Está en la página 1de 20

VII Jornadas de

Historia y Patrimonio
de la provincia de Sevilla
Toponimia y hablas locales

PONENCIA

Emilio González Ferrín


Continuidad y ruptura en el 711

Emilio González Ferrín

La vieja falacia

Si hay algo que llama la atención de los arqueólogos ocupados en desentrañar


el transcurrir de los años 700 en la península Ibérica, es sin duda alguna el
contraste entre continuidad y ruptura: continuidad por ejemplo en materia de
enterramientos o restos de cerámica –con matizaciones que vemos en seguida–,
y ruptura en el ámbito de los asentamientos poblacionales, especialmente los
rurales, en los que se observan claramente indicios de abandono, destrucción y
reocupación. Recordemos: tradicionalmente se sitúa en 711 la invasión y con-
quista islámica de la península Ibérica, el castizo desastre del 711 justificador de
reconquistas y esencias patrias basadas en la reorganización nacional-católica
del territorio. Por lo que –y volvemos al principio– pueden resultar familiar
para los arqueólogos tales evidencias de abandonos locales y traslaciones te-
rritoriales, pero llama la atención esa aludida continuidad genética en materia de
enterramientos. ¿Cómo es esto posible? Tenderíamos a pensar que las innova-
ciones funerarias islámicas sirven de catalizador cronológico para determinadas
ubicaciones invasivas, dado que tradicionalmente se entiende que los enterra-
mientos humanos en la posición llamada decúbito lateral derecho son propias e
indicativas de musulmanes y, por lo mismo, en 711 marcarían evidencias de
ocupación extranjera.
Sin embargo, según nos cuentan los que saben más, los análisis de ADN […]
indican que con bastante probabilidad se dieron lazos de parentesco entre inhumados

27
EMILIO GONZÁLEZ FERRÍN

con ritos diversos, uno presumiblemente cristiano y otro con seguridad islámico. Por
otra parte, [...] la islamización religiosa de comunidades rurales nativas constituía en
origen la hipótesis más plausible a la vista de los rasgos esencialmente continuistas de
la cultura material [...]. Y todo esto sin perjuicio de que, a la primera gran oleada
de abandonos de aldeas y granjas […] sigue un período de estabilidad que se rompe
nuevamente a mediados del siglo siguiente (Vigil-Escalera 2009:99 y 100).

¿Cómo casar esta ruptura de ocupación local con aquella continuidad en cultu-
ra material –cerámica y utensilios– y enterramientos –continuidad familiar, en
modo alguno disuelta por cambios en la forma de enterrar, desde costumbres
previas en decúbito supino a progresiva proliferación de casos en decúbito la-
teral derecho, a la islámica–? Sólo surge una respuesta y explicación posible:
asumir que cambiaron los modos de hacerse las cosas, se vivieron tiempos cla-
ramente críticos de destrucción y huida, pero no cambiaron necesariamente las
poblaciones. La fehaciente comprobación histórica de un tiempo de guerra no
implica en absoluto la idea de invasión o conquista. No tuvo por qué ser raptada
y sustituida la población de la península Ibérica, y la vieja teoría de la invasión
deberá encontrar mejores fundamentos científicos, o bien dejar paso a una más
lógica interpretación de lentas y progresivas orientalizaciones –incluidas mi-
graciones– de la península Ibérica. Unas migraciones que comenzaron mucho
antes del 711 y continuaron hasta mucho después.
Todo lo anterior remite claramente a una polémica existente acerca de qué
pudo o no ocurrir en torno al 711 en la península Ibérica, en conexión con
cuanto pudiera también estar ocurriendo por las mismas fechas en el resto del
Mediterráneo: ¿por qué debemos mirar a Oriente para comprender el 711? por-
que no parece de recibo el recuerdo de un invadido sin constancia de invasor;
un conquistado sin conquistador. No parece adecuado lanzar especulaciones sin
más fundamento justificativo que basarse en cuanto se viene diciendo y, por contra,
exigir pruebas de una no invasión a quien ponga en duda la vieja falacia. Plan-
teada, así, desde hace algún tiempo la duda razonable acerca de la expansión
del Islam por conquista y/o invasión, duda fundamentada en la inexistencia de
fuentes historiográficas fiables (González Ferrín 2006) y la debilidad de otros
posibles argumentos, se ha producido por reacción un bloqueo o colapso defi-
nitivo de la actividad científica basada en tal conquista y su sustitución por un
discurso ideológico defensivo –más bien ofensivo– que no llega a ocultar del
todo el eco de una pregunta: ¿en qué nos hemos venido basando para afirmar
que al-Andalus fue el producto de una conquista y no la decantación final de
un siglo convulso desde la caída de la monarquía visigoda? Esta pregunta tiene

28
V I I J O R N A D A S D E PAT R I M O N I O H I S TÓ R I C O Y C U LT U R A L D E L A P R O V I N C I A D E S E V I L L A

relación con otra de ámbito más oriental: ¿en qué nos hemos venido basando
para afirmar que el Islam fue la causa de una determinada desolación en el Me-
diterráneo sur y no su efecto inicialmente indeterminado?

Afirma Rachel Arié que el relato de la conquista del noroeste de África y de España
pertenece más a la tradición religiosa que a la historia (Arié 1984:368). No es para
menos, habida cuenta de que las primeras fuentes árabes que narran los aconte-
cimientos del 711 son en todo caso posteriores al 850; es decir, en torno a ciento
cuarenta años después de los hechos narrados. Estas fuentes son consideradas
como primarias, algo inaudito que requiere un salto de fe similar al que nece-
sitaríamos para historiar hoy por vez primera en España la figura y el tiempo
del político Práxedes Mateo Sagasta: ¿podríamos basarnos en el recuerdo in-
documentado de la persona y su circunstancia; en testimonios orales, pasados
los equivalentes ciento cuarenta años, esos que separan el 711 del 850 con las
primeras crónicas? ¿Se consideraría fuente primaria a una primera biografía de
Sagasta escrita hoy y basada en nada anterior?
Estas primeras crónicas árabes del 711, redactadas –según decimos– casi
un siglo y medio después, tampoco es que sean monográficas, sino que forman
parte de otras narraciones. Son las conocidas como Futuh Misr –las conquistas
de Egipto de Ibn Abd al-Hakam–, la Historia de Ibn Habib, ambas de la segunda
mitad de los 800, y las Crónicas reunidas –Ajbar Machmúa– de la misma época.
Tampoco son anteriores las crónicas latinas llamadas asturianas, a la sazón los
textos entrelazados conocidos como Crónica Albeldense, Crónica Rotense y Crónica
Sebastianense. Escritas también en la penúltima década del siglo IX –en torno
al año 880–, han llegado hasta nosotros a través de copias posteriores y consti-
tuyen una fuente básica para el estudio del Reino de Asturias, pero nada más; a
menos que sigamos embarrancados y aferrados a la gaita –aquí apropiada– de
que Asturias es España y el resto es tierra de conquista.

Al historiador no parcial ni ideologizado –otra cosa es que todos tengamos idea-


rios– debería resultarle más científica la pregunta de por qué a esas lejanas altu-
ras de los 850 se codificó por vez primera y simultáneamente en árabe y latín un
mismo discurso, y no acatar rumores y especulaciones escolásticos, de pleitesía
gremial y triste pobreza intelectual. Entre unas y otras crónicas, eso sí, gene-
raron con el tiempo un constructo narrativo ya para siempre codificado e ideo-
logizado a partir de la magna obra de Rodrigo Ximénez de Rada (1170-1247),

29
EMILIO GONZÁLEZ FERRÍN

cuya profusión de noticias literarias tomadas por históricas servirían y sirven


aún de pasto para el cansino regurgitar de un cierto medievalismo y arabismo
nacional-católico, crepuscular en lo intelectivo pero sorprendentemente activo
en academias, cátedras y comisiones. Por lo tanto, cabe sintetizar que un ende-
ble y especulativo tronco historiográfico está sosteniendo un inmenso ramaje
interpretativo y escolástico.
Si hay algo riguroso y encomiable en materia de paradigmas científicos, es
precisamente dejar una puerta abierta para el posible derrumbe del paradigma
propuesto. Es decir: al plantear una hipótesis arriesgada, su desarrollo no pue-
de basarse en una defensa endógena sin más y porque sí, sino por el contrario
establecer cláusulas de salvaguarda que mantengan vivo el interés racional de la
cosa. En ese sentido, negar la existencia de una conquista e invasión islámica
de la península Ibérica será el arranque de un cambio de paradigma, una inter-
pretación general de los orígenes andalusíes que mantendremos hasta tanto se
presenten pruebas irrefutables de unas tales conquista e invasión. Y en estos
años que llevamos puliendo el cambio de paradigma sólo se ha presentado una
serie limitadísima de elementos de posible consideración, al margen de otros
numerosos elementos de estilo porque sí.

A vuela pluma, entendemos que se han presentado ocho pruebas posibles para
la demostración de una invasión o conquista islámica de la península Ibérica:
– Las crónicas árabes, cuya refutación es simple y basada –según veíamos– en
la fecha.
– Las crónicas asturianas, en la misma situación que las anteriores.
– Enterramientos. Sin ulteriores comentarios, habida cuenta de la continuidad
genética establecida.
– Monedas.
– Precintos de plomo.
– Crónicas coetáneas al 700 escritas en otras lenguas.
– Dos crónicas latinas más cercanas a los hechos del 711.
Acerca de estas dos crónicas latinas y las otras realmente coetáneas al 711
–no en árabe, qué duda cabe– nos extenderemos un poco más abajo. Por lo que
respecta a las monedas con inscripciones árabes y a los llamados precintos de plo-
mo –usados para sellar la correspondencia–, su tratamiento es probablemente el
que mayor rigor científico ha recibido, razón por la que resulta loable el material
con que contamos. Por lo que respecta a las monedas, se conservan piezas con
leyenda proto-islámica en latín –non deus nisi deus solum: sólo hay un Dios–, así

30
V I I J O R N A D A S D E PAT R I M O N I O H I S TÓ R I C O Y C U LT U R A L D E L A P R O V I N C I A D E S E V I L L A

como monedas con leyenda bilingüe y otras ya en árabe. La evolución en ma-


teria de arabización de esas monedas sigue en Hispania un ritmo similar al de
las monedas llamadas arabo-bizantinas acuñadas en Oriente, especialmente en
Homs –la árabe Hims, antiguamente Emesa, en Siria– en torno a los años 700.
En todas esas monedas quedan patentes dos cosas: por una parte, la carga teoló-
gica del poder coercitivo. Quien acuña tales piezas, está matizando las leyendas
aparecidas en los sólidos bizantinos conservados: insistencia en la negación de
la Trinidad –por reacción a la ofensiva trinitaria del Imperio–, borrado del tra-
zo horizontal en las cruces potenzadas sobre escalones. Por otra parte, en las
orientales se tiende a compaginar al principio y a sustituir después el sello de
validación en griego –kallós: válido– por el equivalente árabe –tayyib–.

A nuestro juicio, las monedas son una prueba irrefutable de arabización en


el Mediterráneo a comienzos de los 700, así como de contestación desde dentro a
la política y poder imperiales. ¿Por qué, si no, sumarse tan claramente al debate
teológico-político de la época? Por otra parte, el argumento de que quien acuña
moneda es porque gobierna se cae por sí solo: a lo largo de toda la historia del
Mediterráneo, acuñó moneda quien gobernó, sí; pero también quien se rebeló.
De hecho, solía ser precisamente el gesto supremo de rebeldía, con casos penin-
sulares tan representativos como el rebelde Omar Ibn Hafsún en Bobastro o in-
cluso círculos sufíes militantes como el de en torno a Ibn Masarra en Córdoba.
La existencia de monedas con leyendas diversas en torno al Mediterráneo son
una prueba de tiempo de conflicto, descentralización, progresiva arabización en
modo alguno relacionable con un poder central en expansión.
Por lo que a los precintos de plomo se refiere, hay un buen tesorillo en vías de
estudio, destacándose el grupo conocido como los precintos de Ruscinos, magní-
ficamente tratados por arqueólogos franceses y por Tawfiq Ibrahim en nuestro
país –a quien, dicho sea de paso, agradezco su amistad y oportunísima ayuda
técnica–. De nuevo prueba magnífica e irrefutable de arabización, dado que las
leyendas que muestran están escritas en árabe, no comprendemos en absolu-
to por qué deberían considerarse también pruebas de conquista, de relación
de sumisión ibérica con un poder foráneo. A estas dudas, similares a cuanto
afirmábamos acerca de las monedas, se suma un rechazo categórico de deter-
minadas lecturas llevadas a cabo: en todo momento, se está proyectando sobre
esos precintos una datación trasplantada de las crónicas árabes de los años 800.
Cualquier ambigüedad con respecto a un nombre, se resuelve sacando protago-
nistas de las tardías crónicas árabes, de tal manera que su cronología no está
basándose en pruebas científicas sino en las crónicas tardías. La misma trampa de

31
EMILIO GONZÁLEZ FERRÍN

datación que se utiliza con los enterramientos que ya veíamos al principio: por lo
general, se asume que un enterramiento es islámico por la posición del cuerpo,
con lo que se imposibilita comprobar si había enterramientos de esa índole antes
de los 700, como es más que probable.

La Antigüedad tardía islámica

Nada hay que no pueda explicarse con el remonte necesario. La vieja entele-
quia de un arranque genésico y auto-móvil de un Islam invasivo sirve en lo
académico como certificado de nacimiento de la Edad Media, si bien se viene
valorando progresivamente el papel de cuanto hubo antes para explicar las co-
sas que el medievalismo concibe como caídas del cielo o emergidas del infierno.
Porque ya veremos lo importante que son cielo e infierno en estas materias. De
cuanto había antes, el período conocido como la Antigüedad, viene así desgaján-
dose muy oportunamente una zona intermedia de transición y enraizamiento
de lo medieval. Se trata de la llamada Antigüedad Tardía, definible y ubicable
como el tiempo transcurrido entre aproximadamente el 250 y el 750 de nuestra
era. Puesto que el mundo pre-constantiniano es tan diferente del post-bagdadí
(Constantino, en torno al 300; Bagdad, desde el 762), cabe ubicar en ese trans-
curso una puerta de transición histórica que aproveche el surgimiento del Islam
como elemento de cambio.
Desde ese punto de vista, el Islam puede presentarse como motor de ese cam-
bio –Hégira en 622, y conquistas fulgurantes por requerimiento profético y/o
califal– o bien como elemento surgido en el tránsito pendiente de explicación.
En el primer caso, el Islam sería la causa de un cambio de tiempo. En el segun-
do, su efecto. En el primer caso, el historiador tendrá que asumir el trato con lo
sobrenatural y la clara inducción histórica, el destino manifiesto de pueblos con-
vencidos de su excepcionalidad. En el segundo caso, el historiador podrá deses-
timar la interpretación mágica de acontecimientos demasiado encorsetados en
fechas concretas, y pasar a considerar la lenta decantación de lo islámico y el
tiempo en cambio que le da sentido histórico. Este segundo caso, que sin duda
encontramos con más fundamento científico, permite dar un paso más allá en la
consideración de lo islámico en ese tiempo transitivo de la Antigüedad Tardía.
Nos concede la posibilidad de estudiar una época definible mediante el aparente
oxímoron de Antigüedad Tardía Islámica, término utilizado y probablemente
acuñado por Hugh N. Kennedy.

32
V I I J O R N A D A S D E PAT R I M O N I O H I S TÓ R I C O Y C U LT U R A L D E L A P R O V I N C I A D E S E V I L L A

¿Por qué pasar a valorar este oxímoron –una contradicción interna en una ex-
presión, antinatural; algo así como la negra nieve–? Porque se estima conven-
cionalmente que la Antigüedad Tardía queda clausurada con el surgimiento
del Islam. Es decir, que sería precisamente el Islam el que cerraría ese período.
Sin embargo, necesitamos ese largo tiempo de lenta decantación hasta poder
reconocer históricamente algo calificable como islámico, desde viejas insurgen-
cias teológicas proto-islámicas a las alturas del 325, por ejemplo, con el céle-
bre Concilio de Nicea, hasta claras realizaciones plenamente islámicas como la
fundación de Bagdad en 762. Pues bien, en ese explicado largo oxímoron de la
Antigüedad Tardía Islámica, resulta evidente cuanto antes aludíamos acerca
de la importancia del cielo y el infierno. Es decir –querámoslo o no–: el ritmo
ideológico, político y social de ese tiempo lo marca el papel de Dios en el devenir
histórico (Tolan 2007:15), o el convencimiento humano del mismo –la misma
cosa a los efectos históricos, bien pensado–.
Así, en el transcurso de la Antigüedad Tardía Islámica, en el largo cam-
bio de la Antigüedad hasta convertirse en la Edad Media, resulta evidente la
interpretación de los acontecimientos de la historia a la luz de las Sagradas
Escrituras. Esa pedagogía divina (Flori 2010:97) tiene un claro fundamento y
precedente oriental, y se centra en el peligro persa ante la evidencia de su amena-
zante vecindad con Roma –la nueva Roma, Constantinopla–. El miedo al persa se
presentó en la literatura cristiana griega –romana, a todos los efectos, cristiana,
de un modo genérico– aderezada con cromáticos episodios de tal largo y devas-
tador enfrentamiento, como el robo de la vera cruz en 614, su traslado a Persia,
la heroica restitución de Heraclio... La pedagogía divina insufla toda la cronís-
tica oriental que alimentó a la occidental y que asistirá al desmembramiento de
Oriente Medio, el Mediterráneo sur e Hispania, sin acertar a interpretar esos si-
glos convulsos de otro modo. Cuando esa larga guerra entre imperios –Bizancio
y Persia, insistimos– se traduzca en una exhausta paz con dos perdedores –de
nuevo: Bizancio y Persia–, será el momento de la descentralización, el pillaje,
el desmembramiento oriental con repercusiones en el orden Mediterráneo y
occidental. Habrá llegado el tiempo en que múltiples pueblos controlen diversas
ciudades mediterráneas y orientales, y los cronistas seguirán su tónica de peda-
gogía divina, de teología de la historia, de explicación religiosa progresivamente
apocalíptica. Flori lo describe a la perfección: la zona no experimentó los hechos
como algo fundamentalmente excepcional, sino como una calamidad más que se unía a
todas las anteriores (Flori 2010:99).

33
EMILIO GONZÁLEZ FERRÍN

Cuanto entendemos como invasión islámica en el Mediterráneo es en realidad la


narración de una continuidad retrospectiva establecida como explicación posterior
ante lo inexplicable de una caótica descentralización de Roma y Persia. Como
bien afirma Tolan, es un fenómeno de traslación de una ruptura psicológica poste-
rior para ubicarla como ruptura física previa (Tolan 2007:21). Desde los primeros
años 600, todos en Oriente y Occidente están de acuerdo en que cuanto viene
produciéndose –inconexo, improvisado– en todo el Mediterráneo es un castigo
divino, pero disienten o difieren en designar a los culpables (Flori 2010:101). Y aquí
nos ocupamos ahora de esas otras fuentes historiográficas antes aplazadas: las
crónicas de la época en lengua no árabe. Numerosos cronistas apuntarán que
los judíos han empujado a los sarracenos a rebelarse –buen enfoque éste, el de la
rebelión–, y desde Sofronio, obispo de Jerusalén, hasta Arculf el peregrino, se
asiste a un neo-judaísmo costumbrista en Oriente Próximo, como en el célebre
testimonio de que los judíos están removiendo cascotes en la explanada del Templo.
Esas obras en la explanada del Templo –que la historia posterior contempla
claramente como erección de la Cúpula de la Roca–, se percibe en su tiempo
como abominación de la desolación profetizada por Daniel como signo del fin de los
tiempos (Flusin 1992:25). Unos judíos adventistas reconstruyen el Templo, pero
las crónicas posteriores –muy posteriores, siempre, las árabes– traducen a su
modo, conocedoras del capítulo siguiente en la Historia.
Surge aquí un problema esencial: si realmente esas obras se corresponden
con el inicio de la construcción de una mezquita ordenada por un califa, tal
y como se asume dogmáticamente, ¿por qué no hay evidencias documentales?
Resulta evidente que hasta los tiempos de Juan Damasceno (m. 750) –prolífico
en griego, en un tiempo en absoluto arabizado más allá de unas monedas e ins-
cripciones, según veíamos–, es decir, hasta el eclipse de lo que supuestamente
fuera un Imperio Omeya de Oriente, nadie reconoce a nadie en ese tiempo de
forja de civilizaciones y religiones. Los interlocutores judíos de Jacobo de Sarug
le llegan a preguntar si ese profeta que ha surgido entre los sarracenos será el Mesías:
Jacobo les dice que no, pero ya tenemos al componente que se necesitaba en toda
esta escatología cronística: la consideración de este profeta irá cobrando forma
desde este tiempo, pasando por las pinceladas de Juan Damasceno –curiosas,
dado que se le supone afín al poder en Damasco, y se permite menospreciar las
creencias de los sarracenos, dejando testimonio de que aún no había un Corán
codificado– y llegando a similares consideraciones en Eulogio de Córdoba a me-
diados de los 800, sorprendido por los cambios de los tiempos (Herrera 2005:9),
pero sin alusiones directas a pasadas invasiones o conquistas. Ése es el tiempo
de forja del Islam, y el arranque de una retro-alimentación cronística.

34
V I I J O R N A D A S D E PAT R I M O N I O H I S TÓ R I C O Y C U LT U R A L D E L A P R O V I N C I A D E S E V I L L A

El Mediterráneo en llamas

Charles Homer Haskins pasa por ser uno de los padres de la historiología me-
dieval, entendiendo historiología como el calibrado de los mecanismos de la
historia. En su cadencioso contemplar de la realidad andalusí y medieval, lle-
gó a una conclusión elevable al rango de dogma: la natural continuidad histórica
siempre rechaza los cambios bruscos entre períodos sucesivos, y los investigadores con-
temporáneos nos muestran una Edad Media menos oscura y estática, e incluso un Re-
nacimiento menos brillante y repentino que cuanto se tiende a suponer […] (Haskins
1927:v). Lo mismo es aplicable al paso de la Antigüedad Tardía a la Edad Media
ejemplificada en el repentino surgimiento del Islam. De hecho, si dejamos de
hablar del paso de la Antigüedad a la Edad Media y comenzamos a asumir que la
Antigüedad se convirtió en la Edad Media, como cabe colegir en pura lógica,
estaremos a punto de comprender lo oportuno de aquel aparente oxímoron: la
Antigüedad Tardía Islámica.
Las realidades complejas no suelen tener explicaciones simples. La caren-
cia de fuentes primarias e inducción literaria de fuentes secundarias muy pos-
teriores han creado una imagen que refleja menos cuanto ocurrió que cuanto los
musulmanes, mucho después, quisieron que se recordase como lo ocurrido. Se trata de un
aspecto convertido en punto de arranque interpretativo –al menos entre los académicos
occidentales– desde los estudios pioneros de Ignaz Goldziher [...] (Berkey 2002:59).
Los orígenes del islam –religión– y del Islam –civilización– deben así consi-
derarse fuera del ámbito del medievalismo ya que se remontan a mucho antes
(Holum 2011).

El Islam no nace en Medina o Meca, sino en la frontera en llamas entre dos im-
perios. Las crónicas cristianas y judías que entienden llegado el fin del mundo
ante el envite de Persia –conquistas de Jerusalén (614) y Alejandría (621), así
como desmovilización de tropas tras Nínive (627)– asisten a una extraña conti-
nuidad conflictiva debida precisamente a esa desmovilización, momento en que
nómadas, sarracenos, árabes o tropas desligadas de mando único –ya sea persa o
romano– campen por sus respetos haciendo suyas rutas caravaneras y ciudades
enteras. Los cronistas no expresan en modo alguno que sea un poder único el
que les ataca, sólo saben por qué lo hacen: los pecados tras los Concilios, el fin del
mundo; el designio divino. La consideración de las crónicas árabes sólo puede
hacerse en tanto que necesidad de legitimación posterior de unos pueblos nacidos

35
EMILIO GONZÁLEZ FERRÍN

en un ambiente de inseguridad apocalíptica (Bashear 1997). Por tanto, la conside-


ración invasiva, voluntaria y genérica del Islam se fundamenta en un constructo
anterior apocalíptico cristiano pre-medieval, siempre ajeno, en todo caso, a la
existencia de un algo denominable Islam en toda regla.
Tal consideración se forja progresivamente, desde la sorpresa pre-maho-
metana del desmembramiento imperial romano iniciado en torno a los 400 de
nuestra era, hasta la ya fehaciente consideración histórica del Islam como civi-
lización en torno a la fundación de Bagdad (762). Ya vendrá después la llamada
recapitulación: atribuir a una única y misma profecía varias realizaciones sucesivas en
la historia (Flori 2010:80); establecer una linealidad histórica artificial y mítica a
cuanto se produce en variado y progresivo abanico de circunstancias. En todas
esas crónicas orientales entre los 600 y los 700, queda patente un primer capítu-
lo narrativo; un sustrato historiográfico describiendo el fin del mundo conocido
y la inminente parusía –la llegada del Mesías– que a partir de los 800, y ya en
árabe, será continuado por otro capítulo narrativo: un remake árabe de historias
de salvación, teología del triunfo que hemos tomado como fuente para la historia
y no es más que su envoltorio literario. Así, el sístole cronístico en diversas
lenguas y entre los 600 y los 700 –apocalipsis– y el diástole cronístico en ára-
be –desde los 850–, establecerán el hilo de una invasión sólo como continuidad
retroactiva.

De entre las cerca de treinta crónicas censadas en diversas lenguas en ese pri-
mer sístole cronístico mediterráneo, todos los autores atienden a que algo está
pasando. Cada uno lo describe en la clave apocalíptica que mejor se amolda
a su percepción de los hechos. ¿En qué debemos basarnos para comprender
ese tiempo de desastres como un único proceso inducido, dirigido por una sola
fuerza invasiva con centro en Meca, Medina, Damasco...? Y otro pero, esencial
para el justo calibrado historiográfico: ¿por qué se traduce indefectiblemente
por musulmanes cada vez que uno de esos pueblos aparece en las crónicas? Los
términos empleados en esas crónicas para hablar de los peligros que acechan a
cada región son distintos, y en ningún caso concretable en un determinado cen-
tralismo estatal. Vienen los tayyaye, sarracenos, árabes, agarenos, ismaelitas, asirios,
caldeos, magaritai/mahghraye –inmigrantes en siríaco, relacionados con la pala-
bra árabe semejante: hiǧra, éxodo–, etcétera. ¿Por qué no aparecen, ni una sola
vez, los términos islam, musulmán o Corán? Tampoco aparecerán en las obras de
Juan Damasceno, ya en 750.
Por todo ello, consideramos que el Islam será la consecuencia final, el de-
cantado de todo ese proceso, frente a su clásica consideración como causa. Y

36
V I I J O R N A D A S D E PAT R I M O N I O H I S TÓ R I C O Y C U LT U R A L D E L A P R O V I N C I A D E S E V I L L A

por lo que respecta a la consecuencia de esa consecuencia, es decir, la forja de un


algo llamado al-Andalus a partir del caos sobrevenido en la península Ibérica
tras el vacío de poder, el gran hecho diferencial será su proceso de arabización e
islamización. Eso es evidente; pero: ¿necesariamente por invasión y conquista?
¿necesariamente viajaron juntas arabización e islamización?. En las crónicas
de la época inmediatamente anterior, las gentes huyen por igual de ortodoxias
impuestas que de hunos o godos –tras la retirada del Imperio romano de la Ga-
lia– o de persas. Ya sea por la imposición de la Renovatio Imperii de Justiniano, o
por aquella citada debacle bizantina en Oriente Medio a principios de los 600,
masas de poblaciones huirán a Occidente alejándose de los actos de violencia de
la Persia Sasánida.

Para Margarita Vallejo, por ejemplo, ya a mediados de los años 500 los mon-
jes africanos se refugiarían en España huyendo de las razzias que los moros –maures,
en el original francés– llevaban a cabo en territorios africanos, gobernados aún por el
Imperio, situación nada anormal, dado que ya en el transcurso del siglo VI, numero-
sos africanos buscarían refugio en Sicilia y otras islas de Italia huyendo de las razzias
de los moros y del rebelde Stotzas (Vallejo 2002:162) –amotinado bizantino asocia-
do al rey moro Antalas en 544–. Resulta interesante el testimonio; ¿realmente
debemos aplazarlo todo al 711, o podríamos entenderlo como la gota que derramó
el vaso? Abundando en ello, a finales de los 500, Isidoro de Sevilla alude a los hu-
nos como plaga en las manos de Dios, y se ve obligado a citar a los hijos de Agar,
llamados agarenos y últimamente sarracenos (Isaac 1984:88). De nuevo: ¿hay que
esperar al Profeta para percibir la naturalidad caótica de unos pueblos, en modo
alguno distinguibles de hunos, avaros y tantos otros en su nomadismo salteador?
¿Hay que esperar al 711 para que se produzca de un golpe lo que, en realidad, es
la nota predominante durante toda la Antigüedad Tardía Islámica, de Oriente a
Occidente?
Durante siglos, el Mediterráneo estuvo en llamas. El precedente de tribus
sarracenas confederadas para golpear aldeas, monasterios y ciudades nos lo ofre-
ce el año 378 con la revuelta oriental de la reina árabe siria Mawiya, y desde
entonces los árabes no sólo eran conocidos, reconocidos y temidos en su zona,
sino que llegaron a controlar en nombre de Bizancio –a partir de Justiniano– la
frontera oriental del Imperio; el mismo papel que los visigodos desempeñaban en
Hispania. Encontramos, por lo tanto, a árabes al servicio del Imperio, árabes que
el Imperio debe reprimir desde siempre: ¿qué tiene que ver, por ahora, el islam?
En su Crónica del 636, Sofronio quiere que las tropas imperiales sometan la loca
arrogancia de los sarracenos, para así humillarlos bajo los pies del emperador, como

37
EMILIO GONZÁLEZ FERRÍN

antes (Flori 2010:100). Este como antes, ¿no implica que son los sarracenos de
siempre a los que ve Sofronio, y no a ese mundo alienígena de las crónicas muy
posteriores, provenientes del corazón sureño de Arabia?.

El limes arabicus era una zona de clara inseguridad y de orgánica expansión:


mientras el Imperio Persa entraba en Jerusalén en 619 y después en Alejandría,
los monjes del monasterio de Santa Catalina (Sinaí egipcio) eran masacrados
por tribus sarracenas: resulta evidente la coexistencia del peligro árabe con el
aún efectivo bizantino, así como el carácter preislámico de todas estas correrías,
de Oriente a Occidente y –lo más importante– sin un gobierno central –Cali-
fato– que las organice. La sorpresa de los estudiosos se centra en un aparente
cambio de táctica: los sarracenos –agarenos, árabes, etc– siempre atacaban, arra-
saban y huían. Pero a partir de 638 ya se quedan.
La cuestión es: en sus razzias habituales ¿realmente solían irse siguiendo
costumbres ancestrales, o porque podían venir a por ellos las tropas imperiales?
No son esas correrías la causa del desastre sobrevenido en todo el Mediterráneo.
Su poder, su progresivo control yuxtapuesto de ciudades y rutas caravaneras,
serán la consecuencia del colapso de poderes centrales, desde la monarquía visi-
goda a Bizancio y Persia. Sobre esas rutas caravaneras avanzarán la arabización
y la islamización. Consideramos, por lo tanto, que no hay una explicación clara
y contundente para el Islam, sino que el Islam es la explicación; el decantado de
un tiempo. Que cuanto se considera como causa es, en realidad, efecto.

Las dos crónicas latinas

En definitiva, por entre siglos de llamas mediterráneas, y sin necesidad de esperar


a una llamada profética para generar la milagrosa rendición de todo un universo
cultural y el cierra de la Antigüedad para inaugurar la Edad Media, las cróni-
cas orientales latinas, griegas, coptas, siríacas, y hasta armenias entre los años
650 hasta los 750 ofrecen una lectura escatológica del desorden y una copiosa
relación de pueblos malos. Sólo posteriormente se contemplará la solución mini-
malista de una invasión organizada –de nuevo: continuidad retrospectiva–. Es en
ese contexto, entre unas y otras crónicas, en el que se redactan las dos únicas
recensiones escritas supuestamente hispánicas que se conservan, relacionadas
con los desórdenes, los sarracenos y el fin de los tiempos.

38
V I I J O R N A D A S D E PAT R I M O N I O H I S TÓ R I C O Y C U LT U R A L D E L A P R O V I N C I A D E S E V I L L A

Así como el Oriente romano avanza lentamente hacia el Islam, hasta hacerse
Islam, en similar incertidumbre y mudez de protagonistas se decanta al-Anda-
lus, progresivamente, desde Spania –la franja orientalizada por Bizancio– y el
eclipse de Hispania. Lo hace en una larga franja temporal que va desde el colap-
so de la monarquía visigoda en 710 –verdadero detonante de la arabización e
islamización de la península–, hasta la constatación de problemas sociales en los
800, derivados de un orden mayoritario determinado, con revueltas en Córdoba
y el movimiento de los llamados mártires de la misma capital. Tal progresivo
decantado depende de una continuada orientalización de la península Ibérica,
que empezó siglos atrás y seguirá otros siglos más; unas oleadas más en la con-
tinua marea orientalizante que explica la presencia en tales tierras de fenóme-
nos sociales como el cristianismo, el judaísmo, y todas las posibles e imposibles
corrientes intermedias que solían entrar en la península desde Oriente por el
Levante, a través de esa cara oriental peninsular que va desde Almería hasta Va-
lencia. El destino final de esa autopista del Mediterráneo que proveniente de Car-
tago –actual Túnez– volcaba personas y mercancías en Cartago Nova –actual
Cartagena–. También será un hecho la permanente traslación de poblaciones a
través del Estrecho de Gibraltar, tanto de norte a sur como viceversa, pero esa
traslación no tiene por qué estar relacionada continuamente con la orientaliza-
ción de la península, dado que siempre fue más sencillo navegar de cabotaje vi-
niendo de Oriente y saltar desde Túnez, Argel u Orán que seguir por la siempre
difícil zona costera al norte del Rif –actual Marruecos–.

Por tanto, cuanto pasase por el Estrecho –continuas migraciones– y cuanto en-
trase por la costa levantina –desembarcos bizantinos– no tienen necesariamente
una relación directa, menos aún asociada a un indeterminado Estado islámico
con capital en Damasco, aún en proceso de arabización –desde lo helénico bizan-
tino oficial– y por cuyas brumas de precariedad institucional, comenzaba a vis-
lumbrarse –según veíamos– la acuñación de moneda en árabe desde principios
de los 700. Por otra parte, debe resaltarse la forja de al-Andalus desde dentro,
por mucha incorporación de elementos orientales que esto conlleve –insistimos,
en la misma línea que siglos anteriores–.
En este punto, deben traerse a colación varios matices, siempre desdeñados
en los estudios al respecto –ante la comodidad interpretativa del mito invasor–,
como que el colapso de la monarquía visigoda es un hecho interno, derivado de
problemáticas sociales y religiosas tales como el enfrentamiento entre la Iglesia
y la Corona, patente desde mediados de los 600. No hace justicia historiográfica
resolver el problema de la monarquía visigoda con el plumazo de una invasión.

39
EMILIO GONZÁLEZ FERRÍN

Por otra parte, y en paralelo, hasta mucho después de las fechas que nos ocupan,
el judaísmo mediterráneo se expandió por conversión. Algo que debe destacar-
se, so pena de seguir anclados en el mito de la raza o la transmisión genética del
Pueblo Elegido: la expansión del judaísmo es también la del islam.

Si a eso le sumamos la panoplia de movimientos marginales, heterodoxos y/o


heréticos en el arco posible judeocristiano mediterráneo, ¿cómo distinguir a un
post-adopcionista de un pre-musulmán, en la península Ibérica de mediados de
los 700 –por poner un caso–?. Desde las diatribas de los 500 entre arrianos y
romanos, las conversiones de ida y vuelta del judaísmo, hasta la anatematización
romana del adopcionismo hispano, el problema religioso peninsular, sumado a
la descentralización creciente de una Corona visigoda, en franca fase de desle-
gitimación, se hará difícil distinguir causas y efectos en el surgimiento de un
nuevo orden hispano; al-Andalus. Entre nuevos actores, pugnas por el poder,
y condensación de un nuevo orden mediterráneo –aún en proceso–, las revolu-
ciones ibéricas, al igual que aquellas orientales, serán tomadas a posteriori por
conquista; las inmigraciones forzosas –como hacia Francia–, serán consideradas
extensiones de invasiones. Frente a este estado de cosas peninsulares, en modo
alguno diferente –si bien específico– con respecto al resto del decantado islámi-
co mediterráneo, al otro lado de los Pirineos se vivía una evolución diferente, en
posterior filtración neo-gótica por el norte peninsular.
Así, la coincidencia de estos acontecimientos con la fundación del Sacro Im-
perio Romano –mediante la coronación de Carlomagno–, y el intento de control
carolingio sobre el Valle del Ebro (777), así como el posterior cierre peninsular al
no lograrlo –si bien con el norte diferenciado; no olvidemos el trato que Beato
de Liébana dedica al citado Elipando de Toledo, obispo proto-islámico en sus
planteamientos–, están en la base del decantado final de al-Andalus. Su cataliza-
ción frente a lo extrañamente nuevo de la Europa al norte de los Pirineos, frente
a la tradición de caos y heterodoxia mediterránea.

En este contexto hay que leer dos crónicas latinas determinadas. Las dos únicas
crónicas que podrían contar en su haber con el prurito de ser fuentes prima-
rias para la recapitulación de cuanto pudo ocurrir en la península Ibérica de
principios de los 700. Se trata de la llamada Crónica Arábigo-Bizantina de 741,
y la llamada Crónica Mozárabe de 754. La primera de ellas, la de 741, siempre se
ha transmitido como continuación del Chronicon de Juan de Biclaro (540-621)

40
V I I J O R N A D A S D E PAT R I M O N I O H I S TÓ R I C O Y C U LT U R A L D E L A P R O V I N C I A D E S E V I L L A

–viajero de Hispania a Constantinopla y vuelta–, o bien de las Historias de los


Godos de Isidoro de Sevilla –de ahí que también se la conozca como Continuatio
Isidoriana Byzantia-Arabica–. Estudiada por C.E. Dubler en 1946, siempre se le
criticó su dictamen de filo-islamismo del autor; un posible hispano o africano,
sumado a la corriente proto-islámica –pre-árabe, en cualquier caso–, y centra-
do en la historia de Bizancio y los sarracenos. Esa crónica habla de Mahoma,
príncipe de los sarracenos, desde Oriente, sin conexión alguna con la hipotética
entrada en Hispania o Spania, y bebe de las fuentes siríacas orientales. Difícil-
mente podría ser su autor un converso al islam con amplios conocimientos de árabe
(Martín 2006:12): al margen de qué podría significar a esas alturas convertirse al
islam ¿qué textos podría haber leído tal autor en esa época, escritos en árabe?
El tono bizantino lo sitúa en impecable conexión con el resto de las crónicas
orientales aquí evocadas, en enésima prueba de que todo el Mediterráneo estaba
conectado, y percibía del mismo modo escatológico y apocalíptico los diversos
desastres de los tiempos.
El problema de esta crónica es doble: por un lado, su intención de indicar
que no es ningún deshonor para los vencidos haber pasado a formar parte del
nuevo Imperio que ha venido a sustituir al Romano y al que se somete el mundo
entero (Martín 2006:13), ofrece la impresión de ser un texto muy posterior.
Por otro lado, y en más que probable relación con lo anterior, la fe en la crónica
puede también ponerse en entredicho: los cuatro códices originales existentes,
tres de ellos en España –Toledo, Segorbe y Madrid– y uno en Londres, fueron
copiados a finales de los 1500. Y volvemos a lo de siempre: a esas alturas, ya se
ha podido vender lo propio por ajeno.

La segunda de esas crónicas, mal llamada Crónica Mozárabe de 754 –su autor no
estaba arabizado, ni mucho menos, que es lo que significa mozárabe–, da menos
información aún que la anterior, pese a ser –supuestamente– posterior. No hace
distinciones de religión: no habla de cristianos y musulmanes, sino de godos
o francos frente a gres Ishmaelitarum o mauri –ya veíamos, los mismos citados
desde siglos atrás–. Incluye extensos pasajes sobre batallas entre bizantinos y
persas, comparados con David y Goliat. Es sensible al enfrentamiento entre
Oriente y Occidente pre-islámico, y en ningún caso emplea términos como is-
lam, musulmanes, Corán, etcétera. Sin embargo, se hace eco de debates hispanos
sobre la Santísima Trinidad. De nuevo: otra crónica mediterránea más.
Poniendo en relación la fecha del códice y su nombre, nunca hemos com-
prendido por qué no se la conoce, sin más, como Continuatio Hispana de 850,
habida cuenta de la fecha más temprana de los ejemplares existentes (López

41
EMILIO GONZÁLEZ FERRÍN

Pereira 2009:157). Al margen queda el posible completo stemma de estos códi-


ces, su árbol genealógico. Como sintetiza su editor Juan Gil, ante una transmisión
en estado tan ruinoso como la de aquella Crónica, ¿quién era el guapo que asegurase
cuántos hiparquetipos había habido de verdad? Entonces, ¿a qué aventurar certezas, en
un campo donde lo que reina es, precisamente, la incertidumbre? (Gil 2008:160).

El resbaladizo texto de esta Crónica Mozárabe (Cardelle 1999:13), no comenta


una invasión en nombre del islam, y sin embargo pasa revista a otros aconteci-
mientos peninsulares de su tiempo. Recoge que en 721, un tal Sereno proclamó
ser el Mesías entre sus correligionarios judíos. Que en 744, el obispo Cixila curó
a alguien de la herejía sabeliana. Que en 750, el abad Pedro de Toledo escribió
un libro para los cristianos de Sevilla que celebraban la Pascua en una fecha
equivocada, etcétera. Wolf sentencia acertadamente: resulta interesante que un
cristiano hispano debería haber encontrado estas tres aberraciones religiosas de me-
nor interés para su reseña, en tanto ignora completamente cualquier referencia al islam
(Wolf 1986:293). Esta crónica se inscribe en el mismo ambiente apocalíptico
mediterráneo que la anterior y todas las que hemos visto de Oriente, sin que en
modo alguno pueda servir de certificado de invasión.
Por otra parte, todas estas crónicas no son sino palimsestos: la Crónica Mo-
zárabe de 754 –insistimos, en realidad acabada en 850– presenta similitudes
con la francesa de Fredegar en 650, con numerosos añadidos muy posteriores.
Ambas incluyen pasajes de viejas crónicas previas, con noticias entresacadas de
obras de Isidoro de Sevilla. En el caso de la de Fredegar, por ejemplo, se asume
que es imposible entresacar lo correspondiente al 650 de entre la maraña de
añadidos. Sin embargo, en la Mozárabe se afirma suntuosamente su cronología
con exactitud. En ambas tradiciones, la referencia a Poitiers, por ejemplo, se lee
en clave bíblica, con la palabra latina para combatientes –belligerantii– sacada
del Libro de los Macabeos, y apodándose al vencedor Carlos Martel de esta guisa
–Martellus, martillo–, en más que probable traducción del sobrenombre de Judas
Macabeo –martillo–, héroe del no pasarán judío frente a los paganos orientales,
y en cuyo honor se celebra la fiesta de la Hanukká. Tema éste, el de la expansión
del imaginario judío, que arrojaría luz suficiente para comprender la expansión
del islam por el Mediterráneo así como el exacto contexto literario de estas
crónicas.

42
V I I J O R N A D A S D E PAT R I M O N I O H I S TÓ R I C O Y C U LT U R A L D E L A P R O V I N C I A D E S E V I L L A

En definitiva, el islam, en tanto que sistema religioso, surge y se forja en las


hendiduras entre ortodoxias bizantinas y numerosas disidencias. En paralelo, la
consideración invasiva, genérica y unitaria del Islam es un constructo apocalíp-
tico cristiano medieval, previo en todo caso a la existencia de crónicas árabes,
pero siempre posterior al testimonio de razzias sarracenas en Oriente Próximo,
constatables desde los años 300 y 400.
Tal consideración invasiva se forja progresivamente, desde la sorpresa pre-
mahometana del desmembramiento imperial romano en torno a los 400 de
nuestra era, hasta el reconocimiento histórico del Islam como civilización, con
la fundación de Bagdad después de 762. La alusión a la invasión y conquista
en el constructo narrativo mediterráneo es de una gran utilidad, pero avanza
como una apisonadora sobre tres enormes dudas razonables sobre sendos temas
de crucial importancia: el sentido creacionista del Islam invasivo, la considera-
ción del tiempo omeya oriental como Imperio islámico –en realidad, extraño tra-
sunto helénico orientalizado socialmente–, y la expansión hasta Hispania como
parte organizada de tal hipotético Imperio. Como señaló Southern en su día,
sigue resultando sorprendente la extremadamente lenta penetración del Islam como
hecho identificable intelectualmente en las mentes occidentales (Southern 1962:13).
Cuando lo haga, de un modo alienígena, utilizará todo el bagaje literario de las
crónicas árabes para fingir que conoce sus orígenes y la razón de un telúrico
enfrentamiento.

Bibliografía

Arié, Rachel (1984), España musulmana (siglos VIII-XV). Barcelona: Labor.


Bashear, Suliman (1997), Arabs and Others In Early Islam. Princeton: Darwin
Press (Studies in Late Antiquity and Early Islam -SLAEI-, 8).
Berkey, Jonathan (2002), Formation of Islam : Religion and Society in the Near
East, 600-1800. Nueva York: Cambridge U.P.
Cardelle de Hartmann, Carmen (1999), “The Textual Transmission
od the Mozarabic Chronicle of 754”. Early Medieval Europe 8,1, 13-29.
Flori, Jean (2010), El islam y el fin de los tiempos. La interpretacion profetica de las
invasiones musumanas en la Cristiandad medieval. Madrid: Akal.
Flusin, B. (1992), “L’Esplanade du Temple à l’arrivée des Arabes, d’aprés deux
récits byzantines”. En: J. Raby e I. Johns (Eds.), Bayt al-Maqdis. Oxford U.P.
Gil, Juan (2008), “Discursos pronunciados en la Solemne Investidura de Doc-
tor Honoris Causa del Excmo. Sr. D. Juan Gil Fernández”. Cuadernos de Fi-
lología Clásica. Estudios Latinos 28,1.

43
EMILIO GONZÁLEZ FERRÍN

González Ferrín, Emilio (2006), Historia General de al-Andalus. Córdoba:


Almuzara.
Haskins, Charles Homer (1927), The Renaissance of the Twelfth Century. Cam-
bridge (Massachussetts): Harvard U.P.
Herrera Roldán, Pedro (2005), “Sobre monjes y literatura monástica en
la Córdoba emiral”. Meridies 7, 7-28.
Holum, Kenneth G., y Lapin, Hayim (Eds.) (2011), Shaping the Middle
East: Jews, Christians, and Muslims in an age of transition, 400-800 C.E. (Stu-
dies and texts in Jewish history and culture 20). Bethesda: University Press of
Maryland.
Isaac, Benjamin (1984), “Bandits in Judea and Arabia”. Harvard Studies in
Classical Philology 88, 193-195.
López Pereira, J.E. (2009), Continuatio Isidoriana Hispana. Crónica Mozára-
be de 754. León: Centro de Estudios y de Investigación “San Isidoro”.
Martín Iglesia, José Carlos (2006), “Los Chronica Byzantia-Arabica. Con-
tribución a la discusión sobre su autoría y datación, y traducción anotada”.
E-Spania 1.
Southern, Richard William (1962), Western Views of Islam in the Middle
Ages. Cambridge U.P.
Tolan, John (2007), Sarracenos: el Islam en la imaginación medieval europea. Va-
lencia: PUV (Publicaciones de la Universidad de Valencia)-EUG (Editorial
Universidad de Granada).
Vallejo Girvés, Margarita (2002), “L’Europe des exilés des derniers siè-
cles de l’Antiquité tardive (Ve-VIIe siècles)”. En: Patrice Marcilloux (dir.),
Les hommes en Europe. París.
Vigil-Escalera Guirado, Alfonso (2009), “Sepulturas, huertos y radio-
carbono (siglosVIII-XIII D.C.). El proceso de islamización en el medio rural
del centro peninsular y otras cuestiones”. Studia Historica 27, 97-118.
Wolf, Kenneth Baxter (1986), “The Earliest Spanish Christian Views of Is-
lam”. Church History 55,3, 281-293.

44

También podría gustarte