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Por la vida, por los chicos, por Telefé: los milagros del ajuste

Jens Andermann

El milagro es el origen de la fe y también su horizonte. Suspensión momentánea del


tiempo, induce a un estado de gracia que remite al comienzo y al fin de las cosas
permitiendo precisamente así el recomienzo de una sucesión que ya se sabe cargada de
otra temporalidad. El milagro anuncia la inminencia de la redención a través de su
postergación indefinida. En eso se parece al dinero: el no-objeto metafísico que facilita la
expansión inifinita del intercambio material a través de su interrupción perpétua, al
introducir en aquél un tercer término que permite contabilizar, "encarnado en una
sustancia tangible,"i la misteriosa relación entre valores que, de otra manera,
permanecerían inconmensurables uno al otro. Dicho de otro modo, tal vez no debería
sorprendernos la íntima asociación entre las creencias milagrosas y una modernidad que
ha ido paulatinamente extendiendo la mediación trascendental de la relación de capital
hasta la última fibra del tejido social, y así ha instalado lo sagrado hasta en lo más íntimo
de la cotidianeidad. Como afirma el historiador Jaroslav Pelikan, entre el comienzo de la
década de 1980 y mediados de los noventa, se han registrado mayor cantidad de
apariciones de la Vírgen María, en lugares tan diversos como Ruanda, Australia,
Nicaragua, Estados Unidos y Argentina, que en todo el lapso entre 1830 y 1930, conocido
entre los especialistas como el "gran siglo de apariciones marianas".ii Pero si éstas,
operativizadas por el aparato eclesiástico, insertaban la doctrina católica y sus
dramaturgías rituales de peregrinaje y expurgación en la construcción de un espacio
ideológico y territorial de la patria, en contestación directa a las corrientes humanistas y
anticlericales del nacionalismo moderno,iii la proliferación milagrosa de los últimos
tiempos ocurre por el contrario en un contexto de debilitamiento de los estados y de
transnacionalización de los flujos materiales y simbólicos de capital propios de la
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globalización y del eufemísticamente llamado proceso de ajuste estructural de las


economías nacionales.

Cabe preguntar, entonces, por los vínculos y correspondencias entre la monetarización


especulativa impuesta por la "revolución conservadora" desde mediados de los años 70
en el marco del consenso de Washington –el milagro económico y sus consecuencias
arrasadoras– y esa reemergencia masiva de formas arcáicas de devoción. El capitalismo
tardío parece haberse aprestado a cumplir al pie de la letra los sombríos presagios
borroneados por Walter Benjamin en el fragmento "El capitalismo como religión," donde
especulaba sobre la pulsión destructora de un culto al endeudamiento inexpugnable,
regido por "la desesperación creciente hasta convertirse ésta en estado religioso del
mundo, del que se espera la redención."iv El culto mariano actual es sólo una faceta de la
galaxia de esperanzas y clamores depositados en un vasto elenco de santos y espíritus de
creciente híbridez y alcance gracias a las posibilidades difusoras de los medios
audiovisuales y digitales, con los que deben competir hoy las iglesias católicas y
protestantes, incluyendo en su abanico de sincretismos los cultos emergentes a estrellas
difuntas de la telenovela, la cumbia y la crónica policial.v

Apariciones y milagros, sugieren Manuel A. Vásquez y Marie F. Marquardt, participan


hoy de un proceso complejo de "creación global de lo local," proceso que envuelve
dinámicas micro- y macropolíticas entremezcladas: entre otras, los cambios introducidos
por la transnacionalización del capital en el tejido de jerarquías y dependencias de clase,
género, étnia, etc. que conforman una localidad; el ajuste de prácticas y objetos
devocionales impulsado desde el Vaticano en el marco del "Proyecto Nueva
Evangelización"; la diseminación y el desplazamiento de prácticas simbólicas a través de
migraciones intercontinentales y la posibilidad de acceso virtual entre espacios-tiempos
lejanos brindado por internet y los canales internacionales de televisión satelital.vi Lo
sagrado, entonces, resurge hoy desde las entrañas mismas del "híperespacio" producto de
una compresión espacio-temporal que instala a la virtualidad como condición primaria y
nivelizadora de sociabilidad globalizada.vii
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Milagro y accidente

Ante esa virtualización comprehensiva de las relaciones económicas y sociales, la fe y el


dinero encuentran su suelo común en el espectáculo. Así, en La ciénaga (2001), primer
largometraje de Lucrecia Martel, es la pantalla televisiva donde originan milagros y
apariciones de diverso orden. En una escena, Mecha –el personaje de Graciela Borges–
mira en la tele una publicidad de refrigeradoras "Upsala"; en el próximo plano de su
dormitorio el mismo aparato se ha materializado como por acto de magia (el filme nos
permite reconstruir el origen técnico de esa aparición, al entregarnos antes de cortar la
imagen televisiva del número al que hay que llamar para comprar la refrigeradora a
crédito). En otros momentos, la pantalla entera está tomada por sucesivos noticieros de la
televisión local, entrecortados con tomas de las habitaciones donde distintos habitantes de
la finca La Mandrágora asisten al programa, que relata un "caso" de aparición de la
Vírgen en la vecina ciudad de La Ciénaga. Junto con otros motivos o tópicos –el viaje
eternamente postergado de Mecha y Tali a Bolivia; el cuento del perro-rata que asusta al
niño Luciano; la llegada varias veces anunciada y desmentida de Mercedes– los
noticieros participan del "sistema de pivotes" narrativos que movilizan una trama de
acciones estancadas y desconexas. Como sugiere David Oubiña en un análisis
pormenorizado del filme, más que una sucesión hay en La ciénaga un tejido de
acontecimientos cuya irresolución es incrementada todavía por la composición del plano
a destiempo y contrario a las reglas clásicas de organización espacial de la toma. Esa
dislocación en tiempo y espacio, mimetizándose con un tipo de percepción infantil,
produce un efecto de amenaza y exposición a lo desconocido, un "régimen de
inminencia" permanentemente cargado de amenazas. Como bien lo resume Oubiña: "La
sucesión de pequeños accidentes y de situaciones de riesgo nunca modifica el
comportamiento de los personajes; pero la alternancia entre peligro e inacción [...]
produce una acumulación conflictiva y, por consiguiente, un crecimiento de la tensión
dramática que sólo puede resolverse en una catástrofe."viii

Ahora bien, ante esa pérdida de anclajes espacio-temporales que padecen los personajes,
y que la película le impone a su audiencia a través de la composición y del montaje de
planos, los "pivotes" ofrecen el refugio mínimo de una obsesión o angustia compartidas;
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un tópico donde coincidir momentáneamente para posibilitar el encuentro y la


conversación, tal y como la habitación (y la cama) de Mecha se convierte en lugar de
reunión familiar tras el accidente de su ocupante principal. Pero si la serie de noticieros
acerca del "milagro" participa de la función estructural de estos lugares comunes,
también se diferencia de éstos al remitir a un "afuera" del espacio casero de la finca y sus
ramificaciones (la casa de Tali, el apartamento de Mercedes en Buenos Aires). La noticia
televisiva proporciona así un horizonte o punto de fuga, una exterioridad virtual donde
por una vez pueden confluir las miradas de los personajes dispersos por ese interior
laberíntico y absorbente que es la casa familiar. Pero no sólo las de ellos; también las
miradas de toda aquella población despreciada y temida de "kollas", "chinas" e "índios"
con la que los familiares de Mecha y Tali, representantes de una oligarquía local en
terminal declive, sólo interactúan por vía del servicio doméstico, de las incursiones
infantiles en el monte o de esporádicos estallidos de violencia, confluyen en la pantalla
chica, como demuestra la aparición en cámara de los primeros "peregrinos," hombres
humildes de vestimenta y dicción campestre. Es, también, mirando las emisiones
televisivas tiradas en la cama a la hora de la siesta, que se dan los momentos de mayor
intimidad entre Momi e Isabel (la hija menor y la sirvienta), las únicas que por momentos
parecen capaces de transgredir el cerco familiar de repeticiones compulsivas y de
reproducción del sistema afectivo racista, patriarcal y clasista en el que permanece
cautivo todo el personal dramático. En suma, entonces, la noticia del milagro
proporciona una suerte de centro externo o liminal que organiza desde la virtualidad de la
pantalla chica la comunalidad de los lugares y situaciones desde donde se lo mira. Esa
función de exterioridad interna se repite a nivel formal, ya que la imagen de la "pantalla
en la pantalla" instala al interior del espacio visual de la toma un otro espacio visual. De
un modo extraño y trastornado, esa visualidad interior, sin desmentir en momento alguno
la cohesión interna de la diégesis, funciona también como reflejo de la exterioridad de
nuestra mirada, desestabilizando la ya habitualizada operación de sutura que todos
sabemos realizar en una sala de cine, restituyendo con nuestra presencia de videntes un
fantasmagórico espacio de plenitud.ix

En otras palabras, la crónica visual de la aparición mariana en La ciénaga es al mismo


tiempo el punto de fuga interno a la diégesis, el horizonte vacío en el que convergen
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todos los vectores visuales, y el relato interno de la relación que el filme construye con la
mirada del espectador, al frustrar a través de la fragmentada composición y montaje de
planos el deseo de cohesión imaginaria de esa mirada. Para entender cabalmente esa
compleja función (auto)crítica, precisamos analizar en detalle la secuencia. Secuencia,
por supuesto, discontínua, ya que, como veremos, en sus entregas sucesivas es cortada
una y otra vez por la perforación sonora desde otro espacio "otro," la llamada telefónica
desde el departamento de Mercedes en Buenos Aires, el verdadero centro económico del
que depende el ingreso familiar y al que, en cambio, se le debe rendir un tributo sexual en
forma de sucesivas generaciones de amantes varones. La fuga imaginaria, podríamos
decir, se frustra una y otra vez por el arrastre de lo real: relación que, nuevamente, pone
en juego la tensión entre espectáculo, deseo y dinero que introdujimos al comienzo.

Pero vamos por partes. La secuencia comienza con una pantalla televisiva ocupando por
entero el espacio de la toma, y donde se muestra a una señora de barrio dirigiéndose a la
cámara: "Ahora que estoy mirando, sinceramente no veo nada..." Desde fuera del
encuadre, irrumpen otras voces: "Pero mire, ahí está la dueña de casa..." "¡Pero ahí se
ve!" "Sinceramente no veo nada. Hace dos horas que estoy acá." Corte sobre Momi e
Isabel en la cama de ésta última, iluminadas por los rayos azules de la pantalla, comiendo
nueces o maní (la escena es vagamente erótica, a la vez que invoca a la ceremonia
eucarística: Isabel, sentada, le da de comer a Momi tirada en la cama a su lado; la cámara
cortando desde un plano mediano a un close-up sobre la cara de Momi al recibir la dádiva
de su amada). Sigue la pista sonora del noticiero: "¿Está su hija?" "¿La llamo?" "Sí, por
favor." Vuelve a aparecer en pantalla la imagen del noticiero, ahora mostrando a una
mujer joven, morocha, emergiendo desde los fondos oscuros de una modesta casa de
barrio: "¿Vos viste a la Vírgen" "Sí, sí..." "¿Cómo la viste?" "Yo estaba colgando la ropa,
y arriba del tanque vi una luz y bueno, me puse a mirar y vi la Vírgen." La cámara, como
para confirmar lo dicho, sube en un paneo héctico por el techo hasta encontrar el tanque
de agua, para cortar después contra un close-up de las caras de vecinos y transeuntes,
gente humilde de facciones mestizas, cuyas miradas repiten el movimiento mientras la
periodista insiste: ¨¿La viste alguna otra vez? ¿Es la primera vez? ¿De cerca o de lejos?"
Corte sobre la cara de la joven: "Y, más o menos, yo estaba ahí en el patio y la vi en el
tanque..." Empieza a sonar el teléfono; nuevo corte sobre la habitación de Isabel mientras
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se siguen escuchando voces desde la tele (un hombre: "...me dijo que la veía..."), hasta
que, al final, Isabel atiende la llamada. Corte sobre José en el departamento de Mercedes
en Buenos Aires.

En esta primera "entrega" de la serie de noticieros ya están desplegados los elementos


que, después, serán repetidos con mínimas variaciones (como el punto de vista diegético,
que oscila entre las camas de Isabel y Mecha): el inquirir persistente de periodistas y
vecinos por reproducir, en palabras, la indecible "verdad" de la visión, apoyado en un
manejo burdamente intrusivo de la cámara que a pesar de carecer también de una
demarcación rigurosa de tomas difiere notablemente de la composición visual del resto
del filme. En lugar de un encuadre que curiosea las acciones pero parece ignorar desde y
hacia donde irán (esa visión "mimetizada con un tipo de visión infantil"x que predomina
en la composición de la mayoría de tomas), aquí la cámara pretende ocupar un lugar de
autoridad omnisciente, de control absoluto sobre el tiempo y espacio, manifestado en el
soberbio zoom-in rápido que penetra las caras y pone objetos y lugares a su alcance.
Aquí, ese uso torpe de las técnicas afectivas propias del melodrama, esa mútua y
tautológica confirmación entre palabra e imagen, sugiere nada menos que la inminente
reproducción del milagro en pantalla. Obviamente, esa re-aparición se posterga una y
otra vez para más allá del próximo corte publicitario, ya que es así, precisamente, como
coinciden y se retroalimentan las temporalidades de la fe y de la mercancía. En las
últimas emisiones, la máquina del espectáculo termina por adueñarse por completo del
"milagro", desmentido ya por su testiga inicial (la escena es notable: sobre un plano
mediano de la joven, se escucha la voz de su madre: "Mi hija no quiere hablar, está muy
cansada. La verdad que no quiere hablar con nadie." Zoom-in sobre el rostro de la chica,
la cámara penetrando en la penumbra del cuarto, esquivando el cuerpo protector de la
madre. Periodista: "¿Miriam? ¿No aparece más la Vírgen?" La joven mueve lentamente
la cabeza en signo de negación. "Bueno." La madre cierra la puerta. Empieza a sonar un
teléfono. Periodista: "En esta intersección del barrio San Francisco hay algo que no deja
de preocupar..." Corte sobre Mecha en la cama, contestando la llamada –"hola
Mercedes ... no, son esos índios que nunca saben atender las llamadas ... ¿qué?" Entra
José a atender; desde la televisión se escuchan rezos, la voz de la periodista: "La
aparición se ha producido justamente en el tanque de agua...").
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Lo que estudia la secuencia de noticieros es entonces la dislocación del "milagro" desde


la intimidad epifánica o psicótica de la chica de barrio hacia la publicidad melodramática
del espectáculo televisivo donde termina por realizarse de veras: la aparición "se ha
producido" precisamente cuando se ha fusionado completamente con el espectáculo,
cuando se ha logrado producirla como espectáculo, cuando espectáculo y aparición se
han fundido como por milagro. Es por eso que se frustra el intento de Momi por restituir
la felicidad perdida (el tiempo anterior a la partida de Isabel y la muerte de Luciano)
acudiendo al sitio sagrado – "Fui adonde se aparecía la Vírgen. No vi nada.". Porque,
"justamente", ahí ya no hay nada para ver desde que la visión se ha fundido con la
televisión, que es visión postergada: visión después –y también más allá– de la visión.

Los críticos principales del filme se han apresurado a leer en la afirmación de Momi el
momento de desencantamiento productor de conciencia propio de la novela de iniciación
moderna: "Quizás ella, finalmente, ha entendido," dice David Oubiña, refiriéndose a una
posible comprensión de "lo falso y artificioso," "la torpe manipulación" que ejerce el
espectáculo televisivo.xi Quizás efectivamente sea así; pero me parece que esta lectura
desatiende la peculiar relación de intimidad personal que Momi ha sabido construir hasta
ahí con "el milagro," relación cuya emergencia habíamos presenciado precisamente a
través de la serie de noticieros que también eran la cifra visual de los momentos de
cercanía entre ella e Isabel. Coincidencia, por supuesto, que Momi desde el comienzo
mismo del filme había traducido en un lenguaje religioso (uno de los primeros planos la
muestra rezando en voz baja, acostada al lado de Isabel, y dándole las gracias a Dios por
el don de su amada): quiero decir, el "peregrinaje¨ de Momi antes que como un episodio
de desilusión religiosa tal vez deba leerse más bien como un ritual de duelo amoroso, tal
y como la asistencia a las entregas del milagro-espectáculo había proporcionado para ella
el lenguaje ritual de un estado de felicidad –de gracia– nunca antes experimentado. De
este modo, su historia entronca con la de Amalia en La niña santa, quien también se
adueñará de una figura del ideario católico –el llamado– para construir a partir de ella su
emergente subjetividad sexual. En Amalia como en Momi, esa apropiación del milagro
para construir con él un lenguaje ritual altamente personal, vehiculiza procesos de
subjetivación que pueden o no terminar en el desencanto secularizador que sugiere
Oubiña. Pero antes que eso, apuntan hacia una multiplicidad de usos íntimos del milagro-
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espectáculo, visión vacía que se torna fetiche y que, como éste, puede ser investida de
significados y poderes diversos y contradictorios.

Ahora bien, en ambos filmes el milagro, como el no-acontecimiento cuya inminencia


eterna no obstante escande la temporalidad de los personajes, es también una especie de
figura-reflejo de aquel otro que, a pesar de sufrir también interminables prórrogas y
postergaciones, eventualmente sí ocurre: el accidente.xii Como ha sido notado
ampliamente por la crítica, la temporalidad de repetición y estancamiento de La ciénaga
es un tiempo cautivo entre dos accidentes, la caída inicial de Mecha y la última y fatal de
Luciano; pero adentro de ese tiempo muerto significado por las siestas interminables está
también la catástrofe más íntima y personal para Momi del embarazo de Isabel que ya
augura su partida. La secuencia de esa revelación es filmada con una sutileza tierna,
apoyándose en la visión de Momi tras el umbral de una puerta interior del boliche donde
Isabel acude en procura del Perro; como Momi, no escuchamos las palabras de los novios
por debajo de la música cumbiera de fondo, pero podemos leer en la cara tensa de la
chica y en el encuadre que la muestra cada vez más aislada en el ambiente extraño, la
comprensión naciente de una ruptura. A esa imagen-afecto, uno de los pocos momentos
de intensidad emotiva del filme, sigue un corte brutal al tanque de agua del noticiero
televisivo, y luego la entrevista final a "Miriam" donde se confirma el final de las
apariciones. En La niña santa, milagro y accidente se confunden en el relato del bebé
salvado por la intervención de su madre muerta en un accidente de tránsito, que se
cuentan las chicas al visitar el sitio donde "ocurrió el hecho": pero es también,
nuevamente, un lenguaje cifrado del deseo el que emerge del cruce entre esas dos figuras
de ruptura, un estado de excitación que estalla en gritos y correrías por el bosque,
perdiendo y encontrándose las chicas entre chillidos y rezos, acrescentados súbitamente
por el peligro real de unos tiros que perforan el silencio del monte.

Accidente y milagro son, en ambos filmes, las figuras de transformación que condensan
las experiencias de metamorfosis de aquellos personajes que son los portadores de la
mirada: las adolescentes. Lenguajes del deseo, enmarcan un espacio-tiempo libidinal
donde la transgresión y la salvación se confunden. Pero sobre todo, corresponden a un
tipo de experiencia que tiene al personaje como espectador más que como actor de una
situación que excede sus facultades de protagonizar y así reconvertirla en movimiento
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narrativo, en imagen-acción: experiencia que tiende a la "situación puramente óptica y


sonora" que Deleuze atribuía a los personajes niños del neorrealismo y de la nouvelle
vague, pero también la ingenuidad crítica del ¨niño-director" de Rancière.xiii A lo que voy
es que, en ambos filmes de Martel, esas actitudes propias de las adolescentes, de procesar
y verosimilizar experiencias de transformación que les sobrevienen sin que ellas puedan
controlarlas (aunque, precisamente, la creencia milagrosa proporciona una suerte de
control, si bien dentro de una lógica fetichista), no sólo no contrastan sino que se
confunden con la pasividad y el des-control sufrido por el mundo adulto. Señalan a un
estado de experiencia histórica que también sólo conoce al milagro y al accidente como
móviles de cambio, una vez perdidas las riendas del propio destino: un tiempo
enmarañado, como en la terrible imagen de la vaca atrapada en el lodazal de La ciénaga,
cada uno de cuyos movimientos ya sólo acelerará su hundimiento. Tiempo signado, pues,
por la pérdida de espacios de maniobra que convierte a todos los personajes en
espectadores más que actores de su propio quehacer, portadores de miradas agonizantes
postrados en camas y reposeras. Temporalidad barroca que, sugiere Idelber Avelar,
sintomatiza el estado de posdictadura, "no tanto la época posterior a la derrota (la derrota
todavía circuscribe nuestro horizonte, no hay posteridad respecto a ella), sino más bien el
momento en el que la derrota se acepta como la determinación irreductible de la
escritura".xiv

Milagro e historia

Pero si, para Avelar, sólo esa escritura que se construye desde el corazón mismo, la
crípta, del estado de derrota, puede alcanzar una fuerza crítica volcada en contra de su
propia materialidad, esa misma fuerza, en el cine, pareciera resultar de la incorporación
de la mirada ingenua solicitada por el espectáculo y el milagro, pero para construir a
partir de ella una "fábula contrariada". Es ahí, sugiero, donde confluyen los ejercicios
martelianos de exposición a través de la mirada infantil o adolescente y el trabajo sutil de
encuadre y edición de Ciudad de María (Enrique Bellande, 2003), documental notable
sobre la transformación de San Nicolás, provincia de Santa Fe, de la ciudad-fábrica del
acero en la ciudad-santuario de la neorreligiosidad posindustrial. En Martel como en
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Bellande, la fuerza crítica del relato cinematográfico es producto de la incorporación,


como principio de composición del plano, de la mirada "inocente" o "ingenua" que
solicitan el espectáculo y la fe (y el espectáculo de la fe). Ésta se vuelve una forma de
exposición crítica justamente al empezar a formar parte de un relato visual que no
comparte su lógica. Al someterse al trabajo cinematográfico de edición y montaje, la
imagen generada por la mirada ingenua es contrariada por aquello que ha buscado
suprimir en su pretensión de inmediatez sensible. Hay contrariedad, en otras palabras,
porque la imagen pertenece a otro modo de experiencia histórica que la trama
cinematográfica en la que se encuentra inserta, modos de experiencia que en el caso
argentino –como demuestra Ciudad de María– están íntimamente vinculados, por un
lado, con los avatares sucesivos del peronismo "clásico" entre 1945 y 1973, y por el otro
con el menemismo como culminación del barroquismo posdictatorial.

El "relato" de Ciudad de María avanza en dos ejes que recrean en la materia fílmica
misma el movimiento espacio-temporal propio de la devoción mariana: por un lado,
acompaña a los peregrinos quienes, desde distintos lugares y por distintos móviles, se van
acercando paulatinamente al sitio sagrado; por el otro, vuelve a hurgar en la historia del
"milagro" (vuelta a contar todos los años, como vemos al acompañar al periodista local
en su rutina de entrevistas a testigos y autoridades, trabajo que ha realizado –explica–
desde que le tocó "destapar" la aparición de la Vírgen a Gladys Motta, vecina de la
localidad). Ambas tramas, el viaje en el espacio y el viaje en el tiempo (hacia el "origen"
y de ahí nuevamente al presente), finalmente confluyen en el rito extático de la procesión,
realizada precisamente en el aniversario de la primera aparición. Ese tramo final, donde
el ritmo de la película parece coincidir por entero con el de su objeto, ha sido criticado
como una "deposición de armas" por parte del cineasta, en "reconocimiento de que no es
posible resistirse a la seducción del espectáculo"xv. Sin embargo (como termina
sugiriendo el mismo crítico), en realidad la secuencia admite también la lectura opuesta
ya que, al encontrarse inserta no sólo al final del trayecto ritual sino también de su
incorporación como el doble eje de una narración cinematográfica, esta secuencia ya está
irremediablemente saturada de historicidad. La multitudinaria expresión de fe,
intervenida por el cine, no puede sino volverse expresión histórica. Y la secuencia donde
celebra su triunfo el espectáculo del milagro es en realidad el triunfo del trabajo
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cinematográfico sobre ese mismo espectáculo, al que ha logrado imponer nuevamente su


rigor narrativo de fábula contrariada.

Ese triunfo está simultáneamente marcado y renegado por los dos paneos que abren y
cierran el filme. En el primero, la cámara abarca, en un largo travelling de izquierda a
derecha sobre la ciudad, el río con las instalaciones fabriles y el centro con sus torres de
departamentos y oficinas, hasta pararse en la basílica en construcción. En el último, el
encuadre se abre desde el templo a una panorámica de la ciudad, inundada por la luz
violácea de un atardecer kitsch. Ya no se ven ni el río ni las fábricas. El movimiento
narrativo del primer paneo ha sido cancelado por el movimiento radial del acontecimiento
milagroso que borra la historicidad de aquél como también la propia. Su triunfo, sin
embargo, viene demasiado tarde: ya el filme nos ha mostrado la historia de esa imagen,
que no es otra que la del reemplazo paulatino de la imagen inicial. Ciudad de María, en
otras palabras, es la historia del traspaso de una visión a otra: y es así como, a su pesar, la
imagen radial de la ciudad-santuario es forzada a decir su propia historicidad, a volverse
ella misma visión histórica, figura del momento histórico que ha pretendido ofuscar. Su
victoria, gracias al trabajo sutil y paciente del cine, se ha vuelto pírrica.

Todo el filme, de hecho, puede leerse como un despliegue de esa gran tensión entre dos
imágenes que remiten a dos regímenes de visibilidad distintos. Lucha que queda instalada
desde las primeras tomas que siguen a la panorámica del comienzo: una "movilera" de un
canal privado de televisión, preparándose a filmar una nota frente a la casa de Gladys
Motta, rodeada de una multitud de peregrinos (ella aparece filmada por la cámara de
Bellande que –aquí como en otras tomas que muestran el trabajo de producción de la
noticia– cancela el efecto de inmediatez televisiva): "Ésta es la casa de Gladys Motta.
Según la tradición, la Vírgen se le apareció por primera vez el 25 de septiembre de
1983..."xvi Corte a una cámara móvil que, entre los créditos de producción del filme, se
inmersa en la multitud, aprovechando las entrevistas que la movilera saca a varias
mujeres ("...nunca se la ve en fechas como ésa..." "¡No sale!" "Si siempre viene a saludar
a los peregrinos..." "Sí, la vieron, la vieron..."). Terminan los créditos, y la cámara ha
llegado, como si se hubiese escondido entre ellos, al zaguán de la casa, enfocando un
hombre anciano levantando los montículos de cartas que han dejado los peregrinos. El
hombre repara en la cámara y se abalanza sobre ella: "Che pelotudo, qué me venís
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filmando acá..." La cámara retrocede, empiezan a intervenir los peregrinos: "¡Andá!"


"Así no se hace..." "Si están las cámaras presente es imposible..." (una mujer de rostro
gastado, asumiendo un improvisado papel de portavoz:) "Por una cuestión de privacidad
de la señora. Se pide que se respete. Es lo único que se solicita. Que se retiren del sector
con las cámaras. Es por el bien de todos."

Una y otra vez, a lo largo del filme, la cámara pierde la batalla contra los fieles quienes,
en una ocasión, hasta llegan a improvisar una manifestación espontánea ("¡Qué se vayan!
¡Qué se vayan!") a fin de impedir que el equipo de Bellande filmara a la vidente,
ahuyentándola talvez definitivamente de sus miradas. Pero esa hostilidad violenta a que
se grabe a Gladys, como si la captura fílmica pudiera interponerse irrevocablemente a su
contacto personal, su propia visión de la vidente, contrasta con la proliferación barroca de
imágenes generada por el culto: desde las estatuas, medallones y pañuelos de la Vírgen de
todo tamaño y valor que se comercializan por toda la ciudad (incluyendo a varias actrices
que se ganan la vida haciendo de "estatuas vivas", sacándose fotos con los peregrinos,
besando bebés y descapacitados a cambio de contribuciones módicas) a la cobertura
periodística y televisiva non-stop de los rituales peregrinos. Entre el secreto y el
exhibicionismo, la cámara de Bellande revela un régimen de visibilidad doble que remite
a una duplicidad al interior del propio culto mariano, una doble puesta en escena del
milagro: por un lado el "santuario", de dimensiones babélicas, donde se adora a la imagen
de la Vírgen en rituales variados que van del acto de besar su casco de vidrio al
suministro de agua bendita; por el otro, la casa barrial de Gladys Motta donde los
peregrinos le dejan a la vidente sus pedidos escritos. Pero de esta manera Gladys, esa ama
de casa humilde que volvió oportunamente a su encierro doméstico para dejar
protagonismo a Dios y a la Vírgen, en palabras del Padre Pérez, el cura parroquial
transformado en 'rector de la Basílica de la Vírgen del Rosario', se convierte como ésta
última en mujer hablada por una multitud de locutores, eclesiásticos y televisivos.xvii Y el
filme muestra que recién a partir de esta cobertura mediática de la mediación inicial
surge "el milagro" como acontecimiento y como espectáculo, a la vez de que su poder de
atraer a los fieles depende crucialmente de esta presencia muda de la vidente original por
fuera de la visibilidad ritualística oficial.
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En otras palabras, el doble régimen de visibilidad del "milagro" está basado en dos
sistemas espacio-temporales: por un lado, la virtualidad "glocalista"xviii del milagro-
espectáculo cuyo acontecer ritual –como en La ciénaga– tiene lugar en y para los medios
audiovisuales (y digitales) masivos; por el otro, el contacto personal e íntimo (no importa
aquí si real o imaginario), a través de la escritura, con la vidente quien debe permanecer
off camera justamente para preservar la posibilidad de un anclaje material, una localidad
en tiempo y espacio que el régimen del espectáculo ya sólo conoce como "tradición" o
mito fundador. Que la escritura epistolar intervenga justo en este nivel de ritualidad es
interesante ya que ella remite a la materialidad y secuencialidad narrativa de una
memoria mediada por la historia; un modo de experiencia cuyo clímax la película
identifica entre nostálgica e irónicamente con el estado de bienestar nacional-fordista. Es
decir, propulsada por la "tradición" milagrosa a hurgar en el archivo, el filme de Bellande
se encuentra con su propia tradición, la tradición del cine como operador del sueño de la
modernidad. Marcado en la película por los números que indican al proyectador el
comienzo de la cinta fílmica, Bellande inserta en su relato un clip publicitario de la
empresa metalúrgica SOMISA que presenta una imagen de contenido y textura
radicalmente distinta de las anteriores (filmadas en vídeo digital): una suerte de edad de
oro del estado nacional de bienestar – un amanecer en el río; obreros en la fábrica, con
música de orquesta de fondo y un eslógan que resume: "Todo es acero." Pero antes de
proseguir a mostrar los múltiples beneficios del progreso industrial en una ciudad
"identificada con la empresa," "preparándose para el mañana" en pos de "alcanzar un
mejor nivel de vida," de manera que, de hecho, "acero es vida" (un bebé recién nacido;
corte a un close-up de la cara feliz de su madre joven), Bellande interrumpe la
continuidad del clip insertando una imagen del centro urbano actual. Atrás, una voz de
noticiero hace memoria: "La centenaria San Nicolás de los Arroyos era una ciudad
rebosante de industrias y trabajo, con gentes de mucha fe religiosa..."

Contra ese relato consolador de una fe de acero que pudo superar hasta la desaparición
del mismo, intervención divina por mediante, Bellande edita una secuencia fragmentada
de noticieros que cuentan la historia de despidos, luchas y derrotas que causó el cierre de
SOMISA en 1991. Repasando esas instantáneas del pasado reciente, el filme encuentra el
momento exacto en que el reclamo sindical y la lucha política por las fuentes del trabajo
Andermann / Milagros del ajuste 14

se transforma en petición religiosa; momento en que se pasa del desafío a la


desesperación. Es entonces cuando, entre los obreros despedidos manifestándose ante las
puertas de la empresa, empiezan a aparecer pancartas con la figura de la Vírgen (Un
obrero: "!Tengo cinco hijos y me quedo sin trabajo en San Nicolás! ¡Tengo cinco hijos!"
Levantando una imagen de la Vírgen: "!Yo soy católico igual que vos! ¡Dios te salve
María, llena eres de gracia! ¡Vamos!" Empiezan a rezar; voz de movilero: "Los obreros
enarbolan imágenes de la Vírgen del Rosario, recientemente entronizada en San Nicolás a
partir de las visiones que tuvo una habitante de la población..." Corte sobre la calle del
Santuario actual, un vendedor ambulante ofreciendo alfajores con el rostro de la Vírgen:
"Dos pesos los alfajores..."). O sea, recién a partir de la derrota de 1991 empieza a
convertirse en acontecimiento público y colectivo la aparición, en 1983, de la Vírgen a
Gladys Motta, hecho que, al parecer, hasta ahí sólo era promovido por un pequeño y
oscuro grupo de personajes cuyos vínculos con la dictadura militar la película deja sin
explorar (así, "el psiquiatra" a quien el Padre Pérez encomienda el estudio clínico de
Gladys Motta, afirma que "yo creí desde el primer momento en que ésto era realidad por
lo que ya nos había sucedido..."). Pero lejos de constituir una falla, esta falta de énfasis en
el vínculo entre Iglesia y genocidio, a fin de poder mantener la actitud documental de
muda y aparentemente ingenua observación, es tal vez lo que le permite al filme
revelarnos algo más importante aún, a saber, que recién los noventa eran el momento en
que la temporalidad barroca de la posdictadura pudo encontrar su realización plena.

Pues es ésta, a mi entender, la proposición que construye el filme al proceder hacia el


final ("la procesión") en un montaje paralelo entre esa reconstrucción histórica y el viaje
espacial de los peregrinos que vienen acercándose al sitio sagrado. Este último también
tiene como hilo conductor a una serie de noticieros, esta vez del canal católico Telefé,
cubriendo el viaje del ciclista ciego Cristian Reboa (viajando en una bicicleta tandem
compartida con su primo vidente) de Buenos Aires a San Nicolás, a entregar a la Vírgen
los pedidos de niños hospitalizados en la Casa Cuna. Utilizando todo un arsenal de
técnicas afectivas, desde la música sentimental de fondo a los repetidos close-ups en
cámara lenta de los niños que Cristian había visitado en la nota inicial, la serie exhorta al
público a la identificación emotiva, apoyándose también en los dotes actorales nada
despreciables de su personaje central: "Hasta San Nicolás no paramos... y pedimos a todo
Andermann / Milagros del ajuste 15

el pueblo argentino que recen con nosotros ... y bueno: ¡síganme juntos, por Telefé!" "Lo
estoy haciendo por ustedes y no se olviden de rezar por mí. ¡Chau!" El mensaje es
reforzado por "Milva", la rubia presentadora en el estudio ("¡Y claro que la Vírgen lo va a
escuchar! La Vírgen lo está esperando a Cristian. ¿Y saben por qué lo está esperando?
Porque va por los débiles, por los chicos... va por la vida, y con eso alcanza."), por los
movileros cubriendo la nota y por la sucesión de subtítulos que ofrecen aún más
variaciones sobre el mantra central: "Con los ojos del corazón. El no vidente Cristian
Reboa partió a San Nicolás"; "Cristian por los chicos. Acompañamos su viaje a San
Nicolás"; "Cruzada por los chicos. La emoción de Cristian Reboa"; etc. Sobreabundancia
de imágenes y sonidos, de frases dichas y escritas repitiendo una y otra vez lo mismo, y a
cuyo centro el "no-vidente" proporciona una suerte de objeto ideal para que puedan
converger sobre él todas las miradas, la serie es también una suerte de espejismo, de
versión en negativo, de la visita una y otra vez frustrada de la cámara de Bellande a la
casa de la vidente elusiva. Frente a la invisibilidad y el misterio de ésta, el bombardeo de
imágenes, evidentes hasta la vaciedad.

Como puro espectáculo, el peregrinaje del ciego no puede sino terminar en la basílica del
Padre Pérez y no ante la casa de Gladys. La secuencia es una suerte de crescendo extático
donde la exaltación mística del flagelante se combina con el exhibicionismo feroz del
reality show: un movilero trajeado y con micrófono lo recibe al ciclista exhausto y
acechado por una multitud frenética (subtítulo: "Cristián por los chicos. Emotiva llegada
a San Nicolás"), oficiando de mediador entre éste, los presentadores en el estudio y
nosotros los espectadores. "¡Llegaste, Cristian, llegaste! ¡Mirá quien está por acá! ¡Está
papá Mario, mamá Rosa¡" Se abrazan llorando, la voz del presentador desde el estudio
comentando: "Es la mamá de Cristian, precisamente. La mamá también es no-vidente, el
papá también." Interviene Milva, la presentadora femenina: "Y ella es Mirta, la esposa de
Cristian, quien lo acompaña en cada uno de sus emprendimientos por la vida, por los
chicos, por Telefé." El presentador: "Es un reencuentro más que emotivo. Con el papá, la
mamá, la esposa..." Vuelve a intervenir el movilero, alcanzándole el micrófono a Cristian:
"¡Emocionante recibimiento! Cristian, te están escuchando Jorge y Milva desde el
estudio." Cristián, el auricular contra la oreja junto al rosario, con voz moribunda:
"Hola... no puedo escuchar, no puedo escuchar..." Enseguida aparece el Padre Pérez,
Andermann / Milagros del ajuste 16

ensotanado, besando y abrazando a Cristian (el movilero acerca su micrófono para que
escuchemos la conversación); empiezan a entrar en el templo mientras el movilero lo
entrevista al ciego: "Es un momento feliz pero no puedo más, me duele mucho la pierna,
se me tiró la gente encima, Jorge..." Llora, rengeando; vuelve el movilero: "Estamos
entrando al santuario, Jorge, le cuesta mucho entrar, hay mucho dolor en la pierna." Así,
entre llantos, gritos y aplausos de la multitud, llegan al casco vidriado de la Vírgen
("fuerza, Cristian... ¡la última fuerza!"), el movilero comentándole a Cristian y a nosotros
cuantos pasos faltan, ayudado por el Padre Pérez, hasta que el ciego toca y besa el vidrio
y todos se ponen a rezar; Cristian interrumpiéndose cada tanto y amenazando con
desmayarse: "No doy más... no doy más, loco ... Santa María madre de Jesús..."

Ante la imposibilidad de filmar a Gladys Motta, la mujer que vió a la Vírgen, la


televisión toma el camino inverso del cine: construye su propio milagro, modelado
lejanamente sobre la pasión de Cristo, para generar así un espacio-tiempo de pura
autorreferencialidad, un efecto de inmediatez que no conoce fuera-de-campo. El rosario
que coincide con el auricular en la mano del ciego, facilitando la unión mística con María
y con Milva y Jorge al mismo tiempo, es la figura a la vez alegórica y literal de esa fe en
el espectáculo. En su barroquismo apresurado, el lenguaje espectacular debe sobrecargar
a cada instante hasta el desborde, en un exceso estimulativo que no puede dar cuartel para
que no afloje el estado de excitación antes del próximo corte publicitario.
Consecuentemente, en su traspaso a la pantalla grande del cine, ese lenguaje es expuesto
como grotesco y la imitación que hace Cristian de los suplicios de Cristo aparece apenas
como una torpe y falsa sobreactuación: la farsa radical del retorno inauténtico del teatro
en el cine a través de la televisión. Porque la intervención del cine de Bellande es
precisamente esa: interponerse, como el lenguaje discontínuo de la modernidad
audiovisual, entre el arcaísmo de la videncia y el futurismo de la fe en el espectáculo,
entre la casa de Gladys Motta y el templo con sus ramificaciones infinitas por TV e
internet, entre el teatro y la televisión (para citar la fórmula de Rancière). El cine
interviene entre ambos precisamente al cancelar el efecto de simultaneidad, de revocación
del devenir temporal, generado por la unión entre milagro y espectáculo. Pero esa victoria
del cine no deja de ser un triunfo amargo. Al final de Ciudad de María, el milagro ya es
historia; pero en cambio es la historia la que, restituida a través del montaje
Andermann / Milagros del ajuste 17

cinematográfico, nos afronta como eso que nos sobrevino desde la exterioridad del
milagro y del accidente, y que no cesa en su implacable acontecer.

NOTAS
i
Georg Simmel, The Philosophy of Money [1907] (London: Routledge, 1978), 125.
ii
Ver Jaroslav J. Pelikan, Mary Through the Centuries. Her Place in the History of Culture (New Haven, CT:
Yale University Press, 1996).
iii
Ver Thomas A. Kselman, Miracles and Prophesies. Popular Religion and the Church in Nineteenth-Century
France (New Brunswick, NJ: Rutgers University Press, 1983); también Peter Beyer, Religion and Globalization
(London: Sage, 1994).
iv
Walter Benjamin, "Kapitalismus als Religion," Gesammelte Schriften, Band VI. Fragmente,
Autobiographische Schriften (Frankfurt am Main: Suhrkamp, 1991), 101.
v
Los ejemplos más notorios en la Argentina son los cantantes de cumbia Gilda y Rodrigo Bueno, ambos
fallecidos en accidentes de tránsito en 1996 y 2003, respectivamente. Otro tipo de devoción es la profesada a
víctimas de crímenes ampliamente difundidos en los medios, como en el caso de María Soledad en Catamarca.
Mientras tanto, en Colombia y en el norte mexicano se registra el fenómeno de los narcosantos como Jesús
Malverde, reinterpretando la clásica figura del bandido social. Cristian Alarcón ha estudiado fenómenos
parecidos en las villas miseria del conurbano bonaerense. Ver su Cuando me muera quiero que me toquen
cumbia (Buenos Aires: Norma, 2003); también Frank Graziano, Cultures of Devotion. Folk Saints of Spanish
America (Oxford: Oxford University Press, 2007).
vi
Manuel A. Vásquez & Marie F. Marquardt, "Globalizing the Rainbow Madonna: Old Time Religion in the
Present Age," Theory, Culture and Society 17, 4 (2000): 119-43.
vii
Por lo tanto, sugiere Shawn Wilbur, "las raíces más profundas de la virtualidad parecen remontarse a una
Weltanschauung religiosa donde poder y bondad moral se unen en la virtud. La característica de lo virtual es su
capacidad por producir efectos, o de producirse a si mismo como efecto aún en la ausencia de un 'efecto real'. El
aire de lo milagroso que rodea a la virtud ayuda a ofuscar la distinción entre los efectos reales de poder y/o
bondad y los efectos que valen como reales." (Shawn Wilbur, "An Archaeology of Cyberspaces: Virtuality,
Community, Identity,¨ in Internet Culture, ed. David Porter, London, Routledge, 1997: 9-10).
viii
David Oubiña, Estudio crítico sobre La ciénaga (Buenos Aires: Picnic, 2007), 27.
ix
Sobre la economía afectiva de la sutura en el cine clásico, la referencia obligatoria es el famoso artículo de
Laura Mulvey, "Visual Pleasure and Narrative Cinema," in Screen 16, 3 (1975): 6-18.
x
Oubiña, Estudio crítico: 16.
xi
Oubiña, Estudio crítico: 44. Ver también Ana Amado, "Velocidades, generaciones y utopías: a propósito de La
ciénaga, de Lucrecia Martel," ALCEU 6, 12 (2006): 48-56 (esp. p. 52).
xii
Gonzalo Aguilar ha resaltado la importancia del accidente en la organización narrativa de muchos filmes
argentinos recientes donde, afirma, "el accidente pone en movimiento a la historia" y donde los cuerpos aparecen
abrumados por "un exceso de lo real aleatorio". Ver Aguilar, Otros mundos. Un ensayo sobre el nuevo cine
argentino (Buenos Aires: Santiago Arcos, 2006): 47.
xiii
Gilles Deleuze, Cinema 2: The Time-Image (London: Athlone, 1989), 3; Jacques Rancière, La fable
cinématographique (Paris: Seuil, 2001), 95, 99. La película de Albertina Carri, Los rubios, sería otro ejemplo en
el cine argentino más reciente, de ese uso crítico de la "puesta en escena infantil", como posición estratégica
desde donde exponer prácticas nemónicas que ya se han vuelto convencionales en la Argentina posdictatorial, y
que aquí, en cambio, vuelven a ser entrevistas como si fuera "por primera vez".
xiv
Idelber Avelar, Alegorías de la derrota. La ficción posdictatorial y el trabajo del duelo (Santiago de Chile:
Cuarto Propio, 2000), 29.
xv
Aguilar, Otros mundos: 159.
xvi
Desde luego, el uso de la voz "tradición" es otro ejemplo cabal de esa implosión de historicidad en manos del
aparato massmediático, no sólo por el extraordinario achicamiento de la memoria que manifiesta al remitir al
orden de la leyenda y la tradición oral un "hecho" acontecido a menos de dos décadas de distancia, sino también,
y sobre todo, porque es en realidad completamente autorreferencial: la "tradición" es de tan poca duración
porque es la tradición de la televisión; una tradición producida en y por los medios masivos posdictatoriales (o
sea, privados) para quienes, de hecho, un lapso de quince años equivale a un salto a la lejana prehistoria, a los
tiempos míticos de fundación.
xvii
Para más imágenes y datos sobre la extensa obra del Padre Pérez, verdadero autor del milagro de San Nicolás
y de un libro titulado, inverosimil pero previsiblemente, Soy tu madre, consúltese el website oficial del santuario
de San Nicolás, que incluye oportunidades para realizar un peregrinaje virtual a través del enviado de peticiones
por email o del firmado de un pedido electrónico de canonización del milagro santafesino: http://www.virgen-de-
san-nicolas.org/default.asp
xviii
La noción de glocalization surgió en el ámbito empresarial, en referencia al modelo de producción
introducido originalmente por empresas manufacturadoras japonesas en los años ochenta (el dochukuka).
Combina el micro–marketing dirigido a multiples públicos locales con un alto grado de flexibilización y
descentralización en la producción y distribución, de modo que permite una respuesta rápida a fluctuaciones en
la demanda local. Al mismo tiempo que refuerza los efectos de localización a través del monitoreo y la
estimulación de prácticas de consumo, contribuye de hecho a la centralización de ganancias y poder en la red de
"ciudades globales" de un emergente híperespacio financiero que se ubica por encima de las localidades que
distribuye. Ver David Harvey, The Condition of Postmodernity: an Enquiry into the Origins of Cultural Change
(Oxford: Blackwell, 1989); Saskia Sassen, The Global City: New York, London, Tokyo (Cambridge: Cambridge
University Press, 1988).

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