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c) la amistad como relación fundada en la extrañeza y el lenguaje como

vehículo de lo extraño

Blanchot, El diálogo inconcluso, Caracas, Monte Ávila, 1970,


Capítulo V, págs. 97-109.
Maurice Blanchot (Quain, cerca de Devrouze, Saona y Loira, 22 de septiembre de 1907 – Le Mesnil-Saint-
Denis, Yvelines, 20 de febrero de 2003) fue un escritor, crítico literario e intelectual francés. Estudió
filosofía en la Universidad de Estrasburgo y trabó amistad con Emmanuel Lévinas. Fue amigo de Bataille, y
más tarde de Foucault y Derrida (quien le dedicó un gran libro y varios textos famosos). Han escrito,a
demás, sobre él, Jean-Paul Sartre y Roland Barthes.
Habiendo pertenecido en su juventud a las posiciones más conservadoras, acaso por su alto origen
familiar, Blanchot cambió radicalmente de posición ya antes de la Segunda Guerra Mundial. Véase La
locura de la luz sobre el punto crítico de su vida en ese momento.
Participó en numerosas revistas como crítico agudo y de enorme claridad, ya desde 1941; un tercio de las
reseñas que escribió hasta 1944 se recogieron en Falsos pasos. Tras su muerte, cerca de los cien años, se
recuperaron los restantes en Chroniques littéraires (2007), grueso volumen del cual sólo media docena de
muestras se habían dado a la luz en congresos, entre 1999 y 2003. Su lectura supone un modo inmediato
de entrar en su mundo expresivo.
Capitulo V

“Conocimiento de lo Desconocido” (pp. 97-110)

¿QUE ES UN FILOSOFO?

-- Tal vez se trate de una pregunta anacrónica. Pero le daré una respuesta
moderna. En otro tiempo se decía: es un hombre que se asombra; hoy diré, usando la
expresión de Georges Bataille: es alguien que tiene miedo.

-- Muchos son entonces los filósofos, a excepción de Sócrates y Alain, ambos


célebres por haber sido buenos luchadores y haber bebido, al menos el primero, pero
también a veces el segundo, la cicuta sin titubear. Pero quizá el miedo filosófico sea de
índole más noble.

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-- De ningún modo; el miedo, ya sea cobarde o valiente, empavorece --si se
permite este juego de palabras-- con lo pavoroso; y lo pavoroso es lo que nos hace salir
de la paz, de la libertad y de la amistad a la vez. Así, a causa del pavor, salimos de
nosotros mismos y, arrojados fuera, experimentamos, bajo las distintas especies de lo
pavoroso, lo que está enteramente fuera de nosotros y es distinto a nosotros: lo Externo
en sí.

-- El miedo vulgar, por lo tanto, sería el miedo filosófico, en cuanto nos


proporciona una especie de relación con lo desconocido, deparándonos así un
conocimiento de lo que escapa al conocimiento. Miedo: angustia. Y nos aproximamos a
filosofías que, por su parte, no son desconocidas. Sin embargo hay, en esta experiencia,
un movimiento que tropieza, frontalmente, con la filosofía. El hombre del miedo, en el
espacio de su miedo, participa y se une a lo que le da miedo. No sólo tiene miedo, sino
que él es el miedo, es decir, la irrupción de lo que surge y se descubre en el miedo.

-- Usted quiere decir que es un movimiento irracional.

-- Irracional, sería decir muy poco: ya no estamos en eso de reducir la filosofía a la


razón, o la razón a sí misma, y hace bastante tiempo que encontramos el miedo de
recuperar el sentido –el poder de comprensión-- de los movimientos de sensibilidad.
Pero es necesario recusar su definición del filósofo porque el miedo –la angustia--, o bien
no hace salir de sus límites a quien lo experimenta (siendo siempre un miedo
experimentado por un Yo en el mundo), o bien lo hace salir de sus límites, destruyendo
su poder de ser todavía el mismo (se dice “enloquecido de angustia”), pero entonces lo
que sucede en medio del temor y el estremecimiento constituye un movimiento
extático, místico propiamente dicho: hay goce y fruición, unión en y por la repulsión,
movimiento que puede venerarse o denigrarse, pero no llamarse filosófico, como
tampoco podría cumplirse la unión divina bajo vigilancia de una metafísica.

-- ¿Por qué? Dejemos a Dios, nombre demasiado imponente, a un lado. ¿Por qué el
contacto de lo desconocido que se determinaría en el miedo, el modo mismo de que sea
lo desconocido que nos trae el miedo, no concerniría a la filosofía en su centro? Tener
miedo, buscar lo que se toca en el miedo, ponerse en juego dentro de la conmoción que
significa el miedo, tal vez no sea la filosofía, pero, sin embargo, el pensamiento que tiene
miedo (que es el pensamiento del miedo y el miedo del pensamiento) ¿no nos acerca a

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un punto decisivo que escapa a la filosofía porque precisamente algo decisivo escapa a la
filosofía?

-- Pero ¿puede el pensamiento tener miedo? ¿No estaría ya utilizando aquí un


lenguaje simbólico o gráfico o “literario”? Quien se espanta es el pensador, se espanta de
cuanto amenaza a su pensamiento, y ¿de qué tiene miedo, como hombre de
pensamiento? De nada más que del miedo.

-- En este caso, el filósofo sería aquel que tiene miedo del miedo.

-- Miedo de la violencia que se revela en el miedo y que puede convertirlo, de


hombre espantado, en hombre violento, como si tuviese menos miedo de la violencia
que está padeciendo que de aquella que podría ejercer. ¿Y esto por qué? Aunque
primero reflexionemos sobre el problema del contacto con lo incógnito, y sobre el por
qué no pertenecería a la filosofía. Observe que tácitamente admitimos aquí que la
filosofía –o bien todo lo que usted quiere implicar con este nombre— es esencialmente
conocimiento de lo no-conocido o, en un sentido más general, la relación con lo
incógnito.

-- Admitámoslo provisionalmente.

-- Digo bien, lo incógnito como incógnito, y quizás ambos pongamos menos prisa
en afirmarlo. Dado que, si lo desconocido debe permanecer como tal, en el conocimiento
mismo que tenemos de él, sin caer entonces bajo nuestro poder e irreductible no sólo al
pensamiento sino a todas las maneras en nuestro poder de aprehenderlo, ¿no
correríamos el riesgo de obligarnos a deducir que nunca tenemos conocimiento de lo
que nos es próximo: de lo familiar, no de lo extraño?

-- Sería fácil objetar que, cuando hablamos de lo incógnito, apuntamos a lo


incognoscible –y el conocimiento de lo incognoscible es una especie de monstruo que
domesticó hace tiempo a la filosofía crítica. Añadiré que podemos tener trato con aquel
incognoscible precisamente en el miedo, o en la angustia, o en uno de esos movimientos
extáticos, recusados por usted como no filosóficos. Ahí tenemos algún presentimiento de
lo Otro; nos sorprende, nos conmueve, nos arrebata, sacándonos de nosotros mismos.

-- Pero precisamente para cambiarnos en lo Otro. En el conocimiento, aunque


fuese dialéctico y por todos los intermediarios que se quiera, hay apropiación del objeto

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por el sujeto, y de lo otro por lo mismo, y, por lo tanto, reducción de lo desconocido a lo
ya conocido; pero en el rapto del pavor hay algo peor, porque el yo se pierde y lo mismo
se altera, vergonzosamente transformado en lo otro que yo.

-- No veo en esto nada vergonzoso, o bien habría que avergonzarse por el temor a
semejante vergüenza, si tal movimiento vergonzoso nos permitiera, al fin, relacionarnos
con lo que está fuera de nuestros límites.

-- La dignidad única de la relación que dentro de la filosofía se me propone


mantener con lo que sería lo incógnito y que, en todo caso, escapa a mi poder (sobre lo
cual no tengo poder), consiste en una relación tal que ni yo ni lo otro dejamos de estar,
en esta misma relación, preservados contra todo lo que identificaría lo otro conmigo o
me confundiría con lo otro o nos alteraría a ambos en un término medio: una relación
absoluta dado que la distancia que nos separa no estará disminuida, sino por el
contrario producida y mantenida absolutamente en esta relación.

-- Extraña relación que consiste en que no hay relación.

-- Que consiste en preservar los términos en relación con lo que los alteraría en
esta relación, excluyendo, por lo tanto, la confusión extática (la del miedo), la
participación mística, pero también la apropiación, todas las formas de conquista y hasta
ese lazo que siempre es, en fin de cuentas, la comprensión.

-- Pienso que era otra aproximación a la pregunta que formulamos antes, de esta
forma: ¿cómo descubrir lo oscuro sin ponerlo al descubierto? ¿Cuál sería esa experiencia
de lo oscuro donde lo oscuro se diera dentro de su oscuridad?

-- Sí, entonces tratábamos de ceñir la afirmación de la imposibilidad (este no-


poder que no sería la mera negación del poder) y, preguntándonos cuál sería el
pensamiento que no se dejaría pensar como poder y comprensión apropiadora para
terminar afirmando que “la imposibilidad era la pasión del Exterior en sí” y también que
“la imposibilidad era la experiencia de la presencia no-mediata”, respuesta (si responder
es dar fuerza afirmativa a una pregunta) de la que podía, con todo derecho, desesperar
la filosofía.

-- Pero no hay que desesperar de la filosofía. Por el libro de Emmanuel Levinas, en


donde me parece que ella nunca habló, en nuestro tiempo, de un modo más grave,

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volviendo a enjuiciar, como se debe, nuestras maneras de pensar y hasta nuestra fácil
reverencia por la ontología, se nos induce a ser responsables de lo que es esencialmente,
acogiendo con todo resplandor y la exigencia infinita que le son propias, precisamente la
idea de lo Otro, es decir, la relación con el otro. Hay en esto como un nuevo arranque de
la filosofía y un salto al que se exhortaría tanto a ella como a nosotros.63

-- La idea de lo otro: ¿será algo nuevo? Todas las filosofías contemporáneas ¿no
conceden un lugar más o menos privilegiado a esta idea?

-- Más o menos, desde luego, lo que significa más o menos subordinado. Para
Heidegger, el estar-con no se considera sino en relación con el Ser y porque implica, a su
modo, la cuestión del Ser. Para Husserl (si no me equivoco), sólo la esfera del ego es
original, la del otro para el ego sólo es “apresentada”. De un modo general, casi todas las
filosofías occidentales son filosofías de lo Mismo, y cuando se preocupan por lo Otro,
todavía es por otro yo mismo, que tiene, en el mejor de los casos, igualdad conmigo y
que procura ser reconocido por mí como Ego (así como yo por él), en una lucha que es a
veces lucha violenta, a veces violencia que se apacigua en el discurso. Pero, por la
enseñanza de Levinas, estamos llevados a una experiencia radical. El Otro es lo
totalmente Otro; lo otro es lo que me supera absolutamente; la relación con lo otro que
es el otro es una relación trascendente, lo que quiere decir que hay una distancia infinita
y, en cierto sentido, infranqueable entre yo y lo otro que pertenece a la otra orilla, que no
tiene ni puede tener patria común conmigo, de ningún modo alinearse en un mismo
concepto, en un mismo conjunto, constituir un todo o hacer número con el individuo que
soy.

-- En ese caso “aquel otro” es extrañamente misterioso.

-- Porque precisamente él es el Extraño Extranjero, aquel Desconocido de quien


suponíamos, al principio, que la relación con él era la misma filosofía: --dice Levinas—la
metafísica. El Extraño Extranjero viene de otra parte, y siempre está en parte distinta de
esa donde estamos, pues no pertenece a nuestro horizonte ni se inscribe en ningún
horizonte representable, de modo que lo invisible sería su “lugar”, a condición de
entender, con esto, según una terminología que usamos algunas veces: lo que se desvía
de todo visible y de todo invisible.

63
Emmanuel Levinas, Totalité et Infini, essai sur l’exteriorité (Martinus Nijhoff, La Haya).

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-- Pero ¿no es esto proponernos una filosofía de la separación, una especie de
solipsismo? Está el ego y, separado del ego, aquel pobre otro sin morada, errante fuera o
confundido con la miseria o con la extrañeza de una fuerza inaccesible.

-- Esto es, a mi juicio, lo contrario de un solipsismo y, sin embargo, no deja de ser


una filosofía de la separación. Estoy decididamente separado del otro, si el otro debe
considerarse como lo esencialmente distinto de mí; pero también, por esta separación, la
relación con lo otro se impone a mí como rebasándome infinitamente; una relación que
me relaciona con lo que me supera y se me escapa en la misma medida en que, dentro de
esta relación, estoy y permanezco separado.

-- Así volvemos a esta relación extraña de la que empezáramos a hablar. Confieso


que no veo nada más incierto ni más abstracto.

-- Nada más real, por el contrario. Este es uno de los aspectos más fuertes del
libro de Levinas: el de habernos inducido, mediante su lenguaje admirable, riguroso,
magistral, vigilado y sin embargo muy vivaz, a tomar en consideración al otro a partir de
la separación, en una forma de la que nos sentimos responsables. A esta relación que
puede decirse imposible tenemos la oportunidad de acogerla por cuatro caminos
distintos, aunque sólo difieran por el movimiento del análisis. El primero vuelve a la idea
cartesiana de lo Infinito. El ego finito piensa lo infinito. En este pensamiento, el
pensamiento piensa lo que lo supera infinitamente, es decir, eso de lo que no puede dar
cuenta por sí mismo. Así, piensa más de lo que piensa. Experiencia única. Cuando pienso
lo infinito, pienso lo que no puedo pensar (dado que si tuviese una representación
adecuada, si lo comprendiese, asimilándomelo, haciéndolo igual a mí, sólo se trataría de
lo finito); por lo tanto tengo un pensamiento que supera mi poder, un pensamiento que,
en la misma medida en que es pensamiento del ego, es la absoluta separación del ego
que lo piensa, es decir, una relación con aquello que está absolutamente fuera de mí
mismo: lo otro.

-- Perdóneme, pero esto sigue siendo muy abstracto.

-- Lo que esconde aquí la abstracción, tal vez no tenga nada de abstracto, sino que,
en cambio, es un movimiento demasiado candente. Recurrimos a otra aproximación: el
pensamiento que piensa más de lo que piensa es Deseo. Tal deseo no es la forma
sublimada de la necesidad, ni tampoco el preludio del amor. La necesidad es una falta

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que espera estar cubierta; la necesidad se satisface. El amor quiere la unión. El deseo
que puede llamarse metafísico es deseo de lo que no nos hace falta, de lo que no puede
satisfacerse, y tampoco desea juntarse con lo deseado: él desea esto de lo que aquel que
desea no tiene ninguna necesidad, que ni le hace falta ni desea alcanzar, siendo el deseo
mismo de lo que debe quedarle inaccesible, y extraño –deseo de lo otro como otro, deseo
austero, desinteresado, sin satisfacción, sin nostalgia ni comprensión.

-- Aquí tal vez conviene la noble expresión de René Char: “El poema es el amor
realizado del deseo que permanece deseo”.

-- Levinas desconfía de los poemas y de la actividad poética, pero cuando Simone


Weil escribe: “El deseo es imposible”, lo que comentamos diciendo: “El deseo
precisamente es esta relación con lo imposible, es la imposibilidad que se vuelve
relación”, quizá tal manera de decir no fuese desacertada.

-- ¿Este Deseo filosófico no se emparenta con el Eros platónico?

-- Admitiría fácilmente que le debe su nombre, pero el Eros no le sirvió de


modelo, sólo por oposición. Eros todavía es el deseo nostálgico de la unicidad perdida, el
movimiento de retorno hacia el Ser verdadero. El deseo metafísico es deseo de eso con
lo que uno nunca estuvo unido, deseo del ego, no sólo por separado, sino feliz de su
separación que lo hace ego, y sin embargo teniendo relación con eso de lo que
permanece separado, de lo que no tiene ninguna necesidad, es decir, el desconocido, el
extraño extranjero: el otro.

-- Entonces, afirmemos un poco bruscamente que este Deseo es un deseo de


rigurosa trascendencia que eligió como meta aparente el otro y que convierte al otro en
lo trascendente.

-- Digámoslo con atención y gravedad, pues podría ser que todo lo que puede
afirmarse de la relación de trascendencia –relación de Dios con la criatura— primero
(por mi parte diré: sólo) deba entenderse respecto de la relación social. El Altísimo sería
el otro.

-- Parece que este nombre me dice algo. Pero si el otro es Altísimo –y esto no
aproximadamente, sino en sentido primero— corre el riesgo de estar tan lejos de mí

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como el cielo lo está de la tierra, tan dudoso y vacío, puesto que se sustrae a toda
manifestación.

-- Así es, tan lejos. Pero esa extrema lejanía no sólo puede manifestarse, sino que
se presenta de frente. Es la presencia misma, la cara con que se ofrece a mí al
descubierto, en la franqueza de la mirada, en la desnudez de un acceso que nada
defiende; y Levinas da precisamente el nombre de cara --[rostro]-- a esta “epifanía” del
otro. Cuando el otro se revela ante mí como lo que está absolutamente fuera y por
encima de mí (no porque fuese lo más poderoso, sino porque, allí, cesa mi poder), esto es
la cara visible.

-- He aquí, en fin, una realidad más sensible, aunque sospecho que esta cara no
sea una mera porción del cuerpo. Pero, al menos, ¿no hay que comprender que, por la
cara, el otro que usted ubicaba como fuera del mundo, de repente cae en el ámbito de las
cosas visibles? La cara, necesariamente, es este acceso que, cumpliéndose en la visión,
depende tanto de la luz donde se produce como de mi poder de mirar, es decir, de
revelar por la luz.

-- La cara –pero, lo reconozco, el nombre lo dificulta— es, contrariamente, esa


presencia que no puedo dominar con la mirada, que siempre rebasa tanto la
representación que puedo hacerme de ella, como cualquier forma, cualquier imagen,
cualquier vista, cualquier idea donde podría afirmarla, detenerla o sólo dejarla estar
presente. La cara –aquí reside lo esencial, a mi parecer--, es lo que experimento cuando,
frente a frente, con esta cara que se me brinda sin resistencia, veo alzarse, “desde el
fondo de aquellos ojos sin defensa”, a partir de esta debilidad, de esta impotencia, lo que
se entrega radicalmente a mi poder y asimismo lo recusa absolutamente, convirtiendo
mi poder más alto en imposibilidad. Ante la cara –subraya Levinas— ya no soy poder. Y
esto es la cara: que ante ella la imposibilidad de matar –el “No matarás”—se pronuncie a
partir, precisamente, de aquello que se expone del todo a mi poder de dar la muerte. O
también, frente a la cara, tropiezo con la resistencia de lo que no resiste a nada, y esta
resistencia –al menos así la caracteriza Levinas— es ética. Por eso, si la metafísica es la
relación trascendental con el otro, ya que esta trascendencia es primero orden moral –
medida por una imposibilidad que es una prohibición--, es preciso decir, por lo tanto,
que la filosofía primera no es la ontología (el afán, la cuestión o el llamado del Ser) sino
la ética, la obligación hacia el otro.
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-- Afirmaciones inesperadas, además valientes, en un tiempo en que nadie oye
decir nada “bueno” de la moral; la manera apresurada como usted las presenta las hace,
si cabe, todavía más temibles.

-- Esto se debe a que el único acceso que conviene a la moral no podría ser más
abrupto. Pero ¿puede convenir el nombre general de ética a esta relación imposible que
se revela en la revelación del otro (la cual precede cualquier relación de conocimiento,
lejos de ser un caso particular de ésta)? Y si la experiencia puede revestir,
secundariamente, la forma de un “Tú no debes” ¿acaso se reduce a lo que tiene de
último, esto es, a una prohibición? Preguntas tan graves que debemos, por el momento,
dejarlas a un lado. Pero lo decisivo, a mi parecer, radica en eso de la manera como se
presenta el otro en la experiencia de la cara, esta presencia del afuera mismo (Levinas
dice: de la exterioridad) no es la de una forma que aparece a la luz o meramente se retira
en la ausencia de luz: ni velada, ni revelada.

-- Entonces, estamos de nuevo enfrentados a lo inasible.

-- Pero sin estar reducidos a las efusiones del corazón, porque este otro habla. El
otro me habla. La revelación del otro que no se produce en el espacio iluminado de las
formas es todo habla. El otro se expresa y, en esta habla, se propone como otro. Si existe
una relación donde lo otro y lo mismo, aún manteniéndose relacionados, se absuelven de
esta relación (términos que de esta forma permanecen absolutos en la relación), ésta no
es otra que el lenguaje. Cuando hablo con el otro, apelo a él. Ante todo, el habla es esta
interpelación, esta invocación en la que el invocado permanece fuera del alcance, es
respetado, incluso cuando se insulta, e incluso cuando se le intima a callar, está llamado
a la presencia del habla, y no queda reducido a lo que digo de él (tema de discurso y de
conversación) sino como aquel que está siempre más allá y fuera de mí, superándome y
dominándome, ya que le ruego, a él, desconocido, tornarse hacia mí, y a él, extraño
extranjero, oírme. En el habla, habla el afuera, dando lugar al habla y permitiendo hablar.

-- ¿De manera que los interlocutores sólo hablarían gracias a esa condición de
extraño preliminar, y para dar expresión a lo extraño?

-- Sí, fundamentalmente. Hay lenguaje, porque no hay nada en “común” entre


quienes se expresan, separación que es supuesta –no superada, sino confirmada— en
cualquier habla verdadera. Si no tuviésemos nada nuevo que decirnos, si mediante el

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discurso no me viniese algo extraño, capaz de instruirme, ya no cabría la posibilidad de
hablar. Por eso, en el mundo donde sólo imperase la ley de Lo Mismo (el porvenir del
cumplimiento dialéctico), el hombre –cabe suponerlo-- perdería tanto su cara como su
lenguaje.

-- Por lo tanto, aquí ¿el lenguaje adquiere una significación excepcional?

-- Sobre todo por el hecho de perder y de dar toda significación. Algo que no tiene
por qué chocarnos. Pero debe entenderse con claridad que no se trata de un idioma
cualquiera, sino solamente de aquel habla en que me relaciono con lo Otro –en su
dimensión de altura— cuando el otro se presenta de frente, sustraído a mis poderes,
presente en un habla que es su presencia y, en esta presencia, infinito, enseñándome por
ella, y enseñándome lo que me supera absolutamente: el pensamiento de lo infinito.
Toda verdadera habla es magistral, como el Otro es el Maestro. De lo que resulta que
sólo el discurso oral sería plenitud de discurso.

-- Sócrates ya lo afirmaba.

-- Levinas acude mucho a Sócrates en este asunto, recordando la muy conocida


página de Platón en que éste denuncia los estragos de la escritura. Sin embargo, me
pregunto si esta comparación no introduce en su pensamiento algún equívoco, a menos
de que le resulte necesario. Por una parte, el lenguaje es la misma relación trascendente,
al que manifiesta que el espacio de la comunicación es esencialmente no simétrico, que
hay como una curvatura de este espacio que impide la reciprocidad o produce una
diferencia absoluta de niveles entre los términos llamados a comunicar. Aquí reside,
creo, lo decisivo de la afirmación que debemos oír y que habrá de mantenerse
independientemente del contexto teológico en medio del que se presenta.64 El otro no
está en el mismo plano que yo. El hombre como otro y llegando siempre de lo Externo,
siempre en relación conmigo, sin país, extraño a toda posesión, desposeído y sin
permanencia, aquel que es como “por definición” el proletario –el proletario siempre es
el otro— no entra en diálogo conmigo: si le hablo, lo invoco y le hablo como a quien no
puedo alcanzar ni reducir a mi antojo; si me habla, lo hace a través de la infinita
distancia que lo separa de mí, y su habla precisamente me anuncia este infinito,

64
“Contexto”, como lo observa muy bien J. Derrida, es aquí una palabra que Levinas sólo podría considerar
como fuera de lugar, sin conveniencia; al igual que la referencia a una teología.

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invitándome así, por su impotencia, su desnudez y su extrañeza, a una relación “sin
medida común con un poder que se ejerce, conquista, siendo goce o conocimiento”.
Cualquier discurso verdadero –dice Levinas con solemnidad— es discurso con Dios, y no
conversación entre iguales.

-- ¿Cómo entenderlo?

En el sentido más fuerte, como siempre se debe, y recordando tal vez lo que se
dice en el Éxodo de Dios cuando habla como un hombre con otro hombre. Pero aquí
aparece –creo— lo equívoco: esta habla de altura, que me habla desde muy lejos,
altísimo (o bajísimo), habla de alguien que no habla de igual a igual conmigo y con la que
no me es dado dirigirme al otro como si fuese otro yo mismo, de repente vuelve a ser la
quieta habla humanista y socrática que nos hace próximos al que habla, puesto que nos
hace saber, con toda familiaridad, quién es y de qué país viene, según el deseo de
Sócrates. Entonces ¿por qué el discurso le parece a él (y a Levinas) una manifestación sin
par? Porque el hombre que está hablando siempre puede auxiliar a su haba, siempre
está listo para responder por ella, justificarla y aclararla, contrariamente a lo que sucede
con lo escrito. Admitámoslo por un instante, aunque no lo creo demasiado. En todo caso
vemos que este privilegio del lenguaje hablado pertenece igualmente al Otro y al Ego y
los hace así iguales; además, que esto es el privilegio otorgado a la vigilancia del Ego si
hablamos en primera persona, es decir, con la de toda subjetividad, y no con la presencia
inconmensurable de la cara. Ahora bien, no es nada cierto que, en una concepción tan
rigurosa de la relación con el otro pueda hablarse del Ego y lo Otro en términos comunes
de subjetividad. No, no se puede. Como tampoco podría decirse de ambos que son
igualmente existentes o igualmente hombres, advirtiéndose que nunca el Otro puede
entrar con Ego en la identidad de un nombre o de un concepto.

-- A menos que, precisamente, sea necesario entender que la relación de hombre


a hombre es tal que el concepto de hombre, la idea de hombre como concepto (aunque
fuese dialéctico), no podría dar cuenta de ella.

-- Quizá. Pero no cabe duda de que un pensamiento que reconoce al Otro esta
dimensión de exterioridad radical en relación con el Ego, no podría a la vez pedir a la
interioridad que le suministrara un denominador común entre el Ego y el Otro, ni
tampoco buscar en la presencia (subjetiva) del “Yo” junto a su habla lo que haría del

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lenguaje una manifestación sin par. Primero, porque es propio de cualquier lenguaje –
hablado pero también, y tal vez en un grado más alto, escrito— prestarse asistencia a sí
mismo, nunca diciendo sólo lo que dice, sino siempre más y siempre menos. Luego,
porque –como a veces lo afirmamos y como lo vemos magistralmente confirmado en los
análisis de Levinas-- el centro del lenguaje es éste: “Hablar desvía de todo lo visible y de
todo lo invisible. Hablar no es ver. Hablar libera al pensamiento de la exigencia óptica
que, dentro de la tradición occidental, somete desde hace milenios nuestra aproximación
a los seres y nos invita a pensar sólo bajo garantía de luz o bajo amenaza de ausencia de
luz”.

-- Sí, recuerdo que perseguimos esta idea de que hablar es romper


originariamente con toda visión y no referirse más a la claridad (ni a la falta de claridad)
como a la única medida, y decíamos que hay en el habla una presencia ostensible que no
es el hecho del día, un descubrimiento que descubre antes que cualquier fiat lux, habla
que, lo presentimos ahora, sería la revelación del otro. Sin embargo, confieso que ese
otro sigue siendo, para mí, un misterio.

-- Es un misterio.

-- Pero también un enigma… ¿Qué es entonces? Es el Desconocido, el Extraño


Extranjero, el Proletario, pero el Altísimo o también el Maestro. A veces, oyéndolo a
usted, me preguntaba si el otro no sería sólo el lugar de alguna verdad, necesaria para
nuestra relación con la verdadera trascendencia que a su vez sería la trascendencia
divina.

-- Existe esta vertiente del pensamiento de Levinas: así cuando dice que el Otro
debe ser siempre considerado por mí como más cerca de Dios que yo. Pero también dice
que sólo el hombre puede ser absolutamente extraño. De todos modos, debe retenerse
que el privilegio que debo reconocerle al otro y por cuyo reconocimiento me abro a él
(reconocimiento de la misma altura) también es únicamente esto que puede enseñarme
lo que es el hombre y lo infinito que me viene del hombre como otro. ¿Qué resulta de tal
afirmación? Discernimos que podría incitarnos a la denuncia de todos los sistemas
dialécticos, y asimismo de la ontología, e incluso de casi todas las filosofías occidentales,
de aquellas, por lo menos, que subordinan la justicia a la verdad o sólo consideran como
justa la reciprocidad de relaciones.

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-- De modo que esta filosofía bien podría significar el fin de la filosofía.

-- Y el acercamiento de lo que es, para nombrar con ella, la escatología profética,


es decir, la afirmación de un poder de juzgar capaz de arrancar a los hombres de la
jurisdicción de la historia.

-- La interrupción de la historia, la escatología profética: esto es lo que sucede


cuando uno despierta a la moral.

-- ¿Temería usted la conmoción que puede alcanzar, por medio de la moral, al


pensamiento?

-- Temo la conmoción cuando provoca algún Inconmovible. Pero reconozco que


no hay nada, en el presente, capaz de prestarse más a reflexión.

-- Reflexionemos y démosnos tiempo.

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