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La casa se incendia paulatinamente.

Estoy encerrado con mi computadora en el baño,


este es el único lugar de la casa dónde puedo gritar de dolor sin ser oído por los
vecinos. Me cuesta admitir que fingí el mayor tiempo de mi vida, que me mentí a mi
mismo y que traicioné a mis seres más queridos. Para peor, perdí todo lo que me
hacía feliz: mis cartas, mi lapicera, mi campera de jean, mi teclado, mi amiga, mi
abuela y mi credibilidad.
Sería en vano detallar mi vida, no tiene sentido, ni siquiera sé si podré
finalizar esta carta. La casa se incendia y la escucho llorar. Parece mentira que
el fuego haya llegado tan rápido y pueda sentirlo en mis pies, abrazando mis
zapatillas de lona.
Es curioso el hecho de oir al fuego reir y a la casa llorar. De hecho, me duelen
más los recuerdos que el fuego en mis piernas y muslos. Tantas veces leí y escuché
que en el momento final de la vida uno ve todo: su pasado, su presente y su futuro.
Empero, en lo que atañe a mi muerte, solo me duelen los recuerdos, me atraviesan y
me quiebran de a uno los dedos. El fuego alcanzó mi pecho y subió a mi cabeza,
ahora se rie a carcajadas de mi y mi fortuna.
A pesar de estar vestido de ceniza sigo escribiendo. La muerte es tan noble que
permite expresarme. Lo más interesante es que aún muerto,me duelen los recuerdos.

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