Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Y sin embargo, éstos también tienen su lugar. Karl Rahner, no ingenuo a lo que Raymond Brown asegura, arguye
que, aun así, la Navidad trata aún de la felicidad, y el simple gozo de los niños capta el significado de la Navidad
más exactamente que cualquier cinismo adulto. En Navidad, asegura Rahner, Dios nos da un permiso especial para ser felices: “No tengáis miedo de ser felices,
pues desde que yo (Dios) lloré, el gozo es la norma de vida que resulta en realidad más conveniente que la ansiedad y la pena de aquellos que piensan que no
tienen ninguna esperanza. …Yo ya no me voy más del mundo, incluso aunque ahora no me veáis. …Yo estoy ahí. Es Navidad. Enciende las candelas. Tienen más
derecho a existir que toda la oscuridad. Es Navidad. La Navidad que dura por siempre.” En Navidad, el pesebre aventaja a la cruz, incluso aunque la cruz no
desaparezca por completo.
¿Cómo se acomodan juntos la cruz y el pesebre? ¿Arroja el calvario una permanente sombra sobre Belén? ¿Debería la Navidad inquietarnos más que consolarnos?
¿Está nuestro simple gozo en Navidad quitándonos el sentido verdadero?
No. Gozo es el significado de Navidad. Nuestros villancicos tienen su razón de ser. En Navidad, Dios nos da un permiso especial para ser felices, aunque esto debe
ser entendido cuidadosamente. No hay la menor innata contradicción entre el gozo y el sufrimiento, entre estar alegre y arrostrar todo el dolor que nos acarrea la
vida. Gozo no es estar identificado con placer y con la ausencia de sufrimiento en nuestras vidas. El gozo genuino es una constante que se queda con nosotros a
través de todo de nuestras experiencias de la vida, incluso nuestro dolor y sufrimiento. Jesús nos prometió “un gozo que nadie pueda arrebataros”. Esto significa
claramente algo que no desaparece porque uno esté enfermo, haya muerto un ser querido, sea traicionado por el esposo, perdamos el empleo, sea rechazado por
un amigo, esté sujeto al dolor físico o esté soportando un revés emocional. Ninguno de nosotros escapará del dolor y el sufrimiento. El gozo debe poder coexistir con
éstos. Verdaderamente significa crecer más profundamente a través de las experiencias de dolor y sufrimiento. Significa que somos mujeres y hombres de gozo,
aun cuando vivamos en dolor. Ese es un estilo peculiar, tomado de su comprensión de la muerte y resurrección de Jesús, que los escritores del Evangelio insertan
en sus narraciones sobre su nacimiento.
Pero, por supuesto, eso no es lo que los niños ven cuando son atrapados en la emoción de Navidad y cuando miran al Niño Jesús en el pesebre. Su gozo aún es
inocente, sanamente protegido por su ingenuidad, aún aguardando el desencanto, pero auténtico no obstante. El ingenuo gozo de un niño es verdadero, y la
tentación de reescribirlo y modificarlo a la luz de la desilusión de los años posteriores es un error. Lo que fue verdadero… fue verdadero. Los tiernos recuerdos que
tenemos de la preparación y celebración de la Navidad siendo niños no son invalidados cuando se ha descompuesto Santa Claus. La Navidad nos invita aún, como
expresa poéticamente John Shea, “a zambullirnos de cabeza dentro del budín”. Y a pesar de toda la desilusión de nuestras vidas adultas, la Navidad nos ofrece aún,
a los desalentados adultos, esa maravillosa invitación.
Incluso cuando ya no creemos más en Santa Claus, y los pesebres, luces, villancicos, tarjetas, coloridos papeles de envolver y regalos de Navidad ya no traen el
mismo estremecimiento, permanece aún la misma invitación: la Navidad nos invita a ser felices, y eso demanda de nosotros un elemental ascetismo, un ayuno de
nuestro adulto cinismo, una disciplina del gozo que pueda agarrar la cruz y el pesebre juntos de modo que seamos capaces de vivir en un gozo que nadie, ni
ninguna tragedia, nos pueda quitar. Esto nos permitirá, en Navidad, como los niños, zambullir la cabeza dentro del budín.
Nuestro Señor Jesucristo desde el momento en que vino al mundo comenzó su obra redentora inundado todo Belén con el
espíritu de la Cruz.[1] El Salvador no se abajó para nacer en un palacio real, sino en una cruz. Las puertas cerradas de Belén
ya prefiguraron el abandono del Calvario. Muy pronto después de su nacimiento ocurrió el derrame de la sangre de los niños
inocentes. Más tarde él mismo, el Cordero inocente, derramará su propia Sangre.
El que en el Calvario daría la bienvenida a todos los exiliados, no mucho tiempo después de su nacimiento ya estaba de camino
al exilio. «De esta manera se presenta la unidad del misterio de la Redención. Desde el madero del pesebre hasta el madero de
la Cruz el misterio es uno solo. La pobreza, el abandono, el rechazo que sufrió Jesús en la Cruz, los experimentó desde su
nacimiento».[2] Él vino a lo suyo, y los suyos no lo recibieron, (San Juan 1, 11).
En la Iglesia Latina, «tras el Concilio de Trento el pensamiento cristiano descubre que puede acercarse al Niño Jesús y sacar
nuevas enseñanzas de su debilidad, dirigiendo su mirada hacia los episodios que mostraban la tierna inocencia de aquel que
había nacido para morir en la cruz. Se trató de retrotraer a la infancia de Jesús las características del Jesús adulto, dando lugar
a prefiguraciones pasionarias para crear una dialéctica entre la dulzura y ternura infantil con la tragedia del drama pasionario,
dando lugar a las imágenes del Niño Jesús de Pasión».[3]
La pedagogía de Dios es esta: hacernos pasar por los signos terrestres para llegar luego a las cosas celestiales. Mientras
vivamos en la tierra hemos de contentarnos con descubrir a Dios a través de los signos. La Cruz es el signo del amor sacrificado.
En 1628 en Quito, se le apareció la Santísima Virgen a la monja concepcionista de origen español Madre Mariana Francisca de
Jesús Torres y Berriochoa, que vivió entre 1563 y 1635, en el Monasterio Real de la Limpia Concepción en Quito, que ella había
fundado.
Nuestra Señora del Buen suceso le manifestó a la religiosa: «Levanta ahora la vista y mira hacia el cerro de Pichincha, donde
será crucificado este Divino Infante que traigo en mis brazos. Lo entrego a la Cruz a fin de que Él dé siempre buenos sucesos a
esta República […]».
En 1634, es decir 6 años más tarde, Nuestra Señora le indicó a la mística monja que reprodujera estampas con su visión del
Divino Niño: «[…] queremos que, valiéndote del Obispo, reproduzcas en estampas esta visión que tuviste de mi Amadísimo Niño
Crucificado, escribiendo en ellas las palabras que oíste de sus labios».
Una contemporánea suya, también concepcionista, la Venerable Sor María Jesús de Ágreda, considerada una de las más
grandes místicas, en su obra Mística Ciudad de Dios que produjo en 1670, relata cómo el Divino Niño oraba ya en forma de
cruz en las purísimas entrañas de María: «Y tal vez el Niño Dios en aquella sagrada caverna se ponía de rodillas, para orar al
Padre; otras en forma de cruz, como ensayándose para ella».[4]
Nuestra Señora misma se lo había manifestado: «desde el primer instante que fue concebido en mi Vientre, no descansó, ni cesó
de clamar al Padre, y pedir por la salvación de los hombres. Y desde allí comenzó a abrazar la Cruz, no sólo con el afecto, sino
también con efecto en el modo que era posible, usando de la postura de crucificado en su niñez y estos ejercicios continuó por toda
su vida».[5]
Cuando entonamos el antiguo Adeste fideles en la especialmente hermosa Misa de Gallo en la que celebramos de la forma más
solemne el nacimiento del Salvador, venid y adorémosle son dos palabras que repetimos varias veces. Venid adorémosle, es
una invitación a ponernos en camino a Belén para adorar a un Niño llamado Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre. Lo
adoramos besándolo con cariño y sabiendo que adorar según su raíz latina es besar.
Es la misma oración la nuestra durante la adoración de la Cruz del Viernes Santo: Te adoramos, oh Cristo, y te glorificamos.
Mientras los fieles procesionalmente caminan hacia la Cruz para besarla, de acuerdo a las rúbricas del Misal se entona el Pange
Lingua, que es un himno de gloria precisamente.
Cuando adoremos al Niño la Noche Santa de la Navidad, no olvidemos que el Divino Niño Jesús sigue siendo crucificado en
cada niño abortado. La perversa teoría del fin bueno es el motivo por el que cada año, cincuenta millones de niños no
llegan a ver la luz a causa del aborto; de ellos, la mitad perecen bajo el amparo de las leyes abortivas.
Así como bajo la Cruz estaba el consuelo de los corazones amorosos, así en Belén él fue saludado con la gozosa bienvenida de
corazones sencillos y el canto de los ángeles.
En nuestra vida, marcada por la mezcla del gozo de Belén y el dolor del Calvario, estamos seguros de que el mismo amor que
lo hizo venir y lo hizo morir por nosotros, siempre nos acompañará: Mirad que Yo con vosotros estoy todos los días, hasta
la consumación del siglo (San Mateo 28, 20).
En un mundo lleno de palabras huecas, de afirmaciones sin sentido, y de promesas incumplidas, Navidad es promesa, es
presencia de lo invisible, es calor de un amor inextinguible, Navidad es una palabra que encierra intimidad de Dios, que se
acerca a quien quiera recibirle, dejemos a un lado juguetes, bebidas espumosas, cenas copiosas, distracciones mundanas y
busquemos la Navidad, el nacimiento, el acercamiento de Dios en la pobre gruta de Belén, ahora en la pobre gruta de mi alma.
Entre las piernas del altar formando como un modesto cobertizo, he aquí el pesebre donde todo es alegría, ternura de los corazones, en
una pobreza conmovedora. Oh Jesús, desde vuestra entrada en este mundo, fuisteis pobre en bienes terrestres pero pródigo de bienes
espirituales, que con vuestras manitas ya repartís, en una sonrisa universal. Estoy seguro de eso, lo veo deliciosamente figurado en este
niño de cera. Las presencias orantes de vuestros santos padres lo dicen bastante, ellos que nos habéis dado para siempre como nuestra
Santa Familia, la Virgen incomparable vuelta nuestra Madre y Mediadora, San José, nuestro padre terrestre y poderosísimo protector. Veo
también un pastor y algunos borregos que nos representan, él o ellos, simbólicamente. Así queríais acercarnos, alcanzarnos, saciarnos de
vos y la prueba que lo habéis conseguido, son esos nacimientos que, después de dos mil años, vencen aún la malicia de Satanás, el
orgullo del mundo, la frialdad de los corazones y os dan a contemplar a los hombres. El Verbo se hizo carne, ved qué manso y humilde es
en su pesebre. Gran misterio que aquél, que merece nuestra contemplación, en su niñez. ¿Este pesebre acaso no recuerda el más
singular, el más maravilloso instante de toda la historia humana, oh Jesús, cuando veníais en este mundo?
Mi mirada no necesita mucho para atravesar todo el espacio de vuestra vida, puesto que el crucifijo que está sobre el altar recuerda su
término. Del pesebre a la crucifixión, es tan rápido. Este recién nacido en el encanto de Navidad será pronto el hombre de dolor clavado a
la Cruz, exhalando las quejas de su derrelicción. ¿Dulce Jesús, es posible? ¡Pues si! así es puesto que era necesario! Vuestra
Encarnación no tenía otra intención, otra meta que esta eminencia del Gólgota a donde vuestros hermanos los hombres os han elevado y
condenado a muerte. Todos nosotros que nos alegramos alrededor de vuestro pesebre, no lo olvidemos, somos como esclavos que venís
delibrar, como condenados que venís graciar, pero al precio de sufrimientos indecibles. Es nuestro egoísmo sagrado que nos hace cantar
de alegría cuando desde este momento tenéis que sufrir en este frio, que ser humillado en este desprecio y esta abyección, sabiendo sin
embargo que es para vos el principio de una vida toda de cruz y de martirio.
Abarco de una sola mirada vuestro Pesebre y vuestra Cruz. Es como una ascensión, y comprendo que erais en Belén el grano enterrado
en nuestra tierra para un día ser erigido en el cielo como la espiga de trigo en la plenitud de su madurez. De la Encarnación a la
Redención, vuestra línea de vida es derecha, simple, perfecta. Adivinabais entonces lo que Belén anunciaba, el Pan de nuestras almas,
procurándoles la vida eterna.
Y ahí, entre la una y la otra representación, de la Natividad y de vuestra Santa Muerte, reina el Sagrario donde moráis, presencia real y
sacramental, Jesús, Rey de las infinitas misericordias, aquí presente en vuestro Cuerpo, vuestra Sangre, vuestra Divinidad. ¡Oh maravilla
de las maravillas, termino inaudito de vuestro peregrinaje terrestre! Los otros misterios no están más que figurados, aquí los personajes de
Navidad, ahí ese crucifijo de Iglesia. Mientras que este misterio es real, en verdad cumplido y guardado preciosamente en esta capilla. De
día y de noche, rodeado de nuestras oraciones o dejado un momento, estáis aquí, oh Dios mío, así como en el pesebre, en vuestra
Encarnación continuada, y renováis por nosotros todo el misterio de vuestra Redención, aún hoy en día.
Ese cuadro que tengo delante de mí llama la atención: la carpintería que sostiene y encuadra todas estas cosas, ¿acaso no es aquí el
altar? ¿Y qué es el altar si no la madera de la Cruz, el soporte místico del santo sacrificio donde sois cada día el Sacerdote y la Victima
inmolándoos aún por la salvación del mundo? El nacimiento me cuenta en figuras lo que está en realidad en el Sagrario: vuestra presencia
real, oh Jesús, entre nosotros. El crucifijo que domina el altar es aquí la imagen de lo que realmente renováis por el ministerio del
sacerdote, después de haberlo primeramente vivido en el Calvario: vuestro Sacrificio sacramental, oh Jesús, que nos hace comulgar a
vuestro Padre y nuestro Padre y nuestro Dios, en el misterio de vuestra inmolación en víctima de amor misericordioso…
Así tengo delante de mí todos vuestros beneficios. Os poseo perfectamente. Estáis, en el espacio exiguo de este santuario, como existen
centenares de millares en el mundo, presente y diligente, naciente y moribundo, bajando del Cielo y de ahí volviendo a subir, viniendo a
nosotros y atrayéndonos hacia el Padre. Las señales y las figuras ilustran las realidades. Miro con todos mis ojos el nacimiento y mi
corazón rebota hacia el Sagrario, contemplo la Cruz pero es para prepararme a mi misa o dar gracias. Oh Jesús, qué bello sois, qué
grande sois… como rezaba el Padre Chevrier, y ojala que pudiera yo, después de haberme regocijado y bañado en las esplendores y las
verdades de vuestro Pesebre, de vuestra Cruz, de vuestro Sagrario, realizar las tres máximas que este santo sacerdote sacaba de sí
mismo, hace cien años: el sacerdote es un hombre despojado, el sacerdote es un hombre crucificado, el sacerdote es un hombre comido.
¡Así sea!