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Sstro
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Ag.: — Así lo veo yo: una de estas dos cosas, y estoy de acuerdo; pues es
evidente que pretendemos enseñar cuando hablamos; mas ¿cómo aprender?
Ag.: —Entiendo que aun entonces no queremos otra cosa que enseñar.
Porque, dime: ¿interrogas por otra causa que por enseñar qué es lo que quieres a
aquel a quien te diriges?
Ag.: —Ya ves que con la locución no pretendemos otra cosa que enseñar.
Ad.: —No lo veo claramente; porque si hablar no es otra cosa que emitir
palabras, también lo hacemos cuando cantamos. Y como lo hacemos solos muchas
veces, sin que haya nadie que aprenda, no creo que pretendamos entonces enseñar
algo.
Ag.: —Yo pienso que hay cierto modo de enseñar mediante el recuerdo,
modo ciertamente importante, como lo mostrará esta nuestra conversación. Pero no
te contradiré si piensas que no aprendemos cuando recordamos, ni que enseña el
que recuerda. Quede firme, ya desde ahora, que nuestra palabra tiene dos fines: o
enseñar o despertar el recuerdo en nosotros mismos o en los demás; lo cual
hacemos también cuando cantamos; ¿no te parece así?
Ad.: — De ninguna manera; pues es muy raro que yo cante por recordar, y
no más bien por deleitarme.
Ag.: —Veo lo que piensas. Mas no te das cuenta de que lo que te deleita en
el canto no es sino cierta modulación del sonido; y porque esta modulación puede
juntarse con las palabras o separarse de ellas, por eso el hablar y el cantar son dos
cosas distintas. Porque también se canta con las flautas y la cítara, y cantan también
las aves, y aun nosotros a veces, sin palabras, emitimos ciertos sonidos musicales
que merece el nombre de canto, mas no el de locución; ¿tienes algo que oponer a
esto?
2. Ag.: —¿Te parece, pues, que el lenguaje no tiene otro fin que el de enseñar
o recordar?
Ag.: —A mi parecer, ignoras que se nos ha mandado orar con los recintos
cerrados1, con cuyo nombre se significa lo interior del corazón, porque Dios no
busca que se le recuerde o enseñe con nuestra locución que nos conceda lo que
nosotros deseamos. En efecto, el que habla muestra exteriormente el signo de su
voluntad por la articulación del sonido; y a Dios se le ha de buscar y suplicar en lo
íntimo del alma racional, que es lo que se llama «hombre interior», pues ha querido
que éste fuese su templo. ¿No has leído en el Apóstol: «Ignoráis que sois templo
de Dios, y que el espíritu de Dios habita en vosotros»2, y «que Cristo habita en el
hombre interior»?3
Ad.: — No me preocupa nada eso ya que no les enseñó las palabras, sino su
significado, con el que quedaron persuadidos ellos mismos a quién y qué habían de
pedir cuando orasen— como dicho queda— en lo más secreto del alma.
Ag.: —Lo has entendido perfectamente; creo también que has advertido al
mismo tiempo, aunque alguno defienda lo contrario, que nosotros, por el hecho de
meditar las palabras, bien que no emitamos sonido alguno, hablamos en nuestro
interior, y que por medio de la locución lo que hacemos es recordar, cuando la
memoria, en la que las palabras están grabadas, trae, dándoles vueltas, al espíritu
las cosas mismas de las cuales son signos las palabras.
3. Ag.: —Estamos, pues, ambos conformes en que las palabras son signos.
Ag.: —¿Cuántas palabras hay en este verso: Si nihil ex tanta superis placet
urbe relinqui (Si es del agrado de los dioses no dejar nada de tan gran ciudad)?
Ad.: —Ocho.
Ad.: —Sé lo que significa si (si), mas no hallo otra palabra con que se pueda
expresar su significado.
Ag.: —Al menos, ¿sabes dónde reside lo que esta palabra significa?
Ad.: —Paréceme que si indica duda; mas si es duda, ¿en dónde se hallará si
no es en el alma?
Ad.: —Nihil (nada), ¿qué otra cosa significa, sino lo que no existe?
Ag.: —Tal vez dices verdad; pero me impide asentir a ello lo que
anteriormente has afirmado: que no hay signo sin cosa significada; ahora bien, lo
que no existe, de ningún modo puede ser cosa alguna. Por tanto, la segunda palabra
de este verso no es un signo, pues nada significa; y falsamente hemos asentado
que toda palabra es signo o significa algo.
Ad.: —Me estrechas demasiado; pero advierte que, cuando no tenemos que
expresar algo, es una tontería completa proferir cualquier palabra; y yo creo que tú,
al hablar ahora conmigo, no dices ninguna palabra en vano, sino que todas las que
salen de tu boca me las ofreces como un signo, a fin de que entienda algo. Por lo
cual tú no debieras proferir hablando estas dos sílabas, si con ellas no significabas
nada. Mas si, por el contrario, crees ser necesaria su enunciación, y que con ellas
aprendemos o recordamos algo cuando suenan en nuestros oídos, ciertamente
verás también lo que quiero decir, y que no sé cómo explicar.
Ag.: —¿Qué haremos, pues? Diremos que con esta palabra, más bien que
una realidad, que no existe, se significa un cierto estado de ánimo producido cuando
no ve la realidad, y, sin embargo, descubre, o le parece descubrir, su no existencia.
Ag.: —Sea ello lo que sea, dejémoslo, no sea que demos en algún absurdo
peor.
Ad.: —¿En cuál?
Ag.: —En que nos detengamos, sin que nada nos detenga.
Ad.: —Ciertamente es una cosa ridícula, y, sin embargo, no sé cómo veo que
puede suceder; mejor dicho, veo claramente que ha sucedido.
Ag.: —No intento que digas por una palabra conocidísima otra igualmente
conocidísima, que signifique lo mismo, si es que significa lo mismo; mientras tanto,
concedamos que es así. Si este poeta, en vez de ex tanta urbe (de tamaña ciudad),
hubiera dicho de tanta, y yo te preguntase el significado de de, sin duda alguna
dirías que ex, como quiera que estas dos palabras, esto es, signos, significan una
misma cosa, según tú crees; pero yo busco si es una identidad lo que estos dos
signos significan.
Ad.: —Yo creo que denotan como sacar de una cosa en que había habido
algo que se dice formaba parte de ella, ora no exista esa cosa, como en este verso
sucede, que, no existiendo la ciudad, podían vivir algunos troyanos procedentes de
la misma, ora exista, del mismo modo que nosotros decimos haber en África
mercaderes procedentes de Roma.
CAPITULO III
Ad.: —Concedo que esto puede hacerse sólo con los nombres que expresan
o significan cuerpos si esos mismos cuerpos están presentes.
Ag.: —¿Acaso llamamos al color cuerpo, y no más bien una cualidad del
cuerpo?
Ad.: —Yo, al decir cuerpos, quería que se entendiese todo lo corporal, esto
es, todo lo que se percibe en los cuerpos.
Ad.: —Bien me lo haces notar, pues no debí decir todo lo corporal, sino todo
lo visible. Porque confieso que el sonido, el olor, el sabor, la gravedad, el calor y
otras cosas pertinentes a los sentidos, no pueden mostrarse con el dedo, si bien no
pueden sentirse sino en los cuerpos, y, por tanto, son corporales.
Ag.: —¿No has visto nunca cómo los hombres hablan con los sordos como
gesticulando, y los sordos preguntan no menos con el gesto, responden, enseñan,
indican todo lo que quieren o, por lo menos, mucho? En este caso, no sólo las cosas
visibles se muestran sin palabras. También los sonidos, los sabores y otras cosas
semejantes. Y en los teatros, los histriones manifiestan y explican, por lo común,
todas sus fábulas sin necesidad de palabras con la danza.
6. Ag.: —Tal vez dices verdad. Pero supongamos que puede; no dudarás,
como creo, que el gesto con que él intentará demostrarme lo que esta palabra
significa no es la cosa misma, sino un signo. Por lo cual el histrión también indicará
no una palabra con otra, sino un signo con otro signo; de modo que este monosílabo,
ex, y aquel gesto signifiquen una misma cosa, que deseara se me mostrase sin
ningún signo.
Ad.: —Pero, ¿cómo puede hacerse lo que preguntas?
Ad.: —Sin duda alguna, ni la misma pared puede mostrarse a sí misma sin
un signo por medio del cual puede verse. Así que nada encuentro que pueda
enseñarse sin signos.
Ad.: —Confieso que es así, y me avergüenzo de no haber visto una cosa tan
clara, la cual me trae a la memoria otras mil cosas que pueden mostrarse por sí
mismas y sin necesidad de signos, verbigracia, comer, beber, estar sentado, de pie,
dar voces y otras muchas más.
Ag.: —¿Sabes que una cosa es pasear y otra apresurarse? Porque ni quien
pasea se apresura constantemente, ni quien se apresura pasea siempre, pues
también decimos que uno se apresura leyendo, escribiendo y haciendo otras
muchísimas cosas. Por lo cual, al hacer más de prisa lo que hacías anteriormente,
creería que pasear no es otra cosa que apresurarse; sólo habías añadido esto, y,
por tanto, me engañaría.
Ad.: —Confieso que no podemos sin un signo mostrar nada cuando lo
estamos haciendo y se nos pregunta sobre ello; porque, si no añadimos nada, el
que pregunta creerá que no se lo queremos enseñar, y que, despreciándole,
seguimos en lo que hacíamos. Si, al contrario, pregunta sobre algo que podemos
hacer, y no pregunta cuando lo estamos haciendo, podemos mostrarle lo que
pregunta, haciéndolo, desde luego, más con la cosa misma que con un signo. Pero
si me pregunta qué es hablar cuando estoy hablando, todo lo que le diga para
enseñárselo, necesariamente tiene que ser hablar; continuaré instruyéndole hasta
que le ponga claro lo que desea, sin apartarme de lo que él quiere que le enseñe,
ni echar mano de otros signos para demostrárselo que de la cosa misma.
CAPITULO IV
Ad.: —Convenido.
Ag.: —Por tanto, cuando se pregunta sobre algún signo, pueden mostrarse
unos signos por otros; mas cuando se pregunta sobre cosas que no son signos,
pueden mostrarse o haciéndolas después de la pregunta, si pueden hacerse, o
manifestando algún signo por el cual puedan conocerse.
Ad.: —No.
8. Ag.: —Dime, pues: los signos que son palabras ¿a qué sentido
pertenecen?
Ag.: —¿Qué decir cuando nos encontramos con palabras escritas?; ¿acaso
no son palabras o, para hablar más exactamente, signos de las palabras, de tal
modo que la palabra sea lo que se profiere mediante la articulación de la voz, y
significando algo? Mas la voz no puede ser percibida por otro sentido que por el
oído; así sucede que, al escribir una palabra, se hace un signo para los ojos
mediante el cual se entre en la mente lo que a los oídos pertenece.
Ag.: —Creo que también asientas a esto: que, cuando decimos «nombre»,
significamos algo.
Ag.: —¿Qué?
Ad.: —Aquello que designa este mismo nombre, como Rómulo. Roma, virtud,
río y otras mil cosas más.
Ag.: —¿Hay alguna diferencia entre estos nombres y las cosas que
significan?
Ad.: —Mucha.
Ad.: —En primer lugar, que éstos son signos y aquéllas no lo son.
Ag.: —¿Te parece bien que llamemos significables aquellas cosas que
pueden significarse con signos y no son signos, de la misma manera que llamamos
visibles las que pueden verse, a fin de disputar sobre ellas después más fácilmente?
Ad.: —Sí, me parece bien.
Ag.: —Y los cuatro signos que poco antes pronunciaste, ¿no pueden ser
significados por otro signo?
Ad.: —Me sorprende que pienses haberme olvidado que las cosas escritas
son signos de los signos que proferimos con la voz, como ya lo hemos reconocido.
Ad.: —Que aquéllos son visibles, éstos audibles. ¿Por qué no has de admitir
este nombre, si hemos admitido el de significables?
Ad.: —Recuerdo que también dije esto poco ha. Pues había respondido que
el nombre significa algo, y había en esta significación incluido estos cuatro nombres;
y sostengo que aquél y éstos, en el momento en que se profieren con la voz, son
audibles.
Ag.: —¿Qué distinción hay, pues, entre el signo audible y los significados
audibles, los cuales son a la vez signos?
Ag.: —¿Concedes, pues, que estas dos sílabas que articulamos al decir
verbum (palabra), significan también un nombre, y que, en consecuencia, aquélla
es signo de éste?
Ad.: —Concedo.
Ag.: —¿Admites que todo caballo es un animal, y que, sin embargo, no todo
animal es un caballo?
Ag.: —Pues la misma diferencia hay entre nombre y palabra que entre caballo
y animal. Si no te retrae de asentir el que decimos también verbum (verbo) en el
otro sentido de significar las palabras que cambian según los tiempos, como
«escribo—escribí», «leo, leí», las cuales palabras está claro que no son nombres.
10. Ag.: —¿Sabes también que, cuando decimos «animal», una cosa es este
nombre trisílabo, que es proferido por la voz, y otra aquello que con él se significa?
Ad.: —Ya he concedido anteriormente esto acerca de todos los signos y
significables.
Ag.: —¿Parécete que todos los signos significan distinta cosa de la que son,
como este nombre trisílabo, «animal», de ningún modo significa aquella que es él
mismo?
Ad.: —Ciertamente que no; pues cuando decimos «signo», no sólo significa
todos los que hay, sino que se significa también a sí mismo; porque es una palabra,
y, sin duda alguna, todas las palabras son signos.
Ag.: —Pues qué, ¿no es verdad que sucede algo semejante en este disílabo,
cuando decimos verbum (palabra)? Porque si este disílabo significa todo lo que con
algún significado profiere la articulación de la voz, también ha de estar él incluido en
esta especie.
Ag.: —Por tanto, hay signos que, entre las otras cosas que significan, se
significan también a sí mismo.
Ad.: —De ninguna manera; porque las cosas que significa no son nombres,
mientras que él es nombre.
CAPITULO V
Signos recíprocos
11. Ag.: —Has discurrido bien; mira ahora si se encuentran signos que se
signifiquen recíprocamente, de tal manera que, como aquél significa a éste, así éste
signifique a aquél; pues este cuatrisílabo, cuando decimos coniunctio, y aquellas
palabras que éste significa, si, o, pues, sino, luego, porque y otras semejantes, no
tienen una significación mutua, porque aquella sola palabra significa todas éstas;
mas no hay ninguna entre estas últimas que pueda significar aquel cuatrisílabo.
Ad.: —Lo veo, y deseo conocer qué signos sean estos cuya significación es
recíproca.
Ag.: —¿Eh? ¿Ignoras que, al decir nombre y palabra, decimos dos nombres?
Ag.: —¿Y que tanto puede una palabra significar a un nombre como un
nombre a una palabra?
Ad.: —Estoy conforme.
Ad.: —Tal vez pueda, porque veo que es lo mismo que poco ha dije. Cuando
decimos palabras, significamos todo lo que profiere con algún significado la
articulación do la voz; de consiguiente, todo nombre, y el mismo término «nombre»,
es una palabra; mas no toda palabra es nombre, aunque sea nombre el término
«palabra».
12. Ag.: —Y si alguno te afirma y prueba que, así como todo nombre es una
palabra, así toda palabra es un nombre, ¿podrás encontrar en qué se diferencia,
además del distinto sonido de sus letras?
Ag.: —Por lo menos entiendes que toda cosa coloreada es visible, y que toda
cosa visible es coloreada, aunque estas dos palabras signifiquen distinta y
diferentemente.
Ad.: —Entiendo.
Ag.: —Si esto es así, consiguientemente toda palabra es nombre y todo
nombre palabra, aunque estos dos nombres o dos palabras, esto es, los términos
«nombre» y «palabra», tengan diferente significación.
Ad.: —Ya veo que puede darse esto. Espero me muestres cómo sucede.
Ag.: —Adviertes, según creo, que todo lo que significa algo y brota mediante
la articulación de la voz, hiere el oído, para poder despertar la sensación y se
transmite a la memoria para poder dar origen al conocimiento.
Ag.: —Por tanto, suceden dos cosas cuando proferimos algo con semejante
voz.
13. Ad.: —Asentiré a ello cuando me muestres cómo podemos llamar con
rectitud nombres a todas las palabras.
Ag.: —Es fácil, pues creo que has aprendido y retenido que el pronombre es
llamado así porque está en lugar del nombre, y, sin embargo, expresa una realidad
con un significado menos completo que el nombre. Pues, según creo, así lo definió
el autor que has recitado en gramática: «Pronombre es una parte de la oración que,
usada en lugar del nombre, significa lo mismo que éste, aunque con menos fuerza».
Ad.: —Lo recuerdo y lo apruebo.
Ag.: —Ves, por tanto, que, según esta definición, no podemos usar los
pronombres más que por los nombres y para reemplazarlos, como cuando decimos:
«Este hombre, el mismo rey, la misma mujer, este oro, aquella plata»; los términos
éste, el mismo, la misma, éste, aquélla, son pronombres: hombre, rey, mujer, oro,
plata, son nombres, los cuales significan las cosas con más fuerza que aquéllos.
Ag.: —¿Te parece que todas estas cosas que has dicho son nombres?
Ad.: —Pues me tienes aquí con toda el alma, porque esta semejanza me ha
vuelto muy atento.
Ag.: —Comprendes, por tanto, que el que dijo: «El sí existía en Él», quiso
decir solamente que se llama sí lo que existía en él; como si hubiera dicho: «La
virtud existía en Cristo», no se entendería haber dicho otra cosa que llamase
«virtud» lo que había en él; no fuera que creyésemos que estas dos sílabas que
enunciamos cuando decimos«virtud» existieron en él, y no lo que ellas significan.
Ag.: —Entonces, ¿no crees que no hay diferenciaentre decir: «se llama
virtud» o «se nombra virtud»?
Ad.: —Está claro que no.
Ag.: —Pues así es de claro que se puede decir indistintamente: «sí se llama»
o «sí se nombra» lo que en Cristo había.
Ag.: —¿No ves que «nombre« es aquello con que una cosa se llama?
Ag.: —Ves, por tanto, que est (sí) es nombre, puesto que lo que había en
Cristo se llama «sí».
Ad.: —Nada tengo que oponer, y te ruego que busques a alguno de aquellos
a quienes se reconoce un gran conocimiento de las palabras, con cuya autoridad
consigas mejor lo que deseas.
Ag.: —Es decir, juzgas que la razón, sin el testimonio de la autoridad, no tiene
fuerza para demostrar que todas las partes de la oración significan algo, y que de
ahí reciben el nombre; y si se llama, también se nombra, y si se nombra, nombrarse
ha con algún nombre. Lo cual se comprende tan fácilmente en las diversas lenguas.
Porque ¿quién no ve que los griegos, preguntados qué nombre dan a lo que
nosotros llamamos quis (quién), han de responder τίς; preguntados cómo llaman a
lo que nosotros volo (quiero), han de contestar θέλω; preguntados cómo llaman lo
que nosotros bene (bien), responderán χαλώς; preguntados cómo llaman lo que
nosotros scriptus (escrito), han de responder γεγραμμένος; cómo llaman lo que
nosotros et (y), han de responder χαί; cómo llaman lo que nosotros ab (de), han de
contestar χαίαπό; preguntados cómo llaman lo que nosotros heu (ay), han de
responder ώ; y quién en todas estas partes de la oración que acabo de enunciar ha
hablado correctamente: el que preguntó? Esto sería imposible si esas partes no
fuesen nombres. Ahora bien, pudiendo comprender de este modo, sin ninguna
autoridad literaria, que el apóstol Pablo ha hablado correctamente, ¿qué necesidad
tenemos de buscar la opinión de un autor para corroborar la nuestra?
Ad.: —Entiendo.
Ag.: —Atiende a lo que resta, y suponte que vemos algo allá a lo lejos, y no
sabemos si es un animal o una piedra, u otra cosa, y que yo te digo: «puesto que
es un hombre, es un animal» ¿no hablaría temerariamente?
Ag.: —Hablas con razón; así, pues, me gusta el «si» en tu frase; también a ti
te agrada; y a ambos nos desagrada el «puesto que» de la mía.
Ag.: —Vamos, dime ahora cuáles son en ellas verbos y cuáles nombres.
Ad.: —Creo que los verbos son agrada y desagrada; y nombres, ¿qué otra
cosa pueden serlo que sí y puesto que?
Ag.: —¿Puedes por ti mismo, según esta regla, demostrar lo mismo en las
demás partes de la oración?
Ad.: —Puedo.
CAPITULO VI
Signos que se significan a sí mismos
17. Ag.: —Dejemos ya esto, y dime, si te parece, que así como hemos notado
que todas las palabras son nombres y todos los nombres palabras, así también
todos los nombres son vocablos y todos los vocablos nombres.
Ad.: —No veo que entre estas diversas cosas haya otra diferencia que el
diferente sonido de las letras.
Ag.: —Ni yo por ahora te contradigo, aunque no faltan quienes las distinguen
en la significación, y cuyo parecer no es necesario que consideremos ahora. Pero
ciertamente te das cuenta que hemos llegado a los signos que se significan
mutuamente, no diferenciándose más que en el sonido y que se significan a sí
mismos con las restantes partes de la oración.
Ad.—No lo entiendo.
Ad.: —Entiendo.
18. Ad.: —Lo sé; mas te pregunto qué has querido decir con estas palabras:
«Que también se significan a sí mismos con las otras partes de la oración».
Ag.: —¿No nos ha mostrado el anterior raciocinio que todas las partes de la
oración pueden llamarse nombres y vocablos, esto es, que pueden ser significadas
por un nombre y un vocablo?
Ag.: —Si te pregunto cómo llamas al nombre, esto es, al sonido expresado
con las dos sílabas«nombre», ¿no me responderás correctamente que«nombre»?
Ad.: —Correctamente.
Ag.: —¿Acaso se significa a sí este signo que enunciamos con cuatro sílabas,
cuando decimos: coniunctio (conjunción)? Porque este nombre no puede ser
contado entre las palabras que significan.
Ag.: —Pues qué, ¿crees que hay otra diferencia entre nomen (nombre) y
????? que el sonido, por el cual también se distinguen las lenguas latina y griega?
CAPITULO VII
Ad.: —Lo haré según mis posibilidades. Recuerdo que lo primero que hemos
buscado durante algún tiempo es el porqué del hablar, y hemos encontrado que
hablamos para enseñar o para recordar, puesto que, cuando preguntamos, el fin
que nos proponemos es que el interrogado aprenda lo que queremos nosotros oír.
Después, habiendo quedado bastante claro que las palabras no son otra
cosa que signos, y que las cosas que no significan algo no pueden ser signos,
presentaste un verso, a fin de que yo intentase mostrar el significado de cada
palabra. El verso era: Si nihil ex tanta superis placet urbe relinqui (Si agrada a los
dioses no dejar rastro de tamaña ciudad). No encontrábamos el significado de la
segunda palabra (nihil), aunque ella sea muy conocida y empleada. Y,
pareciéndome que no la intercalamos inútilmente al hablar, sino que más bien con
ella enseñamos algo al que escucha, convinimos en que designaba tal vez el estado
de la mente cuando halla o cree haber hallado que no existe lo que busca. Pero,
evitando en broma no sé qué profundidad de la cuestión, la dejaste para dilucidarla
en otra ocasión; y no vayas a creer que me he olvidado de tu promesa.
20. Hemos ya advertido que se muestran los signos con signos, o con ellos
otras cosas que no lo son, o también sin signos las cosas que podemos hacer
después que se nos pregunta, y tomamos el primero de estos tres casos para
considerarlo y esclarecerlo atentamente. En esta discusión se aclaró que hay signos
que no pueden ser significados por lo que ellos significan, como, por ejemplo, el
cuatrisílabo coniunctio (conjunción), y que los hay que pueden ser significados,
como, por ejemplo, al decir «signo» también significamos una palabra, y al decir
«palabra» también denotamos un signo; porque los términos «signo» y «palabra»
son a la vez dos signos y dos palabras.
Hemos visto, en efecto, que la palabra hiere el oído y que el nombre excita
el recuerdo en el espíritu; diferencia que expresamos muy claramente en el
lenguaje, diciendo: «¿Cuál es el nombre de esta cosa que se quiere grabar en la
memoria?», en lugar de decir: «la palabra de esta cosa». Hemos hallado después
términos que no sólo tienen la misma significación, sino que también son idénticos,
y entre los cuales no hay otra diferencia que el sonido de las letras, como «nombre»
y ?????.
CAPITULO VIII
21. Ag.: —Bien has recordado, sin duda, todo lo que yo deseaba. Y, a decir
verdad, estas distinciones me parecen mucho más claras ahora que cuando las
buscábamos y discutíamos sobre ellas, y las íbamos sacando de no sé qué
escondrijos. Mas es difícil decir ahora a dónde trato de llegar contigo a vueltas de
tantos rodeos. Porque tal vez pienses o que estamos jugando, y que apartamos la
consideración de las cosas serias para dirigirla sobre cuestiones pueriles, o que
buscamos una pequeña o mediocre utilidad; y si crees que esta discusión ha de
traer algo grande, estás ardiendo en deseos de saberlo o, al menos, de oírlo.
Ad.: —Al contrario, sigue como has comenzado; que nunca juzgaré de poca
estima lo que tú pensares hacer o decir.
22. Ag.: —¡Ea! Consideremos ahora esta parte en la cual los signos no
denotan signos, sino más bien las cosas que hemos llamado «significables». Y
dime, primeramente, si el hombre es hombre.
Ag.: —Mas estas dos sílabas unidas forman «hombre», ¿lo negarás?
Ag.: —¡Eh! ¿Es que no piensas lo mismo tú, que has concedido ser verdad
todo lo que precede y nos ha llevado a esta conclusión?
Ag.: —Muy bien, ciertamente; mas, ¿por qué has tomado en los dos sentidos
lo que hemos llamado «hombre», y no las otras cosas de que hemos hablado?
Ag.: —No. Volveré a preguntarte lo mismo, para que tú mismo veas dónde
has caído.
Ad.: —No veo por qué ha de repugnar esto, con tal que sean palabras.
Ad.: —Y no era difícil echar por tierra a este socarrón, pues no le concedería
yo que todo lo que hablamos sale de nuestra boca. Porque todo lo que hablamos lo
expresamos con signos; y de la boca del que habla no procede la cosa que se
significa, sino el signo con que se significa; se exceptúa el caso de significar los
mismos signos; esta clase de palabras ya la hemos tratado poco antes.
24. Ag.: —De este modo estarías bien preparado para responder a ese
adversario; sin embargo, ¿qué me responderás si te pregunto si «hombre» es
nombre?
Ad.: —No.
Ag.: —Pero me parece que no sin motivo diste en esta respuesta, porque es
la ley de la razón, escrita en el fondo de nuestro espíritu, la que ha despertado tu
atención. Si te preguntase qué es el hombre, seguramente responderías que un
animal; y si te preguntase qué parte de la oración es hombre, no podrías de ningún
modo responder rectamente sino diciendo que nombre. Por lo cual, como se ve que
«hombre» es nombre y es animal, lo primero se dice considerando el signo, y lo
segundo, lo que el signo significa.
CAPITULO IX
25. Ag.: —Quiero, pues, que entiendas ya que las cosas significadas han de
estimarse más que los signos. Porque todo lo que existe por otra cosa, preciso es
que sea de más bajo precio que aquello por lo que es. A no ser que tú pienses otra
cosa.
Ad.: —Me parece que aquí no se debe asentir a la ligera; pues cuando
decimos: «cieno», este nombre supera en importancia, a mi ver, a la cosa
significada. Lo que nos ofende al oírlo no pertenece al sonido de la palabra misma.
Cambiando una letra, de «cieno» tenemos «cielo». Y vemos cuán grande es la
diferencia que hay entre sus significados. Por tanto, no he de atribuir a este signo lo
que aborrecemos en la cosa significada, y por eso antepongo el signo a la cosa,
porque más nos gusta oírlo que tocar lo que él significa.
Ag.: —Muy perspicazmente has hablado. Es falso, en efecto, que las cosas
deben ser tenidas en más que sus signos.
Ad.: —Así parece.
Ag.: —Dime, pues, qué fin crees que han perseguido los que dieron nombre
a esta cosa tan fea y despreciable, o dime si los apruebas o rechazas.
26. Ag.: —Según nuestra conclusión anterior, aunque sea falso que todas las
cosas hayan de ser preferidas a sus signos, no es falso que todo lo que existe por
otra cosa es menos apreciado que aquello por lo que existe. En efecto, el
conocimiento del cieno, por el cual se estableció este nombre, ha de tenerse en más
que el nombre mismo, el cual hemos visto debe preferirse al cieno. Por tanto, si
hemos antepuesto este conocimiento al signo de que tratamos, ha sido porque
estamos convencidos de que éste existe por aquél, no aquél por éste.
Y así, un cierto glotón, admirador del vientre, en frase del Apóstol, dijo que
vivía para comer7; no pudo sufrirlo un hombre sobrio que escuchaba, y dijo:
«¡Cuánto mejor fuera que comieses para vivir!». Lo que ciertamente dijo según esta
regla. No por otra causa desagradó el glotón, sino por tener en tan poco su vida que
la juzgaba de menos precio que el gusto del paladar; y el sobrio fue digno de loa
porque, entendiendo cuál de estas dos cosas se hacía para la otra, esto es, cuál
estaba subordinada a cuál, recordó que habíamos de comer más bien para vivir que
no vivir para comer.
Del mismo modo, quizá tú y cualquier hombre que juzgue según su valor las
cosas, si un charlatán y amigo de hablar dijese: «Enseño para hablar», le
responderías: «Hombre, ¿por qué no hablas para enseñar?» Y si esto es verdad,
como bien sabes, ya ves cuánto menos se han de estimar las palabras que aquello
para lo que sirven, puesto que el uso de las palabras debe ser antepuesto a las
palabras mismas: las palabras son para que nosotros las usemos, y las usamos
para enseñar. Así, pues, tanto mejor es el lenguaje que las palabras, cuanto es
mejor enseñar que hablar. Por tanto, mucho mejor que las palabras es la doctrina.
Pero deseo saber lo que tal vez piensas objetar.
27. Ad.: —Convengo en que es mejor la doctrina que las palabras; pero
ignoro si no habrá algo que pueda objetarse contra esta regla que dice: «Todo lo
que existe por otra cosa es menos excelente que aquello por lo que existe».
28. Ag.: —Estoy enteramente admirado de ver cómo mantienes lo que has
concedido y como explicas tus opiniones. Pero entiendes, creo, que este nombre
trisílabo: vitium (vicio), es mejor que lo que significa, aunque el conocimiento de
dicho nombre sea muy inferior al conocimiento del vicio. Así, pues, aunque ordenes
y consideres estas cuatro cosas: el nombre y la cosa, el conocimiento del nombre y
el conocimiento de la cosa, anteponemos con razón el nombre al mismo vicio. Pues
este nombre, usado en un verso, cuando dice Persio: «Pero éste queda atónito ante
el vicio», no solamente no fue un defecto en el verso, sino que lo adornó; mientras
que la realidad expresada por este nombre hace ser vicioso al hombre manchado
de él. Mas no vemos que exceda así la tercera a la cuarta cosa, sino la cuarta a la
tercera. Pues el conocimiento de este nombre es menos importante que el
conocimiento de los vicios.
Ad.: —No permita Dios tal demencia, pues ya veo que no se ha de culpar a
los conocimientos en que la mejor de las disciplinas imbuye la inteligencia, sino que
hemos de tener por los más desgraciados, como creo los juzgó Persio, a los
atacados de tal enfermedad, que no pueden hallar su cura en tan gran remedio.
Ag.: —Lo entiendes bien; pero ¿qué nos importa que sea éste o aquél el
parecer de Persio? Porque no estamos sometidos a autoridades semejantes en
estas cosas. Además, que no es fácil explicar aquí qué conocimiento deba ser
preferido a otro. Bastante tengo con lo que se ha concluido: que el conocimiento de
las cosas significadas es mejor que los signos mismos, aunque no mejor que el
conocimiento de los signos. Por lo tanto, dilucidemos ya más y más cuál es la clase
de cosas que decíamos pueden mostrarse por sí mismas sin necesidad de signos:
como hablar, pasear, estar sentado o acostado y otras semejantes.
CAPITULO X
29. Ag.: —¿Te parece que se puede mostrar sin signos todo lo que podemos
hacer tan pronto como somos interrogados? ¿Exceptúas algo?
Ad.: —Pues yo, considerando por completo una y otra vez esta clase de
cosas, no encuentro otra cosa que pueda enseñarse sin signo alguno si no es la
locución, y si alguno lo pregunta, qué es enseñar. Porque veo que él, haga yo lo
que haga después de su pregunta para que aprenda, se atiene exclusivamente a la
misma cosa que desea se le muestre. Si alguien, por ejemplo, me pregunta, cuando
estoy parado o haciendo otra cosa, qué es pasear, y yo paseo al momento
intentando enseñarle sin un signo lo que preguntó, ¿cómo evitaré que piense que
pasear es solamente lo que yo he paseado? Y si lo piensa, se engañará, porque
juzgará que quien pasease más o menos que yo no pasea. Y lo que he dicho de
esta sola palabra se aplica también a todo lo que había concedido poder mostrarse
sin signos, fuera de las dos cosas que hemos exceptuado.
30. Ag.: —Lo admito ciertamente; pero ¿no te parece que una cosa es hablar
y otra enseñar?
Ad.: —Sí que me parece; porque, de ser lo mismo, nadie enseñaría sino
hablando; y pues que enseñamos muchas cosas, a más que con palabras, con otros
signos, ¿quién dudará de esta diferencia?
Ag.: —Y si alguno dijese que enseñamos para hacer signos, ¿no será
refutado con facilidad por semejante afirmación?
Ag. —Por lo tanto, es falso lo que hace un momento dijiste: que puede
enseñarse sin signos a cualquiera que lo pregunte qué es enseñar. Vemos que ni
esto puede hacerse sin signos, puesto que has concedido que una cosa es significar
y otra enseñar. Porque si, como se ve, estas dos cosas son diversas, enseñar no
es posible sino significando, y no por sí mismo, como te había parecido. Por lo cual
no hemos hallado nada que pueda mostrarse por sí mismo, fuera del lenguaje, que,
además de significar otras cosas, se significa a sí mismo; y como el lenguaje es un
signo, no hay nada que pueda enseñarse sin signos.
31. Ag.: —Así, pues, queda establecido que nada se enseña sin signos, y
que debemos apreciar más el conocimiento mismo que los signos por medio de los
cuales conocemos; aunque no todo lo que se significa pueda ser mejor que sus
signos.
Ag.: —¿Recuerdas qué rodeos hemos ido dando para llegar a tan poca cosa?
Porque desde que entablamos una pugna verbal entre nosotros, y lo hemos hecho
durante mucho tiempo, hemos procurado encontrar estas tres cosas: si no hay algo
que pueda mostrarse sin signos; si hay algunos signos preferibles a lo que
significan, y sí el conocimiento de las cosas es mejor que los signos. Queda un
cuarto punto que desearía me comunicases enseguida: si crees que las hemos
encontrado, de tal modo que ya no te quepa duda.
Ad.: —Yo ciertamente quisiera que, después de tantos rodeos y vueltas,
hubiéramos llegado a una cosa cierta; mas no sé de qué manera me apremia tu
pregunta y me aparta del asentimiento. Me parece que, de no tener algo que objetar,
no me hubieras preguntado esto; y la misma complicación de las cosas me impide
ver todo y responder seguro, pues temo se oculte entre tanto velo algo que mi
inteligencia sea incapaz de dilucidar.
Ag.: —De buena gana escucho tu duda; ella me muestra que tu espíritu no
es temerario, lo que es el mejor medio de conservar la paz. Pues lo más difícil es
no perturbarse absolutamente cuando las convicciones, que manteníamos con
satisfacción, se empiezan a debilitar y como que son arrancadas de nuestras manos
en el calor de la disputa. Por lo cual, así como es justo ceder ante las razones bien
consideradas y examinadas, así también es peligroso tener lo desconocido por
conocido. Existe el temor de, como muchas veces viene a tierra lo que presumíamos
había de permanecer con toda firmeza, vengamos a caer en tal aversión o miedo
de la razón, que no demos fe ni a la verdad más clara.
32. Pero, ¡ea!, volvamos a tratar ahora más despacio si tu duda tiene algún
fundamento. Y te pregunto: imagínate a uno que ignora la trampa de las aves, hecha
con cañas y liga, se encuentra con un cazador provisto de sus armas, pero no
cazando, sino andando; viéndolo, apresura el paso, y admirándose, como suele
ocurrir, piensa para sí qué significa aquel hombre con todas aquellas armas; el
cazador, viéndolo fijarse en sí, extiende las cañas por ostentación, y, visto un
pajarillo cerca, lo paraliza con la caña y el halcón y lo coge. ¿No enseñaría al que
le miraba lo que deseaba saber, sin utilizar signo alguno, sino con la realidad
misma?
Ad.: —Me temo que aquí ocurra lo del que pregunta qué es pasear. Pues no
veo que el cazador haya mostrado aquí el proceso todo de la caza.
Ag.: —Fácil es librarte de este cuidado; pues añado que si el espectador
fuese tan inteligente que, de lo visto, conociese todo lo demás del arte (de la caza),
bastaría este ejemplo para demostrar que se puede instruir sin necesidad de signos
a ciertos hombres en algunas cosas, aunque no en todas.
Ag.: —Yo te permito que lo hagas, y no te opongo nada, antes bien te voy a
ayudar; pues ves que ambos concluimos lo mismo: que se pueden enseñar ciertas
cosas sin el empleo de signos, y que es falso lo que poco antes nos parecía
verdadero: que nada hay en absoluto que pueda mostrarse sin signos. Ahora ya,
después de éstas, acuden a la mente no una ni dos, sino mil cosas que, sin ningún
signo, pueden mostrarse por sí mismas.
33. Pero si lo consideras con más detención, no hallarás tal vez nada que se
aprenda por sus signos. Cuando alguno me muestra un signo, si ignoro lo que
significa no me puede enseñar nada; pero si lo sé, ¿qué es lo que aprendo por el
signo? La palabra no me muestra lo que significa cuando leo: Y sus cofias no fueron
deterioradas. Porque si este nombre (sarabarae) representa ciertos adornos de la
cabeza, ¿acaso, al oírlo, he aprendido qué es cabeza o qué es adorno? Ya lo había
conocido antes, y no tuve conocimiento de ellos al ser nombrados por otros, sino al
ser vistos por mí.
En efecto, la primera vez que estas dos sílabas, caput (cabeza) hirieron mis
oídos, ignoré tanto lo que significaban como al oír o leer por primera vez el nombre
cofias. Mas al decir muchas veces cabeza, notando y advirtiendo cuándo se decía,
descubrí que éste era el nombre de una cosa que la vista me había hecho conocer
perfectamente. Antes de este descubrimiento, la tal palabra era para mí solamente
un sonido; supe que era un signo cuando descubrí de qué cosa era signo; esta cosa,
como he dicho, no la había aprendido significándoseme, sino viéndola yo. Así, pues,
mejor se aprende el signo una vez conocida la cosa que al revés.
34. Para que más claramente entiendas esto, suponte que nosotros oímos
ahora por vez primera la palabra «cabeza», y que, ignorando si esta voz es
solamente un sonido o si también significa algo, preguntamos qué es una cabeza
(recuerda que no queremos conocer la cosa significada, sino su signo, y no tenemos
su conocimiento mientras ignoramos de qué es signo). Ahora bien, si a nuestra
pregunta se responde señalando la cosa con el dedo, una vez vista aprendemos el
signo que habíamos oído solamente, pero que no habíamos conocido. Ahora bien,
como en este signo hay dos cosas, el sonido y la significación, no percibimos el
sonido por medio del signo, sino por el oído herido por él; y percibimos la
significación después de ver la cosa significada.
Porque la acción de señalar con el dedo no puede significar otra cosa que
aquello a que el dedo apunta, y apunta no al signo, sino al miembro que se llama
cabeza. Por tanto, no puedo yo conocer por la acción del dedo la cosa que conocía,
ni el signo, al cual no apunta el dedo. Pero no me cuido mucho de la dirección del
dedo porque más bien me parece signo de la demostración que de las cosas que
se demuestran, como sucede con el adverbio «he aquí»; pues con este adverbio
solemos extender el dedo, no sea que un signo no vaya a ser bastante.
Y principalmente me esfuerzo en persuadirte, si soy capaz, que no
aprendemos nada por medio de los signos que se llaman «palabras». Como ya he
dicho, no es el signo el que nos hace conocer la cosa, antes bien, el conocimiento
de ella nos enseña el valor de la palabra, es decir, la significación que entraña el
sonido.
CAPITULO XI
36. Hasta aquí han tenido valor las palabras. Aun concediéndoles mucho,
nos incitan solamente a buscar los objetos, pero no los muestran para hacérnoslos
conocer. Quien me enseña algo es el que presenta a mis ojos, o a cualquier otro
sentido del cuerpo, o también a la inteligencia, lo que quiero conocer. Por ello, con
las palabras no aprendemos sino palabras, mejor dicho, el sonido y el estrépito de
ellas. Porque si todo lo que no es signo no puede ser palabra, aunque haya oído
una palabra, no sé, sin embargo, que es palabra hasta saber qué significa.
Por tanto, es por el conocimiento de las cosas por el que se perfecciona el
conocimiento de las palabras. Oyendo palabras, ni palabras se aprenden. Porque
no aprendemos las palabras que conocemos, y no podemos confesar haber
aprendido las que no conocemos, a no ser percibiendo su significado, que nos viene
no por el hecho de oír las voces pronunciadas, sino por el conocimiento de las cosas
que significan. Razón es muy verdadera y con mucha verdad se dice, que nosotros,
cuando se articulan las palabras, sabemos qué significan o no lo sabemos: si lo
primero, más que aprender, recordamos; y si no lo sabemos, ni siquiera
recordamos, se nos incita a buscar su significado.
CAPITULO XII
39. Si nosotros consultamos la luz para juzgar de los colores, y para juzgar
las demás cosas que percibimos por los sentidos, consultamos los elementos de
este mundo, y los cuerpos que sentimos, y los mismos sentidos, de los que se sirve
la mente como de intérpretes para conocer tales cosas, e igualmente para juzgar de
las cosas intelectuales consultamos, por medio de la razón, la verdad interior,
¿cómo puede decirse que aprendemos en las palabras algo más que el sonido que
hiere los oídos? Pues todo lo que percibimos, lo percibimos o con los sentidos del
cuerpo o con la mente: a lo primero llamamos sensible; a lo segundo, inteligible; o,
para hablar según el estilo de nuestros autores, a aquello llamamos carnal, a esto
espiritual.
De aquí ya entenderás, sin duda, que por mis palabras no has aprendido
nada, ni en aquello que ignorabas afirmándotelo yo, ni en esto que sabías muy bien;
puesto que si te pregunto por cada una de esas cosas en particular jurarías que
desconocías la primera, y que la segunda te era conocida. Mas entonces
reconocerías plenamente todo aquello que habías negado, una vez que conocieses
ser claras y ciertas las partes de que ella se compone.
En cuanto a todas las cosas que decimos, o el oyente ignora si ellas son
verdaderas, o no ignora que son falsas, o sabe que son verdaderas. En la primera
hipótesis, cree, opina o duda; en la segunda, contradice y niega; en la tercera,
confirma; por tanto, nunca aprende. Porque están convencidos de no haber
aprendido nada por nuestras palabras tanto el que ignora la cosa después que he
hablado como el que conoce que ha oído cosas falsas y como el que, preguntado,
podría decir lo mismo que se ha dicho.
CAPITULO XIII
41. En las cosas percibidas con la mente, inútilmente oye las palabras del
que las ve aquel que no puede verlas; a no ser porque es útil creer, mientras se
ignoran, tales cosas. Mas todo el que puede ver, interiormente es discípulo de la
verdad; fuera, juez del que habla, o más bien de su lenguaje. Porque muchas veces
sabe lo que se ha dicho, aun ignorándolo el que lo ha dicho; como si alguno,
partidario de los epicúreos, y que piensa que el alma es mortal, reproduce los
argumentos expuestos por los sabios en favor de su inmortalidad en presencia de
un hombre capaz de penetrar lo espiritual; el oyente juzgará que el epicúreo dice
verdad, mas el epicúreo ignora si es verdad lo que dice, antes bien lo creerá muy
falso. ¿Hemos de pensar, por tanto, que enseña lo que ignora? Y usa de las mismas
palabras que podría usar sabiéndolo.
43. Y aquí sucede otro caso, muy común por cierto, y origen de muchas
disputas y disensiones: cuando el que habla expresa lo que piensa, es cierto, pero,
con frecuencia, solamente para él mismo y para algunos otros; pero no para su
interlocutor y para algunos otros. Así, pues, puede decir alguno, oyéndole nosotros,
que ciertos animales superan en virtud al hombre; al momento no lo podemos sufrir,
y con gran brío refutamos tan falsa y perniciosa afirmación; y tal vez él llame virtud
a las fuerzas físicas, y enuncie con este nombre lo que ha pensado, y no mienta, ni
se equivoque en realidad, ni, dando vueltas a otra cosa en la mente, haya ocultado
las palabras grabadas en la memoria, ni suene por equivocación de la lengua otra
cosa de la que pensaba; sino que llama con distinto nombre que nosotros a la cosa
que piensa, sobre la cual nosotros asentiríamos si pudiésemos ver su pensamiento,
el cual no nos ha podido mostrar aún con las palabras dichas y las explicaciones
dadas.
Dicen que la definición puede remediar este error, de tal manera que si en
esta cuestión definiese qué esvirtud, aclararía, dicen, que la discusión no es sobre
la cosa, sino sobre la palabra. Para conceder que esto es así, ¿puede encontrarse
acaso un buen definidor? Y, sin embargo, se ha discutido mucho sobre la ciencia
de definir, que ni es oportuno tratar ahora ni siempre yo lo apruebo.
44. Paso por alto el que no oímos bien muchas cosas y luego discutimos
sobre ellas larga y acaloradamente como si las hubiésemos oído. Así, cuando poco
ha expresaba yo la palabra «misericordia» en lengua púnica, tú decías haber oído
a los que conocen mejor esta lengua que significaba «piedad». Pero yo,
contradiciéndote, aseguraba habérsete olvidado lo aprendido, pues me había
parecido que habías pronunciado «fe» y no «piedad», estando como estabas tan
junto a mí, y no engañando al oído estas dos palabras por su semejanza del sonido.
Sin embargo, pensé por mucho tiempo que ignorabas lo que te habían dicho,
ignorando yo lo que dijiste tú; pues, de haberte oído bien, de ninguna manera me
parecería absurdo que un vocablo púnico significara a la vez piedad y misericordia.
CAPITULO XIV
45. Pero mira cómo voy cediendo y admito que, cuando haya recibido en el
oído las palabras aquel a quien son conocidas, pueda también saber que el que
habla ha pensado en las cosas que las palabras significan. ¿Acaso por esto aprende
si ha dicho verdad, que es lo que ahora buscamos?
¿Y qué quiere decir «en los cielos»? Eso lo enseñará aquel que por medio
de los hombres y de sus signos nos advierte exteriormente, a fin de que, vueltos a
Él interiormente, seamos instruidos. Amarle y conocerle constituye la vida
bienaventurada, que todos predican buscar; mas pocos son los que se alegran de
haberla verdaderamente encontrado.
Pero dime tu parecer sobre todo esto que acabo de decir. Porque, si ves que
es verdad lo que he dicho, preguntado sobre cada uno de los juicios, hubieras dicho
que lo sabías; ya sabes, pues, de quién has aprendido esto, y no ciertamente de
mí, puesto que, si te pregunto, responderías a todo. Si, al contrario, no conoces que
es verdad, no te hemos enseñado ni Él ni yo; yo, porque nunca puedo enseñar; Él,
porque tú no puedes aprender todavía.
Ad.: —Yo he aprendido con la incitación de tus palabras, que las palabras no
hacen otra cosa que incitar al hombre a que aprenda, y que, sea cualquiera el
pensamiento del que habla, muy poco puede aprender a través del lenguaje. Por
otra parte, si hay algo de verdadero, sólo lo puede enseñar aquel que, cuando
exteriormente hablaba, nos advirtió que Él habita dentro de nosotros. A quien ya,
con su ayuda, tanto más ardientemente amaré cuanto más aprovecho en el estudio.