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Reporte de lectura, La evaluación: un proceso de diálogo, comprensión y mejora (Miguel A.

Santos Guerra)

La evaluación como una forma integral y dialógica de valorar la precisión, coherencia y utilidad

de los programas educativos, no solamente la de las actividades de clase o los productos generados

en el aula. De esta forma entiende el concepto Miguel Santos Guerra. El propósito de su texto es

brindar una guía práctica para el mejoramiento de estos instrumentos, más que proveer una

discusión teórica en torno al tema o hacer propuestas de carácter “especulativo”, como él lo llama

(término que seguramente no hace mucha gracia a ese tipo de estudios, y contribuye a

menospreciar los niveles de rigor que están obligados a portar).

De entrada, se advierte de los peligros de realizar incorrectamente una evaluación, de

sesgarla o ponerla al servicio de intereses personales, políticos, empresariales, “bastardos”. En el

sentido de que, al permitir la entrada de búsquedas sectoriales, la evaluación se aleja de su

propósito fundamental: brindar al evaluado y al evaluador la oportunidad de encontrar sus

fortalezas y debilidades educativas y trabajar en ello. Al evaluador también le es útil mantener la

autonomía si busca un margen amplio de maniobra, que le permita adaptar sus instrumentos a lo

que los sujetos expresen en retroalimentación.

La evaluación referida en el texto contiene estas características: independiente y

comprometida; cualitativa y no meramente cuantificable; práctica y no meramente especulativa;

democrática, no autocrática; procesual, no meramente final; participativa, no mecanicista; externa,

aunque de iniciativa interna (pp. 1-2). Todo ello representa un auxiliar por medio de lo cual la

evaluación se acerca a su objetivo primordial, se pone al servicio de quien se debe poner [los

evaluados y la sociedad interesada en el proceso].


El autor también expone las maneras en que una evaluación puede volverse “inútil y

perjudicial”, incluso si ha sido solicitada por los participantes de un programa dado. Entre estas,

se encuentra la exigencia de orientaciones e instrucciones precisas para mejorar un programa o

enfrentar los problemas que de este se desprendan; acusar conflictos de subjetividad cuando el

resultado no favorece; “secuestrar” las evaluaciones con la intervención de actores no solicitados

o no apropiados. La lista continúa, pero los efectos adversos pueden aminorarse si se hacen

públicos los resultados de la evaluación, “de modo que el patrocinador de la evaluación no pueda

utilizarla impunemente en su provecho […]” (p. 2).

El diálogo es un elemento importante en el desarrollo y balance final de los instrumentos

de evaluación. Como afirma Santos Guerra, “ni la verdad ni la valoración correcta están en

posesión de personas o grupos privilegiados”. Esto significa que tanto evaluadores como

evaluados, y hasta cierto punto, los patrocinadores o coordinadores del ejercicio, pueden aportar a

la construcción de recursos más completos y pulidos. Lo pueden hacer de distintas maneras: en la

“negociación inicial”, como maniobra exploratoria; a través de conversaciones formales o

informales; en los informes y su negociación. A su vez, este diálogo debe realzarse entre el cuerpo

de involucrados directos y la sociedad interesada en conocer los resultados.

Con los resultados e informes de la evaluación es con lo que se deben construir las

alternativas a lo que actualmente se tiene. Para asegurar que las mejoras están directamente

vinculadas a las evaluaciones y tendrán éxito, también se ofrecen recomendaciones. Las

posibilidades de éxito se incrementan si la evaluación y su valoración han sido promovidas de

forma democrática, no por presiones mayoritarias interna o externas. También si la exploración y

los juicios han sido detallados, intensos y bien fundamentados. Igualmente, si los evaluadores
realizan la autocrítica necesaria, en el entendido de que ellas y ellos tienen la posibilidad (y

responsabilidad) de orientar los cambios necesarios.

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