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Universidad Santo Tomás

Facultad de Filosofía y Letras.


Proyecto de Investigación
Oscar Orlando Peñuela Ortiz.

BARROCO DEL SIGLO XVII Y XVIII EN HISPANOAMÉRICA.


El barroco hispanoamericano es nutrido por las experiencias provenientes
de Europa y las costumbres establecidas en el nuevo continente. Sin
embargo, la hegemonía dada por los conquistadores y la imposición del
idioma, de la religión., hace del arte y la literatura una expresión viva del
pensamiento colonialista basado en poder controlar y enseñar. En este
sentido podemos rastrear los ideales de Agustín de Hipona y Tomás de
Aquino, como precursores del catolicismo llegado a estas tierras.

Pero, ¿Qué es el Barroco? Distintas investigaciones lo definen como otro


tipo de modernidad, dejando claro que no solamente se reduce al arte sino
también a todos los aspectos de la cultura en general. La época del
Barroco, comenta Samuel Arriarán, hace falta diferenciarla del
Renacimiento, pues aunque hay ciertas continuidades en la música, la
pintura, la arquitectura y la literatura se diferencian sustancialmente en el
pensamiento filosófico; de hecho el barroco es una nueva situación
histórica que surge del humanismo del Renacimiento (cfr. Arriarán, 2011,
pp. 97-98).
El Barroco, “entendido entonces no sólo como un nuevo estilo artístico
sino como el comportamiento social y cultural en una época determinada,
representa sin duda un nuevo espíritu de negación de los valores de la
primera modernidad renacentista” (Arriarán, 2011, pp. 98). Negación que
implica dudar de la fe en la razón y en la creencia de las posibilidades
ilimitadas del ser humano, convirtiéndose el Barroco en algo inquietante y
perturbador sin embargo, plantea nuevos valores en la búsqueda de otra
realidad.
Sin embargo, “el Barroco ha dejado de ser para nosotros un concepto de
estilo que puede repetirse y que de hecho se supone se ha repetido en
múltiples fases de historia humana; ha visto a ser un mero concepto de
época” (Maravall, 1990, pp. 23). Así pues, como concepto de época es
concesivo dentro de un periodo histórico que comprende una gran parte
de los siglos XVII y XVIII.
En este contexto la iconografía al igual que la literatura está impregnada
de distintos valores en la enseñanza y predominio de la religión, siendo así
que podemos encontrar temas relacionados a la vida y a la muerte, como:
el purgatorio, el uso de los sentidos, el buen morir, el mal morir, etc. Es
este aspecto Jaime Humberto Borja, Historiador y filósofo de la Pontificia
Universidad Javeriana, describe detalles de la iconografía y la literatura de
la época en artículos tales como: Purgatorios y juicios finales: las
devociones y la mística del corazón en el Reino de Nueva Granada, La
pintura colonial y el control de los sentidos, Cuerpo y mortificación en la
hagiografía colonial neogranadina.

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El artículo, Purgatorios y juicios finales: las devociones y la mística del


corazón en el Reino de Nueva Granada, consta de siete partes, las cuales
son: la introducción, cinco apartados denominados de la siguiente manera:
Purgatorios y Juicios finales en la Nueva Granada, Los purgatorios como
representación de las Tres Iglesias, Mística y devoción: la vía purgativa, La
mortificación o cómo evitar el purgatorio y La mística del corazón; por
último se encuentra la conclusión respectiva.
En este artículo Borja nos describe la idea del purgatoria, donde narra que
su implementación dentro de la doctrina católica estaría dada hacia la
baja edad media conformado a lo largo de trece siglos: “en este proceso el
concepto recogió y representó varios problemas: se ubicaba en las
Postrimerías; involucraba la pregunta por los lugares intermedios, aquellos
que están después de la muerte del sujeto y antes de la llegada del
escatón final” (Borja, 2009, pág. 81) En este sentido, postrimerías hace
referencia a muerte, juicio, infierno y gloria; por su parte, el escatòn final
hace referencia a los cuatro elementos del momentos final: la segunda
venida de Cristo o parusía, la resurrección de los muertos, el juicio final y
la vida eterna.

La idea del purgatoria nace a partir del uso constante de los dos lugares
propicios después de la muerte, a saber: cielo e infierno. Este agotamiento
por el constante uso de los dos espacios produce la aparición de terceros
lugares: “en este caso, un espacio intermedio donde los muertos podían
purgar sus pecados antes de acceder al cielo” (Borja, 2009, pág. 82) Esta
nueva concepción trajo consigo cambios en la visión de concebir el mundo
y la religión e incluso, recalca Borja, en la estructura social del periodo.

Esta nueva concepción del mundo produjo una dicotomía entre la


producción del discurso y las prácticas populares, dado que una cosa fue
el discurso eclesiástico y teológico surgido alrededor de la reproducción
pictórica y, otra muy distinta lo asimilado por el pueblo y las devociones
que surgieron. “la lectura de la tradición barroca depositada en la Nueva
Granada portó elementos particulares, entre los que se destaca la manera
como a los purgatorios, y otras postrimerías como los Juicios finales, se les
incluyó dentro de la llamada mística del corazón” (Borja, 2009, pág. 82)
Esas representaciones sirvieron para enseñar el funcionamiento del
cuerpo social como espacio salvífico; Borja resalta que estos temas no
fueron resaltables iconográficamente, se mencionaban en sermones, vidas
ejemplares y literaturas acéticas.

La producción de las imágenes que incluían el tema del purgatoria se


comienza a moldeare gracias a una sesión transmitida por el concilio de
Trento : “decreto sobre el purgatorio”, donde se enmarca: “la existencia

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real y dogmática del purgatorio; un espacio donde se purgaban las penas


con la posibilidad de ser “aliviado” por las acciones e intermediaciones de
los fieles; el cuidado en su predicación para que no suscitara superstición
y miedo; y finalmente, el control a las creencias populares que pudiera
suscitar”. (Borja, 2009, pág. 83) Lo más resaltable de este decreto es su
invitación a realizar las imágenes con verdades dogmáticas que suscitaran
sentimientos de adoración a Dios y en consecuencia que incite a la
práctica de la piedad.

Estos tres elementos ya mencionados fueron resaltados en la iconografía


de la época, siendo así que Borja nos dice:
El purgatorio, como las representaciones del Juicio Final, no fueron
temas de amplia difusión en la cultura colonial, es más, fueron poco
representativos. Así lo demuestra la poca cantidad de pinturas de
estos temas, como la mención del purgatorio en cartas, sermones,
vidas ejemplares, poesía o la literatura mística y edificante producida
en el Nuevo Reino durante los siglos XVII y XVIII. En el caso de la
pintura, los purgatorios no fueron más 2% del total de la pintura
colonial. De éstos, sólo hay cuatro juicios finales, dos de ellos son
pinturas murales en capillas de Indios en espacios rurales, lo que tenía
sentido dentro de los procesos de evangelización indígena. (Borja,
2009, pág. 84)

En esta representación iconográfica Borja describe tres imágenes: la


primera de ellas es de autor Anónimo, denominada Purgatorio del siglo
XVII, la cual fue hecha en un óleo sobre tela, su ubicación es en la Iglesia
Santa Bárbara, Tunja; la segunda, de autor Anónimo, denominada
Purgatorio del siglo XVII, óleo sobre tela, perteneciente al Museo de Arte
Religioso, Duitama; la tercera; es del pintor Manuel de Sepúlveda, 1781.
Denominada Virgen del Rosario y Purgatorio, perteneciente al Museo de
Arte Religioso, Popayán.

En la continuación de la explicación, Borja hace una referencia al


purgatorio como representación de las tres iglesias: “la Militante, los que
viven en este mundo; la Purgante, los salvados que aún no estaban frente
a Dios; y la Triunfante, quienes disfrutan de la vida eterna”. (Borja, 2009,
pág. 90) Donde aportaron un sentido didáctico y devocional al incrementar
significados entorno a la mortificación como vía del purgatorio. A partir de
estos principios se establecieron categorías para leer las imágenes
surgidas; una de ellas es la didáctica donde se enseñó el sentido del
purgar el cuerpo; la otra es la catequética con el valor teológico de las
postrimerías; la última exegética que vinculaba las relaciones sociales.
(cfr. Borja, 2009, pág. 89)

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Esta forma de leer la nueva iconografía que iba surgiendo estaba basada
en la lucha interior entendida como el combate que tenía la persona con
las pasiones provenientes de lo externo, de lo que ofrecía el mundo; esto
posteriormente se vería reflejado en la muerte: “el valor narrativo que
tuvo en la colonia el tema de la mala muerte, que aparece en el género de
las vidas ejemplares y en la literatura edificante… reflejaba el temor al
purgatorio o al infierno, lo que inducía al buen comportamiento”. (Borja,
2009, pág. 91) la experiencia de la muerte individual involucra la
intercesión de los santos dado que: “Las imágenes del purgatorio
representaban precisamente al conjunto de la Iglesia: la Triunfante (los
santos) intercedía por la Purgante (los condenados) para beneficio de la
Militante, el devoto observador de las imágenes”. (Borja, 2009, pág. 90)

El combate de las pasiones está dado por la mortificación del cuerpo,


siendo así que la iglesia estableció tres vías para poder llegar a la
perfección: “la primera era la purgativa, que de acuerdo al método servía
para abandonar el pecado, para lo cual utilizaba la mortificación, la
penitencia y la lucha contra la concupiscencia. Luego venía la iluminativa,
en la cual se propiciaba el cultivo de las virtudes para conocer más a Dios;
y finalmente, la vía unitiva, o unión con Dios y cumplimiento de sus
designios”. (Borja, 2009, pág. 91) Esta mortificación tenía valor social
dado que era obligatoria para todo mundo y era práctica que mejoraba la
relación espiritual, daba una armonía con el espíritu.

La iconografía permitió “la representación de santos en actitudes de


mortificación corporal, como este santo Domino, pues a través de este
discurso visual se pretendía enseñar la práctica. En la imagen se puede
observar cómo se evidenciaba que el acto de mortificarse en vida (el Más
Acá) permitía que el sujeto se convirtiera en un intercesor del purgatorio
(el Más Allá)”. (Borja, 2009, pág. 92) La mortificación es plasmada en las
pinturas como práctica para que el que viera evitara el purgatorio o
redujera el tiempo de purga.

El artículo de investigación, La pintura colonial y el control de los sentidos,


hecho por Jaime Borja con el apoyo del Departamento Administrativo de
Ciencia, Tecnología e Innovación (Colciencias) y el Instituto Colombiano de
Antropología e Historia (Icanh), consta de tres partes, a saber: la retórica y
los sentidos, los sentidos y las técnicas de representación y los sentidos y
la cultura de la imagen colonial.

En él cuenta que la propagación de la iglesia ayudo a la difusión de la


imagen, dado que fue una herramienta en la transmisión del evangelio.
Pues ellos entendieron “por imagen tanto la obra plástica como aquella
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suscitada por la narración, es decir, abarcaba un espacio discursivo que


afectaba lo narrativo y lo visual”. (Borja, 2010, pág. 61) Donde la imagen
comienza a cumplir una labor fundamental, pues se comienza a crear una
labor teórica a su alrededor.

En esa labor teórica que giró entorno a la pintura se utiliza el arte de la


retórica, pues y como bien afirma Borja: “la retórica afectó no sólo el
discurso visual, sino también la mayor parte de la producción narrativa,
como la historia, la poética y los sermonarios, entre otros”. (Borja, 2010,
pág. 61) siendo la retórica el paso para poder persuadir, ya no solo por
medio de los detalles de las pinturas sino ahora por medio del uso de la
palabra. Convirtiéndose en uno de los elementos “que permite entender
cómo se articula el barroco en relación con la conciencia de los sentidos y
con los sentimientos”. (Borja, 2010, pág. 61)

El discurso de la retórica fue asumida en el campo visual o narrativa pues


debía enseñar, deleitar, y conmover. “Enseñar porque este era el camino
intelectual de la persuasión; al deleitar se captaba la simpatía del público
hacia el discurso; y al conmover se pretendía crear una conmoción
psíquica, afectar los sentidos, literalmente excitar el pathos”. (Borja, 2010,
pág. 61) en este sentido en la pintura se utilizó los lugares comunes para
dar un mayor efecto persuasivo a los sentidos, constituyéndose como
medio para enseñar y material para la retórica.

Esto sirvió para que las pinturas, aparte de enseñar, tuvieron un valor
agregado y ese era el de unos códigos ocultos que incitaban a los
sentidos: “Las imágenes narradas y pintadas “hablaban”, manifestaban un
discurso acerca de los sentidos, códigos desde los cuales se ensambló el
orden social, esto es, “el cuerpo social”. (Borja, 2010, pág. 62) En este
sentido se procuró a doctrinar sobre la visión de ver la verdadera realidad
que conduce a Dios por medio de un “ojo interno”.

El uso de la retórica permitió hacer un salto de la producción pictórica a


una literaria, ejemplo de ello es lo acoplado de Ignacio de Loyola. De este
se tomó metodologías visuales denominadas técnicas de representación,
las cuales incentivaron la producción y a su vez el consumo de los visual;
dichas técnicas fueron el arte de la memoria, la emblemática y la
composición de lugar. Todo ello pretendía, como ya se había mencionado,
hacer que la imagen transmitiera un discurso de códigos ya conocidos por
la comunidad y que tienen los valores como fundamento de ese discurso.
(Borja, 2010, pág. 62)

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Ejemplo de lo anterior es una narración de Juan de Rivero, quien muestra


una visión del infierno al pueblo para disminuir los vicios dentro de la
comunidad:

Supongamos que Dios conservándote milagrosamente


la vida, como lo puede hacer, te pusiera para
castigar tus culpas en esta vida dentro de un horno
de fuego por espacio de un año y no más, con
cierta esperanza de salir de él cuando se cumpliese
el año. Supongamos también, que pusiese Dios a
tu lado para tu consuelo un ángel que te avisase
con fidelidad los días y las horas y los meses que
ibas cumpliendo y el tiempo que te restaba. Ya está
encendido el horno, donde te han de arrojar: ya
prevenidos los candados para cerrar la puerta: ya
te llevan allá atado de pies y manos con cadenas
de hierro y te despojan del vestido: ya pones los
ojos en las llamas y en las brasas de fuego y en la
estrechura del lugar: ya oyes los estallidos de la
leña que arde, y el pavoroso ruido de las chispas
y llamas. Empiezas a estremecerte y te cubres de
horror y palidez mortal. Es llegada la hora y te arrebatan
los verdugos para arrojarte en él. Empiezas a
clamar entonces y a resistirte cuanto puedes con
el natural espanto. Arrójante por último dentro y
cierran la puerta con candados y te ves en el fuego.
¡Oh, Santo Dios, y qué ademanes tan desmedidos y
violentos los tuyos a la violencia del ardor! ¡Qué de
vuelcos arrebatados sin descansar un punto! ¡Qué
de gritos y voces desentonadas y rabiosas! ¡Qué
saltos como de víbora entre los tizones y llamas!
¿Qué harías entonces, ¡oh mancebo!, si te pusiesen
así y vieses en este horno? (De Ribero, 1956: 339)

El fragmento se convierte en ayuda para los pintores donde encuentran


muchos rasgos distintivos para la creación de la pintura: “en otras
palabras, además de la tradicional división entre vicios y virtudes, desde la
composición de lugar, la representación pictórica permitía el juego de
todos los sentidos: ver las condenas o la beatitud; oír la música celestial o
los castigos de los condenados; oler la santidad o el fuego eterno; sentir la
salvación o la condenación”. (Borja, 2010, pág. 63) En este sentido, la
visión del ojo interior comienza a tener y a regir un ímpetu donde las
virtudes y los vicios en relación con los sentidos, comienza a cumplir su
función de producir sentimientos en el público.

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De esta forma, la producción pictórica buscaba enseñar a emplear los


sentidos frente a lo que ofrecía el mundo y ayudaba a la regulación de las
relaciones sociales. Siendo así que: ““hacer hablar a la imagen” tenía
sentido iconográfico, simbólico y alegórico, para lo cual los diversos
mecanismos para interrogarla aseguraban la posibilidad de extraer todos
los sentidos que contenía. El objetivo del pintor o del narrador era
representar los movimientos del alma a través de las actitudes del cuerpo;
el observador debía ejercer la imaginación “para dar a su alma la forma
más semejante posible a la del santo o el mártir que contempla”” (Borja,
2010, pág. 66)

Ejemplo de todo ello están las representaciones pictóricas de monjas


surgidas en esta época, donde a partir de la importancia de los conventos
surge una de las manifestaciones más singulares del arte virreinal, la cual
es la pintura de monjas coronadas, monjas vivas y monjas muertas, las
cuales tienen sus antecedentes en Europa donde se incluye expresión
pictórica de la mística nupcial en la cual se hace referencia a la vida y la
muerte. En América esta manifestación adquirió características propias y
su antecedente se remonta a la imagen de Santa Rosa de Lima coronada
con rosas. (cfr. Londoño, 2012, pp. 239-242)

En este sentido, las características de las pinturas varían según la


comunidad; las más lujosas fueron encargadas a las órdenes calzadas o de
vida particular, y las más sencillas a las órdenes de las carmelitas. En las
características más comunes de estas pinturas aparecen atributos como:
el velo, hábito, anillo, una imagen de Cristo o el Niño, vela, palma, corona
de flores y escudo de la orden: “La palma, que evolucionó hacia un ramo
florido, representaba la castidad perpetua, la superación de las
mortificaciones y el triunfo sobre la muerte. Las coronas de flores, en las
monjas vivas, son exaltación del nuevo estado de unión y, en las muertas,
símbolo del tránsito gozoso a la vida eterna” (Londoño, 2012, pp. 240).

La tradición de los retratos de monjas muertas iniciado en Europa, “donde


se pintaron imágenes funerarias de monjas con corona de flores, símbolo
del tránsito del alma justa hacia la gloria eterna de la patria celestial”
(Londoño, 2012, pp. 243), siendo testimonio primero del encuentro con
Cristo y, segundo para los demás por la victoria obtenida tras la vida
virtuosa que llevó. Las características de las monjas muertas al igual que
los demás retratos varían según la comunidad, teniendo una característica
especial, el artista, pues este no brilla por lo que hace sino por “el afán de
capturar las particularidades del rostro de las muertas” (Londoño, 2012,
pp. 243).

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Estos retratos son particularmente realistas, ya que lejos de pretender


idealizar al personaje, se procuraba perpetuar su recuerdo más terrenal.
En estos retratos se advierte un claro interés de los pintores por resaltar
los rasgos físicos particulares de las fallecidas pues incorporan incluso
detalles como el bozo, las verrugas y las arrugas. Todo esto hace pensar
en características iconográficas regionales pues este diseño fue una
constante en los retratos de las distintas órdenes religiosas femeninas del
Virreinato de la Nueva Granada.

Lo más importante de estos retratos, a parte de sus inmensas


características, es la posibilidad de relacionarlo con los dos artículos ya
mencionados de Borja, pues estas monjas retratadas supieron tener el
balance y el control de los sentidos en función de encontrar las virtudes y
rechazar los vicios, teniendo como eje la visión del ojo interno. Además se
convierten en representaciones para la comunidad motivando,
sensibilizando y enseñando como se puede llevar una vida preparando
una buena muerte.

Bibliografía
Arriarán, Samuel (2011). “La filosofía del Barroco”. En: Dussel, Mendieta y
Bohorquez. El pensamiento filosófico latinoamericano, del Caribe y
“latino” (1300-2000). México, Siglo Veintiuno, pp. 97-106.
Borja Gómez, Jaime Humberto (2009) En: Purgatorios y juicios finales: las
devociones y la mística del corazón en el Reino de Nueva Granada.
Bogotá, historia crítica Edición especial, issn 0121-1617, pp 80-100.

_________________________ (2010) En: La pintura colonial y el control de los


sentidos. Bogotá, pp 60-67.

_________________________ (2007) En: Cuerpo y mortificación en la


hagiografía colonial neogranadina. Bogotá, theologica xaveriana - vol. 57
no. 162, issn 0120-3649, pp 259-286.

Londoño, Santiago (2012). “Monjas coronadas. Monjas vivas. Monjas


muertas”. En: Pintura en América hispana. Tomo I. Siglos XVI al XVIII.
Bogotá, Luna Libros, pp. 239-244.

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Maravall, José Antonio (1990). La cultura del Barroco. España: Ariel, pp.
11-453.
Manrique, Jorge Alberto (2003). “La cultura del Barroco en la Nueva
España”. En: Monjas Coronadas. Vida conventual femenina en
Hispanoamérica. México, Instituto Nacional de Antropología e Historia /
Museo Nacional del Virreinato, pp. 20-32.

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