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Si les enseñas a tus hijos a ser austeros, tu familia será más próspera no por

tener más dinero, sino porque tendrán menos codicia y a menos codicia
hay prosperidad espiritual. Que es mejor tener libros que tener plata. Que
con menos se vive mejor. Son esos los valores que permitieron a Aylwin, un
abogado brillante que podría haber sido millonario, dejar la Presidencia de
la República y volver a su casa, de la cual nunca se movió.

El Profesor Patricio Aylwin tenía una pasión: el derecho administrativo. Este


dato explica muchas cosas, tanto en su carrera como en su personalidad.
Los administrativistas suelen ser personas introspectivas, sobrios, algo grises si
se quiere, aunque profundamente apegados a los textos legales. El
derecho administrativo es una disciplina particularmente interesante pues
no goza de especial popularidad entre los estudiantes, por ser considerado
el hermano burocrático del technicolor constitucional. Sin embargo, es
frecuente que los estudiantes de posgrado o los académicos jóvenes se
interesen en el océano administrativo. Es interesante también, porque los
grandes profesores de derecho administrativo suelen hombres influyentes.
Así, por ejemplo, el Profesor Enrique Silva Cimma, un masón militante del
Partido Radical, es una pieza fundamental del derecho administrativo
chileno, a la vez que fue Contralor a mitad de siglo, también fue el primer
Canciller de la transición, miembro de la Corte Suprema, Senador y un
eximio articulador político forjado al calor del principio de legalidad.

El Profesor Carlos Carmona Santander, un camarada de Aylwin, es otro


administrativista sumamente influyente. Apodado “La República” por sus
estudiantes, es conocido por haber sido el cerebro jurídico de La Moneda
por más de una década. Sus métodos están presentes en la legislación del
gobierno de Lagos y del primer gobierno de Bachelet, donde se observó la
mayor rigurosidad jurídica de este período. No es casualidad que Carmona
sea hoy el Presidente del Tribunal Constitucional, pues esto responde no
solo a sus indudables méritos como jurista, sino también al peso relativo que
ha ganado el derecho administrativo en nuestra cultura jurídica. Hoy, el
derecho administrativo se ha vuelto popular bajo otras etiquetas más
seductoras: “regulación”, “políticas públicas”, “contratación pública”. Por
la influencia de Carmona y otros profesores, hoy el derecho administrativo
vive un auge nunca visto en décadas pretéritas.

Austeridad

Jung hablaba de los arquetipos como ideas colectivas que habitan


nuestro inconsciente. En ese sentido, el profesor de derecho administrativo
es un arquetipo muy claro en nuestra tradición jurídica, especialmente en
el siglo XX. Son hombres estrictamente apegados a las leyes, sobrios,
siempre vestidos de colores que no llamen la atención, que hablan bajito,
aunque son sumamente precisos e incisivos. Es de temer discutir o llegar a
enemistarse con un administrativista, son personas de carácter fuerte pues
su arquetipo así se los demanda. En esta línea también aparece el ex
Contralor don Andrés Aylwin, quien comparte todas estas características.
Otros Contralores influyentes, como don Gustavo Ibáñez, que tuvo que
soportarle el genio a Alessandri Palma en los treinta, también se ajustan a
este perfil. Parecida situación para don Agustín Vigorena, el Contralor de
Aguirre Cerda, o don Osvaldo Iturriaga Ruiz, que pervivió en su cargo
desde Pinochet hasta Frei Ruiz-Tagle. Una estructura de personalidad similar
encontramos en el Profesor Ramiro Mendoza, ex Contralor y hoy decano
de una de las escuelas de derecho más influyentes del país.

Así, el arquetipo que informa la consciencia de Aylwin tiene mucho que


ver con todos estos personajes, incluido su hermano Andrés. El derecho
administrativo como pasión permite entender cómo Patricio Aylwin hacia
carne alguna de las más queridas virtudes de la clase media chilena de
mitad del siglo XX. Ser sobrio implicaba no llamar la atención, no ostentar,
no presumir, no quejarse, no decir nunca todo lo que se piensa, no por
miedo o por estrategia, sino porque no se hace. En seguida, la austeridad
no se trata solamente de no tener lujos, sino de no depender de nadie. Si
tu vida es cara, dependerás de mucha gente para sostenerla, si tu vida es
barata podrás ser un poco más libre. Si les enseñas a tus hijos a ser austeros,
tu familia será más próspera no por tener más dinero, sino porque tendrán
menos codicia y a menos codicia hay prosperidad espiritual. Que es mejor
tener libros que tener plata. Que con menos se vive mejor. Son esos los
valores que permitieron a Aylwin, un abogado brillante que podría haber
sido millonario, dejar la Presidencia de la República y volver a su casa, de
la cual nunca se movió. Aylwin no buscó fama internacional, no pretendió
ser el Mandela chileno, no fundó una empresa de lobby ni pretendió
elegirse en un escaño en el Congreso. Muchas lecciones hay en esa
decisión, en la austeridad de la política, la austeridad propia del derecho
administrativo. Muchas lecciones para abogados que buscan la riqueza en
Isidora Goyenechea o en la Costanera que lleva el nombre de nuestro más
grande jurista: el venezolano Andrés Bello López.
El derecho administrativo como pasión permite entender cómo
Patricio Aylwin hacia carne alguna de las más queridas virtudes de la
clase media chilena de mitad del siglo XX. Ser sobrio implicaba no
llamar la atención, no ostentar, no presumir, no quejarse, no decir
nunca todo lo que se piensa, no por miedo o por estrategia, sino
porque no se hace

Los zapatos lustrados, los domingos de fútbol en la radio y misa en la iglesia


del barrio. Los lunes de melancolía y de comentar los diarios en los pasillos
de la Escuela de Derecho. Primero con sus compañeros de curso socialistas
como don Clodomiro Almeyda, luego con sus colegas radicales como
Eugenio Velasco o un prometedor joven de apellidos Lagos Escobar. El
resto del tiempo para hacer política en la falange, aunque siempre cerca
de los socialistas, intuyendo quizás el futuro. Y vaya si tuvo tiempo para
enrabiarse como buen irlandés y vasco, mezcla de las dos razas más
testarudas de Europa. Siempre había tiempo para escribir sin plagiar, para
formar discípulos sin armar un club de fans. Tantas lecciones que pueden
tomar hoy los académicos jóvenes. ¿Alguien se imagina a Aylwin con
traje slim fit modelando por los pasillos del arquitecto Martínez?

Es un guión que muchos grandes hombres compartieron. Solo en ese


contexto se puede explicar una figura como Aylwin y pasión por el
derecho administrativo que lo llevó a escribir su célebre manual, que
todavía es material de estudio en las fotocopiadoras y en las bibliotecas. Es
también, una sobriedad propia de una forma de entender el catolicismo,
muy vinculada al Concilio Vaticano Segundo, y a la clase media chilena.
Es un catolicismo que, aparte de las nociones sobre justicia social, entiende
que es el trabajo la forma de realización espiritual. En esto, el catolicismo
de Aylwin es parecido a Calvino, trabaja y no pretendas que Dios cumpla
todos tus deseos. Calvino lo dice muy claramente citando el Libro de Job:

“La mejor prueba que podía dar Job de su paciencia era decidir
permanecer completamente desnudo, en la medida en que eso era lo
que complacía a Dios. Seguramente los hombres resisten en vano; puede
que tengan que apretar los dientes, pero sin duda regresan totalmente
desnudos a la fosa. Incluso los paganos han dicho que sólo la muerte
muestra la pequeñez del hombre. ¿Por qué? Porque poseemos un abismo
de codicia, y nos gustaría engullir toda la tierra; si un hombre posee
muchas riquezas, viñas, prados y posesiones, no es bastante; Dios tendría
que crear nuevos mundos si pretendiera satisfacernos”. (Juan Calvino
citado por Harold Bloom: ¿Donde se encuentra la sabiduría? Paidós, 2013.
El arquetipo del administrativista sobrio se complementa entonces con un
catolicismo muy propio de las clases media de mitad de siglo. Aylwin
entendía a la perfección este pasaje de Calvino, en el sentido de que
entendía que somos un abismo de codicia, que nos gustaría engullir toda
la tierra, que nunca es bastante y que Dios tendría que crear nuevos
mundos para satisfacernos. Esto no quiere que Aylwin no haya tenido
ambición, pues claro que la tuvo, no se llega a Profesor de la Escuela de
Derecho sin ambición, no se llega al Senado sin ambición, no se llega al
CODE sin ambición, no se llega a ser el candidato de la Concertación sin
ambición. Que lo diga don Gabriel Valdés si acaso el Profesor Aylwin no
tuvo ambición. Esa ambición, sin embargo, encontró un coto, un fin, al
terminar su presidencia. Podemos decir que bueno o malo, tibio o
kamikaze, podemos preguntar quién decide lo posible, y contestar para la
galería. Digan lo que digan: Aylwin se fue para la casa. En esto, solo
encuentra comparación con otro contemporáneo, el profesor de derecho
económico Carlos Altamirano Orrego.

Alcotest a la historia

¿Es siempre buena la sobriedad? Difícil pregunta, en un país que ha vivido


varios ímpetus revolucionarios. Aylwin pagó los costos por su excesiva
sobriedad, su apoyo incondicional a Frei Montalva, cuando los jóvenes
revolucionarios de la DC le quebraron el partido. Ellos acusaban a Frei y a
Aylwin de “amarillos”, es decir, de estar transando el programa de la
revolución en libertad. Entre esos jóvenes destacaba un joven de Ovalle
llamado Enrique Correa Ríos. El quiebre entre ambos, y
su reconciliación posterior, tiene que ver no solo con la política, sino
también con el carácter. Correa era entonces un apasionado joven, un
teólogo en potencia, un orador que más parecía un cardenal que un
dirigente que seguía a Rodrigo Ambrosio en la formación del MAPU. El
Correa que se reencuentra con Aylwin es otro. El paso fundamental es el
tremendo apoyo de Correa a Aylwin como candidato presidencial en
1988, de la mano de Clodomiro, movimiento que cerró rápidamente el
flanco socialista de Aylwin.

Aylwin provenía de San Bernardo, lo que constituye un dato clave para


entenderlo. Su padre era un masón que llegó a ser Presidente de la Corte
Suprema, aunque no por esto su familia fue parte de la elite dirigente de
mitad de siglo. En cierto sentido, Aylwin es un afuerino en Santiago, un
provinciano que se crió rodeado del polvo, los peladeros y los cultivos del
valle central. La sobriedad también emana de ahí, de saberse un
extranjero en tierras colonizadas por otros. Eso le entrega una característica
cercana al arquetipo del huaso chileno: era ladino, lo que quiere decir
astuto o “cazurro”. En este aspecto, y quizás en algún otro, se parecía
bastante a Pinochet. Quizás esa sea una forma de entender la relación
entre ambos, eran dos huasos ladinos. Más allá aún: quizás el país eligió a
un huaso ladino democrático para poder lidiar colectivamente con el
huaso ladino dictatorial.

Todo el gabinete de Aylwin está formado con el criterio de la sobriedad.


Sobrios y ladinos, todos. Enrique Krauss es el Ministro del Interior más sobrio
que hemos tenido. Mismo criterio para Boenninger, el tecnopol por
excelencia de la transición, solo comparable con el sobrio Alejandro Foxley
que no necesitaba presumir de posgrados. Correa Ríos en los noventa era
un hombre sobrio, sin lenguaje apasionado, siempre vacunado contra el
conflicto insoluble, especialista en deshacer nudos gordianos y nunca
cortarlos. Otro ladino Ya sabemos que en la Cancillería colocó a su colega
Silva Cimma, doctor en sobriedad y buen tono. Fue esa sobriedad lo que
Aylwin aplicó para ignorar a Pinochet, para banalizarlo y con ello
desactivar su poder de aterrorizar a la población. ¿Fue demasiado blando
Aylwin, debió haber perseguido con más fiereza los crímenes, con mayor
rigor las privatizaciones, con más decisión el modelo? Probablemente,
aunque era difícil pedirle otra cosa a una persona que trae consigo los
arquetipos antes señalados y que cargaba con la culpa católica y
republicana de la comunidad política quebrada, de la Escuela de
Derecho intervenida por Rosende, de su amigo Clodomiro distanciado por
considerarlo golpista.

Esta sobriedad de los gabinetes se fue perdiendo, pues también se perdió


la sobriedad de los presidentes. La transición se volvió televisiva, plástica, la
farándula penetró no solo con sus rostros sino con sus lógicas. Se hizo trivial
la política, se levantó la figura presidencial al rango de figura pop, cuestión
que a Aylwin nunca le habría satisfecho. Quizás, una de las claves para
entender esto es que en la sobriedad de Aylwin hay algo muy profundo:
tomaba poco alcohol. Esto puede parecer una tontera si no fuera por los
libros e investigaciones que existen sobre la relación entre el alcohol y
determinados líderes históricos. Winston Churchill y George W. Bush, por
ejemplo, comparten el rasgo del gusto por la bebida. No menos sensibles a
los elixires eran el General Franco en España, Perón, Galtieri y Videla en
Argentina. En la historia de Chile, los dos presidentes suicidas comparten
este rasgo, tanto Balmaceda (el héroe de los liberales) como Allende (el
héroe de los socialistas) tenían debilidad reconocida por el alcohol, el
veneno de occidente como lo llamó Nietzsche.

Hay una relación interesante entre la euforia del alcohol y la euforia de


determinados líderes políticos. Esto no es solo un rasgo sicológico, sino
también un rasgo político de una forma de ejercer el liderazgo. Cuando un
líder político gusta del alcohol en cantidades excesivas, su entorno y sus
relaciones de confianza comienzan a gestarse en torno al núcleo de se
alcoholiza con él. Esto ocurrió en todos los casos citados, pues,
obviamente, no hay mejor negocio que emborracharse con un líder
político, no hay mejor manera de ganarse su confianza y conocerlo en la
intimidad. Aylwin, en cambio, no hacía política así. No se emborrachaba
con sus cercanos ni abusaba de los elixires. Y eso que siempre la tentación
es grande pues los admiradores y admiradoras, los interesados y los fieles,
siempre tendrán interés en producir ese espacio. Aylwin no entró nunca en
ese juego, lo íntimo nunca estuvo relacionado con la política. ¿Alguien se
imagina a Aylwin vagando por los pasillos del Congreso en las mañanas
con una bebida isotónica para pasar la caña?

Esta distancia entre él y sus cercanos, esta mampara entre su vida en calle
Dinamarca y su gobierno en La Moneda, le permitió tener el espacio para
reclutar a personas que nunca fueron sus amigos. No es claro que
Boenninger y Aylwin fueran tan amigos antes de coincidir en el gobierno,
es evidente que Aylwin y Correa tenían una distancia de décadas, pues
también la tenía con Clodomiro, e incluso con Belisario Velasco, que firmó
la carta de los 13 (tácitamente contra Aylwin) tuvo un espacio como
subsecretario. ¿Cuántos políticos de hoy podrían reclutar a personas que
no son sus amigos para gobernar? ¿Cuántos pueden construir esa
mampara entre su intimidad y sus afectos privados y los intereses de la
república y el Estado?

Se pueden decir muchas cosas sobre Aylwin. Habrá espacio para matices,
paradojas y contradicciones. Su vida misma esta plagada de esas vueltas
y revueltas que produce la historia, como un huracán febril que nos arrastra
a posiciones impensadas. Ya tendrán tiempo los historiadores para
enjuiciarlo. Digan lo que ¡digan, siempre quedará en nuestro inconsciente
el arquetipo que el Profesor Patricio Aylwin Azócar supo encarnar: el
hombre de clase media sobrio y austero. Son dos características que la
clase política actual bien podría imitar. En caso de que no sean capaces
de hacer eso, bien pueden hacer lo que el Profesor Aylwin hizo tan
dignamente: irse para la casa a leer derecho administrativo

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