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Para abordar el origen de la cultura, Freud se apoyó en dos fundamentos: el amor y el

trabajo. Ambos componentes habrían posibilitado la creación de comunidades gradualmente


crecientes: desde la familia, hasta las primeras cooperativas de trabajo. En esa primera
organización social, Freud le reservó un rol preponderante a la mujer.

La función de la mujer estuvo estrechamente vinculada con esos dos fundamentos culturales
primarios. Sin la mujer, amor y trabajo habrían naufragado, y junto con ellos, seguramente
los vínculos humanos. Fue la mujer quien fomentó la cooperación recíproca de los
individuos dentro de la familia, por amor al cónyuge pero, sobre todo, por amor al hijo. Este
último, por su parte, no se desprendió gustoso de esa primera célula social; de ahí la
necesidad de la cultura de crear ritos de iniciación para encuadrar su emancipación e
incluirlo en círculos sociales más amplios.

Pero la cultura estuvo lejos de prometerle al individuo una familia feliz. De hecho, fue la
primera en atentar contra esos lazos. La mujer, que había velado por mantener esos
vínculos amorosos para sí, permaneció, de ahí en más, en estado de alerta y masticando su
hostilidad frente a los requerimientos de una civilización que, en la medida misma que se
desarrollaba y progresaba, se ocupó de segregarla, de desoír sus intereses y de vulnerar sus
derechos.

Freud sostuvo también que las mujeres conocen acerca de los deseos de unas y de otras, de
un modo casi natural; y detectó la plasticidad que tienen para trasmitirse mutuamente
intereses comunes, los cuales, para expresarse, deben recurrir a un mecanismo psíquico al
que denominó identificación.

Nada indica que las reivindicaciones de derechos sean patrimonio del varón, aunque los
acontecimientos masivos y transformadores de las sociedades generalmente los
protagonizaron ellos a lo largo de los siglos. Por eso, cuando surge una reivindicación social
que desemboca en una manifestación multitudinaria de mujeres, la sociedad queda atónita
ante el fenómeno. A esa manifestación se la llamó ‘ola verde’.

Verde es el color que identifica a un grupo de mujeres en busca de conquistar un derecho


sobre su cuerpo: el aborto legal, seguro y gratuito. Ese color se concentró en un pañuelo.
Es interesante detenerse en la historia del pañuelo verde como catalizador de un interés
común. La idea se concreta en el año 2005 y comienza a gestarse, de manera elocuente, en
una cooperativa de trabajo de mujeres. El color estaba vacante como insignia representativa
de un discurso y el objeto ya era ícono de lucha de las mujeres. Así, al calor del diálogo y de
un debate femenino que no fue de un día para el otro, nació ese pañuelo.

El pañuelo verde es un símbolo que representa la lucha por obtener un derecho, es también
un signo que identifica al grupo que lo reivindica y es una alegoría que produce un discurso
cuyo fin es político. Pero el pañuelo, en sí mismo, se volvió una insignia y, como tal,
atraviesa y sobrepasa las reivindicaciones puntuales para instalarse como representación de
lucha por los derechos de las mujeres.

También invita a la reflexión el hecho de que ese retazo de género permita trazar un arco
que envuelve, dentro de su trama, a todo un abanico generacional de mujeres: en un
extremo, las Madres y las Abuelas los llevan blancos en sus cabezas; en el otro, las jóvenes y
adolescentes los atan verdes a sus mochilas estudiantiles. En el medio, y porque está
anudado en sus extremos, aglutina dentro de su hueco a mujeres de todas las edades y
extractos sociales.

La ola verde de mujeres jóvenes del siglo XXI es hija de las Madres que parió la dictadura
de los ‘70, pero también es nieta de las mujeres que ya llevaban pañuelos blancos en sus
cabezas durante la década del ‘40, en su lucha por el derecho al voto.

Este hecho no está alejado de lo que Lacan propone en su reformulación conceptual tardía
con respecto a la relación entre el significante, el símbolo y el signo. El significante es
aquello que une los signos y le da al símbolo un nuevo estatuto. El símbolo representa el
producto de la intervención del significante sobre el signo, dando lugar a la creación de un
discurso nuevo. El derrotero del pañuelo es un ejemplo de esta idea.

Detengámonos ahora en el color blanco que se encuentra dentro del color verde del
pañuelo. Esa cinta, que tiende a parecerse a una banda de moebius, indica que hay una
continuidad entre el afuera y el adentro en la lucha de las mujeres por el derecho a decidir
sobre su cuerpo. En última instancia, cada una de ellas sabe muy bien que la habita una
extimidad, una extranjeridad de sí misma que tiene que ver fundamentalmente con la
ecuación de su goce.

Es en la posibilidad que brinda cualquier pañuelo de lograr esa otra topología tan afín a las
mujeres donde reside el secreto de la fuerza de ese símbolo. Porque es posible hacer una
banda de moebius uniendo los extremos de cualquier pañuelo, y también es posible hacerla
uniendo uno con otro; por ejemplo, el blanco con el verde y el verde con el naranja.

Cuando Lacan indica que LȺ Mujer no existe, en ese movimiento conceptual las libera a
todas. La serie de mujeres, distintas entre sí, permite que produzcan un interés común.
Justamente, por esa capacidad que tienen de armar una serie infinita de mujeres distintas es
que pueden generar un movimiento social que nunca va a desembocar en una religión. Por
eso, luego del verde, no es azarosa la aparición del pañuelo naranja.

Damasia Amadeo de Freda es psicoanalista, reside en Buenos Aires.

Miembro EOL-AMP. Doctora en Psicología por la Universidad del Salvador. Magíster en


Clínica Psicoanalítica por la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM). Lic. en
Psicología por la Universidad de Buenos Aires. Subdirectora del Centro de Estudios
Psicoanalíticos de la UNSAM. Directora de la colección de libros Tyché de la UNSAM.

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