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ANALISIS DEL LIBRO CHINA, DE HENRY KISSINGER

MONTESINOS ALVAREZ, JUAN

En su formidable libro de más de 500 páginas, el diplomático y erudito Henry


Kissinger escribe sobre el país al que está inextricablemente vinculado: China.
Kissinger impregna su texto con impresionantes recuerdos personales basados
en sus más de 50 visitas a China a lo largo de 40 años, en las que trabajó
oficialmente como Consejero de Seguridad Nacional y Secretario de Estado y
extraoficialmente como experto en política exterior. Fue testigo de la evolución
de China a lo largo de cuatro generaciones de líderes. Sus conocimientos sobre
política exterior y su relación personal con altos funcionarios chinos le permiten
dramatizar esta historia diplomática con detalles y reflexiones extraordinarios.

En el presente trabajo analizaremos de manera concreta los aspectos de mayor


relevancia que nos transmite la obra, para ello hemos disgregado la obra en ocho
apartados que nos permitirán entender con claridad las ideas plasmadas por el
autor.

El centro del universo

La historia de China como una de las más antiguas civilizaciones sigue


determinando sus ideas en el presente. Los archivos de la antigüedad narran la
unificación de China en el siglo III a.C. con el emperador en el centro de una
vasta jerarquía política, pero incluso la mitología china alude a una sociedad sin
verdadero inicio, sino simplemente a su existencia como centro del universo o
“Reino del Centro”. La actual lengua escrita de China data del año 2000 a.C. y
vincula a los ciudadanos chinos contemporáneos con su antigua literatura y sus
personajes históricos. Ese sentido de continuidad impregna los actos de los
líderes chinos actuales: una visión de largo plazo y de su rol en el mundo. Para
gobernar y unir a su vasta población, China adoptó la filosofía de Confucio (551-
479 a.C.), que enfatizaba la “senda” del orden, la armonía y el gobierno
compasivo, y desdeñaba las muestras ostensibles de poder. Los funcionarios de
la amplia burocracia china eran expertos en el pensamiento confuciano, que
subrayaba el aprendizaje, la honestidad y la fortaleza de carácter.
La continuidad milenaria, junto al lugar central que China siempre reservó para
sí misma en su visión del mundo, conduce a un modo muy particular que tienen
los líderes chinos de recurrir a su propia historia en búsqueda de precedentes
para su actuación en el presente.

Ya en el prólogo del libro, Kissinger ilustra la cuestión con la conferencia


pronunciada por Mao en 1962 ante su Estado Mayor sobre el conflicto China-
India. Allí Mao recurre al antecedente de dos eventos históricos: uno de hace
700 años atrás, otro de hace más de 1300 años, para iluminar la estrategia actual
de aquella confrontación concreta, situación que, como señala el autor no tuvo
paralelo en otro país del mundo.

Esto se relaciona con la enorme extensión y variedad del territorio chino,


marcado al mismo tiempo por barreras geográficas fuertes que aislan al país (lo
que llevó a la agencia de inteligencia Stratfor, de George Friedman, a publicar
un libro llamado La isla de China). Estas características llevaron, entre otras
cuestiones, a la ausencia de pretensiones expansionistas en la historia de las
dinastías que gobernaron China. Comparada con el conjunto de Europa y no con
cualquier país aislado, China es pintada por Kissinger como una especie de
“continente” fundamentalmente volteado sobre sí mismo.

De ahí la narrativa de la “saga” de la civilización china como una alternancia entre


dolorosos períodos de fragmentación y sangrientas luchas internas (en las que
la cantidad de muertos se contó siempre en la escala de los millones) y los
momentos en que una nueva dinastía se mostró capaz de unificar el vasto
imperio, ganándose con eso el “mandato celestial”. En la tradición
fundamentalmente laica del pensamiento chino (que desde Confucio nunca
planteó temas religiosos en el centro de su visión del mundo), el “mandato
celestial” es menos una invocación de autoridad de origen sobrenatural (como
podía ser el caso de los monarcas “por derecho divino” en la Europa medieval),
y más una noción relativa, en la que la fuente de legitimación proviene, en última
instancia, de la eficacia en mantener unido al país siempre preñado de tensiones
centrífugas.
“El gran aislamiento de China alimentó en los chinos una percepción especial de
sí mismos”.

Durante gran parte de su historia, China fue rica, poderosa y autosuficiente. Ya


en el siglo XV, poseía la armada más numerosa y más avanzada
tecnológicamente del mundo, mayor aun de lo que fue la Armada Española siglo
y medio más tarde, pero China usó la marina para explorar oportunidades
comerciales y no para colonizar otras tierras. De hecho, su indiferencia por las
conquistas la llevó a desmantelar su flota alrededor de la época en la que
Occidente empezó a expandir sus perspectivas de exploración. Antes de la
Revolución Industrial, China era el país más prolífico del mundo
económicamente: en 1820, generó más del 30% del PIB mundial, más que
Europa y EE.UU. juntos.

Un juego estratégico

China nunca inició un contacto prolongado con otros países; cualquier Estado
que quisiera relaciones diplomáticas con ella tenía que aceptar su lengua,
instituciones políticas y cultura. Durante siglos, la política exterior china siguió la
máxima expresada en 1372 por el primer emperador de la dinastía Ming: “A
quienes nos visitan con modestia, los despedimos generosamente”. En vez de
basarse en políticas agresivas y a corto plazo, la doctrina estratégica china
consistía en prolongadas campañas diplomáticas basadas en sutileza, paciencia
y oblicuidad, lo que le daba ventajas de largo plazo.

“Las élites chinas se acostumbraron a la idea de que China es única, no sólo una
‘gran civilización’ entre otras, sino la civilización misma”.

El característico estilo geopolítico de China se refleja en su “juego más


duradero”, el wei qi (conocido en Occidente como una derivación de su nombre
japonés go), un combate de “envolvimiento estratégico”. El objeto es rodear las
piezas del oponente con las propias y tener una ventaja relativa mediante
jugadas bien reflexionadas. Se compara con el ajedrez, cuyo propósito es tener
la “victoria total” al dar mate al rey del oponente. Mientras que el ajedrez enfatiza
la “resolución”, el wei qi se centra en la “flexibilidad estratégica”. De manera
similar, en el Arte de la guerra, Sun Tzu enfatiza la victoria militar psicológica y
estratégica “al evitar el conflicto directo”, estrategia que Mao Zedong y Ho Chi
Min desplegaron en la guerra civil china y en las guerras de Vietnam,
respectivamente.

Se trata de una mezcla particular de pragmatismo político y confianza en la


cultura y la demografía china, llevando a líneas estratégicas tales como la de
usar “bárbaros contra bárbaros” cuando China es confrontada en más de un
frente, o incluso la noción –probablemente impensable para cualquier otro
pueblo– de “asimilación de los conquistadores”, esto es, la idea de que aún en
caso de conquista por potencias extranjeras, sería la cultura china la que
prevalecería sobre la de los ocupantes.

Estas cuestiones son tratadas en el libro como raíces culturales históricas que
conducen a una sutil Realpolitik china, que muchas veces ha escapado a la
comprensión de los líderes occidentales. Así, Kissinger le da gran importancia a
la necesidad de entender las diferencias filosóficas contenidas en el contraste
entre el ajedrez occidental y el wei qi (o go) chino, o entre Clausewitz y Sun Tzu,
cuestiones en que la ignorancia anterior de los líderes políticos y militares
norteamericanos llevó a la incapacidad para comprender el pensamiento militar
de Mao Zedong, Ho Chi Minh o Vo Nguen Giap, lo cuál está, para el ex secretario
de Estado, nada menos que en la raíz del “fracaso de Estados Unidos en sus
guerras en Asia”.

El mundo la invade

Para fines del siglo XVIII, las potencias occidentales presionaban a China para
tener lazos diplomáticos y, así, acceso a su vasta riqueza mediante el libre
comercio. Hasta entonces, China sólo había permitido a Rusia una embajada en
Beijing en 1715, para apaciguar a su vecino geográfico. Los británicos resentían
en especial el limitado acceso comercial; sus avances tecnológicos en máquinas
de vapor y ferrocarriles le daban una ventaja productiva sobre los chinos, pero el
PIB de China seguía siendo siete veces mayor que el de Gran Bretaña. En 1793,
el rey Jorge III envió a lord George Macartney a tratar de obtener derechos
comerciales especiales, pero el esfuerzo fracasó tras semanas de negociación
sobre si Macartney tocaría el suelo tres veces con la frente ante el emperador
chino.

“Los emperadores chinos creían que no era práctico pensar en influir en países
a los que la naturaleza había dado la desgracia de encontrarse a tan gran
distancia de China”.

Para mediados del siglo XIX, la Guerra del Opio ya había cristalizado la invasión
de China por Occidente. El poder marítimo de Inglaterra forzó a los chinos a
ceder el control de Hong Kong y permitir el acceso comercial a cinco puertos.
Pronto, EE.UU. y Francia negociaron acuerdos similares como “países más
favorecidos”. Para los años 1860, los consejeros del emperador le decían que
“se fortaleciera” con el aprendizaje de lenguas occidentales, el desarrollo de la
industria bélica y la adquisición de innovación científica y nueva tecnología.
Reacia, China creó su primer ministerio de relaciones exteriores en 1861, en
respuesta a presiones de Occidente, pero su estrategia de contraponer
“bárbaros contra bárbaros” sólo demoró la inevitable avalancha de intereses
extranjeros.

La decadencia

Saltando de la China antigua a su encuentro con la modernidad capitalista


europea, Kissinger habla de las primeras expediciones inglesas en el pasaje de
los siglos XVIII y XIX, resaltando en todo momento la “arrogancia imperial” china
y el aumento gradual de la impaciencia británica.

Sin comprender el cambio histórico que se había procesado con el desarrollo del
modo de producción capitalista en Europa, el emperador chino y su corte de
mandarines no captaron la diferencia de objetivos de los “nuevos bárbaros” que
buscaban expandir su radio de operación económica, en relación a los “bárbaros
tradicionales” que deseaban por sobre todo apropiarse de los tesoros de la
civilización china.

El hecho es que, en una década (1840), China pasa de “prominencia universal”


a la disputa directa de su territorio por distintos conquistadores. El período
siguiente no hace más que profundizar esta situación, con importantes
convulsiones internas y tres grandes desafíos externos, provenientes de Europa,
de Rusia y de Japón.

La transición entre ese período y la nueva era inaugurada en 1949 por la victoria
del Ejército de Mao en la guerra civil, pasa por la llamada “Guerra de los Boxers”
–un enorme levantamiento popular antiimperialista cerca de 1900, masacrado
por una alianza entre ocho potencias–; por la Primera Revolución China de 1911,
encabezada por el líder nacionalista Sun Yatsen, la cual derrumbó la última
dinastía (Qing, o “manchu”), y que sin embargo no fue capaz de unificar al país
y enfrentar las tareas agrarias y antiimperialista que el país necesitaba; o el fin
de la Primera Guerra Mundial y el dominio crecientemente aislado de Japón entre
las potencias imperialistas que colonizaban partes del territorio chino.

En 1898, una fuerza expedicionaria de ocho países, incluidos EE.UU., Francia e


Inglaterra, sofocó el Levantamiento de los Bóxers, un grupo de místicos y
tradicionalistas que se alzó para liberar al país de la dominación extranjera. La
presencia de tropas extranjeras significó el fin del régimen dinástico chino: las
facciones demócratas y militares, junto con el Partido Comunista, lucharon por
el control durante los años 1920, pero ninguna de las fuerzas tuvo el poder
suficiente para crear un gobierno central. .A fines de la década, el Partido
Nacionalista de Chiang Kai-shek asumió el control.

“Los chinos han sido astutos practicantes de la Realpolitik, y estudiosos de una


doctrina estratégica completamente diferente de la estrategia y la diplomacia que
Occidente favorece”.

Hacia mediados de los años 1940, la guerra civil ensombreció a China al


enfrentar las fuerzas nacionalistas con los comunistas de Mao Zedong. Pese a
los esfuerzos de mediación de EE.UU., las fuerzas nacionalistas perdieron
terreno en lo militar y, en 1949, Chiang Kai-shek finalmente se retiró con sus
seguidores a la isla de Taiwán, a la que declaró República de China. Los
comunistas triunfantes proclamaron la República Popular China en el continente,
como representación de una nueva ideología.

“La revolución continua de Mao”


Mao Zedong fue el primer gobernante chino que se rebeló contra las
antiquísimas tradiciones del país. Postuló un nuevo orden basado en la lucha y
la contradicción continuas; tenía que destruir el tradicional concepto confuciano
de armonía, que consideraba una subyugación, para construir una sociedad
militarista de trabajadores; no obstante, su propia inspiración venía de textos
antiguos y líderes legendarios chinos. La China de Mao estaba en agitación
constante; elevaba y purgaba grupos de líderes para mantener la revolución y la
transformación social. En 1956, Mao lanzó la Campaña de las Cien Flores, en la
que invitaba la crítica pública a las políticas estatales, pero castigaba a los
participantes. El Gran Salto Adelante (en pro de la transformación económica
nacional en 1958) institucionalizó su visión de “desequilibrio”, a la vez que originó
una de las peores hambrunas de la historia moderna. La Revolución Cultural de
1966, destinada a eliminar las ideas elitistas, obligó a los intelectuales a hacer
trabajo manual en el campo. Pese a la muerte y la destrucción, Mao creía en la
excepcionalidad de China y en la “resistencia, capacidad y cohesión” de su
pueblo.

“Un rasgo cultural que invocan regularmente los líderes chinos es su perspectiva
histórica: la habilidad, la necesidad realmente, de pensar sobre el tiempo en
categorías diferentes a las de Occidente”.

Mao transformó una China cuasi feudal en una superpotencia nuclear


independiente capaz de desafiar a EE.UU. y la URSS. Recurrió a la historia de
China para contraponer a bárbaros contra bárbaros y surgir como “un ‘agente
libre’ geopolítico de la Guerra Fría”. Mao creía que el principal beneficio de dar
el primer golpe no era tener ventaja militar, sino psicológica, que preparara el
escenario para la maniobra política. Demostró su estrategia en 1950 con la
guerra de Corea, que terminó en un punto muerto, pero China ganó credibilidad
como potencia militar y centro de la revolución asiática.

Acercamiento sino-estadounidense

En el otoño de 1969, los funcionarios chinos empezaron a reevaluar sus


intereses estratégicos respecto a EE.UU. Rusia había concentrado un millón de
soldados a lo largo de su frontera con China con la intención de dar un golpe
preventivo contra las instalaciones nucleares chinas. Desde la perspectiva del
presidente Richard Nixon, establecer relaciones con China en medio de la
polémica Guerra de Vietnam era una oportunidad de demostrar la disposición de
EE.UU. a buscar la paz.

“El liderazgo comunista chino conserva parte del tradicional enfoque de la


gestión bárbara”.

Los diplomáticos estadounidenses hicieron el primer contacto con los chinos en


Varsovia, en febrero de 1970: en una exhibición yugoslava de modas,
funcionarios de EE.UU. siguieron a diplomáticos chinos que se retiraban, y les
pidieron a gritos, en polaco, una reunión de alto nivel. Después, Nixon dijo a
líderes de Pakistán y Rumania que quería sostener pláticas con los líderes
chinos. Mao respondió con sutiles mensajes que estaba dispuesto a hablar, pero
insistió en mantener sobre la mesa el espinoso asunto de Taiwán. La oportunidad
diplomática se presentó cuando China invitó al equipo de ping-pong
estadounidense a visitar Pekín en abril de 1971, en un episodio de “diplomacia
del ping-pong” que atrajo la atención popular de Occidente. En julio de 1971, la
primera delegación diplomática de EE.UU., encabezada por el consejero de
seguridad nacional Henry Kissinger, arribó secretamente a Beijing. Las
negociaciones con el primer ministro Zhou Enlai (cuyo liderazgo pragmático
complementaba la tendencia ideológica de Mao) abrieron brecha para la visita
de Nixon a China en 1972.

“Nixon en China”

Casi nadie podría haber imaginado que un acérrimo anticomunista como Richard
Nixon sería el responsable de promover el retorno de China a la escena
internacional, pero él “vio una oportunidad geopolítica y se aferró a ella
audazmente”. Nixon había tenido como meta equilibrar las fuerzas de la Guerra
Fría para salvar al mundo de una guerra nuclear. Sabía que estadounidenses y
chinos tenían principios distintos y no quería comprometer los ideales de EE.UU.
ni intentar convencer a los chinos de abandonar los suyos. Comprendía el
potencial de largo plazo de la numerosa e industriosa población de China y creía
que ese país tenía una importante función en las relaciones internacionales.
“Nos condujeron directamente al estudio de Mao, una habitación de tamaño
modesto, con libreros ... en un estado de gran desorden: había libros que cubrían
las mesas o estaban apilados en el piso. En un rincón había una sobria cama de
madera”.

La visita de Nixon a Beijing consolidó la opinión de Mao Zedong y Zhou Enlai de


que era un líder franco y confiable. El resultado de las reuniones, “el comunicado
de Shangai”, presentaba la visión del mundo de cada país, pero incluía la
“convergencia” en el compromiso de que ninguno buscaría dominar la región de
Asia-Pacífico. La visita de Nixon abrió una nueva fase de la diplomacia,
restableció a China como influencia mundial y desplazó el equilibrio del poder de
la Unión Soviética.

China contemporánea

Después de la muerte de Mao, Deng Xiaoping, “rehabilitado” por etapas, llevó a


China a una nueva fase de desarrollo centrado en la renovación económica. En
1992, Deng esbozó “los cuatro grandes artículos” que todo chino debía poder
comprar: “una bicicleta, una máquina de coser, un radio y un reloj de pulsera”.
De ahí en adelante, el crecimiento económico de China fue mucho más allá de
esos cuatro bienes básicos, pues creó una nueva clase media y sacó a millones
de la pobreza.

“[Mao] el gobernante todopoderoso de la nación más poblada del mundo


deseaba que lo vieran como un rey filósofo que no tenía necesidad de reforzar
su autoridad con los símbolos tradicionales de la majestad”.

Aunque el matiz de las relaciones EE.UU.-China ha cambiado con el tiempo, la


relación misma ya no está en disputa. Con la caída de la Unión Soviética, su
“adversario común”, ambos países han tratado de definir un nuevo orden
mundial. Las diferencias entre ellos siguen siendo evidentes, sobre todo en la
esfera financiera; por ejemplo, EE.UU. considera que el yuan chino está
subvaluado y, por ende, daña a las empresas estadounidenses, mientras que
China considera que las exhortaciones de EE.UU. a consumir nacionalmente
más y a exportar internacionalmente menos la dañan políticamente.
“Los primeros 20 años del siglo XXI representan un claro ‘período de oportunidad
estratégica’ para China”.

Hoy, tanto EE.UU. como China aplican políticas nacionales que reflejan sus
intereses mundiales, lo que inevitablemente generará áreas de conflicto, pero
EE.UU. debe resistirse a desatar una guerra fría con China. Por otra parte, el
auge de China se ha basado en gran medida en la mano de obra joven y poco
calificada, que ahora es de mayor edad, más calificada y acomodada. China
envejece rápidamente: en el 2050, la mitad de los chinos tendrá 45 años de edad
o más; y, con una demografía así, China no puede sostener una política militar
expansionista, por lo que la competencia entre ambos países se centrará más
en aspectos socioeconómicos.

“Una guerra fría entre los dos países [EE.UU. y China] detendría el progreso
durante una generación en ambos lados del Pacífico”.

La “coevolución” es lo que mejor describe el futuro de las relaciones China-


EE.UU. La cooperación, donde y cuando sea posible, aminorará el conflicto. Una
“Comunidad del Pacífico”, compuesta por EE.UU., China y otros países asiáticos,
similar a la alianza atlántica de la posguerra, estimulará las metas políticas
comunes y disuadirá la formación de bloques nacionales. Con base en 40 años
de historia común, EE.UU. y China podrían unirse “no para estremecer al mundo,
sino para cimentarlo”.

OPINIÓN PERSONAL

El libro es cauteloso de tres maneras. En primer lugar, lo es en la reticencia obvia


de Kissinger a la hora de criticar explícitamente la política del gobierno
estadounidense respecto a China. La primera mención ligeramente negativa de
la política exterior estadounidense aparece en la página 131, en relación a
Eisenhower. Incluso cuando la evaluación es fuertemente negativa (como en el
caso de las administraciones de Reagan y Clinton) está formulada de una
manera matizada y con un lenguaje diplomático; se muestra con indirectas casi
chinas y un sarcasmo sutil.
El libro es cauteloso también en el detalle con el que Kissinger describe su
participación. El lector tiene la impresión de que Kissinger podría fácilmente
haber escrito cientos de palabras sobre sus reuniones con Mao y Zhou (usando
no solo su memoria sino también los voluminosos documentos y transcripciones
de las conversaciones), pero eligió ser conciso.

Finalmente, el libro es cauteloso porque trata solo de China. Otros “actores”


como Vietnam, Camboya, la Unión Soviética o India solo se mencionan en
relación a China. Europa, curiosamente, dado que no tuvo un rol político en la
reconciliación con China, no aparece en ningún momento.

El libro está repleto de admiración por la manera china de hacer diplomacia y


uno tiene a veces la sensación de que Kissinger habría preferido ser un
negociador chino en vez de estadounidense. Como dice, Occidente quizá
exageró la sofisticación y profundidad de sus interlocutores chinos; es consciente
de esta posibilidad pero raramente afecta el contenido del libro. De manera no
sorprendente Zhou Enlai es consecuentemente alabado:

En sesenta años de vida pública no me he encontrado con una figura más


convincente que Zhou Enlai [...] La pasión de Mao se esforzó por oprimir a la
oposición. El intelecto de Zhou buscó persuadir o ganarle la partida a la
oposición. Mao era sardónico, Zhou perspicaz.

El retrato de Mao, alguien que “se relacionaba con sus interlocutores desde las
alturas del Olimpo, como si se tratara de universitarios ante un examen sobre la
idoneidad de sus percepciones filosóficas”, es menos claro, a pesar de las
abundantes citas extraídas directamente de las conversaciones. Aunque
Kissinger nunca lo dice, Mao a menudo aparece no como un Dios que ha
descendido a la tierra para pasar un tiempo con los humanos, sino quizá como
alguien que sufre de un complejo de inferioridad cuando intenta demostrar su
mente abierta ridiculizando sus propios eslóganes revolucionarios. No creo que
un político serio deba hacer eso, a no ser que quiera arrastrarse frente a su
interlocutor.
Deng fue, por supuesto, muy diferente tanto de Mao como de Zhou. Su “estilo
áspero, sin palabrería” lo distinguía. Se mantuvo ocupado mirando cuántas
comidas debería tener un conductor de trenes, no pensando en cuestiones más
elevadas. Gobernó completamente tras bambalinas: “Deng no tenía una gran
oficina; rechazó todos los títulos honoríficos; casi nunca aparecía en televisión,
y practicó la política casi completamente tras las bambalinas. Gobernó no como
un emperador sino como el mandarín jefe.” Y en un interesante detalle, Kissinger
menciona que el último visitante extranjero que visitó a Deng fue Brent Scowcroft
en 1989 (después de Tiananmen). Deng vivió sus últimos años (murió en 1997)
como un recluso, una imagen difícil de evocar para quienes lo habían visto en
los setenta en las pantallas de televisión dando saltos con energía. Después de
su muerte, Deng fue cremado y sus cenizas se lanzaron al mar, lo que
contrasta radicalmente con Mao.

Los últimos capítulos del libro, que cubren el periodo de la crisis de las relaciones
chinoestadounidenses después de la masacre de Tiananmen, se centran en la
política exterior estadounidense hacia China, pero más generalmente hacia
regímenes no democráticos: Kissinger es educado pero no menos crítico con la
opinión del establishment estadounidense de que las relaciones pacíficas solo
son posibles con gobiernos democráticos:

los estadounidenses insistían en que las instituciones democráticas eran


necesarias para que hubiera una compatibilidad de intereses nacionales. Esa
proposición -que surge de un artículo de fe de muchos analistas
estadounidenses- era difícil de demostrar a partir de la experiencia histórica.
Cuando la Primera Guerra Mundial comenzó, la mayoría de gobiernos en Europa
(incluido Reino Unido, Francia, y Alemania) estaban gobernados por
instituciones esencialmente democráticas. Sin embargo, [la guerra] fue aprobada
de manera entusiasta por todos los parlamentos electos.

Además, “si adoptar los principios estadounidenses de gobierno es la condición


central del progreso en todas las áreas de la relación, la negociación alcanzará
inevitablemente un punto muerto”.
El mesianismo estadounidense se basa en unos valores universales y significa
en un lenguaje práctico que todos los países tienen que adoptar la vía
estadounidense y tienen que estar incluidos en un sistema internacional liderado
por Estados Unidos. Kissinger critica esta idea repetidamente. Es poco probable
que China, “un país que durante la mayor parte de su periodo moderno -que
comenzó hace dos mil años- se consideró a sí mismo la cúspide de la civilización,
y que durante aproximadamente dos siglos ha considerado que su posición
singular como líder moral del mundo fue usurpada por la actitud rapaz de las
potencias coloniales occidentales y Japón”, acepte nunca tal rol secundario en
la jerarquía internacional.

Prácticamente en la última página del libro Kissinger avisa a los políticos y


burócratas estadounidenses de que “los estadounidense no tienen que estar de
acuerdo con el análisis chino para comprender que darle lecciones a un país con
una historia de milenios sobre su necesidad de ‘madurar’ puede resultar
innecesariamente molesto”.

Con una administración de Trump rompiendo conscientemente con el


mesianismo de los valores universales en favor de una política del interés
nacional más realista (pero mal ejecutada), las advertencias de Kissinger tienen
menos relevancia que nunca. Pero, como es probable que Estados Unidos
vuelva, después de la próxima elección o en la siguiente, a su tradicional
mesianismo, estos apuntes y advertencias pueden resultar pertinentes.

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