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Toponimia y hablas locales
PONENCIA
La vieja falacia
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con ritos diversos, uno presumiblemente cristiano y otro con seguridad islámico. Por
otra parte, [...] la islamización religiosa de comunidades rurales nativas constituía en
origen la hipótesis más plausible a la vista de los rasgos esencialmente continuistas de
la cultura material [...]. Y todo esto sin perjuicio de que, a la primera gran oleada
de abandonos de aldeas y granjas […] sigue un período de estabilidad que se rompe
nuevamente a mediados del siglo siguiente (Vigil-Escalera 2009:99 y 100).
¿Cómo casar esta ruptura de ocupación local con aquella continuidad en cultu-
ra material –cerámica y utensilios– y enterramientos –continuidad familiar, en
modo alguno disuelta por cambios en la forma de enterrar, desde costumbres
previas en decúbito supino a progresiva proliferación de casos en decúbito la-
teral derecho, a la islámica–? Sólo surge una respuesta y explicación posible:
asumir que cambiaron los modos de hacerse las cosas, se vivieron tiempos cla-
ramente críticos de destrucción y huida, pero no cambiaron necesariamente las
poblaciones. La fehaciente comprobación histórica de un tiempo de guerra no
implica en absoluto la idea de invasión o conquista. No tuvo por qué ser raptada
y sustituida la población de la península Ibérica, y la vieja teoría de la invasión
deberá encontrar mejores fundamentos científicos, o bien dejar paso a una más
lógica interpretación de lentas y progresivas orientalizaciones –incluidas mi-
graciones– de la península Ibérica. Unas migraciones que comenzaron mucho
antes del 711 y continuaron hasta mucho después.
Todo lo anterior remite claramente a una polémica existente acerca de qué
pudo o no ocurrir en torno al 711 en la península Ibérica, en conexión con
cuanto pudiera también estar ocurriendo por las mismas fechas en el resto del
Mediterráneo: ¿por qué debemos mirar a Oriente para comprender el 711? por-
que no parece de recibo el recuerdo de un invadido sin constancia de invasor;
un conquistado sin conquistador. No parece adecuado lanzar especulaciones sin
más fundamento justificativo que basarse en cuanto se viene diciendo y, por contra,
exigir pruebas de una no invasión a quien ponga en duda la vieja falacia. Plan-
teada, así, desde hace algún tiempo la duda razonable acerca de la expansión
del Islam por conquista y/o invasión, duda fundamentada en la inexistencia de
fuentes historiográficas fiables (González Ferrín 2006) y la debilidad de otros
posibles argumentos, se ha producido por reacción un bloqueo o colapso defi-
nitivo de la actividad científica basada en tal conquista y su sustitución por un
discurso ideológico defensivo –más bien ofensivo– que no llega a ocultar del
todo el eco de una pregunta: ¿en qué nos hemos venido basando para afirmar
que al-Andalus fue el producto de una conquista y no la decantación final de
un siglo convulso desde la caída de la monarquía visigoda? Esta pregunta tiene
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relación con otra de ámbito más oriental: ¿en qué nos hemos venido basando
para afirmar que el Islam fue la causa de una determinada desolación en el Me-
diterráneo sur y no su efecto inicialmente indeterminado?
Afirma Rachel Arié que el relato de la conquista del noroeste de África y de España
pertenece más a la tradición religiosa que a la historia (Arié 1984:368). No es para
menos, habida cuenta de que las primeras fuentes árabes que narran los aconte-
cimientos del 711 son en todo caso posteriores al 850; es decir, en torno a ciento
cuarenta años después de los hechos narrados. Estas fuentes son consideradas
como primarias, algo inaudito que requiere un salto de fe similar al que nece-
sitaríamos para historiar hoy por vez primera en España la figura y el tiempo
del político Práxedes Mateo Sagasta: ¿podríamos basarnos en el recuerdo in-
documentado de la persona y su circunstancia; en testimonios orales, pasados
los equivalentes ciento cuarenta años, esos que separan el 711 del 850 con las
primeras crónicas? ¿Se consideraría fuente primaria a una primera biografía de
Sagasta escrita hoy y basada en nada anterior?
Estas primeras crónicas árabes del 711, redactadas –según decimos– casi
un siglo y medio después, tampoco es que sean monográficas, sino que forman
parte de otras narraciones. Son las conocidas como Futuh Misr –las conquistas
de Egipto de Ibn Abd al-Hakam–, la Historia de Ibn Habib, ambas de la segunda
mitad de los 800, y las Crónicas reunidas –Ajbar Machmúa– de la misma época.
Tampoco son anteriores las crónicas latinas llamadas asturianas, a la sazón los
textos entrelazados conocidos como Crónica Albeldense, Crónica Rotense y Crónica
Sebastianense. Escritas también en la penúltima década del siglo IX –en torno
al año 880–, han llegado hasta nosotros a través de copias posteriores y consti-
tuyen una fuente básica para el estudio del Reino de Asturias, pero nada más; a
menos que sigamos embarrancados y aferrados a la gaita –aquí apropiada– de
que Asturias es España y el resto es tierra de conquista.
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A vuela pluma, entendemos que se han presentado ocho pruebas posibles para
la demostración de una invasión o conquista islámica de la península Ibérica:
– Las crónicas árabes, cuya refutación es simple y basada –según veíamos– en
la fecha.
– Las crónicas asturianas, en la misma situación que las anteriores.
– Enterramientos. Sin ulteriores comentarios, habida cuenta de la continuidad
genética establecida.
– Monedas.
– Precintos de plomo.
– Crónicas coetáneas al 700 escritas en otras lenguas.
– Dos crónicas latinas más cercanas a los hechos del 711.
Acerca de estas dos crónicas latinas y las otras realmente coetáneas al 711
–no en árabe, qué duda cabe– nos extenderemos un poco más abajo. Por lo que
respecta a las monedas con inscripciones árabes y a los llamados precintos de plo-
mo –usados para sellar la correspondencia–, su tratamiento es probablemente el
que mayor rigor científico ha recibido, razón por la que resulta loable el material
con que contamos. Por lo que respecta a las monedas, se conservan piezas con
leyenda proto-islámica en latín –non deus nisi deus solum: sólo hay un Dios–, así
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datación que se utiliza con los enterramientos que ya veíamos al principio: por lo
general, se asume que un enterramiento es islámico por la posición del cuerpo,
con lo que se imposibilita comprobar si había enterramientos de esa índole antes
de los 700, como es más que probable.
Nada hay que no pueda explicarse con el remonte necesario. La vieja entele-
quia de un arranque genésico y auto-móvil de un Islam invasivo sirve en lo
académico como certificado de nacimiento de la Edad Media, si bien se viene
valorando progresivamente el papel de cuanto hubo antes para explicar las co-
sas que el medievalismo concibe como caídas del cielo o emergidas del infierno.
Porque ya veremos lo importante que son cielo e infierno en estas materias. De
cuanto había antes, el período conocido como la Antigüedad, viene así desgaján-
dose muy oportunamente una zona intermedia de transición y enraizamiento
de lo medieval. Se trata de la llamada Antigüedad Tardía, definible y ubicable
como el tiempo transcurrido entre aproximadamente el 250 y el 750 de nuestra
era. Puesto que el mundo pre-constantiniano es tan diferente del post-bagdadí
(Constantino, en torno al 300; Bagdad, desde el 762), cabe ubicar en ese trans-
curso una puerta de transición histórica que aproveche el surgimiento del Islam
como elemento de cambio.
Desde ese punto de vista, el Islam puede presentarse como motor de ese cam-
bio –Hégira en 622, y conquistas fulgurantes por requerimiento profético y/o
califal– o bien como elemento surgido en el tránsito pendiente de explicación.
En el primer caso, el Islam sería la causa de un cambio de tiempo. En el segun-
do, su efecto. En el primer caso, el historiador tendrá que asumir el trato con lo
sobrenatural y la clara inducción histórica, el destino manifiesto de pueblos con-
vencidos de su excepcionalidad. En el segundo caso, el historiador podrá deses-
timar la interpretación mágica de acontecimientos demasiado encorsetados en
fechas concretas, y pasar a considerar la lenta decantación de lo islámico y el
tiempo en cambio que le da sentido histórico. Este segundo caso, que sin duda
encontramos con más fundamento científico, permite dar un paso más allá en la
consideración de lo islámico en ese tiempo transitivo de la Antigüedad Tardía.
Nos concede la posibilidad de estudiar una época definible mediante el aparente
oxímoron de Antigüedad Tardía Islámica, término utilizado y probablemente
acuñado por Hugh N. Kennedy.
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¿Por qué pasar a valorar este oxímoron –una contradicción interna en una ex-
presión, antinatural; algo así como la negra nieve–? Porque se estima conven-
cionalmente que la Antigüedad Tardía queda clausurada con el surgimiento
del Islam. Es decir, que sería precisamente el Islam el que cerraría ese período.
Sin embargo, necesitamos ese largo tiempo de lenta decantación hasta poder
reconocer históricamente algo calificable como islámico, desde viejas insurgen-
cias teológicas proto-islámicas a las alturas del 325, por ejemplo, con el céle-
bre Concilio de Nicea, hasta claras realizaciones plenamente islámicas como la
fundación de Bagdad en 762. Pues bien, en ese explicado largo oxímoron de la
Antigüedad Tardía Islámica, resulta evidente cuanto antes aludíamos acerca
de la importancia del cielo y el infierno. Es decir –querámoslo o no–: el ritmo
ideológico, político y social de ese tiempo lo marca el papel de Dios en el devenir
histórico (Tolan 2007:15), o el convencimiento humano del mismo –la misma
cosa a los efectos históricos, bien pensado–.
Así, en el transcurso de la Antigüedad Tardía Islámica, en el largo cam-
bio de la Antigüedad hasta convertirse en la Edad Media, resulta evidente la
interpretación de los acontecimientos de la historia a la luz de las Sagradas
Escrituras. Esa pedagogía divina (Flori 2010:97) tiene un claro fundamento y
precedente oriental, y se centra en el peligro persa ante la evidencia de su amena-
zante vecindad con Roma –la nueva Roma, Constantinopla–. El miedo al persa se
presentó en la literatura cristiana griega –romana, a todos los efectos, cristiana,
de un modo genérico– aderezada con cromáticos episodios de tal largo y devas-
tador enfrentamiento, como el robo de la vera cruz en 614, su traslado a Persia,
la heroica restitución de Heraclio... La pedagogía divina insufla toda la cronís-
tica oriental que alimentó a la occidental y que asistirá al desmembramiento de
Oriente Medio, el Mediterráneo sur e Hispania, sin acertar a interpretar esos si-
glos convulsos de otro modo. Cuando esa larga guerra entre imperios –Bizancio
y Persia, insistimos– se traduzca en una exhausta paz con dos perdedores –de
nuevo: Bizancio y Persia–, será el momento de la descentralización, el pillaje,
el desmembramiento oriental con repercusiones en el orden Mediterráneo y
occidental. Habrá llegado el tiempo en que múltiples pueblos controlen diversas
ciudades mediterráneas y orientales, y los cronistas seguirán su tónica de peda-
gogía divina, de teología de la historia, de explicación religiosa progresivamente
apocalíptica. Flori lo describe a la perfección: la zona no experimentó los hechos
como algo fundamentalmente excepcional, sino como una calamidad más que se unía a
todas las anteriores (Flori 2010:99).
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El Mediterráneo en llamas
Charles Homer Haskins pasa por ser uno de los padres de la historiología me-
dieval, entendiendo historiología como el calibrado de los mecanismos de la
historia. En su cadencioso contemplar de la realidad andalusí y medieval, lle-
gó a una conclusión elevable al rango de dogma: la natural continuidad histórica
siempre rechaza los cambios bruscos entre períodos sucesivos, y los investigadores con-
temporáneos nos muestran una Edad Media menos oscura y estática, e incluso un Re-
nacimiento menos brillante y repentino que cuanto se tiende a suponer […] (Haskins
1927:v). Lo mismo es aplicable al paso de la Antigüedad Tardía a la Edad Media
ejemplificada en el repentino surgimiento del Islam. De hecho, si dejamos de
hablar del paso de la Antigüedad a la Edad Media y comenzamos a asumir que la
Antigüedad se convirtió en la Edad Media, como cabe colegir en pura lógica,
estaremos a punto de comprender lo oportuno de aquel aparente oxímoron: la
Antigüedad Tardía Islámica.
Las realidades complejas no suelen tener explicaciones simples. La caren-
cia de fuentes primarias e inducción literaria de fuentes secundarias muy pos-
teriores han creado una imagen que refleja menos cuanto ocurrió que cuanto los
musulmanes, mucho después, quisieron que se recordase como lo ocurrido. Se trata de un
aspecto convertido en punto de arranque interpretativo –al menos entre los académicos
occidentales– desde los estudios pioneros de Ignaz Goldziher [...] (Berkey 2002:59).
Los orígenes del islam –religión– y del Islam –civilización– deben así consi-
derarse fuera del ámbito del medievalismo ya que se remontan a mucho antes
(Holum 2011).
El Islam no nace en Medina o Meca, sino en la frontera en llamas entre dos im-
perios. Las crónicas cristianas y judías que entienden llegado el fin del mundo
ante el envite de Persia –conquistas de Jerusalén (614) y Alejandría (621), así
como desmovilización de tropas tras Nínive (627)– asisten a una extraña conti-
nuidad conflictiva debida precisamente a esa desmovilización, momento en que
nómadas, sarracenos, árabes o tropas desligadas de mando único –ya sea persa o
romano– campen por sus respetos haciendo suyas rutas caravaneras y ciudades
enteras. Los cronistas no expresan en modo alguno que sea un poder único el
que les ataca, sólo saben por qué lo hacen: los pecados tras los Concilios, el fin del
mundo; el designio divino. La consideración de las crónicas árabes sólo puede
hacerse en tanto que necesidad de legitimación posterior de unos pueblos nacidos
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De entre las cerca de treinta crónicas censadas en diversas lenguas en ese pri-
mer sístole cronístico mediterráneo, todos los autores atienden a que algo está
pasando. Cada uno lo describe en la clave apocalíptica que mejor se amolda
a su percepción de los hechos. ¿En qué debemos basarnos para comprender
ese tiempo de desastres como un único proceso inducido, dirigido por una sola
fuerza invasiva con centro en Meca, Medina, Damasco...? Y otro pero, esencial
para el justo calibrado historiográfico: ¿por qué se traduce indefectiblemente
por musulmanes cada vez que uno de esos pueblos aparece en las crónicas? Los
términos empleados en esas crónicas para hablar de los peligros que acechan a
cada región son distintos, y en ningún caso concretable en un determinado cen-
tralismo estatal. Vienen los tayyaye, sarracenos, árabes, agarenos, ismaelitas, asirios,
caldeos, magaritai/mahghraye –inmigrantes en siríaco, relacionados con la pala-
bra árabe semejante: hiǧra, éxodo–, etcétera. ¿Por qué no aparecen, ni una sola
vez, los términos islam, musulmán o Corán? Tampoco aparecerán en las obras de
Juan Damasceno, ya en 750.
Por todo ello, consideramos que el Islam será la consecuencia final, el de-
cantado de todo ese proceso, frente a su clásica consideración como causa. Y
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Para Margarita Vallejo, por ejemplo, ya a mediados de los años 500 los mon-
jes africanos se refugiarían en España huyendo de las razzias que los moros –maures,
en el original francés– llevaban a cabo en territorios africanos, gobernados aún por el
Imperio, situación nada anormal, dado que ya en el transcurso del siglo VI, numero-
sos africanos buscarían refugio en Sicilia y otras islas de Italia huyendo de las razzias
de los moros y del rebelde Stotzas (Vallejo 2002:162) –amotinado bizantino asocia-
do al rey moro Antalas en 544–. Resulta interesante el testimonio; ¿realmente
debemos aplazarlo todo al 711, o podríamos entenderlo como la gota que derramó
el vaso? Abundando en ello, a finales de los 500, Isidoro de Sevilla alude a los hu-
nos como plaga en las manos de Dios, y se ve obligado a citar a los hijos de Agar,
llamados agarenos y últimamente sarracenos (Isaac 1984:88). De nuevo: ¿hay que
esperar al Profeta para percibir la naturalidad caótica de unos pueblos, en modo
alguno distinguibles de hunos, avaros y tantos otros en su nomadismo salteador?
¿Hay que esperar al 711 para que se produzca de un golpe lo que, en realidad, es
la nota predominante durante toda la Antigüedad Tardía Islámica, de Oriente a
Occidente?
Durante siglos, el Mediterráneo estuvo en llamas. El precedente de tribus
sarracenas confederadas para golpear aldeas, monasterios y ciudades nos lo ofre-
ce el año 378 con la revuelta oriental de la reina árabe siria Mawiya, y desde
entonces los árabes no sólo eran conocidos, reconocidos y temidos en su zona,
sino que llegaron a controlar en nombre de Bizancio –a partir de Justiniano– la
frontera oriental del Imperio; el mismo papel que los visigodos desempeñaban en
Hispania. Encontramos, por lo tanto, a árabes al servicio del Imperio, árabes que
el Imperio debe reprimir desde siempre: ¿qué tiene que ver, por ahora, el islam?
En su Crónica del 636, Sofronio quiere que las tropas imperiales sometan la loca
arrogancia de los sarracenos, para así humillarlos bajo los pies del emperador, como
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antes (Flori 2010:100). Este como antes, ¿no implica que son los sarracenos de
siempre a los que ve Sofronio, y no a ese mundo alienígena de las crónicas muy
posteriores, provenientes del corazón sureño de Arabia?.
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Así como el Oriente romano avanza lentamente hacia el Islam, hasta hacerse
Islam, en similar incertidumbre y mudez de protagonistas se decanta al-Anda-
lus, progresivamente, desde Spania –la franja orientalizada por Bizancio– y el
eclipse de Hispania. Lo hace en una larga franja temporal que va desde el colap-
so de la monarquía visigoda en 710 –verdadero detonante de la arabización e
islamización de la península–, hasta la constatación de problemas sociales en los
800, derivados de un orden mayoritario determinado, con revueltas en Córdoba
y el movimiento de los llamados mártires de la misma capital. Tal progresivo
decantado depende de una continuada orientalización de la península Ibérica,
que empezó siglos atrás y seguirá otros siglos más; unas oleadas más en la con-
tinua marea orientalizante que explica la presencia en tales tierras de fenóme-
nos sociales como el cristianismo, el judaísmo, y todas las posibles e imposibles
corrientes intermedias que solían entrar en la península desde Oriente por el
Levante, a través de esa cara oriental peninsular que va desde Almería hasta Va-
lencia. El destino final de esa autopista del Mediterráneo que proveniente de Car-
tago –actual Túnez– volcaba personas y mercancías en Cartago Nova –actual
Cartagena–. También será un hecho la permanente traslación de poblaciones a
través del Estrecho de Gibraltar, tanto de norte a sur como viceversa, pero esa
traslación no tiene por qué estar relacionada continuamente con la orientaliza-
ción de la península, dado que siempre fue más sencillo navegar de cabotaje vi-
niendo de Oriente y saltar desde Túnez, Argel u Orán que seguir por la siempre
difícil zona costera al norte del Rif –actual Marruecos–.
Por tanto, cuanto pasase por el Estrecho –continuas migraciones– y cuanto en-
trase por la costa levantina –desembarcos bizantinos– no tienen necesariamente
una relación directa, menos aún asociada a un indeterminado Estado islámico
con capital en Damasco, aún en proceso de arabización –desde lo helénico bizan-
tino oficial– y por cuyas brumas de precariedad institucional, comenzaba a vis-
lumbrarse –según veíamos– la acuñación de moneda en árabe desde principios
de los 700. Por otra parte, debe resaltarse la forja de al-Andalus desde dentro,
por mucha incorporación de elementos orientales que esto conlleve –insistimos,
en la misma línea que siglos anteriores–.
En este punto, deben traerse a colación varios matices, siempre desdeñados
en los estudios al respecto –ante la comodidad interpretativa del mito invasor–,
como que el colapso de la monarquía visigoda es un hecho interno, derivado de
problemáticas sociales y religiosas tales como el enfrentamiento entre la Iglesia
y la Corona, patente desde mediados de los 600. No hace justicia historiográfica
resolver el problema de la monarquía visigoda con el plumazo de una invasión.
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Por otra parte, y en paralelo, hasta mucho después de las fechas que nos ocupan,
el judaísmo mediterráneo se expandió por conversión. Algo que debe destacar-
se, so pena de seguir anclados en el mito de la raza o la transmisión genética del
Pueblo Elegido: la expansión del judaísmo es también la del islam.
En este contexto hay que leer dos crónicas latinas determinadas. Las dos únicas
crónicas que podrían contar en su haber con el prurito de ser fuentes prima-
rias para la recapitulación de cuanto pudo ocurrir en la península Ibérica de
principios de los 700. Se trata de la llamada Crónica Arábigo-Bizantina de 741,
y la llamada Crónica Mozárabe de 754. La primera de ellas, la de 741, siempre se
ha transmitido como continuación del Chronicon de Juan de Biclaro (540-621)
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La segunda de esas crónicas, mal llamada Crónica Mozárabe de 754 –su autor no
estaba arabizado, ni mucho menos, que es lo que significa mozárabe–, da menos
información aún que la anterior, pese a ser –supuestamente– posterior. No hace
distinciones de religión: no habla de cristianos y musulmanes, sino de godos
o francos frente a gres Ishmaelitarum o mauri –ya veíamos, los mismos citados
desde siglos atrás–. Incluye extensos pasajes sobre batallas entre bizantinos y
persas, comparados con David y Goliat. Es sensible al enfrentamiento entre
Oriente y Occidente pre-islámico, y en ningún caso emplea términos como is-
lam, musulmanes, Corán, etcétera. Sin embargo, se hace eco de debates hispanos
sobre la Santísima Trinidad. De nuevo: otra crónica mediterránea más.
Poniendo en relación la fecha del códice y su nombre, nunca hemos com-
prendido por qué no se la conoce, sin más, como Continuatio Hispana de 850,
habida cuenta de la fecha más temprana de los ejemplares existentes (López
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Bibliografía
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