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ANTROPOLOGIA DE LA MUERTE

P. GUILLERMO ZULETA S.

El animal no sabe que morirá, pero el hombre sí lo sabe. Por ello, lo que en el animal es
despliegue espontáneo de vida e instinto de conservación, en el hombre es deseo de vivir.

Todas las creaciones de la historia humana representan la voluntad de afirmación de la vida


contra el horror de la muerte. En ella busca el individuo arrancar de las garras de la muerte algo
de la propia individualidad, que se mantenga vivo en la memoria de los hombres o en la presencia
de obras, recordatorio de su paso por la tierra.

Pero los síntomas de la caducidad que asoma su rostro en toda realización humana mantienen
viva la certeza de la condición mortal de esas mismas creaciones humanas a las que el individuo
confía su propia supervivencia. “El seno de la tierra infatigable va pariendo sin cesar algo nuevo,
y algo nuevo a la vez cae víctima de la muerte”.

El espectáculo de la muerte ajena nos va inculcando el saber de la muerte; ese saber que se
afirma en la percepción exterior de la muerte del otro - los muertos - y en la imposibilidad de
discernir en qué recodo de la propia existencia uno mismo se convertirá en el muerto.

“Algún día futuro, en el calor del mediodía, seré llevado en hombros a través del poblado de los
muertos”, así reza el canto Bakuba del Zaire, mostrando que toda existencia humana se
encuentra atravesada por el reconocimiento y constatación del acontecimiento de la muerte.

Este mundo de símbolos, en el que cada sociedad o pueblo nos da su visión y vivencia de la
muerte, nace de la valoración de la vida como realidad única. No hay pueblo que no piense en
la muerte, pero no para aceptarla, sino para combatirla. Los modos de combate variarán desde
su negación, pasando por la ocultación, hasta su transformación. Si hay algo constante en toda
la historia de la humanidad es su afán de vivir, de permanecer. El saber humano de la muerte
es, en último término, la conciencia de la pérdida de mi yo individual (la soledad en la que quedo
sin el otro y en la que el otro queda sin mí; o, que tristes se quedan en sus tumbas los muertos).

Una de las características fundamentales frente a la muerte es la actitud arcaica de la visión de


la muerte como acontecimiento no natural, extraño al orden de la vida y, por lo mismo, ilógico.
La muerte aparece como el desorden fundamental, algo que desde fuera rompe bruscamente la
armonía y plenitud de las manifestaciones de la vida. Por eso, la reacción primitiva ante el choque
emocional que la muerte representa es buscar explicaciones naturales externas a las que culpar
de la causa de la muerte.

Hablar de la muerte es hablar de la vida; introducirse en las profundidades cenagosas de las


tumbas y las tradiciones míticas y religiosas de las civilizaciones humanas milenarias, es tratar
de descubrir los nexos ocultos, sutiles, que se han establecido siempre entre las actividades más
vitales del hombre, como lo son el arte, las ciencias exactas, las filosofías, la ciencia médica, las
religiones y la política.

Todo movimiento, todo pensamiento, toda concepción humana van acompañados de manera
evidente o soterrada del sentimiento del morir, sensación casi exclusiva del Homo Sapiens.

La muerte somete a los reinos vegetal, animal y mineral, a los seres unicelulares y a los cuerpos
celestes extragalácticos, pero la única que tiene plena conciencia de su muerte es la mente
humana y para ello necesitó de la previa constitución sicológica del tiempo, porque sin tiempo no
hay pasado ni futuro, sino un continuo YA, un permanente presente.

La muerte no tiene secretos. Si queremos mirar, constantemente nos da muestras de su


presencia. Se encuentra en todas partes, incluso en la primera señal de la vida.

La muerte se halla envuelta en su propio misterio. Nunca podrá saberse con antelación cómo o
cuándo llegará. No importa lo preparados que estemos, pues siempre nos pillará de sorpresa.
Incluso prevenidos con antelación, parecemos incapaces de resistir su golpe o aceptarlo sin
experimentar profundos sentimientos de miedo, superstición, ansiedad y aislamiento. Es siempre
otra persona la que muere. A los muertos ni siquiera se les permite, a veces, seguir muertos:
muy a menudo resucitan a través de la culpabilidad de los vivientes.

Cuando uno se halla en pleno funcionamiento como persona, la muerte no es ni una amenaza ni
un horror. Más bien sirve como aliado de la vida. La vida nos dice que debemos vivir el ahora,
este momento, pues el mañana es una ilusión que nunca llega. Nos cuenta que no es la cantidad
de nuestros días, u horas, o años, lo que importa, sino, más bien, la calidad del tiempo pasado.
Cada día es nuevo. Cada momento resulta algo fresco. El tiempo carece de significado por sí
mismo, a menos que elijamos darle uno. Los momentos transcurren velozmente o como
eternidades, según nuestro estado de ánimo o, más bien, según como estemos deseosos de
suspender nuestro ánimo.

La muerte también nos enseña la inestabilidad de todas las cosas. Todas las cosas cambian.
Todas las cosas mueren. Esto es verdad tanto en la naturaleza como en la vida humana.

Incluso las montañas de granito se desmoronan hasta convertirse en polvo, lo mismo que los
más bellos reinos del pasado sólo nos han dejado unas piedras silenciosas para rodear su
misterio. El apegarse a las cosas o a la gente, algo que seguramente se desvanecerá, sólo puede
brindarnos desesperación, puesto que, llegado el momento, únicamente nos quedará un puñado
de polvo o un frágil recuerdo. La vida que se encuentra libre de ataduras vive el momento y no
demanda que el momento perdure. Lo importante de la vida no es el futuro, sino el presente. La
vida comprende que la muerte trae consigo cambios y que la única realidad es vivir tanto el futuro
como el pasado en el presente, aceptándolo con la dicha del momento y permitiendo que se vaya
cuando sea la hora, abrazándolo con todas nuestras energías antes de que se aleje, pero sin la
menor expectativa de permanencia.

La muerte nos enseña que a la larga nada nos pertenece. Aunque deseemos mantener un apego
permanente o posesión, ello no es verdaderamente posible. Las cosas se quebrarán a pesar de
nosotros. La gente partirá cuando haya llegado su hora, sin importar lo en voz alta que
protestemos. Un conocimiento de la muerte nos dará una profunda sensación de libertad, tanto
del apego a uno mismo, como del apego a los demás y a las cosas.

La muerte es a menudo algo que atamos y amordazamos. La muerte se reviste de un profundo,


pavoroso y, en no pocas ocasiones, totalmente devastador misterio, como si fuese un intruso
que debe ser excluido a toda costa.

Mientras que, como expresaba el célebre médico Víctor Frankl, la finitud, la temporalidad, no sólo
es una característica esencial de la vida humana, sino que es, además, un factor constitutivo del
sentido mismo de la vida. El sentido de la existencia humana se basa precisamente en su
carácter irreversible. El hombre elabora la materia que el destino le brinda: unas veces creando
y otras viviendo o padeciendo, se esfuerza por “desbastar” su vida lo más posible para convertirla
en valores, en valores de creación, de vivencia o de actitud. No es la duración de una vida
humana en el tiempo lo que determina la plenitud de su sentido. El hombre afronta la vida como
un examen de capacidad, en el que no importa tanto que el trabajo llegue a terminarse, como
que sea valioso.

Cuando admitamos la muerte como, simplemente, otro aspecto del ciclo vital de la vida,
llegaremos a apreciar y evaluar cada encuentro del vivir, sabiendo que no volverá a presentarse
de nuevo. Y todos esos momentos serán el fundamento de lo que consideremos el conjunto de
nuestra existencia.

La muerte es el mayor maestro de la vida. Sólo la temen el ignorante y a quien le da miedo vivir.
Como consecuencia, sólo algo es importante de comprender, que sólo se asoma a los vericuetos
de la muerte quien ama profundamente la vida y el médico, o quien se mueve en este campo de
la vida, que quiere ensanchar las dimensiones de lo vital, debe necesariamente voltear la cara a
la muerte, quitarse el temor, las máscaras de los dogmas culturales y tratar de hacer una mejor
medicina comprendiendo los nexos ocultos que no se ven con los ojos de la superficialidad.

En definitiva, y aunque suene un poco paradójico, la muerte es un ingrediente necesario del vivir
de cada día. Lo mismo que no vivimos del todo en ninguna hora, tampoco morimos del todo en
una hora.

Vivir es también morir. No son ellas dos realidades que se excluyen mutuamente, en las que la
ausencia de una suponga la presencia de otra. Caminan juntas. Tagore lo plasma así cuando
dice: “la muerte es de la vida, igual que el nacer; como el andar está lo mismo en alzar el pie que
en volverlo a la tierra”.

No es solamente el Morir, también en el hombre se distingue entre las “muertes parciales” y la


“Muerte” con mayúscula y definitiva que le pone un último día a nuestra existencia. Por “muerte
parcial” podemos entender toda nueva situación o acontecimiento que nos fuerza a dejar de ser
de una manera para tener que vivir o ser de otra nueva y todavía desconocida (ese, “algo se
muere en mí todos los días”). Por eso, la “muerte parcial” me da a comulgar siempre la “Muerte”:
¿podré seguir viviendo sin honra?, ¿sin este brazo?, ¿sin dinero?, ¿sin mi mujer o sin mi esposo?
Esta secuencia de la muerte parcial tiene tres momentos: “ser de una manera” - “dejar de ser” -
“quizá pasar a ser de otra manera”.

De allí que el contar con la muerte es dar estructura y peso a la vida; es sentir que “durante unas
horas innombrables, hemos sido inmortales” (R. Tagore). Es poder afrontar esa realidad
afirmando, como ya lo expresó Tagore: “soy más grande que la muerte; proclamándolo dejaré la
Tierra”.

“Hemos sido inmortales”, y, ¿después qué? La Biblia nos puede ayudar a encontrar las
respuestas de ese “morir para vivir”.

Se da en el Antiguo Testamento una constatación fáctica y cruda del morir. La vida es un soplo
(Sal.39,5-7), una nube que se disipa (Job 7,7-10), hierba o flor que una ventolina se lleva (Sal
103,15-18). Presto pasan los 70 u 80 años y emprendemos vuelo (Sal 90,10), hacia arriba o hacia
abajo poco importa, el caso es que vuelve el polvo al polvo (Ecl. 3,19-20; Gen. 3,19), sin hacer
demasiados distingos entre hombres y animales, entre buenos y malos (Ecl. 7,15-18; 9,2-4).
“Israel no poseía demasiado talento para llenarse de ideologías con las cuales enfrentar los
aspectos adversos del vivir, pero poseía energía para enfrentarse con esas duras realidades,
para aceptarlas y no reprimirlas, incluso cuando no podía dominarlas intelectualmente”.

En la revelación veterotestamentaria se da una serena aceptación del morir como disposición


casi habitual. “Voy a andar el camino de todos”, dicen Josué y David al despedirse de los que los
rodean. “Si aceptamos de Dios bienes, ¿por qué no vamos a aceptar los males? “, le responde
Job a su mujer, empeñada en que maldiga de Dios (Job. 2,10).

En el relato de la creación, el Yavista no ve la muerte como castigo. El castigo del Paraíso es


una vida llena de trabajos (dolores del parto y sumisión al marido, en la mujer; sudores de la
labranza, en el hombre), pero no la muerte. El volver al polvo no es de ningún modo la afirmación
de un castigo, sino la delimitación de un tiempo natural. Se vive mientras el aliento creador de
Yahveh sigue presente en el hombre (Cf. Gen.2,7). Al israelita le resultaba menos enemiga que
a nosotros la muerte, porque no era tanto morir y perder la vida propia como dejar de vivir una
vida prestada. Como si dejaran de aplicarte el pulmón artificial que te mantenía en vida, del cual
no posees la llave ni el funcionamiento.

Esta aceptación fundamental del morir vale también para los que rodean al que está muriendo.
José se acerca con la mayor naturalidad a besar al padre muerto (Gen. 50,1), y los amigos de
Job se sientan en silencio junto a él (Job. 2,11-13).

Es verdaderamente llamativa la atención que los que rodean al agonizante prestan a sus últimas
palabras. El mayor interés parece centrarse en esa herencia. Cómo recoger su antorcha,
continuar la comitiva de la vida siguiendo las huellas que han dejado los que nos precedieron,
con los cuales formamos una caravana inseparablemente unidos en la vida y en la muerte, en la
meta y en la suerte. Las duras palabras de Jesús contra aquellos que adornan las tumbas de los
antiguos profetas, pero no siguen sus palabras se inscribirán en esta misma dirección (Cf. Mt.
23,29).

La razón primordial de esta aceptación reside en el sentimiento de solidaridad. Para el hebreo


no constituía la vida individual el valor absoluto que constituye para el hombre de hoy. El morir
no suponía para él un problema tan absolutamente agobiante, porque se sabía ante todo
miembro de una comunidad y prolongado en sus descendientes. Creía firmemente en la promesa
de vida para el pueblo, y esto primaba sobre lo efímero de su vida.

De algún modo, para Israel, el alma personal no es más que una concreción del alma común.
Cada familia tiene un alma, que se extiende y ahonda a medida que se extiende la empresa
común. Esta alma tribal se diferencia de la de otras tribus, pero todas participan de un alma
colectiva del pueblo entero, formada a través de la historia común.

Para nosotros el tiempo es una especie de línea que se sucede, externa a nosotros, en la cual
colgamos los diversos acontecimientos de la historia. El pasado nos lo imaginamos detrás de
nosotros y el futuro como algo delante de nuestros ojos, que se abre ante nosotros.

En cambio, para los hebreos el tiempo era una dimensión interior, que la va creando la persona,
o mejor, que le va creando la comunidad que avanza. Por eso el pasado lo ven delante y el futuro
lo sienten detrás de ellos. El nómada caminante por el desierto, dentro de un grupo, del que se
siente constitutivamente solidario, va siguiendo a los que han caminado delante de él, que le han
dejado las huellas facilitadoras de nuevos pasos y sabe que va sembrando futuro para los que
caminan tras él.
La muerte no es, para el hebreo, como lo es para nosotros, algo puntual y momentáneo que
acaba con la vida. Es casi más un estado. Para Israel la muerte no comienza necesariamente
cuando acaba la vida física. Puede entrar ya mientras todavía se vive aparentemente. El débil o
enfermo puede decir que está muerto, y cuando ha sanado dirá que ha sido sacado de la muerte.

Se puede estar más o menos vivo o más o menos muerto. El corazón de Nabal se había muerto
dentro de él diez días antes de morir de verdad (Cf. 1 Sam. 25,37). Debilidad y enfermedad son
una especie de muerte. Los muertos son los débiles. Hay una invasión de la muerte en la vida, y
al revés. Esta misma intromisión de la muerte en la vida nos alerta para entender cómo más que
de un estado deberíamos hablar de un reino, el reino de la muerte, que tiene un poder activo. El
reino de la muerte y de las tinieblas es una totalidad opuesta al de la vida y la luz. No se trata
exactamente de la “fosa común”. Ese poder amenazante del Seol matiza la actitud fundamental
de naturalidad y aceptación de la muerte.

Para el israelita, la muerte, más que una realidad natural es una experiencia de fe. La muerte
significa que desaparece el ámbito de Dios en que el creyente se movía. La muerte comienza a
hacerse realidad cuando las relaciones vitales con Dios se debilitan. Ya no se puede seguir
viviendo y alabando a Dios. Por eso lo más duro de la muerte es que quita al hombre el espacio
en que podía tener lugar su rehabilitación ante el Señor.

Se acaba con la muerte la relación especial con Dios, que en esto consiste, antes que nada, la
vida. Por eso la muerte puede entrar en el individuo antes de haber expirado físicamente. No
cumplir la ley es haber escogido la muerte (Dt. 30,15), porque es seguir andando por la vida
como muerto, sin participar de verdad de la Vida, viviendo con la oferta de Vida. “Buscadme y
viviréis”, exclama Amós de parte de Dios (Am. 5,4). La muerte sin Dios es una aniquilación. Y al
revés, el creyente que busca con ansía a Yahveh y se adhiere a Él sabe que su gracia es mejor
que la vida (Cf. Sal. 37,20.28-36; 72,27; 63,4).

Otra característica interesante es que Israel se resistió durante siglos a la tentación de


desvalorizar la vida presente con la esperanza de una vida mejor posterior. El hombre hebreo no
se preocupaba, como el egipcio o el griego, de la justicia que le hicieran después de la muerte,
sino durante la vida. Tampoco encontramos en el Antiguo Testamento rastros de karmas o
nirvanas, pues la vida no es una maldición de la que se desea verse liberado, sino una bendición.
No se desea su acabamiento, sino que dure lo más posible.

Nunca se ve la salvación como una liberación de la vida corporal. Uno es salvado para el mundo,
no del mundo.

La intensa afirmación de la vida presente impidió durante siglos a Israel explayarse en


esperanzas que sirvieran de evasión al trabajo por lograr una vida lo más digna y justa para la
comunidad y dentro de ella. Dos factores intervendrán decisivamente para que se vaya abriendo
paso la esperanza de otra vida: el crecimiento de la responsabilidad individual y la profundización
en lo que suponía la vida del creyente en Dios y de éste en aquél.

1) La vida y responsabilidad del individuo concreto va cobrando, desde Ezequiel, sobre todo,
una importancia creciente. Para bien y para mal comienza a destacarse la responsabilidad
individual. Pero a medida que va perdiendo fuerza, como factor de vida, la cohesión dentro de la
colectividad, se necesitará con mayor urgencia una aniquilación de la muerte para preservar la
vida. No se siente la vida de los otros como una prolongación de la propia. Se ve necesaria la
existencia de un espacio temporal, a falta del comunitario, donde siga siendo real la propia vida.
2) Frente a la vida cuantitativa, el creyente aprecia una Vida cualitativa, que le hace exclamar:
“Tu gracia, Señor, es mejor que la vida”. “Estoy siempre contigo, y junto a Ti no hallo gusto en la
tierra. Tú eres mi lote” (Sal. 63, 4; 73, 23-25; Dt. 19, 9). Vivir sin Dios es como no vivir. Vivir en
Dios y con Dios es la verdadera vida, y cada vez siente el creyente menos necesidad de que la
vida física ratifique esa profunda realidad del vivir en Dios que no tiene perfecta coincidencia con
la vida física.

Se puede vivir en un minuto un siglo. Vale más un día en Dios y según Dios que mil en una vida
sin sentido (Sal. 84,11). A fuerza de resaltar no sólo la diversidad, sino la mayor grandeza de
esta vida de Dios sobre la vida meramente física irá ganando terreno la convicción de una vida
distinta y superior, no atada al transcurso temporal.

A fuerza de ser una Vida más llena que la vida, terminará siendo una Vida más allá de la vida. El
“más allá” valorativo terminará siendo un “más allá” también temporal.

Este anhelo de vivir eternamente (“que vuestro corazón viva por siempre” dice el Salmo 22, 27)
es un deseo consecuente de la aludida vida de Dios, sentida por el creyente, una unión que él
siente que no puede acabar, como lo sienten dos enamorados, porque el amor es más fuerte
que la muerte (Cant. 8, 6), y algo se está experimentando en ese momento que sabemos
sobrevivirá a la misma separación física de la muerte.

Jesús recoge y afirma esta visión de la teología del Antiguo Testamento, interpreta los grandes
males de la vida como consecuencia de la infidelidad a una alianza original con Dios. La muerte
queda visualizada como uno de estos males que han de ser vencidos por la intervención bendita
y salvadora de Dios; un mal con el que no debemos hacer las paces por muy intensa que sea
nuestra conciencia de finitud o de inmortalidad. La muerte aparece como enemiga, no como
fuerza simplemente cósmica, neutral o ciega.

Aparece el morir como el suceso concreto de una persona concreta, sin cuya concreta redención
se entenebrece la realidad del amor de Dios para cada persona concreta.

La fe en la resurrección se levanta como triunfo sobre la amenaza de la desesperanza del futuro


de las promesas de Dios. La resurrección se ve como confirmación de que Dios se manifiesta,
de que es verdadera la imagen de su amor presentada por Jesús; de que el caminar de la
existencia humana tiene un sentido en el advenimiento de la bondad de Dios.

Por eso toda muerte se mira a la luz de la muerte de Cristo, consolidándose como doctrina sobre
el vivir y el morir lo contemplado en los sucesos pascuales. El que haya muerte y alguien muera
es un extremo desafío contra la posibilidad de que haya un Dios bueno y de que estén abiertos
los caminos del Reino. El que pueda vencerse a la muerte significa que Dios y el Reino son
accesibles. Y no hay otra manera de entrar en esa victoria, ni otro consuelo en los trabajos de
vivir, que caminar en seguimiento de Cristo, a través de la entrega con que Cristo se entregó.

Una visión más amplia de la solidaridad de nuestra propia vida con las vidas y el futuro de la
humanidad en que nos encontramos envueltos ayudará sin duda al hombre de hoy menos
creyente a aceptar con menor dramatismo el momento de su muerte. Y al creyente le ayudará a
valorar más positivamente los logros terrenales de su vivir y de su vida, como Vida destinada a
no perecer por entero jamás.
“El que no sabe morir Vivir es apercibir
mientras vive, es vano y loco; el alma para tener
morir cada día su poco la vida muerta al placer
es el modo de vivir. y muerta al mundo, de suerte
que, cuando venga la muerte,
le quede poco que hacer”.
(Pemán. “Cisneros”, acto III).

EUTANASIA
P. GUILLERMO ZULETA S.

El interés de investigar la eutanasia desde el punto de vista histórico es éticamente relevante,


sobre todo si se busca poner de relieve las motivaciones y el concepto de vida que tales prácticas
sobreentienden. Ese tratamiento se ha esbozado ya y sigue vivo aún el interés por la
investigación histórica, sobre todo en el marco de la concepción de la muerte en los diversos
pueblos y civilizaciones, por los especialistas en etnología, en la antropología cultural y la historia
de las costumbres. Después de un estudio histórico comparativo, el antropólogo Thomas saca
esta conclusión un tanto paradójica: “Hay una sociedad, la africana, que respeta al hombre y
acepta la muerte; y otra, la occidental, que es mortífera, tanatocrática, obsesionada y aterrada
ante la muerte”.

Pero también entre los primitivos pueden encontrarse prácticas análogas a la eutanasia e incluso
se practican sacrificios humanos con trasfondo religioso. Entre los battaki de Sumatra el padre
anciano, tras invitar a los hijos a comer su carne, se deja caer de un árbol como un fruto maduro,
después de lo cual los familiares lo matan y se lo comen.

La práctica de dar muerte a los ancianos se encuentra entre algunas tribus de Aracan (India), de
Siam inferior, así como entre los cachibas y los tupis del Brasil; y en Europa, entre los antiguos
wendi, una población eslava, e incluso en nuestro siglo, en la secta pseudorreligiosa rusa de los
«estranguladores».

Sacrificios humanos, de personas jóvenes o de primogénitos, se observan en todos los


continentes entre los pueblos de las antiguas civilizaciones.

Más interesante, incluso para la historia del pensamiento, podría ser el examen de este tema en
el mundo occidental. Todos conocemos la suerte reservada en Esparta a los recién nacidos
deformes y sabemos que Aristóteles aprueba su práctica por razones de utilidad política. Platón
amplía esta legitimación a los adultos gravemente enfermos, a los que se suprime con la
colaboración de los médicos. En Roma, aparte la costumbre de la exposición de los niños
deformes, que persistió hasta los tiempos del emperador Valente, conocemos la simpatía de
muchos escritores y la práctica efectiva del suicidio, especialmente en el periodo del Imperio.
Tácito elogia el suicidio de Petronio; Valerio Máximo se complace en referir que el Senado de
Marsella custodiaba el «veneno de Estado» y Silio Itálico, que se aplicó a sí mismo la eutanasia,
elogia las costumbres de los celtas «muy dispuestos a acelerar la muerte» de sus ancianos, de
los enfermos y los heridos en la batalla.

En Roma la exaltación de la fuerza, de la juventud y del vigor físico (que hacían concebir una
verdadera repugnancia por la vejez y la enfermedad) se conjugó con la doctrina estoica que
exaltaba e hizo memorables muchos suicidios de personalidades conocidas en la cultura, como
Séneca, Epicteto o Plinio el Joven. Pero tampoco faltaron en el mundo grecorromano los
opositores a semejantes prácticas y teorías: entre los griegos, Pitágoras y sobre todo Hipócrates
y Galeno. El célebre “Juramento” de Hipócrates reza a este propósito: «No me dejaré llevar por
la súplica de nadie, cualquiera que fuere, para proporcionar un veneno o dar mi consejo en una
contingencia semejante».

Entre los romanos se recuerda lo que Cicerón escribe en el Somnium Scipion (III, 7): «Tú, ¡oh,
Publio!, y todas las personas rectas, deberéis conservar vuestra vida y no deberéis alejaros de
ella sin el mandato de aquel que os la dio, a fin de que no parezcáis sustraeros a la tarea humana
que Dios os ha confiado».

Los historiadores del derecho están de acuerdo en comprobar que la llegada del cristianismo al
mundo occidental representó, bajo este punto de vista, un viraje en las costumbres y el
pensamiento; aparte alguna reminiscencia de impronta estoica y utilitarista en la época moderna,
como se puede comprobar en ciertas afirmaciones de Tomás Moro, Bacon o Locke (afirmaciones
no por todos interpretadas con el mismo significado), hay que llegar al nazismo para ver cómo
explota esta práctica en forma organizada. “Desde el advenimiento del cristianismo la temática
de la eutanasia no ha conocido, hasta nuestro siglo, auténticos momentos de novedad”
(D'Agostino).

Por lo demás, el movimiento de opinión favorable a la eutanasia, tan activo actualmente, tiene
connotaciones y motivaciones características, que no son idénticas a las que sostenían la muerte
piadosa en otros periodos históricos. El movimiento actual no se limita a la actitud de
comprensión humanitaria del hecho, cuando sobreviene el llamado “hecho piadoso”, sino que
busca la legalización. Es por esto por lo que debemos hablar de este movimiento para captar su
ideología subyacente y analizar también el contexto ético-cultural del que nace y en el que se
nutre.

Con frecuencia se vincula espontáneamente con el movimiento de ideas que ha llevado en


muchos países a la legalización del aborto voluntario; efectivamente no es difícil captar el
trasfondo cultural común a las dos instancias de legitimación de la «muerte infligida», constituido
por la minusvaloración del valor de la persona, advirtiéndose también la estrategia similar
adoptada por los defensores de una y otra instancia de muerte: se comienza por sensibilizar a la
opinión pública en torno a los “casos piadosos” y se exalta la suavidad de las sentencias de los
tribunales que en tales casos ha instruido procesos penales, para llegar a la solicitud de la
legitimación por ley, una vez que la opinión pública se ha sensibilizado oportunamente a través
de los medios de comunicación y el debate público.

Pero hay un aspecto nuevo y peculiar - y, si se quiere, más terrible - en la campaña que defiende
la legitimación de la eutanasia: el constituido por el potencial de implicación social y personal,
que es enormemente más amplio de lo que podía parecer, por lo menos en sentido inmediato,
en comparación con la legalización del aborto. El hecho del aborto puede ocurrirle a alguno, la
muerte es el destino de todos.

Me parece oportuno, en esta parte introductoria, dar una definición precisa de eutanasia y
distinguir este tipo de procedimiento de cualquier otra práctica médica dirigida a aliviar el dolor o
a evitar tratamientos terapéuticos no necesarios ni proporcionados al efecto deseado de
prolongar la vida.

Adoptamos como definición la que da V. Marcozzi, con la que concuerdan también algunos
juristas y moralistas de reconocida competencia. Así, pues, por eutanasia se entiende “la
supresión indolora o por piedad de quien sufre o se considera que sufre puede sufrir en el futuro
de un modo insoportable”.
Esta definición coincide sustancialmente con la que da, en la Declaración sobre la Eutanasia
(Iura et bona) del 5 de mayo de 1980, la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, donde
se define más analíticamente: “Por eutanasia se entiende una acción o una omisión que, por su
naturaleza, o en su intención, procura la muerte a fin de eliminar todo dolor”. El documento mismo
distingue entre esta aceptación y otros significados que a menudo se le dan a la palabra, como
el genérico etimológico de “muerte sin dolor”, que puede ser también la muerte natural, o bien
«la intervención de la medicina dirigida a aliviar los dolores de la enfermedad y de la agonía, a
veces incluso con el riesgo de anticipar la muerte».

Para evitar posibles confusiones utilizaremos el término eutanasia sólo en el sentido auténtico,
definido por el documento y por los teólogos moralistas; mientras que en los demás casos
utilizaremos el término de «cuidado del dolor» o terminologías médicas más técnicas.

Para completar el panorama de las definiciones hay que añadir que ahora se habla de eutanasia
no sólo en relación con el enfermo grave y terminal, sino también con otras situaciones, como el
caso del recién nacido afectado de graves deficiencias, al que algunos sugieren abandonar
dejando de alimentarle para evitar - según dicen - que siga sufriendo, y un peso a la sociedad;
en esta situación se habla de «eutanasia neonatal». En la actualidad se viene esbozando otra
acepción de eutanasia llamada «social», la cual se presenta no como opción de un individuo en
particular, sino de la sociedad, como consecuencia del hecho de que las economías en materia
de gasto sanitario no podrían soportar ya la carga financiera que supone asistir a enfermos con
padecimientos muy prolongados en cuanto al pronóstico, y muy costosos en cuanto a los gastos.
De esta manera, los recursos económicos se reservarían para aquellos enfermos capaces de
reanudar, una vez curados, la vida productiva y laboral. Es ésta una de las amenazas de una
economía que quisiera obedecer sólo al criterio del costo-beneficio.

1- EL CONTEXTO CULTURAL ACTUAL.

Nos hemos referido ya a la práctica nazi de la eutanasia programada, cuando se trató del primer
programa político de eutanasia estudiado y puesto en práctica. Según los investigadores que han
tenido acceso a las actas del proceso de Nuremberg, de 1939 a 1941 fueron eliminadas más de
70 mil vidas definidas como «existencias carentes de valor vital».

La razón que motivó aquel programa (así como el de la eliminación de los judíos y de los
prisioneros en los campos de concentración) era conjugar el racismo con el estatismo absolutista,
que se hacía coincidir con los cálculos más cínicos para adelgazar los gastos del Estado, con el
fin de dedicar los recursos económicos a cubrir los gastos de la guerra. Se ha hecho notar
acertadamente que no es la misma ideología que induce actualmente a legitimar por ley la
eutanasia; y que se cometería un error sociológico e histórico si, polémicamente, se tuviera al
nazismo como referencia para combatirla. Ciertamente, las razones aducidas por sus defensores
actuales no coinciden con las de aquél; por lo que el análisis debe hacerse en sentido objetivo y
desapasionado.

Sin embargo, las teorías de los nazis y la actual ideología en favor de la eutanasia tienen un
punto en común, y es la falta del concepto de emergencia-trascendencia de la persona humana:
cuando se deteriora ese valor, estrechamente vinculado con la afirmación de la existencia de un
Dios Personal, el arbitrio del hombre sobre el hombre debe ser reivindicado por el jefe político de
un régimen absoluto o bien por las instancias del individualismo. Si la vida humana no vale por
sí misma, cualquiera puede instrumentarla en orden a alguna finalidad contingente. Aun cuando
no exista una sociología sistematizado del fenómeno que estamos analizando, podemos resumir
las conclusiones de los estudiosos, juristas y sociólogos, en los tres componentes, o matrices del
movimiento pro-eutanasia, siguientes.

a) La secularización del pensamiento y de la vida.

Esta secularización impide entender el significado de la muerte y el valor del dolor. La mentalidad
secularizada tiene, como se sabe, diversas gradaciones: se puede expresar como justa
valoración de la autonomía relativa y del valor de las realidades temporales; se expresa también
como exclusivo interés por las realidades mundanas y, además, como rechazo de toda
dependencia de Dios y de la ley moral por parte del hombre. Es en estas dos últimas actitudes
en las que la secularización revela su incapacidad para dar sentido al dolor y a la muerte. La
muerte sólo tiene sentido si, al privar al hombre de los bienes terrenales, abre la esperanza hacia
una vida más plena. La incapacidad de dar sentido a la muerte lleva a dos actitudes vinculadas
entre sí: por una parte, se ignora y se la aleja de la conciencia, de la cultura, de la vida y, sobre
todo, se la excluye como criterio de verdad v de valoración de la existencia cotidiana; por otro
lado, se la anticipa para escapar a su choque frontal con la conciencia.

“La eutanasia se vincula con el proceso de secularización que inunda a nuestra sociedad y que
se expresa, sobre todo, como forma suprema de reivindicación de la independencia del hombre
incluso (más bien, sobre todo) frente a Dios y, consecuentemente, como trivialización del
sufrimiento y como rechazo del simbolismo religioso de la muerte”.

La muerte le indica al creyente su contingencia y su dependencia primordial de Dios; pone la vida


en manos de Dios en un acto de total obediencia. La eutanasia - y lo mismo el suicidio- son
signos de una reivindicación del hombre de disponer plenamente de sí, de su propia vida y de su
propia muerte. La secularización se ve reforzada también en la era industrial por la búsqueda del
utilitarismo productivista y, consiguientemente, por la ética del hedonismo, para la cual la muerte
y el dolor son elementos de máxima perturbación. Para este tipo de cultura, el dolor y el
sufrimiento comportan sobre todo una carga «desvalorizadora», suscitando su rechazo.

De aquí nace el «tabú» de la muerte y de todo lo que la acompaña; de aquí surge el requerimiento
social de una medicina que asegure «el pleno bienestar físico, psíquico y social» e incluso la
muerte sin dolor. La muerte se ha convertido en un «tabú», en algo innombrable, y, como en
otros tiempos del sexo, no se puede hablar de ella en público.

“En el siglo XX la muerte ha reemplazado al sexo como principal interdicción. En otro tiempo se
decía a los niños que los había traído la cigüeña, pero ellos asistían a la gran escena del adiós
en la recámara y a la cabecera del moribundo. Hoy los niños son iniciados, desde la más
temprana edad, en la fisiología del amor y del nacimiento; pero cuando preguntan por qué ya no
pueden ver a su abuelo, en Francia se les responde que se fue a un largo viaje muy lejos, y en
Inglaterra, que reposa en un hermoso jardín en el que florecen las madreselvas. A los niños no
los traen ya las cigüeñas; pero los muertos desaparecen entre las flores”.

La eutanasia, como escape al dolor y la agonía, se efectúa primero en el espíritu y, luego, en la


sociedad y en el derecho.

Como comprobación de todo lo que estamos diciendo, basta observar en qué países y en qué
contextos culturales se solicita la eutanasia: son los países de una sociedad industrializada y
secularizada. Comenzó en el Estado de California, cuando en 1976 se activó una ley que de
hecho despenalizaba la eutanasia (Natural Death Act), previa petición del paciente (living will)
expresada como voluntad testamentaria; al año siguiente, en 1977, otros seis Estados de la
Unión emitieron leyes similares, en las que se reconoce el derecho de cualquier mayor de edad
a redactar por escrito, con validez quinquenal, una serie de instrucciones a su médico para que
no utilice o para que interrumpa las «terapias de sostenimiento vital», en caso de que llegue al
extremo de su condición existencial. El 27 de septiembre de 1977 el cantón suizo de Zurich
aprobó por referendo una ley sobre la eutanasia. El debate volvió a encenderse en Londres,
después de que en años anteriores se habían rechazado algunas propuestas de ley en la Cámara
de los Lores (Voluntary Euthanasia Bill 1969).

La presión de los sondeos de la opinión pública es fuerte también en Alemania y en Bélgica,


agudizándose cada vez que salen a la luz casos de piedad. En Italia se ha tenido la sensación
de que la práctica oculta precede al debate público.

A esta presión en pro de la legalización de la eutanasia contribuyen asociaciones como la


Euthanasion Society of America que presentó en la ONU una petición para que el derecho a la
eutanasia fuera incluido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Esta presión
cultural se refuerza con la influencia de grupos y movimientos propagandísticos en favor del
suicidio concebido como self-deliverance. Arthur Koestler, quien, enfermo del mal de Parkinson
y leucemia, se dio muerte junto con su mujer Cynthia en 1983, había prologado el manual A
Guide to Self-Deliverance que se distribuyó a los miles de miembros de “Exit”, la sociedad
británica para la eutanasia voluntaria de la que Koestler era vicepresidente, sabiéndose que en
varios países europeos existen numerosos grupos similares a ésta. Así, en Francia se repartieron
100 mil ejemplares de un libro parecido, Suicide: mode d´emploi («Suicidio, instrucciones de
uso»). Grandes periódicos como “Le Monde”, “Time”, o «The Lancet», dan a menudo noticia de
muertes por piedad provocadas a niños que nacieron deformes. Práctica que también en
Inglaterra han propuesto algunos médicos para evitar los gastos y los riesgos del diagnóstico
genético prenatal en recién nacidos con deficiencias. También en Francia, la APEH (Association
pour la prévention de l'enfance handicapée, Asociación para la prevención de la infancia
discapacitada) ha presentado una propuesta de ley cuyo artículo 12 reza:

“Un médico no cometerá crimen ni delito alguno si se abstiene de administrar a un recién nacido
de menos de tres días los cuidados necesarios para sobrevivir si el niño presenta una
enfermedad incurable, de manera que se prevea que no podría nunca tener una vida digna de
ser vivida”.

A activar este tipo de ideología contribuyó, sobre todo, el conocido Manifiesto sobre la eutanasia
publicado en «The Humanist» (en julio de 1974), firmado por cerca de 40 personalidades como
los premios Nobel Monod, Pauling y Thomson. Este manifiesto merece algún comentario, porque
evidencia un componente análogo a la mentalidad en favor de la eutanasia.

b) El cientificismo racionalista y humanitarIsta.

El pensamiento cientificista, del que Monod es uno de los principales representantes, parte de la
premisa de que el conocimiento objetivo sólo es posible en el campo o de la ciencia experimental;
éste sería incompatible con cualquier tipo de conocimiento que él llama subjetivo, y que, por esto,
excluiría los valores éticos, relegados por Monod al campo del mito y de la imaginación. El
hombre surgido por azar en un universo surgido a su vez del «azar, y de la «necesidad», es
árbitro de sí mismo y no tiene otra referencia fuera de su propio ser; la razón, la «científica, es la
única guía y no debe responder de su destino ante nadie más. «El hombre sabe finalmente que
está solo, en la inmensidad indiferente del Universo del que emergió por casualidad».
De estas premisas, el Manifiesto deduce con más o menos lógica:
«Afirmamos que es inmoral aceptar o imponer el sufrimiento. Creemos en el valor y en la dignidad
del individuo; esto implica que se le deje libre de decidir racionalmente sobre su propia suerte».
- En otros términos, hay que proporcionar los medios de morir suave y fácilmente a cuantos estén
afligidos por males incurables, y hayan llegado a su último estadio. - No puede haber eutanasia
humanitaria excepto la que provoca una muerte rápida e indolora y que es considerada como un
beneficio por el interesado. Es cruel y bárbaro exigir que una persona sea mantenida en vida
contra su deseo, y que se le rehuse la deseada liberación, cuando su vida ha perdido toda
dignidad, belleza, significado y perspectiva de futuro. El sufrimiento inútil es un mal que deberían
evitar las sociedades civilizadas. Recomendamos a cuantos comparten nuestro parecer firmar
su "última voluntad" en vida, de preferencia cuando gozan todavía de buena salud, declarando
que pretenden hacer respetar su derecho a morir dignamente (...). Deploramos la moral
insensible y las restricciones legales que obstaculizan analizar ese caso ético que es la
eutanasia. Apelamos a la opinión pública inteligente, para que supere los tabúes tradicionales y
tenga compasión de los sufrimientos inútiles al momento de morir. Todo individuo tiene derecho
a vivir y a morir con dignidad».

Se podría hacer notar la contradicción que subyace en este texto, que pasa de la condena de la
moral y de la ley que piden soportar el dolor, definiéndolas como crueldad, a invocar la exigencia
«ética» de la ley sobre la eutanasia, que implica suprimir anticipadamente la vida ajena.

Está claro, de todas maneras, el horizonte cultural del documento: sobre el ateísmo materialista
de fondo se instaura la pretensión de la ciencia de transformar a la muerte de «evento» en
«acontecimiento» programado y calculado. Se ha hecho notar acertadamente que en el fondo de
estas concepciones no está sólo la falta de fe en Dios y en la vida eterna abierta al hombre, sino,
tal vez antes y más radicalmente, la muerte de la metafísica y de la ontología de la persona.
Cuando el valor “objetivo” de la persona desapareció del pensamiento occidental al triunfar las
filosofías de la inmanencia y del subjetivismo, la muerte del hombre, en su valor trascendente,
estaba ya dentro de las conciencias; el resto (eutanasia, suicidio o violencia) vino luego
lógicamente.

«El humanitarismo es la metafísica de la subjetividad», o sea, «la primacía indiscutible que el


"yo" ha asumido en la filosofía, en la ética, en el arte, en la política». “En las sociedades
socializadas, en el tejido denso y sin salidas de la inmanencia, los hombres sienten la muerte
todavía como algo aún ajeno y exterior. No pueden hacerse a la idea de que tienen que morir.
[...] Por el hecho de que ella (la muerte) los transforma literalmente en cosas, eligen la muerte
permanente, la reificación».

Es como decir que, cuando el hombre no advierte ya el valor trascendente de persona, no le


queda sino sentirse una cosa. La concepción personalista del hombre, mientras acepta para
cualquier persona humana el límite tiempo-mortalidad, supera sin embargo el horizonte terreno
del individualismo reconociendo el valor objetivo, trascendente de la persona y su destino
ultraterrenal. Debemos aprender la lección de Heidegger que ve la muerte inscrita en la vida
entera como la luz que desvela las limitaciones, y compaginar esa lección con la metafísica de
Santo Tomás, que abre el ser personal del hombre a la vida ultraterrena.

c) La descompensación de la medicina entre tecnología y humanización.

Los avances de la medicina han agudizado el problema de la eutanasia o, por lo menos, han
planteado con mayor evidencia el problema de la «muerte digna». Esto ha ocurrido en dos
direcciones: en la dirección del progreso tecnológico de la asistencia a los moribundos y en la de
la llamada socialización de la medicina. «Los recientes progresos de la ciencia repercuten de
manera creciente en la práctica médica, en particular por lo que se refiere al cuidado de los
enfermos graves y moribundos».

La polémica suscitada en 1975 a propósito del caso de Karen Ann Quinlan puso en evidencia el
hecho de que los progresos médicos hacen cada vez más difíciles de definir las fronteras entre
la vida y la muerte, entre el coma irreversible y el reversible.

Las técnicas de reanimación permiten que muchos se recuperen prodigiosa y totalmente, pero
con frecuencia condenan a otros tratamientos que, más que la vida, lo que prolongan es la
agonía.

El esfuerzo tecnológico en las salas de reanimación va acompañado a menudo del aislamiento


y la soledad del enfermo; aislamiento de los familiares incluso en el momento de la muerte,
soledad incluso respecto del cuerpo médico afanado en torno de las máquinas.

Estas situaciones límite plantean problemas éticos sobre la licitud y obligatoriedad de ciertas
intervenciones de técnicas de reanimación más allá de un determinado límite, y plantean también
el problema ético de la obligación de la asistencia humana, psicológica, a este tipo de
moribundos.

La otra fuente de problemas éticos para la medicina actual está constituida por las consecuencias
de la llamada socialización de la medicina. El requerimiento de salud, apoyado por el
requerimiento del bienestar individual y social, lleva al sobrecupo en los hospitales y, por esto, a
la despersonalización de la asistencia sanitaria, al aislamiento del moribundo en los centros de
salud; todo ello hace que le sea realmente difícil al personal que presta la asistencia, pasar de la
simple asistencia técnica a la asistencia humana.

2- Síntesis doctrinal de carácter moral en materia de eutanasia.

a) El rechazo a la eutanasia propiamente dicha.

Repitamos, de la citada Declaración, la definición de eutanasia propiamente dicha: «Por


eutanasia se entiende una acción o una omisión que, por su naturaleza o en su intención, procura
la muerte a fin de eliminar todo dolor. La eutanasia se sitúa al nivel de las intenciones y de los
métodos utilizados». En esta definición debemos hacer de inmediato algunas anotaciones que
revelan su precisión respecto del lenguaje utilizado comúnmente entre los teólogos y los
médicos. Se omite distinguir entre eutanasia directa e indirecta; en el lenguaje precedente,
utilizado incluso por Pío XII, por eutanasia indirecta se entendía la «terapia del dolor» (lo que
algunos llaman impropiamente “eutanasia indirecta”, prevista en los casos en que como
consecuencia de la administración de analgésicos, se pueden tener dos consecuencias
indirectas: la pérdida de la conciencia y el acortamiento de la vida), considerada lícita en
determinadas condiciones incluso cuando, como consecuencia de ella, se pudiera acortar la vida.
En este caso, en efecto, ni la acción en sí ni la intención están orientadas a suprimir la vida o a
anticipar la muerte y, por esto, el caso no es contemplado precisamente bajo el nombre de
eutanasia, para no generar confusión. Más adelante se utiliza en el mismo documento el término,
más adecuado, de “utilización de analgésicos”.

Se evita también una distinción frecuente en el lenguaje médico entre eutanasia activa y
eutanasia pasiva, en la que el adjetivo «pasiva» indicaba la omisión de los cuidados y de las
intervenciones médicas; pues la palabra «pasiva» tiene un significado mucho más amplio y, por
esto, podía originar ambigüedad: la eutanasia es siempre en cierto sentido pasiva, considerada
por parte del enfermo, y siempre activa por parte de quien la provoca. Sobre la eutanasia así
entendida y precisada, el documento de la Santa Sede expresa el juicio moral de esta manera:

«Ahora es necesario reiterar con toda firmeza que nada ni nadie puede autorizar el dar muerte a
un ser humano inocente, sea feto o embrión, niño o adulto, anciano, enfermo incurable o
agonizante. Nadie, además, puede solicitar este gesto homicida para sí mismo o para otro del
que sea responsable, ni puede consentir en él explícita o implícitamente. Se trata, en efecto, de
una violación de la ley divina, de una ofensa a la dignidad de la persona humana, de un crimen
contra la vida, de un atentado contra la humanidad».

La condena confirma todos los pronunciamientos precedentes del Magisterio y la enseñanza


constante de la teología moral. El mismo documento refiere esta condena también al suicidio:

“La muerte voluntaria, o sea, el suicidio, es inaceptable lo mismo que el homicidio: un acto
semejante constituye, en efecto, por parte del hombre, el rechazo de la soberanía de Dios y de
su designio de amor. El suicidio, además, es con frecuencia también el rechazo del amor para
consigo mismo, negación de la natural aspiración a la vida, renuncia frente a los deberes de
caridad y de justicia para con el prójimo, para con las diversas comunidades y para con la
sociedad entera, aunque a veces intervengan -como se sabe- factores psicológicos que pueden
atenuar, o incluso quitar la responsabilidad. Se deberá, sin embargo, distinguir bien del suicidio
ese sacrificio con el cual, por una causa superior -como la gloria de Dios, la salvación de las
almas o el servicio de los hermanos- se ofrece o se pone en peligro la vida propia”.

Lo que me parece importante señalar, en función del diálogo con el mundo laico, es lo que la
Declaración afirma acerca de las motivaciones de este rechazo. El documento enseña que

«la materia propuesta se refiere ante todo a aquellos que depositan su fe y su confianza en Cristo,
el cual, mediante su vida, su muerte y su resurrección, dio un nuevo significado a la existencia y
sobre todo a la muerte del cristiano, según las palabras de san Pablo: "Si vivimos, vivimos para
el Señor; si morimos, para el Señor morimos. Sea que vivamos, sea que muramos, somos pues
del Señor" (Rom. 14, 8) y "[] como siempre, también ahora Cristo será glorificado en mi cuerpo,
sea que yo viva o muera" (Fil. 1, 20). En cuanto a aquellos que profesan otras religiones, muchos
admitirán con nosotros que, si la comparten, la fe en un Dios creador, providente y dueño de la
vida atribuye una dignidad eminente a toda persona humana y garantiza su respeto». El texto
prosigue haciendo un llamado a los hombres de buena voluntad: “(...) que, por encima de las
diferencias filosóficas o ideológicas, tienen conciencia, sin embargo, de los derechos de la
persona humana (...) Y puesto que se trata aquí de los derechos fundamentales de cualquier
persona humana, es evidente que no se puede recurrir a argumentos tomados del pluralismo
político o de la libertad religiosa, para negar el valor universal».

Vemos en este pasaje un importante llamado a la fundamentación racional, laica y universal de


la defensa de la vida humana y del rechazo de la eutanasia. Por respeto a la verdad, antes aún
que, por oportunidad estratégica, hay que evitar fundamentar la polémica contra la eutanasia
únicamente en las razones de fe, casi como si sólo los creyentes tuvieran el deber de defender
la vida de los enfermos y los moribundos. La vida es un bien y un valor laicos, que habrán de
reconocer todos cuantos pretenden inspirarse en la recta razón y en la verdad objetiva.

Lo que Pío XII llamaba «derecho natural», en el documento analizado se define como “derecho
fundamental” del hombre, el primero de todos los derechos humanos; y se le define como
fundamental, porque en él se basan todos los demás derechos humanos. “La vida humana -
afirma una vez más la Declaración- es el fundamento de todos los bienes, la fuente y la condición
necesaria de cualquier actividad humana y de toda convivencia social”.

El fundamento de la ética es el respeto de la verdad del hombre, el respeto de la persona tal


como ella es: otro fundamento verdadero no se le puede dar a la ética; la ética guía al hombre
desde el “ser” al «deber ser». Los otros criterios están constituidos por la utilidad de alguien en
detrimento de algún otro; por el poder de unos sobre otros; por la eficacia de este poder, cada
vez más amplio para algunos, cada vez más opresor para otros.

Respetar la verdad de la persona en el momento de la vida naciente quiere decir respetar a Dios
que crea y a la persona humana tal como Él la crea. Y respetar al hombre en su fase final, quiere
decir respetar el encuentro del hombre con Dios, su regreso al Creador, excluyendo cualquier
poder por parte del hombre, tanto el de anticipar esta muerte (eutanasia), como el poder de
impedir este encuentro con una forma de tiranía biológica (ensañamiento terapéutico). Es desde
este punto de vista como se traza el confín entre “eutanasia” y “muerte con dignidad”.

Trastocar estas fronteras quiere decir trastocar toda fundamentación objetiva en el derecho, en
la ética misma y, al mismo tiempo, en la identidad de la profesión médica. Los principios que
siguen aclaran precisamente el criterio de la «muerte con dignidad».

b) Uso proporcionado de los medios terapéuticos.

La moral no puede ignorar el problema y el compromiso de hacer que la muerte sea digna del
hombre y del creyente. La expresión “muerte con dignidad” - si no se quieren sobreentender
formas veladas de eutanasia - expresa una indicación éticamente aceptable y obligada. Es cierto
que muchas personas mueren serenamente y no hay que por qué pensar, como advierte también
el documento de la Sagrada Congregación, «únicamente en los casos extremos».

“Sin embargo, hay que reconocer que la muerte, precedida y acompañada a menudo de
sufrimientos atroces y prolongados, sigue siendo un acontecimiento que angustia naturalmente
al corazón del hombre”. «Es muy importante proteger hoy, en el momento de la muerte, la
dignidad de la persona humana y la concepción cristiana de la vida contra un tecnicismo que
amenaza con volverse abusivo. De hecho, algunos hablan de derecho a la muerte, expresión
que no designa el derecho de darse o hacerse dar muerte, como se pretende, sino el derecho a
morir con entera tranquilidad, con dignidad humana y cristiana».

Desde esta perspectiva, la Declaración introduce una novedad de expresión y de lenguaje


requerida por los avances de la medicina y señalada ya por algunos teólogos. Desde los tiempos
de Pío XII se hablaba de medios terapéuticos «ordinarios» y «extraordinarios, y se daba esta
directriz: es obligatorio el empleo de medios ordinarios para ayudar al moribundo; pero, si se
solicita, se puede renunciar lícitamente, con el consentimiento del paciente, a los medios
extraordinarios incluso cuando esta renuncia determine la anticipación de la muerte. El carácter
«extraordinario» era definido en relación con el incremento de sufrimiento que podían procurar
tales medios, o bien al gasto o incluso a la dificultad de acceder a ellos de todos los que pudieran
requerirlos. Pero los logros de la medicina han hecho difícil mantener esta distinción, en cuanto
que muchos medios, juzgados antes como extraordinarios, se han vuelto ordinarios y, además,
como hacen notar ilustres médicos y especialistas en reanimación, porque la utilización de los
medios de terapia intensiva ha permitido salvar muchas vidas. De aquí la necesidad de encontrar
otro criterio de referencia, basado no ya en el “medio terapéutico”, sino más bien en el «resultado
terapéutico» que de él se espera.
«Hasta ahora los moralistas -dice la Declaración- responden que nunca se estaba obligado a
utilizar los medios extraordinarios. Hoy, sin embargo, esa respuesta, válida siempre en principio,
puede parecer quizás menos clara, sea por la imprecisión del término o por el rápido avance de
la terapia. Por esto algunos prefieren hablar de medios proporcionados y medios
desproporcionados. En cualquier caso, se podrán evaluar convenientemente los medios
confrontando el tipo de terapia, el grado de dificultad y el riesgo que comporta, los gastos
necesarios y las posibilidades de aplicación, teniendo en cuenta las condiciones del enfermo y
sus fuerzas físicas y morales».

De esta distinción la Declaración deduce cuatro criterios indicativos de gran utilidad:

a) «a falta de otros remedios, es lícito recurrir, con el consentimiento del enfermo, a los
medios de que dispone la medicina más avanzada, aunque se encuentren todavía en estadio
experimental y no estén exentos de cierto riesgo»;

b) «es lícito también interrumpir la aplicación de tales medios, cuando los resultados frustren
las esperanzas puestas en ellos. Pero al tomar una decisión de este género, se deberá tener en
cuenta el justo deseo del enfermo y de sus familiares, así como el parecer de los médicos
verdaderamente competentes»;

c) «es lícito siempre contentarse con los medios normales que la medicina puede ofrecer.
Por tanto, no se puede imponer a nadie la obligación de recurrir a un tipo de cuidados que,
aunque ya se estén utilizando, sin embargo, no están exentos de peligro o son muy costosos»;

d) «en la inminencia de una muerte inevitable a pesar de los medios utilizados, es licito en
conciencia tomar la decisión de renunciar a tratamientos que proporcionaran una prolongación
precaria y penosa de la vida, sin interrumpir no obstante los cuidados normales debidos al
enfermo en casos semejantes».

Precisemos, a este propósito, que por cuidados normales deben entenderse también la
alimentación y la hidratación (artificiales o no), la aspiración de las secreciones bronquiales y la
limpieza de las escaras.

3- DECLARACIÓN SOBRE LA EUTANASIA. PRINCIPIOS TEOLÓGICOS.

1- La santidad de la vida es la primera categoría que introduce en la reflexión sobre el existir


humano. Esta santidad viene percibida como exigencia frente al “misterio”: revelada y
comunicada al hombre cuando él se abre a la luz con la cual Dios le ilumina el camino.

La santidad de la vida es el corazón de la revelación cristiana; en ella Dios es el Viviente. La vida


es su prerrogativa. Él es su fuente y su origen. Si la vida es sobre todo prerrogativa de Dios, si
Él es el “viviente en eterno” (Dt. 32, 40), aquél que tiene la vida por sí mismo (Jn. 5, 26), el hombre
recoge de la fuente de la vida - que es Dios - y se convierte, él también, en un viviente.

A diferencia de cualquier otra criatura, el hombre participa de un modo singular de la prerrogativa


de la vida que es propia de Dios. Aunque es un ser creado, como todas las otras cosas, el hombre
lleva en sí una impronta mayormente luminosa de la vida que Dios, como Señor, le dona. Él es
“imagen” (Gn. 1, 27) del Dios viviente, creado para que llegue a ser similar a su Creador. Por
ésto, la vida que él lleva en sí no es comprensible en su totalidad sino en estrecha relación al
Dios del cual tiene su origen toda vida (Hech. 17, 25). Para el cristiano, la vida del hombre es
concebida como participación de la vida del Resucitado que, mediante el Espíritu, cumple la obra
de la “nueva creación” (Rm. 5, 18).

La ética cristiana está empapada por esta dimensión de pobreza de corazón frente a la vida que
debe acogerse como un don. En esta pobreza de corazón, que encontramos tematizada en la
primera bienaventuranza (Mt. 5, 3), se anida el criterio fundamental de la ética de la vida. La
instancia ética fundamental está resumida en la palabra lapidaria: “no matar” (Ex. 20, 13). “No
matar” representa la llamada de Dios como garantía de la vida del hombre.

2- La época contemporánea reclama una mayor atención de todos cuantos sienten pasión por la
vida humana, con una vivacidad mucho más intensa que antes.

Atención requiere la Eutanasia, término que históricamente goza de una siniestra popularidad
cuando fue formulado como punto programático del proyecto sanitario nazista, orientado a
eliminar las “vidas sin valor” (Lebensunwerte Leben) y que hoy recorre el contexto de las
modificaciones que ha asumido el morir, tanto por parte de los progresos médicos como de las
diferentes adecuaciones jurídicas.

No podemos perder de vista que Eutanasia significa, en su sentido estricto y corriente: MATAR.
Es un error emplear esta palabra para las decisiones de no preservar la vida por medios
artificiales cuando sería preferible que se dejara morir al enfermo. La Eutanasia (positiva, activa
o directa, indirecta o por omisión, o como se le quiera llamar) es algo moralmente inadmisible,
así haya una expresa voluntad del paciente, una aceptación de lo que se va a hacer. No se puede
olvidar que MATAR POR COMPASIÓN, POR PIEDAD, TAMBIÉN ES MATAR. Es violar el más
elemental de los derechos del hombre que es el derecho a la vida.

3- No se puede dejar de mencionar el destino singular del hombre: convocado a la vida por
voluntad divina, debe aceptar la muerte como condición ineludible para poder sobrevivir
eternamente en una nueva dimensión. Vida y muerte son dos misterios que aparecen ante la
mente del hombre no exactamente como dos opuestos sino como dos términos de una misma
realidad: su propia existencia. Sin embargo, en determinadas condiciones el hombre puede
anhelar la muerte para sí o para un ser querido, y esto es particularmente cierto cuando un
sufrimiento desproporcionado, físico o moral, lo atormenta. A veces se invoca, entonces, a la
muerte como a la liberadora del dolor. Hombres de fe piden a Dios, en tales circunstancias, el
don de la muerte, sin que estén dispuestos a atentar suicidio o a pedir la eutanasia. Tal posición
es perfectamente normal y humana.

La cuestión moral fundamental está en determinar si el hombre es dueño absoluto de su propia


vida como para disponer de ella o para pedir a otros que lo hagan.

4- Desde el punto de vista moral la Iglesia ha sostenido siempre que el hombre, más que dueño,
es administrador de su vida como lo es de todos los bienes que Dios le da. Y que, frente a ella,
tiene el deber ineludible de cuidarla y tratar de conservarla.

Hay quienes han invocado la “inutilidad” de ciertas vidas como justificación para la eutanasia. Se
hace así referencia a los minusválidos mentales o corporales, a los enfermos incapacitados para
llevar una vida productiva, a los sufrientes abandonados por todos, etc. Se plantea, entonces, la
pregunta de si hay vidas humanas inútiles. Cada vida (así su dolencia sea incurable, intolerable
o se cualifique de “inútil”), en cada momento, tiene un significado que puede estar escondido
para nosotros, pero no para Dios. Y no hay que recordar que ese argumento de la inutilidad de
ciertas vidas ha sido esgrimido a través de la historia por algunos tíranos y dictadores con el fin
de cometer crímenes masivos.

La vida es el primer valor entre todas las cosas. Sus capacidades, su origen y su destino, que
supera el tiempo, la colocan en la cima de toda la realidad. No hay valor más alto en nombre del
cual pueda pedirse la supresión de la vida.

5- No es necesario ni siquiera pensar en los abusos a los cuales puede dar lugar el que se
legitime la eutanasia a través de las legislaciones de los Estados (eutanasia legal) o el que se
acepte el llamado “homicidio” (muerte) por piedad como algo lícito moral. Imaginemos solamente
lo que los Estados podrían hacer con inválidos, tarados, enfermos mentales, etc.; lo que algunos
parientes, incluso hijos, harían con el pretexto piadoso para terminar rápidamente con la
existencia de alguien cuya vida se interpone entre ellos y una jugosa herencia o entre ellos y el
poder dejar la incomodidad de cuidar al enfermo.

6- Ya desde la época de Pío XII se planteó el problema de cuál es realmente la obligación del
médico ante casos de pacientes terminales y para quienes, en un determinado momento, no
existen posibilidades de curación a la luz de los conocimientos médicos del momento. El Pontífice
consideró que no es obligatorio acudir a los llamados “medios extraordinarios” para conservar la
vida y sólo a los “medios ordinarios” (según las circunstancias de personas, de lugares, de
épocas, de culturas).

El Papa Juan Pablo II, en su discurso a los miembros de la Academia Pontifica de las Ciencias
(21 de octubre de 1987), había dicho: “es obligación de los médicos y del personal médico
proporcionar al enfermo los cuidados necesarios para cuidarse y ayudarle a soportar el
sufrimiento con dignidad. Aunque se trate de enfermos incurables, nunca se les considerará
intratables: cualquiera sea su condición, deberá administrárseles un cuidado apropiado”.

El Catecismo de la Iglesia Católica (1992) se expresó, en lo referente a la Eutanasia, con las


siguientes palabras: “Aquellos cuya vida se encuentra disminuida o debilitada tiene derecho a un
respeto especial... Cualesquiera que sean los motivos y los medios, la eutanasia directa consiste
en poner fin a la vida de personas disminuida, enfermas o moribundas. Es moralmente
inaceptable. Por tanto, una acción o una omisión que, de suyo, o en la intención, provoca la
muerte para suprimir el dolor, constituye un homicidio gravemente contrario a la dignidad de la
persona humana y al respeto del Dios vivo, su Creador... La interrupción de tratamientos médicos
onerosos, peligrosos, extraordinarios o desproporcionados a los resultados puede ser legitima.
Interrumpir estos tratamientos es rechazar el “encarnizamiento terapéutico”. Con esto no se
pretende provocar la muerte; se acepta no poder impedirla... Aunque la muerte se considere
inminente, los cuidados ordinarios debidos a una persona enferma no pueden ser legítimamente
interrumpidos. El uso de analgésicos para aliviar los sufrimientos del moribundo, incluso con
riesgo de abreviar sus días, puede ser moralmente conforme a la dignidad humana si la muerte
no es pretendida, ni como fin ni como medio, sino solamente prevista y tolerada como inevitable”.

Más recientemente el Papa Juan Pablo II en la Encíclica “Evangelium Vitae” (El Evangelio de la
Vida - 1995) expresaba la posición del Magisterio de la Iglesia así: “... el hombre, rechazando u
olvidando su relación fundamental con Dios, cree ser criterio y norma de sí mismo y piensa tener
el derecho de pedir incluso a la sociedad que le garantice posibilidades y modos de decidir sobre
la propia vida en plena y total autonomía... En semejante contexto es cada vez más fuerte la
tentación de la eutanasia, esto es, adueñarse de la muerte, procurándola de modo anticipado y
poniendo así fin “dulcemente” a la propia vida o a la de otros. En realidad, lo que podría parecer
lógico y humano, al considerarlo en profundidad se presenta absurdo e inhumano. Estamos aquí
ante uno de los síntomas más alarmantes de la “cultura de la muerte” que avanza sobre todo en
las sociedades del bienestar, caracterizadas por una mentalidad eficientista que presenta el
creciente número de personas ancianas y debilitadas como algo demasiado gravoso e
insoportable. Muy a menudo, éstas se ven aisladas por la familia y la sociedad, organizadas casi
exclusivamente sobre la base de criterios de eficiencia productiva, según los cuales una vida
irremediablemente inhábil no tiene ya valor alguno... confirmo que la eutanasia es una grave
violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una
persona humana. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita;
es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal”.

7- El derecho del hombre a morir dignamente comporta una serie de exigencias que han de ser
realizadas, sobre todo por parte de la sociedad:

* Atención al moribundo con todos los medios que posee actualmente la ciencia médica: para
aliviar su dolor y prolongar la vida humana.

* No privar al moribundo del morir en cuanto “acción personal”: el morir es la suprema acción del
hombre.

* Liberar a la muerte del “ocultamiento” a que es sometida en la sociedad actual: la muerte es


encerrada actualmente en la clandestinidad.

* Organizar un servicio hospitalario y de salud adecuado a fin de que la muerte sea un


acontecimiento asumido conscientemente por el hombre y vivido en clave comunitaria.

* Favorecer la vivencia del misterio humano-religioso de la muerte: la asistencia religiosa cobra


en tales circunstancias un relieve especial.

Para terminar, es bueno no olvidar que podemos estar tan ocupados en los aspectos éticos,
jurídicos, sociales o culturales de las diversas cuestiones concretas relacionadas con el morir,
que olvidemos preguntarnos acerca de lo que podemos hacer en favor de ese moribundo en
cuanto ser humano y precisamente en su camino hacia la muerte... la cuestión ética fundamental
es: ¿qué puedo, me está permitido y debo hacer yo por este ser humano en su proceso de
fallecimiento?...

La vida es un don y una responsabilidad. Va contra el sentido de don y de responsabilidad y tarea


encomendada, tanto el acelerar irresponsablemente la muerte como el prolongar de modo
irresponsable la agonía. Vivir no es lo mismo que durar sin más. Morir no es lo mismo que
acabarse sin más. Podemos y debemos ayudar al ser humano a que viva y muera como persona,
con derecho a vivir su vida y morir su muerte. El servicio a los moribundos, que desenvuelve
quien se inspira en la fe cristiana, se arraiga en un clima de esperanza: una esperanza que va,
además de la conclusión de la vida terrenal, en el ligamen de solidaridad hecho posible por el
amor fraterno.

4- SÍNTESIS PASTORAL.

a) La Iglesia y el Derecho a Morir Humanamente.

Por propia naturaleza, la Iglesia está llamada a desempeñar la tarea de comprometerse para
hacer posible una muerte “religiosa” de los creyentes. La acción de los ministros de la Iglesia y
de los religiosos tenía como principal connotación la función pastoral, en armonía con una visión
antropológica sobrenatural, que ve el hombre como destinado a la vida eterna y atribuye al
momento de la muerte un valor incomparable. La muerte fija, en efecto, para siempre la suerte
espiritual del hombre: éste es un motivo del particular interés, tanto doctrinal como practico, que
la Iglesia ha tenido siempre por la muerte.

Hoy vemos, sobre todo, la presencia de la Iglesia en un frente nuevo: el de la defensa y de la


promoción de la cualidad “humana de la muerte”. Esto presupone un juicio antropológico-ético
que califica las modalidades culturales que ha asumido hoy la muerte como “deshumana”. El
juicio de valor no está referido sólo a las distorsiones que sufre el ser humano, en su naturaleza
y en su destino, cuando es amputado de toda referencia a la trascendencia y al espíritu. También
en un horizonte laico inmanentístico el morir se ha convertido en deshumano, es decir, violento
y deformado; resulta “innatural” también si se valora con el metro de una antropología no
religiosa. Los progresos de la medicina continúan a la larga el proceso de la muerte.

En las situaciones límites el tiende a depender de la voluntad del médico, que debe decidir si
poner en acto, tener en función o detener los complejos aparatos de la reanimación artificial. El
moribundo no es más que un pobre objeto privado de voluntad y muchas veces de conciencia.
El personal hospitalario puede prever la hora de la muerte, pero la regla a la cual se atiende es
la del disimulo. El conocimiento completo y compartido de la propia suerte por parte del enfermo
grave es un caso excepcional.

El moribundo no tiene más un “status” social. La asistencia tecnológica prolonga la existencia de


los enfermos, pero no les ayuda a morir. El trabajo de la Iglesia es el de reafirmar los principios
adquiridos destinados a guiar la acción en momentos comprensiblemente cargados de pathos y,
por tanto, fácilmente expuestos a las prevaricaciones de la emotividad. El “no” inequívoco a la
eutanasia es el pilón portado por la tradicional defensa de la vida que termina, por parte de la
moral católica.

b) El rechazo de la eutanasia activa.

Por eutanasia activa – o positiva – se entiende la acción con la cual, por propia iniciativa o por
petición del interesado, se pone fin a una vida humana. Históricamente el término goza de una
siniestra popularidad cuando fue formulado como punto programático del proyecto sanitario
nazista de eliminar las “vidas sin valor” (Lebensunwerte Leben). Hoy recorre el contexto de las
modificaciones que ha asumido el morir por parte de los progresos de la medicina.

Las deformaciones del proceso natural han llevado a algunos a hablar de “distanasia” para
contraponer la “eutanasia” como programa correctivo. Desde el punto de vista moral, se trata de
una violación de la ley divina, y de ofensa a la dignidad de la persona humana, y de un crimen
contra la vida, de un atentado contra la humanidad.

La Iglesia es hostil a todo tentativo de legitimar la eutanasia mediante un texto de la ley o


declaración éticas provenientes de altas personalidades.

Detrás de la demanda de eutanasia, proveniente del enfermo, hay siempre una petición
angustiosa de ayuda y de afecto, una necesidad de calor humano y de afecto. Una sociedad que
legitimase la eutanasia será sin duda una sociedad que trata de huir a uno de sus deberes más
elementales: el de la fraternidad humana con los más pobres entre sus miembros.
c) La Lucha contra el dolor.

La compasión que induce a algunos a empujarse hasta consentir la muerte de otro ser humano,
es provocada muchas veces por la visión de los sufrimientos que acompañan ciertas
enfermedades en el estadio terminal. Para hacer posible una muerte “Humana” es necesario que
el dolor sea contenido dentro de los límites soportables. La resistencia al dolor es una variable
cultural, más que individual. Depende del nivel de motivación del significado que se atribuye al
dolor, así como de la actitud social.

El sufrimiento humano no es un puro fenómeno fisiológico: él está nutrido por la aprehensión de


ver crecer el dolor y la angustia de aquellos que se sienten gravemente amenazados en su
cuerpo. Es por esto que para saber aliviar los sufrimientos se pide saber manejar los tratamientos,
pero, también, calmar la ansiedad y la angustia del enfermo. Esto implica una relación personal
con él.

En lo que se refiere al tratamiento del dolor, los puntos esenciales de la doctrina moral católica
comprenden: licitud, pero no obligación, al recurso de medios aptos a suavizar el dolor; licitud del
recurso a analgésicos que conllevan una pérdida de la conciencia, si este medio es justificado
por un intento terapéutico; aceptación de tratamientos antálgicos que tienen como efecto
secundario el abreviar la vida, si motivos verdaderamente graves lo justifican.

Muchas veces se ha atribuido indebidamente al cristianismo la cultivación malsana del dolor. El


“Dolorismo” se puede atribuir al cristianismo, pero no es su hijo legítimo. La posición cristiana es
la que un justo equilibrio entre el fetichismo del dolor, que lo considera como valor supremo, y la
fobia de él, que lo identifica con el no valor absoluto.

El principio en el cual se inspira la moral católica suena, en la formulación de Pío XII, así: “El
paciente deseoso de evitar o de calmar el dolor puede sin inquietud de conciencia valerse de
medios encontrados por la ciencia “.

Un primer problema es la licitud, desde el punto de vista de la moral cristiana, de los tratamientos
que conducen a la privación total o parcial de la conciencia de sí. En lo que se refiere a la
supresión o disminución de la conciencia y del uso de las facultades superiores, Pío XII aplica
los mismos principios que regulan la supresión del dolor: La narcosis resulta, así, “premisa de la
moral natural y compatible con el espíritu del Evangelio”, cuando está dirigida hacia un fin
terapéutico: “preserva el equilibrio síquico y orgánico; evita su violenta sacudida, constituye para
el quirurgo y para el paciente un importante objetivo, que la narcosis solamente permite obtener”
.

Además, “si entre la narcosis y la abreviación de la vida no existe algún nexo causal directo,
puesto por la voluntad de los interesados o por la naturaleza de las cosas; y si, al contrario, la
suministración de los narcóticos ocasiona por sí misma dos efectos distintos, de un lado el alivio
del dolor, del otro la abreviación de la vida, es lícita; es necesario ver si hay entre los dos efectos
proporciones razonables, y si las ventajas del compensan los inconvenientes del otro” .

d) La verdad al moribundo.

Las actitudes en la confrontación con el enfermo terminal se aglutinan en torno a dos modelos:
el que tiende a esconderle la prognosis y la realidad del fin inminente, y el que - en vez - favorece
la explícita información al paciente.
Mientras el primer modelo se ha convertido en característico del personal sanitario, el segundo
es promovido por cuantos consideran el bien del enfermo en una prospectiva más amplia que la
sola prolongación de la vida física. Tradicionalmente la opinión por la franca comunicación de la
verdad ha gozado de la representación de los ministros de la religión. Numerosas encuestas
empíricas, realizadas por sociólogos, antropólogos culturales y siquiatras, han demostrado los
efectos sicológicos negativos del silencio y el disimulo sistemático en la relación con los enfermos
terminales.

La moral cristiana opta por el conocimiento y, por tanto, por la comunicación interpersonal que lo
hace posible. Coherentemente a su visión antropológica, el cristiano considera la muerte como
el momento de la máxima realización de la libertad y de la responsabilidad humana; reco noce,
por esto, al moribundo el derecho de conocer la verdad sobre su propio estado, en la medida en
que quiera efectivamente conocerla.

El problema de la “verdad” al enfermo grave no equivale, sin embargo, a simplemente tomar


partido apriorísticamente por una brutal comunicación de que “no hay nada que hacer”. La
veracidad no agota las exigencias de la verdad, en sentido cristiano. Estas comprenden, en
primer lugar, el amor y, por tanto, también el respeto del otro. La verdad “humana” puede
demandar la gradualidad y emerger sólo al interior de un diálogo.

“Decir la verdad no quiere decir hacer declaraciones sin tacto e intempestivas sobre el estado
del enfermo. No consiste tampoco en el diagnóstico o en la prognosis acerca del momento
preciso de la muerte. Se trata aquí de la capacidad de quien asiste al enfermo de establecer, con
el paciente, una relación tal que éste esté en grado de pedir información sobre sus condiciones
y de sacar las consecuencias oportunas”.

El servicio a los moribundos, que desenvuelve quien se inspira en la fe cristiana, debe estar
afianzado en un clima de esperanza: una esperanza que va, además de la conclusión de la vida
terrenal, en el ligamen de solidaridad hecho posible por el amor fraterno.

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