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Érase una vez en un antiguo reino, existió un rey que tenía tres hijos.

Un buen día, el rey


cayó bajo una terrible enfermedad, y con el paso del tiempo, perdió las ganas de comer, de
reír y hasta de conversar. Preocupados por la salud de su padre, los tres príncipes buscaban
cualquier remedio que ayudara a curarlo, pero todos sus intentos eran en vano.

Cuando ya no sabían qué hacer, se les acercó entonces un extraño anciano y les dijo lo
siguiente: “Vuestro padre sufre una grave enfermedad, una enfermedad que sólo se cura
con un agua mágica”. Y tan pronto como terminó de hablar, el anciano desapareció ante los
ojos de los príncipes.

Sin dudarlo ni un segundo, el mayor de los hermanos ensilló su caballo y marchó a toda
velocidad hacia el bosque. A mitad de camino, se tropezó con un duendecillo azul que
cruzaba el camino justo en ese momento.

– ¿A dónde vas, jovenzuelo? – preguntó el duende.

– ¿A ti qué diablos te importa, enano? Quítate de mi camino – gritó el príncipe sin


contemplación.

Pero aquel duende era una criatura mágica, y tanto se enfureció por aquella respuesta que
maldijo al chico desviando su camino hacia un bosque encantado.

Al ver que su hermano no regresaba, el mediano de los príncipes decidió ensillar también
su caballo y salir a buscar el agua de la vida para su padre. Cuando cruzaba el bosque a toda
velocidad, volvió a aparecer de repente el duendecillo mágico.

– ¿A dónde vas, jovenzuelo?

– Aparta imbécil, no tengo tiempo para preguntas estúpidas.

El duende no pudo contener su enfado, y nuevamente lanzó una maldición para el príncipe
enviándolo hacia el bosque encantado.

Finalmente, el más pequeño de los hermanos también decidió probar su suerte, y tras
ensillar su caballo partió por el mismo camino hacia el bosque. Al verlo acercarse, el
duende azul salió a su encuentro.

– ¿A dónde vas, jovenzuelo?

– He de buscar el agua mágica para curar a mi padre que está gravemente enfermo, pero no
tengo la menor idea de dónde pueda encontrarla.
“Yo te lo diré”, exclamó el duende con alegría, pues finalmente alguien le había tratado con
respeto y consideración. Tras una breve explicación, el príncipe entendió todo lo que tenía
que hacer y se puso en marcha nuevamente. Así anduvo dos o tres horas caminando hasta
llegar a un castillo embrujado en lo más profundo del bosque.

A la entrada de aquel castillo, existían dos leones enormes y feroces, pero el príncipe no
tuvo miedo, pues el duende le había dado una varita mágica y dos panes. Con la varita
mágica, el chico pudo abrir la puerta principal del palacio, mientras que los panes sirvieron
para entretener a los leones.

Antes de entrar al lugar, el príncipe recordó entonces las palabras del duende: “A las doce
de la noche, las puertas del castillo se cerrarán y quedarás atrapado para siempre. Date prisa
y no demores en salir”. Y así lo hizo el valiente joven.

Tras atravesar un largo pasillo, el príncipe pudo encontrar finalmente la fuente del agua
mágica, y sin tiempo que perder, recogió un poco de aquella agua en un frasco de cristal y
se dispuso a salir del lugar a toda velocidad. Sin embargo, en ese momento, se apareció
ante los ojos del chico una hermosa muchacha de cabellos rubios como el oro.

“Gracias por venir a rescatarme. Llevo mucho tiempo en este lugar hechizado y pensé que
jamás podría salir. Sé que no tienes tiempo, pero si vienes antes de un año, me convertiré en
tu esposa”, y dicho aquello, el príncipe no tuvo más remedio que apurarse para salir del
castillo, no sin antes prometerle a aquella muchacha que regresaría a buscarla lo más pronto
posible.

Camino de regreso, el príncipe se topó nuevamente con el duende, a quien agradeció por su
gran ayuda y le pidió de favor que trajera de vuelta a sus hermanos. Como el duende no era
un duende malo, liberó a los dos príncipes mayores, y regresaron los tres hijos para
encontrarse con su padre.

En poco tiempo, el rey se recuperó completamente, y para celebrar su sanación, convocó a


un gran banquete. Sin embargo, el más pequeño de los príncipes se mostraba triste y
pensativo. No había podido olvidar a aquella hermosa muchacha del castillo encantado.

Cuando su padre le preguntó, el más pequeño de los príncipes les contó toda la historia,
pero como sus hermanos eran muy envidiosos, se adelantaron para rescatar a la princesa.
De esta manera, los jovenzuelos llegaron al castillo embrujado, donde la hermosa
muchacha había colocado una larga alfombra de oro a la entrada, advirtiéndole además a
los guardias que no dejaran pasar a nadie que no caminara por el centro de dicha alfombra.
El más grande de los hermanos, cuando se dispuso a entrar al castillo, no quiso estropear la
alfombra de oro y decidió caminar por el borde del pasillo, pero los guardias le negaron la
entrada al momento. El príncipe mediano también quiso probar suerte, pero al ver la
alfombra de oro pensó que sería mejor entrar al castillo por otra puerta, y también le
negaron la entrada.

Finalmente, llegó el más pequeño de los hijos del rey, y al ver la princesa a lo lejos, no
pudo contener su alegría y atravesó todo el castillo sin darse cuenta de la alfombra de oro
que descansaba sobre el piso. Así, quedó demostrado una vez más que el amor triunfa por
encima de todo lo demás, y por supuesto, los dos jóvenes se casaron tan pronto llegaron al
reino, y fueron muy felices para toda la vida.

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