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18/11/2019 ¿Por qué se perdió la guerra con Chile?

Avelino Cáceres te responde | Diario Correo

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Ciudades

Perú

¿Por qué se perdió la guerra con Chile? Avelino Cáceres te


responde
Andrés Avelino Cáceres, héroe indiscutible y vencedor en Tarapacá dijo en su última
entrevista en 1921 que el Perú pudo haber ganado la Guerra con Chile.

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22 de Abril del 2015 - 14:02 » Textos: Redacción Multimedia/Con información de: PORTALPERU.PE » Fotos: Archivo
courier

Si una pregunta aún les duele a la mayoría de peruanos es el porqué de la derrota en la Guerra del
Pací co contra Chile. Esta fue la pregunta que le hicieron a  Andrés Avelino Cáceres, héroe e ideólogo
de la campaña de la Breña en 1921. Avelino brindó su última entrevista donde habló de todo; Él
a rmó que el Perú pudo haber ganado la Guerra con Chile sin problemas y pese a la superioridad
bélica del país sureño, sin embargo, hubo una razón fundamental por la que esto no se pudo
conseguir. 

Esta es la entrevista completa:

Mariscal, en el aniversario de la victoria de Tarapacá, demandamos de usted, el relato vívido de esa


gloriosa acción.
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Se anima el rostro venerable del anciano guerrero. Un relámpago encandila sus pupilas y alisándose,
nerviosamente, las albas barbas puntiagudas, nos dice: Recuerdo la batalla, con absoluta precisión, y
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voy a relatársela, como si acabara de realizarse.

Y empieza el relato con voz emocionada:

Me encontraba yo, con mi división, en una de las calles de Tarapacá, tomado un rancho frugal, antes
de emprender, con todo el Ejército y como lo habían hecho ya las tropas del general Dávila, la
retirada hacia Arica, después del desastre de San Francisco, cuando mi ayudante que había
distinguido al enemigo en la cresta de los cerros situados al Oeste de la ciudad, llegó corriendo a
avisármelo. Al recibir esta inesperada noticia, estaba comiendo. Solté la pequeña cacerola que
contenía mi ración, y procediendo con impetuosa actividad, ordené a mi división que se lanzara con
la bayoneta calada, cerro arriba, para desalojar al enemigo.

Procedí rápidamente a dividir mis tropas en tres columnas: la primera y la segunda compañías
formaban la de la derecha, que puse al mando del comandante Zubiaga, valiente y experto jefe; la del
centro la constituyeron la quinta y sexta compañías, mandadas por el mayor Pardo Figueroa,
distinguido jefe, también, y la de la izquierda quedó formada por la tercera y cuarta compañías que
con é al mayor Arguedas.

Advertí a mis tropas que evitaran hacer fuego, mientras no hubieran alcanzado la cumbre, para
economizar las municiones, que, por desgracia, eran muy escasas. Al coronel Recavarren, Jefe de
Estado Mayor, le envié en comisión donde el coronel Manuel Suárez, que tenía el mando del batallón
Dos de Mayo, para que hiciera, con sus fuerzas, igual distribución a las del Zepita, y se colocara a mi
izquierda.

A poco, ya cuando mis bravos soldados se habían lanzado al combate, llenos de entusiasmo y de
ardor bélico, el coronel Belisario Suárez toma sus disposiciones y los coroneles Bolognesi, Ríos y
Castañón, se sitúan en sus respectivos emplazamientos.

El Zepita escala el cerro por el lado Oeste, con empuje irresistible desa ando los tiros que el enemigo
descarga sin descanso sobre ellos. Se despliegan en guerrilla y sin detenerse, disparan
incesantemente, a ciento cincuenta metros del enemigo, que cede al empuje de los nuestros. La
columna Zubiaga, se lanza a la bayoneta sobre la artillería chilena y, audazmente, se apodera de
cuatro cañones. Las columnas de Pardo Figueroa y de Arguedas, despedazan, entre tanto, a la
infantería enemiga.

Perdón, Mariscal, en ese asalto, ¿qué acción notable de arrojo, de sus soldados, recuerda usted?

No puedo olvidarme del heroísmo del Alférez Ureta, de la compañía primera de la columna derecha,
que in amado por un ardiente entusiasmo patriótico y un coraje a toda prueba, se montó sobre un
cañón chileno, lanzando estruendosos vivas a la patria. Tampoco me olvidaré nunca de un acto
meritísimo del comandante José María Meléndez, veterano de la Columna Naval, uno de los
primeros en unírseme en el asalto al enemigo.

Cuando derrotados los chilenos y cansados nosotros de perseguirlos infructuosamente, por falta de
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caballería; desfallecíamos de sed y de hambre, al extremo de que me vi obligado a nuestro los ✖
a humedecer
labios de algunos de mis soldados con pequeñas rodajas de un limón, queNewsletter
por fortuna llevaba en uno

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de mis bolsillos de mi casaca; el comandante Meléndez se presentó de repente y sin que yo pudiera
explicarme su procedencia, cargando un barril de agua que aplacó la sed de esos valientes. Y como
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éste, tantos otros episodios de coraje y de entusiasmo.

Y destrozada la infantería y despojados los chilenos de su artillería, ¿qué pasó?

El enemigo así castigado en ese primer combate por los nuestros, huyó a la desbandada, pampa
abajo, perseguido de cerca por los nuestros y acampó a una legua de distancia hasta juntarse con
otro cuerpo chileno que venía a reforzarlos. Entretanto, mi caballo había sido herido de un balazo y
hube de detenerme, a mitad de jornada. Un o cial que había encontrado una mula de un regimiento
chileno, me la trajo y montado en ella, pude seguir la persecución.

Después de tres horas de refriega, tuvimos que contramarchar hasta el sitio donde había tenido lugar
el primer ataque, porque mis tropas estaban rendidas por la fatiga de la acción. El general en Jefe
Buendía me dio su enhorabuena por el éxito alcanzado por mi división. Pero en medio de la alegría
del triunfo, hube deplorar profundamente la muerte de mis mejores tenientes: Zubiaga, Pardo
Figueroa, mi propio hermano Juan… también rindieron la vida en el primer encuentro.

¿Y el segundo encuentro?

Reforzada mi división con el batallón Iquique que mandaba el inmortal Alfonso Ugarte, la Columna
Naval de Meléndez, un piquete del batallón Gendarmes que mandaba Morey, una compañía del
batallón Ayacucho con Somocurcio a la cabeza, una hora después se reanudaba la lucha en plena
pampa hacia el SO de Tarapacá.

Primero se realiza un vivo combate de fusilería sostenido por ambas partes, con empeño. El enemigo
es arrollado cinco veces, rehaciéndose, luego otras tantas. Entonces envolviendo el ala y el anco
izquierdo chileno que manda Arteaga, con mis tropas lo obligué a retirarse hacia el sur. El batallón
Iquique llega a tiempo para rechazar a los granaderos chilenos que habían sorprendido al Loa y al
Navales.

Sin embargo, antes, Arteaga trata de rehacerse en vano y nosotros cargamos otra vez con irresistible
denuedo. En momentos que la victoria se decidía ya por nuestras armas, llegó Dávila con su división
al trote (habían recorrido 12 kms. desde Huarasiña) y muy cerca del anco chileno, aún jadeantes, le
hace repetidas descargas de fusilería. Entonces yo aproveché para dar el de nitivo ataque por el
centro, que decidió la derrota de los chilenos que abandonaron el campo, dejando tras de sí sus 6
últimas piezas de artillería Krupp, entonces la más moderna del mundo. Fue en ese momento –
prosigue entusiasmado el Mariscal- cuando llamé al Capitán Carrera y, entregándole uno de esto
cañones, le dije: “artillero sin cañones, ahí tiene Ud. una pieza para actuar”. Y a fe mía que supo
hacerlo, disparando sobre la retaguardia enemiga que huía.

Eran las cinco de la tarde. La batalla había terminado después de nueve horas de reñida lucha. Sobre
el campo quedaron muchísimos de mis bravos soldados junto con centenares de enemigos

Pero, le he relatado solamente la parte que me tocó desempeñar a mí, en la altura. Sin embargo Uds.
deben saber que en la quebrada, Bolognesi, Castañón, Dávila y Herrera se batieron con ardor.
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Fue un soldado de Bolognesi, Mariano de los Santos, quien se apoderó de un estandarte chileno. El
enemigo es arrojado por esa parte hasta Huarasiña, después de vigorosos encuentros y ahí se reúne
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con los restos de la división Arteaga, que nosotros habíamos arrollado.

Al mismo tiempo, todo nuestro ejército se concentra, y reunidas todas las fuerzas perseguimos a los
chilenos hasta más allá del cerro de Minta. Ya les he dicho que fue imposible barrerlos, como
hubiéramos querido, porque la fatalidad que siempre nos acompañó en la guerra, quiso que no
tuviéramos caballería. Y así, la victoria fue infructuosa, pues después de ella faltos de víveres y de
refuerzos, hubimos de continuar nuestra retirada a Arica.

¿Cómo fue la batalla de San Francisco?

Doloroso es el recuerdo: la falta de previsión, el espionaje chileno, la defección de Daza y su famoso


cable: “Desierto abruma, ejército niégase seguir adelante”, el asalto frustrado, la muerte del
Comandante Espinar al pie de los cañones chilenos, la catastró ca retirada nocturna…

¿Cuál fue la causa decisiva de la perdida de la guerra?

La falta de organización militar y autonomía bélica, particularmente en municiones. Eso en cuanto


al aspecto técnico, pero más allá, la discriminación racial fue determinante. No hubo armonía
cultural ni política. La falta de organización militar, de cohesión, de armonía política.

Había patriotismo, había entusiasmo generoso, había valor y virtudes militares en nuestros
soldados y en nuestros o ciales, pero también hubo mucha traición en los sectores pudientes.

¿Y en nuestros generales?

También. Hubo demasiados generales, cuyos conocimientos y aptitudes no pudieron destacarse en


la contienda, por falta de disposición de un comando totalmente politizado.

¿Pero, usted cree, que, sin esos defectos y de ciencias, hubiésemos podido ganar la guerra?

Con toda la superioridad numérica y armamentística del ejército chileno, creo, rmemente que sí. La
desunión, el desatino, la ambición política y la carencia de identidad en los sectores acomodados nos
perdieron.

¿Cuándo comenzó su carrera?

En 1854, acababa de estallar la revolución contra Echenique, provocada por los escándalos de la
corrupción del guano. De todos los rincones del país, se sumaban las adhesiones. En Ayacucho, mi
tierra natal, don Ángel Cavero, uno de los vecinos del lugar, encabezó el movimiento rodeado de
simpatía popular. Muchos jóvenes nos presentamos voluntarios a las. Yo contaba 19 años,
estudiaba en la universidad de Huamanga y era de los más entusiastas. Nos apoderamos de la
gendarmería. Luego llegó el ejército rebelde, en donde terminé de enrolarme. Entonces el general
Castilla, a quien sin duda caí en gracia, me llamó a su despacho y me dijo: “¿Quiéres seguir la
carrera?”, “Sí, señor, es mi mayor deseo”, le contesté con aplomo. Entonces, me respondió,
palmeándome la espalda, “serás un buen guerrero”. Suscríbete a nuestro ✖
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¿Y el mariscal Castilla, cómo le trató a Ud.?


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Castilla,
Ciudades que me conoció desde la batalla de La Palma, me dispensó simpatía y apoyo. Tanto, que
varias veces soportó mis engreimientos. Y eso que una vez me le sublevé.

¿Le hizo la “revolución”?

He querido decir que tuve un rapto de altivez. Fue cuando el Mariscal quiso formar el batallón
“Marina”. Llamó a palacio a los o ciales escogidos de los distintos regimientos. Yo fui destacado del
Ayacucho. Ya me había conocido en La Palma y después en la campaña de Arequipa contra Vivanco.
Pues bien, Castilla revistó uno a uno a todos los o ciales congregados y al llegar a mí, se detuvo
observándome y me dijo: “¿Cómo se Ilama Ud. capitán?”. Me impresionó desfavorablemente el
olvido que el mariscal había hecho de mi nombre y le contesté: “Soy, excelentísimo señor, el hijo de
don Domingo Cáceres, cuya hacienda fue destruida por el general Vivanco, por haber sido leal a Ud.
Estuve en la batalla de Arequipa, donde fui herido casi perdiendo un ojo; me llamo Andrés Avelino
Cáceres”. “Hola, hola”, replicó el mariscal: “Con que Ud. es el capitán Cáceres, hijo de mi amigo don
Domingo. Bueno, bueno, Ud. se quedará en su cuerpo”. Y me quedé en mi batallón Ayacucho, en el
cual me había iniciado y en el cual continué hasta que fui a Francia, como agregado militar.

Su cicatriz en la cara, Mariscal…

Esta “condecoración” la recibí en la torna de Arequipa, en 1856. El Mariscal Castilla que había
acampado en las afueras, llevó a cabo, por varias noches, simulacros de ataque, que tenían al
enemigo en sobresalto. La noche que decidió darlo por cierto, me ordenó que avanzara con mi
compañía y me apoderara de la 1ra. trinchera enemiga. Sin vacilar, ejecuté esa orden y
sorprendiendo a los ocupantes, logré capturar la trinchera, regresando a dar parte al mariscal de mi
cometido.

Entonces, Castilla me mandó: “siga Ud. avanzando sobre la ciudad, tomando las alturas hasta los
conventos de San Pedro y Santa Rosa”.

Y, aunque pensaba que era una crueldad enviarme así al sacri cio, no dudé, y deslizándome por los
techos fui avanzando hasta el primero de los conventos. No sé cómo logré saltar los innumerables
obstáculos hasta de repente hallarme dentro de la bóveda, próxima a la torre. Por el camino había
perdido a muchos soldados, muertos por descargas vivanquistas. Desde la torre de Santa Rosa, el
fuego que se hacía sobre nosotros era incesante.

Pero, los 2 cuerpos que formaban la 1ra. división del Mariscal Castilla habían desembocado por calles
paralelas al convento y así cayeron sobre el atrio y el interior, obligando a los enemigos a
abandonarla. Entretanto yo subía, con los míos, hasta la torre y ahí tuve que soportar el fuego desde
la torre fronteriza de Santa Marta. Mientras, Castilla había penetrado al convento por otro lado. El
coronel Beingolea, subió a la torre, creyéndola vacía y se dio de bruces conmigo y mis soldados.
Calcule Ud. la sorpresa de ambos, a punto de acribillarnos mutuamente. “Acabamos de tomar el
convento”, me dijo; “Mi coronel: ya la había tomado yo”, contesté. El coronel me abrazó y me
anunció que haría conocer a Castilla esa hazaña. “Está ahí abajo, con todo el Ejército”, y se fue.

Yo continué haciendo frente al fuego de los de Santa Marta, y mostrando Suscríbete el blanco ✖
a nuestro
a mis soldados
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hacia el que debían disparar, un balazo me derribó cegándome. Me recogieron mis soldados y me

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bajaron al refectorio del convento, en donde el sargento Coayla y el cabo Huamaní, me atendieron.
Estuve privado del conocimiento. Cuando lo recobré hallé a mi lado al capitán Norris, uno de mis
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mejores compañeros, que me preguntaba qué deseaba. “Agua, muero de sed”, contesté. Al poco rato
regresó con un plato de mermelada y una garrafa de agua. El dulce no me era necesario, ni podría
ingerirlo. Tenía la mandíbula apretada. Apenas una pequeña ranura dejaba pasar el agua. Bebí,
desesperado, parte del contenido de la garrafa y el resto hice que me lo vaciaran en la cara, para que
me lavara la herida, casi desfallecido.

El médico dijo que la herida era mortal. El capellán estuvo a punto de darme la extremaunción…
Entonces mis soldados me trasladaron a casa de una señora de apellido Berrnúdez, porque el tifus
infectaba a los heridos en el convento y me hubiera terminado de matar. En mi nuevo alojamiento
me trató el doctor Padilla, extrayéndome la bala a exigencia de mi tropa. Ellos me salvaron la vida.

¿Y cómo fue su convalecencia?

Recuerdo que las madres del convento que me habían tomado afecto, me enviaban allí la dieta. ¡Qué
tortas! ¡qué dulces! Y aquí viene lo curioso: una vez convaleciente, iba a almorzar al convento y la
madre superiora, muy seria, me habló un día así: «Teniente, usted ha renacido en este convento,
verdad?”, “sin duda, reverenda; de aquí me recogieron casi cadáver y aquí me comenzaron a curar, a
Ud. debo cuidados que no sabría cómo agradecer”. “¿Y por qué no deja Ud. la carrera y se hace
fraile?” Casi me caigo de espaldas de la impresión. Tuve que contener la risa: “¡Yo fraile, madre! No
soy digno de vestir los hábitos…”.

Hube de apelar a todos mis recursos oratorios para hacer desistir a la madre. La pobre sufrió un
desencanto. ¡Ya me veía con cabeza rapada, capuchón y sotana!

Mariscal, ¿cuál ha sido la época más feliz de su vida?

Los mejores días de mi vida, durante mi juventud, por supuesto fueron los pasados en Arica, cuando
estuvimos de guarnición, antes de la toma de Arequipa. Tuve gran partido entre las muchachas ¡me
divertí mucho!

¿Mariscal, y el recuerdo más satisfactorio de su vida militar?

La campaña de La Breña, es, la página más honrosa de mi vida militar. No vacilo en proclamarlo yo
mismo. Me enorgullezco de ella. Tengo muy presentes y me acompañarán hasta la tumba, todos los
entusiasmos, todas las satisfacciones, todas las decepciones, y amarguras también, que experimenté
durante esos tres años de constante batallar. Todos los que se agruparon a mí, para continuar la
campaña y arrojar al odiado enemigo del país, aún después de los desastres de San Juan y Mira ores
y la toma de Lima, rehuyeron ayudarme… Ambiciones, rencillas, pequeñas pasiones, todo se coaligó
contra mí, que defendía la patria, cuando todos la dejaban abandonada al infortunio, el recuerdo de
mis soldados y guerrilleros, el pueblo en armas, marchando entre punas y quebradas, airosos y
bravíos, ellos fueron los grandes héroes anónimos que algún día la historia reivindicará.

¿Cierto que el Kaiser, reconoció en Ud. al vencedor de Tarapacá?

Claro. Fui a la audiencia que pedía en mi carácter de ministro del Perú y elSuscríbete a nuestro
Káiser avanzó hasta ✖
alargarme la mano: “Tengo el gusto de estrechar la mano al vencedor de Newsletter
Tarapacá, esa gran batalla

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ganada después del desastre de San Francisco”. El Rey de España cuando me conoció, me dijo: “Se
conoce que Ud. ha combatido siempre de frente, general”. Aludía a la cicatriz que llevó en el rostro. Y
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elCiudades
de Italia: “Celebro mucho conocer al general que tantas glorias ha dado a su país”.

Con información de: PORTALPERU.PE

tags Guerra del Pacífico

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