noción compleja,


inseparable –ahora se ve– de la cuestión de la muerte, la herencia y el testimonio. Lo
hemos hecho perseguidos por una problemática de la vida. Y es que la cuestión de la
vida es lo que hoy exige ser pensado por las filosofías que, como en el caso de
Foucault, vinculan la crítica al poder soberano con la de la asignación del viviente.
Aquellas filosofías nos muestran que la vida, más que un concepto médico-científico,
es un concepto filosófico-teológico-político.22 Por ello, el poder trata en todo
momento de producirla en cierta taxonomía, de asignarla en determinadas formas,
jerarquizándola. Sobre esto, Agamben nos recuerda que la ambición del biopoder es
producir sobrevida, establecer una cesura en el continuum biológico separando al
no-hombre del hombre. Pero esto sólo es posible en la medida en que el hombre es ya

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siempre aquel que puede sobrevivir al hombre, “está siempre, pues, más acá y más
allá de lo humano, es el umbral central por el que transitan incesantemente las
corrientes de lo humano y lo inhumano”.23 Sobrevivencia, entonces.

Nos parece que hay que ver la cuestión de la sobrevida en Derrida desde esta
perspectiva. La sobrevida viene a complicar la oposición entre la vida y la muerte,
pero por eso, la noción misma de vida. No hay presencia de la vida, sino que ésta es
siempre heterogénea, permanece inasignable, indecidible. Una vida más que la vida
singular o subjetiva, vida más allá de la vida. Pero tampoco la muerte. La escritura
de la sobrevida no es un discurso sobre la muerte. Como señala él mismo: “el
discurso que sostengo no es mortífero, al contrario, es la afirmación de un viviente
que prefiere el vivir, y por tanto el sobrevivir a la muerte, porque la sobrevida no es
simplemente lo que queda, sino la vida más intensa posible”.24 Afirmación de la
vida, pues. Pero afirmación que conlleva una responsabilidad infinita. La
sobrevivencia, reclamada siempre por la herencia que la constituye y que en su
acontecer inscribe el testimonio de lo que ya no está, es posibilidad de la justicia. Se
trataría así de asumir que la muerte –esa muerte de la que nos habla Blanchot– ya ha
tenido lugar y estamos en la demora. La finitud como demora, como la intensidad
que se libera con esa muerte ya advenida: único sí a la vida como afirmación de un
porvenir incierto, donde porque siempre hemos sido ya sobrevivientes, quizá –tan
sólo quizá– sobrevivamos.

1 Jacques Derrida, Aprender por fin a vivir. Entrevista con Jean Birnbaum, Buenos

Aires, Amorrortu, 2006, p. 23.


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2 Cf., J. Derrida, Canallas. Dos ensayos sobre la razón, Madrid, Trotta, 2005, p. 28.

3 Martin Heidegger, Ser y tiempo, 50, Madrid, Trotta, 2003, p. 267.

4 Ibid., 9, p. 63.

5 Ibid., 47, p. 264.

6 “En contra de Heidegger o prescindiendo de él, se podrían poner en evidencia mil

signos que muestran que los animales también mueren… los animales tienen una
relación muy significativa con la muerte, con el asesinato y con la guerra (y, por lo
tanto, con las fronteras), con el duelo y con la hospitalidad, etc., aun cuando no
tengan relación con la muerte como tal ni con el «nombre» muerte como tal… Pero,
¡tampoco el hombre, precisamente!” (J. Derrida, Aporías, Barcelona, Paidós, 1998, p.
122).
7 Ibid., p. 123.

8 Emmanuel Levinas, “La muerte del prójimo y la mía” en Dios, la muerte y el

tiempo, Madrid, Cátedra, 2005, pp. 28-29.


9 J. Derrida, Aprender por fin a vivir…, Buenos Aires, Amorrortu, 2006, pp. 23-24.

10 J. Derrida, “La différance”, Márgenes de la filosofía, Madrid, Cátedra, 2006, p. 61.

11 J. Derrida, De la gramatología, México, Siglo xxi, 2012, p. 85.

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12 Por eso: “La diferencia inaudita entre lo que aparece y el aparecer (entre el

“mundo” y lo “vivido”) es la condición de todas las otras diferencias, de todas las


otras huellas, y ella es ya una huella” (ibid., p. 84). Lo que es lo mismo que decir que
no hay fuera del texto.
13 Maurizio Ferraris, Introducción a Derrida, Buenos Aires, Amorrortu, 2006, p. 46.

14 J. Derrida, “El otro es secreto porque es otro” en Papel máquina, Madrid, Trotta,

2003, p. 336.
15 J. Derrida, Espectros de Marx, Madrid, Trotta, 2012, p. 43.

16 “Una herencia nunca se re-úne, no es nunca una consigo misma. Su presunta

unidad, si existe, sólo puede consistir en la inyunción de reafirmar eligiendo” (Ibid.,


p. 30).
17 J. Derrida y E. Roudinesco, ”Escoger su herencia” en Y mañana qué, Buenos

Aires, fce, 2003, p. 12.


18 J. Derrida, Espectros de Marx, Madrid, Trotta, 2012, p. 14.

19 Ibid., p. 68.

20 J. Derrida, Demeure, París, Galilée, 1998, p. 54. [La traducción de las citas a este

texto es del autor.]


21 Ibid., p. 49.

22
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22 Cf., Giorgio Agamben, “Inmanencia absoluta”, La potencia del pensamiento,

Buenos Aires, Ariadna Hidalgo, 2007, p. 522.


23 Giorgio Agamben, Homo Sacer iii, Valencia, Pre-textos, 2000, p. 142.

24J. Derrida, Aprender por fin a vivir…, Buenos Aires, Amorrortu, 2006, pp. 49-50.

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