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Explosiones sociales

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Manuel Castells

Manuel Castells
25/10/2019 23:51 Actualizado a 26/10/2019 12:03

Arde Barcelona. Pero también Santiago de Chile. Y Hong Kong. Y Quito. Y hasta hace
poco París. Y múltiples focos de indignación a lo largo de este planeta en crisis
ecológica, social y política. Las causas son diversas, pero las reacciones y el paso del
movimiento pacífico al enfrentamiento con el orden establecido son muy similares.
Reivindicación de salir del olvido de las regiones marginadas francesas. El precio del
combustible en Ecuador. Aumento de tarifas del metro y la creciente carestía de la vida
en Santiago. Demanda de derechos democráticos en Hong Kong. Lo común es que en
ninguno de esos casos y otros muchos han existido canales políticos e institucionales
para negociar: el Estado se ha cerrado en banda y la respuesta han sido los antidisturbios
y el ejército. Empieza a tener sentido (y lo digo con tristeza) el análisis de mi reciente
libro sobre la crisis de la democracia liberal, donde mostré que la gran mayoría de los
ciudadanos no confían en los partidos políticos, no se sienten representados por
parlamentos y gobiernos y piensan que la clase política en su conjunto está atrincherada
en la defensa de sus intereses y de su corrupción. La democracia no existe, por muchas
elecciones que se hagan, si no anida en la mente de los ciudadanos. Es esa confianza en
las instituciones la que está siendo puesta en cuestión, induciendo, en primer lugar,
nuevas alternativas políticas de izquierdas o derechas. Y cuando estas tampoco
funcionan (porque las estigmatizan como populistas y van a por ellas las cloacas del
Estado y los medios de comunicación), no queda más que la calle, las acampadas, las
manifestaciones. Y a la violencia de las tropas de élite responden espontáneamente los
que no pueden ya contener la rauxa –palabra catalana que siempre ha acompañado al
seny cuando desborda el sentimiento de injusticia y faltan canales de expresión
institucional–.

La fuente de esa violencia puntual es la frustración política de toda una


generación

¿Pero es así en Catalunya? ¿No vivimos en un Estado que garantiza las libertades
democráticas en la Constitución salida de la transición? Pues resulta que en torno a la
mitad de la población de Catalunya no lo piensa así. Y que, hasta hace poco, más de tres
cuartos de los ciudadanos eran favorables a la celebración de un referéndum en que se
decidiera la estructura del Estado.

Hace más de una década se aprobó un nuevo Estatut d’Autonomia en los parlamentos
catalán y español y fue refrendado por una gran mayoría de ciudadanos catalanes. Tras
lo cual, entre el PP y un Tribunal Constitucional ideológicamente anclado en el
nacionalismo español hubo una regresión de la autonomía. Como reacción surgió un
movimiento independentista espontáneo, al cual se apuntaron los partidos catalanistas
por intereses electorales. Fueron desbordados por opciones políticas más coherentes,
aunque pudieran considerarse utópicas, empujando al independentismo político a la
organización de un referéndum fuera de la instituciones españolas. Fue pacífico y
masivo, aunque sólo participó la mitad de la población. La represión fue violenta por
parte del gobierno español, apoyado por la mayoría de los partidos y jaleado por
muchos medios de comunicación.

Lo que empezó como un proceso gradual de redefinir pacíficamente las relaciones entre
Catalunya y España desembocó en confrontación. En ese contexto, la desmesurada e
injusta sentencia de unos jueces nombrados por un Consejo General del Poder Judicial
designado por componenda política ha indignado a una mayoría de la población
catalana, incluso a aquellos que no somos independentistas. Era de esperar la reacción
que se ha producido, pacífica y masiva en su inmensa mayoría, violenta y minoritaria en
algunos sectores radicalizados, como suele ocurrir en toda gran protesta social. Esta
violencia es condenable éticamente y contraproducente políticamente. Pero hay que
entenderla en lugar de demonizarla y tratarla como un problema de “orden público”.
Porque si no se abordan las raíces de la violencia, resurgirá. Y las heridas profundas en
la sociedad catalana harán ingobernable el Estado español. No se trata de infiltrados y
provocadores, aunque los haya (algunos de ellos probablemente fascistas y policías),
sino de miles de jóvenes catalanes que, como dijo una de ellas, han visto como pegaban
a sus abuelos el 1 de octubre y quieren ponerse en primera línea. Cuantas más jóvenes
apaleen, cuantos más nuevos presos políticos haya, más se irá creando una reserva de
rauxa que se expresará de mil formas. Y cuanto más se culpe a los anarquistas, más
anarquistas aparecerán, porque es la ideología de oposición al Estado autoritario.

La fuente de esa violencia puntual es la frustración política de toda una generación que
se siente traicionada no sólo por el Estado español sino por los propios dirigentes del
independentismo político que los lanzaron a la calle y ahora acusan a misteriosos
agentes extranjeros, olvidando que en Barcelona viven muchos jóvenes extranjeros que
creen en la ciudadanía europea. Es vergonzoso tirar la piedra y esconder la mano. Pero
lo más grave es, como escribía recientemente el semanario alemán Stern , la
incapacidad congénita de los políticos españoles para negociar. Ni para una investidura
de gobierno ni para encontrar fórmulas de solución para un conflicto que afecta
fundamentalmente la convivencia en el país. Porque sin negociación el Estado de
derecho se reduce al derecho del Estado.

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