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OPINIÓN

Por: Reny Jhonaider Cárdenas Huillca

Esta tarde tras haber observado a través del balcón, aprecié la hermosa capilla a no más de dos cuadras de mi
casa, esta tarde fieles creyentes harán misa por El Divino Niño. Muchos de ellos hace días que vienen
peregrinando desde su tierras con fin de ofrecer sus candorosas promesas tan simples como una flor de campo,
y sus pedidos tan apremiantes como la salud, la comida, el trabajo y el bienestar de sus familias. Como quizá
un símbolo lúgubre es que se siente junto a su andar, el ritmo pausado de un tiempo no es el de la prisa de los
relojes. La vida de los hombres antes se centraba en valores espirituales hoy casi en desuso, como la dignidad,
el desinterés, el estoicismo del ser humano frente a la adversidad. Estos grandes valores, como la honestidad,
el honor, el gusto por las cosas bien hechas, el respeto por los demás, no eran algo excepcional, se los hallaba
en la mayoría de las personas. ¿De dónde se desprendía su valor, su coraje ante la vida? Lo cierto es que ahora
todos aquellos valores y sabiduría que conformaban al hombre íntegro, sólo pueden verse vestigios en aquellos
hombres de campo, donde felizmente la tecnología es casi inexistente; cuando no sentía que debía obrar
siempre y en cualquier momento para controlar el acontecer de todo, como lo cree hoy en día. ¿Pero qué ocurre
cuando se da un choque entre dos realidades completamente distintas?

El conflicto dado en Bagua se halló a las fuerzas en un agotador enfrentamiento contra los nativos; quienes
dispuestos a morir por la tierra que les salvó la vida y en la que las más tiernas miradas de sus antepasados y
descendientes desarrollaron sus vidas, se encontraron parados sobre la terreno, prestos a defender esa zona
que hacían del nacimiento, el amor, la adolescencia, la muerte, un ceremonial bello y profundo. La política de
inversiones al ser promovida en el marco de ejecución del Tratado de Libre Comercio, desató una ira visceral
de parte de todos los indígenas. Cuán detestable son aquellas personas que brindan decisiones infames muy
cómodas desde sus asientos; las consecuencias no son para menos, las bajas humanas siempre representan
dolorosas angustias para allegados de la víctima. Sin duda un período de tradicional ferocidad del hombre. La
destrucción catastrófica de la naturaleza, neurosis colectiva e histeria generalizada, nos han abierto por fin los
ojos para revelarnos la clase de monstruo que fue engendrado y criado orgullosamente: nada más que el ser
humano ambicioso y egoísta. A cada instante, el poder del mundo se concentra y se globaliza más; el egoísmo
es comparable a un salvaje animal totalitario que aferra con sus garras aquello que más beneficio personal le
traiga.

La degradación en la justicia provoca la sensación de que la democracia es un sistema incapaz de investigar y


condenar a los culpables, como si resultara un caldo de cultivo favorable a la corrupción. Es hora de exigir
que los gobiernos vuelquen todas sus energías para que el poder adquiera la forma de la solidaridad, que
promueva y estimule los actos libres, poniéndose al servicio del bien común, quitándose la venda egoísta, y
observar el supremo bien de una comunidad. Debemos hacer surgir, hasta con vehemencia, un modo de
convivir y de pensar, que respete hasta las más hondas diferencias; sólo así se evitará otro sórdido pasaje en
nuestra historia. Como futuro abogado, tengo como ideal otorgar al hombre más justicia social y tomar una
auténtica conciencia sobre la importancia de no ocasionar más llagas al ambiente, que tanto hizo desde siempre
por nosotros.

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