Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Blanchot - El Diálogo Inconcluso PDF
Blanchot - El Diálogo Inconcluso PDF
vehículo de lo extraño
¿QUE ES UN FILOSOFO?
-- Tal vez se trate de una pregunta anacrónica. Pero le daré una respuesta
moderna. En otro tiempo se decía: es un hombre que se asombra; hoy diré, usando la
expresión de Georges Bataille: es alguien que tiene miedo.
136
-- De ningún modo; el miedo, ya sea cobarde o valiente, empavorece --si se
permite este juego de palabras-- con lo pavoroso; y lo pavoroso es lo que nos hace salir
de la paz, de la libertad y de la amistad a la vez. Así, a causa del pavor, salimos de
nosotros mismos y, arrojados fuera, experimentamos, bajo las distintas especies de lo
pavoroso, lo que está enteramente fuera de nosotros y es distinto a nosotros: lo Externo
en sí.
-- ¿Por qué? Dejemos a Dios, nombre demasiado imponente, a un lado. ¿Por qué el
contacto de lo desconocido que se determinaría en el miedo, el modo mismo de que sea
lo desconocido que nos trae el miedo, no concerniría a la filosofía en su centro? Tener
miedo, buscar lo que se toca en el miedo, ponerse en juego dentro de la conmoción que
significa el miedo, tal vez no sea la filosofía, pero, sin embargo, el pensamiento que tiene
miedo (que es el pensamiento del miedo y el miedo del pensamiento) ¿no nos acerca a
137
un punto decisivo que escapa a la filosofía porque precisamente algo decisivo escapa a la
filosofía?
-- En este caso, el filósofo sería aquel que tiene miedo del miedo.
-- Admitámoslo provisionalmente.
-- Digo bien, lo incógnito como incógnito, y quizás ambos pongamos menos prisa
en afirmarlo. Dado que, si lo desconocido debe permanecer como tal, en el conocimiento
mismo que tenemos de él, sin caer entonces bajo nuestro poder e irreductible no sólo al
pensamiento sino a todas las maneras en nuestro poder de aprehenderlo, ¿no
correríamos el riesgo de obligarnos a deducir que nunca tenemos conocimiento de lo
que nos es próximo: de lo familiar, no de lo extraño?
138
por el sujeto, y de lo otro por lo mismo, y, por lo tanto, reducción de lo desconocido a lo
ya conocido; pero en el rapto del pavor hay algo peor, porque el yo se pierde y lo mismo
se altera, vergonzosamente transformado en lo otro que yo.
-- No veo en esto nada vergonzoso, o bien habría que avergonzarse por el temor a
semejante vergüenza, si tal movimiento vergonzoso nos permitiera, al fin, relacionarnos
con lo que está fuera de nuestros límites.
-- Que consiste en preservar los términos en relación con lo que los alteraría en
esta relación, excluyendo, por lo tanto, la confusión extática (la del miedo), la
participación mística, pero también la apropiación, todas las formas de conquista y hasta
ese lazo que siempre es, en fin de cuentas, la comprensión.
-- Pienso que era otra aproximación a la pregunta que formulamos antes, de esta
forma: ¿cómo descubrir lo oscuro sin ponerlo al descubierto? ¿Cuál sería esa experiencia
de lo oscuro donde lo oscuro se diera dentro de su oscuridad?
139
volviendo a enjuiciar, como se debe, nuestras maneras de pensar y hasta nuestra fácil
reverencia por la ontología, se nos induce a ser responsables de lo que es esencialmente,
acogiendo con todo resplandor y la exigencia infinita que le son propias, precisamente la
idea de lo Otro, es decir, la relación con el otro. Hay en esto como un nuevo arranque de
la filosofía y un salto al que se exhortaría tanto a ella como a nosotros.63
-- La idea de lo otro: ¿será algo nuevo? Todas las filosofías contemporáneas ¿no
conceden un lugar más o menos privilegiado a esta idea?
-- Más o menos, desde luego, lo que significa más o menos subordinado. Para
Heidegger, el estar-con no se considera sino en relación con el Ser y porque implica, a su
modo, la cuestión del Ser. Para Husserl (si no me equivoco), sólo la esfera del ego es
original, la del otro para el ego sólo es “apresentada”. De un modo general, casi todas las
filosofías occidentales son filosofías de lo Mismo, y cuando se preocupan por lo Otro,
todavía es por otro yo mismo, que tiene, en el mejor de los casos, igualdad conmigo y
que procura ser reconocido por mí como Ego (así como yo por él), en una lucha que es a
veces lucha violenta, a veces violencia que se apacigua en el discurso. Pero, por la
enseñanza de Levinas, estamos llevados a una experiencia radical. El Otro es lo
totalmente Otro; lo otro es lo que me supera absolutamente; la relación con lo otro que
es el otro es una relación trascendente, lo que quiere decir que hay una distancia infinita
y, en cierto sentido, infranqueable entre yo y lo otro que pertenece a la otra orilla, que no
tiene ni puede tener patria común conmigo, de ningún modo alinearse en un mismo
concepto, en un mismo conjunto, constituir un todo o hacer número con el individuo que
soy.
63
Emmanuel Levinas, Totalité et Infini, essai sur l’exteriorité (Martinus Nijhoff, La Haya).
140
-- Pero ¿no es esto proponernos una filosofía de la separación, una especie de
solipsismo? Está el ego y, separado del ego, aquel pobre otro sin morada, errante fuera o
confundido con la miseria o con la extrañeza de una fuerza inaccesible.
-- Nada más real, por el contrario. Este es uno de los aspectos más fuertes del
libro de Levinas: el de habernos inducido, mediante su lenguaje admirable, riguroso,
magistral, vigilado y sin embargo muy vivaz, a tomar en consideración al otro a partir de
la separación, en una forma de la que nos sentimos responsables. A esta relación que
puede decirse imposible tenemos la oportunidad de acogerla por cuatro caminos
distintos, aunque sólo difieran por el movimiento del análisis. El primero vuelve a la idea
cartesiana de lo Infinito. El ego finito piensa lo infinito. En este pensamiento, el
pensamiento piensa lo que lo supera infinitamente, es decir, eso de lo que no puede dar
cuenta por sí mismo. Así, piensa más de lo que piensa. Experiencia única. Cuando pienso
lo infinito, pienso lo que no puedo pensar (dado que si tuviese una representación
adecuada, si lo comprendiese, asimilándomelo, haciéndolo igual a mí, sólo se trataría de
lo finito); por lo tanto tengo un pensamiento que supera mi poder, un pensamiento que,
en la misma medida en que es pensamiento del ego, es la absoluta separación del ego
que lo piensa, es decir, una relación con aquello que está absolutamente fuera de mí
mismo: lo otro.
-- Lo que esconde aquí la abstracción, tal vez no tenga nada de abstracto, sino que,
en cambio, es un movimiento demasiado candente. Recurrimos a otra aproximación: el
pensamiento que piensa más de lo que piensa es Deseo. Tal deseo no es la forma
sublimada de la necesidad, ni tampoco el preludio del amor. La necesidad es una falta
141
que espera estar cubierta; la necesidad se satisface. El amor quiere la unión. El deseo
que puede llamarse metafísico es deseo de lo que no nos hace falta, de lo que no puede
satisfacerse, y tampoco desea juntarse con lo deseado: él desea esto de lo que aquel que
desea no tiene ninguna necesidad, que ni le hace falta ni desea alcanzar, siendo el deseo
mismo de lo que debe quedarle inaccesible, y extraño –deseo de lo otro como otro, deseo
austero, desinteresado, sin satisfacción, sin nostalgia ni comprensión.
-- Aquí tal vez conviene la noble expresión de René Char: “El poema es el amor
realizado del deseo que permanece deseo”.
-- Digámoslo con atención y gravedad, pues podría ser que todo lo que puede
afirmarse de la relación de trascendencia –relación de Dios con la criatura— primero
(por mi parte diré: sólo) deba entenderse respecto de la relación social. El Altísimo sería
el otro.
-- Parece que este nombre me dice algo. Pero si el otro es Altísimo –y esto no
aproximadamente, sino en sentido primero— corre el riesgo de estar tan lejos de mí
142
como el cielo lo está de la tierra, tan dudoso y vacío, puesto que se sustrae a toda
manifestación.
-- Así es, tan lejos. Pero esa extrema lejanía no sólo puede manifestarse, sino que
se presenta de frente. Es la presencia misma, la cara con que se ofrece a mí al
descubierto, en la franqueza de la mirada, en la desnudez de un acceso que nada
defiende; y Levinas da precisamente el nombre de cara --[rostro]-- a esta “epifanía” del
otro. Cuando el otro se revela ante mí como lo que está absolutamente fuera y por
encima de mí (no porque fuese lo más poderoso, sino porque, allí, cesa mi poder), esto es
la cara visible.
-- He aquí, en fin, una realidad más sensible, aunque sospecho que esta cara no
sea una mera porción del cuerpo. Pero, al menos, ¿no hay que comprender que, por la
cara, el otro que usted ubicaba como fuera del mundo, de repente cae en el ámbito de las
cosas visibles? La cara, necesariamente, es este acceso que, cumpliéndose en la visión,
depende tanto de la luz donde se produce como de mi poder de mirar, es decir, de
revelar por la luz.
-- Esto se debe a que el único acceso que conviene a la moral no podría ser más
abrupto. Pero ¿puede convenir el nombre general de ética a esta relación imposible que
se revela en la revelación del otro (la cual precede cualquier relación de conocimiento,
lejos de ser un caso particular de ésta)? Y si la experiencia puede revestir,
secundariamente, la forma de un “Tú no debes” ¿acaso se reduce a lo que tiene de
último, esto es, a una prohibición? Preguntas tan graves que debemos, por el momento,
dejarlas a un lado. Pero lo decisivo, a mi parecer, radica en eso de la manera como se
presenta el otro en la experiencia de la cara, esta presencia del afuera mismo (Levinas
dice: de la exterioridad) no es la de una forma que aparece a la luz o meramente se retira
en la ausencia de luz: ni velada, ni revelada.
-- Pero sin estar reducidos a las efusiones del corazón, porque este otro habla. El
otro me habla. La revelación del otro que no se produce en el espacio iluminado de las
formas es todo habla. El otro se expresa y, en esta habla, se propone como otro. Si existe
una relación donde lo otro y lo mismo, aún manteniéndose relacionados, se absuelven de
esta relación (términos que de esta forma permanecen absolutos en la relación), ésta no
es otra que el lenguaje. Cuando hablo con el otro, apelo a él. Ante todo, el habla es esta
interpelación, esta invocación en la que el invocado permanece fuera del alcance, es
respetado, incluso cuando se insulta, e incluso cuando se le intima a callar, está llamado
a la presencia del habla, y no queda reducido a lo que digo de él (tema de discurso y de
conversación) sino como aquel que está siempre más allá y fuera de mí, superándome y
dominándome, ya que le ruego, a él, desconocido, tornarse hacia mí, y a él, extraño
extranjero, oírme. En el habla, habla el afuera, dando lugar al habla y permitiendo hablar.
-- ¿De manera que los interlocutores sólo hablarían gracias a esa condición de
extraño preliminar, y para dar expresión a lo extraño?
144
discurso no me viniese algo extraño, capaz de instruirme, ya no cabría la posibilidad de
hablar. Por eso, en el mundo donde sólo imperase la ley de Lo Mismo (el porvenir del
cumplimiento dialéctico), el hombre –cabe suponerlo-- perdería tanto su cara como su
lenguaje.
-- Sobre todo por el hecho de perder y de dar toda significación. Algo que no tiene
por qué chocarnos. Pero debe entenderse con claridad que no se trata de un idioma
cualquiera, sino solamente de aquel habla en que me relaciono con lo Otro –en su
dimensión de altura— cuando el otro se presenta de frente, sustraído a mis poderes,
presente en un habla que es su presencia y, en esta presencia, infinito, enseñándome por
ella, y enseñándome lo que me supera absolutamente: el pensamiento de lo infinito.
Toda verdadera habla es magistral, como el Otro es el Maestro. De lo que resulta que
sólo el discurso oral sería plenitud de discurso.
-- Sócrates ya lo afirmaba.
64
“Contexto”, como lo observa muy bien J. Derrida, es aquí una palabra que Levinas sólo podría considerar
como fuera de lugar, sin conveniencia; al igual que la referencia a una teología.
145
invitándome así, por su impotencia, su desnudez y su extrañeza, a una relación “sin
medida común con un poder que se ejerce, conquista, siendo goce o conocimiento”.
Cualquier discurso verdadero –dice Levinas con solemnidad— es discurso con Dios, y no
conversación entre iguales.
-- ¿Cómo entenderlo?
En el sentido más fuerte, como siempre se debe, y recordando tal vez lo que se
dice en el Éxodo de Dios cuando habla como un hombre con otro hombre. Pero aquí
aparece –creo— lo equívoco: esta habla de altura, que me habla desde muy lejos,
altísimo (o bajísimo), habla de alguien que no habla de igual a igual conmigo y con la que
no me es dado dirigirme al otro como si fuese otro yo mismo, de repente vuelve a ser la
quieta habla humanista y socrática que nos hace próximos al que habla, puesto que nos
hace saber, con toda familiaridad, quién es y de qué país viene, según el deseo de
Sócrates. Entonces ¿por qué el discurso le parece a él (y a Levinas) una manifestación sin
par? Porque el hombre que está hablando siempre puede auxiliar a su haba, siempre
está listo para responder por ella, justificarla y aclararla, contrariamente a lo que sucede
con lo escrito. Admitámoslo por un instante, aunque no lo creo demasiado. En todo caso
vemos que este privilegio del lenguaje hablado pertenece igualmente al Otro y al Ego y
los hace así iguales; además, que esto es el privilegio otorgado a la vigilancia del Ego si
hablamos en primera persona, es decir, con la de toda subjetividad, y no con la presencia
inconmensurable de la cara. Ahora bien, no es nada cierto que, en una concepción tan
rigurosa de la relación con el otro pueda hablarse del Ego y lo Otro en términos comunes
de subjetividad. No, no se puede. Como tampoco podría decirse de ambos que son
igualmente existentes o igualmente hombres, advirtiéndose que nunca el Otro puede
entrar con Ego en la identidad de un nombre o de un concepto.
-- Quizá. Pero no cabe duda de que un pensamiento que reconoce al Otro esta
dimensión de exterioridad radical en relación con el Ego, no podría a la vez pedir a la
interioridad que le suministrara un denominador común entre el Ego y el Otro, ni
tampoco buscar en la presencia (subjetiva) del “Yo” junto a su habla lo que haría del
146
lenguaje una manifestación sin par. Primero, porque es propio de cualquier lenguaje –
hablado pero también, y tal vez en un grado más alto, escrito— prestarse asistencia a sí
mismo, nunca diciendo sólo lo que dice, sino siempre más y siempre menos. Luego,
porque –como a veces lo afirmamos y como lo vemos magistralmente confirmado en los
análisis de Levinas-- el centro del lenguaje es éste: “Hablar desvía de todo lo visible y de
todo lo invisible. Hablar no es ver. Hablar libera al pensamiento de la exigencia óptica
que, dentro de la tradición occidental, somete desde hace milenios nuestra aproximación
a los seres y nos invita a pensar sólo bajo garantía de luz o bajo amenaza de ausencia de
luz”.
-- Es un misterio.
-- Existe esta vertiente del pensamiento de Levinas: así cuando dice que el Otro
debe ser siempre considerado por mí como más cerca de Dios que yo. Pero también dice
que sólo el hombre puede ser absolutamente extraño. De todos modos, debe retenerse
que el privilegio que debo reconocerle al otro y por cuyo reconocimiento me abro a él
(reconocimiento de la misma altura) también es únicamente esto que puede enseñarme
lo que es el hombre y lo infinito que me viene del hombre como otro. ¿Qué resulta de tal
afirmación? Discernimos que podría incitarnos a la denuncia de todos los sistemas
dialécticos, y asimismo de la ontología, e incluso de casi todas las filosofías occidentales,
de aquellas, por lo menos, que subordinan la justicia a la verdad o sólo consideran como
justa la reciprocidad de relaciones.
147
-- De modo que esta filosofía bien podría significar el fin de la filosofía.
148