Está en la página 1de 62

FEDOR DOSTOIEVSKI

La mujer de otro y el marido bajo la cama

—Por favor, señor, ¿me permite que le haga una


pregunta?
El transeúnte se sobresaltó y miró un poco intimidado
al individuo que, envuelto en una piel de vulpeja, le
interpelaba de aquella forma a las ocho de la noche en
plena calle. Como se sabe, cualquier petersburgués
puede asustarse más o menos cuando un desconocido lo
aborda en la calle, aunque lo haga con cortesía.
Así pues, nuestro transeúnte se sobresaltó..., y hasta
se asustó ligeramente cuando aquel hombre le dirigió la
palabra.
—Excúseme por importunarle —continuó diciendo el
individuo de la piel de vulpeja—, pero es que yo..., yo
no sé... En fin, espero que me dispense, pues como
usted mismo puede comprobar, me encuentro un tanto
confuso...
Y entonces fue cuando el joven de la pelliza se fijó
en que aquel individuo no parecía saber muy bien lo que
decía. Su arrugada frente estaba muy pálida, su voz era
insegura, sus pensamientos nadaban en la confusión, y
las palabras le salían de la boca con gran trabajo,
pudiéndose apreciar que efectivamente le resultaba
harto laborioso el simple hecho de dirigirse a otra
persona con un ruego, aun cuando esta persona, por su
apariencia externa, fuese inferior a él socialmente. Si
a todo esto se añade que dicho ruego provenía de un
caballero como aquél, que vestía una piel magnífica,
lucía un irreprochable frac verde y ostentaba sobre él
diversas condecoraciones, entonces se comprenderá que
la escena resultara incluso más extraña de lo normal.
El caballero de la piel de vulpeja parecía ser
consciente de todo ello, y sin duda por eso se había
turbado de aquella manera. No pudiendo dominarse,
refrenó como pudo su emoción y se dispuso a poner
término a aquella enojosa situación, que él mismo había
provocado.
—Dispénseme usted, señor... No me di cuenta muy bien
de lo que hacía. Sé que no me conoce y... Bueno,
perdóneme si en algo le he molestado al detenerlo en su
camino.
Después de esto, se quitó el sombrero, lo agitó en el
aire a manera de saludo, y se alejó de allí a toda
prisa.
—Señor, permítame...
Pero el elegante caballero de la piel de vulpeja había
desaparecido ya, como tragado por las sombras. Al joven
de la pelliza no le quedó otro remedio que dejar que se
marchara, si bien pensó: «¡Vaya tipo tan extraño!»
Después de haberse admirado diversas veces de lo
ocurrido, y cuando ya comenzaba a olvidarse de ello, el
joven se dedicó a pensar de nuevo en sus propios
asuntos. Empezó otra vez a dar paseos, arriba y abajo,
por la acera que había frente a un edificio de varios
pisos, sin perder de vista la puerta del mismo.
De pronto comenzó a aparecer una espesa niebla, pero
el joven se alegró, ya que de este modo se notaría
mucho menos su incansable ir y venir, a pesar de que no
tenía otro espectador que un cochero, el cual parecía
aguardar inútilmente a que solicitara sus servicios
algún cliente.
—¡Excúseme...!
El joven volvió a sobresaltarse. Y para mayor sorpresa
volvió a encontrarse frente a frente con el caballero
de la vulpeja y del frac verde.
—Perdone usted que vuelva de nuevo a... —comenzó a
decir el extraño personaje—, pero he pensado que usted
es seguramente un hombre de honor y que... Por favor,
no se fije en mí como persona... Bueno, quiero decir
que no tenga en cuenta lo que yo pueda significar
socialmente. Lo único que quiero de usted es que me
considere como un ser humano, sin más ni más, que se ve
en la precisión de dirigirse a usted con un ruego
apremiante. Necesitaría que alguien me hiciera un
favor...
—Si está dentro de mis posibilidades... Dígame de qué
se trata.
—Quizá esté pensando usted que voy a pedirle dinero...
El misterioso individuo frunció la boca bajo la forma
de una sonrisa. Después palideció y al final estalló en
una especie de carcajada histérica.
—Verá, caballero, yo...
—Bueno, perdóneme... Ya comprendo que le estoy
molestando... ¿Sabe una cosa? ¡Es que no me puedo
soportar a mí mismo! Míreme usted como a una persona
que no se da cuenta muy bien de lo que ocurre a su
alrededor, algo así como si no estuviera en mis
cabales, pero no piense usted que...
—¡Vamos, caballero, dígame lo que sea! —le interrumpió
el joven en tono apremiante, aunque los gestos de su
cabeza fuesen más bien de impaciencia.
—¡Ah! ¡De modo que me habla así! —replicó
inopinadamente el caballero—. ¿Por qué un jovenzuelo
como usted se atreve a tratar de semejante forma a un
hombre como yo? ¡Santo Dios! Pienso que debo haber
perdido el juicio... Veamos, amigo mío, ¿qué le parezco
ahora, en esta actitud de humillación? ¿Quiere
responderme sinceramente?
El joven lo miró con aire de desconcierto, pero no
dijo absolutamente nada.
—Bueno, como usted no quiere contestarme, permítame
que le haga yo una pregunta... ¿Ha visto pasar por aquí
a una señora? —dijo el caballero de la vulpeja con una
súbita resolución.
—¿A una señora?
—Sí, eso es. Ya ve, ahora se extraña de que fuera tan
simple lo que iba a pedirle... ¡Y ya lo vé! ¡A eso se
reducía mi ruego! ¿Acaso creía de verdad que iba a
pedirle dinero? Vamos, dígame, ¿ha visto pasar por aquí
a una señora?
—¿Una señora? ¿Y qué sé yo? ¡Han pasado tantas por
este mismo lugar!
—Muy bien... —interrumpió al joven el distinguido
caballero, con una amarga sonrisa—. Sepa que no era
exactamente eso lo que quería decirle. La verdad es que
yo..., hubiera querido ser más preciso desde un
principio. Mi pregunta debería haber sido la
siguiente... ¿Ha visto usted a una señora con una piel
de zorro, un capuchón de terciopelo negro y un velo del
mismo color?
—No, señor... No he visto a ninguna señora vestida
así.
El joven, por su parte, quería preguntar también algo
al caballero del frac verde, pero éste había vuelto a
desaparecer en la niebla. Cuando fue a formular su
pregunta, el joven ya sólo pudo distinguir la silueta
del excéntrico caballero, que se alejaba a toda prisa.
«¡Que se vaya al diablo!», exclamó para sí el nocturno
paseante.
El joven, visiblemente malhumorado, se ciñó la bufanda
al cuello un poco más, y reanudó sus paseos sin olvidar
la puerta de la casa que vigilaba. En el fondo, y por
varias razones; estaba furioso. «¿Por qué no vendrá de
una vez? —pensaba—. ¡Pronto serán ya las ocho!»
No se equivocaba el joven, porqiie en aquel mismo
instante comenzaron a oírse las primeras de las ocho
campanadas en el reloj de una torre cercana.
—¡Excúseme...!
—¿Otra vez? —exclamó el joven, al ver de nuevo al
dichoso caballero—. ¿Se ha propuesto darme la noche a
fuerza de sustos?
—Por eso le digo que me perdone... En fin, aquí me
tiene de nuevo. Es lógico que le parezca raro, pero es
que...
—Caballero, ¿por qué no intenta explicarse sin tantos
rodeos? Hasta el momento no he conseguido enterarme aún
de lo que usted desea. Dígame, ¿qué quiere de mí?
—¡Ah! Por lo que veo, usted es de esos jóvenes que
tienen prisa para todo. Está bien, se lo diré todo con
el menor número de palabras que me sea posible. No
puedo hacer otra cosa, así es que... Verá, yo soy de
los que creen que las circunstancias unen
ocasionalmente a hombres que, en lo que se refiere a su
condición, no tienen nada de común entre sí... ¡Ah! Ya
veo que comienza a impacientarse de nuevo. Pero la
cuestión es que no sé cómo expresarme... Ya le he dicho
antes que ando buscando a una señora. Verá que estoy
dispuesto a confiárselo todo, sólo que creo que debo
cerciorarme o comprobar, si lo prefiere mejor, el lugar
donde se encuentra esa señora. Po lo demás, no creo que
le interese a usted conocer la identidad de dicha
señora.
—Como quiera, pero continúe, por favor...
—¿Que continúe? Dígame, ¿por qué emplea ese tono para
hablar? Bueno, tal vez le haya ofendido por llamarle
«joven», pero le aseguro que no. En resumen, si usted
quisiera hacerme un gran favor... Se trata de esa
señora. No puedo decirle otra cosa sino que pertenece a
una familia muy distinguida, con la que tengo cierta
relación... Dicho de otro modo, como yo me encuentro
así, es decir, que no tengo a nadie en este mundo...
—Bien, ¿y qué más? Continúe.
—¡Ah, me gustaría verle a usted en mi lugar, joven!
¡Vaya! ¡Otra vez he vuelto a llamarle «joven»! Le ruego
que me disculpe. Por lo demás, los minutos son
preciosos y urge que... Bueno, figúrese que esa
señora... Pero, veamos, ¿no podría decirme usted quién
vive en esa casa?
—¡Vaya! ¡Ahora sale con ésas! ¡En este edificio vive
mucha gente, señor mío!
—Sí, tiene razón —dijo el extraño caballero, sonriendo
por lo bajo y tratando de salvar así la situación—. Ya
comprendo que hasta ahora me he expresado con una
extrema vaguedad, pero... A propósito, ¿por qué me
habla usted en ese tono? Cierto que yo no me expreso
como es debido, lo reconozco, pero no creo que esto sea
motivo suficiente... Bueno, quiero decir que, si usted
fuese un hombre generoso, consideraría que ya me he
humillado bastante y que... Como le digo, no se trata
de una dama de mediana posición, sino que por el
contrario pertenece a una familia muy distinguida...
Perdone, pero estoy trastornado, y reconozco que le
hablo como si se tratara de una novela de Paul de Kock,
de esas que tienen «poco fondo», al decir de las
gentes, cuando lo malo de tales novelas es que... Pero,
bueno, dejemos esto.
El joven comenzó a mirar con ojos compasivos al hombre
de la vulpeja, que una vez más acababa de hacerse un
lío con sus propias palabras. Lo contemplaba con una
sonrisa estúpida, mientras se llevaba instintivamente
las manos al cuello de su pelliza para resguardarse del
frío.
—¿Me preguntaba usted antes quién vive en ese
edificio? —dijo de pronto el joven, retrocediendo un
paso.
—Sí, pero ya sé su respuesta. ¡En ese edificio vive
mucha gente!
—Es cierto, pero conozco a alguien que vive ahí... Es
una mujer que se llama Sofia Ostafievna —repuso el
joven en voz baja y animado por un súbito deseo de
mostrarse simpático.
—¡Ah, vamos! ¡Entonces es de suponer que usted sabe
algo más!
—Le aseguro que no, que no sé nada más de lo que le he
dicho, aunque es cierto que, a juzgar por su agitación,
cualquiera podría decir que...
—Le diré lo que sé, joven... ¡Oh, le pido perdón de
nuevo! Acabo de enterarme por la criada de que ella
visita esta casa, ¿comprende? Pero usted se ha
equivocado, porque la dama a que yo me refiero no viene
a ver a Sofia Ostafievna, entre otras cosas porque...,
¡ni siquiera la conoce!
—¡Ah! ¿No...? ¡Entonces dispense!
—Por lo que veo, nada de lo que constituye mi problema
le interesa a usted —observó el extraño personaje.
—Escuche, caballero —comenzó a decir el joven—, ignoro
la causa de su actual estado de espíritu, pero quisiera
saber una cosa. Dígame, ¿acaso le engaña una mujer? Si
es así —añadió sonriendo, con una evidente intención en
su tono de ser comprensivo—, y usted lo quiere
reconocer, creo que entonces nos podríamos entender,
pero mientras tanto...
—¡Ah, es usted muy astuto! ¡Va a terminar conmigo y
con mi integridad! —exclamó el caballero de la vulpeja—
. En fin, se lo confesaré todo. Ha adivinado usted de
qué se trata. Ya sé que no es para sentir vergüenza,
porque al fin y al cabo, ¿quién está libre de que le
ocurra otro tanto? Sepa que su compasión me conmueve,
entre otras cosas porque los jóvenes de hoy en día...
Bueno, lo que quiero decir es que, entre la juventud,
como usted debe saber, suele afirmarse que... En
resumen, usted debe saberlo mejor que yo.
—¡Oh, claro que sí! No se esfuerce, le comprendo
perfectamente. Lo que ya no comprendo tan bien,
caballero, es en qué puedo servirle.
—En seguida lo verá. Al menos, convendrá conmigo en
que una visita a Sofía Ostafievna es muy poco
probable... Por lo demás, tampoco sé a punto fijo dónde
ha podido ir la dama en cuestión. Lo único que sé de
cierto es que ha entrado en ese edificio, ¿comprende?
Por eso, al verle a usted, aquí, dando paseos arriba y
abajo, que era lo mismo que hacía yo, sólo que por la
otra acera, me dije... Sepa usted que yo estaba
esperando a esa señora. Me consta que está ahí
dentro... Quería tener un encuentro con ella y
exponerle con toda tranquilidad lo poco decente y lo
escandaloso que resulta... En fin, ya me comprende
usted.
—¡Oh, claro que sí! Pero dígame de una vez...
—Sin embargo, no crea que lo hago por mí. No piense
usted nada de eso. ¡Oh, no! ¡Esa mujer es para mí una
extraña! Su marido está allí, en el puente Vosnesenski.
Hubiera querido venir él mismo, pero no es capaz de
hallar la fuerza de voluntad necesaria para
decidirse... Como les ocurre a todos los maridos que se
encuentran en tal situación, no acaba de creerse que lo
que le han dicho sea verdad —el caballero de la vulpeja
hizo un esfuerzo por sonreír en este punto—. Yo no soy
más que un amigo suyo, de forma que habrá de reconocer
que, a pesar de las apariencias, no soy lo que usted
habrá creído. La situación está clara, ¿no es así?
—Por supuesto, señor. ¿Y qué más? Si no me equivoco,
todavía no me ha dicho lo que pretende de mí. ¿En qué
puedo ayudarle, caballero?
—Bien, déjeme explicarle. Como le vengo diciendo, yo
estoy aquí por delegación, pues se me ha encargado...
Bueno, usted ya comprende. ¡Pobre amigo mío! Pero yo sé
que esa joven astuta tiene siempre a Paul de Kock en su
almohada, y por todo ello creo que no debe serle
difícil ausentarse de su casa sin que nadie se entere.
Hablando con toda sinceridad, lo único que la criada me
ha dicho es que ella acostumbraba venir a esa casa, y
por eso estoy aquí... En definitiva, quiero
sorprenderla saliendo de ahí, ¿comprende usted? Por
otra parte, hace tiempo que yo había tenido una
corazonada así, y por esto quería preguntarle a usted,
que iba y venía por la calle... En fin, no sabría cómo
decirle...
—¿Otra vez está así? Veamos, ¿qué es lo que en resumen
quiere usted saber? ¿No va a decírmelo nunca?
—Verá, es que yo, por desgracia, no tengo el gusto de
conocerle, y francamente no me atrevo siquiera a
manifestar una cierta curiosidad. Por ejemplo, yo
quisiera saber quién, qué y por qué... Pero de todas
formas, usted me permitirá que le diga...
El caballero de la vulpeja, en extremo emocionado,
cogió entonces al joven una mano y se la sacudió con
fuerza.
—¡He tenido mucho gusto en conocerle! —exclamó con una
indudable sinceridad—. Lo debía haber hecho así desde
el primer instante, ¿no le parece? Pero, comprenda, uno
está tan excitado a veces, que acaba olvidándose de
todo.
El caballero de la vulpeja estaba realmente excitado,
tanto que no podía permancer quieto ni un solo
instante. Miraba sin cesar a derecha e izquierda. Se
apoyaba unas veces en un pie y otras en el contrario,
gruñendo de impaciencia, y asiendo continuamente algo,
ya sus botones, o las solapas de la pelliza de su
interlocutor.
—Verá, mi deseo era dirigirme a usted animado con las
mejores intenciones —continuó diciendo—, para rogarle
(y perdone la libertad con que me expreso) que
efectuara usted sus paseos al otro lado de la calle,
¿comprende? Ya sabe, desde aquí puede vigilarse mucho
mejor la puerta, y no querría tener un descuido. No me
perdonaría jamás que saliera por esa puerta sin verla.
En todo caso, si usted la viera antes que yo, le
agradecería infinito que la detuviera y me avisara a
gritos, si ello es necesario... ¡Oh, no sé lo que digo!
Evidentemente, estoy fuera de mí... Ahora comprendo que
mi proposición es tan improcedente como estúpida.
—¿Por qué? Yo no lo creo así.
—¡Ah, no! Por favor, no intente disculparme. Sé que
estoy loco y que no tengo remedio. Nunca me había
ocurrido una cosa así. ¡Es como si hubiera oído
pronunciar mi sentencia de muerte! Incluso podría
confesarle que... que en un principio le tomé por el
amante.
—Bien, hablemos francamente —dijo el joven—, lo que
usted quiere saber es lo que yo hago aquí, ¿no es eso?
—Pero, mi querido amigo, ¿qué dice usted? ¡Dios pie
libre de pensar una cosa así! Sin embargo, ¿sería...,
sería usted capaz de darme su palabra de honor de que
no es ningún amante que espera?
—No, señor... No tengo el menor inconveniente en
decirle que, en efecto, soy el amante de una mujer,
pero no de la suya... Es de comprender que, en tal
caso, no estaría de plantón aquí, en medio de la calle,
sino con ella en su casa. Espero que lo comprenda usted
así.
—¿Por qué dice de mi mujer, joven? ¿Acaso no le he
dicho que se trata de la esposa de un amigo? Sepa que
yo soy soltero, como ya creo que le dije. Lo único
que... Bueno, yo también tengo una amante...
—¿Y dice usted que el marido espera en el puente?
—Así es, joven. Pero, óigame, sepa que hay también
otros... Ya sabe usted que todo son enredos y
trapisondas, y que la ligereza de costumbres reina por
doquier, sobre todo cuando... Bueno, no era eso lo que
deseaba decir.
—¿Y bien?
—Nada más. Pero sepa que me interesa dejar bien claro
entre nosotros que yo no soy el marido...
—Está bien, eso ya creo que me lo dijo usted con
anterioridad. Ahora que está más tranquilo, le ruego
que me deje en paz, ¿le parece bien? Haremos lo que
usted ha dicho y, si se presenta la ocasión, prometo
avisarle. ¿Está de acuerdo? ¡Porque sepa que yo también
estoy esperando a una mujer!
—¡Oh, entonces dispénseme! En seguida le dejo
tranquilo, joven... La verdad es que esa impaciencia de
su corazón sólo puede inspirarme simpatía. Le entiendo
perfectamente, mi querido amigo. ¡Oh, qué bien le
comprendo ahora!
—Bueno, pues mejor, ¿no le parece?
—¡Hasta la vista! Pero antes dígame uña cosa...
—¿Qué es lo que quiere ahora?
—Que me prometa formalmente que usted no es el amante.
Déme su palabra de honor de que no lo es.
—¡Ah, santo Dios!
—¿Me permite una sola pregunta? Una pregunta
solamente... ¿Conoce el apellido del marido de su...,
bueno, de la mujer por la que tan interesado se siente?
—¡Claro que lo conozco! Pero le aseguro que no es el
suyo. Vamos, caballero, ¿quiere dejarme en paz de una
vez?
—¡Ah, comprendo! Pero, dígame, ¿cómo sabe usted cuál
es mi apellido?
—Caballero, voy a darle un consejo. Haga el favor de
marcharse. Está perdiendo el tiempo, y tanto es así que
no se apercibe de que, mientras discute conmigo, esa
mujer habría podido escapársele no una, sino cien
veces. ¿Qué más desea de mí? Mire, le voy a decir una
cosa. La mujer que busca lleva una piel de zorro y un
capuchón en la cabeza, mientras que la que yo espero
lleva un abrigo a cuadros y un sombrerito de terciopelo
azul claro. Y ahora, dígame, ¿qué más quiere usted
saber?
—¿Un sombrero de terciopelo azul claro? ¡Pero si ella
lleva precisamente un abrigo a cuadros y un sombrero de
terciopelo azul claro! —exclamó, fuera de sí, el
extraño caballero, que parecía haberse propuesto echar
raíces en el suelo, delante del sufrido joven.
—¡Ah, demonios! Entonces debe tratarse de una
casualidad, por la sencilla razón de que la mujer que
yo espero no acostumbra venir a esa casa.
—Pero, veamos, ¿dónde está ahora la que usted espera?
—¿De verdad le interesa saberlo?
—Es lo único que me interesa en estos momentos.
—¡Demonios! Por lo que veo, usted está loco..., o es
un tremendo caradura, además de que no tiene el menor
pudor. De acuerdo, le diré que la mujer que yo espero
tiene amistades en esta casa, en el segundo piso.
Veamos, ¿qué más quiere saber? Porque ahora sólo falta
que me pregunte usted su nombre...
—¡Santo Dios! Yo también tengo amistades en el segundo
piso de esa casa. ¡Es el general!
—¿Qué general?
—¡Pues el general! Le diré su nombre. ¡Es el general
Polovitsin!
—¿Lo ve? No se trata de la misma persona.
—¿No?
—No, señor. Lo que quiere decir que tampoco estamos
hablando de la misma mujer. ¿Se convence ahora?
De pronto guardaron silencio los dos. Quedaron como
atontados, mirándose mutuamente, el uno frente al otro.
—¡Vaya, hombre! —exclamó repentinamente el joven—. ¿Y
ahora puede saberse por qué me mira de esa manera?
El caballero de la vulpeja comenzó a dar muestras de
inquietud.
—Le confieso francamente que yo...
—No siga, por favor, si no es para hablar de una forma
razonable. Estamos tratando una cuestión que nos
interesa a los dos. Veamos, dígame de una vez a quién
espera usted... O mejor dicho, ¿qué amistades suyas
viven en ese edificio?
—¿Amistades mías?
—¡Claro! ¿Acaso no ha hablado usted de un general?
—¿Sabe lo que pienso, joven? Creo que acertó en mis
suposiciones, si debo juzgar por sus ojos...
—¡Demonios! ¿Acaso no estoy aquí, delante sus propios
ojos?
—Sí, pero...
—Entonces, dígame una cosa, ¿cómo podría estar con
ella al mismo tiempo? ¡Vamos, caballero, no desvaríe! Y
ahora hábleme claro de una vez, aunque, bien mirado, a
mí me es indiferente que hable o que no hable. Lo que
yo querría es que me dejara en paz de una vez.
Y el joven, con la idea de poner punto final a aquella
absurda conversación, dio media vuelta e hizo un gesto
definitivo en el aire..
—¡Pero si yo no digo nada! Lo único que le pido es
que... Verá, yo estaría dispuesto a contárselo todo, si
me prometiera... En fin, le hablaré claro. En un
principio, mi mujer visitaba a los Polovitsin porque es
parienta suya, como usted muy bien debe saber, y yo no
sospechaba nada, como es lógico, aunque mejor sería
decir que cualquier clase de sospecha estaba muy lejos
de mi ánimo. Pero ayer me encontré en la calle a Su
Excelencia y, con el consiguiente asombro por mi parte,
hube de enterarme de que hacía ya tres semanas que se
había cambiado de casa, mientras que mi mujer (bueno,
qué digo, la mujer de mi amigo), la señora en cuestión,
ha dicho que iba a ver a sus parientes, como si aún
vivieran en ese edificio... La sirvienta, por otra
parte, me ha dicho que Su Excelencia había alquilado un
piso a un tal Bobinitsin, un joven que...
—¡Diablos! ¿Otra vez volvemos a las andadas?
—¡Perdóneme! Comprenda, es que estoy fuera mí.
—¡Bah, que el diablo se lo lleve! ¿Qué me importa que
esté fuera de sí? Claro que ahora es cuando empiezo a
comprenderlo todo. ¡Ah, mire usted eso!
—¿Dónde? ¿Dónde...? ¿Qué ocurre? Por favor, joven, si
se ve en la necesidad de llamarme, hágalo con el nombre
de Ivan Andreievich...
—¡Ivan Andreievich! ¡Vaya, nunca hubiera podido
imaginármelo!
—¡Aquí estoy! —gritó en seguida el caballero de la
vulpeja, volviendo junto al joven—. ¿Qué ha ocurrido?
¿Dónde está ella?
—No está en ningún lado, hombre de Dios. Si le he
llamado, ha sido para saber únicamente cuál es el
nombre de esa dama.
—Glaf...
—¿Glafira?
—No, no es precisamente Glafira... Deberá perdonarme,
joven, pero no puedo revelarle su nombre.
Y el honrado caballero, al decir aquello, se puso
completamente blanco.
—Está bien, de acuerdo. No se llama Glafira. Ya sabía
yo que no se llamaba así... Pero ése tampoco es el
nombre de la otra. Y ahora dígame: ¿a quién ha ido a
yer en esa casa?
—¿A qué casa?
—¿A qué casa va a ser? ¡Demonios! ¡A esa de enfrente!
El joven se sentía tan furioso, que le resultaba
prácticamente imposible estarse quieto.
—¡Ah! ¿Lo ve usted? ¿Por qué sabía que ella se llama
Glafira?
—Por favor, joven, no emplee ese tono para hablarme.
—¡Diablos! ¡Yo empleo el tono que acostumbro emplear
cuando hablo con las personas! ¿Quién se ha creído
usted que es? Vamos, dígame de una vez por todas quién
es esa mujer. Confiese de una vez que se trata de su
esposa.
—¡Nada de eso...! ¿Cuántas veces he de decirle que soy
soltero? Y, desde luego, lo que no me parece nada bien
es que, en una conversación como la presente, sostenida
con un hombre que tiene mil problemas, saque usted a
relucir esa expresión de «¡diablos!» a cada momento.
¿Por qué no sabe hablar en otros términos más
correctos?
—¡Vaya! ¡Volvemos a estar en las mismas! Con usted
resulta, imposible dialogar.
—¡Y a usted le ciega la cólera! Por eso prefiero
callarme... ¡Cielo santo! ¿Qué es eso?
—¿A qué se refiere?
En efecto, de pronto comenzaron a oírse unos rumores
de risas. Se trataba de dos mujeres elegantemente
vestidas, que salían en aquel momento de la casa. Al
verlas, los dos hombres se lanzaron con rapidez a su
encuentro.
—¡No hay nada que hacer!
—¿Qué quiere usted decir?
—Que no es ella...
—¡Cómo! ¿No han acertado ustedes? —comentó una de las
dos mujeres en tono irónico.
Entretanto, la otra sé dirigió hacia el coche parado,
y llamó:
—¡Cochero!
—¿Adonde vamos, señoritas?
—A Pokrov Ven, Anushka, sube. Te llevaré conmigo.
—Vamos, cochero.
El carruaje arrancó y volvieron a quedarse solos los
dos obsesionados vigilantes de la calle.
—¿De dónde habrán salido esas dos mujeres? —comentó el
joven.
—¿No cree usted que deberíamos haberlas seguido?
—¿Seguirlas? ¿Adonde?
—¿Adonde iba a ser? ¡Pues a casa de Bobinitsin!
—Seguir a la gente es algo que no está bien.
—¿Y por qué no? No es que yo me niegue a ir, pero me
figuro que aunque tuviéramos éxito, ella diría otra
cosa... Diría que había venido hasta aquí para
sorprenderme, con lo cual le daría pie a hacerme sus
acostumbados reproches.
—Mire, yo no sé nada de todo este embrollo, pero...
¿por qué no hacemos la prueba? ¡Suba usted a casa del
general!
—¡Pero si ya no vive aquí!
—Es igual. ¿No comprende? Si ella ha estado en su
casa, usted también va a verlo. En resumen, usted
podría simular no saberse enterado del cambio de
domicilio del general, y manifestar que iba sólo con
objeto de recoger a su esposa...
—¿Y luego?
—Luego va usted a ver a quien desee... A Bobinitsin,
por ejemplo, ¿le parece bien?
—Bueno, pero usted... Dígame, después de todo, ¿qué le
va ni le viene en todo este asunto?
—¡Vaya! ¡Otra vez estamos con lo mismo! ¿Acaso
desvaría usted hasta tal punto?
—¿Por qué se pone así? Comprendo que usted quiera
saber, pero de eso...
—¿Y quién quiere saber? ¿No ha sido usted quien ha
venido preguntando.aquí? ¡Bah, que el diablo se le
lleve! No pienso preocuparme más de sus cosas. Iré yo
solo adonde sea necesario. Si le parece bien, póngase a
vigilar la salida por si acaso... ¡Vamos, hombre, dése
prisa!
—Por lo que veo, usted se ahoga en un vaso de agua, mi
querido amigo —exclamó el caballero de la vulpeja,
pareciendo estar él mismo próximo a la desesperación.
—¡Cómo! ¿Qué tiene de particular el hecho de que yo
pueda acalorarme? —preguntó el joven entre dientes,
apremiando al caballero—. Al fin y al cabo, ¿quié es
usted para censurar mis enfados?
—Caballero, permítame que...
—¡No le permito nada! Al menos hasta que diga por lo
menos cuál es su nombre. Vamos, dígame, ¿cómo se llama
usted, señor mío?
—No lo sé... No sé domo me llamo, joven. ¿Par qué
necesita usted saber mi nombre? No puedo decírselo. A
cambio, si quiere, le acompañaré con sumo gusto. No
crea que pienso quedarme atrás, porque estoy dispuesto
a todo. No obstante, si hemos de seguir juntos, le
puntualizaré que yo estoy acostumbrado a un lenguaje
más correcto que el que emplea usted. En mi opinión,
uno no debe dejar que le arrebate nadie su presencia de
espíritu, ¿comprende lo que quiero decir? Pero si
usted, por algún motivo, ha perdido la serenidad, no
por ello debe olvidar las conveniencias... ¡Usted es
todavía muy joven, amigo mío!
—¿Y a mí qué me importa que usted sea viejo?! Si es
así, ¿qué hace aquí? ¿Por qué no se preocupa del
marcharse a casa a dormir?
—¡Vamos, joven! ¿Qué es eso de que yo soy viejo? Sepa
que no lo soy tanto, lo cual está a la vista. Debo
confesar que quizá le haya permitido a usted una
excesiva confianza, pero de eso a andar por ahí dando
vueltas...
—Está bien. En tal caso, ¿por qué no se va con todos
los diablos del infierno?
—Hemos quedado en que le acompañaré... Al fin y al
cabo, usted no puede impedírmelo. Los dos están
interesados en este asunto, así es que yo le acompaño,
¿de acuerdo?
—Pero, hombre, ¿por qué no habla más bajo? ¿No
comprende que va a alborotar a toda la vecindad?
Una vez puestos de acuerdo, los dos hombres cruzaron
la calle, penetraron en la casa y subieron las
escaleras hasta el segundo piso. En el rellano había
muy poca luz y apenas se veía nada.
—Espere... ¿Tiene usted cerillas?
—¿Cerillas dice?
—Claro. ¿Es que no fuma?
—¡Ah, sí! Aquí están... Aquí las tengo, joven.
El señor de la piel de vulpeja hurgaba afanosamente en
los bolsillos, en busca de las cerillas, pero sin
éxito.
—¡Diablos! ¿Qué es esto? ¡Oh, sí! ¡Creo que es ésta la
puerta!
—¡Esa, ésa! ¡Esa... es!
—¡Demonios...! ¿Por qué no grita usted un poco más?
¿No ve que despertaremos a todo el mundo?
—Es que yo no estoy acostumbrado a estas aventuras tan
poco dignas, compréndalo... Por lo demás, sepa que
usted es un mal educado y un insolente.
Al final ardió una cerilla.
—¿Lo ve? Aquí está la placa de metal. Ahí lo pone:
Bobinitsin. ¿No lo ve usted?
—Sí, lo veo.
—Pues silencio, y camine despacito, ¿entendido? ¡Vaya,
hombre! ¿Qué le ocurre ahora?
—Se ha apagado la cerilla.
—¿Qué le parece? ¿Llamamos?
—Será lo mejor —asintió con firmeza el caballero de la
vulpeja.
—Está bien, llame entonces...
—¿Y por qué he de ser yo? Llame usted primero.
—¡Es usted un cobarde!
—¡Pues, de usted tampoco se puede decir que un
valiente!
—¡Vamos, llame!
—¿Sabe que a estas alturas casi lamento haberle
confiado mi secreto? Usted...
—¿Qué es lo que ocurre conmigo?
—Usted se ha aprovechado de mis momentos de turbación,
pues ha visto que yo...
—¡Que el diablo se le lleve! Yo a usted, sin embargo,
le encuentro grotesco, y créame que ya es bastante...
—En ese caso, ¿por qué está aquí conmigo?
—¿Y usted?
—¡Vaya una moral! —se quejó casi involuntaria mente el
caballero de la piel de vulpeja.
—Pero ¿qué dice de moral? ¿Acaso se considera usted
muy moral?
—Es usted quien está cometiendo una inmoralidad.
—¿A qué inmoralidad se refiere?
—En mi opinión, todo marido ofendido... ¡es vam
especie de vergüenza pública! ¡Una vergüenza que clama
al cielo!
—¡Ah, por fin! ¿De modo que confiesa por fin qul es
usted el marido? ¿No decía antes que el marido estaba
esperando en el puente? Si es así, ¿por qu| se toma
esta historia tan a pecho? ¿Por qué se mete donde no le
llaman y corre unas aventuras tan vulgares y a las que,
según usted, no está acostumbrado?
—Puestos a tener sospechas, también yo podrá pensar
que usted es el amante...
—Si continúa así, no tendré más remedio que creer que
es usted poco hombre.
—De modo que, en su opinión, yo soy el marido —dijo el
caballero de la vulpeja, como si le hubiesen arrojado
un jarro de agua fría.
—¡Silencio! ¡Cállese! ¿No oye usted?
—¡Es ella!
—No creo...
—¡Qué oscuro!
En la escalera se hizo de pronto un silencio casi
sepulcral, al mismo tiempo que podía detectarse una
especie de rumor en el piso de Bobinitsin.
—¡Vamos, hombre! ¿Por qué hemos de reñir entre
nosotros? —murmuró el caballero de la vulpeja.
—¡Diablos! ¿Acaso no ha sido usted el primero en
considerarse ofendido?
—¡Es que usted me ha tratado con muy pocas
consideraciones!
—¿Y cómo quiere que le trate?
—De otra forma más correcta.
—¡Calle usted!
—Sin embargo, reconocerá que todavía es muy joven...
—¿Quiere callarse de una vez?
—Estoy de acuerdo con usted, ¿sabe? Yo también creo
que el marido que se encuentra en semejante situación
es poco hombre, un calzonazos, un cornudo...
—Pero, hombre, ¿quiere callar de una vez?
—¿Y por qué perseguir tanto al pobre marido?
—¡Silencio! ¡Es ella,..! ¿No la reconoce?
En aquel mismo Instante, sin embargo, cesó el rumor.
—¿Era ella de verdad?
—¡Claro que lo era! ¿Por qué se ha emocionado usted de
esa manera? Si de verdad es extraño a todo este asunto,
¿qué puede importarle que sea ella o no?
—¡Caballero, por favor! —exclamó en voz baja el señor
de la piel de vulpeja—. Espero que comprenda que en un
estado de turbación como el mío... Lo que quiero decir
es que usted me lia visto en una actitud demasiado
humillante. Por lo demás, es posible que mañana ya no
nos volvamos a ver, pero aunque así ocurriera, no crea
que me avergüenzo de nada, pues insisto en que se trata
de la esposa de mi amigo, el que espera en el puente...
Como ya le he dicho con anterioridad, es su mujer... y
no la mía. A ese amigo le conozco muy bien. Si quiere,
le contaré su historia. Yo soy su amigo, como usted
podrá ver; si no lo fuera, ¿cómo iba a tomarme tanto
interés por su desgracia? ¡Compréndalo de una vez,
joven! Recuerdo que en más de una ocasión le tuve que
preguntar «para qué se casaba». Nunca comprendí la
necesidad que pudiera tener de comprometer su vida con
una mujer caprichosa y coqueta. ¡Son cosas que no se
entienden, pero que ocurren! Dígame, ¿acaso no tengo
razón? Bueno, la cuestión es que mi amigo se empeñó y
se casó, porque según él ansiaba disfrutar de los
placeres de la familia... En otros tiempos, él también
había sido una especie de conquistador y engañaba a
todos los maridos que podía. Ahora, sin embargo, le ha
tocado a él la suerte. Así es la vida, ¿no le parece,
joven? Usted me perdonará por estas manifestaciones,
que la necesidad de la situación me ha arrancado,
incluso en contra de mi sentido de la discreción. Mi
amigo es ahora un auténtico desdichado...
El caballero de la vulpeja se detuvo en este puntos Le
fallaba la voz, pero el joven pudo escuchar una especie
de sollozo.
—¡Bah, que el diablo se lo lleve! ¡Por lo visto aún
abundan los cretinos en el mundo...! Pero veamos, amigo
mío, ¿quiere decirme de una vez quién es?
—No, joven, eso no estaría bien. Reconózcalo usted
mismo. Yo procedo con nobleza y sinceridad, mientras
que usted..., ¡usted ha vuelto a emplear ese
desagradable tono de voz!
—Sí, sí, de acuerdo... Pero, dígame, ¿cuál es su
apellido?
—¿Y para qué necesita saber mi apellido?
—¡Vaya pregunta!
—Bástele con saber que me es absolutamente imposible
decirle mi nombre...
—Veamos, ¿conoce usted al señor Schabrin? —preguntó
súbitamente el joven a su compañero.
—¡Schabrin!
—Sí, Schabrin he dicho. ¿Le conoce?
—No... No sé qué Schabrin puede ser ése —afirmó el
señor de la vulpeja, con ojos que parecían amenazar con
salírsele de las órbitas—. No conozco a nadie que se
llame Schabrin, ésa es la verdad. El amigo del que le
hablo es una persona decente, al que conocí por
casualidad. Por lo demás, sepa que sus descortesías
sólo son explicables a partir de una determinada
excitación, propia del momento.
—Pues sepa que ese individuo es un granuja y que no
tiene nada de decente. Es un estafador que ha robado
una caja de caudales... y que no tardará en tener que
habérselas con la justicia.
—Perdone usted —dijo el caballero de la piel de
vulpeja, que se había puesto pálido como la cera—.
Usted no conoce a mi amigo, si no hablaría de otro modo
de él. Es evidente que no le ha visto nunca ni de
lejos.
—Es cierto que personalmente no le conozco, pero a
cambio conozco perfectamente su carácter, basándome en
fuentes que le son muy allegadas...
—¡Ah, amigo mío! ¿Puede saberse de qué fuentes habla?
Como usted sabe, yo soy tan distraído que...
—Ese individuo es un majadero, ya se lo digo yo. Es un
calzonazos, que no sabe guardar a su mujer en casa,
¿qué más quiere que le diga?
—Le ruego que me disculpe, joven, pero mucho me temo
que le esté cegando su ofuscación.
—¿Qué ofuscación?
—La suya.
—¡Vamos, hombre!
—Sé muy bien lo que le digo.
—¡Cállese! ¡Silencio! ¿No ha oído?
En el piso de Bobinitsin volvió a oírse, en efecto, un
rumor. Y poco después se abrió la puerta, a la vez que
se dejaban oír unas voces.
—¡Ah! ¡No! ¡No es ella! Estoy seguro de que no es
ella. Conozco bien su voz y... ¡No! ¡No es ella, desde
luego! —aseguró el caballero de la piel de vulpeja,
mientras volvía a ponérsele la cara tan blanca como la
pared.
—¡Cállese! —ordenó de pronto el joven. Y se adosó a un
rincón para no ser visto. —No es ella, ya se lo digo...
Créame que lo celebro infinitamente.
—Bueno, hombre, pues en ese caso ya puede marcharse,
¿no le parece? ¡Vamos, largúese!
—¿Y usted? ¿Por qué quiere quedarse aquí?
—Porque tengo algo que hacer, mientras que usted...
¿Por qué no se marcha de una vez y me deja tranquilo?
En aquel momento volvió a abrirse la puerta y el señor
de la piel de vulpeja se apresuró a desaparecer,
escaleras abajo. Casi rozando con él, pasaron un
caballero y una dama..., ¡y el joven creyó que se le
saltaba el corazón del pecho! Primero percibió una
clara y conocida vocecita de mujer, y luego una voz
recia de hombre, que le era completamente desconocida.
—No hay por qué preocuparse, tomaré un trineo —dijo la
voz del hombre.
—De acuerdo. Me parece muy bien.
—No tardará mucho en llegar a la puerta. Es cosa de un
momento, ya lo verás...
Después de decir esto, el hombre desapareció,
quedándose sola la mujer.
—¡Glafira! —dijo entonces el joven, saliendo de su
escondrijo y cogiendo a la dama por la muñeca—. ¿Es así
como respetas tus juramentos?
—¿Quién eres? ¡Ah, ya veo! Eres tú, Tvogorov... ¡Santo
cielo! ¿Qué haces aquí? ¡Qué sorpresa!
—¿Quién era ese individuo?
—¡Mi marido! ¿Quién quieres que sea? Márchate cuanto
antes, por Dios, que volverá en seguida. Ya sabes,
hemos venido a ver a Polovitsin...
—¡Pero si Polovitsin hace por lo menos tres semanas
que no vive aquí! ¡Lo sé todo!
—¡Ah...!
Y al lanzar esta pequeña exclamación, la dama echó a
correr escaleras abajo, todo lo rápidamente que le fue
posible. Pero el joven corrió tras ella y la alcanzó
haciendo que se detuviera nuevamente.
—¿Quién te ha dicho eso? —quiso saber la dama.
—Tu propio marido, Ivan Andreievich, que se encuentra
en tu presencia...
En efecto, era Ivan Andreievich quien así hablaba, y
al que el joven reconoció como su inseparable compañero
de toda la noche. Ahora estaba en la escalera, delante
de su esposa.
—¡De modo que eres tú! —exclamó el marido.
—Ah! C'est vous! —exclamó a su vez Glafira Petrovna,
abalanzándose hacia él con sincera alegría—. ¡Oh, Dios!
¡Las cosas que a mí me suceden siempre...! ¿Sabes?
Estuve en casa de los Polovitsin, ya te puedes
imaginar... Como sabes, viven en el puente Ismailov,
¿lo recuerdas? Bien, el caso es que tomé allí un
trineo, pero en el trayecto se espantaron los caballos
y fui despedida sobre la nieve, a unos cien pasos de
aquí... Al cochero le llevaron al hospital, pues
parecía trastornado. Menos mal que en aquel momento
llegó el señor Tvogorov...
—¿Cómo?
El señor Tvogorov se parecía desde luego mucho más al
asombro personificado que a sí minmo.
—El señor Tvogorov me reconoció en seguida y tuvo la
amabilidad de acompañarme, pero ahora, puesto que estás
tú aquí, me volveré contigo a casa. Permítame, señor
Tvogorov, que le exprese mi más profunda gratitud.
Y al decir esto, la dama tendió su mano al señor
Tvogorov, que parecía cada ves más atónito, y que le
estrechó la suya con tanta fuerza que casi le arranca
un grito.
—Es el señor Ivan Ilich Tvogorov —dijo la dama,
presentándolo a su marido—. Un amigo mío del que creo
haberte hablado alguna vez. Tuve el gusto de conocerle
en el último baile que dieron los Skorlupov, ¿lo
recuerdas?
—¡Oh, sí! Claro que lo recuerdo —aseguró con calor el
caballero de la piel de vulpeja—. ¡Mucho gusto,
señor...!
Y con sincera alegría estrechó la mano del señor
Tvogorov.
De pronto se dejó oír la voz recia de antes:
—¿Qué significa esto? ¿Con quién estás hablando?
Y ante el pequeño grupo apareció un caballero muy
alto, que se caló unos impertinentes y examinó con la
mayor atención al caballero de la vulpeja.
—¡Ah! ¡Hola, señor Bobinitsin! —exclamó entonces la
dama, con su tono más meloso—. ¿De dónde sale usted, si
me permite la pregunta? ¡Figúrese que acaban de
despedirme por la nieve los caballos desbocados de un
trineo! ¡Ha sido terrible! Pero aquí está mi marido...
Jean, permíteme que te presente al señor Bobinitsin, a
quien tuve el gusto de conocer en el baile de los
Karpov.
—¡Ah! ¡Encantado, señor! Permítanme, voy a buscar un
coche...
—Sí, Jean, anda. Todavía tengo los nervios de punta a
causa del susto que me he llevado. No me siento
demasiado bien. Esta noche en el baile de máscaras... —
susurró la dama al oído de Tvogorov—. Adiós, señor
Bobinitsin. ¿Nos volveremos a ver mañana en el baile de
los Karpov?
—No sé si iré mañana allí —repuso Bobinitsin, que
murmuró algo al oído de la dama, para terminar su
frase, tras lo cual hizo una reverencia y montó en su
trineo.
Entonces se presentó un segundo trineo, en el cual
subió la dama. El caballero de la vulpeja, sin embargo,
titubeó antes de hacerlo. Al parecer, no se encontraba
en condiciones de hacer ningún movimiento, mientras
contemplaba con ojos desorbitados al joven de la
pelliza, que sólo oponía a su descaro una sonrisa no
precisamente muy espiritual.
—No sé...
—Encantado de haberle conocido —repuso el joven con
una leve inclinación, que en cierto modo le sirvió para
echarse hacia delante, pues de pronto dejó su rostro
traslucir una sombra de precaución temerosa.
—¡Mucho gusto!
—Creo que ha perdido usted un chanclo...
—¡Ah, es cierto! ¡Muchas gracias! Eso me ocurre por
usar chanclos de goma.
—Pues, según dicen, con los chanclos de goma sudan los
pies —dijo el joven, con un aparente interés.
—Jean, ¿vienes ya?
—En seguida voy, querida... Permíteme un momento.
Señor —añadió, dirigiéndose al joven—, le agradezco su
consejo sobre los chanclos. ¡Excúseme!
—Por favor...
—¿Sabe una cosa? Celebro mucho, muchísimo, haberle
conocido...
El caballero de la piel de vulpeja se sentó junto a su
esposa en el trineo, y después arrancaron los caballos.
El joven, entretanto, permaneció inmóvil, pues aún no
había conseguido reponerse de su sorpresa.

II

A la noche siguiente tuvo lugar una representación en


la Opera Italiana. Ivan Andreievich irrumpió en la sala
como si se tratara de una exhalación. Nadie le había
visto jamás con tanta afición por la música como
parecía sentir ahora. Al menos, todo el mundo sabía que
Ivan Andreievich no había podido prescindir con
anterioridad de sus dos horas de sueño en la Opera
Italiana, llegándose a afirmar que él mismo decía que
«el sueño allí resultaba de una dulzura especial, pues
las prima-donnas cantaban sus arias con la misma
suavidad con que podría mayar una gatita blanca».
Ahora, sin embargo, desde hacía medio año, Ivan
Andreievich no podía dormir ni siquiera por las noches
en su propia cama. Pero dejemos esto por el momento...
Como decimos, aquella noche penetró en la sala como una
exhalación. El acomodador dio un respingo y miró en
seguida, con visible recelo, al bolsillo delantero del
frac del caballero, como si temiera que de allí pudiera
salir un cuchillo de un momento a otro.
Es de reseñar que por aquel entonces el público estaba
dividido en dos bandos, formados por los respectivos
partidarios de cada una de las primadonnas. Los unos se
autodenominaban los sitas, mientras que los otros se
hacían llamar los nitas1. Sin embargo, ambos bandos

1
Los sitas y los nitas: es decir, los respectivos
admiradores de Teresa de Giuli Borsi y de Erminia
Frezzolini, dos cantantes italianas de ópera, que
actuaron en San Petersburgo durante la temporada
comprendida entre octubre de 1847 y febrero de 1848.
(N. del T.)
amaban la música con una gran pasión, y tanto era así
que los acomodadores y administradores del local
temían, sobre todo, que cualquier día tuviera lugar una
ruptura de aquel amor hacia lo bello que las dos prima-
donnas encarnaban.
Por eso, al advertir aquella noche el acomodador tan
juvenil vehemencia en un hombre de cabello blanco y
cincuentón, un hombre de aspecto y edad aparentemente
pacíficos, murmuró involuntariamente las sublimes
palabras de Hamlet, el príncipe de Dinamarca:

Cuando la vejez ataca tan terriblemente,


¿cómo no esperar cualquier cosa de los jóvenes?

En efecto, cuando se conducían así los viejos, pensaba


el empleado del teatro, ¿qué habría que esperar de los
espectadores más jóvenes? A pesar de los recelos del
acomodador, en el bolsillo delantero del frac de Ivan
Andreievich no había otra cosa que su cartera.
En cuanto Ivan Andreievich se hubo hallado en la sala,
pasó una rápida revista con la mirada a los palcos de
la segunda fila..., ¡y allí estaba ella! No pudo evitar
que el corazón le diera un vuelco. Ocupaba un palco
junto con el general Polovitsin, la esposa de éste y su
suegra. Pero en el mismo palco se encontraba también el
ayudante del general, un hombre extraordinariamente
atento y amable, aparte de otro caballero que vestía de
paisano.
Ivan Andreievich aguzó la mirada todo lo que le fue
posible, pero aquel individuo que iba de paisano, a
quien no conocía, se retrepó tras el ayudante del
general y le resultó prácticamente imposible
reconocerle... ¡Sí! ¡Ella estaba allí, a pesar de que
había dicho de forma categórica que no iría!
Aquella ambigüedad que Glafira mostraba a cada
instante era justamente lo que más mortificaba al pobre
Ivan Andreievich. Por lo demás, aquel joven de paisano
le había sumido desde el primer momento en un estado de
profunda desesperación. Se desplomó en su asiento como
si hubiera sido herido de muerte.
¿Y por qué ocurrió esto? Muy sencillo... El asiento en
el que Ivan Andreievich se había dejado caer, se
encontraba junto a los palcos, y por lo tanto debajo
mismo de aquel que ocupaban el general Polovitsin y su
familia, además de su mujer y los dos individuos ya
mencionados. Para colmo de su desventura, ni siquiera
podía ver lo que sucedía en él. Resulta comprensible
que le hirviese de rabia la sangre, lo mismo que hierve
el agua en la tetera. De todo el primer acto apenas
captó una nota debidamente. Según se dice, lo mejor que
tiene la música es que se acomoda bien a toda clase de
sentimientos: al que se siente alegre, todo sonido
también se lo parece, y lo mismo ocurre con quien está
triste... ¿Qué más puede pedirse de una expresión
artística?
Sin embargo, en los oídos de Ivan Andreievich lo que
empezaba a rugir era una auténtica tormenta. Para colmo
de sus desdichas, a su alrededor la gente no hacía más
que hablar, y con ello le impedían concentrarse, o en
la música o en sus pensamientos. Por último, terminó el
primer acto. Pero he aquí que, cuando caía el telón, le
sucedió a nuestro héroe algo tan raro que ninguna pluma
acertaría a describirlo adecuadamente.
Suele ocurrir que desde el antepecho de cualquiera de
los palcos más altos descienda sobre el patio de
butacas un programa de mano, el cual parece complacerse
en planear zigzagueando, como para hacer más lenta y
caprichosa su caída. Cuando lo que sucede en el
escenario no es muy interesante, entonces el público,
indiferente, tiene un momentáneo motivo de
entretenimiento. Las miradas suelen seguir llenas de
interés el suave revoloteo del papel, pugnando por
adivinar cuál será su estación y destino, que casi
siempre es una cabeza, la cual permanece ignorante de
lo que ocurre hasta el mismo momento en que la
fatalidad cae literalmente sobre ella... bajo la forma
de un programa de mano. Es también sumamente divertido
observar cómo la cabeza en cuestión se agita y mira,
sobresaltada, en torno suyo, para averiguar qué sucede.
Una inquietud parecida es la que suelen inspirarme los
gemelos que las señoras dejan tan imprudentemente en el
mencionado antepecho de los palcos, pues no me es
posible abandonar la idea de que en cualquier momento
pueden caer en el vacío... sobre alguna cabeza,
completamente desprevenida e ignorante de su fatal
sino.
A Ivan Andreievich le sucedió, sin embargo, algo que
con anterioridad no le había ocurrido a nadie. No fue
ningún programa de mano lo que cayó sobre su cabeza,
bastante desprovista ya del ornamento capilar, sino
algo bien distinto. Presiento que me resultará én
extremo penoso reproducir el incidente con un mínimo de
fidelidad, pues resulta bastante engorroso explicar que
sobre la honrada y casi desnuda cabeza del inquieto y
excitadísimo Ivan Andreievich vino a caer algo tan
inmoral como suele ser una carta de amor. El sobresalto
de nuestro héroe no hubiera sido mayor si sobre su
cabeza hubiese caído alguna rata viva o cualquier otro
repugnante animalejo. Que la carta era de amor, es algo
que saltaba a la vista, pues en primer lugar estaba
escrita en un papel muy suave e indiscretamente
perfumado. Además era de un tamaño tan reducido, que
cualquier dama hubiera podido esconderla en uno de sus
guantes. Debía haberse caído cuando alguien se propuso
entregar la misiva a su destinatario, tan rápida como
discretamente, y quizá encubierta en algún programa de
mano. La causa de su caída podía haber sido igualmente
cualquier movimiento impreciso, gracias á lo cual la
misiva se habría desprendido del programa antes de que
su remitente la hubiera podido ocultar. Fuese como
fuere, la cuestión era que el infortunado destinatario
no había recibido más que el envoltorio del mensaje,
mientras que Ivan Andreievich se encontraba inmerso en
una situación harto desagradable y embarazosa.
«Predestiné!», murmuró para sus adentros, al mismo
tiempo que transpiraba por todos sus poros gotas de
sudor frío. Estrujó convulsivamente en su mano la
carta, como si alguien le amenazara con arrebatarle
semejante tesoro... «Predestiné! ¡La bala encuentra
siempre al culpable! —continuó pensando—. ¡Pero no es
verdad! ¿Qué delito habré podido cometer yo, Dios mío?»
Cada una de aquellas ideas empujaba a la anterior,
pero, ¿quién podría enumerar las ideas que pasan por un
cerebro, y más cuando se halla tan excitado como el de
Ivan Andreievich? De momento, nuestro héroe se quedó
inmóvil en su asiento. No quiso mirar hacia ningún
lado, pues tenía la certeza de que toda la sala estaba
pendiente de su cabeza, si bien en aquel momento
acababa de caer el telón entre una salva de aplausos,
mientras la prima-donna empezaba a provocar la
correspondiente tempestad de entusiasmo.
Ivan Andreievich estaba tan confuso e inquieto, que ni
siquiera se atrevía a levantar la mirada, como si le
acabara de ocurrir la desgracia más vergonzosa que
pudiera ocurrir a un ser humano.
—Ha cantado muy bien —se atrevió a observar
tímidamente, dirigiéndose a su vecino de la izquierda,
un destacado personaje de la sociedad más elegante.
El individuo en cuestión, que parecía encontrarse en
el colmo del éxtasis, se afanaba por aplaudir
rabiosamente, ayudándose también con los pies, que
golpeaba contra el suelo, poseído por un increíble
entusiasmo. En medio de su agitación, aún tuvo tiempo
para dirigir una ligera mirada a Ivan Andreievich.
Después formó una bocina con sus manos, que se llevó a
la boca, y lanzó a los cuatro vientos, en un estentóreo
grito, el nombre de la cantante que acababa de actuar
sobre el escenario.
Ivan Andreievich, que jamás había presenciado un
alboroto parecido, se sintió más tranquilizado, pues
pensó: «¡No parece que se haya dado cuenta de nada!»
Sin embargo, un señor obeso que tenía a su espalda,
miraba con sus gemelos hacia los palcos. «Bueno —se
dijo Ivan Andreievich—, pero los espectadores de las
filas delanteras no han visto nada.»
Con cierta timidez, pero animado por una alegre
esperanza, se atrevió a mirar a los palcos que se
hallaban junto a su asiento. De pronto sintió un
sobresalto, pues lo que vio en aquella dirección no
podía sino desconsolarle. En el palco más próximo se
encontraba una bonita dama que, retrepada en su
asiento, se apretaba nerviosamente el pañuelo contra
sus labios, a fin de reír con más libertad... «¡Oh, las
dichosas mujeres están en todas partes! ¡No se les pasa
nada!», suspiró Ivan Andreievich para sus adentros. Y
se deslizó a toda prisa hacia la puerta, procurando no
pisar a nadie de entre el público.
El lector se preguntará seguramente por la razón de
que Ivan Andreievich tuviera que pensar que la referida
carta de amor procedía justamente de aquel palco de la
fila segunda donde se encontraba su mujer, ya que por
encima de aquella fila aún había una tercera, y luego
una galería que completaba un conjunto de cinco hileras
de palcos. ¿Por qué tenía que haber caído aquel papel
de la fila en cuestión y no de cualquiera de las demás?
En realidad, para que Ivan Andreievich pensara aquello
con tal firmeza, sólo había una causa, y ésta era la de
que la pasión siempre es exclusivista, siendo los
celos, por otra parte, la pasión más exclusivista del
mundo.
Ivan Andreievich, como ya hemos dicho, se precipitó
hacia la puerta. Pero, en cuanto la hubo alcanzado, se
detuvo junto a la primera lámpara del vestíbulo que
encontró, y allí mismo abrió el sobre, leyendo el
siguiente y escueto mensaje:

«Esta noche, después de la representación, iré a la


calle P..., en la casa de K..., segundo piso a la
derecha. Entrada por la puerta cochera. Espérame allí,
sans faute. Te lo ruego.»

A Ivan Andreievich la letra no le resultaba conocida,


pero había un detalle que no le ofrecía ninguna duda, y
era que en aquella carta se daba una cita a alguien. En
consecuencia, su primer pensamiento fue el de
«precaver, procurando hacer algo para evitar el mal,
mientras ello fuese posible». Por un momento, incluso
pensó en «reconvenir a los culpables, allí mismo, en el
teatro», pero... ¿cómo hacerlo?
Con aquel pensamiento en su cabeza, Ivan Andreievich
se apresuró a subir al segundo piso, pero, por fortuna,
recapacitó a tiempo y se volvió atrás. No acababa de
decidirse. En realidad, no sabía qué hacer, ni adonde
dirigirse. En su indecisión, se dirigió hacia el lado
contrario, mirando por la puerta entreabierta del palco
que quedaba justamente enfrente del de su mujer. Pero
miró también a los otros cuatro palcos que caían en
perpendicular, y de los que podía haberse desprendido
la carta, pudiendo comprobar que en todos ellos había
señoras y caballeros. Esto significaba que la carta
amorosa podía haber caído de cualquiera de aquellos
cinco palcos, tanto más cuanto que Ivan Andreievich
creía que los ocupantes de los cinco estaban conjurados
en su contra. Sin embargo, y a despecho de todas las
posibilidades evidentes, Ivan Andreievich prefirió
seguir aferrado a su primera idea.
El tiempo que duró el acto segundo se lo pasó por
completo en los pasillos, que recorrió incesantemente,
sin que encontrara a nadie en ellos. Por supuesto se
dirigió también a la contaduría del teatro, a fln de
informarse sobre los nombres de los señores que habían
comprado aquellos cinco palcos, pero la encontró
cerrada. Por último, resonaron los aplausos y las
ovaciones dirigidos a los artistas, con los cuales
terminaba la representación.
Entretanto, Ivan Andreievich había trazado im plan,
que consistía en dirigirse a toda prisa a la calle
P..., a fin de coger a los culpables sobre el mismo
terreno del delito, y procediendo por supuesto con más
energía que la noche anterior.
No tardó en dar con la casa. Y estaba justamente a
punto de entrar en ella, cuando, de repente, rozándole
casi la manga, se adentró en el patio de la misma un
hombre embutido en un abrigo de elegante corte, que
subió como una exhalación la escalera con dirección al
segundo piso. Aquel individuo le recordó de alguna
manera al joven del día anterior, por más que ni
siquiera entonces consiguió verle bien el rostro. El
corazón le latía con una gran violencia, mientras subía
la escalera, y aquel individuo le llevaba ya una
delantera de dos tramos. ¿Cómo detenerle? ¿Cómo podía
alcanzarle?
De pronto, Ivan Andreievich oyó cómo abrían una
puerta. Quien fuese, lo hizo sin necesidad de ninguna
llave, como si hubieran estado esperando al recién
llegado. Ivan Andreievich llegó ante la puerta en el
preciso momento en que desaparecía tras ella el joven a
quien perseguía, sin que todavía la hubieran cerrado
desde dentro. Pensó recapacitar un poco, detenerse
mínimamente a considerar la gravedad del paso que iba a
dar, reflexionar acerca de todo aquello, antes de
adoptar una resolución definitiva. Mas entonces quiso
el destino que se detuviera un pesado carruaje en la
puerta de la casa. Se abrió ruidosamente la portezuela
de aquél y se dejaron oír las renqueantes pisadas de
alguien que, entre toses y carraspeos sin fin,
comenzaba a subir lentamente la escalera.
Ivan Andreievich no había previsto aquello, y así,
empujó la puerta y se adentró en el piso con toda la
solemnidad del mundo, como un marido engañado que se
cree con todos los derechos para allanar una morada
ajena. Le salió al paso una doncella, a la que siguió
un criado. Ninguno de los dos pudo detener al intruso.
Ivan Andreievich penetró como un rayo en la habitación
más próxima, cruzó dos habitaciones más casi a oscuras,
y acabó en una alcoba..., ante una joven y hermosa
damita, que le miraba entre temblorosa y atónita, pues
no comprendía nada de lo que estaba ocurriendo. En
aquel instante, y antes de que Ivan Andreievich pudiera
darse cuenta de lo que pasaba, se oyeron unos pasos en
el cuarto contiguo, los cuales se aproximaban hacia la
puerta de la alcoba. Eran los mismos pasos que Ivan
Andreievich percibiera a su espalda en la escalera.
—¡Santo Dios! ¡Es mi marido! —exclamó horrorizada la
bella damita, que en un momento se puso más blanca que
su peinador y que no parecía acertar a hacer otra cosa
que unir sus manos con un gesto de angustiosa
desolación.
Ivan Andreievich comprendió rápidamente que se había
metido en una especie de callejón sin salida. Había
cometido una auténtica ligereza, que ahora ya no podía
reparar. La puerta de la alcoba estaba ya abriéndose...
Nadie hubiera podido explicar, ni siquiera él mismo,
por qué Ivan Andreievich no salía al encuentro del
desconocido, a fin de hablarle con toda franqueza,
explicarle su error y pedirle perdón por su
inconveniencia. Después podría retirarse... y en paz,
aunque no fuese cubierto de laureles, ni empenachado de
heroísmo, pero sí de una forma digna y decorosa.
Por el contrario, Ivan Andreievich acabó conduciéndose
como un colegial que ignora las más elementales reglas
de la reflexión, cuando no como un don Juan de opereta.
Lo mejor que se le ocurrió hacer fue ocultarse tras las
cortinas del lecho, pero a los pocos segundos se dejó
caer de rodillas al suelo y, sin detenerse a pensarlo,
se deslizó por debajo de la cama del desconocido
matrimonio. El miedo había aniquilado en él toda
facultad de pensar, pues sólo así puede explicarse que
Ivan Andreievich, quien se consideraba también como un
esposo engañado, hiciese ahora lo que juzgaba tan
pésimamente en el prójimo... ¿No sería que, con aquella
conducta, pretendía evitarle a otro lo que tanto le
había torturado a él? Sea como fuese, lo cierto es que
se metió debajo de la cama y allí se encontró, sin
comprender él mismo cómo había podido llegar hasta
aquel lugar.
Lo más asombroso para él era que la dama le hubiese
dejado hacer todo aquello tan tranquilamente. Ni
siquiera había proferido un grito, al ver ante ella a
un hombre que no conocía y que, por añadidura, se metía
después bajo su lecho matrimonial. Lo más que cabía
suponer es que la pobre joven había perdido el uso de
la palabra como consecuencia de la terrible sorpresa.
Mientras tanto, bostezando y quejándose, entró en la
alcoba el pesado marido. Con su senil lentitud llegó
hasta donde se encontraba su joven esposa, le dio las
buenas noches y después se dejó caer en un gran
butacón, como si se sintiera abrumado por el peso de
alguna carga descomunal. Después se vio atacado por un
pertinaz golpe de tos. Y entretanto, Ivan Andreievich,
que de tigre se había trocado en manso cordero, se puso
a temblar, encogiéndose como un ratoncillo. Apenas se
atrevía a respirar, a pesar de que sabía por propia
experiencia que no todos los maridos engañados muerden.
Pero ni siquiera pensó esto, sino que como mucho
intentó orientarse debajo de la cama, a fin de colocar
sus miembros en la posición más cómoda que le fuera
posible... Cuál no sería su asombro cuando comprobó,
aterrorizado, que al extender la mano, tropezaba con un
bulto que se movía y que también le cogía a él una de
sus manos. En efecto, debajo de la cama había otro
hombre.
—¿Quién anda ahí? —preguntó Ivan Andreievich, con un
hilo de voz y temblando de la cabeza a los pies.
—¿Acaso estoy obligado a presentarme? —contestó el
otro, no sin cierta ironía—. Estese quieto y procure no
hacer ruido, ya que ha caído en la trampa...
—Caballero, por favor, cuide usted su tono.
—¡Silencio!
Y entonces aquel desconocido cogió con tal fuerza un
brazo de Ivan Andreievich, que a éste casi se le escapó
un grito de dolor.
—Por favor, caballero...
—¡Silencio!
—En tal caso, procure no estrujarme la mano, porque de
lo contrario me veré obligado a gritar.
—¡Bueno! —exclamó el otro con la misma ironía de
antes—. ¡Ande! ¡Grite usted, si se atreve!
Ivan Andreievich enrojeció de vergüenza. El
desconocido no parecía saber lo que era la piedad.
Quizá no fuese la primera vez que se veía en aquella
situación. Pero Ivan Andreievich era un novato en
aquellos lances. No era de extrañar, por lo tanto, que
creyera encontrarse a dos pasos de un fatal desenlace.
Notaba perfectamente cómo la sangre le llegaba a la
cabeza en forma de ardientes oleadas. ¿Qué podía hacer?
¡Nada! ¡Nada que no fuese permanecer allí tendido, boca
abajo! Decidió, por tanto, resignarse y callar.
—¿Sabes, querida? —comenzó a decir el viejo marido—.
He estado en casa de Pavel Ivanovich. Hemos comenzado
jugando una partida, pero después... Kje-kje-kje-kje...
—la tos volvía a atacar al viejo—. Kje... kje... kje...
¡Oh, mi espalda! ¡Cielo santo, cómo me duele! Kje...
kje... kje...
Y el viejo parecía que iba a seguir tosiendo
interminablemente.
—Después comenzó a dolerme la espalda de tal modo... —
prosiguió diciendo el anciano esposo, al mismo tiempo
que se enjugaba los ojos—, comenzó a dolerme la espalda
de tal modo, que tuve que levantarme. No podía estar de
pie, ni tampoco sentado... ¡Y todo por culpa de las
malditas hemorroides! Kje... kje... kje...
Aquel ataque de tos parecía estar destinado a durar
más tiempo que la misma vida del enfermo que lo
padecía. En cuanto la tos cedía un poco, el vejete
comenzaba de nuevo a mascullar palabras casi
incomprensibles, que volvían a diluirse en el siguiente
ataque convulsivo.
—Caballero, por favor, ¿sería tan amable de echarse
hacia un lado? —se quejó entretanto Ivan Andreievich.
—¿Cómo quiere usted que me aparte, si no hay más
espacio libre?
—De cualquier forma, comprenda que no podré estar
mucho tiempo boca abajo... ¡Es la primera vez que me
ocurre una cosa así!
—Y a mí también es la primera vez que me ocurre
encontrarme en tan desagradable vecindad.
—De todos modos, joven, creo que debo decirle...
—¡Silencio!
—¿Silencio? ¡Nada de eso! Permítame usted que le diga
que su manera de expresarse resulta un tanto descortés,
por no decir otra cosa. Si no me engaño, usted es
todavía muy joven. Estoy seguro de que yo tengo más
edad que usted.
—¡Vamos! ¡Haga el favor de callarse inmediatamente!
—Mucho me temo, caballero, que se esté propasando.
Estoy seguro de que no sabe con quién habla...
—En eso se equivoca. Sé perfectamente que estoy
hablando con un individuo que se encuentra metido
debajo de una cama que no es la suya.
—Eso es cierto, pero sepa que me encuentro en esta
situación por culpa de la casualidad, mientras que
usted, si no me engaño, lo está por inmoralidad.
—¡Se equivoca usted por completo!
—Caballero, como le he dicho, tengo más años que usted
y...
—Es posible, pero creo que haría usted bien en no
olvidar que nos hallamos debajo de una cama extraña...
¡Ah, otra cosa! ¡Le agradecería mucho que no metiera
sus dedos en mis ojos!
—Perdone, señor, pero estoy seguro de que usted
comprenderá que en estas condiciones no vea
absolutamente nada... Por lo demás, mucho me temo que
en este reducto no haya sitio suficiente para los dos.
¿Está usted de acuerdo?
—¿Y por qué ha engordado usted tanto?
—¡Cielo santo! ¡Le juro que nunca hasta ahora me había
visto en una situación tan humillante!
—En efecto, no creo que exista una situación más
humillante.
—¡Por favor, caballero! Yo no sé concretamente quién
es usted, ni cómo ha ocurrido todo esto. Lo único que
sé es que me encuentro aquí por equivocación, y desde
luego, no soy lo que usted se imagina, puedo
asegurárselo.
—Señor mío, yo no me imagino nada de usted, y ni
siquiera me apercibiría de que existe... si no fuese
porque a cada momento me tropiezo con su majestuosa
persona. No obstante, creo que hasta una incomodidad
semejante podría soportarla, si hiciera el favor de
permanecer callado.
—Le aseguro que como no se haga a un lado y me deje
respirar, va a darme una apoplejía. En tal caso, usted
sería el responsable de mi muerte. Le aseguro que soy
un hombre honrado, un padre de familia, y por lo tanto
no puedo hacerme a la idea de encontrarme en esta
posición, ¿comprende?
—En todo caso, yo lo único que sé es que ha sido usted
quien ha venido aquí espontáneamente... Lo que quiero
decir, es que no está aquí en contra de su voluntad. De
todos modos, le haré un poco más de sitio, pero a
condición de que no vuelva a hablar, ¿de acuerdo?
—¡Oh, ya veo que es usted un joven razonable! Debo
confesar que en un principio le había juzgado demasiado
severamente —comenzó a decir Ivan Andreievich, en un
arrebato de gratitud, a la vez que trataba de situar
sus miembros entumecidos en una posición que le
resultara más cómoda—. Sepa que lamento infinitamente
su propia incomodidad, pero debemos ser comprensivos y
darnos cuenta de que no podemos hacer nada más. Por
otra parte, entiendo que piense mal de mí, y en tal
medida no debe extrañarse de que yo quiera defender mi
reputación, incluso en un momento como éste... Bueno,
querría que me permitiese decirle quién soy, y cómo fue
que vine a parar aquí en contra de mi voluntad. Le
vuelvo a repetir, yo no me encuentro aquí por las
razones que usted puede suponer, o que seguramente
supondrá. En primer lugar, le tengo un miedo horrible
a...
—Pero ¿quiere hacer el favor de callarse? ¿No
comprende que se expone a que le oigan? ¡Silencio! ¿No
ve que nuestro guardián dejará de toser?
En efecto, la tos del anciano había dejado de oírse, y
al parecer se disponía a seguir la conversación
comenzada con su joven esposa.
—Bueno, querida, como te iba diciendo... —carraspeó el
viejo de una forma penosa y quejumbrosa—„ Como te iba
diciendo, kje... kje... kje... Pedosiei Ivanovich me
dijo: «Usted debería probar...» Kje... kje... kje... Me
recomendó que tomara tisana... ¿Tú qué opinas? Kje...
kje... kje... ¿Me oyes, querida?
—Sí, te oigo, hombre...
—Bueno, ya sabes... Pedosiei ívanovich me recomendó
que tomara tisana. Pero le dije que ya me había
aplicado sanguijuelas, y que... kje... kje... kje... No
obstante, él se empeña en que la tisana es mucho más
eficaz, porque en primer lugar es un purgante, y
entonces... Kje... kje... kje... Dime, querida, ¿cuál
es tu opinión? ¿Crees que la tisana me sentaría bien?
Kje... kje... kje... ¡Santo Dios!
—Creo que no perderías nada con probar ese nuevo
remedio —dijo la joven esposa, en tono resignado.
—Desde luego... Sí, lo probaré... Por lo demás,
Pedosiei ívanovich sugirió la posibilidad de que
estuviera tuberculoso... ¿Tú qué opinas, querida?
Kje... kje... kje...
—¡Por Dios, qué cosas dices, Aleksandr Demianovich!
—Lo que creo que tengo es un catarro gástrico, ¿no te
parece...? Kje... kje... kje... Quizá tenga también
algo de tuberculosis, ¿no crees, querida? ¿Estaré de
verdad tuberculoso?
—Pero ¿cómo puedes pensar una cosa así, Aleksandr
Demianovich? ¡Es un desatino, créeme! ¡Eres
excesivamente aprensivo!
—¡Tuberculoso! ¡Eso es lo que me dijo Fedosiei
ívanovich! —insistió el anciano—. Pero, querida, ¿por
qué no te desnudas y te acuestas? Kje... kje... kje...
Lo que en realidad debo tener es un enfriamiento, ¿no
te parece?
—¡Uf! —se quejó Ivan Andreievich, en su forzada
postura de debajo de la cama—. ¡Por amor de Dios,
hombre, hágame un poco más de sitio!
—¿Otra vez? —dijo el otro—. Pero, bueno, ¿es que no
puede estarse quieto?
—¡Bah, ya veo que la tiene usted tomada conmigo,
joven! Mucho me temo que lo que se ha propuesto desde
un principio es ofenderme. Lo más probable es que sea
usted el amante de esa joven. ¿Me equivoco?
—¡Vamos, hombre! ¿Quiere callarse de una vez?
—No, señor. No pienso callarme. No le permitiré a
usted que me avasalle de esa manera. Ahora ya no me
cabe la menor duda: usted es el amante. Si nos
descubren, yo seré el inocente. ¡Usted es el verdadero
culpable!
—¡Pero, hombre! ¡Cállese de una vez! —le interrumpió
el otro, con acento colérico—. Sepa que, si estoy aquí,
es porque he venido siguiéndole. No me ha reconocido,
pero usted es mi tío. Eso es lo que diré, al menos, y
de esa forma no podrán creer que soy el amante de esta
señora.
—¡Dios mío! ¿Se ha propuesto hacerme perder el juicio?
Porque supongo que no creerá que mi paciencia es
ilimitada, ¿verdad?
—¡Cállese de una vez... o le juro que conseguiré
hacerle callar de otro modo! Veamos, ¿podría decirme
por qué se encuentra aquí? De no haber aparecido usted,
yo me habría pasado aquí la noche tranquilamente, y
mañana habría podido aprovechar un momento favorable
para salir de esta situación tan engorrosa. Sin
embargo, ahora, con usted aquí, no sé qué ocurrirá...
—¡Pues yo no estaré aquí tendido hasta mañana! —dijo
Ivan Andreievich—. Sepa, señor mío, que yo soy un
hombre que piensa... En fin, lo que quiero decir es que
tengo relaciones, que tengo quien me proteja. No
obstante, dígame usted una cosa: ¿cree que ese nombre
de ahí arriba acabará por dormirse?
—¿A quién se refiere?
—¿A quién quiere que me refiera? ¡Al viejo!
—¡Claro que se dormirá! No todo el mundo es como
usted... Aunque le sorprenda mucho, hay gentes que
tienen la costumbre de dormir, ya sea en su casa, o en
un hotel.
—¡Por favor, caballero! —exclamó Ivan Andreievich,
transido por el espanto—. Tenga usted la completa
seguridad de que yo acostumbro dormir en mi casa, y de
que ésta es la primera vez que... ¡Ah! ¡Pero ya veo que
usted no me conoce! Dígame, joven, ¿cómo se llama?
Dígamelo sin ningún reparo, por favor... Se lo ruego en
nombre del más desinteresado afecto. Diga, ¿cómo se
llama usted?
—Si no se reporta, señor mío, sepa que estoy dispuesto
a emplear la violencia —dijo el otro.
—Está bien, en ese caso, permítame que le refiera todo
lo concerniente a esta desdichada historia.
—¡No! ¡No me interesa saber nada que se refiera a
usted! Me basta con que me deje en paz. ¡Cállese de una
vez!
—Es que no puedo.
En el estrecho espacio que había debajo de la cama se
desarrolló una breve lucha, tanto más sañuda cuanto
mayor era el absurdo de la situación. Todo acabó cuando
Ivan Andreievich decidió callar.
—Querida —dijo entonces el viejo—, ¿no has oído algo?
¿No será que anda por ahí tu gatito?
Era evidente que la joven esposa no sabía qué
responder a su viejo marido. Por otra parte, podía
notarse en el tono de su voz que no había conseguido
recobrar su habitual presencia de ánimo.
—¿De qué gato hablas?
—De nuestro gatito, mujer... Además, el otro día me lo
encontré en el despacho, enroscado sobre sí mismo. En
cuanto me vio, se puso a gruñir, poco más o menos como
ha hecho ahora. Yo me acerqué a él, y le dije: «¿Qué
tienes, minino?» Pero él se enfurruñó y siguió
gruñendo, lo que me hizo pensar si no estaría
profetizando mi muerte.
—¡Uf, qué cosas dices hoy! No te entiendo, no sé cómo
no tienes miedo de hablar de ciertas cosas.
—¡Bueno, querida, no te enfades! Ya veo que sientes
pena de pensar que yo pudiera morirme, pero no te
enfades por tan poca cosa. Te prometo no seguir
hablando así. Lo dije únicamente por decir, ya sabes
que a veces se habla nada más que porque sí... Pero
dime, cariño, ¿por qué no te desnudas de una vez y te
metes en la cama?
—¿Y tú?
—Yo creo que permaneceré todavía sentado un rato en la
butaca... Kje... kje... kje...
—Por favor, no sigas...
—Bueno, no te enfades, querida, pero juraría que por
aquí cerca andan ratones.
—¡Vaya! ¡Tan pronto te parecen gatos como ratones! La
verdad es que no hay quien te entienda. ¡No sé qué te
sucede hoy!
—Bueno, no te enfades; ya te digo que... Kje... kje...
kje... En fin, creo sinceramente que eres muy buena...
Kje... kje... kje...
—Como habrá podido comprobar, ese viejo le ha oído,
así es que haga el favor de estarse callado —dijo a
Ivan Andreievich su joven compañero.
—¡Si supiera lo que pienso...! Además, la nariz me
está chorreando sangre...
—¡Pues déjela que chorree! Pero, al menos, cállese.
¿Acaso no comprende que es por el bien de los dos? Por
favor, tenga un poco de paciencia. Según mis cálculos,
ese hombre deberá abandonar la habitación de un momento
a otro.
—Sin embargo, póngase usted en mi lugar, joven. ¡Ni
siquiera sé con quién estoy hablando!
—¿Y eso qué importa? ¿Acaso le resultaría menos
molesta su postura si lo supiera? Ya ve, a mí no me
interesa lo más mínimo saber su nombre. Sin embargo,
dígame, ¿cómo se llama?
—¿Y para qué quiere saberlo? Lo único que yo desearía
explicarle son las causas por las que casualmente y de
un modo absurdo me he visto mezclado en esta
situación...
—¡Silencio! ¿No oye que ya ha dejado de toser?
—Creo que estoy en lo cierto, querida. Están
cuchicheando por aquí cerca...
—¡Eso no es posible! ¡Será que se te han caído los
algodones del oído!
—Sí, mira, encima de nosotros... Presta atención, ¿no
oyes...? Es en el piso de arriba, estoy seguro..»
Kje... kje... kje...
—¿Encima de nosotros? —murmuró el joven, debajo de la
cama—. ¡Y yo que creí que éste era el último piso!
¡Ahora resulta que es el primero!
—¿Qué está usted diciendo, joven? —exclamó Ivan
Andreievich, como si alguien le hubiese dado una
bofetada—. ¡Por Dios...! ¡Pero si yo también creía que
era el último piso! ¿Entonces hay otro?
—Estoy seguro, querida, de que alguien se esconde por
aquí cerca —insistió el viejo, al que parecía haberle
cesado la tos.
—¡Silencio, hombre! ¿No oye usted? —murmuró el joven,
cuyas manos oprimieron las de Ivan Andreievich cual si
hubieran sido tenazas.
—¡Caballero! ¿No ve que me está lastimando? Esto es un
abuso. ¡Es intolerable! ¡Por favor, suélteme!
—¡Silencio!
Entonces se produjo una nueva disputa entre los dos
hombres, seguida de un nuevo silencio.
—No te lo he dicho, ¿verdad, querida? Al subir, me
encontré con una joven muy agraciada —continuó diciendo
el anciano.
—¿Una joven muy agraciada? ¡A ver, cuéntame todo lo
que sea! —suplicó la joven esposa.
—¡Oh, no es nada! Es que me encontré con una mujer muy
atractiva en la escalera. ¿No te lo había dicho? Se me
habrá olvidado, porque llevaba intención de... ¡Ah,
está visto que me flaquea la memoria! Debería tomar
algo... Kje... kje... kje...
—¿Cómo dices?
—Que debería tomar algo para esta memoria.
—Veamos —insistió la joven esposa—, decías que viste a
una mujer muy atractiva en la escalera. ¿Y qué ha
pasado?
—¿Cómo?
—Te pregunto por lo ocurrido con esa mujer tan
atractiva...
—¿Qué mujer?
—¡Ah, tú lo sabrás!
—¿Cómo? ¿Yo? ¡Oh, sí! Por supuesto que sí, es
verdad...
—¡Por fin! ¡Qué momia, Dios mío! —murmuró el joven,
que de buena gana habría dado un buen golpe al anciano
para que recuperara la memoria.
—¡Santo Dios! ¡Estoy temblando! ¿Qué me sucede...? ¡Es
lo mismo de anoche!
—¡Silencio! —recomendó una vez más el joven de debajo
de la cama a su compañero.
—¡Vaya bribona! —dijo el anciano—. Todavía me parece
estar viendo sus brillantes ojos por debajo de un
sombrerito de color azul claro.
—¡Un sombrerito de color azul claro...! ¡Demonios!
—¡Es ella, Dios mío! —exclamó Ivan Andreievich en tono
de desesperación—, ¡Ella tiene un sombrero de ese
color!
—Bueno, pero... ¿quién es ella? —preguntó el joven en
voz baja, con un inquieto apretón de manos.
—¡Silencio! —le interrumpió esta vez Ivan Andreievich—
. Cállese, que está hablando, —¡Demonios!
—Claro que, después de todo, cualquier señora puede
tener un sombrero azul claro —murmuró Ivan Andreievich
con voz no muy segura.
—Esa joven parecía esconderse de algo... —prosiguió el
viejo—. Estoy seguro... Kje... kje... kje... Estoy
seguro de que viene por aquí de vez en cuando a verse
con algún amiguito. Parece muy amable, de una excesiva
amabilidad, ¿comprendes lo que quiero decir, querida?
—De todas formas —dijo la joven esposa—, no comprendo
cómo puedes interesarte por esos chismorreos...
—Bueno, no te enfades —se apresuró a rogarle el viejo—
. Yo solamente quería... Kje... kje... kje... Si te
parece mal, no volveré a hablar de esas cosas. Ya veo
que esta noche no te encuentras de buen humor.
—¿De qué cree usted que están hablando? —preguntó de
pronto a Ivan Andreievich su joven compañero,
haciéndolo en un tono entre excitado y susurrante.
—¡Ah, vamos! Ahora resulta que le interesa también a
usted esa historia..., y antes no me dejaba hablar.
—¿Y qué tiene que ver una cosa con otra?
—Algo tendrá que ver.
—Está bien, no preguntaré nada. Prefiero que continúe
callado. ¡Que el diablo se lleve esa historia!
—Oiga usted, joven, no se moleste. En realidad, yo
sólo quería decirle que se interesaba sin demasiada
razón por ese episodio, mientras que yo... Pero dígame,
joven, dígame de una vez, ¿cuál es su nombre? Por lo
que se ve, no le conozco, pero me gustaría saber quién
es usted. ¡Bah, ni siquiera sé lo que digo!
—Vamos, hombre, no se ponga así —dijo el joven en el
tono de quien está pensando en otra cosa.
—De acuerdo, se lo contaré todo, del principio al
fin... Es posible que crea que le guardo rencor, pero
no es así, y para demostrárselo..., ¡aquí tiene usted
mi mano! Lo que ocurre es que me siento un poco
humillado, eso es todo. No obstante, dígame, ¿cómo ha
venido a parar a este lugar? ¿Con qué razón penetró en
esta casa? Por lo que a mí se refiere, le advierto que
no estoy enojado. Quiero decir que no le guardo ninguna
clase de rencor y que por eso le ofrezco mi mano...,
aunque en estos momentos se encuentre algo sucia, si
bien no creo que eso importe demasiado. Lo que importan
son los sentimientos, ¿no cree usted?
—¡Ah, no! ¡Vayase al demonio con su mano! Quiere hacer
malabarismos cuando apenas podemos respirar... ¿Es que
quiere permitirse en nuestra sitúación el lujo de las
buenas maneras y de las grandes ceremonias?
—¡Caballero, es usted un grosero, pues me trata poco
menos que si fuese un trapo viejo! ¿Cree que tal
actitud es correcta? —objetó Ivan Andreievich en un
arrebato de desesperación, con un tono de voz
implorante—. Me parece que no es demasiado pedir si le
ruego que me trate con un poco más de cortesía. Si
fuese más comprensivo, acabaríamos siendo amigos, estoy
seguro de ello. Esta clase de aventuras son las que
unen a los hombres, ¿no le parece? En, cualquier caso,
sepa que, cuando salgamos de aquí,! estoy dispuesto
incluso a invitarle a mi mesa. Por lo demás, debo
advertirle que está en un error si cree que...
—¡Ah, no lo entiendo! —exclamó el joven, siguiendo en
voz alta sus pensamientos y sin hacer caso a su
compañero de fatigas—. ¡No lo entiendo! ¿Cuándo se : la
habrá encontrado en la escalera? Al parecer, me estaba
esperando, pero... No tengo más remedio que salir de
aquí cuanto antes...
—¿Quién le estaba esperando, joven? ¿A quién sel
refiere? ¿Acaso cree que en el piso de arriba...?
¡Santo Dios! ¿Qué habré hecho yo para merecer estos
castigos?
Ivan Andreievich, exasperado, quiso volverse boca
arriba, pero no pudo conseguirlo, lo cual no hizo otra
cosa que aumentar su malestar.
—¿Y qué le importa a usted quién pueda ser esa mujer?
—le replicó el joven—. ¡Por todos los diablos del
infierno...! ¡No puedo soportarlo más y voy a salir de
aquí!
—Pero ¿qué dice usted, joven? —murmuró Ivan
Andreievich, aterrado ante tal perspectiva—. ¿Y yo qué
es lo que voy a hacer? ¿Pretende insinuar que me
quedaré solo aquí?
Al mismo tiempo que decía esto, Ivan Andreievich,
sumamente asustado, se aferró a los faldones del frac
de su compañero.
—¿Y a mí qué me importa eso? ¡Así quedará más ancho y
no protestará tanto! Si quiere, puedo decir que usted
es mi tío, que está algo chocho, y que va por ahí
haciendo tonterías. De esta forma, el viejo no podría
creer que soy el amante de su esposa...
—Pero, joven, ¿no comprende que eso no es posible?
¿Quién podría creerse que yo soy su tío? —murmuró Ivan
Andreievich—. Esa historia no la creería ni un bebé
recién nacido.
—Está bien, está bien... En ese caso, procure estarse
quietecito y no hablar tanto, porque si nos descubren,
será eso lo que diré. Por otra parte, si yo me fuese
ahora, usted podría esperar a la madrugada, y entonces
deslizarse sigilosamente fuera de esta habitación.
Piense que, una vez que me vieran a mí, ya nadie podría
sospechar de que hubiera un segundo hombre debajo de la
cama... Vamos, vuélvase de costado, que voy a salir
definitivamente de este agujero.
—¡No! ¡Eso no puede ser! Piense una cosa: ¿y si me
diera la tos en el momento justo? En estos casos, es
preciso pensar en todo...
—¡Silencio!
—¿No oyes nada, querida? Creo que en el piso de arriba
ha vuelto a comenzar el espectáculo —observó el viejo,
que se había quedado medio dormido.
—¿En el piso de arriba? ¿Qué dices? Yo no oigo nada.
—Escuche, joven, yo también me voy con usted —dijo
Ivan Andreievich, dirigiéndose a su compañero.
—¡No se empeñe!
—¡Por Dios, caballero! ¡No me abandone! ¡No me deje
aquí! ¡Permítame salir con usted!
—Si se empeña en estropearlo todo, en ese caso
prefiero quedarme yo también..., ¡y que ocurra lo que
sea! ¿Sabe lo que estoy pensando? ¡Pues que aquí no hay
más marido engañado que usted! ¿Entiende lo que quiero
decir?
—¡Dios mío! ¡Usted es un cínico! ¿Cómo se atreve a
suponer una cosa así? Y es más, ¿cómo se atreve a dar
como seguro el simple hecho de que yo pueda estar
casado? ¿Acaso no le he dicho que estoy soltero?
—¡Cómo! ¿Quiere hacerme creer que está usted soltero?
Le advierto que nadie le creería.
—Pues ya puede creerlo. En todo caso, bien pudiera ser
que yo fuese un amante más que...
—¡Ah, vaya! ¡Conque un amante...! ¡Je, je, je!
—¡Caballero! ¿Quiere o no quiere que se lo cuente
todo? Escuche la confesión de un desesperado. Yo no
estoy interesado en lo que usted se cree, pues le
repito que soy soltero, tan soltero como usted,
¿comprende? En realidad, se trata de un amigo mío, al
que en cierto modo represento. Yo soy un amante, para
que me entienda, al que ese amigo le dijo no hace
mucho: «Amigo mío, estoy en el trance de apurar el
cáliz más amargo de un hombre casado, que es el de
desconfiar de su esposa...» Yo le pregunté en qué se
fundaba para desconfiar de ella, pero él no quiso
escucharme ni oír mis razonamientos. ¡Los celos son un
vicio, y por eso resultan tan ridículos! En fin, mi
amigo se empeñó en que le ayudara... ¡Ah, pero ya veo
que usted, joven, no hace más que reírse de mí!
¡Acabará por volverme loco!
—¡Yo creo que ya lo está!
—Ya me temía que acabaría usted diciéndome eso. Sin
embargo, le aconsejo que no se ría de mí, porque si
quiere que le diga la verdad, también yo antes me
comportaba de esa manera, y en cambio ahora ya ve...
¡Lo más probable es que ahora me vuelva loco!
—Querida, ¿de verdad no has oído a nadie? —preguntó de
nuevo el anciano a su joven mujer—. ¿O es que me has
dicho tú algo?
—¡Oh, mon Dieu! —suspiró la pobre esposa.
—¡Silencio! —se oyó entonces que decía alguien debajo
de la cama.
—Debe ser en el piso de arriba, como tú dices —afirmó
la joven esposa.
Sin embargo, debajo de la cama se oían ruidos cada vez
más insistentes e indiscretos.
—Eso creo, pero no sé —dijo el viejo, pensativo—. Ya
te he dicho que al entrar... Kje... kje... kje... Al
entrar, me tropecé con un joven de bigote...
—¿Con bigote? ¡Ah, eso lo dice por usted! —murmuró
Ivan Andreievich, horrorizado.
—¡Vamos, hombre! ¿Cómo quiere que ese viejo se haya
tropezado conmigo en la escalera, si estoy aquí con
usted?
—Dios mío, creo que voy a desmayarme.
Entonces se oyó en el piso de arriba un gran
estrépito.
—¿Qué estará pasando ahí arriba? —se preguntó el
joven, intranquilo.
—Amigo mío, sepa que yo estoy temblando —confesó Ivan
Andreievich a su compañero.
—¡Silencio!
—Ahora lo oigo perfectamente, querida... —insistió el
viejo—. Ahí arriba están armando un lío de mil
demonios. Y es justamente en la alcoba... Creo que
deberíamos avisarles, quejándonos, porque de lo
contrario no podremos dormir.
—¡Ah, lo único que nos faltaba!
—Está bien, está bien, lo dejaremos... Pero dime,
querida, ¿por qué estás hoy de tan mal humor?
—¡Oh, mon Dieu! ¿Por qué no te duermes de una vez?
—Lisa... ¡Creo que no me amas!
—¡Qué cosas tienes! ¿Cómo no voy a quererte? Lo que
ocurre es que... ¡Ah, si supieras lo cansada que estoy!
—Bueno, te dejaré en paz...
—¡Pero si no es eso! —exclamó ella de pronto,
sintiéndose angustiada—. O quizá sea mejor que te
vayas. Sí, eso es...
—¿Qué es lo que te ocurre, querida? ¡Tan pronto dices
que me vaya como que me quede! No lo entiendo... Kje...
kje... kje... ¿No sabes? En casa de los Panañdin, a la
pequeña le han traído... Kje... Kje... Kje... ¡A la
pequeña de los Panafldin le han traído una muñeca de
Nuremberg!
—¿Y eso qué importancia tiene?
—Kje... Kje... kje... Es una muñeca muy bonita, te lo
aseguro.
—Creo que están acabando... —dijo el joven a Ivan
Andreievich—. Ahora se marchará el viejo y podremos
salir nosotros... ¡Vamos, hombre, alégrese!
—¡Ojalá no se equivoque!
—No se queje, porque esto, a fin de cuentas, le
servirá de lección, cosa que no le vendrá mal —dijo el
joven.
—¿Y por qué cree usted, joven, que yo necesito una
lección? Además..., ¿una lección de qué? ¡Es usted muy
joven para darme a mí lecciones!
—Y sin embargo, estoy en condiciones de dárselas.
Escúcheme bien...
—¡Santo Dios! ¡Ahora me entran ganas de estornudar!
—¡Chist! ¡No se le ocurra hacerlo!
—¿Y cómo me las voy a arreglar? Aquí huele a ratones y
creo que me ha entrado polvo en la nariz... ¡No puedo
contenerme! Por favor, sáqueme el pañuelo del bolsillo
de mi chaqueta; yo no puedo moverme. ¡Dios mío, qué
habré hecho yo para merecer este castigo! No lo
entiendo...
—Aquí tiene el pañuelo. En cuanto a su extrañeza, voy
a decirle lo que ha hecho para merecer ese supuesto
castigo. ¡Usted es un celoso empedernido! No sé por qué
extrañas circunstancias anda por ahí como un loco,
allanando las casas ajenas e importunando a las
personas, con lo cual no hace más que provocar
escándalos...,, como el que está a punto de estallar
aquí.
—¡Señor mío, yo no he provocado aún ningún escándalo!
—¡Silencio!
—Oiga, jovencito, sepa que no le autorizo en absoluto
para que me sermonee, así es que...
—¡Le repito que se calle!
—¡Santo cielo!
—Lo único que está consiguiendo es asustar a esa pobre
mujer de ahí afuera, tan atemorizada que ya no sabe qué
hacer... ¿Cree que eso es correcto? Por otra parte,
está dando motivos de inquietud a un pobre anciano, que
ya tiene bastante con sufrir sus achaques. ¿Y todo ello
por qué? Yo se lo diré: porque se le ha metido en la
cabeza una manía, la cual le hace ir correteando por
las calles de la ciudad en busca de algo que no
encuentra. ¿No comprende usted, señor mío, que al final
acabará siendo el hazmerreír de propios y extraños?
—¡Ya está bien, jovencito! Comprendo lo que quiere
decir, pero le advierto que, aunque así fuese, usted no
tiene ningún derecho...
—¿Y por qué habla de derechos en estas circunstancias?
¿No comprende que esto podría dar lugar a una auténtica
tragedia? ¿No es capaz de entender que ese pobre viejo,
que ama a su joven esposa por encima de todo, podría
volverse loco, o morir de un ataque, sólo con verle a
usted salir de debajo de la cama de su mujer? ¡Ah,
usted no comprende nada! ¡Sólo piensa en sí mismo! ¡Y
sin duda debe ser quien más tiene que purgar! ¡Me
gustaría verle a plena luz! ¡Estoy seguro de que tiene
un aspecto grotesco!
—¿Y usted? ¿Acaso cree que, saliendo de debajo de esta
cama, va a tener un aspecto muy distinguido? ¡Crea que
yo también daría cualquier cosa por ver la escena!
—¿Usted?
—Sí, porque... ¡usted debe ser de esas personas que
llevan impresa en la cara la marca de la inmoralidad!
—¡Vamos, ya está usted de nuevo con esa cantinela de
la inmoralidad...! ¿Y usted qué sabe de las causas por
las que estoy yo en este lugar? Sepa usted, señor mío,
que he entrado en esta casa por equivocación, pues me
dirigía al piso de arriba. ¡El diablo debe saber por
qué me dejaron entrar aquí, porque todavía no lo
entiendo! Sin embargo, las cosas han ocurrido así.
Probablemente, ella debía estar esperando a otro,
aunque supongo que no debía ser a usted. Al oír sus
pasos, yo me escondí inmediatamente debajo de la cama,
y como estaba todo oscuro... En fin, el asunto ya no
tiene remedio, pero ello no me impedirá decirle a usted
que me parece sencillamente grotesco, si he de juzgar
por su comportamiento de hombre celoso... Lo más
probable es que crea que no salgo de aquí por miedo,
pero debe saber que, si no lo hago, es por compasión
hacia usted, ya que acabaría por hacer que se
desarrollara el drama. Así, al menos, puedo controlar
de alguna manera la situación...
—¿Y por qué cree que lo estropearía todo? ¿Por. qué me
cree incapaz de obrar racionalmente? Sepa usted...
—¡Silencio! ¿No oye cómo ladra ese perrillo faldero?
¡Y todo por culpa de su parloteo sin sentido! ¡Ha
despertado usted incluso a ese animal! ¡Ese animal será
nuestra perdición, ya lo verá!
En efecto, el perrito de la joven dama, que hasta
entonces no se había movido de su almohada, donde
estaba durmiendo, despertó de pronto y comenzó a
ladrar, mirando hacia la parte baja de la cama.
—¡Santo Dios! ¿Qué ocurrirá ahora? —murmuró Ivan
Andreievich, medio muerto de miedo.
—¡Ese bicho nos va a descubrir! ¡Qué fatalidad! ¡Y
todo por ser usted un cobarde!
—«Ami», «Ami», ven aquí —exclamó la joven esposa,
asustada, al mismo tiempo que se levantaba de su
asiento—. Ici, ici...! ¡Ven aquí ahora mismo!
Pero el animal, lejos de hacer caso a su joven dueña,
se puso a ladrar en las mismas narices de Ivan
Andreievich.
—¿Qué sucede, querida? ¿Por qué ladra «Amischka»? —
preguntó el anciano—. ¿Hay ratones debajo de la cama?
¿No se tratará del gato? Ya te dije que oía ruidos
bastante extraños...
—¡Estése quieto, hombre de Dios! —murmuró el joven,
sujetando por el brazo a Ivan Andreievich—. Si no se
mueve, es posible que el perro se marche...
—¡Caballero, haga el favor de soltarme! ¿Por qué me
sujeta de ese modo?
—¡Silencio! ¡Cállese y permanezca inmóvil!
—Es que ese maldito animal me está mordiendo en la
nariz, ¿no lo ve?
El forcejeo continuó, hasta que al final Ivan
Andreievich consiguió zafarse de la mano de su joven
compañero. Entretanto, el perro ladraba como si
estuviera rabioso..., hasta que de pronto emitió una
especie de rugido y se calló.
—¡Ala, gracias a Dios! —exclamó la joven dama.
—¿Qué hace usted? —le reprochó el joven a Ivan
Andreievich—. ¿No ve que nos descubrirá? ¿Por qué ha
cogido al perro? ¡Diablos, va usted a matarlo!
¡Suéltelo inmediatamente! ¿No me oye? ¡Qué bestia, Dios
mío! ¿Es que no tiene ni idea de lo que es el corazón
de una mujer? En cuanto se aperciba de lo que ha hecho
usted, no dudará en mandarnos a los dos al patíbulo.
Pero Ivan Andreievich estaba tan asustado que parecía
haberse vuelto sordo. No oía nada. Había conseguido
atrapar al pobre animal por el cuello, e impulsado por
un exagerado instinto de conservación, lo tenía
aferrado tan fuertemente, que al pobre perrito apenas
le quedaban fuerzas para lanzar un leve gruñido...,
hasta que por último no pudo hacer otra cosa que
exhalar el que debía ser su último respiro.
—¡Ahora estamos perdidos! —exclamó el joven.
—¡«Amischka»! ¡«Amischka»! —exclamó la joven dama—.
Mon Dieu! ¿Qué le han hecho a mi pobre «Ami»?
¡«Amischka»! ¡«Amischka»! ¡Oh, qué bárbaros! ¡No tienen
corazón! ¡Dios mío, qué salvajes! —¿Qué te ocurre,
querida? —exclamó el viejo, que tenía ya medio cogido
el sueño—. ¿Qué te sucede? ¡«Amischka», aquí! ¡Ven
aquí, «Amischka»! —gritó el anciano con insistencia,
dando palmaditas—. ¿Por dónde andará ese animal?
¡Vamos, «Amischka», ven aquí! ¿Dónde estás...? Dime,
querida, ¿qué te sucede? ¡Estás muy pálida! ¡Socorro!
¡A mí los criados! ¡Que traigan agua! ¡Dios mío! ¿Qué
es esto? ¡Hay ladrones! ¡Socorro!
Y el viejo se precipitó hacia la puerta como si de
repente se hubiera vuelto loco.
—¡Asesinos! ¡Ladrones! —exclamó a su vez la joven
dama.
Y se dejó caer sobre una de las butacas que había en
la habitación.
—Pero..., ¿quiénes son? ¿Dónde están? —decía el viejo
desde la puerta.
—¡Aquí hay hombres! ¡Unos hombres extraños! ¡Ahí,
debajo de la cama! —gritaba la joven—. ¡«Amischka»!
¡«Amischka»! ¿Qué te han hecho?
—¿Qué dices? ¿Que hay hombres debajo de tu cama? ¡No
puede ser! —exclamó el viejo, completamente trastornado
por la sorpresa y la emoción—. ¡A mí los criados!
¡Socorro!
Ivan Andreievich estaba más muerto que vivo junto al
cadáver de «Amischka». El joven, en cambio, seguía
atentamente todos los movimientos del viejo, hasta que
de pronto observó que aquél se disponía a agacharse
para mirar debajo de la cama. Antes de que lo hiciera,
él salió por el otro lado del lecho...
—Mon Dieu! —exclamó la joven dama, trastornada al ver
ante sus ojos a aquel hombre tan apuesto—. ¿Quién es
usted? Pero si yo pensaba...
—¡Silencio! El otro hombre está debajo de la cama —le
explicó el joven muy rápidamente y con voz queda—. Sepa
que ha sido él quien ha matado a «Amischka»...
—¡Ah! —exclamó la joven dama con el espanto pintado en
el rostro.
Pero el joven no le dio tiempo a reaccionar, ya que
salió a toda velocidad del aposento, desapareciendo por
la puerta.
—¿Quién está ahí? ¡Aquí veo una pierna..., y una bota!
—refunfuñó el anciano, que trataba de asir por todos
los medios el pie de Ivan Andreievich.
—¡Asesino! ¡Ese es el asesino! —clamaba la joven dama.
—¡Salga usted de ahí inmediatamente! —gritó el viejo—.
¡Vamos, salga de ahí! ¿Quién es usted? ¡Santo Dios!
¿Quién es este hombre?
—¡Por Dios y por todos los santos! ¡Tengan piedad de
mí! —imploró Ivan Andreievich, que se arrastró por el
suelo para salir de debajo de la cama, y después tendió
al aire sus manos, con gesto suplicante—. ¡Por el amor
de Dios, Excelencia, no llame usted a nadie! Le aseguro
que no es necesario, puesto que se trata de un
malentendido. Bastará con que yo me marche y aquí no
habrá ocurrido nada. ¡Yo soy un caballero! Se trata de
un error, Excelencia, puedo asegurárselo... Y si
quiere, también puedo explicárselo, ya que todo es muy
sencillo. Le confesaré que de todo esto tiene la culpa
mi mujer. Bueno, no es mi mujer... Me refiero a una
mujer extraña, porque ha de saber usted que yo no estoy
casado, sino solamente... El marido es un compañero de
colegio, un amigo de la infancia.
—¡Vaya, vaya! ¿Y quiere que yo me crea así, tan
bonitamente, esa estúpida historia? —gritó el viejo—.
¡Usted es un ladrón, o un asesino, o un criminal, si no
es las tres cosas a la vezí ¡Usted ha entrado era mi
casa a robar! ¡Confiéselo! ¡No puedo creerme esa
historia del amigo de la infancia!
—Le juro, señor, que yo no soy ningún ladrón. ¡Está
usted en un error! Le aseguro que, si cree eso, caerá
en un gravísimo error. Míreme a la cara, Excelencia, y
verá escrito en cada uno de mis rasgos que yo no soy un
ladrón. ¡Excelencia, por favor! —imploraba Ivan
Andreievich, dirigiéndose también a la mujer del
anciano—. Usted, como mujer sensible que sin duda es,
me comprenderá mejor. Yo he sido quien ha matado a
«Amischka», pero en el fondo soy inocente... ¡Se lo
juro por Dios, señora! Quien tiene la culpa de todo es
mi mujer. Bueno, la mujer de mi amigo, quiero decir. Yo
soy un desdichado, que ha apurado su cáliz y que...
—¿Y qué me importan a mí sus problemas? —exclamó el
viejo, temblando de emoción, aun cuando en su interior
reconociera que desde luego aquel individuo no tenía
aspecto de ladrón—. ¡Lo que quiero saber es cómo ha
llegado usted hasta esta habitación! ¡Vamos, conteste a
lo que le pregunto! ¿Cómo consiguió llegar hasta aquí?
¿Y cómo va usted a probarme que no es un ladrón?
—¡Muy sencillo, Excelencia! Le demostraré que soy un
pobre infeliz, un hombre extremadamente torpe que...,
¡que se equivocó de puerta! ¡No soy un ladrón! ¡Lo
único de que se me puede acusar es de ser celoso! Si
quiere, se lo contaré todo con la más absoluta de las
franquezas. ¡Se lo prometo, Excelencia, le hablaré como
si fuese mi padre!
—¡Cómo! ¿Qué dice? ¿Yo, su padre?
—¡Excelencia! ¡Excelencia! Es muy posible que le haya
ofendido. En tal caso, perdóneme. La verdad es que
resulta sumamente grato ver un matrimonio como el
suyo... Por favor, no llame a los criados. Por el amor
de Dios, no llame a nadie; conozco muy bien a la gente,
y lo único que hace en estos casos es reírse. Yo
también tengo criados y sé cuál es el problema... Hay
que mantener unas distancias y una discreción, porque
de lo contrario se convierte uno en el hazmerreír de
ellos. Por lo demás, Excelencia, no creo que haga falta
que le advierta nada, porque salta a la vista que estoy
hablando con un príncipe...
—¡Nada de príncipe, señor mío! Yo soy un simple
ciudadano..., y le ruego que deje de aplicarme títulos
más o menos altisonantes; no crea que me ganará la
voluntad con el truco de los falsos elogios. Lo que yo
quiero que me diga es cómo ha llegado hasta aquí...,,
así es que tenga la bondad de explicármelo.
—Lo haré con mucho gusto, señor... Bueno, deberá
perdonarme, Excelencia, pero yo creí que usted era un
príncipe. Le repito, perdóneme. Ya veo que estaba en un
error. Sin embargo, debe reconocer conmigo que tiene un
gran parecido con el príncipe Korookuchov, al que tuve
el honor de conocer en casa de mi amigo el general
Pusirev. Como usted mismo podrá comprobar, acostumbro
tratarme con príncipes, lo cual no quiere decir que...
En fin, lo que quiero decir es que un hombre que se
relaciona con principes no puede ser nunca un maleante.
Yo no soy ningún ladrón, Excelencia. Por favor, no
llame a los criados... Recapacite y hágame caso.
—Lo que mi esposo quiere saber es cómo ha llegado hasta
aquí —argumentó la joven esposa—, Pero, sobre todo,
díganos, ¿quién es usted?
—Sí, eso es —replicó el viejo—. ¿Quién es usted? ¿Cuál
es su nombre? ¡Vaya! ¡Y yo que estaba convencido de que
era el gato quien andaba por debajo de la cama! sVaya
gato! ¡Vamos, hombre, hable de una vez!
Y el viejo volvió a dar muestras de una elocuente
impaciencia, que en cierto modo asustó a Ivan
Andreievich.
—¡No puedo, Excelencia! ¡No puedo decir mi nombre! —-
exclamó el atribulado y supuesto ladrón—. Mi historia
es más bien ridícula. Puedo asegurarle que es así,
Excelencia. Le contaré a usted todo, y de ese modo
podrá comprender... ¡Por favor, no llame a los criados!
¡Sea usted magnánimo! ¡Tenga piedad de mí! ¡Se lo pido
por lo que más quiera! Le juro que el hecho de que yo
me haya metido debajo de esa cama no supone
absolutamente nada. Por eso, ni usted ni yo hemos
perdido nuestra dignidad. En realidad, señora, es una
historia lamentable —dijo Ivan Andreievich,
dirigiéndose ahora a la joven esposa—. Usted tiene
delante suyo..., a un marido celoso. ¡Es todo! Como
podrán comprobar, no tengo el menor inconveniente en
denigrarme a mí mismo, y espero que esto sea a sus ojos
la mejor prueba de mi inocencia. A lo sumo, seré
culpable de otra cosa, pero no de lo que pretenden
acusarme ustedes. Bueno, reconozco que soy culpable de
una cosa, de la muerte de «Amischka», pero eso... ¡Dios
mío, creo que no sé muy bien lo que estoy diciendo!
—Usted habla mucho, pero sigue sin decirme cómo llegó
hasta aquí —insistió una vez más el anciano.
—Bueno, se lo diré... Lo hice, amparándome en la
oscuridad, ¿comprende? Le pido perdón por todo,
Excelencia. Estoy dispuesto a postrarme de rodillas
ante usted. En realidad, no soy más que un marido
agraviado... ¡No soy ningún amante, puedo asegurárselo!
Usted tiene la gran dicha de poseer una mujer virtuosa,
y perdónenme que me exprese así, pero es la verdad.
Puedo testificarlo...
—¡Cómo! Pero, ¿qué dice? ¡Qué descaro! —exclamó el
viejo con el rostro encendido—. ¿Se ha vuelto loco?
¿Cómo se atreve a hacer esos comentarios sobre mi
esposa? ¿No será que está borracho?
—¡Es un criminal! ¡Ha matado a mi «Amischka»! —exclamó
entonces la joven, indignada y lloriqueante—. ¡Es un
asesino y todavía se atreve a insultarme!
—Excelencia..., señora..., Excelencia... Les juro que
todo ha sido una equivocación —protestó Ivan
Andreievich, que parecía completamente fuera de sí—.
Piensen de mí lo que les parezca, ténganme por un loco,
si quieren, pero les juro por mi honor que...
—¿Y aún se atreve a jurar por su honor? —exclamó la
joven dama.
—De buena gana le tendería a usted mi mano, señora,
con todos los respetos... Porque yo soy el tío, bueno,
lo que quiero decir es que... ¡Señor, no debe tomarme
por ningún amante! ¡Sería un error terrible! Tenga la
seguridad de que no tuve ninguna intención de
ofenderle, ni tampoco a su esposa... Usted, señora,
debe comprender lo que es el amor, ese tierno
sentimiento... Pero ¿qué estoy diciendo? ¡Otra vez me
he embarullado! Lo que deseaba decir es que yo soy un
viejo, o mejor dicho, un hombre maduro, y que..., de
ningún modo podría ser su amante, señora, ya que un
amante suele tener el porte de un don Juan. ¡Ah! ¡Otra
vez no sé lo que digo! En fin, espero que mis palabras
sirvan al menos para demostrar que soy un hombre culto
que está a la altura de las circunstancias y que
incluso tiene sus conocimientos de literatura...
—¿Qué dice usted?
—¡Ah, ya veo que se ríe, señora! Sepa que, más que
ofenderme, me alegro..., de haberle podido suscitar esa
sonrisa. ¡No sabe cuánto me alegra verla reír, señora!
—Querida, creo que pienso lo que tú —dijo entonces el
viejo.
—¿Y qué es ello?
—¡Pues que este hombre no puede ser un ladrón! Claro
que sigo sin saber cómo ha podido llegar hasta aquí,
pues alguien le habrá tenido que abrir la puerta...
—En cualquier caso, su actitud es más bien grotesca —
opinó la joven dama.
—Sí, pero la cuestión sigue sin dilucidarse —insistió
el marido—. ¿Cómo habrá llegado hasta aquí?
—Reconozco que es algo raro, e incluso más que raro —
dijo Ivan Andreievich—, pero es el caso que ni yo mismo
podría explicar muy claramente cómo llegué hasta esta
habitación. Parece cosa de novela, pero así es. Un
hombre que surge de debajo de la cama a medianoche es
algo tan raro como novelesco, ¿no es cierto? Sin
embargo, intentaré contárselo todo. En cuanto a usted,
señora, le prometo comprarle otro perrito, a fin de que
ocupe el lugar del que ha perdido. Será un perro muy
bonito, ya lo verá... Trataré de que se parezca lo más
posible a «Amischka», que tenga sus mismas lanas y sus
mismas patitas, que no pueda dar dos pasos seguidos sin
enredarse en sus propias lanas y rodar por el suelo. Lo
encontraré, aunque tenga que ir al fin del mundo por
él. Se lo buscaré sin falta, aunque no haga otra cosa
en mi vida, ya lo verá.
—¡Ja, ja, ja! —rió la joven dama—. Mon Dieu! Mon Dieu!
¡Qué hombre tan grotesco!
—Es cierto, querida... Kje... kje... kje!... ¡Y cómo
va de polvo! Kje... kje... kje...
—¡Excelencia! ¡Señora!
—¿Qué va a decirnos ahora?
—¡Nada! Tan sólo quería insistir decirles que me
siento dichoso al verles reír de esa manera.
—¿Y qué más?
—No sé, señora... Pero me gustaría mucho que me
tendiera su mano. Comprendo que incurrí en un grave
error y que me equivoqué totalmente, pero por fin
comprendo... Ahora incluso creo que mi esposa es
inocente y pura. Estoy seguro de que sospechaba de ella
sin ninguna razón.
—¿Su esposa? Pero... ¿está usted casado? —exclamó la
joven dama sin poder contener la risa, que ahora
traducía en forma de carcajadas.
—¿Y será posible que un hombre así esté casado? Kje...
kje... kje... Nunca me lo habría podido imaginar...
Kje... kje... kje... Lo cierto es que pasan cosas raras
en la vida... ¿Es cierto que está usted casado, señor?
—Excelencia, le juro que sí, sólo que... Bueno, lo que
yo quiero decir es que la culpable de todo es mi mujer.
O mejor dicho, el culpable soy yo, pero... En fin, les
explicaré la verdad. Yo sabía que en esta casa se iba a
celebrar una entrevista en el segundo piso, que sin
duda es el de arriba. Porque, ¿saben? La carta en la
que se establecía la cita cayó en mis manos por
casualidad. Estaba en el teatro y... Bueno, eso es lo
de menos, porque al parecer me equivoqué. Cuando creí
llegar al lugar de la cita, resulta que me metí aquí y
fui a parar debajo de la cama, sin pensar siquiera lo
que hacía. ¿Comprenden ahora lo ocurrido?
—¡Ja, ja, ja!
—Kje... kje... kje...
—¡Ja, ja, ja! —acabó también por reírse Ivan
Andreievich—. ¡No saben lo feliz que me siento! Es
agradable ver a la gente contenta..., en vez de hacer
dramas. ¡Figúrense lo distinta que habría podido
resultar esta escena, si nos hubiésemos obcecado en
pensar solamente en una dirección! ¡Ahora ya no tengo
ninguna duda! ¡Estoy seguro de que mi mujer es
inocente! ¿No se lo parece a usted así, señora?
—¡Ja, ja, ja!
—Kje... kje... kje... ¡Ah, querida! ¿No sabes quién es
ella? —preguntó entonces el viejo a su esposa, entre
una avalancha de toses y de risas.
—¡Ja, ja, ja! ¿Quién es? ¿Acaso lo sabes tú?
—¡Claro que lo sé! Kje... kje... kje... Es la joven de
quien te he contado que coquetea con todo el mundo.
Apostaría algo a que es ésa la mujer de este hombre tan
ridículo.
—Excelencia, tengo la convicción de que usted se halla
confundido —dijo Ivan Andreievich en tono de humillada
timidez—. Estoy absolutamente seguro de que...
—¡Santo Dios! Si es así, ¿por qué pierde de esta
manera un tiempo tan precioso? —dijo la joven dama,
interrumpiéndole y dejando de reír—. ¿Por qué no corre
hacia ella? ¡Dése usted prisa! Suba al piso de arriba y
haga algo... Quizá pueda impedir que ocurra lo
irremediable.
—¡Tiene usted razón, señora!
—¡Ande, vaya arriba!
—Kje... kje... kje... ¡Es ella! ¡Estoy seguro de que
es ella!
—No pierda más tiempo, señor mío...
—Sí, sí. Me voy ahora mismo. Sé de antemano que no es
mi mujer, pero tengo que asegurarme. Kstoy firmemente
convencido de que no es ella, pero tengo la obligación
de comprobarlo, para desengañarme de una vez por
todas... ¡Mi mujer debe estar ya en su cama a estas
horas! En el fondo, yo soy el único culpable de todo...
¿No lo creen ustedes así?
—Kje... kje... kje...
—¡Ja, ja, ja!
—Bueno, vaya usted, no pierda más tiempo.
—Ah, y si vuelve a pasar por delante de nuestra
puerta, haga el favor de entrar para contarnos lo
ocurrido. ¿Lo hará? —dijo la dama.
—A propósito —insistió el viejo—, ¿por qué no Tiene
usted mañana a visitarnos, y así podrá referirnos lo
que sea con toda tranquilidad?
—Sí, podría venir en compañía de su esposa —dijo la
dama—, y así podríamos conocerla... ¿Qué nos dice?
—Lo pensaré... Y ahora, adiós, señores. Muchas gracias
por todo. Se lo diré a mi esposa. Si ella quiere,
vendremos, ya lo verán —dijo Ivan Andreievich con la
mayor seriedad del mundo—. Insisto de nuevo... ¡Me
alegro muchísimo de que una situación tan bochornosa se
haya solucionado al fin de esta forma tan jocosa y
satisfactoria!
—Sí, pero ya sabe —insistió la dama—. Debe venir con
su esposa,.., y comprarme un perrito que se parezca a
«Amischka»...
—Lo haré, señora, se lo prometo —dijo Ivan Andreievich
desde la puerta—. ¡Será blanco como un terrón de
azúcar! ¡Y con las lanas de seda! Adiós, señores,
celebro enormemente haberles conocido. Les repito, ha
sido un placer...
Ivan Andreieyich hizo una última reverencia y
desapareció por la puerta de la habitación.
—¡Eh, señor! Espere un momento —se le oyó decir de
pronto al viejo.
Ivan Andreievieh se volvió inmediatamente.
—¿Qué desea, señor?
—Verá, es que ahora no encontramos al gato. ¿Podría
decirnos si lo ha visto por debajo de la cama?
—No, no... Les aseguro que allí no estaba. Vuelvo a
manifestarles mi placer por haberles conocido, a usted
y a su encantadora esposa. Lo considero como un gran
honor..., ¡y muchísimas gracias por todo!
—Es que ese pobre gato acostumbra resfriarse, si no
duerme en su camita —dijo el viejo.
—No sabe cuánto lo siento, Excelencia. Espero que
encuentre a su gatito...
—Muchas gracias, señor. De todos modos, si no lo
encuentro, tendré que castigarle,
—Es lo mejor...
—¿Cómo dice?
—¡Oh, nada, Excelencia! Decía que los castigos suelen
dar buenos resultados a la hora de educar debidamente a
los animales, a fin de que acaben siendo obedientes,
¿no opina usted lo mismo?
—Sí, claro... Bueno, no sé... Kje... kje... kje...
Bien, de todos modos, era eso todo lo que tenía que
decirle... ¡Adiós, señor mío!
—¡Adiós, Excelencia!
Ivan Andreievieh se marchó definitivamente. Y cuando
estuvo en la calle, se quedó quieto, pensativo, durante
un buen espacio de tiempo, como si le hubiese dado un
ataque de apoplejía.
Al final, se quitó el sombrero, se enjugó el frío
sudor que corría por su frente, estiró el cuerpo,
recapacitó aún durante unos segundos y después se
dirigió con paso lento hacia su casa.
Al llegar, supo que su esposa había vuelto del teatro
hacía mucho rato, lo que no dejó de causarle una grata
sorpresa. Al parecer, se había visto acometida por un
fortísimo dolor de muelas. En consecuencia, había
mandado llamar al médico, que le había aplicado unas
sanguijuelas, ordenándole que permaneciera en la cama.
En efecto, Glafira Petrovna aguardaba a su esposo en
la cama, y según ella..., con una gran impaciencia.
Ivan Andreievieh comenzó disculpándose y después pidió
agua y un cepillo para limpiarse el polvo de la ropa.
En cuanto lo hubo hecho, volvió a de su mujer.
—¡Vaya, por fin apareces! —exclamó Glafira Petrovna al
verle.
—Perdóname...
—¡Pero, hombre! ¿Podría saberse dónde pasas las
noches? ¿Podría saber tu sufrida esposa qué haces por
ahí hasta tales horas? ¿Y ese aspecto? ¿Qué te ha
ocurrido, Ivan Andreievich? ¡Nunca había visto una cosa
semejante!
—Perdóname, Glafira...
—¡Ah, eso se dice pronto! Mientras tu mujer tiene que
acostarse medio muerta de dolores, tú te vas por ahí,
sólo Dios sabe dónde, puesto que no quieres decirme
nada... ¿Dónde has estado, Ivan Andreievich, si puede
saberse?
—Ya te lo contaré mañana...
—¡Mañana! Cuéntamelo ahora mismo. ¿Dónde has estado?
Porque supongo que no habrás pasado la noche
espiándome, mientras yo estaba en la cama con un
terrible dolor de muelas, ¿verdad?
—No, mujer. No es eso...
—Entonces, ¿dónde has estado? Si no quieres hablar, es
que he acertado en mis suposiciones. Vamos» hombre, ¿no
te da vergüenza? ¡Hay que ver...! ¡Te aseguro que
pronto serás la risa de toda la ciudad! ¡Y no es lo
malo que lo seas tú, sino que conseguirás ponerme en
ridículo a mí también! ¡Acabará señalándonos todo el
mundo con el dedo!
—¡Mi querida Glafira! —balbuceó Ivan Andreievich,
impulsado por tal emoción, que tuvo que sacar un
pañuelo de sus bolsillos para enjugar unas lágrimas,
pues se sentía incapaz de pronunciar ni una sola
palabra.
No obstante, aquella actitud tenía una explicación,
pues al buscar el pañuelo en el bolsillo trasero de su
frac, se llevó un gran susto: descubrió que allí se
encontraba el cadáver de «Amischka». No se había dado
cuenta de que, en el instante de suprema desolación que
sufriera, al verse obligado a salir de debajo de la
cama, se había guardado en el bolsillo el cadáver de su
víctima, movido quizá por un inexplicable instinto de
conservación, y con el fin de ocultar todo rastro de su
delito.
—¿Qué es eso? —gritó, con un gesto de horror, su
esposa—. ¿Qué llevas ahí, Ivan Andreievich? ¿Es cierto
lo que ven mis ojos? ¡Dios mío, estás loco! ¡Ahora te
da por meterte los cadáveres de los perros en el
bolsillo! ¿Dónde cogiste eso? ¡Vamos, dímelo en
seguida!
—Perdóname —balbuceó Ivan Andreievich.
—¿De qué quieres que te perdone, si no sé lo que andas
haciendo por ahí? —se quejó la mujer.
—¡Mi querida Glaflra! —siguió balbuceando Ivan
Andreievich, a quien le palpitaba fuertemente el
corazón, amenazando con saltarle del pecho—. ¡Mi
querida Glafira! ¡Corazón mío! Perdóname, querida, es
que...
En este punto abandonamos nuestra narración;
preferimos dejar a nuestro héroe, abandonado quizá a su
suerte, antes que añadir nada que no se refiera de una
forma concreta a la aventura de que nos hemos hecho eco
hasta aquí. Es posible que en otra ocasión
reproduzcamos todos esos lances desdichados de los
matrimonios que no son felices, pero por el momento, mi
querido lector, no tendrás más remedio que estar de
acuerdo con el autor en una cosa: en que los celos
constituyen una pasión imperdonable... ¡Qué digo! ¡Los
celos son una auténtica calamidad!

También podría gustarte