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Eduardo Flores: el fascista que intentó matar a Evo

Morales

Publicado en el blog Tiempos de Furia de La Jornada


de Oriente el 5 de julio del 2013.

El cerco aéreo sobre el presidente boliviano es una buena excusa para recordar el

intento de magnicidio que en abril del 2009 encabezó el ultraderechista Eduardo

Rózsa Flores. La historia de aquel mercenario húngaro-boliviano puso al

descubierto la última misión de un ex periodista que combatió en la guerra de

Yugoslavia: matar al presidente Evo Morales. Un viaje a las raíces genocidas del

hispanismo latinoamericano.

Un atentado fallido
Eduardo Rózsa Flores murió acribillado la noche del 16 de abril del 2009 en el

Hotel Las Américas. Junto a su cadáver yacían otros dos cómplices del frustrado

atentado contra el presidente del Estado Plurinacional de Bolivia: el rumano

Magyarosi Arpak y el irlandés Dwayer Michael Martin. Otros dos fueron detenidos

por la policía nacional. Sucedió en la ciudad de Santa Cruz. Así terminó la

acelerada vida del cerebro de la conspiración para matar al presidente de

Bolivia. Eduardo Rózsa Flores había llegado a su ciudad natal tras cruzar

clandestinamente la frontera desde la región brasileña del Mato Groso pero su

aventura duró poco.

Según parece, todo inició en septiembre del 2008. Cuando se producían

grandes estallidos de violencia en Santa Cruz, Tarija, Pando, Beni y Chuquisaca

destinados a provocar la caída del presidente Evo Morales. Mientras se estaban

tomando aeropuertos, volando gaseoductos, saqueando oficinas públicas y

atacando a civiles desarmados, tal cual sucedió en Pando donde 16 campesinos

fueron emboscados y masacrados por milicias secesionistas. Algo que el

ejecutivo boliviano calificó entonces de “golpe cívico-prefectural”.


Así terminó Eduardo Rozsa Flores, el hombre contratado para matar a Evo

Morales.

Fue para esto que volvió Eduardo Rózsa Flores a su patria chica. Fue “llamado

para organizar la defensa” del departamento de Santa Cruz. Así lo dijo en

declaraciones póstumas para la televisión pública húngara antes de viajar a

Bolivia: “No marcharemos con banderas o con varas de bambú, lo haremos con

armamento”. Con una sola intención: “Declararemos la independencia y

crearemos un nuevo país” Sin decir nombres, este mercenario internacionalista

aclaró todo: “Los organizadores proveerán el financiamiento y las armas, las

mismas que se obtendrán al margen de la ley. Probablemente desde Brasil,


porque en Bolivia el comercio de armas no es legal” Tres muertos, dos detenidos y

quince días de investigación aclararon una trama conspirativa nunca demasiado

secreta.

Los mercenarios contratados para matar a Evo Morales: imágenes del grupo.

El mayor consorcio de telefonía celular de Bolivia, COTAS, firmó con Jorge

Hurtado Flores, nombre falso de este mercenario húngaro-boliviano, el contrato de

alquiler del stand donde se encontró todo un arsenal de este grupo terrorista;

fusiles, ametralladoras y explosivo plástico C4. Stand situado en el recinto de la


Feria Exposición de Santa Cruz, o Fexpocruz. Fexpocruz es propiedad de

la CAINCO (Empresarios Agropecuarios, Industriales y Comerciales de Santa

Cruz), el poderoso grupo gremial que dirige la campaña secesionista contra

Evo Morales.

La conexión es tan evidente que Alejandro Melgar Pereira, asesor legal de la

CAINCO, ahora prófugo de la justicia, hizo las gestiones para que Eduardo Rózsa

Flores adquiriera el automóvil Hyundai 1371-BGF que el 15 de abril se encontró en

el Hotel Las Américas y que se usó para atentar contra la casa del Cardenal Julio

Terrrazas, líder espiritual de la derecha cruceña. Acción de contrainsurgencia o

falsa bandera que provocó incendiarias acusaciones contra imaginarios grupos

armados vinculados al presidente Morales. Melgar también pudo haber sido quien

ayudó al grupo a cambiar periódicamente de hospedaje en hoteles de lujo.

Los hacendados que pagaron el magnicidio

En jerga boliviana, esta casta político-empresarial que buscó y financió a Eduardo

Flores es llamada los cien clanes. Verdaderos latifundistas que controlan esta

prospera región donde se concentran las tierras más fértiles, los bosques

tropicales y los enormes yacimientos de gas, petróleo y minerales del país. Ellos

rigen haciendas que van de 14.000 a 75.000 hectáreas.

En Santa Cruz, todos se conocen. Y la élite más Entre las buenas familias

cruceñas se sabe la historia de Jorge Rózsa y Nelly Flores. Él, un pintor cubista

y comunista húngaro, llegado a Bolivia en los años cincuenta con una

misión etnográfica francesa para estudiar los indígenas del altiplano y quedó
seducido por el encanto colonial de Santa Cruz. Ella, bella hija de una rancia

familia española que presumía de obispos y militares entre sus ancestros. Jorge

Rózsa fue dramaturgo y profesor de la Escuela de Bellas Artes de Santa Cruz. Un

verdadero talento que sólo en parte heredó su hija, Silvia Rozsa Flores, hermana

del mercenario ultimado el 16 de abril. Y sus dos únicos hijos abjuraron

siempre de los principios izquierdistas de su padre. En Facebook la directora

del museo municipal de Arte y Cultura de Santa Cruz recibía las condolencias por

la muerte de su hermano y muestra sus tendencias políticas.

Su postura siempre estuvo clara. Apoyo irrestricto al referéndum autonómico de

mayo del 2008 y vindicación de Gabriela Ichazo Elcuaz, directora de la

revista Piedra Libre, promotora intelectual del virulento movimiento cruceño

de oposición a la “cleptocracia” del indio Morales. También en el funeral de su

hermano, Silvia Rózsa exaltó su carácter “alegre, noble e idealista” y defendió la

inocencia de sus actos. Hasta hoy, ella mantiene la versión que nada supo de él

hasta su muerte. Tal para cual.


Branko Marinkovic: un latifundista-terrorista protegido por EEUU.

Pero lo que se calla igual se sabe. Y todo el mundo sabía quién mandó traer a

Eduardo Flores. El líder de la comunidad croata encabezada por quien fuera

dirigente del Comité Cívico Pro Santa Cruz, Branko Marinkovic, un gran

hacendado de la soya que posee, sin papeles legales, más de 26 mil hectáreas en

la región oriental, seis mil hectáreas más que toda la superficie de la capital

departamental. Vinculado por herencia familiar con los ustachas de Ante

Pávelic, aliados de Hitler en la II Guerra Mundial, esta conexión se reforzó durante

la guerra de los Balcanes cuando militares argentinos carapintadas, juniors de la

burguesía cruceña y ultracatólicos suramericanos, fueron a combatir por la

independencia de Croacia.
Las investigaciones de la policía boliviana indicaron que Marinkovic, fue el

financiero de los paramilitares contratados para asesinar a Evo Morales pero el

hacendado huyó a Estados Unidos donde sigue protegido por el Departamento de

Estado pese a la orden de busca y captura que lanzó Interpol. Parte de las tierras

de este latifundista fueron entregadas por el gobierno boliviano a los campesinos

locales aunque el poder de los terratenientes cruceños sigue incólume y peligroso.

El golpismo que estalló entre 2008 y 2009 dejó una imborrable lección sobre el

hispanismo conservador y su capacidad de destrucción pero también mostró

que un estado con base popular, voluntad transformadora y capacidad de

respuesta puede vencer a sus enemigos.

¿Quién fue Eduardo Flores?

El engarce de aquella conspiración para asesinar a Evo Morales fue el también

cruceño Eduardo Rózsa Flores, un hombre que vivió mucho tiempo en Hungría y

se vinculó al Opus Dei a finales de la década de 1980. Gracias a esta militancia

católica, llegó a ser ayudante del corresponsal del periódico La Vanguardia en

Viena, Ricardo Estarriol, conocido miembro de la Obra. Usando el apellido

materno, Eduardo Chico Flores cubrió la desintegración del bloque soviético y

llegó en verano de 1991 a Croacia para seguir la ofensiva del ejército yugoslavo

sobre la vecina región de Eslavonia, al otro lado del Danubio.


Eduardo Rozsa Flores, alias Chico, cuando ejerció de voluntario en la guerra de

Yugoslavia al lado de los croatas.

Para sorpresa de todos, el 3 de octubre de 1991 Flores renunció al periodismo y

anunció la creación de una Brigada Internacional de Voluntarios, PIV en

serbocroata, adscrita al Ejército croata. Legión apadrinada por Branimir

Glavas, entonces jefe de las milicias de Osijek, capital de Eslavonia. Poderosos

cacique que está siendo juzgado hoy en día por el asesinato de 37 civiles serbios,

algunos de ellos torturados y ultimados bajo sus órdenes. Sandra Balsells,

fotógrafa catalana que investigó por años las secretas conexiones de Eduardo

Rózsa Flores con la extrema derecha europea concuerda: “¿Quién protegía a

Flores? Lógicamente Branimir Glavas, el dueño de Osijek, y el gobierno


croata al más alto nivel”. Relación que este viejo político de ultraderecha,

bravucón y directo, confirmó en una revista de Zagreb: “Flores fue un buen

combatiente, aunque su pasado nunca resultaba muy claro. Para nosotros,

siempre fue un enigma”.

Y pese a ser un enigma, tuvo patente de corso. La impunidad que Glavas otorgó a

Eduardo Rózsa Flores en su base de Bresce, a las afueras de Osijek, fue

completa. Sin límites. Allí llegaron decenas de voluntarios: criminales

comunes, curtidos mercenarios, fascistas y ultracatólicos. En el despacho de

su unidad, Eduardo Chico Flores mostraba su ideología sin tapujos: En su mesa,

junto a la ventana, la bandera española con el yugo y las flechas. Declaración de

amor a Franco, a su madre y al viejo nacionalcatolicismo que, según me dijo él

mismo, le producían afecto y ternura. Recuerdos comunes también entre el ala

más radical del HDZ, el partido que comandó la independencia de Croacia.

Muchos ustachas, viejos combatientes del protectorado croata de Ante Pavelic,

hallaron refugio en España y prosperaron bajo la protección política de la

dictadura. Un mundo compartido por muchos. De Madrid a Santa Cruz.

Y aquella legión extranjera fue ejemplar cloaca de extremistas: Un francotirador

portugués Cunal Fernández, un valenciano experto en explosivos y sabotaje,

Alejandro Hernández Mora, y Stephan Hannock, un galés conocido como

“Frenchie” con antecedentes por homicidio en Gran Bretaña. Alrededor de 100

voluntarios, incluido un grupo francés enviado por el Frente Nacional de Jean

Marie Le Pen. O Paolo Fabre, guardaespaldas de Flores, que participó en la

guerra sucia contra la izquierda italiana en los años de plomo. Caterva humana
que un documental de la BBC llamó acertadamente Dogs of War, los perros de la

guerra. Eso era Eduardo Flores. Un legionario al servicio de la extrema

derecha internacional. Y algo más. En aquel invierno de 1991, la impunidad que

gozaba el húngaro-boliviano atrajo la atención de la numerosa comunidad

periodística internacional que trabajaba en la zona de Eslavonia cubriendo el

frente de guerra.

Dos de ellos, el suizo Christian Wurtenberg y el británico Paul Jenks, terminarían

muertos en circunstancias harto sospechosas. Wurtenberg decidió unirse a esta

brigada ultra para investigar las supuestas conexiones entre Flores y el tráfico

de armas y drogas que se movía en la zona. Tenía además la esperanza de

descubrir pruebas sobre la red de extrema derecha que cobijaba Flores y

establecer con precisión cómo y quién los pagaba. Días antes de morir dijo a su

amigo, el reportero español de televisión Julio César Alonso que muy pronto

dejaría la brigada y regresaría a Suiza.

El 4 de enero de 1992, Alonso y un camarógrafo portugués, Joao Pinto Amaral,

fueron secuestrados en el Hotel Intercontinental de Zagreb y llevados a la sede de

la policía secreta croata donde fueron interrogados por el mismo Flores en

persona. Les dijo que el suizo era un topo y que “había que deshacerse de él”.

Incluso les dijo cómo sería su defunción: Aparecería asesinado por fuerzas serbias

en una emboscada. Dos días después, el cadáver de Wurtenberg terminó en la

morgue de Osijek y Eduardo Flores le dijo a Alonso: “El problema con el suizo se

ha solucionado”. Según la autopsia, Christian Wurtenberg “fue asesinado el 6 de

enero de 1992 como resultado de la acción mecánica con un arma contundente y


más tarde de un estrangulamiento con manos y con cable”. Estrangular y degollar

era el modus operandi de la Brigada Internacional que penetraba con uniformes de

camuflaje en tierra de nadie, la zona limítrofe entre los frentes serbio y

croara. Armados con cuchillos y cables de alambre su trabajo usual era

eliminar patrullas de observación rivales.

La alarma entre la comunidad periodística internacional no se hizo esperar. Y el 13

de enero de 1992, un viejo amigo de Wurtenberg, el periodista Paul Jenks y su

colega Hassan Amini, visitaron la brigada para hacer algunas preguntas. Stephen

Frenchie Hannock ejerció de vocero y dijo burlesco: “C’est la vie”. Al cabo de un

rato, Eduardo Rozsa Flores fue al centro de prensa de Osijek a dar “su versión” de

los acontecimientos que rodearon el asesinato de Wurtenberg. Este fue el día que

yo llegué a la capital de Eslavonia en una de mis muchas visitas como

corresponsal de la revista valenciana El Temps. Como todos, conocía bien a

Eduardo.

Y aunque se me hacía un personaje con tintes de facha español, su posición

antiserbia me simpatizaba. En aquellos tiempos yo era catalanista y estaba

dispuesto a sobrellevar tal contradicción con tal de apoyar la independencia

croata. Que aquella nación fuera aliada del nazismo en la II Guerra Mundial era

un detalle menor en aquel entonces. Así que cuando Paul Jenks me dijo que

Flores andaba metido en tráfico de armas no me lo tomé muy en

serio. Aquella tarde visité la brigada y le pregunté a Flores sobre el tema que

eludió también en tono jocoso.


48 horas después, la noche del 15 de enero de 1992, alguien me llamó al Hotel

Central de Osijek. Era Paul Jenks quien, bajo enorme tensión, me dijo que tras mi

conversación con Flores éste lo andaba buscando y que alguien de la Primera

Brigada Internacional había llamado a Branko Polanches, un tirador de élite de la

Guardia Nacional Croata, para ofrecerle un trabajo especial: matar a un

fotógrafo. Quedamos de vernos el domingo en Zagreb para que me contara su

versión sobre el asesinato de Christian Wurtenberg y el papel de Eduardo Flores

en el tráfico de armas para el ejército croata. Según me repitió Jenks por

teléfono, en este asunto estaban implicados funcionarios de la ONU y de la Cruz

Roja. El fotógrafo nunca llegó a nuestra cita.

Cabe recordar que en aquella época existió un embargo internacional de armas

auspiciado por la ONU y por ello los rebeldes debieron ser provistos con material

de contrabando en operaciones secretas auspiciadas la mayoría de las veces por

sus futuros protectores internacionales, Alemania y Estados Unidos. Mantener el

secreto sobre el tráfico internacional de armas a las milicias croatas ameritaba,

incluso, el asesinato de periodistas entrometidos.

El 17 de enero de 1992, Paul Jenks murió de un disparo en la cabeza. En Bresce,

cerca de Osijek. Según el informe oficial, le disparó un francotirador serbio oculto a

900 metros de distancia. En realidad la bala llegó desde las posiciones croatas,

muy cerca de la sede de la Primera Brigada Internacional. Aquel día, a las tres

de la tarde, yo estaba en el cuartel de Flores justo cuando lo llamaron para

anunciarle el asesinato de un periodista. Frío y tranquilo, me dijo: “En esta guerra

todo el mundo trae una bala rondándole por la cabeza pero algunos no se lo creen
y son unos irresponsables. Siempre dicen que a ellos no les puede pasar”.

Cuando pregunté el nombre del asesinado por supuestos chetniks, o irregulares

serbios, Eduardo Chico Flores contestó: “Paul Jenks. Trabajaba de freelancer. Lo

conocía muy bien” Me quedé helado. Flores ni se inmutó.

Sólo Sandra Balsells, novia de Paul Jenks, fotógrafa y hoy profesora en la

Universidad Ramon Llull en Barcelona, decidió investigar los dos asesinatos y los

cabos sueltos de esta historia: el papel del Opus Dei, las ligas con la extrema

derecha, el aprovisionamiento de armas y el tráfico de drogas con la que Croacia

financiaba sus milicias. Llegó lo más lejos que pudo: “Al final la investigación que

abrió Scotland Yard sobre la muerte de Paul se cerró en seco y sin ninguna

explicación, cosa que lógicamente me dolió mucho porque había recopilado

mucha información. Reporteros sin Fronteras apoyó mi investigación pero no

aportó nada más. Quizás ahora se podría reabrir la investigación pero luego del

nulo apoyo que tuve entonces y de la muerte de Flores me parece que otra vez

darán el caso por cerrado”.

En marzo de 1992, en mi último viaje al frente de guerra, me encontré con Chico

en una cantina de Osijek. Le pregunté directamente sobre las muertes de

Wurtenberg y Jenks. Nada contestó. Pero con cínica sonrisa me dijo que mejor

evitara pasar cerca de su cuartel porque “la zona anda peligrosa”. Entendí la

indirecta.

17 años después, en Santa Cruz, Eduardo Flores sería abatido por tropas

especiales tras contestar con fuego a su detención. Sería demasiado injusto que
este golpista pasara a la historia como Eduardo Rózsa. Su padre, Jorge Rózsa

tuvo que huir con toda su familia de las tiranías de Banzer y Pinochet. Para

recalar, exiliado y derrotado, en su natal Hungría, donde se crío Eduardo. Este

prodigioso intelectual vivió el golpe de estado contra Salvador Allende como una

herida indeleble. Su hijo, furioso anticomunista, se cambió el nombre a

Eduardo Flores. Como homenaje a su madre. Y terminó su vida intentando matar

al presidente que su padre hubiera apoyado hasta el fin. Lo dijo hace poco Marco

Domic, viejo amigo de Jorge Rósza y dirigente del Partido Comunista Boliviano.

Eduardo Flores era “un verdadero psicópata”. Dicho queda. A beneficio de

inventario.

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