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Desde qué personaje se supone debería empezar hablar si me topo con la

necesidad de escarbar bien profundo, hasta que incomode y me haga irritar. Intuyo que tal
vez estaría bien usar el más ordinario, el que no tiene mucho de qué aparentar y le brotan
ampollas por culpa de decir siempre la verdad.
Por más tiempo que lleve andando por el monte espeso, no he logrado dar con
una sola idea que me ayude a hilar lo que el recuerdo o la imaginación (ya no sé bien
diferenciar una de la otra) arrojan sobre mí para que le dé forma a lo que fue y ha sido mi
primer sentido de cuidado, los primeros palos que me brindaron esa sensación.
Anoche, por darle un ejemplo, volví a respirar aquel vapor caliente, ¡calientisimo!
Ese que tantas veces me hizo ahogar. Obligándome (a las malas, muchas veces) a
agachar la cabeza, respirar profundo y despacito de pabajo hasta tocar la tierra del suelo.
Recuerdo ver en las paredes y en el suelo un montón de manojos de plantas, enrolladas,
amarradas, estiradas, colgando. Siempre me dijeron que cuando volviera y estuviera más
crecidita y alentada me tocaría a mi ser la que toca el tambor mientras hierven en la
palangana de barro las plantas que habría de cuidar para el bienestar de todos los que allí
vivíamos acurrucados. Pero esto sólo fue anoche.
Hace no muchas lunas, me dolia como de costumbre. Entré en ese estado que
tanto anhelo cuando me estoy derritiendo. El tiempo se había dilatado haciendome sentir
que nuevamente era una niña, aunque anciana mi cabello me pintaba. Me tumbé en esa
masa amarilla clara, amarilla como el peto del maiz que la abuela muele las madrugadas
de Domingo. Me comenzaron a envolver fuerte, ¡pero bien fuerte! Hasta que ya no podia
respirar bien, mi aliento comenzó a ser frio y empezé a pintar rojo. Me sentia como un
trapo mojado. Me decian que eso me haría cuajar los pensamientos que me estaban
haciendo sangrar mal. Allí me sentí en cuidado, si, como si fuese algo de lo que puedo
entrar y salir. En un estado que está en el limite de cosas que aun no sé definir bien, pero
se me han insinuado.
Esto ha pasado en lugares que no sabría definir concretamente más allá de
describir lo que veia y sentía. Asi es la casa, un estado, el cuidado. Mi primera casa es
entonces, muchos seres, fisicos y no fisicos. Nunca se sienten de la misma forma, cuidan
de mi y cuido de ellos. Es un tire y hale mutuo. Sabemos que no dependemos de la
precencia del otro pero mientras se pueda, la casa va estar ocupada, llena, acompañada.
La casa es contenedora, me contiene a mi tambien. En mi empaque. Por más que intente
y esfuerce describir la primera casa resulta estrecha la menera en que trato de
recordar/imaginar* lo que fue, siento que se me queda pequeña.
Mi primera casa termina siendo mi cuerpo en su intimidad, más no de manera
pública, es una casa sólo mía, a pesar de que muchos quisieran entrar. Con ventanas,
puertas y plantas como la “casita” que bien aprendí a dibujar. En mi casa hay un rio que
corre cada cuanto, ha estado enfermo pero ahí lo vamos curando con quienes en la casa
grande tienen su hogar. Como en las historias que le acabo de echar, es una casa
humeda, en la que acurrucada tengo que estar,

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