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puede consultarse en el siguiente link: http://www.plazapublica.com.gt/series/El-
rector%2C-el-coronel-y-el-%C3%BAltimo-decano-comunista?page=1

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anteriormente mencionada, nosotros solo ordenamos esta información, en un único
documento y se distribuye de forma gratuita, ya que consideramos necesaria y legitima la
lucha ideológica por recuperar la memoria histórica y rescatar del olvido a nuestros
mártires y héroes. Por la facilidad de tener todo el contenido en un solo documento y poder
enviarlo de forma masivo, se resolvió hacer este documento virtual.

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ultimo-decano-comunista_152337

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A David Dubón.

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El que habla, se muere. Miguel Ángel Asturias lo sabía.
Millones de guatemaltecos también lo saben,
no hablan porque viven en una sociedad llena de cobardes
y porque tienen miedo.
Edelberto Torres-Rivas

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Índice
Prologo..................................................................................................................................... 8
Introducción ........................................................................................................................ 13
Capítulo 1. Vitalino, sábado 27 de octubre de 1984.......................................................... 14
Capítulo 2. El ascenso. Meyer, 13 de enero de 1986 .......................................................... 26
Capítulo 3. La importancia de los libros. Severo, 1972 .................................................... 32
Capítulo 4. Un comunista en la rectoría. Saúl, 31 de marzo de 1978 .............................. 41
Capítulo 5. El nuevo rector. Meyer, 16 de junio de 1982 .................................................. 49
Capítulo 6. El expolicía que llegó a decano. Vitalino, 1 de septiembre de 1982 ........... 54
Capítulo 7. Meyer y el síndrome de Méndez Montenegro, 1982-1983 ........................... 60
Capítulo 8. Un hombre de Estado. El coronel Bol 1983-1985........................................... 69
Capítulo 9. La Isla. Ada Melgar, 2010 ................................................................................ 73
Capítulo 10. Meyer y el Grupo de Apoyo Mutuo, aproximadamente junio de 1984 ... 82
Capítulo 11. Una campaña internacional de denuncia. Lucía, junio de 1984 ................ 86
Capítulo 12. Un comunista sin partido. Vitalino, primera semana de abril de 1984 .... 91
Capítulo 13. Un paseo a oscuras. Carola y Carlos, 15 de noviembre de 1983 ................ 95
Capítulo 14. El Diario Militar, 1983-1985......................................................................... 102

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Con un trabajo minucioso, casi artesanal, de reportero logran reconstruir el clima lúgubre
y tenebroso de entonces, que por alguna razón se representa mejor con el cielo gris plomo
y la penumbra angustiosa que precede a una tormenta. Los autos Bronco.

La historia que hoy se encuentra en sus manos es la de dos hombres cuyo camino se
entrelazó hacia el final de esa guerra, pero es la historia de todos nosotros como testigos
silenciosos de un drama incomprendido que aún nos alcanza.

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Prologo

Juan Luis Font

Memoria de un tenebroso tiempo de interrogantes

"Sobre esa guerra nuestra de la cual se ha escrito ya bastante, pero no lo suficiente,


ciertas obras nuevas son capaces de abrir diferentes cauces. Ese es el primer mérito
del texto de Pilar y Asier, dos jóvenes periodistas españoles ", escribe Juan Luis
Font, director de la revista Contrapoder, en este texto que sirve de prólogo a "El
rector, el coronel y el último decano comunista. Crónica de la Universidad de San
Carlos y la represión durante los años ochenta". Un libro de reciente aparición
cuyos autores son Pilar Crespo y Asier Andrés y que constituye, tras Bestiario del
Poder, el segundo libro impreso de Plaza Pública.

Los guatemaltecos no acabamos de comprender la guerra, como les sucede quizás


a todos los pueblos que han vivido alguna. Los españoles visitan una y otra vez,
desde libros que se abren como ventanas con diferente perspectiva, algún que otro
pasaje de su guerra civil. Los estadounidenses vuelven con insistencia masoquista
a Vietnam. Y los franceses se ocupan a cada tanto nuevamente de Argelia. Nunca
quedan todos enteramente satisfechos con las explicaciones. Siempre habrá alguien
deseoso de ensayar una nueva mirada hacia lo que ya se ha visitado cien veces y,
sin embargo, escapa a nuestro entendimiento.

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Las guerras nunca terminan de explicarse. Y quienes las vivimos jamás
terminamos de comprenderlas. Por más esfuerzos que se hagan por desentrañar
sus causas, sus métodos y sus consecuencias queda siempre un espacio que se
antoja inmenso para las dudas que surgen y que se renuevan sin cesar conforme
pasa el tiempo. Aunque pase mucho tiempo.

Del final de la guerra guatemalteca han pasado apenas unos cuantos años. Uso el
término guerra a sabiendas de que muchos sociólogos y estudiosos reniegan de él.
La nuestra fue sólo por breves momentos y en limitados espacios una
confrontación de dos bandos en condiciones semejantes. El resto del tiempo se dio
la acción violenta que no mide consecuencias de un puñado de hombres y mujeres
dispuestos a conseguir un cambio. Y la respuesta bestial, incontenida, salvaje, de
una estructura militar y policial y de una elite anticomunista, dispuesta a arrancar
de raíz la amenaza guerrillera.

Se hace difícil de entender, en tiempos de paz, ese elemento de animalidad


presente en toda guerra. Brutalidad de los bandos, pero también la mansedumbre
inexplicable o incomprensible de quienes siguen a líderes invisibles hacia el
inexorable sacrificio. La certeza del riesgo. La contundencia y la dimensión
desmesurada del castigo.

Pues bien, sobre esa guerra nuestra de la cual se ha escrito ya bastante, pero no lo
suficiente, ciertas obras nuevas son capaces de abrir diferentes cauces.

Ese es el primer mérito del texto de Pilar y Asier, dos jóvenes periodistas españoles
asentados en un país que nunca han dejado de sentir ajeno y al cual se han

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empeñado en entender tanto como al propio. Con un trabajo minucioso, casi
artesanal, de reportero logran reconstruir el clima lúgubre y tenebroso de entonces,
que por alguna razón se representa mejor con el cielo gris plomo y la penumbra
angustiosa que precede a una tormenta. Los autos Bronco. El personaje sin nombre
de los judiciales. Los informes con copia de papel carbón del jefe de la Policía. Y la
enorme candidez de quien deja huella de cuanto hace en un archivo suficiente para
incriminar a todos, pero inútil para castigar a nadie.

Este gran reportaje se lee con la facilidad y el deleite de un relato y así caemos en
cuenta de cuán poco sabemos aún de esta guerra nuestra. De lo mucho que aún
hace falta por preguntarnos y por explicarnos. Y de la reflexión impostergable
sobre el papel que cada uno jugó deliberada o inadvertidamente.

¿En dónde queda en esta gran tragedia el papel de las personas comunes y
silvestres, hombres y mujeres urbanos, de la clase media? ¿Cuán compartidos son
por las grandes mayorías, pero sobre todo por los líderes nacionales, los métodos
utilizados por las fuerzas del Estado para terminar con la población civil que
apoyaba a la insurgencia y con el enemigo ideológico? Un enemigo que no siempre
estaba armado.

El tipo de preguntas que, a pesar de un proceso judicial bajo cargos de genocidio e


incumplimiento de deberes con la humanidad, apenas empieza a delinearse en
Guatemala.

La contrainsurgencia recurrió a métodos atroces para aplacar la amenaza


guerrillera. Del salvajismo y la crueldad en el campo queda mucha evidencia

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concreta. De la violencia selectiva en la capital y en otras ciudades sólo queda la
memoria de los ejecutados en aquella esquina o frente a esta casa.

Esta obra reconstruye las circunstancias de una de esas ejecuciones realizadas por
hombres desconocidos a los que nunca llega a capturarse.

La historia que hoy se encuentra en sus manos es la de dos hombres cuyo camino
se entrelazó hacia el final de esa guerra, pero es la historia de todos nosotros como
testigos silenciosos de un drama incomprendido que aún nos alcanza.

Uno de ellos llegó a ser el último decano comunista de la facultad de Economía. El


otro era rector universitario y llegó a ser ministro y más tarde diputado y de no ser
por un escándalo de corrupción, su carrera política seguiría con vida.

Los comunistas nacionales, los miembros del Partido Guatemalteco del Trabajo,
corrieron con un papel de reparto en la confrontación armada y sus acciones de
guerra, por crueles y desalmadas que hoy se muestren con los secuestros,
ejecuciones sumarias y extorsiones gravosas contra civiles, nunca llegaron a
igualarse con las de los otros grupos insurgentes cuyos ejércitos guerrilleros
desafiaban al Estado. Los comunistas se hicieron fuertes –y débiles- en la
Universidad de San Carlos. Y desde ahí operaron. A la contrainsurgencia se le hizo
fácil alcanzar uno a uno a sus dirigentes, aunque estuvieran desarmados, aunque
ya no representaran más que una amenaza política para la supervivencia del
régimen.

Para lograrlo fue útil la colaboración de no pocos universitarios, dirigentes


profesionales, incluso líderes sindicales y estudiantiles.

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La pregunta a estas alturas ya no es si hubo aquiescencia de buena parte de la
sociedad y de muchos de sus dirigentes con esta cacería humana. La evidencia es
de colaboración con estos crímenes. La pregunta tampoco es por qué esa
colaboración no es objeto de sanción social.

En cambio, la pregunta de nuestros tiempos es: ¿qué significado tiene para


nosotros que quienes se hicieron de la vista gorda o colaboraron directamente con
una solución salvaje a un conflicto político se encuentren aún hoy en posición de
conducir el país? Esa es la pregunta.

Ciudad de Guatemala

13 de Junio del 2013

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Introducción

Como una enredadera de tallo nudoso, la guerra se entrelazó con la vida. Algunos
murieron asfixiados por ella. Otros supieron trepar. Esta es la historia de dos
hombres, la Universidad de San Carlos y un crimen. Las vidas de Vitalino Girón,
un expolicía jutiapaneco que acabó siendo uno de los últimos intelectuales del
partido comunista, y del rector Eduardo Meyer se entrecruzaron en 1984, cuando
el Ejército aún decidía quién podía vivir en Guatemala y quién no. Documentos
inéditos hallados en el Archivo Histórico de la Policía Nacional permiten
comprender la lógica de una de las últimas campañas de “control social” contra el
movimiento sindical ejecutadas por la dictadura militar antes del comienzo del
actual periodo democrático.

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Capítulo 1. Vitalino, sábado 27 de octubre de 1984

No eran ni las nueve de la mañana cuando Vitalino Girón golpeó la puerta de


Edgar Portillo.

Edgar se puso una bata, Fabiola, su esposa, abrió la puerta.

–Perdoná, vos, estaba dormido –saludó Edgar.

–Pues yo no he pegado ojo –le contestó Vitalino.

Vitalino vestía de sábado en la mañana, un pantalón de deporte y una camiseta.


Entró en la casa escoltado por su gran perro pastor alemán y un pack de seis cer-
vezas. Edgar fijó los ojos en el alcohol que traía Vitalino.

–Dejame por lo menos desayunar –le dijo.

Quizás en otras circunstancias Edgar le habría pedido a Vitalino que se fuera a


pasar la goma a otra parte. Pero no en la mañana de un día como aquel. Fabiola lo
comprendió inmediatamente y se encaminó a la cocina, anunciando que prepararía
huevos.

–¿Vas a ir vos? –preguntó Vitalino.

–Sí, con mi esposa –contestó Edgar.

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Vitalino asintió con la cabeza y dijo que él también llevaría a la suya, a Lily. El
cuerpo de Carlos no saldría hasta las cuatro de la tarde desde Funerales Reforma,
en la zona 9, así que tenían tiempo de sobra. Llamaron a otro vecino, Luis Enrique
El Chino Castañeda.

Vitalino, Edgar y El Chino trabajaban en la Universidad de San Carlos, la Usac. Los


tres eran profesores de la Facultad de Económicas, rondaban los 40 años, y además
vivían a pocas cuadras de distancia. Vitalino en la Colonia Monte Real, y Edgar y
El Chino en la Monserrat; todos alrededor de la Calzada San Juan, en la zona 7 de
Mixco, un municipio del área metropolitana de la ciudad de Guatemala.

Vitalino Girón Corado, primero por la derecha con una carpeta sobre las piernas. Ésta es una de las
pocas fotografías que su familia conserva de él. Está tomada en Costa Rica. Probablemente entre el 4
y el 9 de junio de 1984 durante el seminario Estado y Desarrollo Económico. Fuente: copia de una
foto familiar.

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El área próxima a la calzada San Juan era una zona residencial de casas amplias de
dos niveles y carros parqueados en la entrada. Allí vivían muchos funcionarios y
profesionales de clase media.

El Chino llegó en sólo unos minutos. Desayunaron. Bebieron. Aquella tarde


enterrarían a un compañero de la Facultad, así que tomar cerveza desde primera
hora de la mañana no necesitaba ningún tipo de justificación.

Vitalino había llegado andando adonde Edgar. Sus compañeros le habían pedido
que no saliese de casa, pero él parecía desoír cualquier consejo. Su cabeza debía de
estar muy lejos, centrada en las grandes preguntas de los últimos días: ¿y cómo?,
¿y solo?, ¿y qué hago con ellas y los niños?, ¿y qué voy a hacer yo?, ¿y hasta
cuándo?, ¿después de todo?, ¿y si Meyer lo está inventando todo?

Alrededor de las once apuraron la última lata de cerveza y El Chino, que había
traído su carro, se ofreció a dejar a Vitalino en su casa. Antes de llegar, El Chino le
invitó a entrar en la suya a tomar un caldo que había preparado su esposa. Se
sentaron. El Chino le rogó que aquella tarde no saliera, que no se preocupara por el
entierro de Carlos, que él y Edgar dirían unas palabras en representación de los
compañeros de la Facultad.

–No seás bruto. Quedate. Cuando acabe nosotros te venimos a contar.

Carlos de León Gudiel trabajaba en el departamento estadístico del Instituto


Guatemalteco de Seguridad Social y por las tardes daba clases en la Facultad de
Economía de la Usac. El día anterior, Carlos había salido de la Facultad en su
Corolla amarillo un poco antes de las siete de la tarde, rumbo a su casa, en la zona

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11, para recoger a su esposa e ir a una fiesta de graduación. Al llegar a la 41 calle,
en la colonia Urbanización González, los “hombres fuertemente armados y
vestidos de particular” de los que siempre hablaba la prensa lo estaban esperando.

Le ametrallaron desde un vehículo blanco. El carro de Carlos se estrelló contra un


árbol. Los vecinos lo reconocieron y corrieron a avisar a su esposa Carola. Le
dijeron que había habido un accidente. Carola salió corriendo de casa, pero al
aproximarse al carro fue ralentizando el paso. Comprendió que no se trataba de un
accidente de tránsito. Reconoció sus vehículos, los famosos Ford Broncos, y sobre
todo la manera de estar de aquellos hombres, sus miradas, cómo se llevaban a los
labios sus aparatos de radio. Cuando se fueron, Carola se acercó al cadáver de su
esposo. Una bala le había entrado al cráneo a través del ojo de derecho.

Carlos de León había vuelto de un lugar del que muy pocas personas jamás
regresaron. Pero desde su secuestro, hacía diez meses, no había vuelto a ser el
mismo. La tortura fue física y psicológica. Le obligaron a escuchar música durante
las 24 horas a todo volumen. Canciones de Rigo Tobar. Le quebraron casi todos los
dientes. Había tratado de suicidarse con una cuchilla de afeitar. Probablemente,
sus torturadores se encargaron de hacérsela llegar cuando ya habían terminado
con él, cuando pensaron que ya había entregado todo lo que podía dar. Carlos no
podía soportar los alaridos de una mujer a la que estaban torturando cerca de su
celda, pero no encontró las fuerzas para matarse.

Después de su liberación, nadie había querido acercarse a él. Todos murmuraban.


Decían que había tenido que dar nombres de compañeros del Partido. Y se
preguntaban acerca de las condiciones de aquella libertad.

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Carlos de León usaba lentes con una montura enorme y tenía cara de matemático.
Solía hablar con entusiasmo de su estancia en Chile durante el gobierno de
Salvador Allende. Allí se había especializado en planificación económica.

Pero aquel Carlos apasionado por la construcción del socialismo había muerto en
las cárceles clandestinas de la inteligencia militar. Algo se había quebrado en su
interior. Sus últimos meses fueron de silencio y tristeza. Antes de asesinarlo ya
habían acabado con él. Y ahora, ya muerto, sus colegas se veían en la necesidad de
discutir si su entierro podía ser una trampa para ellos.

El Chino insistió hasta que Vitalino le dijo que sí, que estaba bien, que aquella
tarde se quedaría en casa. Acabó la taza de caldo y salieron de la vivienda.

Sobre las tres y cuarto de la tarde, cuando El Chino terminaba de vestirse, sonó el
teléfono:

–Mirá, voy saliendo, te espero aquí por donde está el tecolote.

El Chino se enfureció, pero Vitalino no le dejó seguir protestando:

–Mirá, no seas pura lata, yo quería a aquel, cómo de mal me iba sentir si no voy.

Sobre la Calzada San Juan había un enorme búho, un tecolote, colocado allí como
reclamo publicitario, que con el tiempo se había convertido en una referencia
geográfica para todos los habitantes de la ciudad de Guatemala. Muy cerca del
tecolote había una gasolinera.

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Vitalino parqueó allí su Mercedes Benz azul celeste para llenar el depósito. Antes
de salir de casa había estado tocando la bocina del carro como un poseso para que
su esposa Lily se apurase. Había salido disparado del garaje, quebrando las
macetas de su mujer, y le había dicho medio enojado:

–Otra vez no me hagás esperar tanto.

Lily se mantuvo callada. Era una mujer pequeña, con la tez clara y el pelo corto y
castaño. En el trayecto hasta la gasolinera Vitalino no paró de alegar porque pen-
saba que el día anterior le habían estafado: había echado combustible y ya apenas
quedaba, así que era evidente que no le habían puesto todo el que había pagado.

Al llegar a la estación Esso, Vitalino se bajó del vehículo. Ella se quedó mirando
fijamente la bomba de gasolina. La cantidad de galones subía poco a poco, a la par
que el precio. Todo parecía estar bien. A saber por qué se quejaba Vitalino. Lily oyó
cómo la puerta de lado del piloto se cerraba. Pero no miró, sólo escuchó.

El sonido de los casquillos cayendo y rebotando sobre el asfalto es difícil de


olvidar.

Vitalino era un hombre de estatura mediana, y de espalda ancha. Tenía la piel


oscura y el pelo corto y ensortijado. Era uno de esos orientales morenos y fuertes
que tanto abundaban entre militares, policías y guardaespaldas.

La posibilidad de que aquel día llegase había estado presente en su vida desde
hacía veinte años. Y allí estaba. El deseo de aferrarse a la vida se impuso. Ya he

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herido, Vitalino se escurrió hacia el asiento trasero del automóvil, tratando de
ocultarse. Lily se agazapó bajo la guantera.

Los sicarios eran hombres tranquilos. Cuando vieron que Vitalino desaparecía de
su vista, uno de ellos se acercó a una de las ventanas traseras del carro y descargó
su arma. Otro abrió la puerta del copiloto, agarró a Lily de un brazo y la lanzó
fuera del vehículo. Ese mismo verdugo asomó su cabeza al asiento trasero y vio a
Vitalino. La tapicería estaba salpicada de sangre. Con un arma corta apuntó al
cráneo. Fue el duodécimo disparo que recibió.

El operativo había sido impecable. La pistola de Vitalino había permanecido en la


guantera. No tuvo tiempo de resistirse.

Algunos minutos después, Edgar y Fabiola salieron de casa. Al llegar al tecolote, se


encontraron con la cola de carros detenidos. Edgar Portillo le dijo a su esposa:

–Algún choque hubo.

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Recortes de prensa nacional sobre el asesinato de Vitalino Girón Collado del 28 de
octubre de 1984. Fuente: Archivo Central de la USAC

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Al momento de su muerte Vitalino Girón Corado era decano de la Facultad de
Ciencias Económicas de la Universidad de San Carlos. Durante la mayor parte de
su vida fue profesor universitario y militante del Partido Guatemalteco del
Trabajo, el PGT, el partido comunista guatemalteco, que era ilegal desde 1954 y
cuyos miembros fueron perseguidos y asesinados durante los gobiernos militares
de los años sesenta, setenta y ochenta.

Vitalino no fue un gran líder político ni un intelectual brillante. Nunca llegó a la


Dirección Nacional del Partido, ni dejó una relevante obra escrita. Fue hasta el día
de su muerte un superviviente. Superviviente de los tiempos del Ejército Secreto
Anticomunista, y sus listas de sentenciados a muerte pegadas en las paredes de la
universidad a finales de los sesenta. Superviviente de la cacería de comunistas que
desató el general Lucas García en 1978. De los tiempos tenebrosos del general
Germán Chupina y el ministro Donaldo Álvarez. De los Tribunales de Fuero
Especial y sus jueces encapuchados durante el gobierno del general Ríos Montt en
1982.

Vitalino sobrevivió tanto que se quedó solo. Y entonces, durante el gobierno del
general Mejía Víctores, cuando una Asamblea Nacional Constituyente ya había
sido electa, y sólo faltaba un año para que asumiera el primer gobierno
democrático desde 1954, fue eliminado.

Vitalino Girón fue el último decano militante del PGT que tuvo la Usac, la
universidad pública de Guatemala. Tras su muerte, el Partido no volvió a ocupar
ningún espacio de tanta influencia en la universidad, ni pudo generar ningún

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liderazgo público semejante. La izquierda guatemalteca existía ya sólo en la clan-
destinidad, en la Ciudad de México, y en las montañas.

Al lugar en que yacía el cadáver de Vitalino llegó pronto la policía. La sede del
Cuarto Cuerpo de la Policía Nacional estaba a menos de un kilómetro. Los agentes
acordonaron la zona. Entrevistaron a los testigos. Tomaron nota de sus relatos.
Apuntaron que uno de los vehículos implicados en el ataque era un Colt con placas
P187755. Que participó también una panel blanca. A los reporteros que se
acercaron al lugar del crimen, les explicaron que inmediatamente organizarían
retenes para que los asesinos no escapasen.

Al día siguiente, el gobierno militar emitiría un comunicado en el que se aseguraba


que los asesinatos formaban parte “de un plan macabro” para “separar a la familia
guatemalteca” y que era obra de “elementos antisociales”.

Mientras, en el velorio de Carlos de León, en Funerales Reforma de la zona 9, sonó


el teléfono. Lesbia, hermana de Carlos, lo recuerda como si se tratase de la escena
de una mala película. Un hombre alto y delgado descolgó el teléfono:

–¿Qué...? ¿Cómo...? ¿Cuándo...? –gritó.

Varios de los asistentes se dieron cuenta y preguntaron qué ocurría. Cuando


supieron que Vitalino Girón acababa de morir asesinado, la mayor parte de los
profesores y estudiantes de la Usac que allí estaban salieron a toda prisa. “Se
desaparecieron todos”, dijo Lesbia. “Allí nos quedamos sólo la familia”.

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Año 1983. Vitalino Girón Corado (de espaldas), decano de la Facultad de Económicas, en la
graduación como administradora de empresas de Lesbia Judith de León Gudiel, hermana de Carlos
de León Gudiel (de frente), quien la apadrina durante la ceremonia.

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Capítulo 2. El ascenso. Meyer, 13 de enero de 1986

Para Eduardo Meyer el día en que todo terminó fue el día en que todo comenzó.

Aquella sería su última reunión como rector de la Usac en el Consejo Superior


Universitario, el CSU. Sin mayor problema, le autorizarían dejar el cargo con seis
meses de antelación. Al día siguiente, se convertiría en el primer ministro de
Educación de la era democrática, en el gobierno de la Democracia Cristiana de
Vinicio Cerezo. Quizás no era un gran cargo, pero era desde luego más importante
que ser diputado. Y era su entrada, por fin, en el mundo político. El tiempo en que
los militares gobernaban a su antojo y le miraban con desconfianza sólo por querer
hablar con todos había quedado atrás. Y lo mismo pasaba con la izquierda.
Siempre le habían aislado por ser hijo de militar, por no asumir eso de la lucha de
clases y la Revolución. Pero qué sabían ellos, si su padre había apoyado hasta el
final al coronel Jacobo Arbenz. Él también conocía lo que es el exilio.

Con la democracia todos ganaban, eso seguro. La batalla entre guerrilleros y


militares estaba por superarse. Lo que los estudiantes querían era estudiar, la uni-
versidad no podía ser un partido político como en tiempos del rector Saúl Osorio.
Tampoco se podía andar asesinando a la gente así como así, como pensaba el
ejército. Ojalá todo mejorase a partir de entonces. Él, desde luego, sería recordado
como el hombre que introdujo algo de racionalidad en la universidad, como el
hombre que la condujo a la democracia, y peleó para obtener un presupuesto
garantizado del 5% de los ingresos ordinarios del Estado para que los rectores ya
no tuviesen que rogarle dinero a los presidentes. Eso nadie lo olvidaría.

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Cuántas cosas había vivido en los últimos cuatro años en la rectoría. Gracias a Dios
había sobrevivido. En su primera reunión al frente del Consejo, en 1982, un grupo
armado había irrumpido en esa misma sala de sesiones para exigirle que publicase
un campo pagado en la prensa denunciado que el ejército estaba masacrando
aldeas enteras en el Occidente. Cómo pensaban que él podía hacer eso. Esa no era
la función de la universidad. Aquella vez, todos los representantes ante el Consejo
se habían puesto a temblar, y a él le tocó tragar saliva para hablar con los
barbudos.

Afortunadamente las armas no habían vuelto a brillar en la rectoría. Pero el cargo


lo había puesto cientos de veces en aprietos. Había tenido que ver más cadáveres
que un forense, contener el vómito ante los cuerpos torturados, y siempre estar ahí
para consolar a la familia. Al pobre Vitalino había alcanzado a verlo todavía
tendido sobre la Calzada San Juan, rodeado de casquillos de bala. Había intentado
salvarlo, pero él no se había ido. Siempre había tratado de ayudarlos, siempre.
Ellos sabían perfectamente que los podían matar, pero en vez de trabajar y no
causar problemas insistían en provocar a los militares.

A las mujeres del Grupo de Apoyo Mutuo también quiso ayudarlas, y ellas se
habían presentado ante el jefe de Estado afirmando que Meyer les había dicho que
el ejército tenía a los desaparecidos. Al día siguiente, lo citaron en la jefatura del
Estado Mayor de la Defensa Nacional. En otro tiempo, algo así le podía haber
costado la vida.

Muy pocos tuvieron la inteligencia para entender su posición. La universidad tenía


que salir adelante, sin medios, sin presupuesto, con la competencia de las privadas,

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y tanto a la izquierda como a la derecha sólo les interesaban sus guerras y sus
venganzas particulares. Como esos malditos que habían asesinado a Mario Dary y
a Leonel Carrillo. ¿Qué sentido tenía? O los militares que, unos meses atrás, le
habían invadido la universidad durante 36 horas, buscando no sé qué armas y
material subversivo y sólo habían causado destrozos por todas partes, y hasta le
habían presentado como un borracho que escondía botellas de whisky en su
despacho.

Pero todo eso ya había acabado. La última reunión del CSU no se demoró. Meyer
ya sabía que la mayoría del Consejo diría que sí. Era lo que quería pero aún así se
emocionó en la despedida. Al verlo llorar, Edgar Portillo, el decano de Económicas
que sucedió a Vitalino Girón, le dijo:

–Me agradaría pensar que sus lágrimas son sinceras, pero deja usted a la
universidad en condiciones muy críticas. Esto de nuevo la desequilibra, ahora otra
vez todos los grupos pugnando y usted se va de ministro.

–Se equivoca –se justificó Meyer–, porque yo como ministro voy a poder ayudar
mucho a la universidad.

–Usted sabe que eso no es verdad –respondió Portillo.

***

Eduardo Meyer Maldonado fue el primer rector de la Universidad de San Carlos


que renunció a su cargo y hasta la fecha el único. Una decisión muy criticada en su
momento. Muchas autoridades universitarias antes que él participaron en política.

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En un país pequeño y de mayoría campesina, la universidad pública fue siempre
una cantera para la clase política. Lo que se le reclamaba a Meyer era haber dado el
salto al poder antes de agotar el tiempo para el que fue electo.

De hecho, los últimos dos años de su gestión como rector, 1984 y 1985, estuvieron
plagados de rumores y acusaciones sobre su renuncia. En un inicio, el Frente
Unido de la Revolución y el Partido Revolucionario le ofrecieron la candidatura
presidencial para las primeras elecciones democráticas que se celebrarían en
noviembre de 1985. A Meyer se le veía como un aglutinador del centro político.
Esta alianza no cuajó, pero su nombre comenzó a asociarse con la Democracia
Cristiana. Otros partidos, como el de Jorge Serrano Elías, y un grupo de
estudiantes acusaron públicamente al rector de apoyar a la Democracia Cristiana
en 1985.

El rector desmintió su relación con partidos políticos a través de comunicados de


prensa en al menos dos ocasiones. Pero, como demostraría su renuncia en enero de
1986, todo era cierto.

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Recorte del periódico El Gráfico del 7 de agosto de 1984. Fuente: Archivo Central de la USAC

La rectoría de Eduardo Meyer fue un punto de quiebre en la historia de la


universidad. Con él se inauguró la estabilidad, el fin de la pugna entre izquierda y
derecha en el campus. Se dejó atrás el periodo más convulso para la Usac desde su
fundación en 1676 por el rey Carlos II, El Hechizado, y comenzó la actual era.

Los rectores de los años setenta, Rafael Cuevas del Cid y Roberto Valdeavellano,
enfrentaron el reto de la masificación estudiantil y respondieron construyendo
infraestructura, descentralizando, y acercando a los estudiantes a los problemas
sociales del país. Ambos prepararon el camino para la elección de Saúl Osorio en
1978, un militante comunista que creyó en la necesidad de que la universidad

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apoyase el proyecto revolucionario de la izquierda. A partir de entonces, se
desencadenó la gran represión.

Meyer llegó a la rectoría con el objetivo de que la universidad no volviese a los


tiempos de Osorio y con un proyecto político personal. Todos sus sucesores son
difíciles de recordar por algo en particular. Simplemente se insertaron en una
universidad a la que la Constitución de 1985 confiere una gran influencia en las
decisiones de Estado, y disfrutaron del poder.

Virgilio Álvarez, exmilitante comunista, sociólogo y autor de la principal historia


de la Usac, Conventos, Aulas y Trincheras, recuerda el momento en que Meyer co-
menzó a construir su candidatura. “Cuando Guayo Meyer lanza su candidatura en
1982, yo era director del Centro Regional de la Usac en Jalapa y él se acercó para
convencernos de que le apoyásemos y nos dijo: ‘vótenme y luego podremos
discutir cargos’. Lo que él ofrecía era cargos. Después vine a la capital a hablar con
él porque invitó a la gente del Partido Guatemalteco del Trabajo, el PGT, a sumarse
a su campaña. Yo le planteé que transmitiría la propuesta al Partido, pero el
Partido no la aceptó. El PGT estaba ya muy clandestinizado e inmerso en sus
propias crisis. Entonces se produce el golpe de Ríos Montt y me expulsan de la
Usac. Me reúno con Guayo, y él me argumenta que no se podía hacer nada para
evitar la expulsión. Y recuerdo bien lo que me dijo: “Vos sos el último de los de
Saúl Osorio”.

Pero en realidad Virgilio Álvarez no era el último.

31
Capítulo 3. La importancia de los libros. Severo, 1972

Era, sin duda, el mejor profesor que la mayor parte de aquellos alumnos jamás
habían visto. Con su teatralidad y sus aires aristocráticos, como de profesor de
Harvard, Severo Martínez Peláez cautivaba a unos estudiantes que, en su mayoría,
provenían de centros educativos públicos con maestros apenas graduados de
secundaria, y de clases nocturnas después de largas jornadas de trabajo.

Severo, en cambio, tenía mundo. Solía hablar de las cosas que había aprendido
durante sus investigaciones en el Archivo General de Indias, en Sevilla, y de las
ideas que había escuchado en la Universidad Nacional Autónoma de México
mientras estuvo en el exilio.

El profesor Martínez era un hombre alto y delgado, nieto de asturianos, con un


bigote recortado y elegante. Tocaba la flauta transversal, era un apasionado de la
música barroca y uno de los mejores historiadores del país.

Pero, paradójicamente, Severo Martínez impartía sus clases en la Facultad de


Economía de la Usac. Como tantos otros militantes del PGT había vuelto a Gua-
temala durante el gobierno del general Miguel Ydígoras Fuentes, que desplazó a la
ultraderecha golpista de 1954. Los comunistas como Severo pensaron que se había
producido una apertura que permitiría reanudar el trabajo político en el país.

Pero Severo Martínez volvió de México en 1958 y se encontró con que el


anticomunismo había triunfado mucho más de lo que lo haría nunca el

32
comunismo. Pese a su preparación, se le cerraron las puertas de la academia. En la
Facultad de Humanidades de la universidad estatal, donde se alojaba la Escuela de
Historia, se le vedó la entrada. Tuvo que dar clases en la secundaria de colegios
privados durante años, hasta que los camaradas del Partido comenzaron a
recuperar espacios en la Facultad de Economía.

En 1967, fue electo decano un intelectual que simpatizaba con el PGT, Rafael
Piedrasanta. Aquella fue la oportunidad para que muchos marxistas retornasen a
la academia. Lo hicieron Alfredo Guerra Borges, Alfonso Bauer Paiz, Saúl Osorio y
también el profesor Martínez.

Severo obtuvo una beca para finalizar la investigación en la que había trabajado
más de una década. La Facultad de Económicas le financió la estancia de un año en
el Archivo General de Indias, en España, entre 1968 y 1969. Allí acabaría su obra
principal, La patria de criollo, que sería editada en 1970 por la propia Universidad de
San Carlos y se convertiría, en cierto modo, en la síntesis del pensamiento del
Partido.

A su retorno de España, el profesor Martínez dirigió la creación de un curso de


Historia Económica de Centroamérica para los alumnos de Económicas. Lo hizo de
espaldas a los historiadores de la Facultad de Humanidades. Lo hizo,
precisamente, para que los alumnos ya no tuviesen que escuchar aquello de que
todo había comenzado con La Niña, La Pinta y La Santa María, y que Guatemala se
había liberado del yugo español en 1821.

33
Aquel curso de historia trataba, en realidad, de estudiar La patria del criollo como un
manual. El libro es un ensayo sobre el colonialismo en Guatemala, escrito de
manera didáctica y amena. En él se explica que la conquista fue esencialmente un
proceso de despojo económico, no una sucesión de batallas y conversiones
religiosas, y que la independencia surgió producto de la lucha de clases entre
criollos y españoles.

Pero el libro tenía un objetivo político más amplio: formar una idea de nación
diferente a la criolla. Evidenciar que el Estado guatemalteco había sido una inven-
ción orquestada para explotar la mano de obra indígena. Que la misma idea del
indígena era una creación de la colonia, creada por la opresión y que desaparecería
con ella. Que la independencia había acabado con la metrópoli pero no con el
latifundismo y la servidumbre indígena, y que por eso el colonialismo seguía tan
vigente entonces como en el siglo xvii. Y sobre todo, que los mestizos habían
estado viviendo hasta entonces un sueño que no les pertenecía, que había sido ma-
nufacturado por los criollos sólo para dominarlos.

Severo Martínez pertenecía a la Comisión de Educación del Partido. Y su


militancia fue inseparable de su proyecto académico. El PGT tenía ante sí a miles
de jóvenes a los que podría formar. Miles de personas que, por primera vez,
podían acudir a la universidad. La patria del criollo sería su introducción al concepto
marxista de clases sociales, y su lucha entre ellas como motor de la historia. El
objetivo: formar un nuevo ciudadano que hiciese posible la democracia y el trán-
sito al socialismo. Entre los mejores, el Partido reclutaría a sus cuadros, la

34
vanguardia de la alianza obrero campesina que debía ser el agente de la
Revolución.

La patria del criollo se convirtió pronto en Guatemala en lo que los Siete ensayos de
interpretación de la realidad peruana de José Carlos Mariátegui fueron en Perú. Em-
pezaron a circular ediciones piratas distribuidas por el Partido y resúmenes
mimeografiados; el libro se vendía hasta en mantas colocadas en las banquetas a la
entrada de la Ciudad Universitaria, recién inaugurada en 1972.

Quienes presenciaron sus clases, aun quienes no entendían exactamente de qué


trataba todo aquello, recuerdan la gran atracción que generaba la figura de Severo.

Muchos de los estudiantes de Económicas sólo estaban allí porque la Facultad


ofrecía clases en horarios nocturnos y en jornadas de fin de semana. No podían ser
médicos o ingenieros, pero sí auditores o administradores de empresas. Hombres
que casi siempre rondaban la treintena y tenían esposa e hijos, que trabajan
durante todo el día, y que eran los primeros de su familia en recibir educación
superior. Estudiaban para conseguir un trabajo mejor, muchas veces en el sector
público, que crecía a la sombra del Estado desarrollista, la planificación económica
y la sustitución de importaciones.

Hacia 1972, a las clases de Severo de los sábados llegaban entre 200 y 300 personas.
Comenzaban a las dos de la tarde y nadie podía predecir cuándo terminarían. Los
alumnos se agolpaban en aquellas aulas recién construidas, de ladrillo desnudo y
techos de concreto. Todo era silencio cuando el profesor Martínez se colocaba en la
tarima, miraba a la audiencia, hacía una pausa y soltaba:

35
–Pedro de Alvarado jamás vio un indio.

Los alumnos comenzaban a mirarse entre sí antes de que Severo continuara. Entre
ellos había un hombre nacido en Jutiapa llamado Vitalino Girón Corado.

***

Todo solía empezar con una novela rusa. La Madre, de Gorki, era una de las que se
utilizaban con más frecuencia. Primero se identificaba al candidato: alumnos
inteligentes y estudiosos con sensibilidad social. Entonces comenzaban los
primeros acercamientos:

–Mirá, ¿conocés este libro? Se llama La Madre, es una novela, yo te la presto.

Transcurridas un par de semanas, se le empezaba a preguntar por el libro. Si el


candidato respondía bien, se le podía prestar otro, y comenzar a hablar con él
sobre las clases, las lecturas, los profesores. Se trataba de determinar su opinión
sobre los cursos más ideológicos, como Economía Política, y su percepción de los
profesores marxistas, como Severo Martínez.

Después se avanzaba ya con propaganda política o materiales de formación del


Partido.

–Mirá, me encontré esto tirado en el baño. ¿A vos qué te parece?

Para entonces, si el candidato era mínimamente avispado, ya sabía qué estaba


ocurriendo.

36
El penúltimo paso era invitarle a participar en alguna de las organizaciones
estudiantiles o sociales legales sobre las que el Partido tenía influencia, las lla-
madas “organizaciones amplias”. En la Facultad de Económicas se trataba de
Unidad de Vanguardia Estudiantil, una agrupación que competía por controlar la
Asociación de Estudiantes de Economía, la AEE, y todos los cargos de elección a
los que optaban los alumnos de la Facultad. Si el desempeño del candidato era
bueno, se solicitaba su ingreso en la organización clandestina: la Juventud
Patriótica del Trabajo, la filial juvenil del PGT, conocida popularmente como La
Jota. Si se daba el visto bueno, se formalizaba su militancia, se le asignaban
funciones clandestinas, tareas en la organización “amplia”, un comité de base en el
que participar, y un responsable que sería su enlace con toda la estructura del
Partido.

Así operaban los comunistas en la universidad, los sindicatos y las organizaciones


sociales desde finales de los años sesenta. Aunque tenían organización en casi toda
la Usac y en muchos sindicatos de trabajadores del Estado, en la Facultad de
Económicas era donde su maquinaria funcionaba de manera más eficaz. Los
profesores militantes, como parte de sus funciones clandestinas, identificaban a los
candidatos y comenzaban a trabajar en ellos. Los miembros de La Jota dominaban
la AEE, el grupo de teatro de la Facultad: “Nalga y Pantorrilla” y prácticamente
toda la vida estudiantil.

A esa Facultad llegó un día de 1969 Vitalino Girón. Fue antes de que existiese la
Ciudad Universitaria, cuando la Facultad aún no se había masificado y se ubicaba
en un edificio de una sola planta contiguo al Jardín Botánico, en la zona 10. Tenía

37
27 años, una esposa que vendía helados caseros en el vecindario, dos hijos, y un
empleo administrativo ganado por oposición en el Banco Nacional Agrario, una
entidad estatal creada durante el gobierno revolucionario del coronel Jacobo
Arbenz en 1953.

Vitalino había llegado a la capital en 1956. Su lugar de origen era Asunción Mita,
un pueblo de Jutiapa dominado por las grandes haciendas ganaderas, en el que la
mayoría de jóvenes o ingresaba al Ejército o a algún cuerpo policial. Tenía 14 años,
era el mayor de doce hermanos, y no había terminado la primaria.

Su padre era agente de la Policía Nacional en un tiempo en el que los policías de


pueblo tenían una vida tan miserable como la de los ladrones de ganado a los que
se dedicaban a perseguir. Cuando consideró que ya era un adulto, su padre lo
envió a la ciudad a vivir con una tía en la zona 5.

Vitalino comenzó a trabajar en la construcción. Participó en las obras del Parque de


la Industria, el centro de exposiciones de la Ciudad de Guatemala. Aquella época
fue dura. Algunos días sólo le alcanzaba para comprar bananos.

Cuando cumplió la mayoría de edad, gracias a los contactos de su padre, logró ser
admitido en la Guardia de Hacienda, un cuerpo policial de disciplina militar, de-
dicado a guardar las fronteras y evitar el contrabando.

Su primer destino fue Malacatán, en San Marcos. Allí conoció a Lily, una profesora
de mecanografía menuda y aniñada que había sido criada por su abuela. Se
casarían en 1963.

38
Por su trabajo en la Guardia de Hacienda, Vitalino recorrió todo el Occidente del
país, de Sur a Norte, a lo largo de la frontera entre Guatemala y el estado mexicano
de Chiapas. Pasó por Retalhuleu, Huehuetenango y Quetzaltenango, viviendo en
modestas habitaciones alquiladas y estudiando en escuelas nocturnas o por
correspondencia. Con 21 años estudiaba el segundo curso de la secundaria. El bien
más preciado de la familia era una estufa de gas que transportaban en cada
mudanza.

En Quetzaltenango, Vitalino Girón fue destinado a una comisaría muy cerca del
Instituto Normal para Varones de Occidente, una de las escuelas secundarias más
importantes de todo el altiplano. Vitalino, a veces, observaba a los estudiantes, por
las tardes, cuando terminaban las clases y salían del aula bromeando, peleando,
gritando obscenidades. Eran chicos como él.

Uno de aquellos alumnos se llamaba Feliciano Chano Díaz. Chano comenzó a fijarse
en la mirada de aquel muchacho. Quizás vio en él su propia soledad, la de un chico
de pueblo que llega a una ciudad desconocida. Comenzaron primero a sonreírse y
después a hablar.

Posteriormente, Vitalino y todos sus compañeros fueron despedidos. Las


autoridades decidieron suprimir la presencia de la Guardia de Hacienda en la
cabecera departamental de Quetzaltenango. Vitalino encontró empleo llevando las
cuentas de una licorería. Para entonces ya tenía bien claro que quería ir a la
universidad.

39
Su amigo Chano le recomendó que se matriculase en el Liceo Nocturno para
terminar la secundaria. Lo hizo y comenzó la carrera de perito contador en la
Escuela Nacional de Ciencias Comerciales de Occidente, también en la jornada
nocturna. Gracias a este título, lograría aprobar el examen para ingresar en el
Banco Nacional Agrario.

Chano y Vitalino conversaban con frecuencia de la infancia en sus respectivos


pueblos. Chano era originario de Soloma, en las montañas de Huehuetenango, un
lugar que perdía casi todos sus habitantes durante el tiempo de la cosecha de la
caña de azúcar y del café. Los contratistas se llevaban a los indígenas hacia las
grandes fincas de la costa y la boca costa en camiones, como ganado.

Vitalino le habló de Jutiapa, del estado de servidumbre en el que vivían los pocos
indígenas xincas que aún había en la zona. Los contratistas de las fincas les
forzaban a trabajar ofreciéndoles crédito. Como en el siglo xix.

Le contaba también de su trabajo en la Guardia de Hacienda. Sus excompañeros


eran brutales y corruptos. Robaban la mercadería que incautaban. Golpeaban con
tubos de metal a indígenas que solo fabricaban licor clandestino.

Con el tiempo, Chano y Vitalino se fueron separando. Casi una década después se
encontrarían de nuevo. Fue en la Facultad de Económicas de la Usac, cuando a
ambos se les acercó un compañero, les puso un libro en la mano y les preguntó si
conocían a Gorki.

40
Capítulo 4. Un comunista en la rectoría. Saúl, 31 de
marzo de 1978

Sólo unos cuantos de los profesores y estudiantes que se agolpaban a las puertas
de la sala en la que se reunía el Consejo Superior Universitario en aquella mañana
podían comprender lo que estaba ocurriendo. Sólo los militantes, los que conocían
las normas de la clandestinidad y la conspiración, valoraron totalmente lo que
aquello representaba para el Partido. Habían conseguido llevar a uno de los suyos
a la rectoría. Y allí estaban muchos comunistas para celebrarlo.

Desde 1954, el PGT arrastraba una sucesión de fracasos. Cargaban con el estigma
de no haber armado al pueblo para defender al gobierno del coronel Jacobo
Arbenz. A inicios de los sesenta habían apostado por el foquismo guerrillero, y de
nuevo fracasaron. A mediados de los setenta habían optado por la vía electoral,
pidiendo el voto para una alianza socialdemócrata, que ganó unas elecciones que
el ejército robó sin que las “organizaciones de masas” afines al PGT hiciesen nada
para impedirlo.

El Estado los había golpeado una y otra vez. En 1966 fueron detenidos y
desaparecidos buena parte de los miembros del Comité Central del Partido. En
1972 fueron secuestrados el secretario general, Bernardo Alvarado, y la Comisión
Política en pleno. En 1974 fue asesinado un nuevo secretario general. Toda la di-
rigencia histórica había sido ya eliminada.

41
Pero el Partido se había repuesto. Y la victoria de Saúl Osorio evidenciaba que, si el
Partido se vinculaba con las luchas democráticas de la sociedad, su influencia
podía crecer. La llegada al poder de Saúl había sido una obra colectiva, el paciente
trabajo “amplio” y clandestino de las estructuras del PGT durante una década.

Todo había comenzado en 1969. Saúl Osorio, como director de la Escuela de


Economía, una de las tres escuelas de la Facultad de Económicas, diseñó un nuevo
plan de estudios. Se introdujeron las clases coordinadas por Severo Martínez, y
cursos orientados a la introducción de los conceptos marxistas. Cuando Osorio fue
electo decano de la Facultad se completó la transformación total. En el plan de
estudios de 1975 se creó el Área Común, 16 cursos por los que todos los alumnos
tenían que pasar, tanto economistas y contadores como administradores de
empresas. Economía Política, Socioeconomía, Fundamentos Teóricos de las
Ciencias Económicas, Problemas Socioeconómicos, Elementos de Lógica Dialéctica.
Era puro marxismo. Comenzaron a usarse los manuales de la Academia de
Ciencias de la URSS y los libros de Martha Harnecker.

Muchos contadores o administradores de empresas no entendían el porqué de


todo aquello, por qué no se hacía hincapié en las matemáticas y la econometría, y
por qué tenían que aprender ellos esas cosas. La respuesta que obtenían es que se
les estaba dotando de una formación humanística, que quienes aspirasen a conocer
la economía no podían obviar que existían clases sociales o que los salarios
cumplían una función social. “El mundo entero se convulsiona, y se desangra
luchando unos por el mantenimiento de su predominio y otros luchando por su
libertad. Un estudiante de Ciencias Económicas debe conocer estos fenómenos y

42
saber explicarlos entendiendo que las causas de los mismos se encuentran en el
carácter de las relaciones de producción”, expondría años después Vitalino Girón.

En paralelo, la Facultad creó el Departamento de Estudios de los Problemas


Nacionales, que se dedicó a denunciar todo aquello que los comunistas conside-
raban lesivo para los intereses del Estado. El contrato de concesión de la Empresa
Eléctrica, la legislación sobre regalías petroleras o las condiciones en las que se
negoció la extracción de níquel en Izabal. Reclamaron que se creara un impuesto
especial al banano, y una empresa municipal de transporte público para la ciudad.

El complemento del proyecto ideológico fue el crecimiento de la organización.

La estrategia adoptada por el Partido fue sencilla: alejarse del discurso


ultraizquierdista que comenzaba a ser común en la universidad y la exaltación de
la guerra de guerrillas, y llegar a los estudiantes comunes, interesados en que la
universidad pública funcionase mejor.

En la propia Facultad de Económicas, La Jota, la juventud comunista, se acercó a


una nueva agrupación de estudiantes llamada Praxis y comenzó a trabajar con
ellos. Lo mismo hicieron en otras facultades: crearon una organización llamada
Frente para competir en las elecciones de asociaciones de estudiantes de todas las
unidades académicas. También se acercaron al sindicato de trabajadores de la Usac
y hasta los colegios profesionales. La consigna fue siempre la misma: ganar
partidarios apoyando sus demandas particulares.

El Partido tenía influencia, sobre todo, en Económicas. Ésta era la facultad más
grande, la que más crecía y la que tenía una mayor proyección social por su

43
relación con sindicatos, y porque sus alumnos administraban muchas instituciones
públicas. Económicas pasó de 2,900 matriculados en 1969 a 8,400 en 1979. De sus
filas saldrían los secretarios de la Asociación de Estudiantes Universitarios, la
AEU, de 1976 y 1978, Carlos Jiménez Licona y Oliverio Castañeda de León.
También el rector que ese 31 de marzo de 1978 pronunciaba su discurso de toma
de posesión.

Saúl Osorio era un hombre de aspecto rudo, una de esas personas en las que el
saco y la corbata siempre se sentían como un disfraz. Tenía 52 años, bigote negro,
labios gruesos, y un pelo vigoroso peinado hacia atrás. Los camaradas del Partido
lo consideraban mujeriego y bebedor. Le apodaban Don Chupe. Probablemente, por
eso, nunca ascendió en la estructura del PGT.

44
Saúl Osorio. Fuente: Archivo Central de la USAC

Era originario de Ipala, en Chiquimula, y hasta los 18 años había sido un


trabajador ferroviario que apenas leía o escribía. Hasta que llegó a ciudad de Gua

45
temala en la llamada primavera democrática, los diez años de gobierno progresista
de Juan José Arévalo y el coronel Arbenz que finalizaron con el golpe de 1954.
Osorio comenzó a estudiar en escuelas nocturnas, y terminó en la Facultad de
Económicas dirigiendo la Asociación de Estudiantes. Su perfil de obrero y
estudiante le convertía en un candidato ideal a la militancia en el Partido. La caída
del gobierno de Arbenz le convirtió también en un candidato ideal al exilio.

Saúl formó parte del grupo de comunistas que se introdujo en la embajada de


Argentina para escapar de un seguro fusilamiento ordenado por el nuevo gobierno
de la Liberación. Allí también estuvieron los economistas Julio Estévez y César
Augusto Régil, que ocuparían altos cargos en la Usac durante su rectoría.

Saúl Osorio no fue nunca el mejor intelectual del Partido. Para eso ya estaban
Severo Martínez o Alfonso Figueroa, un destacado economista marxista que dirigía
los círculos de estudios sobre El Capital. El discurso de investidura de Osorio fue
simplemente intrascendente. Lo importante ocurría en las mentes de las personas
que lo escucharon. Hombres como Vitalino Girón, en ese entonces profesor de
Economía Política, que se felicitaron por el trabajo realizado y por la hegemonía
intelectual que había alcanzado el Partido entre la izquierda en la academia.

Pero aquella felicidad sería menos que efímera. Y para muchos revolucionarios,
inconsciente, ridícula. En sólo unos meses el PGT sufriría dos escisiones. Dos
grupos de militantes abandonaron el Partido por falta de apoyo de la organización
a la lucha armada. Se fueron por su desconfianza hacia el secretario general,
Ricardo Rosales Román, y porque no entendían por qué no se preparaban para la

46
guerra. De ellos surgiría el PGT-Núcleo de la Dirección y el PGT-Partido
Comunista.

Simultáneamente, un grupo de hombres y mujeres armados se movían sigilosos


desde las tierras bajas del Norte hasta la Sierra de los Cuchumatanes. Llamaban a
la formación de un nuevo ejército, un ejército de los pobres que combatiese al de
los ricos. Para ellos, que en su mayoría habían militado en el Partido en los sesenta,
toda la ortodoxia soviética pegeteana que se predicaba en la Usac sobre la
insurrección urbana era obsoleta. La guerra vendría del campo y cercaría la ciudad,
siguiendo el principio maoísta. Los campesinos indígenas debían ser el motor de la
Revolución, no una clase obrera que ni siquiera existía en Guatemala.

Las condiciones para la guerra estaban dadas. En realidad, desde la conquista


nunca habían dejado de estarlo.

***

A nosotros, como militantes en la Usac, nos inculcaron que teníamos que reclutar a los
mejores cuadros para el Partido. Si había un buen estudiante, nosotros tratábamos de
acercarnos y meterle en el Partido. Pero claro, los militantes en la Usac tenían
responsabilidad hacia el Partido y hacia su trabajo “amplio”, o sea, de organización
estudiantil puramente. Lo que en ese momento no debatimos es si era conveniente que un
miembro prominente de una organización amplia ocupara cargos de responsabilidad en el
Partido. Ese debate no existía, sólo llegó después. Saúl era militante, pero no fue electo por
eso, sino porque era una persona muy respetada, aunque hoy se pueda pensar que llevarlo a
la rectoría fue un error. Si volviésemos a los setenta, probablemente elegiríamos el mismo

47
camino: para ganar elecciones teníamos que apoyar a gente que tenía prestigio, para tener
influencia como organización teníamos que reclutar a los mejores cuadros. Entonces se
juntan las cosas, no podíamos tener dirigentes para el trabajo amplio y otros para el
Partido, aunque, desde la actualidad, lo lógico es pensar que había que separarlo. En
cualquier caso, la relación entre el PGT y la Usac no fue una relación tan instrumental
como podría pensarse. Yo me vi en la situación de tener que defender ante el Partido
decisiones que había tomado desde mi actividad en lo amplio. En el caso de las elecciones en
la universidad, la JPT siempre tenía sus candidaturas, pero no se imponían de una manera
tan clara. En la elección del decano de Económicas Alfonso Velásquez, por ejemplo,
nosotros como JPT decidimos apoyar al que decidieron apoyar las organizaciones amplias;
les dijimos: “ustedes decidan”. Y se eligió a Alfonso, que no era militante en absoluto. Más
que imposición había negociación, y siempre la consciencia de que había que elegir a
personas populares y con liderazgo. Una vez decidido a quién íbamos a apoyar, se daba la
orientación del voto en nuestros comités locales. Casi estábamos seguros de que el candidato
que apoyábamos ganaba.

Militante del PGT, enlace entre el Partido y la Usac en 1984, que pidió el
anonimato.

Simultáneamente, un grupo de hombres y mujeres armados se movían sigilosos desde las


tierras bajas del Norte hasta la Sierra de los Cuchumatanes. Llamaban a la formación de
un nuevo ejército, un ejército de los pobres que combatiese al de los ricos.

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Capítulo 5. El nuevo rector. Meyer, 16 de junio de
1982

Lo primero que hizo al entrar en aquel despacho que llevaba años sin tener un
propietario permanente fue colocar un Cristo. Eduardo Meyer pensó que sólo en-
comendándose a Dios saldría vivo del cargo, el más importante que había ocupado
en su vida.

Sus antecesores inmediatos en la rectoría de la Universidad de San Carlos no


habían tenido mucha suerte. A Saúl Osorio no lo pudieron salvar ni los cientos de
cartas que Amnistía Internacional le hacía llegar al general Lucas García
pidiéndole que respetasen su vida. En menos de dos años, a mediados de 1980,
tuvo que solicitar permiso para abandonar temporalmente el cargo, hacer las
maletas y marcharse a México.

De manera interina, a Saúl Osorio le sucedieron los decanos Leonel Carrillo


Reeves, de Farmacia, el ingeniero Raúl Molina, y Romeo Alvarado Polanco, de
Ciencias Jurídicas. Leonel Carrillo renunció a ser rector en funciones sólo para
forzar la convocatoria de unas nuevas elecciones, y terminar de una vez con el
periodo para el que había sido electo Saúl. No lo consiguió, y fueron nombrados
dos decanos más en reuniones clandestinas del Consejo Superior Universitario
celebradas fuera de la Ciudad Universitaria. La izquierda no se rendía. Pero tanto
el ingeniero Molina como el licenciado Alvarado Polanco habían acabado en el
exilio antes del fin de 1980.

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Leonel Carrillo volvió, esta vez sí, para convocar elecciones tras la renuncia
definitiva de Saúl Osorio, anunciada desde México. Por si se le pasaba por la ca-
beza reinstalarse, el CSU lo jubiló. Su periodo y todo lo que representó debían
enterrarse para siempre.

En la nueva elección triunfó Mario Dary, un biólogo pionero del ambientalismo, un


hombre conservador pero académico, que logró aglutinar a todos los sectores
opuestos al proyecto de la izquierda, desde los anticomunistas a los que sólo
querían que todo regresara a la normalidad. La izquierda no presentó candidato.

Dary asumió el 16 de junio de 1981 y fue asesinado seis meses después, el 15 de


diciembre, cuando salía de la universidad. Un comando denominado Comité de
Resistencia Popular, el CRP, reivindicó el atentado. Eran probablemente militantes
de la juventud del Partido o de las organizaciones de estudiantes afines al Ejército
Guerrillero de los Pobres. Desde hacía meses, el CRP publicaba panfletos en los
que señalaba que la elección de Mario Dary había sido una “farsa”, una imposición
de la “dictadura fascista”.

Eduardo Meyer estaba fuera del país cuando el rector fue asesinado. Al conocer la
noticia volvió inmediatamente. Ese mismo día, un grupo de universitarios con
Leonel Carrillo al frente le propuso la candidatura. Ganar fue fácil. Meyer sólo
tuvo que subirse a la plataforma que ya había sido organizada para llevar a Dary a
la rectoría. De nuevo, la izquierda no presentó candidatura.

Meyer ya sabía lo que era la violencia. El rector Valdeavellano, del que había sido
secretario general, sobrevivió a un atentado con carro bomba en 1976. El candidato

50
a rector que Meyer había promovido en 1978, Bernardo Lemus, exmilitante del
PGT, había sido asesinado en enero de 1981 cuando era funcionario del gobierno
del general Lucas García.

Eduardo Meyer había visto cómo se apilaban los cadáveres sin entender la lógica
de todo aquello. Nunca comprendió por qué matar con tanta ligereza. Meyer había
participado en el Consejo de Estado del gobierno de Lucas García, y había visto
cómo se amenazaba a sus miembros sólo por oponerse a una decisión del general.
A él mismo le habían hecho saber que sería ejecutado si rechazaba la contratación
de un crédito para construir la carretera de circunvalación de la capital. ¿Por qué
no negociar y todos contentos? Él siempre se había movido entre la izquierda y la
derecha logrando apoyos para candidatos, prometiendo a cada uno lo que pedía.
Así había llegado a presidir el Colegio de Médicos, y a convertirse en un factor
electoral importante en la Facultad de Medicina y otras facultades sin gran
tradición ideológica. Ese era el lenguaje razonable que debía prevalecer.

Al asumir como rector, Meyer pasaba de los 40 años. Era un hombre de cara
redonda, con algunos kilos de más, bigote poblado y tez blanca. Tenía aspecto bo-
nachón pero no lo era tanto. Era un traumatólogo respetado. Encarnaba a una clase
media acomodada, descendiente de inmigrantes europeos; nacionalista, pero tan
temerosa de la Revolución como de los abusos de los militares. Había estudiado en
un colegio marista, el Liceo Guatemala, donde compartió aulas con una parte
importante de la élite económica. Entre ellos su amigo Fernando Andrade Díaz-
Durán, que sería canciller en el gobierno del general Mejía Víctores, y le abriría a
Meyer las puertas al mundo de la diplomacia.

51
En aquel 16 de junio de 1982, el nuevo rector pronunció un discurso de investidura
dirigido a exigir el retorno a la normalidad y criticar el proyecto de la izquierda.
“Ya es tiempo de que aquellos que sólo se acuerdan de reclamar libertad para sus
ideas, pero que ignoran toda libertad para los demás, abandonen su dogmatismo”,
recalcó Meyer y continuó: “Esta crisis debe terminar y todos tenemos la obligación
moral de ofrecer todos nuestros esfuerzos para que la crisis desaparezca para
siempre”.

***

En el instante en que supo que Leonel Carrillo había sido asesinado, Eduardo
Meyer se santiguó. Fue el 25 de noviembre de 1983. El atentado sucedió mientras el
rector se encontraba en una reunión del Consejo Superior Universitario de
Centroamérica, en la ciudad de Panamá. Meyer bajó del avión enfurecido. Carrillo
no sólo le había apoyado en su elección, era también su amigo y lo había
contratado como asesor de la rectoría.

Nadie reclamó la autoría del asesinato. Se habló de que a Leonel Carrillo lo tenía
amenazado la ultraderecha y de que había tenido problemas con los vendedores de
drogas que operaban en la universidad. Pero resultaba más que probable que
hubiera sido ejecutado por la izquierda, quizás por militantes del Partido. Fue un
ataque idéntico al que había sufrido Mario Dary un año antes. Y por la misma
razón. Ambos eran considerados los usurpadores que habían sacado de la rectoría
a Saúl Osorio.

52
Meyer se vio afectado profundamente por el hecho. Quizás porque si la cadena de
muertes seguía un orden lógico, él era el siguiente. Su primera reacción fue de-
cretar 30 días de luto. Una semana después, el 2 de diciembre, en el acto de
conmemoración de la autonomía universitaria, pronosticó su propia muerte: “Yo
seré la próxima víctima del derramamiento de sangre. Mi cuerpo quedará en tierra,
pero mi espíritu estará con Dios y mi querida universidad”. El auditorio, en el que
había funcionarios y diplomáticos extranjeros, se quedó con la boca abierta.

Aquel día, Meyer contó a los periodistas que sólo Dios lo protegía y que él ya le
había entregado su vida, así que no temía. Pero no era del todo cierto. Meyer tenía
a su servicio a cuatro agentes de la policía discretamente vestidos de civil.

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Capítulo 6. El expolicía que llegó a decano. Vitalino,
1 de septiembre de 1982

Vitalino subió cada escalón que el Partido le marcó, pero cuando llegó al final de la
escalera, miró a un lado y descubrió que ya eran muy pocos los que le acom-
pañaban.

Vitalino Girón había sido electo representante de los estudiantes en la Junta


Directiva de la Facultad de Económicas en 1973. Antes de graduarse en 1975 era ya
profesor auxiliar. Había acudido cada sábado al círculo de estudio de El Capital que
organizaba Alfonso Figueroa para formar a los docentes que militaban.

En su trabajo en el Banco Nacional de Desarrollo Agrícola había cumplido con las


funciones clandestinas que la organización le había impuesto: había prestado
vehículos del banco para operativos del Partido y había realizado trabajo
ideológico con las cooperativas con las que Bandesa trabajaba. Tras la llegada a la
rectoría de Saúl Osorio, sus responsabilidades eran mayores. Pese a que se había
graduado hacía tres años y tenía una experiencia docente muy limitada, se
convirtió en coordinador de varios cursos del Área Común, los dieciséis cursos que
servían de formación básica para los alumnos de primer y segundo año.

Vitalino fue siempre un hombre de bajo perfil. Callado y reservado. Trabajador y


coherente, pero sin un gran liderazgo personal. Algunos compañeros lo veían
todavía como un chico recién llegado del pueblo. Hacían chistes con su nombre. Lo

54
consideraban uno de esos nombres anticuados que sólo los campesinos seguían
utilizando.

Pero ahora que había subido todos los peldaños a Vitalino Girón le tocaba ponerse
en primera fila.

Los cuatro años anteriores los había visto pasar como una tormenta que había
acabado con todo. La rectoría de Saúl Osorio duró menos de dos años. Al prin-
cipio, el Partido organizaba cada día un operativo para introducirlo y sacarlo de la
Ciudad Universitaria. El rector tenía que llegar a su oficina en el maletero de un
carro. Después, apostaron por hacerle vivir siempre en su despacho. Jorge Conde,
profesor de Económicas y enlace del Partido con la Usac, recuerda que le
asignaban a camaradas armados para que durmiesen con él. Mantener a Osorio
vivo se había convertido en un problema ante la ola de crímenes políticos que se
había desatado desde octubre de 1978. Carecía de sentido tener un rector que no
pudiese participar en la vida pública. El terrorismo de Estado había vuelto inútil la
estrategia del Partido. En mayo de 1980 no quedó otra opción que el exilio de Saúl
Osorio.

En esos dos años, las estructuras en las que había trabajado el PGT fueron
desmanteladas. La inteligencia militar, la Policía Judicial, y los escuadrones de la
muerte cazaron uno a uno al círculo de militantes que rodeaban a Saúl Osorio.
Fueron asesinados los principales dirigentes estudiantiles que formaron la alianza
Frente: Oliverio Castañeda de León, Antonio Ciani, Ricardo Martínez Solórzano,
Julio César Cortez, Marco Antonio Urízar Mota, Julio César del Valle, Iván Alfonso
Bravo y Marco Tulio Pereira. También hombres de confianza de Osorio como

55
Manuel Andrade Roca, secretario general de la Usac, Hugo Rolando Melgar, asesor
jurídico del rector, y Alfonso Figueroa, director del Instituto de Investigaciones
Económicas y Sociales. Los tres eran destacados intelectuales del Partido y fueron
ametrallados en la calle.

Estas muertes llevaron al exilio a la mayor parte de los camaradas de Vitalino en la


Facultad. Se fueron Severo Martínez, Rafael Piedrasanta, Saúl Hernández, Norma
Cabrera, y muchos otros. Antes ya se habían retirado Alfredo Guerra Borges y
Alfonso Bauer.

La Facultad perdió a todos sus profesores veteranos. Los estudiantes de último año
asumieron la docencia. Eduardo Velázquez, alumno en esa época y que
posteriormente llegaría a ser decano de la Facultad, recuerda que, antes de
graduarse, tuvo que dar clases en cinco cursos distintos.

La situación había llegado a tal punto que las asociaciones de estudiantes tuvieron
que convertirse en organizaciones clandestinas. Ya no existía el trabajo “amplio”
del Partido, todo transcurría en las sombras. En las elecciones de febrero de 1981,
para designar a los estudiantes y profesores que deberían elegir al nuevo rector
tras el exilio de Saúl Osorio, la Facultad de Económicas no presentó candidatos. En
los comicios de marzo de ese año para nombrar representantes de catedráticos en
el Consejo Superior Universitario, la Facultad no presentó candidatos.

Por qué decidió el Partido llevar a Vitalino a la lucha por la decanatura de la


Facultad en una situación como aquella es motivo de debate. Virgilio Álvarez, mi-
litante en 1982, asegura que fue un error impulsado por simpatizantes más que por

56
el propio PGT. Otros militantes como Jorge Conde o Edgar Pape aseguran que fue
una orientación directa del Partido. Vitalino aceptó porque el PGT consideró
necesario recuperar la Facultad después de que el último decano, Alfonso
Velásquez, hubiese sido electo sin pertenecer a la organización.

La victoria de Vitalino Girón evidenció que, a pesar de todo, el discurso de los


comunistas era el único capaz de movilizar a estudiantes, profesores y pro-
fesionales. A pesar de que, para ese momento, las organizaciones político militares
de la izquierda ya habían abandonado su trabajo directo en la universidad, y se
concentraban en los frentes guerrilleros. A pesar de que la posición de seguir
ocupando espacios legales era inviable, y el Partido comenzaba a tomarse más en
serio la militarización, incluso su ingreso en la Unidad Revolucionaria Nacional
Guatemalteca, de la que se había resistido a formar parte. A pesar de que la
mayoría de estudiantes y profesores jóvenes que militaban en el Partido, poco más
de un año después, formarían el PGT 6 de Enero para apostar directamente por la
lucha armada, y algunos de ellos ya habían participado en el asesinato del rector
Mario Dary. A pesar de todo ello, resultaba evidente que había sectores de la
sociedad que necesitaban espacios públicos en los que participar y debatir.

Vitalino y los pocos profesores comunistas que aún le rodeaban (Julio Estévez,
César Augusto Régil, Tristán Melendreras, Jorge Conde, Edgar Pape o Carlos de
León) creían en ello. Pero estaban muy solos. En sentido físico, pero también
intelectual. A finales de 1984, sólo uno de ellos seguiría vivo y en Guatemala.

Como decano, Vitalino Girón hizo lo que los profesores del Partido siempre
hicieron. Mantener a los camaradas en los puestos más políticos, que eran también

57
los mejor pagados por ser de jornada completa, y no perder los vínculos con los
movimientos sociales con los que se debía seguir trabajando, como el sindicato de
la Usac. Edgar Pape fue nombrado jefe del Departamento de Estudio de los
Problemas Nacionales, y Tristán Melendreras director del Instituto de Inves-
tigaciones Económicas y Sociales.

Vitalino se había estado preparando las últimas semanas para asumir el cargo de
decano. Renunció a su puesto directivo en Bandesa. Sus compañeros nunca en-
tendieron por qué abandonó una carrera estable y con un futuro próspero, para
centrarse en una institución que le ponía en el punto de mira. Para ellos, Vitalino
era un hombre que acababa de mudarse de una casa humilde en la Colonia
Primero de Julio a una amplia y nueva en Monte Real, que manejaba un Mercedes
Benz resplandeciente y que siempre sonreía a las secretarias jóvenes. No tenía
ninguna necesidad de dejarlo todo por la Usac, le había dicho su esposa. Ella
insistió en que no abandonase el banco, pero la decisión estaba ya tomada.

Vitalino salió una última noche a hacer pintas por la zona 6 con su compañero de
comité de base, Jorge Conde. Fue su forma de despedirse de la militancia. A partir
de entonces, el Partido designó a un enlace para trabajar con él. Sería su única
conexión con la estructura partidaria.

El 1 de septiembre de 1982, cuando acababa de cumplir 40 años, comenzó su


última misión. En su discurso de investidura dijo: “los autores, actores, sujetos y
objetos de la historia somos nosotros. Somos responsables de la historia, de lo que
ocurre en el presente y de lo que ocurrirá en el futuro. Conscientes de ello,
asumimos la responsabilidad que la colectividad nos ha asignado”.

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Vitalino Girón Collado. Primero por la derecha. Ésta es una de las pocas fotografías que su familia
conserva de él. Está tomada en Costa Rica. Probablemente entre el 4 y el 9 de junio de 1984 durante
el seminario Estado y Desarrollo Económico.***

El carácter científico de la enseñanza comenzó a perderse, y el aula se convirtió en una sala


de discursos. Cuando yo regreso en el año 1990, veo que los catedráticos que estaban ahí no
tenían cualidades. Yo llegué y pedí rápidamente la cabeza de ochos de ellos. Enseñaban
marxismo casi con carácter religioso. Confundían todo. Le daban a uno la Teoría del Valor
casi de manera caricaturesca. ¿Por qué? Porque la propia mística del catedrático se había
perdido.

Edgar Pape, economista y militante del PGT.

59
Capítulo 7. Meyer y el síndrome de Méndez
Montenegro, 1982-1983

Probablemente ellos estuvieron allí desde el principio, observándole. Tratando de


descifrarle. Estaba al frente de una institución que era considerada nido y cantera
de la subversión de izquierda, así que Eduardo Meyer debía de ser un sujeto de
máximo interés para los oficiales de inteligencia de la Policía Nacional y el Ejército.

No hay ninguna prueba documental o testimonio que lo ratifique, pero sí una


sucesión de hechos que no fueron casuales. Que no pudieron serlo. No en un tiem-
po en el que los muchachos de La Dos, ya fuese en la Policía o en el Estado Mayor
de la Defensa, lo veían todo, tomaban nota, analizaban, elaboraban el gran mapa.

Meyer debía de ser un enigma para la Inteligencia. Su hoja de vida decía que había
sido alto funcionario del rector Roberto Valdeavellano, un odontólogo que si bien
no era un comunista se había rodeado de ellos y les había abierto las puertas.
También que Meyer había apoyado y trabajado para la candidatura a rector de un
comunista, Bernardo Lemus. Sin embargo, él insistía en considerarse un demócrata
nacionalista, y la izquierda lo consideraba un sujeto marginal, no ligado a ninguna
organización política. Incluso, podrían llegar a eliminarlo en un determinado
momento, tal y como habían hecho con Mario Dary y Leonel Carrillo.

Probablemente analizaron su discurso. Y era igual de desconcertante. Meyer solía


repetir este esquema: el conflicto que se vivía en Guatemala era una imposición de
la Guerra Fría que nadie deseaba. “Los representantes del capitalismo y el

60
socialismo solo buscan aumentar su área de influencia estratégica y su beneficio
económico, sin tener en cuenta los legítimos intereses nacionales”, diría el rector en
un discurso de 1983. Esto era aceptable, confluía con las ideas de un sector
mayoritario del Ejército: la guerra no tenía causas internas, y la intervención que
efectuaba el gobierno de Reagan en Nicaragua y El Salvador era indeseable. Pero al
mismo tiempo, Meyer siempre hablaba con sospechosa nostalgia de la Revolución
de 1944; conocía todos los detalles de lo que ocurrió y a sus protagonistas. Su
padre, el coronel Pedro Meyer, fue uno de los pocos comandantes del Ejército que
defendió al gobierno de Arbenz.

Era un tipo ambiguo. Su debilidad: el poder. Su principal enemigo: la izquierda.


Probablemente, sobre ello comenzaron a trabajar.

En su primer día como rector, Eduardo Meyer se encontraba en su despacho


cuando su secretaria, Esperanza, le advirtió de que había tres hombres que querían
hablarle.

–Doctor, fíjese que yo los veo algo sospechosos, están en mangas de camisa –dijo
Esmeralda.

–No se preocupe, hágalos pasar.

Los tres hombres le presentaron un documento. Contenía los nombres de las


personas que, según le explicaron, debían ser nombradas para los más altos cargos
de la universidad, director financiero, director administrativo y secretario general.

–Esos cargos ya han sido nombrados –dijo Meyer.

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–No importa, destitúyalos.

–¿Quiénes son ustedes?

–Somos el sector intelectual del pgt.

Meyer les pidió que se fuesen. Ellos salieron, pero le advirtieron de que se
arrepentiría de no hacerles caso.

Parecía evidente que aquellos hombres no eran del Partido y que su intención no
consistía en lograr espacios en la cúpula de la universidad. Eran probablemente
agentes del Estado buscando amenazar y desorientar al nuevo rector. Pero quizás
para Eduardo Meyer no resultaba tan evidente. Aquella fue la primera advertencia.

Algunas semanas después, en julio de 1982, el jefe de Estado, el general Efraín Ríos
Montt, solicitó una reunión con el rector. Desayunarían en la Casa Presidencial.
Aquella mañana, Meyer se disponía a salir de su casa, en la Colonia Mirador, en la
zona 11 de la ciudad, cuando una caravana de vehículos se estacionó frente su
puerta. Era la clásica comitiva de un alto funcionario del Estado, suburbans
blindadas de vidrios polarizados, acompañados de una legión de tipos con
subfusiles y lentes de sol. Se trataba del ministro de Gobernación, el coronel
Ricardo Méndez Ruiz.

–Por seguridad, usted se viene conmigo a la reunión con el jefe de Estado –le dijo el
ministro.

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En la charla, Ríos Montt le habló del futuro, de cómo su gobierno tenía el objetivo
de acabar con la corrupción, los fraudes electorales y encaminar al país hacia un
verdadero sistema democrático. El general le expuso al rector la necesidad de crear
un organismo para organizar elecciones de confianza, y le dijo que para integrar
esa institución necesitaría de hombres como él.

Antes de irse, abordaron el tema de la seguridad.

–Su vida corre peligro –le dijo el jefe de Estado–, hemos conocido de complots en la
universidad para asesinarlo. Usted necesita protección.

Meyer asegura que Ríos Montt le ofreció 14 hombres para cuidarle a él y a toda su
familia. Pero que él rechazó la oferta por no poder dar de comer y mantener en su
casa a toda esa gente. Esa es la versión que ofreció en 2011, y que sostuvo también
en su autobiografía.

Pero en el Archivo Histórico de la Policía Nacional, el AHPN, existen varias copias


de un oficio fechado el 19 de julio de 1982, en el que el teniente coronel de la Policía
Nacional Mónico Antonio Cano Pérez solicita a varios subalternos que se le
proporcione a Meyer dos pilotos y dos agentes para su seguridad. El documento
indica que la solicitud provino del propio rector, y que fue autorizada por el
director general de la Policía. Tanto los pilotos como los agentes debían vestir de
civil.

Otros documentos hallados en el Archivo prueban que Meyer siempre estuvo


preocupado por que no se le viese rodeado de guardaespaldas en la universidad.

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Por ello, es probable que no accediese a ser acompañado por catorce hombres, pero
sí de cuatro en turnos de dos.

El teniente coronel que realizó la solicitud de escolta, Mónico Antonio Cano Pérez,
no era cualquier oficial. Era el jefe del Centro de Operaciones Conjuntas, el coc, la
estructura policial que a mediados de los ochenta centralizaba toda la información
de inteligencia de la institución.

El Estado había logrado tener dos agentes de forma permanente con Meyer,
conocer mejor al rector y sus movimientos. Era probable que ellos se reportaran di-
rectamente ante el coc.

El año siguiente, 1983, el segundo y último en que el gobernaría el general Ríos


Montt, comenzó con dos noticias: la implantación del impuesto al valor agregado,
el iva, y la posibilidad de eliminar el tipo de cambio fijo entre el dólar y el quetzal;
es decir, permitir la devaluación de la moneda.

Eduardo Meyer no tardó en reaccionar. Al fin y al cabo, contribuir a la solución de


los problemas nacionales había sido siempre una de las atribuciones de la Usac. El
rector remitió dos informes sobre estos temas a la jefatura de Estado. Ambos
habían sido elaborados por la Facultad de Económicas de Vitalino Girón. Ambos
decían lo que el Gobierno no quería escuchar: que el iva hacía más regresiva aún la
estructura fiscal, y que la devaluación era un castigo para una clase social ya de
por sí explotada, los trabajadores. Ambos tenían el sello del Partido. Ninguno de
esos dos informes debió de pasar desapercibido para los analistas de La Dos.

64
El Gobierno castigó a Meyer: dejaron de permitirle acceso al poder. “El emitir y
enviar estos documentos al Gobierno me provocó una serie de sinsabores, desde la
falta de respuesta a las urgentes demandas presupuestarias de la universidad,
hasta la falta de comunicación con el Presidente”, escribió Meyer en sus memorias.

Unas semanas después una compañera de trabajo de la hija del rector fue
secuestrada. Las dos trabajaban en el Centro de Estudios Folklóricos de la Usac y,
según Meyer, tenían un gran parecido físico. El error pudo ser un mensaje. Y
Meyer lo captó. A partir de entonces comenzó a recibir llamadas a su despacho.

–Tenemos a tu hija, le vamos a disparar en la cabeza y sus sesos se van a


desparramar.

Esas eran las amenazas.

Entonces llegó la paranoia. Meyer comenzó a acompañar a su hija al trabajo cada


mañana y pasaba a recogerla por las tardes. La seguridad de sus vástagos comenzó
a obsesionarle.

A partir del 23 de agosto de 1983, el rector debió de comenzar a sentirse más


tranquilo. Unos días antes del golpe de Estado él ya sabía qué ocurriría. Fernando
Andrade Díaz-Durán le avisó de lo que estaba por venir, y le contó que sería el
canciller del nuevo gobierno del general Óscar Humberto Mejía Víctores. Ahora, el
rector tendría un aliado en el Ejecutivo.

Aún así, la primera vez que Meyer y el general Mejía Víctores se reunieron algo
pasó. Tras el encuentro, uno de los hombres que había acompañado al jefe de

65
Estado, y que se había mantenido en silencio en un segundo plano, se le acercó. Le
preguntó si Alfredo Morales Taracena y Enrique Soto eran funcionarios de la
universidad. Meyer le respondió que sí.

–Dígales que se cuiden –le recomendó el desconocido.

Al día siguiente el rector solicitó una reunión con el jefe del Estado Mayor de la
Defensa, el general Rodolfo Lobos Zamora, para exigir que se garantizase la vida
de los dos. Ambos eran muy cercanos al rector y al menos Morales Taracena era
conocido por ser muy cercano también al gobierno militar.

Durante aproximadamente un año y medio, la inteligencia del Estado trabajó a


Meyer. Manipularon sus estados de ánimo y su percepción del riesgo. Le hicieron
pensar que él y su familia podrían morir como Mario Dary y Leonel Carrillo. Le
dieron palo y zanahoria. Y posiblemente le indujeron a pensar que todo eso podía
acabar si contaba con la protección de La Dos.

Es sólo una hipótesis que da lógica a hechos aislados, pero que también trata de
explicar algo de lo que sí hay pruebas documentales. Ocurrió en algún momento
entre 1983 o 1984. Meyer comenzó a cooperar con la inteligencia policial. No es que
la policía confiase en él incondicionalmente o viceversa. Ni que Meyer se
comprometiese con el exterminio de los subversivos. Simplemente se sentaban a
charlar, y es probable que Meyer prestase más de un servicio al gobierno militar.

***

66
En ese entonces, la policía y el ejército estaban dentro de la universidad. Eduardo sí tuvo
contacto con las fuerzas de seguridad, aunque no sabemos para qué exactamente, puede ser
que tuviese que ver con el tema del narcotráfico, pero ese era un tema que la policía
utilizaba como anzuelo para poder tener acceso a la universidad. Es seguro que ellos
trataron de utilizar esa relación para ir más allá y tener información de la Usac. Es como lo
que le pasó a Julio César Méndez Montenegro, que lo primero que hizo fue firmar un pacto
con los militares para poder gobernar. Y en aquella época mucha gente se dejó corromper
por prebendas con el gobierno militar, sobre todo los que no tenían una ideología que les
daba convicciones fuertes como Eduardo. Su falta de definición ideológica pudo llevarlo a
cometer errores de este tipo. Él era una buena persona, pero en ese entonces era imposible
saber quién era el enemigo. No se podía confiar al cien por cien ni siquiera en tus amigos
personales.

Paulina Pineda, secretaria de Actas del Sindicato de Trabajadores de la


Universidad de San Carlos, el stusc, en 1984.

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Nos sorprendió mucho cuando a mediados de 1984 Eduardo Meyer se apareció por México
solicitando una reunión con la dirigencia del pgt 6 de Enero. Quería tratar asuntos
relacionados con la Usac. En aquella ocasión, se le delegó a un compañero de la Dirección
que había sido docente en la Facultad de Ciencias Económicas, para que se entrevistara con
él. El objeto central de dicha entrevista fue la solicitud de Meyer de que nos abstuviéramos
de promover o apoyar alguna candidatura a rector por aquellos meses, supuestamente para
“evitar que la Usac siguiera siendo golpeada por el Ejército”. En realidad nos percatamos de
que –con mucha maña– lo que no quería era rivales de peso para una candidatura afín a él
en las próximas elecciones. Igualmente, sin haber promovido ni apoyado nosotros a nadie, la
Usac siguió siendo reprimida violentamente.

Mario Alfonso Bravo, militante del pgt-6 de Enero en 1984. En ese momento
exiliado en la Ciudad de México.

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Capítulo 8. Un hombre de Estado. El coronel Bol
1983-1985

No era ni un tirano ni un libertador. No era ni un mafioso ni un franciscano. Era un


oficial gris, eficaz e implacable, la clase de mando medio bien cualificado que había
convertido al ejército de Guatemala en una máquina de guerra difícil de superar.
Uno de esos hombres que se darían de baja en las fuerzas armadas sin haber
llegado a la cúpula, y que durante su jubilación ni presumirían de su pasado ni
tendrían jamás remordimientos.

El coronel Héctor Rafael Bol de la Cruz era un oficial de inteligencia de aspecto


huraño; rostro anguloso, piel y pelo oscuro, de rasgos vagamente keqchíes. Había
pasado la mayor parte de la década de 1970 en la G2, en el departamento de
contrainteligencia. Llegados los años candentes de la sublevación guerrillera en el
campo, en los primeros ochenta, había sido movilizado hacia el suroccidente del
país, donde operaban las columnas de la Organización del Pueblo en Armas, la
Orpa. El coronel Bol había participado en su exterminio y en el de los campesinos
que se atrevieron a apoyarlos o colaborar con ellos. En ese tiempo, Bol había
conocido bien a la insurgencia, su mentalidad, su forma de operar, y se había
ganado el respeto del alto mando.

Una semana después del golpe de agosto de 1983, el nuevo jefe de Estado, el
general Mejía Víctores, lo nombró director general de la Policía Nacional. El co-
ronel Bol llegó a la Policía con un propósito claro: centralizar el mando, someterse

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a las necesidades y al gobierno del ejército, y comenzar a mejorar la imagen del
cuerpo: depurar a los agentes borrachos y criminales.

Su primera decisión fue reorganizar todo el organigrama policial. Copió la


estructura del ejército, que a su vez era una copia de la del ejército de los Estados
Unidos. El coronel Bol ordenó que cada cuerpo o jefatura departamental contase
con un grupo de mando compuesto de comandante, subcomandante y tercer jefe.
El grupo de mando, a su vez, debía apoyarse en una plana mayor compuesta de
cinco oficiales: PN1 (secretaría), PN2 (inteligencia), PN3 (operaciones), PN4
(logística) y PN5 (relaciones públicas). Exactamente igual que en el Estado Mayor
del ejército.

Bol también creó las reuniones de comandantes, que debían celebrarse al menos
una vez al mes. En ellas, el nuevo jefe policial trasmitiría las órdenes.

Los tiempos en los que dentro de la Policía Nacional operaban toda clase de
grupos que, mientras hacían su guerra particular al comunismo, se repartían un
botín construido a base de robos y rescates de secuestros, debían quedar atrás.

La policía aprendería de los oficiales del ejército: de su disciplina y capacidad de


trabajo. El principio de jerarquía y cadena de mando debían prevalecer, y el cuerpo
debía supeditarse a la estrategia y táctica trazada por el alto mando militar. Las
labores de control social se enmarcarían dentro de esta concepción. Nada de
violencia gratuita e indiscriminada.

El coronel Bol dirigiría la Policía durante algo menos de dos años. Desde agosto de
1983 a junio de 1985. Pero este periodo dejó huella en el Archivo Histórico de la

70
Policía Nacional, el ahpn. En una institución que adoraba la burocracia, que
acumuló millones de documentos intranscendentes elaborados siempre por
subalternos que tenían que reportar cada paso que daban, el coronel Bol destacó
por dejar testimonio escrito de su disciplina.

Al menos una vez a la semana, Bol se reunía con la cúpula militar en el Consejo de
Seguridad Nacional. Allí estaban presentes el jefe de Estado, el general Mejía
Víctores, su jefe de Estado Mayor Presidencial, el coronel Pablo Nuila Hub, y el
director de Inteligencia, el coronel Byron Lima Estrada, entre otros.

Durante los dos años en que dirigió la Policía Nacional, Bol repitió una rutina:
presentar ante los miembros del Consejo su Reporte de Actividad Policiaca. Este
documento siempre iniciaba con cifras sobre criminalidad común: detenidos, robo
de vehículos, homicidios. A continuación, el coronel exponía lo que llamaba “casos
especiales”: análisis elaborados según informaciones que recolectaba la policía de
sus confidentes. Los temas eran variados: desde lo que había dicho en su homilía
del domingo en la Catedral Metropolitana el obispo Próspero Penados, hasta el
precio de la gasolina.

El coronel Bol tenía una mentalidad estratégica. No había diferencia entre la


delincuencia común, la subversión de izquierda, y las actividades de cualquier otro
actor que en un determinado momento pudieran ser una amenaza para la
estabilidad del Gobierno: desde los partidos políticos legales a los colegios profe-
sionales, pasando por los propietarios de autobuses clandestinos. Por eso, había
que conocerlos y controlarlos.

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Durante 1984, el coronel Bol se interesó en varias ocasiones en abordar, en el
Consejo de Seguridad, temas relacionados con la Universidad de San Carlos y su
rector, Eduardo Meyer.

Estos documentos nunca fueron firmados. No tienen membrete de la policía, ni un


número correlativo que permita archivarlos. Tampoco indican cuántas copias se
efectuaban ni a quién iban destinadas. Pero los expertos del Archivo Histórico de
la Policía Nacional están seguros de que los elaboró el propio coronel Bol. No
existen documentos de este tipo antes de su mandato, y poco después de su salida
se dejaron de producir. No tienen faltas de ortografía y su expresión es sencilla y
directa. Algo inusual entre los policías, pero habitual entre los oficiales de
inteligencia.

Si han llegado al presente, es solo gracias a la tradición burocrática de la policía.


Porque Bol se quedaba con el original o lo presentaba ante el alto mando, pero
dejaba copias en la Jefatura General de la institución y en el Centro de Operaciones
Conjuntas, el coc, una estructura policial que hacía inteligencia y servía de enlace
con el ejército. Fue en los archivos de estas entidades donde, casi tres décadas
después, los reportes del coronel Bol fueron encontrados.

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Capítulo 9. La Isla. Ada Melgar, 2010

Ada Melgar recuerda que los primeros días en el equipo de investigación del
Archivo Histórico de la Policía Nacional, el AHPN, fueron muy duros. Una
compañera suya estaba viendo y organizando fotografías de casas de seguridad de
las organizaciones guerrilleras tomadas por el ejército. Algunas fotos eran terribles.
Su compañera le dijo: “los muertos nos hablan, Ada, los muertos nos dan
información”. Y esa noche Ada, después de mucho tiempo, soñó con su padre.

Uno de los expedientes que hay en el Archivo Histórico es el del padre de Ada.
Hugo Rolando Melgar, profesor de la Universidad de San Carlos, miembro del
Partido, fue asesinado en 1980. Ada tenía entonces 16 años. Ahora tiene casi 50 y el
pelo blanco.

Entre las 821,000 fichas de control criminal, social y político que guarda el Archivo,
Ada encontró una con su apellido. A Hugo Rolando Melgar lo seguían desde 1956,
desde que era sólo un estudiante. En el documento registraron toda su trayectoria
como universitario y militante.

Estas fichas pertenecen al Departamento de Investigaciones Criminológicas, el


DIC, y son cartulinas tamaño cuartilla, como las que se usaban en las bibliotecas.
Solo que estas no servían para registrar referencias bibliográficas sino que
detallaban, de manera cronológica, todas actividades en las que se veía in-
volucrada una persona.

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La de Hugo Rolando Melgar no es una excepción. Hay otras fichas que atestiguan
el seguimiento a personas durante más de veinte años. Por ejemplo la del líder
político Manuel Colom Argueta, asesinado en 1979.

Otra ficha muy conocida es la del dirigente estudiantil Oliverio Castañeda de León.
La policía lo identifica en su cartulina como un agitador sindical tras el informe
confidencial de una manifestación, en agosto del 78, elaborado por el Cuerpo de
Detectives. A Oliverio lo asesinarían dos meses después. Una de las
particularidades del Departamento de Investigaciones Criminológicas es que los
investigadores o detectives que allí trabajaban iban vestidos de civil y se infiltraban
en cualquier tipo de actividad, ya fuera una marcha de protesta o los ensayos de
un grupo de orquesta de música clásica.

Después de la ficha, Ada Melgar encontró en el Archivo unas fotos. En ellas


descubrió el cuerpo de su padre en la morgue. Semidesnudo, acribillado a balazos.

Hugo Rolando Melgar era abogado, en el momento de su muerte era el asesor legal
del rector Saúl Osorio.

Las fichas, las fotos, todo salió a la luz gracias a un accidente.

Un día de junio de 2005, un polvorín en la Brigada Militar Mariscal Zavala, uno de


los cuarteles más importantes del país, situado en la zona 17 de la ciudad de
Guatemala, estalló. A unos tres kilómetros de distancia, al otro lado del Puente de
Belice, en la zona 6, los vecinos del Barrio de San Antonio se inquietaron. Ellos
vivían alrededor de las dependencias de la antigua Policía Nacional, y pensaron

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que también allí había almacenadas municiones que podrían hacerlos volar por los
aires.

La Oficina del Procurador de los Derechos Humanos conformó una comisión para
verificar el estado de los depósitos de explosivos por toda la ciudad. Visitaron las
instalaciones policiales de la zona 6 para asegurarse de que los vecinos no corrían
peligro.

De la comisión formaba parte Edeliberto Cifuentes Medina, que comprobó, junto


con el resto del equipo, que no había riesgo de explosiones en esas viejas
instalaciones de la Policía. Pero Edeliberto es historiador y en su recorrido por
aquellos edificios abandonados no pudo evitar fijarse en unas ventanas tras las que
asomaban torres de papeles amarillentos. Edeliberto entró por una puerta rotulada
con el nombre de Área Histórica y le preguntó a la agente que encontró allí qué era
aquello. La policía, con toda normalidad, le respondió:

–Esto es el Archivo de la Policía.

Todas las policías del mundo generan registros. Pero Guatemala lo había negado.
Cuando en 1997, la Comisión de Esclarecimiento Histórico demandó acceso a los
archivos del Ejército y la Policía para realizar un “Informe de la Verdad”, el
gobierno de Álvaro Arzú simplemente desmintió la existencia de registros po-
liciales. Pero existen. Son 7,900 metros lineales de papel. Unos 80 millones de
documentos. Los expertos dicen que es, como el de la Stasi, la policía política de la
Alemania del Este, uno de los acervos policiales más grandes del mundo.

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En Guatemala, el país de los silencios, la verdad anda esparcida por todas partes, y
también concentrada en un viejo y olvidado edificio de la ciudad.

El Archivo Histórico está dentro de un área ocupada por instalaciones policiales


desde hace más de 40 años. La edificación que lo alberga iba a ser un hospital de la
Policía que nunca acabó de construirse. Se utilizó como sede de la Policía Militar
Ambulante, y del Sexto Cuerpo de la Policía Nacional.

Se supone que allí estuvo La Isla. Aunque no se han encontrado pruebas, algunos
supervivientes han identificado el lugar como la cárcel clandestina y centro de
torturas conocida por ese nombre.

El inmueble estaba abandonado. A su alrededor se acumulaban los esqueletos


oxidados de cientos de vehículos. En su interior, la celulosa de millones de oficios
y memorándums policiales alimentaba a cucarachas y ratones, y servía de sustrato
a las plantas. Los documentos estaban tirados en el suelo, en la humedad, o
amontonados en legajos y pilares hasta el techo. Muchos de ellos se habían echado
a perder para siempre.

Pero ocho años de trabajo y cuidados han dado su fruto. El continente luce ahora
distinto. Las carrocerías viejas han sido apartadas a un lado, fuera del perímetro,
ahora delimitado, del Archivo Histórico. El edificio está limpio. Los pasillos han
sido pintados de un verde aséptico que pretende ser alegre. Sobre los muros hay
fotos de paisajes y niños.

El equipo de archivistas que ahora trabaja allí ha hecho un gran esfuerzo por
humanizar el inmueble, por hacerlo soportable, pero hay una presencia insalvable.

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La naturaleza del edificio se revela en la disposición de pasillos sellados, y áreas
divididas en numerosos ambientes, algunos de no más de un metro cuadrado, sin
ventanas ni ventilación, y para las que sólo existe un único acceso. Ahora, esas
pequeñas dependencias atesoran las cajas de documentación ya procesada.

El contenido también empieza a brillar. El equipo del actual Archivo comenzó a


trabajar sentado sobre cajas de Coca Cola y cerveza, limpiando documentos du-
rante las horas de luz natural. Hoy, en un amplio corredor en el que nunca llegaron
a verse camillas ni médicos, grandes escáneres de última generación radiografían
el papel.

El registro más antiguo del Archivo Histórico es un libro del año 1882. Los
documentos más recientes son de 1997. Este lugar es el testimonio de la evolución
del estado policial en Guatemala, desde su nacimiento en tiempos de Estrada
Cabrera, a finales del siglo XIX, hasta la Doctrina de Seguridad Nacional de la
segunda parte del siglo XX. Desde la instauración de los azotes con palo de
membrillo en aquella Ciudad de Guatemala de 1900 que apenas era un pueblo,
hasta la vorágine de la contrainsurgencia, cuando el Estado comenzó a matar a sus
ciudadanos para protegerse de ellos.

El equipo del Archivo ha priorizado la información entre 1975 y 1985, los años más
duros del conflicto armado, y hasta la fecha se llevan unos 15,200,000 documentos
digitalizados y procesados. Todavía queda mucho por leer, pero ya hay dos cosas
que de manera contundente saltan a la luz: la obediencia de la Policía Nacional al
Ejército de Guatemala, y el control, registro y fichaje sistemático al que fue
sometido la población.

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El AHPN es un archivo administrativo. Eso es algo que hay que explicar bien a las
familias que ya se han atrevido a acercarse a él en busca de información sobre sus
asesinados y desaparecidos. Hay oficios y providencias, documentos por medio de
los cuales las diferentes unidades de policía se remiten o solicitan información,
telegramas, circulares internas, hojas de novedades de cada cuerpo, resúmenes de
actividad policial, y un largo etcétera en los cuales nunca aparece, de manera
explícita y directa, información relativa a la autoría de los secuestros y ejecuciones.
Ni al destino de los desaparecidos. Pero los documentos dicen mucho más de lo
que uno entiende a primera vista. Solo hay que aprender a leerlos.

El caso del sindicalista Fernando García es un buen ejemplo de ello. Hasta el


momento, este es el único proceso judicial en que documentación hallada en el
Archivo ha servido como prueba para condenar a miembros de las fuerzas de
seguridad por desaparición forzada. Pero más que la contundencia de la do-
cumentación policial encontrada, fue una cadena de casualidades lo que lo hizo
posible.

Fernando García fue capturado por policías uniformados en la zona 11 de la


ciudad de Guatemala, cerca del mercado de El Guarda. El sindicalista cayó en un
retén de los muchos que se organizaron bajo el mando del coronel Bol de la Cruz.
Fue a las 11 de la mañana del 18 de febrero de 1984. Fernando García iba
acompañado de Danilo Chinchilla, herido en el retén y llevado al hospital
Roosevelt donde, antes de que lo desaparecieran, pudo hacer una grabación, con-
firmando el lugar en el que habían sido detenidos. Este testimonio resultaría
definitivo.

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En el AHPN no existe constancia de las capturas de Fernando García y Danilo
Chinchilla. Pero sí se encontraron múltiples documentos que relatan cómo fue
ordenado y organizado un operativo de limpieza y patrullaje en el mismo día y lugar
de su desaparición. También hay documentos que aluden a la capacitación que el
ejército dio a la policía para llevar a cabo ese operativo en concreto, qué cuerpos
policiales participaron y adónde debían llevar a los detenidos.

Además, quedó constancia de una anormal presencia aquel 18 de febrero del jefe
de la Policía, Héctor Bol de la Cruz, en la sede del Cuarto Cuerpo, que es donde se
supone que llevaron a Fernando García. Aparecen las peticiones de información
sobre su paradero que realizó su esposa, Nineth Montenegro, y los documentos en
que la policía niega haber realizado el operativo.

La policía sabía que no debía quedar constancia de las detenciones de


“subversivos” como Fernando, pero en este caso cometieron un error. El jefe del
Cuarto Cuerpo, Jorge Alberto Gómez, propuso condecorar a cuatro policías de su
unidad por los éxitos logrados en un operativo realizado en el mismo lugar y en el
mismo día que fue detenido Fernando. El Archivo guardó copia de la solicitud de
Gómez y esta fue la prueba decisiva.

De Fernando García existe también una ficha de control del DIC en la que aparecía
calificado como subversivo.

La condena a los captores de García en 2011 fue un comienzo. Así lo sintió la


mayor parte del equipo de profesionales que trabaja en él.

79
En los descansos de media mañana y almuerzo, los trabajadores del Archivo
suelen jugar al voleibol. Hacer volar la pelota les sirve para eliminar parte del ago-
bio acumulado trabajando en las pequeñas y oscuras salas del edificio. Son un
grupo bastante heterogéneo. Hay familiares de desaparecidos o asesinados como
Ada Melgar, y capitalinos de clase media que, mientras la luz anaranjada del
escáner ilumina sus rostros, se preguntan si el país del que hablan esos do-
cumentos es el mismo que ellos conocieron. Como tantos otros guatemaltecos,
vivieron la guerra sin saber que la vivían.

El papel se muere. Por eso el trabajo de limpieza y digitalización es a contrarreloj.


Pero luego hay una tarea lenta y difícil: descubrir la forma del rompecabezas y
poner en orden todas las piezas. Ese es el trabajo de Ada Melgar. El equipo de
investigación del AHPN se ha encargado de levantar la historia institucional de la
Policía, analizar sus estructuras, conocer sus reglamentos, determinar el marco
jurídico de la época, descifrar los códigos de claves, e identificar patrones de
actuación y cadenas de mando.

El de Melgar está en la lista de casos pendientes que maneja el Ministerio Público,


el MP. Actualmente, esta institución es la que más solicitudes de información pre-
senta al Archivo. Ada está contenta con los primeros pasos del proceso judicial de
su padre, pero cree que la dinámica del mp de lanzar causa por causa, de manera
individual, puede que no sea la más efectiva.

El caso de su padre responde a un patrón concreto de actuación. A Hugo Rolando


Melgar lo asesinaron el 24 de marzo de 1980. El 25 fue el sepelio. El 26 mataron a

80
Alfonso Figueroa, Sabanita, uno de los compañeros de su padre que había acudido
al entierro el día anterior.

La misma situación que se repetiría con Carlos de León y Vitalino Girón, y que
antes se había dado con Bernardo Lemus y Carlos Centeno. “Asesinatos en pareja”:
uno era eliminado aprovechando el entierro del otro.

El modus operandi también era el mismo. “Hombres desconocidos vestidos de


particular” que desde motos o varios vehículos atacan a otro automóvil en la vía
pública. Fusiles de asalto o armas automáticas de gran calibre. Asesinato selectivo,
no intento de robo o secuestro.

Mismo perfil de víctimas: intelectuales del PGT vinculados a la Usac.

Ada piensa que en Guatemala habría que hacer lo mismo que en Argentina, donde
se han conectado los casos que revelaban un mismo patrón, y se han impulsado de
forma colectiva. De esta manera adquieren más peso, se consiguen penas más
grandes.

Ada Melgar cree que en Guatemala se puede demostrar la responsabilidad del


Estado en la represión de la Usac.

81
Capítulo 10. Meyer y el Grupo de Apoyo Mutuo,
aproximadamente junio de 1984

Rosario se llevó las manos a la cabeza y exclamó emocionada:

–¡Ay! Al flaco se le terminó la loción, ¡vamos, vamos a comprar!

Fue a mediados de 1984 y estaban en la universidad, saliendo del despacho del


rector Eduardo Meyer. La única que preguntaba por un hermano era Aura Elena,
todas las demás buscaban a sus maridos. Rosario buscaba a Carlos, Beatriz a Otto,
Isabel a Gustavo, y Nineth a Fernando.

Todas tenían alrededor de 25 años. Aura Elena Farfán unos pocos más. Todas
tenían hijos pequeños. Rosario Godoy y Nineth Montenegro eran maestras, Aura
Elena trabajaba como enfermera en el Roosevelt. Eran mujeres de clase media, sin
actividad política en ese momento. Llevaban el pelo rizado, como se estilaba.
Rosario largo, Nineth corto. Coincidían continuamente en los pasillos del Palacio
Nacional, de los hospitales, así se conocieron.

Fernando García había sido el primero en desaparecer, en febrero de ese mismo


1984. Era estudiante de ingeniería y sindicalista de la fábrica CAVISA. Rubén
Amílcar Farfán también era estudiante y sindicalista, en la Usac. Desapareció el 15
de mayo. Ese mismo día secuestraron a Carlos Cuevas y a Otto Estrada. Seis días
más tarde a Gustavo Castañón. Todos eran militantes de las diferentes facciones
del PGT.

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Desde entonces, las mujeres que los querían no habían dejado de buscarlos. En los
cuarteles, en los hospitales, en los manicomios, en las morgues. Habían puesto
decenas de recursos de habeas corpus en la Policía, golpeaban cacerolas y hacían
sonar botes enfrente del Palacio Nacional hasta que las vencía el cansancio, pedían
citas para entrevistarse con el director del Departamento de Investigaciones
Criminológicas, que era en ese entonces la Policía Judicial, e iban a ver al rector de
la universidad una y otra vez.

Solicitar audiencia con las autoridades policiales que todo el mundo sabía
responsables de los secuestros era ingenuo, pero ellas querían, necesitaban, creer.
Quizás ahora que estaba la Asamblea Nacional Constituyente las cosas podían ser
distintas, y mantener la presión era importante.

Aura Elena Farfán había tenido esa experiencia. La Policía Judicial había detenido
a su hermano Rubén Amílcar antes, en 1980, cuando trabajaba en la Dirección de
Caminos. Entonces participaba en el sindicato, y después de una asamblea general
lo detuvieron a él y a nueve sindicalistas más. Pero en aquella ocasión tuvieron
suerte. Ella y otros familiares supieron que los tenían en el Segundo Cuerpo, y
pasaron toda la tarde y toda la noche frente la sede policial para evitar que
desaparecieran. Al día siguiente los soltaron.

Meyer recibía a estas mujeres en la universidad. Sus seres queridos eran


estudiantes de la Usac y por eso lo buscaban. En una ocasión les dijo que tenía bue-
na amistad con el canciller Fernando Andrade Díaz-Durán, y que a través de él
estaba haciendo gestiones para saber del paradero de los muchachos. En otra les

83
confirmó que los tenían en el DIC y en La Dos, la inteligencia militar, y que sólo
estaban esperando a que los golpes desaparecieran para poder entregarlos.

Pero el tiempo pasaba, ellos no volvían a casa y ellas se desesperaban.

Aura Elena Farfán recuerda que aquella mañana de junio en la rectoría hablaban
de ponerse en huelga de hambre, pero Meyer les dijo que no, que se quedaran
tranquilas y no hicieran nada, que ellos iban a aparecer.

–Yo les voy a hacer una llamada para avisarles del lugar al que tienen que ir a
recogerlos –les dijo el rector–. Váyanse a casa, lo que tienen que hacer es preparar
la maleta de sus familiares.

Ellas se pusieron nerviosas, y salieron rápidamente de la rectoría pensando en todo


lo que debían comprar y preparar para sus maridos.

Rosario Godoy salió disparada a comprar la loción que utilizaba Carlos Cuevas.
Aura Elena Farfán fue a casa a arreglar la ropa de su hermano Rubén Amílcar para
que, en cuanto apareciera, saliera lo antes posible del país. Recuerda que fue un
jueves, y que toda la familia se sentó en torno al teléfono. Esperaron el viernes, y el
sábado, y todo el domingo, pero el teléfono nunca sonó. Ni en su casa ni en la de
Rosario, Beatriz, Isabel o Nineth.

El lunes volvieron a la universidad, pero el rector estaba ocupado y no pudo


atenderlas.

***

84
El doctor Meyer le dijo al embajador que se había reunido con el jefe de Estado, el general
Mejía Víctores, el 21 de mayo de 1984 para abordar la reciente ola de secuestros de
estudiantes de la Universidad de San Carlos. Meyer contó que le habló francamente al jefe
de Estado, acusando al Gobierno de ser el responsable de los secuestros, pero reconociendo
que el Gobierno podía tener razones válidas para detener a esos individuos. Mejía tomó nota
de los nombres de los secuestrados, agradeció a Meyer la visita, y prometió que las fuerzas
de seguridad investigarían los secuestros para dar con los responsables. Meyer se sintió
defraudado por la actitud de Mejía, porque pensó que solo se estaba desentendiendo del
tema, cuando él estaba tratando de ayudarle a resolver el problema. Meyer dijo que aunque
Mejía era básicamente un buen hombre, era un inepto que no controlaba al Gobierno.

Meyer le dijo al embajador que estaba seguro de que los estudiantes recientemente
desaparecidos estaban vinculados con el PGT. Meyer confirmó que Carlos Cuevas, el
estudiante de Ciencias Políticas que había sido secuestrado el 15 de mayo había creado
problemas en la Usac (he had been a troublemaker) y que “obviamente estaba
involucrado con el PGT”. Meyer añadió que eso no justificaba que el Gobierno secuestrase
personas, más bien el Gobierno debía hacer públicas las detenciones y los crímenes de los
militantes del PGT. Meyer dijo que pocas personas protestarían contra los abusos del Go-
bierno si supiesen en qué actividades estaban implicados los secuestrados.

Meyer dijo que se sentía hipócrita recibiendo a los familiares de los secuestrados y
prometiéndoles ayuda cuando sabía que el Gobierno no acabaría con la violencia.

Cable de la Embajada de los Estados Unidos desclasificado por el National Security


Archive. Fechado el 24 de mayo de 1984.

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Capítulo 11. Una campaña internacional de denuncia.
Lucía, junio de 1984

Tras el secuestro de Carlos Cuevas Molina, sus hermanas optaron por salir del
país. Su esposa, Rosario Godoy, decidió quedarse.

En Guatemala, Rosario Godoy lideraba marchas y concentraciones de protesta; en


Costa Rica, su suegra y sus cuñadas comenzaban una campaña internacional de
denuncia. Hablaron con medios, contactaron con Amnistía Internacional, hacían
ruido.

En 1984, Lucía Cuevas estudiaba en la Usac, y participaba en la Asociación de


Estudiantes Universitarios, la AEU, junto con su hermano Carlos, pero a Meyer lo
conocía de mucho antes. No es que fuese un amigo íntimo pero sí un conocido de
la familia desde el tiempo en que su padre, quien para entonces ya había muerto
en el exilio, fue rector de la Usac. Meyer había sido uno de los académicos que
apoyaron la candidatura de Rafael Cuevas del Cid en 1970.

Ese vínculo personal hizo que pensaran que Meyer traía noticias positivas. Pero no
fue así.

Cuando el rector llegó a Costa Rica en junio de 1984, y visitó a María Luisa Molina
de Cuevas, la familia estaba en plena campaña de protesta. Hacía un mes que
Carlos había sido secuestrado.

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Meyer le aconsejó a la madre de Carlos Cuevas Molina que abandonara el proceso
de denuncia. Que si lo hacía seguro que los muchachos de la AEU iban a aparecer.
Y le indicó que lo mejor que podía hacer por su hijo era estar callada. Si seguía
gritando a Carlos le iban a hacer más daño. María Luisa de Cuevas sintió aquello
como una amenaza.

Lucía expuso este hecho años después, tras los Acuerdos de Paz, cuando la familia
quiso buscar justicia por el secuestro de Carlos. Entonces sus abogados les
recomendaron no emprender ninguna línea de acusación contra Meyer pues era
muy difícil probar nada. Meyer rebatió en la prensa el testimonio de María Luisa
con el argumento de que el dolor le había hecho malinterpretar las situaciones.

Lucía ha sido la más implicada en el proceso judicial de su hermano Carlos.


Cuando se refugiaron en Costa Rica participó en la llamada AEU en el exilio. En-
tonces también se entrevistaron con Meyer y le pidieron que intercediera por los
estudiantes desaparecidos. Lucía Cuevas no recuerda muy bien esa reunión, pero
sí que Meyer estaba agobiado por toda la presión que Rosario Godoy, la esposa de
su hermano, estaba haciendo en Guatemala.

***

Fue en las mismas fechas en las que Eduardo Meyer visitó a la familia Cuevas
Molina en Costa Rica. El coronel Bol de la Cruz, en su reporte policial del 18 al 24
de junio de 1984, consideró pertinente hablarle al alto mando de la problemática
del Grupo de Apoyo Mutuo.

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Esta agrupación es promovida a nivel interior por sectores de la Universidad de San Carlos,
especialmente el estudiantil. En principio se interesaron por el aparecimiento de personas
vinculadas de una u otra forma con ese Centro de Estudios. Por lo menos, ese es el objeto
visible. Pero, en el fondo, sus promotores tienen el conocido propósito de causar problemas
al Gobierno y a las Fuerzas de Seguridad. Es indiscutible que este movimiento cuenta con el
aval de agrupaciones socialistas internacionales, tal como ya funcionan en la Argentina y
Chile.

La actitud policial ante sus gestiones fue de recibirles la hoja mimeografiada adjunta, en la
Secretaría General, sin prestar a sus dirigentes la atención que pretendían a nivel de Di-
rección General. Se estima que, cuanto menos sea la importancia pública que se les asigne,
menor será el éxito que obtengan sus patrocinadores políticos.

La hoja mimeografiada a la que hacía referencia el coronel Bol de la Cruz era una
carta abierta de las familias de los obreros, estudiantes y profesionales desaparecidos, en la
que exponían su decisión de unirse en vista de que, de forma aislada, no habían
recibido la atención necesaria. En la carta afirmaban que no acusaban ni estaban
contra nadie, y que lo único que pretendían era que regresaran sus padres,
esposos, hermanos e hijos a sus hogares. El documento estaba firmado con las
siglas GAM, Grupo de Apoyo Mutuo, y los nombres de Beatriz Velásquez de
Estrada, María Rosario Godoy de Cuevas, Catalina Ferrer Santizo, María del
Rosario Paz de Muralles, Digna Fuentes Monzón, María Emilia García, Sandra
Muralles García, Aura Elena Farfán, Nineth Montenegro de García y Raquel
Linares.

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El Grupo de Apoyo Mutuo se formó oficialmente el 4 de junio de 1984. Una de sus
fundadoras fue Rosario Godoy, esposa del desaparecido Carlos Cuevas. Rosario
tenía 25 años, un hijo de dos, era maestra y una de las mujeres más beligerantes del
grupo. Ella era la vicepresidenta del GAM. Una mujer morena, delgada, con el
rostro alargado, casi siempre con un megáfono en una mano y un cigarrillo en la
otra.

En una carta fechada el 30 de marzo de 1985 Rosario le contó a sus familiares que
la directiva del GAM había tenido una reunión con el gobernador departamental
de Guatemala, y que este les había advertido que dejaran de protestar porque si no
las llevarían al Segundo Cuerpo de la Policía, acusadas de atentar contra el orden
público y la seguridad nacional. En esa carta familiar Rosario también escribió: O
me devuelven a Carlos vivo o me llevan a mí también (...) jamás descansaré hasta encontrar
a mi gordo.

Ese mismo 30 de marzo, el GAM celebró una reunión para discutir cómo debían
protegerse del peligro que corrían. Al salir de la junta, el portavoz del grupo,
Héctor Orlando Gómez Calito, fue capturado por “hombres desconocidos vestidos
de particular”.

Su cadáver apareció al día siguiente en el Parque de las Naciones Unidas atado de


pies y manos; quemado, con la lengua cortada, y los dientes y el cráneo quebrados.

Rosario Godoy responsabilizó al Gobierno del asesinato. Parte del discurso que dio
en el funeral de Héctor fue retransmitido por un programa de televisión. Cinco
días más tarde, un Jueves Santo, su cuerpo, el de su hermano Maynor René, de 21

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años, y el de su hijo Augusto Rafael, de dos años, aparecían en su vehículo, en el
kilómetro 19 de la carretera que conduce a Boca del Monte. Los asesinos
organizaron la escena del crimen como si se tratase de un accidente de tránsito.
Pero Rosario Godoy tenía la ropa interior llena de sangre, mordidas en los pechos
y a su bebé le habían arrancado las uñas.

Una de las compañeras de Rosario en el GAM, Nineth Montenegro, conseguiría


llevar a juicio a los responsables de la desaparición de su esposo, Fernando García.
Nineth es diputada desde 1995, un año antes de la firma de la Paz.

Hoy, el coronel Bol guarda arresto domiciliario y a la espera juicio por ser
responsable de la muerte de Fernando García. Su abogado, Julio Roberto Con-
treras, aseguró que el exjefe policial no concede entrevistas.

Cinco días más tarde, un Jueves Santo, su cuerpo, el de su hermano Maynor René, de 21
años, y el de su hijo Augusto Rafael, de dos años, aparecían en su vehículo, en el kilómetro
19 de la carretera que conduce a Boca del Monte. Los asesinos organizaron la escena del
crimen como si se tratase de un accidente de tránsito. Pero Rosario Godoy tenía la ropa
interior llena de sangre, mordidas en los pechos y a su bebé le habían arrancado las uñas.

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Capítulo 12. Un comunista sin partido. Vitalino,
primera semana de abril de 1984

Como un enredadera de tallo nudoso, la guerra se entrelazó con la vida. Algunos


murieron asfixiados por ella. Otros supieron trepar. Esta es la historia de dos
hombres, la Universidad de San Carlos y un crimen. Las vidas de Vitalino Girón,
un expolicía jutiapaneco que acabó siendo uno de los últimos intelectuales del
partido comunista, y del rector Eduardo Meyer se entrecruzaron en 1984, cuando
el Ejército aún decidía quién podía vivir en Guatemala y quién no. Documentos
inéditos hallados en el Archivo Histórico de la Policía Nacional permiten
comprender la lógica de una de las últimas campañas de “control social” contra el
movimiento sindical ejecutadas por la dictadura militar antes del comienzo del
actual periodo democrático.

Todo ocurrió en la cocina de una casa situada en algún punto al sur del centro
histórico de la ciudad de Guatemala. El carro había dejado atrás el bullicio de la 18
calle, plagado de comercios chinos y árabes, y había enfilado hacia la Avenida
Bolívar, una zona de calles estrechas y sombrías en las que la cuadrícula perfecta
de la zona 1 se desordena. Con la capucha negra cubriendo su cabeza, y aún
aturdido por el viaje en el maletero, Vitalino se sentó. Sabía lo que se esperaba de
él en una situación así: callar, escuchar, no hacer preguntas, sólo contestar a las que
se le planteasen. Eran las normas de seguridad del Partido. Uso de pseudónimos, y

91
reuniones con el rostro cubierto. La información, sobre todo la referida a la
identidad de los militantes, debía gestionarse en compartimentos estancos. Hacerlo
mal costaba vidas.

Fueron tres o cuatro voces las que le hablaron. Vitalino Girón reconoció vagamente
al menos una de ellas, era un joven profesor de la Facultad.

–La organización se está replegando mientras pasa esta ola. Por ahora no podemos
garantizarte la vida. Te tenés que marchar. No queremos cargar con tu muerte –le
dijo una de las voces.

Otra de ellas le expuso la situación. Entre octubre de 1983 y marzo de aquel año, el
Partido había perdido a catorce cuadros sumamente importantes. Entre ellos cua-
tro miembros de la Dirección Nacional: Daniel, Inti, Salvador y Mincho. El aparato
militar, responsable de los secuestros económicos que ejecutó el Partido entre 1982
y 1983, había sido destruido. El comandante Miguel, del PGT-Partido Comunista,
había caído en octubre de 1983. Él conocía a muchos camaradas del Partido y por
lo visto los había entregado. Los mejores cuadros militares del Partido, Remigio y
Silverio, estaban muertos por su culpa. Pero lo más importante, el aparato que
coordinaba el trabajo en la Usac, el Órgano Seccional Manuel Andrade Roca, el
OSMAR, estaba en serio peligro y no había más opción que salir. El encargado del
OSMAR, Otto, de la Facultad de Ingeniería, había caído; también su superior en la
Dirección, Mincho. Otto había entregado a Rubén, un profesor veterano de la
Facultad de Económicas, viejo comunista. A Rubén lo habían soltado, y lo primero
que había hecho era informar al Partido de que había tenido que dar nombres,
entre ellos el de Vitalino Girón. Todos los militantes que no estuviesen en la

92
clandestinidad tenían que retirarse. Tristán Melendreras, Jorge Conde y Edgar
Pape tenían preparada la salida. Héctor Interiano, dirigente estudiantil en
Económicas, también.

–Solo quedás vos –le dijo una de las voces.

–No sería mucho, lo suficiente hasta que esto pase –prosiguió.

No era la primera vez que Vitalino escuchaba algo así. A inicios del año anterior,
alguien había entrado en su despacho de la Facultad y había registrado todos sus
archivos. Habían dejado dos balas sobre la mesa. El Partido le recomendó salir.
Vitalino Girón y Tristán Melendreras organizaron un viaje por varias facultades de
Económicas de países de la región para conocer sus programas de postgrado.
Vitalino había prometido como decano impulsar la creación de posgrados en la
Facultad, así que la justificación del viaje parecía apropiada.

Durante aquella gira, estando en Costa Rica, un militante del Partido le habló. Le
pidió que considerase no volver a Guatemala durante un tiempo mayor al pre-
visto. Aquel camarada le planteó que el Partido podría sacar también a su familia y
que estarían bien. En el plan sólo había un problema: tenía que elegir cuál de sus
familias le acompañaría. Si la oficial, la que había formado con Lily, con la que
tenía cinco hijos. O la suplente: Guillermina y las tres niñas.

–Además, ya es hora de que acabes con esta situación –le dijo aquel compañero en
Costa Rica–. Te hace vulnerable a ti como revolucionario y a nosotros como
Partido.

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Vitalino Girón respondió entonces que él volvía a Guatemala, que como padre
tenía responsabilidades, y que como decano había adquirido un compromiso con
los votantes.

Esos dos argumentos fueron exactamente los que repitió Vitalino aquel día,
encapuchado en una cocina.

–Entonces estás fuera de la organización –le informaron las voces.

***

La percepción que yo tuve es que él estaba demasiado seguro de que no le pasaría nada. Que
el hecho de ser decano le protegía o que tenía algún tipo de garantía.

Una de las voces que se dirigió a Vitalino aquel día en que fue expulsado del
Partido.

Yo vi que él trató de construir su candidatura de una manera muy abierta, como


limpiándose políticamente. Y Guayo Meyer pudo ser uno de sus aliados. Para Guayo era
útil porque podía convertirse en su interlocutor con el Partido. Vitalino pudo creer que el
rector era un aliado y que en cierta forma eso le daba protección.

Virgilio Álvarez, militante y autor de Conventos, Aulas y Trincheras, una historia de


la Usac.

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Capítulo 13. Un paseo a oscuras. Carola y Carlos, 15
de noviembre de 1983

Como un enredadera de tallo nudoso, la guerra se entrelazó con la vida. Algunos


murieron asfixiados por ella. Otros supieron trepar. Esta es la historia de dos
hombres, la Universidad de San Carlos y un crimen. Las vidas de Vitalino Girón,
un expolicía jutiapaneco que acabó siendo uno de los últimos intelectuales del
partido comunista, y del rector Eduardo Meyer se entrecruzaron en 1984, cuando
el Ejército aún decidía quién podía vivir en Guatemala y quién no. Documentos
inéditos hallados en el Archivo Histórico de la Policía Nacional permiten
comprender la lógica de una de las últimas campañas de “control social” contra el
movimiento sindical ejecutadas por la dictadura militar antes del comienzo del
actual periodo democrático.

Una tarde del mes de noviembre, Carola salió de la novena calle y condujo hacia el
sur, hasta el Centro Cívico. Había quedado en recoger a su marido, Carlos de León,
en el Instituto Guatemalteco de Seguridad Social, el IGSS, para ir juntos a la
universidad. Los dos daban clases en la Facultad de Economía después del trabajo.

A las cuatro y media de la tarde la ciudad bullía de tráfico. Carlos de León y Carola
sacaron el carro del parqueo del IGSS, y al pasar por delante de la estatua de La
Loba, frente a la Municipalidad, en la 21 calle, el semáforo se puso rojo. Carlos
frenó despacio. Luego todo pasó muy deprisa.

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Los hombres armados se aproximaron, abrieron la puerta del conductor, sacaron a
Carlos de León a empellones, lo metieron en una panel blanca.

Carola primero se quedó paralizada, después quiso bajarse del carro, no la dejaron.
Dos tipos se subieron en la parte de atrás del vehículo del matrimonio, un tercero
ocupó el asiento de Carlos, el carro se puso en marcha. Le taparon la cabeza, se
quedó a oscuras, el carro rodaba entre las calles y avenidas. Ella temblaba.

En algún momento estuvieron cerca del aeropuerto de La Aurora: pudo sentir el


ruido de los aviones. Luego circularon por un camino de terracería: se dio cuenta
por los brincos del carro. Después se detuvieron, la sacaron del auto y la hicieron
entrar a un edificio. Quizás una casa, una residencia, nunca supo dónde, no vio
nada, sólo escuchó el ladrido de varios perros, y el latir apresurado de su propio
corazón.

No estuvo allí mucho tiempo. La dejaron parada de pie, a oscuras. Alguien le


preguntó si sabía quiénes eran. Ella contestó que no. Ese mismo alguien le res-
pondió que eran miembros de la Organización del Pueblo en Armas, la Orpa, y
que “don Carlos” debía entregarles la cantidad de diez mil quetzales.

La subieron a otro carro. La acostaron en el asiento de atrás, como a un perro. Los


cojines eran más grandes y amplios que los del automóvil de Carlos y ella. Alguien
comenzó a tocarla. Alguien más le indicó al primero que parara, que no era a ella a
quien querían sino a Carlos. Debajo de la capucha Carola cerraba fuerte los ojos.

La noche se hizo eterna.

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Entonces le dijeron que la iban a soltar. Y que no fuera a decir nada porque uno de
ellos iba a caminar armado detrás de ella.

La dejaron en la novena avenida, entre la 14 y la 15 calle de la zona 1, en la esquina


donde está el viejo edificio de Sanidad Pública. Ya era de noche, sus ojos se
acostumbraron de nuevo a la luz en dos o tres parpadeos. Carola caminó mirando
al frente, no se dio la vuelta en ningún momento. Bajó por la novena avenida, se
dirigió hacia la 18 calle, llegó a una farmacia, entró y le pidió a la señorita del
mostrador una aspirina.

La señorita del mostrador se fijó en su rostro, y le respondió que allí no se vendían


drogas a nadie.

Carola trató de contener el temblor que la sacudía apoyándose en el mostrador y


susurró:

–Mire, no, es que a mí me asaltaron, hay un hombre atrás en la puerta...

Carola le pidió a la señorita que le hiciera el favor de llamar a su casa, a ver si su


familia estaba. La muchacha marcó el número, el teléfono sonó y contestaron. Pero
para entonces Carola y el miedo que la dominaba habían salido ya de la farmacia.

En la 18 calle había ruido, luz, gente. La luz de los rótulos de neón, y el ruido de los
buses. Gente que subía y bajaba de las camionetas, y que entraba y salía de las
numerosas tiendas y restaurantes de la calle. Todo el mundo se movía, pero Carola
era la única que no iba a ninguna parte.

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Eran cerca de las ocho de la noche. Le habían quitado el dinero y todo lo que
tuviera algún valor. Carola caminaba aferrada a su bolsa vacía, sin mirar a la gente
que se refugiaba de la lluvia bajo las marquesinas de las tiendas hasta que alguien
preguntó:

–¿Qué hacés? Te andás mojando.

La voz, conocida, la hizo detenerse. Giró la cabeza muy lentamente. Era un


compañero de la Facultad.

Se sentaron en el restaurante Pollo Campero de la 18 calle. Allí consiguió controlar


un poco los nervios y comunicarse con su familia. El compañero la llevó en taxi a
casa. La estaban esperando su madre y sus hijos.

Carlos no había aparecido.

Carola se marchó del país. Los compañeros de la Facultad la ayudaron a irse a


Costa Rica. Desde allí, a finales de diciembre, se fue a los Estados Unidos, donde
tenía unos parientes y una iglesia se ofreció a ayudarla. Si quería denunciar y
averiguar algo de Carlos tenía que estar fuera de Guatemala.

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CARLOS DE LEÓN GUDIEL en un paisaje nevado. Sin fecha. Su familia la recibió de un amigo y
piensa que fue tomada en Rusia. Es muy probable que en la URSS o en algún país de la Europa del
Este, donde algunos estudiantes eran enviados a hacer cursos o finalizar sus estudios. (Foto
familiar)

El 6 de enero sonó el teléfono. Era Carlos. Lo habían soltado. Le dijo a su esposa


que regresara a Guatemala. Carola se negó.

–Pero ¿por qué? ¿Para qué estar allí? –le preguntó a su marido.

Carlos convenció a Carola. Ella regresó a finales de enero, pero él solo vivió nueve
meses más: lo asesinaron en octubre, un día antes que a Vitalino Girón.

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Carola enfermó de miedo. Desconectó el teléfono, cortó cualquier comunicación
con la familia de Carlos, con los amigos, vendió la casa, se mudó, se centró
únicamente en su trabajo en Segeplan, y no volvió a hablar con nadie del círculo
universitario al que había pertenecido.

Carola había sido una mujer política, una universitaria activa. Siendo estudiante
fue profesora auxiliar de Saúl Osorio, luego trabajó en el Instituto de Investi-
gaciones Económicas y Sociales con Alfonso Figueroa. Cuando se produjo el
secuestro de Carlos era la coordinadora de la práctica docente en el área de
Economía. Ella decidió olvidarlo todo.

Hoy Carola es una profesional a punto de jubilarse, pero los síntomas de su


enfermedad son todavía evidentes. Habla en un susurro quebrado, y mientras lo
hace tiembla y mira continuamente a su alrededor.

Días después del asesinato de Carlos de León, unos compañeros del IGSS le
entregaron a su esposa las cosas de su despacho. Entre ellas Carola encontró varios
papeles, certificados de nacimiento de sus hijos y otra documentación necesaria
para establecerse fuera del país. Carlos había estado preparando la salida de
Guatemala de toda la familia. No le dio tiempo. Carola recuerda que, en tiempos
de Saúl Osorio, cuando las cosas se pusieron muy feas en la Facultad, Carlos
siempre la tranquilizaba diciéndole que tenían tiempo de sobra para irse.

Quince años después, una foto de Carlos de León aparecería en un documento


llamado Diario Militar. Aquel no fue un secuestro de Orpa.

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Carlos de León sería el primer miembro de la Dirección Nacional del Partido en
caer. Muchos compañeros lo harían después. Quienes secuestraron a Carlos de
León se tomaron el tiempo de mecanografiar una ficha con sus datos; escribieron
que su pseudónimo era Daniel, que era economista y que algunas semanas después
lo pondrían en libertad.

Meses más tarde, alguien anotaría a lápiz en ese mismo documento: 26-10-84=300.

300 era el código empleado para indicar la ejecución. El 26 de octubre de 1984 fue
la fecha en que lo asesinaron.

La señorita del mostrador se fijó en su rostro, y le respondió que allí no se vendían drogas
a nadie.

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Capítulo 14. El Diario Militar, 1983-1985

Los golpes que recibió el Partido desde mediados de los sesenta fueron
innumerables. Desde 1974, los comunistas no habían podido organizar una
asamblea para nombrar secretario general y acordar cambios en su estrategia. Que
un número importante de dirigentes se reuniesen un día en un mismo lugar era un
riesgo demasiado alto.

El Partido funcionaba por inercia. Pero pese a las escisiones y el malestar que
provocaba la permanencia indefinida de su secretario general interino, siempre so-
brevivió. El gobierno del general Lucas García había eliminado a muchos de los
intelectuales del PGT, y había creado las condiciones para que el trabajo “amplio”
fuese imposible. El aparato represor no había diferenciado entre la organización
clandestina propiamente dicha y las organizaciones legales sobre las que el Partido
influía (sindicatos, asociaciones de estudiantes). Siempre golpeó a todas por igual.

El Ejército había ganado la batalla estratégica: hacer imposible una insurrección


urbana liderada por los comunistas. Pero las estructuras de la organización
persistían.

Su destrucción total comenzaría a ejecutarse a partir del golpe de agosto de 1983.


En los doce meses que vendrían después de la llegada al poder del general Mejía
Víctores, el Partido fue erradicado casi por completo. Con una labor de inteligencia
paciente, el ejército capturó y desapareció a cien militantes de las cuatro facciones

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del Partido. Eliminó a 29 militantes del PGT, y a otros 71 de las otras tres escisiones
(PC, ND, y 6 de Enero), que abogaban más claramente por la vía militar.

Uno a uno los fueron secuestrando, torturando y haciendo hablar. Casi todos
entregaron algún camarada, al que a continuación se secuestraba, torturaba y se
hacía hablar.

El llamado Diario Militar es el testimonio escrito de este proceso. Cincuenta y cinco


páginas mecanografiadas que contienen cada una entre tres y cinco fichas de
militantes detenidos por la inteligencia militar. Cada ficha incluye una fotografía y
los datos básicos de la persona: nombre, alias, circunstancias de su secuestro y qué
entregó: casas, armas, compañeros.

Probablemente lo elaboraron oficiales de El Archivo, la sección de inteligencia del


Estado Mayor Presidencial. Es un documento único en Latinoamérica. Un
miembro retirado del ejército de Guatemala se lo vendió en 1999 al National
Security Archive, de la Universidad George Washington, en Estados Unidos.

El ejército ha negado oficialmente su veracidad. Sin embargo, en noviembre de


2011 fueron hallados dos cadáveres de personas registradas en el Diario Militar en-
terrados en un antiguo destacamento militar.

Gracias a la existencia del documento se puede conocer la lógica de la represión


entre 1983 y 1985. Que Claudia entregó a Salvador, y Salvador a Gustavo, y que
Gustavo habló sobre dónde tenía el Partido enterradas sus armas en Petén para el
frente guerrillero que estaba tratando de formar. O que, pese a que Miguel, Palmiro
y Vila cayeron el mismo día de mayo y los tres participaban en organizaciones

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sociales en la universidad, sus secuestros no están relacionados ni entre sí y ni con
su actividad en la Usac porque los tres fueron capturados por ser parte de
estructuras distintas de diferentes facciones del Partido.

El Diario Militar evidencia una clara sofisticación de la represión. El ejército había


entendido que el asesinato sólo tenía sentido dentro de una estrategia. Que cada
golpe tenía que tener un propósito. Que la violencia era una forma de comunicarse
con la sociedad. Por eso, no desaparecieron a Rubén, que sólo era un viejo profesor
de la Facultad de Económicas, haciendo ver a otros militantes de base del Partido
que si colaboraban vivirían. O por eso, a Inti, que era parte de la Dirección
Nacional del Partido y abogado laboralista, no sólo lo mataron, sino que
exhibieron su cadáver torturado en Plaza Berlín, un parque de la ciudad. El
mensaje era para la organización y para el movimiento sindical. Otros miembros
de la Dirección, en cambio, jamás aparecieron.

El Diario Militar es un lenguaje que se puede desentrañar tanto por lo que habla
como por lo que calla. Lo que dice es que el ejército estaba interesado en golpear
las estructuras más importantes del Partido y eliminar sus facciones militaristas.
No matar comunistas, sino aislar a los militantes de sus dirigentes, y a las
organizaciones sociales de sus enlaces con el Partido. La muerte era sólo una
herramienta para conseguirlo. Probablemente la más habitual, pero no la única.

Lo que el Diario omite son todas las otras ejecuciones que el ejército probablemente
ordenó durante el mismo periodo en el que elaboraron este documento. ¿Por qué
no aparece en el Diario Militar el asesinato de Vitalino Girón? ¿Por qué decidieron
que Carlos de León debía morir diez meses después de haberlo liberado? ¿Por qué

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no hay referencia del asesinato de Beatriz Charnaud, una ingeniera posiblemente
vinculada al PGT? ¿Por qué no registraron las desapariciones de mayo de 1984 de
Héctor Interiano, Marilú Hichos y Gustavo Adolfo Castañón, tres jóvenes vin-
culados al Partido que estaban tratando de revitalizar la Asociación de Estudiantes
Universitarios, la AEU? ¿Por qué en cambio sí está en el Diario Militar Carlos
Cuevas Molina, compañero en esa misma AEU?

La respuesta probable: Carlos Cuevas era un importante cuadro del recién


formado PGT 6 de Enero. Su secuestro no fue causado por su participación en la
aeu, sino por su militancia clandestina.

Héctor Interiano, Marilú Hichos, Gustavo Adolfo Castañón, Vitalino Girón, Carlos
de León o Beatriz Charnaud fueron víctimas de otra estrategia. Una estrategia
destinada no a combatir a la insurgencia, sino a aislar al movimiento sindical de las
ideas socialistas y a depurar la administración del Estado de los intelectuales
marxistas antes de que el ejército entregase el poder a gobiernos civiles. Una
estrategia que muy probablemente no fue ejecutada por la inteligencia militar, sino
por la Policía Nacional que dirigía el coronel Bol de la Cruz.

Gracias a la existencia del documento se puede conocer la lógica de la represión entre 1983
y 1985. Que Claudia entregó a Salvador, y Salvador a Gustavo, y que Gustavo habló sobre
dónde tenía el Partido enterradas sus armas en Petén para el frente guerrillero que estaba
tratando de formar.

Lo que el Diario omite son todas las otras ejecuciones que el ejército probablemente
ordenó durante el mismo periodo en el que elaboraron este documento.

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