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ENSAYO SOBRE EL ENTENDIMIENTO HUMANO – JOHN LOCKE (1690).

Libro IV, Capítulo XVII.


Si el conocimiento general, según se ha mostrado, consiste en una percepción del
acuerdo o desacuerdo de nuestras propias ideas, y si el conocimiento de la existencia de
todas las cosas fuera de nosotros (a excepción únicamente de Dios, cuya existencia todo
hombre puede conocer con certidumbre y demostrársela a sí mismo a partir de su propia
existencia) se obtiene únicamente por los sentidos, ¿qué resquicio hay para el ejercicio
de cualquier otra facultad nuestra, que no sean el sentimiento exterior y la percepción
interior? ¿Para qué necesitamos, entonces, la razón? Creo que para mucho, tanto para la
ampliación de nuestro conocimiento como para regular nuestro asentimiento. Porque
tiene relación, a la vez, con el conocimiento y con la opinión, y resulta necesaria para
auxiliar a todas nuestras facultades intelectuales, y a la vez para contener dos de ellas, es
decir, la sagacidad y la ilación. Mediante la primera, encuentran las que están fuera; y a
través de la otra ordena las ideas intermedias de manera que puedan descubrir qué
conexiones existen en cada eslabón de la cadena que une los dos extremos, y así
presenta a la vista la verdad pretendida (…) que no consiste en otra cosa que en la
percepción de la conexión que hay entre las ideas en cada paso de la deducción.(…)
Pues al igual que la razón percibe la conexión necesaria e indubitable de todas las ideas
o pruebas, en cada paso de cualquier demostración que produce conocimiento, así
también percibe la conexión probable que hay entre todas las ideas o pruebas en cada
paso de un discurso, al que piensa se lo debe dar asentimiento. Este es el grado más bajo
de lo que podernos llamar razón. Porque cuando la mente no percibe esta conexión
probable, cuando no discierne si existe o no tal conexión, las opiniones de los hombres
no son producto del juicio o consecuencias de la razón, sino los efectos de la casualidad
y del azar, en una mente dispuesta a todas las aventuras, sin ningún juicio ni dirección.
(…)De manera que podemos considerar que existen estos cuatro grados en la razón: el
primero y más alto es el descubrimiento y el hallazgo de verdades; el segundo, la
disposición regular y metódica de ellas, y su colocación en un orden claro y adecuado
que permita percibir su conexión y su fuerza de manera clara y fácil; el tercero consiste
en la percepción de su conexión, y el cuarto, en establecer una conclusión correcta. (…)
Libro II, Capítulo XI, 2.
No voy a examinar aquí hasta qué punto se debe la imperfección en diferenciar unas
ideas de otras, bien al embotamiento o a defecto de los órganos sensoriales, bien a la
falta de penetración, ejercicio o atención por parte del entendimiento, bien a la prisa y
precipitación que existe en algunos entendimientos. Sea suficiente con señalar que se
trata de una de las operaciones sobre las que la mente puede autoreflexionar. Y es tan
importante para los demás conocimientos que tiene la mente, que en la misma medida
en que esa facultad se halla embotada, o no sea capaz de distinguir unas ideas de otras,
en esa misma medida nuestras nociones resultarán confusas, y nuestra razón y nuestro
juicio estarán perdidos y perturbados. Si la vivacidad consiste en tener a nuestro alcance
las ideas que están en la memoria, en tenerlas de manera clara, y en poder distinguir
bien una cosa de otra cuando hay la menor diferencia, también consiste en gran medida
en esa exactitud de juicio y en esa claridad de razonamiento que diferencia a algunos
hombres para situarlos por encima de los otros. De esto se ha inferido, tal vez con
bastante razón, que los hombres de mucho ingenio y memoria viva no son siempre los
que poseen un juicio más claro, ni una razón más profunda. Porque el ingenio, de
manera fundamental, estriba en reunir varias ideas, juntando rápidamente aquellas en las
que se pueda, ver alguna semejanza o relación, de manera que se producen cuadros
felices y visiones agradables a la imaginación; por el contrario, el juicio es totalmente
opuesto, desde el momento en que actúa separando cuidadosamente aquellas ideas entre
las que puede encontrar la menor diferencia, para, de este modo, evitar que por la
semejanza se produzca engaño, ya que podría tomar una cosa por otra debido a su
similitud. Esta manera de actuar resulta totalmente contraria a la metáfora y a la alusión,
que resultan tan gratas a todos, por dirigirse a nuestra imaginación de manera tan viva; y
porque, además, su belleza nos deslumbra y hace inútil cualquier esfuerzo del
pensamiento por descubrir la verdad o razón que conllevan. La mente queda satisfecha
con lo agradable del cuadro y lo llamativo de la imagen, sin ocuparse de penetrar más
adelante; y supondría una especie de agravio examinar esta clase de pensamientos según
las severas reglas de la verdad y del buen razonar; de donde se infiere que el ingenio
consiste en algo que no corresponde a dichas reglas de manera exacta.

Libro III, X, 34.


Desde el momento en que el ingenio y la fantasía tienen en el mundo una mejor acogida
que la seca verdad y el conocimiento real, las expresiones figuradas y las alusiones en el
lenguaje difícilmente podrán ser admitidas como una imperfección o abuso de éste.
Admito que en los discursos en los que pretendemos más el placer y el agrado que la
información y el aprovechamiento, semejantes adornos tomados de ellos no pueden
pasar por faltas. Sin embargo, si queremos hablar de las cosas como son, debemos
admitir que todo el arte de la retórica, exceptuando el orden y la claridad, todas las
aplicaciones artificiosas y figuradas de las palabras que ha inventado la elocuencia, no
sirven sino para insinuar ideas equivocadas, mover las pasiones y para seducir el juicio,
de manera que no es sino superchería y, por tanto, por muy laudables o adecuados que
puedan ser la oratoria en las arengas y discursos populares, es cierto que en todos los
discursos que pretendan informar o instruir debe ser totalmente evitada; y cuando
concierne a la verdad o al conocimiento, no puede sino tenerse por gran falta, ya del
lenguaje, ya de la persona que hace uso de ella. Cuál y cuán varias sean, es superfluo
señalarlo aquí; los libros de retórica, abundantes en el mundo, pueden instruir a los que
deseen informarse. Solamente no puedo sino observar lo poco que se preocupan de la
conservación y el aprovechamiento de la verdad y del conocimiento, ya que las artes de
la falacia son las elegidas y preferidas. Es evidente en qué gran medida los hombres
aman el engaño y el ser engañados, puesto que la retórica, ese poderoso instrumento del
error y la falacia, tiene sus profesores establecidos, es públicamente enseñada y ha sido
siempre tenida en gran reputación; y no dudo que se tenga por gran atrevimiento, sino
por brutalidad, el que yo haya dicho todo lo anterior en su contra. La elocuencia, como
el sexo bello, tiene encantos demasiado atractivos para que se permita hablar en su
contra. Y resulta inútil intentar buscar los defectos de aquellas artes de engaño cuando
los hombres encuentran placer en ser engañados.

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