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Un paso hacia la Trascendencia

Nota del DJ: Esta historia tiene lugar poco después de la parte II de
Vampiro y antes de la parte III.
Resulta curioso cómo las historias de terror no son todo lo falsas
que nuestros padres y la sociedad nos quieren hacer creer. De hecho, son
completamente reales, a su modo. Lo sorprendente, no obstante, es que
siempre estuve rodeado de estos seres y ni lo sospeché. Yo soy un
fantasma, el último amor de mi vida es un vampiro y parece ser que
también existen las momias, los demonios, las hadas e incluso los
magos. Coño, ¡si la misma ULPGC es una tapadera para la sociedad
vampírica de la isla! Con todo esto en mente, no me pilló desprevenido
saber que mi tatuadora, Rosa María, fuese una médium. De hecho, tiene
sentido. Su aspecto pálido, sus ocasionales ojeras, la querencia por los
detalles macabros en sus diseños y otros pequeños detalles que ahora
rondan por mi cabeza más que nunca cobraban sentido teniendo este
dato presente. En cualquier caso, acudí a su casa hace unas pocas horas.
No voy a mentir si dijera que habría preferido encontrarme con ella en
otras circunstancias.
Me aparecí en la azotea del edificio en el que vive Rosa. Se
encuentra en la mismísima entrada de la calle Jerusalén, una de las tantas
calles paralelas con nombres religiosos que componen la zona
residencial de Tamaraceite. La escena, aunque menos iluminada, me
resultó bastante familiar. Una pequeña terraza presidida por una mesa
de plástico verde rodeada de bancos de madera y cubierta por una suerte
de marquesina. Bajo la mesa, cubriendo un suelo alicatado con losas de
un color naranja tierra, había un césped artificial del malo, supongo que
puesto con la intención de darle más ambiente a una azotea que por lo

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demás era angosta y del montón. Se encontraba Rosa apoyada sobre una
de las esquinas de la mesa, fumándose un cigarrillo. Debió darse cuenta
de mi presencia, pues exhaló una bocanada de humo y miró en mi
dirección.
—¿Qué fue, caballero? —dijo en su habitual tono acogedor—
¿Se me muere y ni me avisa ni nada?
Me sorprendió de primeras que me hablase como si todo fuese
una broma, pero luego me di cuenta de que para ella hablar con los
muertos es como para un contable hacer hojas de cálculo. Sin embargo,
el cómo había hecho para percibir que era yo, Forelli, y no otro fantasma
cualquiera que estaba de paso escapa aún de mi comprensión.
—Está complicado, teniendo en cuenta que ni siquiera pensaba
morirme. O no de esta manera, al menos.
Rosa María chistó por la comisura derecha de su boca mientras
metía los labios para adentro en señal de resignación y, en cierto modo,
arrepentimiento.
—De haber sabido que te mató, no habría aceptado encargarme
de ella.
—¿Y renunciar a los dólares del viejo Dráculo? —contesté en
tono jocoso, haciendo referencia a Ponce— No tenías forma de saber
nada de esto, y sé que siempre has tenido que matarte a trabajar. No sería
justo que renunciaras a tu sueño por mí.
—Ninguna sala de tatuaje vale el sufrimiento eterno de un
amigo.
Pude notar, entonces, que su amargura era completamente
legítima. Nuestra relación no era demasiado profunda, siempre se limitó
a las horas que pasábamos tatuándome el brazo y hablando de nuestras
desdichas, pero parece que Rosa la valoraba bastante. Me sentía

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halagado, pero igualmente no podía culparla por aceptar un trabajo bien
remunerado por algo que no podía saber.
—¿Está aquí hoy? —le pregunté tras unos segundos de un
doloroso y culpable silencio por parte de ella.
—Sí, debe estar en mi cuarto, leyendo alguno de sus libros.
—Entonces no te sientas mal, porque hoy vas a poder ayudarme.
Tengo entendido, que aquellos que conseguimos, por así decirlo,
“resistir” a la muerte lo hacemos porque tenemos asuntos pendientes en
vida. ¿Es correcto, Rosa?
—Más o menos correcto, señor.
—La cosa es que no sé exactamente qué es lo que me mantiene
atado, por lo que he decidido empezar a descartar posibilidades. La más
inmediata es el hecho de que no pudiese arreglar las cosas con Marta, y
por eso he venido hoy aquí. ¿Me dejarías tu cuerpo para poder tener una
última conversación con ella?
Rosa María tomó una última calada de su cigarrillo, lo apagó en
un cenicero de cristal que había encima de la mesa y se levantó, mirando
en mi dirección.
—Creo que es la primera vez que me piden permiso para
poseerme. Ojalá el fantasma y el acosador medio fueran la mitad de
considerados que tú. —Tras decir esto, extendió los brazos en cruz,
quedándose completamente expuesta —Proceda usted.
Si bien lo que le había dicho no era falso, no le había contado
toda la verdad. A lo largo del poco tiempo que llevo como fantasma, he
podido aprender que lo único que nos separa del Olvido, la muerte
definitiva para los nuestros, son unos objetos llamados “grilletes”. Estos
pueden ser cualquier cosa relacionada con el fantasma, ya sea porque
fuera muy importante para él o porque jugó una vital importancia en su

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generalmente violenta muerte. De momento sólo he identificado uno,
que es mi móvil, pero en los últimos días he sentido presencia de otro,
que venía de esta dirección. Quería localizarlo y destruirlo. Sabía que
Rosa no me ayudaría si sabía esto, por lo que le mentí. No es algo de lo
que me enorgullezca, pero prefiero evitar confrontaciones morales y
verbales en las que no se me va a comprender. Acabé cansado de esa
mierda en vida, por lo que intento mantenerme todo lo alejado posible
de esas situaciones en lo poco que me queda de muerto.
Tras darle las gracias, procedí a poseer el cuerpo. La experiencia
de poseer otro cuerpo es bastante extraña. El proceso de entrar al cuerpo
y controlarlo se siente como si uno se metiera en una armadura. A pesar
de tener carne y huesos, nunca se llega a sentir como si fuera mi propio
cuerpo, recordándome así que no estoy realmente vivo. Sin embargo,
estas posesiones me permiten superar temporalmente ese pequeño
inconveniente que tenemos los fantasmas de no poder tocar cosas en el
mundo material. Otra curiosidad es que, quizás por ser agentes externos,
tenemos control sobre todos los procesos corporales del sujeto que
poseemos, incluidos aquellos involuntarios. Por ejemplo, hace no tanto
provoqué que Ponce vomitara, aunque no preví que fuera a vomitar
sangre. Cosas de ser un viejo Dráculo, supongo. Imagino que, de la
misma forma, podría hacer que un mortal común se hiciera pis y caca
encima, o matarlo de un infarto, pero bastante tengo ya en la cabeza para
andar haciendo maldades de ese calibre.
Poseyendo ya a mi antigua tatuadora, procedí a bajar las
escaleras de la azotea. Saqué las llaves del bolsillo de Rosa y abrí la
puerta del salón. Por fuerza de costumbre, crucé la puerta y giré a la
izquierda, y dirigiéndome de forma casi automática a su cuarto. La
puerta estaba casi cerrada, pero no lo suficiente como para evitar que la

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luz de dentro se colara por los resquicios. Llevado por la educación que
recibí en vida, le di tres ligeros toques con los nudillos.
—Adelante.
La voz de Marta era inconfundible. Su acento, una extraña
mezcolanza del andaluz y leonés de sus padres con el canario, era el
equivalente auditivo de mezclar distintas plastilinas de colores hasta
quedar una informe masa grisácea en la que no se distinguen de ninguna
forma los colores originales. Su tono, el de una joven mujer afectada por
el síndrome de Peter Pan. Confirmada su presencia, entré en la
habitación.
Una vez dentro, numerosos recuerdos de las tardes que pasaba
allí marcando mi piel con los diseños de Rosa asaltaron mi mente. Las
filas de libros y mangas vigilando la habitación desde los elevados
estantes, compartiendo espacio con muñecas, fotos y dibujos varios. El
mueble que hacía las veces de armario y zapatero a mano izquierda
según se entra por la puerta, el maravilloso espejo de pie donde me solía
mirar los tatuajes a mano derecha, acompañado a su vez por una fina
estantería con sus repisas llenas de pinturas y útiles de maquillaje. Al
fondo se encontraba el blanco escritorio que hacía las veces de mesa de
trabajo. Normalmente se encontraba llena de tintas de tatuaje, diseños y
lápices, así como varios libros y una extraña lámpara blanca y alargada
con la que se daba luz cuando dibujaba. Se me antojaba algo vacía, pues
las herramientas de dibujo no se encontraban en ella. Imaginé que no
habría tenido tiempo de dibujar en los últimos días. El cuarto seguía
prácticamente igual más allá de eso.
Una vez cerrado el baúl de los recuerdos, vi a Marta sentada en
el sofá cama, leyendo uno de sus libros de fantasía juvenil con la espalda
apoyada en la pared. Vestía un pijama improvisado compuesto por una

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camisa vieja bastante holgada y unos pantalones cortos a la altura de los
muslos que dejaban su figura más al descubierto de lo que yo recordaba
ver durante el máster. Dado a que la constitución de Marta, sobre todo
la del pecho, era mucho más grande que la de Rosa, deduje que ambas
prendas debían ser del novio de esta última. Enfrascada en su lectura, ni
siquiera levantó la mirada para ver quién había entrado. Aprovechando
que no sabía que era yo, le quité los zapatos a Rosa y me senté a su lado,
haciendo como que estaba mirando lo que estaba leyendo. Marta me
miró unos pocos segundos por el rabillo del ojo, extrañada, pero se
volvió a centrar en la lectura rápidamente. Tenía toda la pinta de que
Rosa mantenía las distancias con ella, ya fuera por ser un simple encargo
de la Camarilla o por ser la persona que me había quitado la vida. Tras
un minuto de silencio, me decidí a revelar mi presencia diciéndole algo
íntimo, algo que seguramente Rosa no sabría.
—¿Qué tal está Carmen?
Acto seguido, levantó la mirada del libro y la dirigió hacia mí.
Su ojiplática expresión indicaban que me había reconocido. No sé si fue
por nombrar a la niña que tenían de acogida en su casa o porque
distinguió mi voz mezclada con la de Rosa (cosa que sucede cuando
hablo al poseer un cuerpo), pero lo seguro era que sabía que era yo,
Marcos. Se quedó paralizada en el sitio, probablemente aterrada por el
descubrimiento de que su primera víctima había vuelto de entre los
muertos y la había encontrado.
—Hija mía, que eres vampira. Creo que ya lo de sorprenderse
por lo sobrenatural se te quedó un poco atrás —bromeé, en aras de
calmar un poco la tensión.

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—También es verdad —contestó ella, relajando la postura. Su
expresión había pasado de ser una de terror a una de pasotismo—. ¿Qué
quieres?
—Tenemos una conversación pendiente, ¿recuerdas? Habíamos
quedado para eso el día en el que... Bueno, me mataste.
—Te mentí —dijo de forma apresurada y algo nerviosa—.
Accedí a quedar contigo para chuparte la sangre, no para hablar. Estaba
de rechupete, por cierto —Volvió a meter su cabeza en el libro—. Si no
quieres nada más, por favor, vete de mi vida.
La muerte no había cambiado la actitud de la hija pequeña de los
Martín García. Seguía siendo la misma niña grande que quiere aparentar
ser una princesa de hielo. Era su mecanismo de defensa para ocultar
años de inseguridades alimentadas por su entorno. Ahora quería dar una
imagen de femme fatale con colmillos, pero yo sabía que no tenía ni
idea de lo que era ser un vampiro realmente. Llevaba yo poco más de un
mes existiendo como fantasma, pero en ese tiempo me había dado
tiempo de aprender un par de cosas sobre los vampiros. Una de ellas era
el hecho de que el hambre extrema, las afrentas personales u otros
peligros podían causar en los vampiros un estado de enajenación
extrema al que llaman “Frenesí”, y me consta que Marta fue presa de
uno de estos episodios cuando me mató. Marta no ha sido instruida
siquiera en los términos más básicos del vampirismo, pero me consta
que sabe que perdió el control sobre sí misma aquel día. Aunque tenía
algunos impulsos de tirarle el libro de un manotazo y gritarle cuatro
cosas bien gritadas, tuve a bien levantarme, ponerme enfrente de Marta
y decirle:
—Mira, Marta, si tú no tienes nada que decirme, bien por ti. Sin
embargo, yo si tengo cosas que decir. Sé que tu conocimiento sobre el

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mundo sobrenatural es el mismo que tienes para tratar con personas, y
es grave que esto te lo esté diciendo un Asperger, por lo que te voy a
decir por qué me he molestado en venir aquí aún después de muerto.
Salí del cuerpo de Rosa y me hice visible. Ella seguía con su
libro, aunque parecía que no se podía concentrar.
—Marcos, que me dejes en…
No pudo acabar la frase. Al levantar la mirada, vio verdadero ser,
compuesto de un ectoplasma de color azul verdoso. Mi apariencia, en
esencia, es la misma que la que tenía aquella fatídica noche, tanto de
ropa como de apariencia corporal. Su mirada se paró en mi cuello, donde
aún tengo las marcas de sus colmillos, así como severas manchas de
sangre que desembocan en la misma herida y manchan mi ropa,
calcetines y zapatos, producto del ansia con el que me mordió y las
sacudidas que el dolor que su mordisco me provocaba. Seguí con mi
parlamento, ya que ahora parecía tener su atención.
—Cuando alguien muere, pueden pasar dos cosas. Una de ellas
es que la persona muere y ya está, que es lo que suele pasar muchas
veces. La otra es que su espíritu permanece en la tierra, por lo general
porque su muerte fue particularmente violenta y esa persona tiene una
fuerte voluntad de resolver aquellas cosas que no pudo dejar atadas en
vida. Supongo que te imaginas en qué categoría entro yo.
Si bien mi percepción social seguía siendo igual de nefasta que
la que tuve en vida, pude notar la incomodidad que la visión de mi yo
fantasmal le causaba a Marta, por lo que volví a meterme en el cuerpo
de Rosa María.
—A mí me hace menos gracia que a ti que haya vuelto a la
“vida”, si se le puede llamar así —continué—. Por eso estoy intentando
saber qué es lo que me mantiene atado a este mundo. Tras un tiempo de

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investigación en el Inframundo, tengo la corazonada de que una de esas
cosas es el hecho de que no pude decirte todo lo que tenía que decirte.
Así que por favor te lo pido, no tienes que darme explicaciones de
ningún tipo. Sólo escúchame y me marcharé. Luego puedes hacer lo que
te dé la gana todo eso.
La única respuesta que obtuve de ella fue un encogimiento de
brazos, lo que interpreté como un “me da igual”. Mientras cogía la silla
de madera plegable que Rosa tenía en el escritorio y la colocaba a los
pies del sofá cama, tuve una extraña sensación. Aquello que me había
atraído a la casa de Rosa había decidido manifestarse. Concentrado, noté
que venía de una mochila que había a los pies de la zapatera. La abrí y
rebusqué entre todo su contenido, aún a sabiendas de que era bastante
grosero por mi parte. Una vez le eché el guante, lo extendí enfrente de
mí. Lo reconocí al instante. Era un abrigo negro, fino y de manga larga
que Marta se ponía de vez en cuando. Era relativamente ajustado y le
realzaba su figura de una forma en cierta manera sensual, contrastando
con su habitual imagen de niña grande. De hecho, recordé que Marta la
llevaba puesta en el momento que me mató. Me sentía seguro en la
proximidad de esa pieza de ropa. Había encontrado mi grillete. Con él
en la mano, me senté en la silla y me dispuse a seguir con mi discurso.
—Verás, Marta, soy plenamente consciente de que tienes tus
propios problemas. Dios me libre de pensar o insinuar lo contrario.
Puedo entender que no quieras ayuda, pero eso no te da derecho a hacer
las cosas al trancazo. Yo mismo tengo los míos. Ya te comenté algunos
cuando te mandé aquel audio, pero eso no es más que la punta del
iceberg. Todo lo que te puedo decir sin empezar a contarte mi vida es
que con haberme dicho “gracias, pero no necesito tu ayuda, insisto en
mantener las distancias” me habrías ahorrado mucho sufrimiento.

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Marta miraba para mí y asentía. Si mi memoria no me fallaba,
era una táctica suya para fingir que le prestaba atención a algo, pero
realmente estaba pensando en sus vainas. En otras circunstancias me
habría molestado, pero yo mismo le dije que no tenía que escucharme,
así que lo ignoré. Seguí con mi discurso.
—Antes de conocerte, pensé que mi vida cambiaría, que por fin
había dado los pasos correctos para salir de toda la vorágine de
incomprensión y de problemas sociales que había asolado mi vida. Sin
embargo, acabaste siendo la primera prueba de que todos mis esfuerzos
daban igual. No importaba todo el esfuerzo que hiciese o los obstáculos
que superase, siempre sería el mismo inadaptado con los mismos
problemas. A la vida le daba igual que yo quisiese ser mejor persona, a
ella solo le importaba repetir su ciclo. —Paré un momento. Si bien yo
no necesitaba respirar, el cuerpo de Rosa sí—. Sin embargo, tu no fuiste
la gota que colmó el vaso. Ese honor lo tiene otra persona, y permíteme
decirte que no le llegas ni a la suela.
Suspiré, mirando al suelo durante un breve momento. El
recuerdo de cómo acabaron las cosas con Inma aún resultaba doloroso.
En cualquier caso, a Marta no le incumbía la identidad de esa persona
ni los pormenores de mi depresión. Quería perder de vista a mi asesina,
la extra de Crepúsculo, por lo que apuré el final de mi parlamento.
—En fin, resumiendo, que el mundo no gira alrededor de tu
ombligo. Tu fachada de princesa de hielo no le hace bien a nadie, y tú
eres la primera a la que está perjudicando. —Me levanté de la silla y me
dispuse a colocarla mientras seguía hablando— Sin embargo, no todo
van a ser sermones moralistas. Tengo que darte mis más sinceras gracias
por matarme. Me ahorraste tener que hacerlo yo mismo.

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Habiendo acabado ya, me dispuse a poner la silla en su sitio y
marcharme de allí. Sin embargo, noté que la expresión de Marta había
cambiado. Ya no estaba en modo automático, probablemente por la
última frase que le había dicho. Sin embargo, lo que me dijo mientras
me disponía a atravesar la puerta demostró que sus motivos eran algo
más egoístas.
—Eh, mi abrigo.
Tras verme sorprendido por unos segundos, me miré la mano,
percatándome de que estaba ahí. Era como si, en algún momento de la
conversación, el abrigo hubiese dejado de existir. No como el que se
despista mientras hace otra cosa y se olvida de que está sosteniendo
algo, sino como si toda aquella energía que lo atraía hacia mí se hubiese
desvanecido. De alguna forma, había dejado de ser uno de mis grilletes.
¿Lo había destruido? No lo tenía claro. En un acto semiconsciente de
coraje y desdén, enrollé la prenda de ropa y se la tiré con cierta fuerza a
la cara. Hecho esto, abandoné el cuerpo de Rosa y, tan rápidamente
como pude, atravesé las paredes del edificio para marcharme de allí.
Sé que fue bastante rudo por mi parte salir corriendo sin darle las
gracias a mi amiga o darle siquiera una triste explicación, pero no quería
arriesgarme. Algo me dice que tuvo acceso a mis pensamientos mientras
le poseía y, como dije antes, dudo que ella aprobase lo que estaba
haciendo, por lo que preferí evitar la confrontación como un vampiro
evita la luz solar. Me pondría bastante de los nervios, además, que no
me dejasen morirme ni siquiera después de muerto. Los discursos de
que había que ser fuerte, caerse siete veces y levantarse ocho y todo ese
tipo de mierdas no hacían más que enervarme llegados a este punto. ¿De
qué sirve ser fuerte si la competición está amañada? Al mundo no le
interesaban mis motivos, mis sentimientos o mis líneas de pensamiento,

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sólo mi sufrimiento. Extraño, no ha sido hasta después de muerto que
he aprendido a mantener el pico cerrado.
Sea como fuere, había dado mi primer paso hacia el Olvido. Ya
quedaba menos para que mi existencia cesase de una vez por todas. Se
acabaría tener que pelear por vivir en un mundo donde, en términos de
interacción social, era un ciego viviendo en un país de tuertos. Dejaría
de existir y éste ser un lugar más feliz. Desapareceré de la memoria de
todos, por lo que nadie sufrirá y, además, la gente que me echó de sus
vidas se alegrará. Eso la incluye a ella, aunque algo me dice que ya me
ha olvidado por sí sola. A fin de cuentas, ya llevaba dos meses sin
hablarme cuando morí. Seguramente mi muerte le haya hasta alegrado,
pues ya no tiene que preocuparse de que quiera volver a arreglar las
cosas. Una vez caiga en el Olvido, ni siquiera se acordará de mi cara.
Las historias de terror no son todo lo falsas que nos han hecho
creer, pero al final no hay tanta diferencia. O al menos yo no soy capaz
de verla.

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