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TEOLOGÍA BÁSICA
1. Definición general de teología
La palabra teología está compuesta de dos vocablos griegos: Theos, Dios, y
Logos, conocimiento. Teología es conocimiento de Dios, de Quien provienen y
para Quien son todas las cosas, tal como lo entendemos bien los cristianos.
La manera en que los hombres conciben a la divinidad determina la aparición
de variados sistemas teológicos que obedecen entonces a diferentes y sendos
esfuerzos humanos para acercarse a la realidad de Dios. Precisemos los más
destacados:
1.1. Henoteísmo
Es la creencia en varios dioses coexistentes y en competencia, entre los
cuales sobresale uno a quien los individuos de una comunidad eligen y cu-
yo favor buscan brindándole adoración exclusiva (por eso también algunos
llaman al henoteísmo monolatría) porque se le considera el más fuerte y
digno de todos y el más dispuesto a favorecerlos. Esta concepción de la di-
vinidad es muy característica de pueblos primitivos (tanto de la antigüedad
como de la actualidad) que no han superado aún (muchos de ellos nunca
lograron superarlo) un nivel de desarrollo cultural muy básico y precario,
distante aún de los niveles asociados con las llamadas civilizaciones anti-
guas. Justamente debido a ello, no encontramos aquí sistemas teológi-
cos propiamente dichos, pues no existe en estos pueblos una re-
flexión racional y sistemática alrededor de sus dioses, sino que todas
sus consideraciones de la deidad son de carácter eminentemente
práctico y utilitario.
1.2. Politeismo
Es la creencia en varios dioses debidamente organizados en una estructura
jerárquica con identidades, jurisdicciones, poderes y funciones muy defini-
dos. Si bien aquí también se reconoce a un dios en la cúspide de la estruc-
tura jerárquica, no se le concibe necesariamente en permanente oposición
o competencia con los demás dioses subordinados de modo tal que el indi-
viduo puede buscar alternativamente el favor del dios que más le convenga
en unas circunstancias determinadas, cambiando de lealtades a través de
su vida sin tener que sentirse culpable por ello o asumiendo lealtades sos-
tenidas hacia un dios en particular que pueden diferir sin problema de las
lealtades de otros de sus compatriotas que, no obstante, reconocen tam-
bién la existencia y jurisdicción de todos los demás dioses.
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El politeísmo es característico de las grandes civilizaciones antiguas,


tales como la egipcia, la asiria, la babilónica, la griega, la romana y subsis-
te aún en sistemas religiosos antiquísimos como el brahamanismo de
la India a través de la religión hindú y sus diferentes derivaciones. En
el politeísmo ya existe una reflexión racional y sistemática alrededor
de sus dioses, aunque de carácter eminentemente mitológico (es decir,
sin un sentido o conciencia clara de la realidad histórica), razón por la cual
esta reflexión corre generalmente a cargo de sus poetas épicos (como
Homero y Hesíodo dentro de los griegos), siendo entonces sus elaboradas
mitologías el equivalente politeísta de las teologías sistemáticas propias de
los sistemas religiosos monoteístas.
1.3. Monoteísmo
Esta es la creencia en un único Dios verdadero. Para marcar mejor las dife-
rencias con otras concepciones de la divinidad se le suele caracterizar más
específicamente como “monoteísmo profético” o, últimamente, como “mono-
teísmo creacional”. Pero estas precisiones más específicas y detalladas,
tanto dentro del monoteísmo como dentro del politeísmo o el henoteísmo
indistintamente y las relaciones históricas y de causa existentes entre ellos
(sin mencionar otras concepciones de la divinidad tales como el dualismo y
el panteísmo) se abordarán más adelante en la cátedra de El Fenómeno
Religioso contemplada dentro del programa de estudio.
Por lo pronto, para efectos de esta materia, basta con la breve y representa-
tiva relación que hemos hecho hasta ahora. De hecho, es dentro del mo-
noteísmo en sus variadas ramas en donde encontramos teología en
propiedad, con una racionalidad tan plenamente consciente de la realidad
histórica como tal que, sin desechar necesariamente sus aportes positivos,
sobre todo en el campo expresivo (y no explicativo) de los símbolos, de
cualquier modo supera y corrige de lejos las elaboraciones mitológicas pro-
pias del politeísmo.
El monoteísmo no es, sin embargo, monolítico, sino que se manifiesta
a través de tres grandes sistemas religiosos, llamados abrahámicos en
alusión al patriarca Abraham, quien fue llamado por Dios como depo-
sitario y beneficiario de su relevación a la humanidad después del Di-
luvio. Estas ramas son: Judaísmo, Islamismo y Cristianismo. Valga de-
cir que el primero de ellos está asociado casi con exclusividad a un pueblo:
los hebreos, israelitas o judíos; mientras que el segundo, si bien surgió en-
tre los árabes, a los cuales se encuentra vinculado en su origen y sigue
estándolo en buena medida actualmente, cada vez excede más este círculo
e incluye a personas de diferentes etnias y naciones procedentes principal-
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mente de África y Asia (y últimamente gana fuerza en Europa). Así mismo,


el cristianismo es judío en su origen, pero de manera muy temprana (por
razones doctrinales) rompe las barreras y los límites étnicos y/o nacionales
del judaísmo para convertirse en la religión de alcance universal por exce-
lencia1.
1.1.1. Judaísmo
Es la estructura básica de la fe monoteísta. De este modo el Anti-
guo Testamento viene a ser algo así como “la estructura en obra ne-
gra” del monoteísmo cristiano. El cristianismo no erige una nueva es-
tructura, sino que la novedad del Nuevo Testamento hace referencia
más bien a los necesarios “terminados o acabados” provistos por Je-
sucristo en cumplimiento o consumación de las expectativas mesiá-
nicas generadas por los múltiples anuncios proféticos de redención
hechos en el Antiguo Testamento, corrigiendo en gran medida el en-
tendimiento que tenían de ellos las diversas escuelas rabínicas que
conformaban ya la tradición judía para la época del nacimiento de
Cristo.
Así, pues, por enconadas que puedan llegar a ser, las diferencias
entre el judaísmo rabínico tanto del primer siglo como de la ac-
tualidad, y el cristianismo no deben entonces hacernos perder
nunca de vista la clara línea de continuidad que existe entre el
monoteísmo judío y el monoteísmo cristiano, al punto de que en
muchos círculos se habla de la influencia conjunta de ambos
monoteísmos en la cultura por medio del término “judeocristia-
nismo”.
1.1.2. Islam o Islamismo
Nombre que recibe la religión iniciada por Mahoma. Sus seguidores
son llamados musulmanes o mahometanos. A diferencia de lo dicho
en relación con el judaísmo y el cristianismo, no existe en este mo-
noteísmo una línea de continuidad con ninguno de los dos ante-
riores, pues Mahoma es un iluminado nacionalista árabe que predicó
que los judíos pervirtieron la ley de Moisés, y los cristianos el evan-
gelio de Jesucristo y, por esta causa, fue necesaria una nueva reve-

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Lamentablemente, la universalidad propia del cristianismo terminó degenerando en antisemitismo,
olvidando así sus innegables y necesarias raíces judías imprescindibles para comprender el surgi-
miento del cristianismo en su contexto religioso y cultural original e incluso llegando a renegar de
ellas en censurable actitud que no toma en cuenta el papel del pueblo judío en el marco del cristia-
nismo, aunque hay que decir que últimamente esta actitud ha declinado bastante y hay un redes-
cubrimiento por parte de los cristianos de sus raíces judías.
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lación (el Corán). La relación entre este monoteísmo y los dos prime-
ros ya mencionados no es, pues, de continuidad, sino de ruptura y
oposición.
Para este monoteísmo Moisés y Jesucristo son únicamente profetas
malinterpretados por sus seguidores, siendo Mahoma el mayor entre
todos los profetas, y el que viene a corregir las malas interpretacio-
nes que se hicieron de lo dicho por sus predecesores, incluyendo a
Abraham, el primero de sus profetas y padre de los pueblos árabes
(a través de sus hijos Ismael y Madián), entre quienes surge origi-
nalmente el islamismo. Es bueno tener esto en cuenta pues el punto
común entre islamismo y judeocristianismo es la creencia en un
solo Dios verdadero (monoteísmo), pero el carácter del Dios ju-
deocristiano revelado en la Biblia y en Jesucristo difiere osten-
siblemente del carácter del Alá musulmán revelado en el Corán,
por lo que decir que el Dios judío o cristiano es el mismo Dios
musulmán es una peligrosa inexactitud si con ello se pretende
señalar algo más que la simple coincidencia monoteísta.
De hecho, los judeocristianos concordamos en nuestra creencia de
que, en el mejor de los casos, los musulmanes han pervertido el
carácter del único Dios vivo y verdadero revelado en la Biblia; y en el
peor de los casos creemos que lo han reemplazado por un plagiario y
pobre sustituto que no difiere en mucho de los ídolos combatidos en
las Escrituras. Valga decir que, partiendo del Corán, ellos nos acu-
sarían de lo mismo por lo cual, aún a riesgo de simplificar en exceso,
las coincidencias entre judeocristianismo e islamismo no deben verse
más allá de la mera concepción monoteísta de Dios.
Una vez identificadas y reseñadas brevemente estas dos ramas del monoteísmo,
vamos a abordar ahora si la que nos interesa y compete en el marco de esta ma-
teria que no es otra que el cristianismo y su correspondiente teología.
1.4. Teología cristiana
La teología cristiana tiene tres ramas principales, a saber:
1.4.1. Católica2
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En realidad, el término “católico” se aplicaba a toda la iglesia desde los primeros siglos del cristia-
nismo, de tal modo que el término ya está incluido en el Credo Apostólico del siglo II, el más anti-
guo de los credos de la iglesia, en la clausula que dice: “Creo… en la santa iglesia católica”, y se
reitera con el mismo significado en el Credo Niceno del siglo IV : Creo… en la iglesia que es una,
santa, católica y apostólica”; pero no tenía en ninguno de los dos el sentido que hoy tiene, sino
que se aplicaba a toda la iglesia en su sentido etimológico, que significa simplemente “uni-
versal”. Durante las controversias alrededor del arrianismo, herejía que negaba la divinidad de
Cristo y, en consecuencia, también la doctrina de la Trinidad; católico llegó a designar a los cris-
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En este sistema particular y con contadas y honrosas excepciones 3,


la religión ha tomado el lugar de Dios como objeto de la teología (ri-
tualismo). Es decir que, de manera contradictoria, se enfatiza la reli-
gión en detrimento del Dios que fundamenta a la religión. La religión
es, pues, más importante que Dios, quien es el término de ella. Dios
termina sirviendo a la religión y no lo contrario. La causa de ello pue-
de estar en buena medida en el hecho de que el catolicismo roma-
no ha transculturizado de forma gradual y creciente al cristia-
nismo con creencias ajenas e incompatibles a sus contenidos
esenciales y característicos, en una práctica recurrente que se
conoce por el nombre de “sincretismo”4 o más recientemente,
como “mestizaje espiritual”.
1.4.2. Ortodoxa-oriental o griega
Se identifica con este nombre la teología propia de la rama cristiana
oriental del antiguo imperio romano con su centro en Constantinopla
(de pensamiento y habla griegos, por contraste con el pensamiento y
habla latinos de Roma y occidente en general), que después de sos-
tener relaciones oficiales o formales salpicadas por importantes des-
acuerdos con la iglesia occidental durante la mayor parte del primer
milenio d.C., rompe definitivamente con ella en el año 1054 d.C. en el
llamado “Cisma de Oriente” debido en gran medida (aunque no de
manera exclusiva), a la pretensión de Roma de subordinar a todos
los obispos cristianos de todo el mundo (incluyendo a los patriarcas

tianos trinitarios, por contraste con los arrianos. Pero lo que definimos aquí como “iglesia
católica” corresponde más a la acepción actual del término que surge de la división de la igle-
sia occidental ocurrida en el siglo XVI entre quienes afirman que el obispo de Roma es la máxima
autoridad de la iglesia en su condición de papa y lo siguen, y quienes critican y no reconocen ni a
la institución papal ni sus pronunciamientos contrarios a la Biblia, como lo hizo la vertiente protes-
tante del cristianismo a partir del siglo XVI con al advenimiento de la Reforma en cabeza de Lutero.
De esto se deduce que los protestantes tenemos una larga historia y un pasado común con los
católico romanos de hoy, pues hasta el año 1517 en que Lutero dio inicio a la Reforma con la pu-
blicación de sus 95 tesis cuestionando y condenando el sistema penitencial de Roma, nuestro pa-
trimonio histórico es el mismo.
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Se habla hoy ya de dos tipos de “catolicismo romano”. El catolicismo ilustrado en el que militan
una minoría de católicos preparados, estudiosos y conocedores de las Escrituras y que, como ta-
les, son críticos de muchas de las creencias y prácticas de sus propios correligionarios, en especial
de quienes forman parte o estimulan las creencias del mayoritario grupo designado como catoli-
cismo popular, ignorante de las Escrituras y dado a todo tipo de prácticas crédulas, supersticiosas
y de doble moral contrarias a la Biblia.
4
El sincretismo es una mezcla indiscriminada de creencias de la más diversa y disímil procedencia,
dando como resultado una cuestionable y engañosa “colcha de retazos” en el campo religioso.
Volveremos con este término en la materia Historia del Cristianismo I de segundo semestre y en In-
troducción a la Teología Integral en séptimo semestre, en donde lo examinaremos bajo el nombre
que el pastor Darío Silva-Silva le ha dado a este viejo concepto, designándolo como “mestizaje es-
piritual”.
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orientales, dirigentes de las cuatro principales sedes eclesiásticas de


oriente), a la autoridad del Obispo de Roma o papa.
Su teología, usos litúrgicos y organización eclesiástica tiene
muchas similitudes con la católica-romana, pero también tiene
notables diferencias con ella que no pueden soslayarse y que
justifican de cualquier modo su tratamiento histórico como rama
teológica cristiana independiente de las demás. El grueso de sus
seguidores se encuentra en el este de Europa, en Rusia, y a lo largo
de la costa este del Mediterráneo, países y regiones en donde la
iglesia ortodoxa es la fe cristiana predominante, aunque muy dismi-
nuida respecto de otras épocas por el creciente asedio y consecuen-
te dominio musulmán iniciado durante la edad media y consumado
con la caída de Constantinopla en poder de los turcos en 1453 d.C.,
evento considerado el inicio de la llamada “Edad Moderna”. En el si-
glo XX también han tenido que padecer los masivos regimenes co-
munistas en la mayor parte de estos territorios.
1.4.3. Protestante evangélica
Esta es la teología que proviene de la llamada “Reforma Protes-
tante”, propiciada por eminentes teólogos de la propia Iglesia Roma-
na e partir del siglo XVI d.C., entre los que se destacan Lutero y Cal-
vino, quienes buscaron un regreso a las creencias y prácticas esen-
ciales de la iglesia cristiana primitiva, con base en este lema o con-
signa no negociable para ningún cristiano protestante o evangé-
lico: “Sola gracia, sola fe, sola Escritura y solo Gloria de Dios”.
En el fondo del planteamiento expresado en este lema se encuentra
un patrimonio irrenunciable del protestantismo: la llamada “libertad de
examen y de conciencia” que fomenta el acceso libre, directo y cons-
ciente del creyente raso a las Escrituras, lo cual inevitablemente ge-
nera de manera natural el surgimiento de variadas denominaciones
dentro del Protestantismo tales como: Luteranos, Calvinistas o Re-
formados, Metodistas, Anglicanos, Episcopales, Bautistas, Congre-
gacionales, Presbiterianos, Pentecostales, Carismáticos, etc., las
cuales, si bien conservan y suscriben una doctrina ortodoxa5 común

5
La palabra “ortodoxa” hace aquí referencia a la ortodoxia o doctrina correcta o comúnmente acep-
tada en el contexto protestante y no a la ya reseñada Iglesia Ortodoxa Oriental, ambos significados
diferentes pero aceptados para la misma palabra en cualquier diccionario. Por lo tanto, no es lo
mismo hablar de la Iglesia Ortodoxa que hacerlo de la doctrina ortodoxa del Protestantismo (o del
Catolicismo, si se quiere), pues, por decirlo así, tanto la Iglesia Católica como la Protestante y asi-
mismo la Ortodoxa tienen su propia ortodoxia, constituyendo entonces ortodoxias particulares y
propias de cada una de estas tres ramas que difieren entre sí, a pesar de lo cual, como se estable-
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a todo el protestantismo por contraste con los dos ramas anteriores


de la cristiandad, han desarrollado no obstante teologías con énfasis
particulares y diferencias de interpretación en temas no esenciales
de la fe cristiana que, sin embargo, no obran en perjuicio de la comu-
nión entre ellas, por lo cual esta variedad denominacional no pue-
de juzgarse a la ligera como división, del mismo modo que las di-
ferentes ordenes en el catolicismo romano, tales como Agustinos,
Benedictinos, Franciscanos, Dominicos, Jesuitas, Capuchinos, Fili-
penses, etc., no se juzgan como división al interior del catolicismo.
1.4.3.1. Integral. Dentro de la amplia gama denominacional del pro-
testantismo, podría decirse que los cristianos integrales
son los que, como nosotros, adhieren a un movimiento
teológico que estaría ubicado históricamente en este
cruce de siglo y de milenio cuyo propósito es el llama-
do “integralismo” (no confundir de ningún modo con “inte-
grismo”), que no sería más que la sistematización 6 de lo
alcanzado a través de un método designado como
“esencialismo” que busca conservar la esencia o, lo que
es lo mismo, los verdaderos fundamentos de la fe cristiana
más allá de interpretaciones meramente coyunturales y
al margen de asuntos doctrinales marginales, adiafóri-
cos o periféricos que fomentan innecesarias divisiones y

cerá más adelante, las tres comparten lo que se conoce como ortodoxia cristiana a secas (numeral
1.6.), en la cual no se abordan todavía las distinciones que caracterizan a las tres ramas relaciona-
das en este estudio.
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Como se verá con algo más de detalle en el capítulo inicial de la materia de Introducción al Pen-
samiento Cristiano (quinto semestre), la teología puede expresarse de diversas maneras diferen-
tes, pero siempre debe obedecer a un método claramente establecido para que sea inteligible, es-
clarecedora y constructiva, pero sobre todo, fiel a las Sagradas Escrituras. El método sistemático
es tal vez, a nuestro modo de ver, el más adecuado para examinar e interpretar las Sagradas
Escrituras desde el punto de vista de la dogmática. En ejercicio de este método deben identifi-
carse, agruparse y abordarse en un orden lógico todos los temas tratados en las Escrituras y cada
tema debe analizarse procurando hallar todas las concordancias, armonizaciones y contextualiza-
ciones posibles en el marco de la Biblia para llegar a la conclusión correcta. Después de todo, la
misma Biblia da pie y fomenta tácitamente su estudio desde una perspectiva sistemática e integral
al hacer afirmaciones como ésta: “La suma de tus palabras es la verdad” (Sal. 119:160). Y el
apóstol Pablo salvaba así su responsabilidad apostólica magisterial: “porque sin vacilar les he pro-
clamado todo el propósito de Dios” (Hc. 20:27). Es por ello que hemos escogido para nuestro
programa de estudio el enfoque sistemático de la teología, decisión reforzada por el hecho de que
este método es muy afín con el movimiento integral que suscribimos y por la disponibilidad de una
ya prestigiosa y ampliamente reconocida bibliografía teológica de corte sistemático como lo son las
clásicas Teología Sistemática de Charles Hodge, o la Teología Sistemática de Chafer (ambas en
dos volúmenes), o también el enciclopédico volumen de la famosa Teología Sistemática de Berkoff
(entre otras), a las que es obligatorio acudir actualmente en cualquier estudio teológico en contexto
protestante, así no se esté del todo de acuerdo con sus autores en algunos aspectos. Pero lo que
no se puede es ignorar su universalmente reconocido trabajo.
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distanciamientos entre las diversas denominaciones protes-


tantes y cristianas en general.
Este movimiento teológico que suscribimos plenamente
como iglesia ha sido planteado de manera muy acertada
por el pastor Darío Silva-Silva en su libro El Reto de Dios y
su metodología será estudiada a fondo en la cátedra de In-
troducción a la Teología Integral contemplada en nuestro
programa de estudios. Pero como abrebocas y para ilustrar
el punto en un aspecto particular muy típico del medio ecle-
siástico evangélico de nuestros días, leamos algo del indis-
cutible diagnóstico llevado a cabo por el pastor Darío en su
ya aludido libro bajo el encabezado “La Raíz de las Raíces”
que da inicio al capítulo 24: “La imperiosa urgencia de com-
partir el Evangelio al mayor número de personas, en el mayor
número de lugares y en el menor tiempo posible, llevó a las
denominaciones noveles a valerse de neófitos para la obra
del ministerio, en tanto las históricas se encerraban en el
academicismo y la fría liturgia, como en una cartuja beatífica,
sin irradiar hacia el exterior. Estas menguaron, como someti-
das a un proceso bonsai, y aquéllas, crecieron desmesurada
pero anormalmente, en una especie de elefantiasis que sacri-
ficó la calidad en aras de la cantidad. Erudición cerrada e ig-
norancia abierta han sido catastróficas por igual y constituyen
fosos casi insalvables entre las dos corrientes -la histórica y la
contemporánea- que se miran de soslayo con mutuo recelo”.
Otra forma de referirse al mismo fenómeno la encontramos
en una porción del capítulo 29 del libro bajo el título “¿Una
Iglesia Integral?” que dice así: “En términos generales la
Iglesia Evangélica se ha alineado en dos grandes estilos:
bíblico y pentecostal, y todas las denominaciones, algunas
sin percatarse, se hallan afiliadas al uno o al otro. Los bíbli-
cos centran su atención en las Sagradas Escrituras, los pen-
tecostales ponen su énfasis en la acción del Espíritu Santo a
través de los carismas. Los primeros tienden a ser cerebra-
les; los segundos, emocionales. Ambas tendencias han incu-
rrido en exageraciones... La ineludible disyuntiva parece ser:
escrituralismo o manifestacionismo... La Iglesia Integral es
el nombre más adecuado para definir el movimiento que
caracteriza al cristianismo del inicio de siglo y milenio y
que está interpenetrando a todas las denominaciones. El
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Espíritu Santo quiere que los bíblicos avancen hacia el terre-


no pentecostal, y los pentecostales se muevan hacia el bíbli-
co, para que se abracen en el centro, bajo la cruz”.
Asimismo, el penúltimo capítulo del libro ”El Choque Gene-
racional” concluye de este modo en la misma línea de los
párrafos ya citados: “La agenda cristiana de la nueva cen-
turia... deberá buscar equilibrio y balance. Las disyuntivas
absolutas... han sido divisionistas o, cuando menos, pertur-
badoras”.
1.5. Trinitaria
Esta precisión será ampliada y expuesta un poco más adelante cuando tra-
temos la doctrina de la Trinidad en el momento en que estemos conside-
rando la doctrina de Dios, pero nos anticipamos a dejar establecida la
doctrina de Trinidad desde la misma introducción como un pilar no
negociable de toda teología auténticamente cristiana, dogma comparti-
do por las tres vertientes de la cristiandad ya identificadas previamente, sin
perjuicio de sus diferencias.
1.6. Ortodoxia cristiana
Antes de referirnos a lo que se conoce como “orodoxia cristiana”, podemos
hacer un alto a estas alturas para ubicar donde nos ubicamos teológica-
mente hablando. En efecto, la teología de Casa Sobre la Roca es: Mono-
teísta, cristiana, protestante, integral, sistemática y trinitaria. Suscribi-
mos entonces como nuestro marco teórico más amplio la llamada “ortodoxia
cristiana” a secas, mejor conocida en las Escrituras como “la sana doctrina”
tal como se encuentra contenida en:
1.6.1. La Santa Biblia
Los 39 libros del Antiguo Testamento y los 27 del Nuevo Testamento.
Los llamados “apócrifos” o “deuterocanónicos” no se consideran co-
mo pertenecientes a la ortodoxia cristiana por razones que serán
consideradas en la materia de Historia de la Biblia.
1.6.2. Los tres credos de la iglesia primitiva
Estos documentos son las declaraciones de fe esencialistas de la
Iglesia Primitiva producto de los primeros esfuerzos conjuntos de
sistematización y síntesis por parte de las más lúcidas mentes teoló-
gicas de esta temprana época aplicadas al estudio de las Escrituras.
Son tres: El Credo Apostólico o de los Apóstoles, el Credo Niceno o
de Nicea (llamado más exactamente Credo Niceno-
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Constantinopolitano) y el Credo Atanasiano o de Atanasio (conocido


técnicamente como el “Quicunque Vult”). El texto de estos credos
puede ser encontrado como apéndice al final de estas conferencias.
1.6.3. Los seis primeros concilios generales
También conocidos como “concilios ecuménicos” por convocar a re-
presentantes autorizados de la cristiandad de todo el mundo conoci-
do. La ortodoxia cristiana suscribe los acuerdos teológicos y cristoló-
gicos de estas seis primeras asambleas eclesiásticas deliberativas
por considerar que concuerdan bien con las Sagradas Escrituras.
Cuestionario de repaso
1. Defina la palabra “Teología”
2. Relacione y defina brevemente las tres concepciones de Dios más populares
3. Relacione las tres religiones más representativas del monoteísmo
4. ¿Cuáles son las principales vertientes históricas del cristianismo que subsisten
hoy en día?
5. ¿Cuál es el lema de la “Reforma Protestante”?
6. ¿Cuál es el patrimonio irrenunciable del protestantismo que se encuentra
detrás del lema de la Reforma?
7. ¿Qué se entiende por el término “integral” en el campo de las denominaciones
cristianas evangélicas?
8. ¿En dónde se encuentra contenida la “ortodoxia cristiana”?
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2. La doctrina de Dios
La auténtica experiencia cristiana de conversión establece ipso facto o de
manera inmediata en el creyente dos presuposiciones básicas firmemente
arraigadas en su corazón que son, por lo tanto, axiomáticas para todo cristia-
no, aún antes de poder o pretender siquiera sustentarlas y defenderlas racio-
nalmente reflexionando sobre ellas desde una perspectiva apologética7. Estas
dos presuposiciones pueden ser formuladas así:
2.1. Dios existe
Así, sin discusión. Por eso, aunque en este punto introductorio de nuestro
estudio teológico la siguiente observación puede parecer una innecesaria
sutileza, lo cierto es que para mayor exactitud semántica y evitar equívocos
al respecto, algunos teólogos prefieren decir simplemente que Dios es
y no que Dios existe8. Por eso, no hay que entender el verbo existir referi-
do a Dios en el mismo sentido en que se usa para las demás criaturas que
poseen existencia. En relación con Dios lo único que se quiere dar, pues, a
entender cuando se dice que Él existe, es que Él es real y nada más y no
que existe con las mismas limitaciones y en el mismo sentido paradójico e
incluso problemático en que sus criaturas existen, con el ser humano a la
cabeza de ellas.
La Biblia en sus diferentes versiones y traducciones al español a través de
los tiempos pareciera tener en cuenta este punto, pues la NVI (y en general
todas las demás versiones y revisiones relativamente recientes), en aras de
ser más comprensible, dice así: “En realidad, sin fe es imposible agradar a
Dios, ya que cualquiera que se acerca a Dios tiene que creer que él
existe...” (Heb. 11:6 NVI), mientras que la RVR, todavía con muchos ar-
caísmos, lo traduce de este modo: “Pero sin fe es imposible agradar a Dios;
porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay…”
(Heb. 11:6).

7
Ya sea que se considere una rama de la teología o una disciplina independiente y paralela o con-
vergente con ella, la apologética se ocupa de demostrar la credibilidad racional e histórica de
la fe cristiana, pero usualmente esto es algo en que el creyente ya convertido se involucra con
posterioridad y no con anterioridad a su conversión, para así apuntalar y defender racionalmente
las convicciones alcanzadas mediante iluminadora revelación sobrenatural llevada a cabo por el
Espíritu Santo en su interior en el acto de la conversión a Cristo, pudiendo así argumentar con ven-
taja delante de los incrédulos que, al margen de su carácter sobrenaturalmente revelado, sus con-
vicciones cristianas son también y en gran medida racional e históricamente coherentes y susten-
tables.
8
Esto obedece a la etimología original del verbo existir que ha sido desempolvada y hecha de nue-
vo vigente en la actualidad de la mano de la filosofía existencialista del siglo XX
12

Sea como fuere, el verbo “existir” es de uso masivo y popular en la cultura


hispanoparlante actual, de donde estas distinciones se justifican únicamen-
te en el medio académico con el propósito de profundizar en el estudio te-
ológico y establecer definiciones más precisas, pero no deben utilizarse pa-
ra descalificar el uso habitual del verbo existir referido a Dios.
2.2. Dios se ha revelado en Su Palabra
Para el auténtico convertido a Cristo, la Biblia viene a ser a partir de su con-
versión la guía divinamente inspirada, revelada y sancionada para dirigir la
vida de todo ser humano, creyentes en particular. En virtud de la conver-
sión la autoridad de la Biblia como Palabra revelada de Dios queda
firmemente establecida en el corazón del creyente, aunque aún no pue-
da argumentar racionalmente por qué lo cree así. Esto último solo es posi-
ble cuando comienza a incursionar en la apologética.
Valga decir que la materia Historia de la Biblia contemplada en nuestro pro-
grama de estudio y dictada de manera paralela a Teología Básica, brinda
argumentos apologéticos para afianzar la convicción cristiana de que Dios
se ha revelado en Su Palabra: la Biblia. Pero hay que puntualizar aquí que
el concepto de “Palabra de Dios” no está restringido a la Biblia única-
mente, puesto que en teología se considera que la Palabra de Dios llega al
hombre de tres maneras diferentes pero siempre coincidentes:
2.2.1. La Palabra de Dios creada
El cosmos y la naturaleza se pueden considerar como la Palabra
de Dios creada. Véase para ello la recurrente expresión “Y dijo
Dios…” en el relato de la creación registrado en el primer capítulo del
Génesis como condición previa a todo acto creador particular, lo cual
nos lleva a concluir que la creación no existiría sin la necesaria
mediación de la Palabra de Dios que crea lo que dice.
2.2.2. La Palabra de Dios escrita
La Biblia se considera la Palabra escrita de Dios. En ella se en-
cuentra todos los contenidos o “materia prima” para la teología sis-
temática. Precisemos, entonces, que la Biblia no nos provee directa-
mente una revelación sistemática de Dios, sino más bien histórica,
pues su contenido no viene temáticamente organizado sino histórica
o cronológicamente registrado9. Pero aún así se justifica afirmar que

9
Como se verá con más detalle en la materia Historia de la Biblia, el orden y agrupación de los li-
bros del Antiguo Testamento en las Biblias cristianas difiere del orden propio del Tanaj o Biblia jud-
ía que, aunque tiene el mismo contenido del Antiguo Testamento que las Biblias cristianas, lo pre-
senta en un orden más estrictamente cronológico del que se encuentra en nuestras Biblias. Sin ol-
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en la Biblia la Palabra de Dios llega al hombre de manera sis-


temática, porque en ella encontramos todo el material histórico
y conceptual que sirve de fundamento y salvaguarda para el de-
sarrollo de la teología sistemática.
2.2.3. La Palabra de Dios hecha hombre
La más vital revelación de Dios al hombre se da en Jesucristo, la
Palabra de Dios hecha hombre. Jesucristo es, en efecto, la Pala-
bra, el Verbo o el “Logos” de Dios hecho hombre: “En el principio ya
existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios... Y
el Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros” (Jn. 1:1, 14), y la
Biblia lo único que pretende es brindarnos pautas seguras para rela-
cionarnos vitalmente con Él, pues: “En él estaba la vida, y la vida era
la luz de la humanidad... yo he venido para que tengan vida, y la ten-
gan en abundancia” (Jn. 1:4; 10:10).
La vida de Dios, la verdadera vida, fluye en abundancia de Jesu-
cristo con exclusividad para quienes están relacionados perso-
nalmente con Él, quien es al mismo tiempo raíz y tronco a través de
los cuales fluye la savia hacia las ramas (los creyentes) para que
éstas florezcan y fructifiquen (Jn. 15:1-6).
2.3. Ateísmo
Con todo, el ateísmo (de a que significa “no” y Theos que significa “Dios”)
siempre ha pretendido, de diversas formas, negar la existencia de
Dios. Podemos distinguir algunas formas representativas del ateísmo que
han existido a través de los tiempos:
2.3.1. Ateísmo práctico
Estos ateos son la gran mayoría entre los ateos. Los que adhieren
a este tipo de ateísmo ni razonan ni racionalizan conscientemente
su increencia o descreimiento10. No les hace falta, puesto que ni

vidar que hay libros que a pesar de seguir secuencialmente el uno a continuación del otro, dando la
impresión de avanzar en una continuidad cronológica estrictamente lineal, en realidad se superpo-
nen el uno al otro, a la manera en que las narraciones de algunas novelas y producciones cinema-
tográficas avanzan en la trama para luego retroceder y retomarla en un punto previamente recorri-
do y superado para volver a desenvolverse desde allí repitiendo hasta cierto punto la narración ori-
ginal, pero viéndola desde un punto de vista diferente, añadiendo detalles o avanzando en direc-
ciones que no se habían considerado en la línea argumental inicialmente desarrollada (esta prácti-
ca literaria en la narrativa judía suele designarse como “paralelismo”).
10
Aunque increencia, descreimiento e incredulidad son términos sinónimos, el uso de estos térmi-
nos parece inclinarse a preferir increencia para señalar la negación de Dios en general; descrei-
miento para la pérdida o negación de la creencia en Dios que alguna vez se tuvo (desde la pers-
pectiva cristiana el descreído vendría a ser un apóstata), mientras que incredulidad se suele utilizar
14

les inquieta la fundamentación teórica de su ateísmo. No necesitan


argumentos para negar la realidad de Dios. Tal vez ni siquiera hayan
pensado mucho en ello y no tengan, por lo tanto, argumentos para
hacerlo, si se les requiere dar cuenta de ellos. O, confrontados en su
ateísmo, balbucearán argumentos simplistas que son solo repeticio-
nes populares y burdas de los argumentos elaborados por los ateos
teóricos. Suelen ser el producto inconsciente y no reflexivo de
una atmósfera de ateísmo o indiferencia religiosa que comien-
zan a respirar en la familia y que continúan haciéndolo al inte-
grarse a la sociedad de la que forman parte11.
Por eso, si bien siempre han existido, hoy por hoy su presencia es
masiva debido a fenómenos modernos también masivos como el
rampante secularismo y el naturalismo y cientificismo positivista
(también llamado cientifismo) del primer mundo que parece querer
dictar la agenda al resto del mundo12. De cualquier modo ellos son
ateos prácticos porque viven como si Dios no existiera, así no se
atrevan, no puedan o no quieran aún negarlo racional y discursiva-
mente13. Habría que decir que en la base de todo ateísmo teórico,
por elaborado que pueda ser, existe siempre de manera encu-

más para señalar la negación de Dios tal y como se le concibe en el marco de la religión propia. Es
así como, por ejemplo, desde la perspectiva cristiana un musulmán no sería de ningún modo al-
guien a quien se le pudiera atribuir increencia, pues no niega a Dios, pero sí incredulidad, pues
niega a Dios tal y como éste se ha revelado en Jesucristo (desde su perspectiva, los musulmanes
suelen designar a los incrédulos como infieles). Lo mismo podría decirse de un judío o cualquiera
que profese una creencia religiosa diferente al cristianismo. Todos ellos son técnicamente incrédu-
los desde la perspectiva cristiana, no obstante el hecho de que no nieguen a Dios. Valga decir que
los primeros cristianos fueron considerados ateos por los paganos, porque negaban y combatían a
los dioses de sus mitologías y religiones de misterio.
11
En contados casos son el producto consciente de una traumática experiencia dentro de alguna
de las diferentes tradiciones religiosas institucionales u organizadas contra la cual se reacciona
negando al Dios al que esa tradición dice representar.
12
Un diccionario común brinda escuetas y puntuales definiciones de secularismo, naturalismo, cien-
tificismo y positivismo, mientras se profundiza un poco más en estos conceptos y tendencias en el
transcurso del programa de estudio en otras materias que abordan estos tópicos de manera más
directa y no de la forma tangencial en que debe hacerse aquí.
13
Podría decirse incluso que hay ateos prácticos que, no obstante y de manera sorprendente, pro-
fesan alguna forma de creencia en Dios. Pero esta creencia no tiene consecuencias o implicacio-
nes de ninguna especie en su conducta cotidiana y no los obliga a nada. Este es tal vez el caso del
deísmo, una concepción de la divinidad resurgida y definida formalmente en la Edad Moderna de la
mano del emergente racionalismo y la ideología liberal que lo acompañó. Pero esto es tema de
otras materias que serán abordadas en su momento (Prolegómenos, Teología Contemporánea y
Filosofía de la Religión). Y lamentablemente, también el caso aberrante de cristianos profesantes
(ubicados formal e indistintamente en el marco de las tres vertientes de la cristiandad ya identifica-
das), que le prestan un muy flaco servicio al cristianismo al afirmar de labios la realidad de Dios pe-
ro negarla acto seguido con sus acciones totalmente opuestas a las creencias que profesan.
15

bierta o manifiesta la motivación del ateísmo práctico que fue


muy bien expresada por San Agustín cuando dijo puntualmente: “Na-
die niega a Dios, sino aquel a quien le conviene que Dios no exista”.
2.3.2. Ateísmo teórico
Los ateos teóricos son una minoría o casta más intelectual que se le-
vanta de entre la gran masa de ateos prácticos para tratar de ser
más consecuentes y coherentes entre la manera en que viven y lo
que creen. En otras palabras, ellos también viven como si Dios no
existiera, pero, apoyados en su intelectualidad, se esfuerzan en
fundamentar su negación práctica de Dios (es decir, su manera
de vivir) con argumentos racionales establecidos en muchos
casos de manera metódica y sistemática, sistemas teóricos. De
ahí la designación de “ateos teóricos”, que brinden soporte o
les provean excusas o pretextos para su forma de vida.
Aunque podríamos encontrar desde los mismos griegos personajes
que, desde épocas tan tempranas, podrían encajar en cierto modo en
esta categoría, el ateísmo teórico es casi un fenómeno exclusivo
de la modernidad, en la cual, como se verá en su momento con
más detalle en otras materias del programa, se pasó gradualmente
del dominante teísmo propio de la antigüedad cristiana y pagana y
también del medioevo, al deísmo ilustrado, al agnosticismo raciona-
lista (una especie de ateísmo tímido y vacilante que teme comprome-
terse y no se pronuncia terminantemente en ningún sentido) para
desembocar finalmente en el ateísmo ideológico (o propiamente teó-
rico) de la modernidad que niega expresamente la existencia de Dios
y que tuvo su momento más dominante tal vez desde finales del
siglo XIX hasta algo entrada la segunda mitad del siglo XX, pero
que en la actualidad ya ha mermado significativamente en una di-
rección inversa, cediendo su lugar al agnosticismo nuevamente y
a ciertas formas de deísmo apuntaladas científicamente de la mano
de la controvertida y aún novel teoría del Diseño Inteligente.
Ahora bien, ¿qué dice la Biblia acerca del ateo? La Biblia, desde
tiempos ancestrales, denuncia y condena ambos ateísmos, el
práctico y el teórico, pues están ligados entre sí. Veamos: “Con
arrogancia persigue el malvado al indefenso… El malvado levanta
insolente la nariz, y no da lugar a Dios en sus pensamientos… Se
dice a sí mismo: «Dios se ha olvidado. Se cubre el rostro. Nunca ve
nada»” (Sal. 10:3-4, 11). Está clara aquí la relación de causa y efec-
to. El efecto es el ateísmo: no dar lugar a Dios en sus pensamientos.
16

La causa: una conducta malvada que con arrogancia e insolencia no


quiere dar cuenta a nadie de sus actos. Ateísmo práctico. Vivir como
si Dios no existiera para no tener que responder ante él, así muy en
el fondo se sepa que existe.
No por nada, como ya se dijo al final de la nota 13 de pie de página,
hay incluso creyentes que al incurrir en descarado ateísmo práctico
pueden terminar negando atrevidamente a Dios, a la manera de los
judíos a quienes Dios reprendió así en su momento al anunciar su
justo castigo sobre ellos: “Pues las casas de Israel y de Judá me han
sido más que infieles», afirma el SEÑOR. Ellas han negado al SEÑOR,
y hasta dicen. «¡Dios no existe!»…” (Jer. 5:11-12).
Por otro lado, el ateísmo teórico también está condenado así: “Dice
el necio en su corazón: «No hay Dios»…” (Sal. 14:1). Pasaje muy
oportuno y vigente, pues los creyentes en Dios, cristianos en particu-
lar, llegaron a sentirse intimidados por la supuesta intelectualidad y
formación académica de los ateos teóricos modernos, al punto que
se les llegaba a hacer venia en la equivocada e implícita creencia de
que el que dice “no hay Dios” lo hace, no por necedad, como nos lo
revela la Biblia, sino porque ha estudiado y se ha preparado tanto
desde el punto de vista intelectual y académico que de seguro ha lle-
gado así a la presuntamente inobjetable conclusión de que no hay
Dios, mientras que los creyentes “mortales” que no poseen faculta-
des intelectuales tan desarrolladas ni un elevado grado de formación
académica estarían condenados a conformarse con su anacrónica e
ignorante creencia en Dios.
Pero nada hay más lejos de la verdad. La Biblia no afirma: “Dice el
intelectual en su corazón «No hay Dios»...”, sino que lo afirma del
necio. El ateísmo teórico es, pues, una necedad y no el producto
de una avanzada intelectualidad. De hecho, el argumento más
fuerte y pasionalmente esgrimido por los ateos teóricos en con-
tra del teísmo es siempre, de una manera u otra, una violenta
protesta contra la existencia del mal en el mundo afirmando la in-
congruencia de este estado de cosas con la existencia de Dios, para
proceder entonces a negarlo o, peor aún, a desvirtuarlo haciéndolo
responsable por ello, ya sea por acción u omisión, sin reparar en
que ellos mismos contribuyen a este mal de algún modo y en que, en
última instancia, la alternativa de un mundo sin Dios nos sume de
lleno en un mal mucho mayor que el que ellos pretenden denun-
ciar en contra de Dios y resolver negando a Dios.
17

Todo lo cual no es más que una manifiesta y auténtica necedad.


Herbert Lockyer lo dice escuetamente: “El ateísmo se condena por
sus propios frutos” señalando el absurdo intelectual y existencial en
que éste nos deja: “Una creación sin Creador; un diseño sin Diseña-
dor; el universo sin Regulador; la historia humana sin un Gobernador;
la moralidad sin una base de Autoridad; la iniquidad sin un freno ade-
cuado; la muerte sin esperanza”. Baste recordar la célebre frase de
Dostoievski que dice: “Si Dios no existe, todo está permitido”, para
aludir al caos moral, la anarquía y la ausencia de valores a los que el
ateísmo conduce.
No obstante lo anterior, la necedad del ateísmo teórico encuentra di-
versas formas de expresión que, siguiendo la clasificación de Flint,
podríamos relacionar así:
2.3.2.1. Ateos dogmáticos: Son aquellos ateos teóricos que hacen
gala del mayor grado de necedad y endurecimiento, pues
niegan a Dios mediante afirmaciones dogmáticas sin
ningún sustento argumentativo. Hablan con el deseo y no
con la razón. Y de este modo, con una voluntad que se opo-
ne a Dios de manera apriorística, hacen de su negación de
Dios un dogma de fe que no quieren someter a análisis
ni discusión.
Tal vez es a estos a quienes mejor se aplicaría lo dicho por
A. T. Pierson en relación con el ateísmo teórico en general:
“No hay nada más absurdo e irrazonable que el ateísmo. A
veces se acusa de crédulo al que profesa fe en Dios, pero
no existe credulidad más grande que la incredulidad”14.
Ya lo dijo alguien con sorna: “En realidad, la fe de los ateos
es digna de admiración”, haciendo con ello referencia a que
la increencia del ateo requiere aún mayor fe que la creencia
en Dios del teísta pues el ateo apuesta en contra de un gran
cúmulo de evidencias a favor de Dios que no se pueden ta-
par con la mano.
Le asistía toda la razón a Herbert Spencer al afirmar enton-
ces que: “El diablo divide al mundo entre el ateísmo y la su-
perstición”, o lo que es lo mismo, entre la increencia atea y
la credulidad supersticiosa, que aunque parecen hallarse
en extremos opuestos, a la postre terminan convergien-

14
Entendiendo aquí por “incredulidad” lo que nosotros hemos preferido llamar “increencia”.
18

do. Porque visto con objetividad el ateísmo no es más que


una manera muy particular de credulidad y nada más.
Volviendo, pues, a los ateos dogmáticos, se cuestiona su in-
clusión entre los ateos teóricos, pues no elaboran realmente
teorías racionales o argumentos para fundamentar su incre-
encia, pero lo cierto es que en la medida en que afirman
consciente y categóricamente la inexistencia de Dios, por
contraste con los ateos prácticos que no lo hacen de manera
consciente o necesaria sino inconscientemente, siendo en la
mayoría de los casos indiferentes al tema; los ateos dogmá-
ticos caen de cualquier modo dentro de los ateos teóricos,
así su elaboración teórica para negar la existencia de Dios
deje todo que desear.
2.3.2.2. Ateos escépticos. Estos son aquellos que argumentan y
elaboran sistemas teóricos de pensamiento en los cua-
les, de manera invariable y sin importar cuanto puedan dife-
rir los diferentes sistemas construidos al amparo de esta acti-
tud, las facultades cognoscitivas del ser humano (aun-
que hay que decir que se enfocan casi exclusivamente en
sus capacidades intelectuales o racionales) no alcanzan ni
alcanzarán nunca para pronunciarse o decantarse con
absoluta seguridad a favor o en contra de Dios y en es-
tas condiciones ellos se inclinan a apostar en contra de
Dios y no a favor de Él.
Algunos se refieren a este tipo de ateísmo teórico también
como ateísmo filosófico. Ahora bien, en el caso de aquellos
que, dando por sentadas las limitaciones cognoscitivas
del ser humano para afirmar o negar la existencia de
Dios, prefieren entonces abstenerse de cualquier juicio
concluyente al respecto y no se pronuncian formalmente
en ningún sentido, no se les denomina ateos sino agnós-
ticos (del griego agnostos que significa “desconocido”), con-
cepto al cual ya nos hemos referido previamente pero que
está bien descrito por Herbert Lockyer con estas palabras:
“El agnosticismo representa una posición intermedia entre la
fe y la incredulidad, y es un refugio conveniente para los que
esconden su ignorancia o indiferencia bajo la apariencia de la
duda científica”.
19

Sería de esperarse, pues en la reciente modernidad la co-


munidad científica pareció convertirse masivamente en una
aliada del ateísmo con su casi irrestricto respaldo a la teoría
de la evolución, carente del debido rigor científico. Pero no
podemos olvidar que la ciencia moderna fue impulsada y
hecha posible gracias a una pléyade de científicos cris-
tianos profundamente creyentes en Dios a los cuales los
actuales científicos agnósticos y ateos les deben más de lo
que podrían pagarles, lo cual hace más condenable su mili-
tancia actual en al ateísmo.
Afortunadamente, ya se sienten vientos de cambio en una
representativa pero todavía minoritaria proporción de la co-
munidad científica actual que parecen darle la razón a las pa-
labras pronunciadas por el científico francés Louis Pasteur
quien dijera que: “Un poco de ciencia aleja de Dios, pero mu-
cha ciencia devuelve a Él”. En efecto, el agnóstico ya no
puede escudarse tan fácilmente en la ciencia puesto que
pronunciamientos como los que siguen, por cuenta de presti-
giosos científicos y devotos creyentes que vivieron en los al-
bores de la modernidad: “Si usted piensa con cierta intensi-
dad, se verá obligado por la ciencia a creer en Dios, que es
la base de toda religión” (Lord Kelvin, famoso físico irlandés);
“Quien acepta la doctrina de la evolución deja de ser científi-
co” (Louis Agassiz, famoso naturalista, paleontólogo y geólo-
go suizo), se están volviendo a escuchar hoy por hoy en los
albores de la postmodernidad en boca de científicos de hoy.
2.3.2.3. Ateos capciosos. Emparentados de cerca con los anterio-
res, estos ateos difieren sin embargo de los escépticos en
que no sostienen necesariamente que las facultades cognos-
citivas del ser humano sean intrínsecamente incapaces para
pronunciarse con seguridad a favor de Dios; pero sí afirman
que al margen de ello las pruebas recabadas hasta este
momento para afirmar la existencia de Dios no tienen
una validez suficiente y concluyente, por lo cual, hasta
nueva orden, ellos optan por colocar de manera más
bien arbitraria y sesgada el peso de la duda razonable a
favor del ateísmo y no del teísmo. También recibe el nom-
bre de ateísmo crítico, pues se basa más en una crítica ne-
gativa de los argumentos del teísmo que en una elaboración
20

positiva de una alternativa viable y racionalmente más con-


vincente y coherente para el mismo.
2.4. Idolatría
En realidad, si se examina con atención, en la raíz de toda incredulidad o
negación del Dios vivo y verdadero revelado en la Biblia y en Jesucris-
to suele hallarse alguna forma sutil o manifiesta de idolatría. Después
de todo el gran estudioso rumano de las religiones Mircea Eliade fue con-
cluyente al afirmar que: “El hombre profano, lo quiera o no, conserva aún
huellas del comportamiento del hombre religioso... La mayoría de los hom-
bres ‘sin-religión’ se siguen comportando religiosamente, sin saberlo”. En
otras palabras, que aún los ateos profesantes siguen comportándose reli-
giosamente así no lo sepan o quieran aceptarlo.
Porque nos guste o no, la disyuntiva del ser humano no es creer o no
creer en Dios, ser religioso o no serlo; sino en quién o qué vamos a
creer, pues no podemos sustraernos a este impulso vital e innato, ya
sea que seamos o no conscientes de él. Y esto reduce las opciones a
dos solamente: creemos en el Dios verdadero o, al negarlo (ya sea de
forma práctica, teórica o ambas), terminamos a la postre y aún a nues-
tro pesar creyendo en los ídolos o dioses falsos: “Elías se presentó ante
el pueblo y dijo: ¿Hasta cuando van a seguir indecisos? Si el Dios verda-
dero es el SEÑOR, deben seguirlo; pero si es Baal, síganlo a él” (1 R. 18:21).
El problema es que hoy por hoy los ídolos asumen formas seculariza-
das mucho más ingeniosas y veladas que los ídolos palpables y con
forma humana de la antigüedad, para lograr así cautivar a los libre
pensadores, humanistas y hombres de ciencia actuales (la gran mayor-
ía de ellos agnósticos o ateos declarados), que con su nivel de desarrollo
cultural alcanzado presumen con aires de orgullosa autosuficiencia haber
superado y hallarse ya muy por encima de las groseras creencias idolátri-
cas y supersticiosas de los pueblos primitivos, sin darse cuenta que siguen
siendo víctimas de ellas en presentaciones o formas mucho más refina-
das y acordes con nuestros tiempos. Por todo esto vale la pena detener-
nos un poco en el surgimiento histórico de la idolatría, tal y como se nos re-
vela en la Biblia, para entender mejor el engaño que subyace en los fenó-
menos contemporáneos del ateísmo y del agnosticismo, siempre idolátricos
en el fondo.
Lo primero que hay que establecer es que la Biblia define la idolatría co-
mo la adoración de dioses falsos en contraste y oposición al Dios vivo y
verdadero revelado en la creación, en las Sagradas Escrituras y en Jesu-
cristo. Así, pues, el monoteísmo se diferencia sustancialmente del heno-
21

teísmo en que si bien en ambos la adoración se brinda a un solo Dios con


exclusividad, en el último de ellos esa exclusividad se limita a la adoración
(por lo cual también se le conoce como monolatría) y no a la atribución de la
condición divina únicamente al dios adorado, pues esta condición también
se le suele reconocer a los dioses no adorados, por más de que se les ex-
cluya del culto correspondiente.
En el monoteísmo no es así. En éste sólo existe un Dios, el creador de
todo lo que existe. La piedra angular del monoteísmo judeocristiano es el
famoso pasaje conocido como el Shemá Yisrael que se lee así: “»Escucha,
Israel: El SEÑOR nuestro Dios es el único SEÑOR” (Dt. 6:4), confirmado con
mayor detalle en el Nuevo Testamento por el apóstol Pablo: “Pues aunque
haya los así llamados dioses, ya sea en el cielo o en la tierra (y por cierto
que hay muchos «dioses» y muchos «señores»), para nosotros no hay
más que un solo Dios, el Padre, de quien todo procede y para el cual vi-
vimos; y no hay más que un solo Señor, es decir, Jesucristo, por quien
todo existe y por medio del cual vivimos” (1 Cor. 8:5-6).
2.4.1. La civilización cainita
La condenación de la idolatría se encuentra, pues, a lo largo y
ancho de las Escrituras, de principio a fin, pues esta perversión
de la legítima adoración a Dios es una práctica ancestral de la
humanidad caída. La creencia en dioses falsos surge de manera
temprana antes del Diluvio cuando, según se lee en la Biblia y se ve
cada vez más confirmado por la arqueología y la historia, había toda
una civilización en marcha15 designada con justicia como “civilización

15
Uno de los señalamientos más frecuentes en contra de la narración bíblica por parte de los no
cristianos e incluso de los cristianos liberales es que el relato del Génesis no puede justificar el
hecho de que a partir de una pareja humana la tierra se haya poblado de una manera tan rápida.
Los no cristianos piensan encontrar aquí argumentos para descalificar a la Biblia y no creer por
tanto en el cristianismo y los cristianos liberales pretenden resolver el asunto diciendo que los 3
primeros capítulos del Génesis no son historia sino mito (algunos de ellos amplían el alcance de
esta afirmación para incluir los primeros 11 capítulos del Génesis). Pero lo cierto es que no se pue-
de ser concluyente al respecto, pues la ortodoxia cristiana puede sostener la historicidad ge-
neral de los primeros capítulos del Génesis apoyada, entre otros, en el hecho de que las ge-
nealogías bíblicas no son exhaustivas, sino esquemáticas y representativas. Esquemáticas
porque no incluyen todas las líneas de descendencia sino únicamente aquellas que son relevantes
o determinantes en el esquema propuesto por la narración bíblica en cumplimiento de su propósito
revelador y salvador. Representativas porque los nombres incluidos en ellas representan con sufi-
ciencia a todos los que se hayan podido omitir. Y no exhaustivas porque pueden contener lagu-
nas, saltos o intervalos premeditadamente omitidos en las líneas de descendencia registradas, sin
que esto obre en perjuicio de su veracidad, confiabilidad e historicidad. Dando esto por sentado se
puede sostener de manera coherente y como algo apenas natural que el mundo antediluviano se
poblara numerosa y rápidamente, en progresión geométrica, si consideramos que al margen de la
mención de los tres hijos de Adán y Eva cuyos nombres se relacionan en las genealogías bíblicas:
Caín, Abel y Set; también se dice que éstos y aquellos tuvieron además “otros hijos y otras hijas”
22

cainita” (en alusión a Caín), no a causa de que todos ellos descen-


dieran directa o necesariamente de Caín con exclusividad; sino debi-
do a que fue el deficiente y censurable carácter de los descendientes
de Caín el que llegó a caracterizar a toda la humanidad antediluvia-
na, independiente del hecho de si descendían o no de él.
En otras palabras, el carácter moral de Caín y sus descendientes
fue “la levadura que fermentó toda la masa” llegando a consti-
tuir el carácter típico para toda la humanidad antes del Diluvio al
margen de que descendieran o no de Caín. Examinemos entonces
lo relativo a la civilización formada por la descendencia directa de
Caín y su correspondiente carácter moral para identificar aspectos
muy significativos del carácter general de toda la humanidad antedi-
luviana. Siguiendo el orden de la narración de estos hechos en el
Génesis vemos las siguientes características de la llamada “civiliza-
ción cainita”.
2.4.1.1. Urbanismo. La ya para ese entonces numerosa descenden-
cia de Caín hizo necesaria la construcción de una ciudad
para albergarla, cuyo nombre es el mismo de uno de los hijos
de Caín: Enoc (no confundir con el Enoc de Génesis 5:18-
24, hijo de Jared, descendiente de Set, y padre a su vez de
Matusalén, el ser humano más viejo del que se tiene noti-
cia16): “Caín se unió a su mujer, la cual concibió y dio a luz a

(Gén. 4:17-22; 5:4, 7), hecho que unido a la gran longevidad de los patriarcas antediluvianos (ver
siguiente nota de pie de página), es razón suficiente para explicar el modo en que la tierra se pobló
rápidamente mediante una explosión demográfica producto de una actividad procreadora llevada a
cabo por cada individuo y sus correspondientes descendencias durante cientos de años en unio-
nes en muchos casos poligámicas y endogámicas.
16
La gran longevidad de los patriarcas antediluvianos se podría atribuir en algún grado a que los
efectos degenerativos del pecado sobre los genes de las generaciones posteriores a Adán y Eva
fueron más bien lentos y graduales de tal modo que entre más cercana fuera una generación a
Adán y Eva los efectos degenerativos del pecado sobre ella serían comparativamente menores
que en las generaciones posteriores. Pero sobre todo, siguiendo una de las hipótesis mas plausi-
bles planteada y defendida por la controvertida escuela cristiana designada como “creacionismo
científico” fundada por Henry Morris y John Whitcomb debido a las condiciones atmosféricas im-
perantes antes del Diluvio descritas escuetamente en los versículos 5-6 de Génesis 2: “… Dios el
SEÑOR todavía no había hecho llover sobre la faz de la tierra… No obstante, salía de la tierra un
manantial [La Reina Valera dice “un vapor”] que regaba toda la superficie del suelo”; condiciones
que podrían muy bien asimilarse a una especie de subatmósfera similar al rocío de agua pulveriza-
da generado en una gran caída de agua como las cataratas del Iguazú u otras del mismo estilo,
que ocasionaba un “efecto invernadero” que impediría a la radiación solar penetrar directamente en
la tierra, creando unas condiciones ambientales muy favorables a la vida que evitaban el acelerado
deterioro degenerativo de la misma que comenzaría después del Diluvio.
En efecto, la Biblia parece dar cuenta de este cambio al testificar la aparición y permanencia de las
estaciones (Gén. 8:22), ya anunciadas en el relato de la creación (Gén. 1:18). Esto implicaría un
sensible cambio en las condiciones atmosféricas (ya no habría efecto invernadero) que traería co-
23

Enoc. Caín había estado construyendo una ciudad, a la que


le puso el nombre de su hijo Enoc” (Gén. 4:17)
2.4.1.2. Poligamia. “Lamec [descendiente directo de Caín] tuvo dos
mujeres. Una de ellas se llamaba Ada, y la otra Zila” (Gén.
4:19). Así como el pecado llegó a convertirse a partir de la
desobediencia de nuestros primeros padres en algo más bien
común y corriente entre el género humano, pero nunca al
punto de que podamos resignarnos a ello calificándolo como
algo necesariamente normal o natural; así también la poli-
gamia llegó a ser un pecado que, localizado por primera
vez dentro de la descendencia de Caín, se llegó a conver-
tir en una práctica tan recurrente y común entre los seres
humanos antediluvianos (e incluso postdiluvianos de la
era patriarcal y de los reyes durante la monarquía).
Así, con el tiempo la poligamia terminó aprobándose
como una costumbre culturalmente sancionada debido a
su generalizada ocurrencia, lo cual no significa que Dios
la haya llegado a aprobar en algún momento, ni siquiera
entre los grandes personajes del pueblo de Israel cuando
ésta tuvo lugar entre ellos, sino tan sólo a tolerarla de mane-
ra temporal, amonestando a sus practicantes mediante ad-
vertencias en contra de sus múltiples resultados dolorosos e
inconvenientes, pues lo dicho en el principio nunca fue
abrogado o perdió su vigencia: “Por eso el hombre deja a su
padre y a su madre, y se une a su mujer, y los dos se fun-
den en un solo ser” (Gén. 2:24), ratificado así en su momento
por el propio Señor Jesucristo en su discusión sobre las cos-
tumbres y tradiciones judías relativas al divorcio: “Moisés
les permitió divorciarse de su esposa por lo obstinados que
son [o permitió la poligamia, para nuestro caso] respondió
Jesús. Pero no fue así desde el principio” (Mt. 19:8).
2.4.1.3. Ganadería y asociaciones. “Ada dio a luz a Jabal, quien a
su vez fue el antepasado de los que viven en tiendas de

mo resultado un decrecimiento acelerado en las expectativas de vida de los seres humanos poste-
riores al Diluvio, según se ve claramente en la siguiente relación extractada de la línea de descen-
dencia de Sem en orden cronológico: Sem (600 años), Arfaxad (438 años), Péleg (249 años); Se-
rug (230 años); Téraj (200 años), Abraham (175 años), Isaac (180 años), Jacob (147 años), José
(140 años). Para la época de Moisés parece que la expectativa de vida había alcanzado la media
de nuestros días, según se lee en el salmo 90 atribuido a Moisés. “Algunos llegamos hasta los se-
tenta años, quizás alcancemos hasta los ochenta, si las fuerzas nos acompañan” (Sal. 90:10)
24

campaña y crían ganado” (Gén. 4:20). Aquí ya vemos activi-


dades económicas diferenciadas y la tácita e incipiente
aparición y asociación de los practicantes de una misma acti-
vidad en gremios, algo característico de las civilizaciones a
través de los tiempos.
2.4.1.4. Música. “Jabal tuvo un hermano llamado Jubal, quien fue el
antepasado de los que tocan el arpa y la flauta” (Gén. 4:21).
El talento musical, tan inspirador y estimulante tanto para el
bien como para el mal, también hace aparición en la línea de
descendencia de Caín en la persona de Jubal y su posterior
estirpe que, como suele suceder en estos casos, heredó la
vena musical de su común ancestro y comienza a darle for-
ma al arte en la civilización cainita, concretándose en una de
sus más representativas manifestaciones.
2.4.1.5. Industria. “Por su parte, Zila dio a luz a Tubal Caín, que fue
herrero y forjador de toda clase de herramientas de bronce y
de hierro...” (Gén. 4:22). La metalurgia, base del poderío y
hegemonía militar de buena parte de las civilizaciones e im-
perios de la antigüedad, ya existía dentro de la civilización
cainita, llegando a ser en su momento y ya avanzada la his-
toria uno de los pilares del vertiginoso desarrollo industrial de
las grandes potencias de nuestros días con su elevado grado
de tecnificación y sofisticación tecnológica.
2.4.1.6. Violencia exponencial. “Lamec dijo a sus mujeres Ada y Zi-
la: «¡Escuchen bien, mujeres de Lamec! ¡Escuchen mis pa-
labras! Maté a un hombre por haberme herido, y a un mu-
chacho por golpearme. Si Caín será vengado siete veces, se-
tenta y siete veces será vengado Lamec.»” (Gén. 4:23-24). El
ya mencionado Lamec, censurado previamente por tener el
triste “honor” de ser el primer polígamo conocido de la histo-
ria, añade a su prontuario sus desafiantes e intimidantes
afirmaciones criminales poniendo en evidencia un carácter
personal tan violento y vengativo que llena de sobra la horma
del zapato de su antepasado Caín superándolo de lejos en
una progresión exponencial.
Y lo paradójico es que sus condenables declaraciones las
hace recurriendo a la poesía, arte excelso de toda cultura y
civilización que, no obstante, muestra de nuevo su ambiguo
potencial tanto para lo bueno como para lo malo pues es un
25

hecho que la poesía ha encontrado por igual inspiración tanto


en el amor (poesía lírica), como en la guerra (poesía épica).
2.4.2. Los ángeles caídos
Ahora bien, hay un acuerdo general entre judíos y cristianos en
que la civilización cainita fue guiada, de alguna manera, por
ángeles caídos que vinieron a la tierra y pervirtieron las costum-
bres de la humanidad, ya predispuesta a ello por su innata pro-
clividad al pecado heredada de Adán y Eva a partir de la Caída 17.
La forma en que los ángeles caídos llevaron a cabo su labor se en-
cuentra escuetamente narrada en Génesis 6:1-4. Allí leemos que “los
hijos de Dios” tomaron para sí mujeres de entre “las hijas de los se-
res humanos” en una relación que se antoja antinatural, puesto que
engendraron gigantes que a su vez dieron origen a razas de gigan-
tes, muchos de los cuales llegaron a ser los protagonistas de narra-
ciones legendarias inmortalizadas en los mitos de los grandes héroes
de las civilizaciones antiguas en las cuales, por cierto, muchos de
ellos se concebían como semidioses producto de uniones entre los
dioses y los seres humanos.
Sin embargo, la identidad tradicional de “los hijos de Dios” y “las
hijas de los seres humanos” que parece tan obvia en Génesis 6,
llegó a ser discutida a través de la historia de la Iglesia debido a
que el gran teólogo de la antigüedad cristiana, Agustín de Hipona,
propuso la teoría de que “los hijos de Dios” era una referencia a la
descendencia piadosa de Set, el tercer hijo de Adán y Eva mencio-
nado por nombre en las Escrituras, cuyo carácter contrastaba como
una excepción contra el trasfondo generalizado ofrecido por el carác-
ter impío del grueso de la humanidad abarcada dentro de la civiliza-
ción cainita18.
Justamente, para Agustín, “las hijas de los seres humanos” no serían
más que mujeres de la ya aludida civilización cainita que, tentando
con su belleza a los varones descendientes de Set (presuntamente
“los hijos de Dios”), lograron que se unieran a ellas y mediante estas
uniones habrían influido y pervertido finalmente al único reducto de

17
Esto se verá con más detalle en el contenido de la materia Fundamentos de la Fe de segundo
semestre en el marco de la doctrina del pecado original.
18
Filón, el filósofo judío de Alejandría fue el primero en sugerir que la cita “hijos de Dios” podía refe-
rirse a humanos, aunque no los asoció con la descendencia de Set. Cirilo de Jerusalén ofreció un
giro novedoso al identificar a los “hijos de Dios” con los descendientes de Enoc.
26

auténtica piedad representado por la descendencia de Set 19. Este


punto de vista ha coexistido desde entonces lado a lado con el
tradicional durante varios siglos en el seno de la cristiandad,
debido no sólo a la autoridad y prestigio de su proponente sino
también a lo coherente que parecía a primera vista. Pero visto
con atención siempre ha adolecido de notorias inconsistencias, a sa-
ber:
2.4.2.1. Padres humanos, ¿hijos sobrehumanos? No explica por-
que una unión natural entre seres humanos mortales comu-
nes y corrientes engendra seres humanos con característi-
cas, si no sobrenaturales, si cuando menos antinaturales (gi-
gantes)
2.4.2.2. Significado de “hijos de Dios” en el Antiguo Testamento.
Tampoco toma en cuenta este punto de vista que, en sana
exégesis, la expresión “hijos de Dios” está reservada en
el Antiguo Testamento a los ángeles y no a los seres
humanos y traslada así arbitrariamente el significado que la
expresión “hijos de Dios” adquiere en el Nuevo Testamento
(en donde se aplica a los creyentes, seres humanos redimi-
dos e incorporados a la Iglesia como miembros de la familia
de Dios), al Antiguo Testamento sin ninguna justificación (Ver
Job 1:6; 2:1; 38:7)
2.4.2.3. Corroboración en el Nuevo Testamento. Finalmente, este
punto de vista pasa también por alto la afirmación que hace
Judas en su epístola en estos términos: “Y a los ángeles
que no mantuvieron su posición de autoridad, sino que
abandonaron su propia morada, los tiene perpetuamente
encarcelados en oscuridad para el juicio del gran Día. Así
también Sodoma y Gomorra y las ciudades vecinas son
puestas como escarmiento, al sufrir el castigo de un fuego

19
La verdad es que Set y su descendencia si fueron un pequeño reducto o remanente de piedad, fe
y devoción al Dios vivo y verdadero, pero su mérito consiste precisamente en que se mantuvo fiel y
siempre tuvo a alguien que nadara en solitario en contra de la corriente de las multitudes impías de
la civilización cainita y no fue nunca pervertido de manera definitiva, pues fue dentro de esta línea
de descendencia donde Dios encontró a personajes tan destacados como Enoc, quien “anduvo
fielmente con Dios… y como anduvo fielmente con Dios, un día desapareció porque Dios se lo
llevó” (Gén. 5:22, 24) y Noé, quien “contaba con el favor del SEÑOR” y “era un hombre justo y hon-
rado entre su gente. Siempre anduvo fielmente con Dios” (Gén. 6:8-9). El antecedente para estas
honrosas excepciones que lavaron en algo el masivamente corrompido honor de la humanidad an-
tediluviana se encuentra en esta afirmación alusiva a Set: “Adán volvió a unirse a su mujer, y ella
tuvo un hijo al que llamó Set… También Set tuvo un hijo, a quien llamó Enós. Desde entonces se
comenzó a invocar el nombre del Señor” (Gén. 4:25-26)
27

eterno, por haber practicado, como aquéllos, inmoralidad


sexual y vicios contra la naturaleza” (Jud. 6-7). La evidente
relación entre el episodio de Génesis 6 y lo dicho aquí salta a
la vista para cualquier lector desprevenido y si eliminamos
este vínculo lo dicho por Judas se queda sin un contexto
histórico adecuado para poder ser comprendido20
Parece ser que la resistencia a admitir esta interpretación tiene que
ver con ciertos escrúpulos que hacen difícil aceptar la idea de que
ángeles caídos (espíritus inmateriales) sostengan relaciones copula-
tivas y procreativas con seres humanos (seres materiales). Pero a
despecho de quienes así piensan, es justamente la crudeza del con-
traste entre “los hijos de Dios” y “las hijas de los seres humanos” lo
que expresa lo antinatural de su unión y explica también lo antinatu-
ral de su progenie.
De hecho, los que impugnan esta identificación de “los hijos de Dios”
en Génesis 6 esgrimen contra ella lo dicho por el Señor en el sentido
de que: “En la resurrección, las personas no se casarán ni serán da-
das en casamiento, sino que serán como los ángeles que están
en el cielo” (Mt. 22:30). Con base en esta declaración aducen que
los ángeles están imposibilitados de manera absoluta para relacio-
narse con mujeres humanas como lo requiere la interpretación tradi-
cional de Génesis 6.
Pero olvidan justamente que el Señor está hablando aquí de los
ángeles que están en el cielo, es decir que no han caído y conser-
van, por lo tanto, su condición, dignidad o estado natural, mientras
que Génesis 6 se refiere es a aquellos que: “no mantuvieron su posi-
ción de autoridad, sino que abandonaron su propia morada” y
además de ello “practicaron vicios contra la naturaleza”, en este caso
contra la naturaleza de los ángeles que, en virtud de su condición y
posición superior, deberían haberse abstenido de este tipo de rela-
ciones, no porque no sean materialmente posibles, sino porque no
son correctas y deshonran su naturaleza y dignidad especial.
De igual modo, para los seres humanos no son naturales las re-
laciones homosexuales21 (además de ser pecaminosas. Ver
Rom. 1:26-27), pero con todo y ello son materialmente posibles y

20
En realidad, existen más pasajes en el Nuevo Testamento que se podrían esgrimir para reforzar
esta identificación, pero el de Judas siempre ha sido el más contundente, explícito y directo al res-
pecto y basta por ahora para nuestro propósito.
21
Sin mencionar aquí la zoofilia, práctica antinatural también condenada en la Biblia.
28

hay muchos seres humanos desobedientes que las han practi-


cado y lo continúan haciendo. ¿Por qué no podrían entonces los
ángeles desobedientes hacer algo que va contra su propia natu-
raleza angélica y ser inculpados, justamente, por ello?
Algunos de los que suscriben la identificación de “los hijos de Dios”
de Génesis 6 con ángeles caídos matizan o atenúan el impacto de
este comercio carnal entre ángeles y seres humanos con una fórmula
intermedia que consiste en afirmar que estas relaciones se dieron en-
tre mujeres caídas y hombres igualmente caídos con la particularidad
de que estos últimos estaban poseídos por los demonios o ángeles
caídos identificados como “los hijos de Dios”, solución conciliadora
que no obstante tropieza de nuevo con la dificultad de explicar
cómo estas posesiones fueron tan particularmente drásticas
que afectaron y modificaron la genética de los progenitores al
punto de llevarlos a engendrar razas de gigantes.
Además, la historia de la religión ha acuñado de tiempo atrás
dos términos para identificar a cierta clase de demonios que
operan por sí mismos, sin requerir la posesión de un cuerpo
humano como canal para actuar denominados íncubo y súcubo,
definidos en su orden en el diccionario como: “Especie de demonio
que tiene comercio carnal con una mujer” y “Nombre dado a cierto
demonio femenino, por oposición a ‘íncubo’... ”, abordados con toda
la seriedad del caso por un estudioso como el Dr. Kurt E. Koch en su
libro Ocultismo y cura de almas. Y si aceptamos la probable existen-
cia de estos demonios no hay razón para resistirse a la interpretación
tradicional del capítulo 6 del Génesis sin estar obligados a matizarla
mediante el recurso a la posesión.
Por último, en relación con el pasaje de Mateo 22:30 que venimos
considerando, el teólogo erudito Gregory Boyd hace la siguiente ob-
servación precisa: “… la idea de la instrucción de Jesús en Mateo
22 no es en lo absoluto sobre el carácter sexual o asexual de las
personas o los ángeles en el cielo; es acerca de la institución
social del matrimonio… Lo que Jesús dice en este pasaje es que
los pactos de matrimonio no continúan en la próxima vida. Pudiera
ser que los ángeles en su estado natural del cielo (¿y las personas
en el cielo?) sean asexuales pero no podemos llegar a esta conclu-
sión a partir de este pasaje”.
Así, pues, una vez solventada esta objeción satisfactoriamente, la in-
terpretación judía y cristiana tradicional de Génesis 6 sigue
29

siendo la mejor. Sobre todo porque tiene también el refuerzo de


tradiciones orales antiguas recogidas por escrito en el Libro de
Enoc y el de Los Jubileos que, aunque no forman parte del canon
bíblico inspirado por Dios y no tienen por tanto el peso de autoridad
final que las Sagradas Escrituras ostentan, fueron sin embargo cono-
cidos por los autores sagrados e incluso citados brevemente en al-
gunas oportunidades (Judas cita textualmente en su epístola canóni-
ca una porción breve del libro de Enoc en los versículos 14-15 de la
misma), lo cual significa que eran de cualquier modo leídos y respe-
tados en su momento porque se consideraba que eran veraces y
confiables, por lo menos en algunos de los asuntos que trataban.
Si bien el Libro de Enoc nunca alcanzó un reconocimiento canónico
dentro del grueso de la iglesia22, debido fundamentalmente a que era
apreciado también por los gnósticos y muy favorable a las interpreta-
ciones y falsas doctrinas de esta peligrosa secta herética condenada
de lleno por la iglesia (se afirma incluso que este libro fue interpolado
por los gnósticos para justificar sus doctrinas); parece sin embargo
estar en el trasfondo de pasajes canónicos como los ya citados
versículos 6 y 7 de la epístola de Judas, 1 Pedro 3:19-20 y 2 Pedro
2:4.
Y es justamente el libro de Enoc el que afirma sin lugar a equívocos
que fueron estos “hijos de Dios” o ángeles caídos quienes enseñaron
a los hombres todo tipo de artes ocultistas y exacerbaron la promis-
cuidad sexual al punto que hoy se acepta en general que estos
ángeles caídos o demonios pervirtieron de lleno el monoteísmo
primitivo del Edén creando y fomentando las creencias politeís-
tas por las cuales ellos mismos pudieran ser adorados como
dioses en competencia y oposición al único Dios vivo y verda-
dero, Creador de todo lo que existe. He aquí, pues, el origen
histórico de la idolatría condenada en las Escrituras y reeditada

22
Un libro muy respetado de la iglesia primitiva, la llamada Epístola de Bernabé incluida dentro de
un grupo de escritos designados en su conjunto como “Los Padres Apostólicos”, muy apreciados
por los estudiosos de la historia del cristianismo primitivo (se tratará de ellos con más detalle en la
materia de Introducción al Pensamiento Cristiano en quinto semestre de nuestro programa de es-
tudio), considera al libro de Enoc como Escritura sagrada. Tertuliano, uno de los más prominentes
padres de la iglesia primitiva, también se refería al libro de Enoc como Escritura. Y hay otros respe-
tados escritores, teólogos y dirigentes de la antigüedad cristiana que, sin citarlo como Escritura, ci-
tan o aluden episodios o detalles que se conocieron por tradición, de ese libro, de manera similar a
como lo hace Judas en su epístola canónica incluida en nuestras Biblias. La única vertiente cristia-
na histórica que incluyó el libro de Enoc como canónico en su momento fueron los coptos, cristia-
nos de Egipto y de Sudán, quienes además del libro de Enoc incluyeron también dos libros de los
“Padres Apostólicos”: La Epistola de Bernabé y la Epístola de Clemente de Roma.
30

de manera sofisticada y encubierta en la increencia atea con-


temporánea.
Podemos, pues, concluir como lo hace Gino Iafrancesco Villegas: “La
evidencia documental demuestra... una degeneración a partir del
monoteísmo hacia la idolatría...”. Con todo, este mismo autor añade
enseguida: “Dios, por su parte, no se ha quedado sin testimonio... Se
hace obvia la separación de Israel”. En efecto, ya hemos visto como
la descendencia de Set invocaba el nombre del único Dios vivo y
verdadero y se mantuvo fiel a Él a través de las generaciones hasta
que sobrevino el Diluvio como castigo contra todas las perversiones
de la humanidad antediluviana fomentadas por la civilización cainita
en contubernio con los ángeles caídos de Génesis 6.
En la línea de Set se destaca Noé, preservado con su familia a
través del Diluvio para repoblar la tierra y cuya estirpe piadosa
se prolonga a través de los semitas, o descendientes de Sem,
con el patriarca Abraham como figura prominente, quien es
desde entonces y como ya lo hemos señalado, el tronco común
del monoteísmo actual, pero en particular del judeocristiano.
Después de esta reseña histórica del origen de la idolatría, podemos
ahora sí continuar de nuevo con la doctrina de Dios.
Cuestionario de repaso
1. ¿Cuáles son las dos presuposiciones básicas axiomáticas para todo cristiano?
2. Relacione y defina brevemente las diferentes formas que asume la Palabra de
Dios
3. ¿Cuáles son los dos tipos básicos de ateísmo y en qué consisten?
4. ¿Cuál es, según Herbert Lockyer, el absurdo intelectual y existencial al que el
ateísmo nos conduce?
5. ¿Cuáles son las diferentes formas de expresión del ateísmo teórico y en qué
consisten?
6. ¿Qué hecho de fondo es el que realmente se halla en la raíz de toda increduli-
dad o negación de Dios?
7. ¿Cómo se define la idolatría?
8. ¿En dónde se encuentra el origen histórico de la idolatría?
9. ¿A quienes se refiere Génesis 6 con la expresión “hijos de Dios”?
31

3. Existencia de Dios
Tradicionalmente la teología cristiana ha tratado de probar la existencia de Dios
acudiendo a dos clases de argumentos: Argumentos naturales y argumentos
escriturales. Aunque la intención que se persigue es loable, el conferirle a es-
tos argumentos (particularmente a los naturales) la capacidad de probar la
existencia de Dios ha demostrado ser contraproducente. Por eso hoy estos
argumentos, sin haber perdido nunca vigencia, no tienen pretensiones tan am-
biciosas sino que se siguen usando pero con aspiraciones más modestas, pues
la teología natural o filosófica (de donde surgen los argumentos naturales),
también ha aprendido las lecciones que la historia le ha dejado cuando ha tra-
tado de extralimitarse en el alcance de sus conclusiones.
Si bien los argumentos naturales a favor de la existencia de Dios serán aborda-
dos nuevamente de manera crítica y con un poco más de profundidad en las
materias de Introducción al Pensamiento Cristiano y La Religión y la Razón del
programa de estudio de Facter, vale la pena citar aquí al pastor y escritor espa-
ñol Antonio Cruz en cuanto al alcance que estos argumentos tendrían hoy por
hoy en orden a establecer la existencia de Dios: “Lo primero que hay que decir
es que no es posible demostrar la existencia del Creador. Si semejante ta-
rea pudiera realizarse, no habría ateos en el mundo… Demostrar, lo que se dice
demostrar a Dios, de tal manera que todo el mundo quedara perfectamente
convencido, es tarea imposible de realizar, a pesar de los numerosos intentos
históricos. Dicho esto, hay que señalar de inmediato que tampoco es posible
probar la inexistencia del Creador. No se puede demostrar de forma racio-
nalmente (sic) que exista, pero menos todavía que no exista… Otra cosa dife-
rente es la cuestión acerca de si es o no racional creer… La fe no es un
suicidio intelectual… la existencia del Creador puede ser admitida a través
de una confianza basada en la realidad misma”.
Y es aquí donde los llamados “argumentos naturales” a favor de la existencia de
Dios tienen todo su valor, añadiríamos nosotros. No como una prueba conclu-
yente para que el increyente, incrédulo o ateo llegue por fuerza a creer; sino
como un refuerzo eminentemente racional para la persona que ya ha creí-
do, de modo que pueda defender su creencia ante el ateo con coherencia
racional y con la ventaja de la evidencia de su parte. Dicho esto, veamos
ahora si de manera sucinta (porque de estos temas se ha escrito muchísimo),
cuales son los argumentos naturales que históricamente se han esgrimido a fa-
vor de la existencia de Dios.
3.1. Argumentos naturales
3.1.1. Argumento cosmológico
32

Recibe este nombre porque partiendo del universo (cosmos en grie-


go) y de la observación del mismo por parte del ser humano concluye
o, por lo menos, postula de manera muy racional que la existen-
cia del universo hace necesario a Dios pues, con arreglo al princi-
pio de causa y efecto, siempre ha sido completamente racional creer
que no hay efectos sin causa (dicho sea de paso, la causalidad ha
sido siempre el mayor estímulo para el avance de la ciencia experi-
mental moderna).
En este orden de ideas, el universo sería un efecto que requeriría
una causa ajena a él y esa causa no sería otra que Dios mismo.
Valga decir que mientras se sostuvo, desde la época de la antigua
Grecia hasta entrado el siglo XX, la posibilidad enunciada en la teor-
ía filosófica (nunca demostrada científicamente, por cierto) de que el
cosmos fuera eterno; el argumento cosmológico pudo ser convenien-
temente eludido por los que suscribían la supuesta eternidad del uni-
verso, pues algo eterno sería una realidad tan excepcional que no
requeriría necesariamente de una causa.
Pero ahora, al amparo de la crecientemente aceptada teoría
científica del Big Bang que apunta cada vez más a un universo
finito, con un comienzo en el pasado y un final en el remoto fu-
turo, el argumento cosmológico adquiere nueva fuerza. Mucho
más si consideramos que la pregunta filósofica por excelencia, aque-
lla que da origen a todas las demás es: ¿Por qué existe algo y no
nada?23.
Los autores bíblicos dan cuenta de la contundente lógica que susten-
ta este argumento en múltiples pasajes de las Escrituras en los cua-
les, apelando a la simple percepción intuitiva por parte de cualquier
observador desprejuiciado (es decir, a la observación inmediata y
previa a cualquier reflexión metódica y consciente sobre el particu-
lar), se afirman cosas tan obvias como éstas, en sugestivo lenguaje
poético: “Los cielos cuentan la gloria de Dios, el firmamento proclama
la obra de sus manos. Un día comparte al otro la noticia, una noche a
la otra se lo hace saber. Sin palabras, sin lenguaje, sin una voz per-
ceptible, por toda la tierra resuena su eco, ¡sus palabras llegan hasta

23
Es de esta pregunta fundamental de la que proceden las demás preguntas clásicas que la filosof-
ía ha intentado resolver a través de la historia sin acudir a la revelación y que la teología cristiana
ha respondido puntualmente desde la revelación bíblica: ¿Quienes somos? (la pregunta ontológi-
ca); ¿De dónde venimos? (la pregunta cosmológica); ¿Para dónde vamos? (la pregunta teleológi-
ca); ¿Qué debemos hacer? (la pregunta ética) y ¿Qué nos cabe esperar? (la pregunta escatológi-
ca).
33

los confines del mundo! Dios ha plantado en los cielos un pabellón


para el sol” (Sal. 19:1-4), y en tajante e inequívoca prosa: “Porque
desde la creación del mundo las cualidades invisibles de Dios, es de-
cir, su eterno poder y su naturaleza divina, se perciben claramente a
través de lo que él creó, de modo que nadie tiene excusa” (Rom.
1:20).
De hecho, aún uno de los más capaces impugnadores de los argu-
mentos naturales a favor de la existencia de Dios, el filósofo alemán
Immanuel Kant, precursor del agnosticismo moderno al que ya
hemos hecho referencia, reconocía en una de sus más célebres y ci-
tadas frases lo siguiente: “Dos cosas llenan el ánimo de admiración y
respeto, siempre... crecientes... el cielo estrellado sobre mí y la ley
moral dentro de mí”.
Por eso, en relación con “el cielo estrellado sobre mí” es oportuna la
reflexión de David Malin: “… ya muy pocos podemos contemplar un
firmamento estrellado sin el estorbo de las luces artificiales. Pero el
eterno espectáculo nocturno es uno de los más sutiles y conmovedo-
res de la naturaleza... Contemplarlo es una experiencia que nuestros
antepasados conocían bien y que les inspiraba, como debería inspi-
rarnos a nosotros, preguntas profundas sobre significados, orígenes
y destinos”.
Fred Heeren, prestigioso periodista de ciencia, lo sintetiza en estos
términos: “La cosmología es la búsqueda natural y preordenada de
toda persona racional. Cuando en la noche miramos el firmamento
estrellado no podemos dejar de preguntarnos: ¿de dónde proviene
todo esto?”. Pregunta que, por cierto, contiene la respuesta en sí
misma, como nos urge Isaías a reconocerlo con algo de mordacidad:
“Alcen los ojos y miren a los cielos: ¿Quién ha creado todo esto?...
¿Acaso no lo sabes? ¿Acaso no te has enterado?...” (Isa. 40:26, 28).
En el peor de los casos, el argumento cosmológico puede no ser
aceptado como prueba concluyente e indiscutible a favor de la
existencia de Dios, pero nunca puede ser desechado con ligere-
za o con insolente indiferencia por parte del ateo, sino que, por el
contrario, lo coloca a él a la defensiva para intentar demostrar su
hipótesis de la no existencia de Dios que no parece obvia para nadie.
3.1.2. Argumento teleológico
Emparentado muy de cerca con el anterior va, sin embargo, más allá
de él. Apoyándose en el argumento cosmológico y en el orden y pe-
34

riodicidades en el movimiento que el universo refleja 24, afirma


que este orden no puede ser casual sino causal debido, entre
otros, a que es un orden con una finalidad o propósito evidentes
(la palabra telos significa justamente finalidad o propósito). No puede
negarse de nuevo que, para un observador desprejuiciado, el orden
reflejado por todas las estructuras contenidas en el universo que han
podido ser estudiadas muestra una manifiesta finalidad o propósito
en la mayoría de ellas.
Es, por tanto, presumible que aquellas estructuras que aún no han
revelado al hombre su propósito o finalidad no carezcan necesaria-
mente de ella, sino que muchos de esos propósitos se descubran
más adelante en la medida en que la ciencia siga avanzando en el
estudio de las complejas estructuras correspondientes. Y asimismo,
es lógico creer que el universo como estructura ordenada no carezca
tampoco de una finalidad que lo trascienda, pues el todo no puede
ser menor que la suma de sus partes.
Llama la atención que un representativo número de los actuales so-
ciólogos de la religión25 consideren que la propensión o inclinación
del hombre al orden es un “signo de la trascendencia”, expresión al-
go vaga que, no obstante, nos remite tarde o temprano a Dios. Es así
como el eminente Peter Berger en su libro Rumor de Ángeles nos di-
ce: “La propensión del hombre al orden se funda en la confianza o la
fe de que la realidad en definitiva está ‘en orden, es ‘correcta’, ‘tal
como debe ser’… Insistir en su realidad… ya es de por sí un acto de
fe”.
Podría afirmarse entonces que el orden del universo revela tal fi-
nalidad que demanda la existencia de un Diseñador Inteligente
detrás de él26, pues todas las estructuras del universo reflejan
24
De hecho la palabra cosmos significa "orden" o "correcta disposición", tal y cómo lo percibieron
los pitagóricos griegos en el universo, para quienes todo podía por lo tanto reducirse a números.
25
Más meritorio por cuanto no podemos olvidar que la sociología fue una ciencia surgida a la som-
bra del positivismo de Comte, menospreciador sistemático de la religión, y desarrollada poste-
riormente en la línea del materialismo ateo de Marx; y a causa de ello ha sido por lo regular reacia
a reconocer cualquier indicio que apunte a Dios.
26
Tomamos prestada aquí la nomenclatura utilizada por los científicos cultivadores de la llamada
Teoría del diseño inteligente que postula un diseñador inteligente como inferencia o explicación
necesaria a la complejidad específica e irreducible que se observa en las estructuras biológicas,
microcósmicas y macrocósmicas del universo, haciendo la salvedad de que los teóricos del diseño
inteligente prefieren abstenerse de pronunciarse sobre la naturaleza exacta del diseñador para
mantenerse en el terreno estrictamente científico. Por lo tanto, afirmar que el diseñador es Dios
será siempre una afirmación teológica y no científica, pero no por eso deja de ser una afirmación
lógica.
35

un diseño creado para cumplir con un propósito específico o de-


finido, diseño que en sana lógica únicamente puede atribuirse a
una inteligencia análoga pero muy superior a la humana, que no
sería otra que la inteligencia divina del mismo Dios. Es tanto así,
que las conclusiones a las que la ciencia actual está llegando pare-
cen respaldar tácita e inequívocamente la concisa pero precisa cos-
mogonía27 bíblica del Génesis: “Dios, en el principio, creó los cielos y
la tierra” (Gén. 1:1).
Este respaldo es especialmente notorio en lo concerniente al juicio
de valor emitido por Dios al concluir la creación: “Dios miró todo lo
que había hecho, y consideró que era muy bueno” (Gén. 1:31). En
efecto, la ciencia de hoy está esencialmente de acuerdo con esta
afirmación al reconocer que los múltiples parámetros del universo
“han de tener valores que caigan dentro de rangos estrechamente
definidos para que pueda existir vida del tipo que sea”. El científico
Werner von Braun tenía razón entonces cuando afirmó que “no pue-
de discutirse que el universo fue planeado”. De nuevo Fred Heeren
deja constancia de lo anterior al declarar: “Muchos científicos... han
reconocido lo que parece como preparación a propósito, un plan per-
fecto en todas las leyes de la naturaleza que existen especialmente
para nuestro beneficio”.
La finalidad (es decir, el telos o el “para qué”) de la creación
también está documentada con suficiencia en las Escrituras: “…
«¡Que haya luces en el firmamento que separen el día de la noche;
que sirvan como señales de las estaciones, de los días y de los años,
y que brillen en el firmamento para iluminar la tierra!»... Dios hizo
los dos grandes astros: el astro mayor para gobernar el día, y el
menor para gobernar la noche. También hizo las estrellas. Dios
colocó en el firmamento los astros para alumbrar la tierra… para
gobernar el día y la noche” (Gén. 1:14-18); “... así dice el Señor,...
el Dios que formó la tierra... para ser habitada...” (Isa. 45:18)
En cuanto al ser humano, su principal habitante, Dios expresa tam-
bién de manera más exacta la finalidad para la cual fue creado: “Por-
que yo sé muy bien los planes que tengo para ustedes… planes de
bienestar y no de calamidad, a fin de darles un futuro y una esperan-
za” (Jer. 29:11), finalidad que sigue en pie a pesar del pecado huma-
no. Pero sea como fuere, esta es una finalidad preliminar, pues la fi-
nalidad última del universo está revelada en estas terminantes pala-

27
Cosmogonía: Concepción sobre el origen del mundo (Diccionario Larousse Ilustrado)
36

bras: “Porque todas las cosas proceden de él [Dios], y existen por él


y para él. ¡A él sea la gloria por siempre! Amén.” (Rom. 11:36).
3.1.3. Argumento antropológico
Del universo finito, ordenado y con una finalidad evidente se pasa
ahora al hombre (del griego anthropos); ser que comparte con el
universo en general y con los seres vivos en particular tanto la finitud
como el orden complejo, específico e irreducible que se aprecia en
sus estructuras biológicas físicas y psicológicas, llevadas a un grado
cualitativamente superior en el ser humano.
Este argumento gira, pues, alrededor del hecho de que el ser
humano se analiza a sí mismo y descubre en su interior una ex-
periencia universal y exclusiva de la humanidad que trasciende
cualquier explicación provista para ella por la ciencia o la filo-
sofía: su inherente moralidad. A causa de ello también suele de-
signársele como “argumento moral”. Recordemos la segunda co-
sa que llenaba el ánimo de Kant de una admiración y respeto siem-
pre crecientes: la ley moral dentro del ser humano.
No importa que tan primitiva pueda ser una comunidad humana, la
conciencia del bien y del mal y la conducta derivada de ello está de
un modo u otro presente de manera innata en todos y cada uno de
los individuos que la conforman y que forman parte a su vez del
género humano. Por supuesto, la moralidad se puede extraviar,
corromper, o incluso interpretarse de manera convenientemente
subjetiva o relativa, pero nunca puede desaparecer del todo en
ningún individuo adulto en uso de sus facultades.
Justamente, la moralidad apunta de tal manera a Dios que por lo
general está ligada a la religión. En otras palabras la práctica de la
religión y la de la moralidad han estado históricamente interrelacio-
nadas y son interdependientes. La moralidad posee una matriz o un
trasfondo religioso que le brinda sustento ya sea de manera explícita
o implícita y este trasfondo no puede ser eliminado del todo sin que
la misma moralidad se vea amenazada con quedarse sin un apoyo
firme que la avale.
Eso fue lo que descubrió Kant cuando, al tratar de reducir la religión
a mera moralidad en su obra magna La crítica de la razón pura, pro-
curando eliminar o dejar sin sustento racional cualquier forma de cul-
to, ritual o adoración individual o congregacional a la deidad, descu-
brió que las personas seguían aferradas a todos estos elementos
37

formales de la religión aunque él hubiera logrado demostrar su pre-


sunta irracionalidad.
Tanto le inquietó lo anterior que lo llevo a escribir su segunda obra
más conocida: La crítica de la razón práctica en dónde, con todo y
seguir sosteniendo que la existencia de Dios no podía ser afirmada ni
negada por cuanto Él no podría ser conocido por los seres humanos
debido a las limitaciones cognoscitivas de la razón; tuvo sin embargo
que admitir por lo menos que la “idea” de Dios era de cualquier modo
necesaria para darle un sólido apoyo y coherencia a la inherente mo-
ralidad humana. Es así como la moralidad apunta a Dios porque a
la postre no puede sobrevivir y seguir desempeñando un papel
constructivo si prescinde de Dios.
En el libro anónimo Filosofía del Plan de la Salvación, su autor seña-
la tres hechos plenamente establecidos en la experiencia del género
humano, el primero de los cuales consiste en que: “Hay en la natura-
leza del hombre, o en las circunstancias en que éste se halla coloca-
do, algo que le lleva a reconocer y adorar un ser superior… «El hom-
bre es un ser religioso: siente la necesidad de rendir culto»… Es esta
una característica reconocida como verdadera e cualquier parte del
mundo y en cualquier condición en que se la haya encontrado…
cuando se ha podido suponer que una tribu humana carecía re-
almente de toda creencia en algún dios, el hecho quedó estable-
cido como una prueba de su degradación [moral] y de su proxi-
midad a los confines de la naturaleza bruta”.
Lección que debería ser tenida en cuenta por la sociedad moderna
que, bajo la sombra del ominoso secularismo y el humanismo natura-
lista, pretende fomentar la moralidad al mismo tiempo que menos-
precia y desecha a la religión y al Dios que la fundamenta, acto de
equilibrismo que tarde o temprano (más temprano que tarde a juzgar
por lo que vemos) dará al traste y terminará con la humanidad de
bruces contra el piso.
Aún el filósofo Ludwig Wittgenstein, considerado por muchos como
un positivista lógico que negaba el sentido y la utilidad de la religión,
sorprende al admitir que únicamente desde la religión se pueden re-
solver las dudas y contradicciones éticas en que el ser humano incu-
rre al actuar y tomar decisiones en la vida: “Sólo si pudiera sumer-
girme en la religión podría acallar esas dudas. Porque solo la religión
podría destruir la vanidad y penetrar en todos los vericuetos”.
38

Y es que al margen de la mayor o menor validez del argumento


antropológico o moral para fundamentar la existencia de Dios, lo
cierto es que los principios éticos despojados de su matriz reli-
giosa, como los viene promoviendo desde el comienzo de la mo-
dernidad el racionalismo kantiano y el liberalismo teológico, se
quedan por completo sin punto de apoyo, pues si la obligatorie-
dad del mandamiento, cualquiera que éste sea, reposa únicamente
en la conciencia moral del individuo sin referirla más allá de sí misma
al propio Dios, entonces el mandamiento carece de una autoridad fi-
nal que lo sancione y siempre podrá ser impugnado con facilidad con
un argumento tan pueril como el de un niño díscolo que, ante la ins-
trucción de alguien para que actúe correctamente responde con des-
caro: ¿Y quién lo dice? El cristianismo puede responder: ¡Lo dice
Cristo!, quien tiene toda la autoridad para ordenarlo así: tanto la auto-
ridad moral en vista de que no cometió pecado, como también la au-
toridad final, puesto que cuando Cristo habla es Dios quien habla y
por ello no tiene que referir sus mandatos a ninguna instancia huma-
na aparte de sí mismo.
Por último, la Biblia también hace clara alusión al argumento antro-
pológico o moral al destacar a la moralidad como un hecho universal
de la conciencia humana con estas palabras: “De hecho, cuando los
gentiles, que no tienen la ley, cumplen por naturaleza lo que la ley
exige, ellos son ley para sí mismos, aunque no tengan la ley. Éstos
muestran que llevan escrito en el corazón lo que la ley exige,
como lo atestigua su conciencia, pues sus propios pensamientos
algunas veces los acusan y otras veces los excusan” (Rom. 2:14-15).
Así, pues, la presencia universal del sentido moral en el ser humano
hace casi forzosa la existencia de un Ser que se tomó el trabajo de
plasmar este sentido en la conciencia humana. Un Ser absolutamen-
te moral (ese es uno de los significados de la palabra “Santo” referida
a Dios) que, a través de la moralidad, da testimonio de sí mismo a
cada individuo humano. Ese Ser no podría ser otro que Dios mismo.
Ahora bien, es posible que en un ambiente moralmente enrarecido
como el de la postmodernidad actual, en el cual el relativismo y el
subjetivismo campean a sus anchas a tal punto que las fronteras en-
tre el bien y el mal parecen haber desaparecido, el argumento antro-
pológico o moral no tenga mucha acogida. Pero con la búsqueda e
inminente necesidad de una ética mundial que permita la convivencia
y tolerancia entre los pueblos es posible que se le desempolve de tal
39

modo que al argumento antropológico o moral a favor de la existen-


cia de Dios vuelva a ocupar el sitio que le corresponde. Porque en
último término no es tanto que la moralidad constituya una
prueba de la existencia de Dios, sino que la existencia de Dios
es lo que hace posible la moralidad.
Antes de adentrarnos en el último de los argumentos naturales a favor de la
existencia de Dios hay que hacer algunas precisiones en este punto. Los
tres argumentos naturales anteriormente considerados (cosmológico, tele-
ológico y antropológico o moral) son argumentos a posteriori, es decir, ba-
sados en la experiencia humana y posteriores a la misma. El principio de
causalidad está de una manera u otra presente en cada uno de ellos, pues-
to que se analizan efectos innegables con el propósito de descubrir o por lo
menos inferir su más posible causa.
En otras palabras, en cada uno de ellos se analizan metódica y sistemáti-
camente experiencias humanas universales para, a partir de ellas y su co-
rrespondiente análisis racional e inductivo, llegar a conclusiones conse-
cuentes. Es así como el ser humano experimenta el cosmos en el que
se encuentra y al hacerlo descubre una asombrosa finalidad en todas
sus estructuras inanimadas y animadas, al tiempo que experimenta
también en sí mismo una moralidad que se refleja indefectiblemente
en su conducta y con base en todas estas experiencias afirma la exis-
tencia de Dios como la mejor explicación (en cuanto a coherencia, ra-
cionalidad y elevado grado de probabilidad) para todas estas expe-
riencias.
Pero recordemos siempre que estos argumentos no deben reclamar la con-
dición de ser demostraciones indiscutibles, sino más bien explicaciones ca-
da vez más probables y plausibles, sobre todo a la luz de la creciente ten-
dencia de la ciencia y filosofía actuales hacia lo que el pastor Darío Silva-
Silva ha llamado “vitalismo espiritual”, tendencia atestiguada por él de este
modo: “Se percibe en general (aún entre evolucionistas sobrevivientes) un vi-
talismo espiritual que colige o, al menos, intuye un Alguien Gestor de la crea-
ción y, por lo tanto, anterior y superior a ella, es decir, eternamente Trascen-
dente y trascendentemente eterno”, precisa descripción que debe ser redon-
deada con una escueta alusión a lo que sería entonces el mencionado “vita-
lismo espiritual”: “Es un intento de definición de la Fuerza de las fuerzas, la
Causa sin causa de las causas, el Principio sin principio de todos los princi-
pios, que es el mismo Fin sin fin de todos los fines”.
Pero baste aquí como abrebocas para el tratamiento de éste y otros con-
ceptos relacionados y propios de la teología integral que serán asumidos
40

con mayor profundidad en la cátedra de Introducción a la Teología Integral


del programa de estudio. Prosigamos ahora sí con el último de los argu-
mentos naturales que restan por tratar.
3.1.4. Argumento ontológico
Paradójicamente, aunque éste es tal vez el argumento que ac-
tualmente ostenta el menor poder de convicción, es con mucha
probabilidad aquel del cual se ha escrito más. Esto significa que a
pesar de que no pueda persuadir al escéptico para aceptar la exis-
tencia de Dios, sigue inquietando bastante y manteniendo siempre
algún grado de vigencia debido a que nunca ha dejado de ser muy
sugestivo y desafiante para la discusión filosófica. Su nombre pro-
viene de la raíz griega “onto” (que significa “lo que es”), que
hace referencia al ser (de ahí que la ontología sea la disciplina fi-
losófica que se ocupa del estudio del ser).
A diferencia de los tres anteriores, éste es un argumento a priori
(previo o anterior a la experiencia) y no a posteriori, como aquellos.
Dicho de otro modo, más que a reflexiones más o menos concluyen-
tes sobre hechos que han sido constatados primero a través de lo
sentidos o la experiencia sensorial del ser humano, tales como un
cosmos finito y con finalidades evidentes en sus estructuras o una
moralidad manifiesta en toda cultura o grupo humano; el argumento
ontológico se refiere tan sólo a una idea innata que todos los
hombres poseen y de la cual toman conciencia antes de cual-
quier experiencia. La idea de un ser que se concibe como el Ser
que posee todos los aspectos o características del ser en grado
máximo o superlativo.
En otras palabras, un Ser absolutamente perfecto en todos los
aspectos inherentes al ser. El mismo ser al que usualmente se le
designa como Dios. Esta es una idea universal, común a todos los
seres humanos. El primero en proponer este argumento que ha sido
reformulado posteriormente de nuevas maneras ante las críticas de
los escépticos fue Anselmo de Canterbury. Para éste teólogo y pen-
sador cristiano el trecho que existiría entre tener la idea de este Ser
Perfectísimo (algo que difícilmente puede discutirse) y afirmar su
existencia real (que es la parte débil y cuestionable del argumento),
se cubría de dos modos:
En primer lugar, el contexto filosófico dominante en la época de
Anselmo era platónico y en un contexto como éste era fácil saltar
de lo pensado a lo real, puesto que para Platón las ideas eran lo ver-
41

dadero28. Esto hacía que el argumento ontológico tuviera más fuerza


de convicción en su época que en épocas posteriores, incluyendo,
por supuesto, la actual, en las cuales debido al surgimiento de nue-
vos contextos filosóficos diferentes al platónico el argumento ontoló-
gico pierde buena parte de su fuerza original.
Y en segundo lugar y en un sentido estrictamente lógico, An-
selmo decía que si todos los seres humanos podemos y de
hecho pensamos o concebimos a un ser absolutamente perfec-
to, éste ser debería necesariamente existir, puesto que un ser
perfecto que no exista sino como mera idea en la mente humana
sería menos perfecto que un ser que exista tanto en la mente
humana como en la realidad. La existencia real y objetiva sería
entonces para Anselmo requisito o condición imprescindible pa-
ra la perfección, de donde lo que exista tan sólo en la mente del su-
jeto o individuo humano, por excelso y perfecto que pueda concebir-
se, siempre sería imperfecto al carecer de existencia real.
La discusión del argumento ontológico ha girado mayormente alre-
dedor de éste, el aspecto lógico del argumento y ha tenido detracto-
res y defensores muy capaces desde que Anselmo lo formuló por
primera vez. Ha sido atacado y desvirtuado de manera innegable-
mente consistente por Hume y Kant, entre otros. Pero también ha si-
do defendido en nuevas formas por Descartes, Leibniz y, últimamen-
te, por el filósofo protestante reformado Alvin Plantinga.
Sea como fuere y sin dejarnos arrastrar por esta densa discusión, el
simple hecho de que todo el mundo pueda concebir, y de hecho lle-
gue a concebir de manera temprana en su vida, a un ser absoluta-
mente perfecto en todos los sentidos no deja de ser perturbador y
digno de consideración, así no pueda esgrimirse como prueba con-

28
Dados los puntos de contacto entre la doctrina cristiana y la filosofía platónica, desde los tiempos
del gran Agustín de Hipona hasta las postrimerías de la Edad Media (en donde encontramos a An-
selmo), la teología cristiana utilizó al platonismo como marco filosófico oficial. Pero a partir de la
escolástica y a través de Tomás de Aquino y el llamado “tomismo” el aristotelismo hizo irrupción
en la teología dando lugar a nuevas formas de expresión teológica. Sea como fuere y dado que es-
tos temas son materia de otras clases, lo único que es necesario señalar aquí es que para Platón
y el platonismo las ideas tenían prioridad sobre los objetos concretos. Dicho de otro modo,
las ideas eran lo verdaderamente real. Los objetos concretos eran tan sólo las “sombras”
que las ideas proyectaban ante los sentidos del hombre y eran por tanto menos reales que
las ideas innatas que se hallaban en la mente humana y que había que descubrir mediante
reflexión filosófica, sin necesidad de experimentación. Por el contrario, para Aristóteles, el
más importante discípulo de Platón, la realidad era la que podía percibirse por medio de los
sentidos, siendo las ideas simples abstracciones racionales de lo que el ser humano conoc-
ía primero mediante su experiencia sensorial.
42

cluyente de la existencia de Dios. Es probable que sea debido a ello


que el argumento ontológico no pierda vigencia.
Por cierto, Anselmo llegó a decir que aún los ateos, a su pesar, con-
tribuyen con su ateísmo a afirmar la existencia de Dios, pues para
poder negar a Dios debe tenerse primero una idea de Él en la mente
para poder proceder luego a negarla de manera expresa, lo cual sig-
nifica que aún los ateos tienen una idea de Dios previa a toda nega-
ción de la misma. Y esa idea de Dios que aún los ateos deben tener,
como lo hemos dicho, constituye el meollo del argumento ontológico.
Pero de nuevo aquí aún los creyentes tenemos que reconocer que el
argumento no es concluyente para afirmar la existencia de Dios. Tal
vez sea mucho más convincente para los que ya hemos creído que
para los que se resisten a hacerlo. De hecho quien lo formuló por
primera vez (Anselmo) lo hizo cuando ya era un consumado creyente
en Dios. Sin embargo sigue cautivando la atención de unos y otros. Y
si es así, por algo será. Para nuestros propósitos, el simple hecho de
que nunca haya dejado de despertar interés entre los pensadores,
ya sea defensores o detractores, desde que fue formulado, es una
señal de que algo debe tener este argumento para que no pase nun-
ca desapercibido al baúl de los recuerdos.
Por eso, a manera de conclusión en lo que tiene que ver con éste y
los tres anteriores argumentos naturales a favor de la existencia de
Dios, vale la pena citar de nuevo a Antonio Cruz cuando, en relación
con el argumento ontológico dice los siguiente: “Si el Creador es per-
fecto debe existir decía Anselmo de Canterbury en el siglo XI,
puesto que la existencia es una parte necesaria de la perfección. Es
evidente que tal afirmación no es demostrable en la práctica, pues
del mero hecho de pensar una cosa no se deduce necesariamente
que tal cosa exista. A pesar de reconocer esto, cuando se analiza
desde la perspectiva de la fe, hay que confesar que tampoco se
trata de un argumento tan descabellado como se pretende…
¿No se debe la atracción que siempre ha ejercido la idea de Dios
en el alma humana precisamente a esa cualidad del Creador de
ser lo más perfecto que el hombre pueda pensar? ¿No se trata
de una idea que merece, aun cuando su existencia no sea de-
mostrable, por lo menos, un voto de confianza? Y en última ins-
tancia, ¿no será esta confianza en la existencia de Dios la que
verdaderamente explique toda la realidad existente?... la fe con-
fiada que anida en todo creyente acerca de la existencia de un
43

ser perfectísimo que lo creó todo por amor, ¿puede ser cabal-
mente desmentida por alguien?... A Dios se le acepta sin prue-
bas, solamente a través de la fe y la experiencia personal, pero
las múltiples evidencias indirectas que nos proporciona este
mundo contribuyen cada vez en mayor medida a fortalecer dicha
fe… [pero] No es por medio de demostraciones racionales como
se llega a la divinidad, sino mediante un proceso interior de ex-
periencia personal. La fe es la experiencia de lo que no se ve,
una forma de conocimiento personal a través de la cual, y bajo
la influencia de la gracia, el ser humano se abre a la revelación
de Dios en Jesucristo… a él [Dios] no puede arribarse en el bu-
que de la reflexión racional, sino en el de la experiencia de fe.
Por lo tanto, los argumentos de la razón solo pueden funcionar
en el seno de dicha experiencia”.
3.2. Argumentos escriturales
Se conocen con este nombre los argumentos extraídos de la Biblia,
acerca de la cual hay que decir que en ella no se somete a discusión de
ningún tipo la existencia de Dios sino que se afirma sin ambages y sin lugar
a equívocos. Los argumentos escriturales tienen, pues, que ver más con
revelarnos los atributos y el carácter de Dios que con establecer su
existencia, la cual se da por sentada como un hecho axiomático claramen-
te establecido y evidente para la humanidad. Comenzando entonces por los
atributos divinos que la teología cristiana ha extraído tradicionalmente de la
revelación bíblica, hay que distinguir dos clases o categorías: Atributos
absolutos (también llamados incomunicables) y atributos relativos
(también llamados comunicables).
3.2.1. Atributos absolutos
Algunos estudiosos prefieren designarlos como incomunicables. Al
margen de ello, éstos son los que proceden de tal modo de la natu-
raleza divina que Dios los posee, por tanto, de manera exclusiva y
absoluta; es decir sin comunicarlos o compartirlos con sus cria-
turas. Los teólogos sostienen que la exclusividad divina en relación
con estos atributos es una necesidad lógica, puesto que el hecho de
que alguna criatura del universo, o más exactamente, el ser huma-
no, pudiera ostentar alguno o algunos de estos atributos significaría
que podría igualarse o competir con Dios, pues llegaría a ser algo así
como un “segundo Dios” exactamente igual a Dios y en obvia y ne-
cesaria competencia honorífica y jurisdiccional con Él, algo a todas
luces absurdo, ilógico y racionalmente insostenible, dadas las conno-
44

taciones que la palabra Dios ha adquirido y evoca de inmediato en


todo el que recurre a ella, por lo menos en un contexto filosófico o te-
ológico judeocristiano.
Los atributos absolutos definirían a Dios con exclusividad. Por
eso ciertos teólogos llegan a afirmar que estos atributos de Dios son
incomunicables a la criatura humana porque por simple definición no
pueden ser comunicados al ser humano, de donde aún el mismo
Dios estaría imposibilitado para comunicárselos al ser humano así
quisiera hacerlo. Y aunque en este planteamiento se encuentra la
loable intención de sostener el carácter único de Dios, lo cierto es
que hacerlo afirmando de manera categórica que Dios no puede lite-
ralmente comunicar estos atributos al ser humano no deja de ser al-
go atrevido y hasta peligroso, dada la omnipotencia de Dios. Ya se
verá mejor esto al tratar el último de los atributos absolutos relacio-
nados aquí, que es precisamente la omnipotencia. Vamos entonces
con estos atributos:
3.2.1.1. Simplicidad. “Dios es espíritu” (Jn. 4:24). La Biblia afirma
que la esencia de Dios es espiritual, de donde se deduce que
no hay en él composición, combinación o mezcla de
componentes diversos, sino que desde el punto de vista
ontológico o del ser, Dios ostenta una simplicidad absolu-
ta. Simplicidad de la cual carecen todas las demás criaturas
de su creación material que tienen siempre, en mayor o me-
nor medida, algún grado de composición y combinación di-
versa en su constitución ontológica y, de manera consecuen-
te, algún grado de dependencia de los elementos diversos
que las preceden y conforman, para poder existir y permane-
cer.
Por el contrario, la simplicidad absoluta de Dios lo hace com-
pletamente independiente y autónomo pues no hay, por de-
cirlo así, “materiales” previos más simples y anteriores a Él
de los que su existencia dependa. El es, utilizando la no-
menclatura reservada para Dios por el teólogo Paul Tillich,
el “Ser en sí”, en el cual no se verifican las distinciones pro-
pias de los demás seres de la creación que la ontología iden-
tifica, tales como: esencia y existencia, esencia y propieda-
des, acción y disposición, realidad y posibilidad, sustancia y
accidentes.
45

Todas estas categorías ontológicas o del ser están presentes


y pueden, por lo tanto, distinguirse en todas las criaturas de
la creación de Dios, pero no en Dios mismo ya que en él, en
virtud de su simplicidad, no existen estas distinciones y com-
posiciones que caracterizan a las criaturas como tales. Valga
decir que la simplicidad no obra en contra ni se ve afectada
por las distinciones trinitarias que se dan en Dios, como se
verá con más detalle cuando se aborde la doctrina de la Tri-
nidad.
3.2.1.2. Unidad. “Escucha, Israel: El SEÑOR nuestro Dios es el único
SEÑOR” (Dt. 6:4). Volvemos aquí al versículo central del mo-
noteísmo judeocristiano. El mismo que pone en evidencia a
la idolatría, como ya lo hemos visto en su momento. Pero
debemos volver sobre él puesto que aquí encontramos no
solo una declaración categórica a favor de la unicidad de
Dios en oposición y denuncia de las pretensiones de los ído-
los, sino también una declaración categórica a favor de su
unidad ontológica.
Tal vez nos ayude aquí leer la traducción alterna que encon-
tramos en la versión Reina Valera de la Biblia: “Oye, Israel:
Jehová nuestro Dios, Jehová uno es”. La unidad como
atributo divino es una simple consecuencia de su simpli-
cidad y está implícita en ella. No habría, por tanto, necesidad
de que la unidad recibiera tratamiento explícito y aparte a no
ser por la doctrina de la Trinidad que, cuando no se entiende
bien, parece atentar contra la simplicidad (Dios no sería sim-
ple, sino “compuesto” por el Padre, el Hijo y el Espíritu San-
to), la unicidad (no habría un único Señor sino tres) y la uni-
dad divina (Dios podría ser “dividido y separado” en tres “par-
tes”). Por eso, por ahora, al igual que se hizo con la simplici-
dad, dejamos tan sólo establecido este atributo divino para
explicarlo con algo más de detenimiento cuando se exponga
la doctrina de la Trinidad.
3.2.1.3. Inmanencia. “En verdad, él no está lejos de ninguno de no-
sotros, ‘puesto que en él vivimos, nos movemos y existi-
mos’…” (Hc. 17:27-28). La inmanencia es el atributo divino
por el cual todo lo que existe se halla “en Él”, es decir,
en Dios. Aunque también podría expresarse diciendo que
Dios se halla en todo lo que existe, éste último intento de
46

explicación de lo que es la inmanencia es más susceptible de


malentendidos que el primero por razones que veremos un
poco más adelante.
Sea como fuere y utilizando algunas metáforas extraídas de
la experiencia del ser humano en el mundo, la idea que la
inmanencia transmite es que Dios está presente en su crea-
ción por cuanto Él sería algo así como la “materia prima”
constitutiva, la “piedra angular” o la “estructura de apoyo”
permanente de todo lo que existe de tal manera que sin él
nada de lo que existe existiría.
Dios se halla de algún modo “en la base” o “en el fondo” de
todo ser individual y de todo el conjunto de seres que com-
ponen el universo como fundamento ontológico de todo lo
que existe29, posibilitándolo o haciéndolo posible tanto en su
origen como en su permanencia. En otras palabras, Dios es
“inmanente” a su creación, no sólo desde el momento en
que la origina, sino también en la medida en que la sus-
tenta luego de haberla originado.
Para que la creación exista es necesario que Dios la cree,
pero para que continúe existiendo es necesario que Dios la
sustente después de haberla creado. Es por eso que Dios no
está ausente nunca de su creación, como lo declara el deís-
mo que afirma la existencia de un Dios creador, pero niega
su presencia sustentadora en la creación como si Dios se ju-
bilara o pasara a buen retiro desentendiéndose de su crea-
ción después de haberla creado.
El teísmo judeocristiano (monoteísta), por el contrario,
afirma la existencia de un Dios creador que a su vez se
ocupa de su creación sustentándola en todo momento
en virtud de su inmanente providencia. La presencia y ac-
ción sustentadora de Dios en su creación30 está documenta-

29
De nuevo aquí las nomenclaturas de Paul Tillich para referirse a Dios muestran su utilidad.
Además de “el Ser en sí”, él identificaba a Dios como: “El fundamento del ser”, “la profundidad del
ser”, “el abismo del ser”, designaciones ontológicas que, con todo y ser muy impersonales, tienen
de cualquier modo apoyo en la Biblia, como se verá cuando nos ocupemos de los nombres bíblicos
para Dios.
La presencia sustentadora de Dios en su creación, la misma por la cual todo lo creado se en-
30

cuentra en Él, sería lo que se designa como inmanencia, mientras que a la acción sustentadora y
benigna de Dios a favor de su creación se le llama más bien providencia. Si bien ambas se dan
juntas de tal modo que no pueden separarse, la providencia es un concepto más propio del carác-
ter personal de Dios, por cuanto ésta no tiene que ver directamente con sus atributos, sino con su
47

da en otros pasajes bíblicos como estos: “Él es anterior a to-


das las cosas, que por medio de él forman un todo co-
herente” (Col. 1:17); “El Hijo es el resplandor de la gloria de
Dios, la fiel imagen de lo que él es, y el que sostiene todas
las cosas con su palabra poderosa…” (Heb. 1:3); “… con-
venía que Dios, para quien y por medio de quien todo
existe…” (Heb. 2:10).
La versión Reina Valera del 60 utiliza el término “subsistir” en
dos de estos tres versículos, verbo que puede ser más con-
veniente para el propósito de ilustrar la inmanencia, puesto
que su significado va más allá de la mera existencia para re-
ferirse también a la permanencia, perdurabilidad o conserva-
ción de las criaturas en el tiempo, manteniendo la capacidad
para cumplir con las funciones y propósitos para los que fue-
ron creadas.
Resta por decir que el énfasis excesivo en este atributo
divino en perjuicio de la trascendencia de Dios (el atributo
divino complementario de la inmanencia que equilibra el cua-
dro y será tratado enseguida), termina en una concepción
parcial y equivocada de la divinidad llamada panteísmo
que podría definirse como la creencia en que “todo es
Dios” y “Dios es todo”, eliminando entonces la diferencia
entre Creador y creación e igualándolos a ambos como si
fueran idénticos.
El panteísmo promueve así la adoración de la naturaleza o,
cuando menos, una despersonalización de Dios que se reve-
laría más como una fuerza o principio vital impersonal pre-
sente en todo lo que existe, que como un único Dios personal
con quien podemos, por tanto, relacionarnos persona a per-
sona. El panteísmo, en el mejor de los casos, reduce la
grandeza de Dios a la grandeza de su creación igualándolas
a ambas.
Por eso es que puede ser más conveniente definir la inma-
nencia diciendo que todo lo que existe se halla en Dios y no
que Dios se halla en todo lo que existe, puesto que en el pri-
mer caso el continente (Dios) debe ser mayor que el conteni-
do (todo lo que existe) para poder precisamente abarcarlo y

voluntad. Es decir que la inmanencia es algo inherente a su ser, mientras que la providencia es al-
go inherente a su voluntad.
48

contenerlo, dando así pie al atributo de la trascendencia que


veremos a continuación; mientras que en el segundo caso se
da la impresión de que Dios no es el continente sino el con-
tenido y que el continente sería, pues, la creación (todo lo
que existe), llamada entonces a abarcar y a contener a Dios
y siendo, por tanto, mayor que Dios.
La expresión más acabada, concreta, personal y univer-
sal de la inmanencia de Dios se da en Jesucristo, tam-
bién llamado Emanuel, que significa “Dios con nosotros”
(Mt. 1:23), es decir Dios al alcance inmediato y personal de
todo individuo humano sin distinción que asuma una actitud
humilde de reconocimiento de la realidad divina presente de
manera personal en Jesucristo (Col. 2:9), el Verbo o Logos
de Dios hecho hombre (Jn. 1:1, 14), y lo invoque con fe y
arrepentimiento sinceros, confiando en su promesa previa a
su ascensión en estos términos: “… les aseguro que estaré
con ustedes siempre, hasta el fin del mundo” (Mt. 28:20),
promesa que se hace realidad en el creyente en un grado
cualitativamente superior a cualquier otra criatura de la crea-
ción al ser constituido “templo de Dios” o “morada de Dios
por su Espíritu” (1 Cor. 3:16; 6.19; Efe. 2:22).
La inmanencia está conectada entonces de manera ínti-
ma con la omnipresencia, atributo divino que si bien guarda
estrecha relación con la inmanencia, debe de cualquier modo
distinguirse de ella por razones que se expondrán un poco
más adelante al tratar la omnipresencia divina.
3.2.1.4. Trascendencia. “Pero ¿será posible, Dios mío, que tú habi-
tes en la tierra? Si los cielos, por altos que sean, no pue-
den contenerte…” (1 R. 8:27; 2 Cr. 6:18); “Pero, ¿cómo edi-
ficarle un templo, si ni los cielos más altos pueden conte-
nerlo?...” (2 Cr. 2:6); “Así dice el Señor: «El cielo es mi trono,
y la tierra, el estrado de mis pies. ¿Qué casa me pueden
construir? ¿Qué morada me pueden ofrecer? Fue mi mano la
que hizo todas estas cosas; fue así como llegaron a existir
afirma el Señor” (Isa. 66:1-2).
Trascender significa, entre otros, superar un determinado
límite. En este orden de ideas la trascendencia como atri-
buto divino significa en primera instancia que el Creador
no puede ser contenido o abarcado dentro de los límites
49

de su propia creación. El es inmanente a la creación, pero


al mismo tiempo está más allá de ella. Él trasciende a la
creación en todos los sentidos. Él es anterior y superior a
ella y no puede, por tanto, ser contenido por ella.
En consecuencia Dios existe independiente de su creación y
no tiene necesidad de ella, por lo cual la creación no fue un
acto necesario, sino un acto contingente libre y soberano de
la voluntad divina. Anteriormente se dio a entender que la
inmanencia permitía cierta identificación entre Dios y la crea-
ción que es la que, cuando se enfatiza demasiado, da lugar
al ya aludido panteísmo; pero la trascendencia pone de
nuevo las cosas en su lugar al establecer una diferencia
inobjetable entre Dios y su creación que hace que en
últimas Él no pueda identificarse plenamente con ningún
ser de la creación y ni siquiera con la totalidad de la
creación misma.
Dios se encuentra solo, más allá de la creación, trascendien-
do sus límites, mientras que todas las demás criaturas del
universo estamos contenidos y abarcados dentro de la crea-
ción de Dios de tal modo que no podemos traspasar sus lími-
tes por nuestra propia iniciativa, por más que nos esforcemos
por hacerlo.
Es por eso que el teólogo Kart Barth se refería a Dios como
“el Absolutamente Otro”, pues la insuperable diferencia cuali-
tativa entre Dios y la creación hace que no exista ningún ser
del universo que pueda en realidad compararse con Él, ni
mucho menos pretender relacionarse con Él en plano de
igualdad o por derecho propio31.
Sin embargo, también un énfasis desmedido en la tras-
cendencia divina en perjuicio de su inmanencia o de su
omnipresencia culmina en concepciones distorsionadas
de Dios como el ya varias veces mencionado deísmo que
ve a Dios tan lejano y distante de su creación que ya no in-
terviene en ella, haciendo totalmente improcedente e inútil el
acudir a Él o invocarlo en la oración, pues se encuentra a tal
grado más allá de los límites de la creación que presunta-

31
La santidad como atributo divino es tal vez la expresión bíblica más clara de la trascendencia de
Dios, pero por ser un atributo relativo o comunicable debemos esperar el tratamiento de estos atri-
butos para considerar de manera somera la relación entra la santidad y la trascendencia.
50

mente ya no podría oír o ya no estaría interesado en respon-


der las invocaciones que le dirigen desde el interior de ella
sus criaturas.
Es imprescindible entonces balancear adecuadamente la
inmanencia y la trascendencia divinas para hacerle justi-
cia a Dios tal y cómo se nos revela en la Biblia y en la
experiencia cristiana.
3.2.1.5. Infinitud. Consecuencia obvia de la trascendencia que debe
ser, sin embargo, especificada mejor. Por eso hay que decir
que el atributo de la infinitud significa que Dios, por con-
traste con nosotros y con todas las demás criaturas del uni-
verso que somos por definición finitas y, por ende, también
limitadas32; es infinito en el sentido de que no hay nada
que pueda limitarlo en ningún sentido. Si existen de algún
modo restricciones o límites para Dios, estos no pueden ser
diferentes a los que Dios mismo se impone en conformidad
consigo mismo, con su carácter y propósitos, pues la infinitud
como atributo divino significa más exactamente que nada
externo a Él puede limitarlo de algún modo.
3.2.1.6. Eternidad. “Desde antes que nacieran los montes y que
crearas la tierra y el mundo, desde los tiempos antiguos y
hasta los tiempos postreros, tú eres Dios… Mil años, para ti,
son como el día de ayer, que ya pasó; son como unas cuan-
tas horas de la noche” (Sal. 90:2, 4). Consecuencia a su vez
de la infinitud, este atributo hace particular referencia a que
Dios no está limitado por el tiempo, puesto que Él creó el
tiempo y se encuentra por lo tanto por encima del mismo.
No podemos afirmar con base en ello que Dios sea
atemporal en el sentido de no tener ninguna relación con el
tiempo del universo, pues en ese caso estaría impedido de
intervenir en la línea cronológica de su propia creación y la
encarnación, por ejemplo, no hubiera sido posible si Dios no
pudiera introducirse de manera soberana en nuestra línea de
tiempo como de hecho lo hizo de manera suprema en Cristo.
Pero sí podría decirse que Dios es intemporal para indi-
car que su existencia es independiente del tiempo del
32
Recordemos que la teoría científica del “Big Bang” nos informa de hecho que aún el universo en
su totalidad, a pesar de sus dimensiones de vértigo, es no obstante limitado y finito pues posee un
tamaño y una edad cuantificable.
51

universo y que el “tiempo” de Dios, si pudiera decirse, no


sólo se prolongaría de manera indefinida e infinita tanto en
nuestro pasado como en nuestro futuro (que es lo que común
pero inexactamente llamamos “eternidad”), marcando una
abismal diferencia cuantitativa con el tiempo del universo
que, a diferencia del “tiempo” divino, si es medible y
cuantificable; sino que, además de ello, sería sobre todo y
de una manera imposible de definir a cabalidad cualitativa-
mente diferente al tiempo humano o del universo, por lo cual
los teólogos a la vez que utilizan la palabra griega cronos pa-
ra el tiempo del universo, reservan la palabra kairos para el
“tiempo” de Dios, que es aquel en el cual Él considera opor-
tuno intervenir de manera manifiesta y especial en la línea
cronológica del universo, como sucede, por ejemplo, en las
auténticas conversiones de los creyentes en Cristo, para no ir
tan lejos.
Resulta entonces que la principal característica del “tiem-
po” divino propio de la eternidad de Dios no es su infini-
tud en relación con la línea cuantificable del tiempo del
universo. Esa sería una característica importante pero se-
cundaria. Porque la principal diferencia respecto a nues-
tro tiempo sería su superiorísima e inefable calidad que
excede o trasciende siempre de lejos las mejores posibi-
lidades existenciales que podamos hallar en el marco del
tiempo del universo.
Lo que la Biblia llama “vida eterna” no se definiría, pues, por
la extensión infinita de esta vida hacia el futuro, sino por la
calidad incomparablemente superior de esa vida en relación
con la actual. Como lo dice Antonio Cruz: “El tiempo creado
es algo separado de la propia eternidad del Creador”. Ya se
profundizará un poco más en estos dos conceptos del tiempo
en la materia Teología Contemporánea de nuestro programa
de estudio.
3.2.1.7. Invariabilidad. “… el Padre que creó las lumbreras celes-
tes… no cambia como los astros ni se mueve como las som-
bras” (St. 1:17); “Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los
siglos” (Heb. 13:8).También llamado inmutabilidad, significa
que Dios no puede cambiar y, de hecho, nunca cambia. Pero
ese “no puede” no debe entenderse como incapacidad o im-
52

potencia para hacerlo, sino como una permanencia sin va-


riación de su esencia33 y de su carácter personal a través de
los tiempos en relación con su creación y, particularmente,
en relación con el ser humano.
Hay un aspecto lógico que apunta a la invariabilidad de Dios
como lo es el hecho de que el cambio se define en primera
instancia como el movimiento en el tiempo. El tiempo es jus-
tamente la medida del movimiento de algo en el espacio. Si
todo estuviera estático en la creación no habría tiempo o por
lo menos no tendríamos conciencia del tiempo (aún el pen-
samiento humano implica movimiento), pero es precisamente
porque hay movimientos de todo tipo que hay también cam-
bios y que somos conscientes del inexorable transcurrir del
tiempo. Todo lo que se mueve está, pues, sometido al tiempo
y al cambio.
Al estar Dios más allá del tiempo en virtud de su tras-
cendencia, su infinitud y su eternidad, no está por tanto
sometido al movimiento temporal que da lugar al cambio
y, por lo mismo debe ser por lo menos en principio, in-
mutable o invariable. Pero debemos aclarar aquí de nuevo
que está invariabilidad no es una obligación para Dios, pues
tanto la opción de cambiar o no cambiar siempre están abier-
tas para Él en virtud de su libertad y soberanía.
En palabras de Antonio Cruz: “Los seres creados estamos
obligados a cambiar para colmar las necesidades de nues-
tra propia finitud. A Dios, por su propia naturaleza inmaterial,
no le afecta nada de esto, de ahí que no esté obligado a
cambiar como lo hacemos nosotros”. Dios, entonces, no está
obligado a cambiar como si lo estamos todas las criaturas del
universo. Por eso, al no estar obligado a cambiar, elige jus-
tamente esta opción, la de no cambiar.
Así lo señala de nuevo Antonio Cruz: “El Creador no cambia
sencillamente porque no desea cambiar”. No tiene entonces
ni la necesidad ni el deseo de hacerlo. Pero la inmutabilidad

33
En cuanto a su esencia es comúnmente aceptado en teología que ésta si no puede cambiar de
ningún modo en el sentido de estar literal y lógicamente imposibilitada para ello, pues si cambiara
la esencia o la naturaleza divina Dios dejaría de ser Dios, pues desde el punto de vista de la
semántica la esencia o la naturaleza es lo que define a algo o a alguien como lo que es o como
quien es como tal, de modo que si la esencia de algo o alguien cambiara, ese algo o ese alguien
dejarían en el acto de ser lo que son.
53

o invariabilidad no debe confundirse ni asociarse con la


impasibilidad34 absoluta, pues la impasibilidad asociada a
la inmutabilidad o invariabilidad divina es una idea griega
ajena a la Biblia. Dios es inmutable o invariable, pero no al
grado de la impasibilidad, como lo sostenían los griegos.
El Dios de los deístas debe ser impasible, pero no el Dios de
los cristianos que sufre y se alegra con los suyos, se identifi-
ca con ellos en sus luchas, comprende sus emociones mejor
que ellos mismos y, en síntesis, se compadece35 del ser
humano. La mejor demostración de que la invariabilidad
divina no implica impasibilidad es que Dios se hizo hom-
bre, se introdujo y se comprometió libre, personal y amo-
rosamente en la historia humana, para identificarse con
nosotros y padecer con nosotros en grado sumo en la
imponderable pasión del calvario de tal modo que nadie
pueda poner en tela de juicio su capacidad para com-
prendernos, compadecerse de nosotros y auxiliarnos en
nuestras crisis: “Porque no tenemos un sumo sacerdote in-
capaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino uno
que ha sido tentado en todo de la misma manera que noso-
tros, aunque sin pecado. Así que acerquémonos confiada-
mente al trono de la gracia para recibir misericordia y hallar la
gracia que nos ayude en el momento que más la necesite-
mos” (Heb. 4:15-16).
Y por último, si Dios es inmutable o invariable, lo es para
nuestro bien, pues de este modo siempre podemos saber a
qué atenernos en cuanto a su carácter personal que nunca
cambia de manera caprichosa o arbitraria sino que es fiel a sí
mismo y a los suyos. En otras palabras, Dios es eminente-
mente digno de nuestra confianza absoluta porque una vez
que se revela a nosotros en Jesucristo con miras a la salva-
ción, podemos estar seguros de que siempre permanece in-
variablemente fiel a esta revelación, puesto que: “si somos
infieles, él sigue siendo fiel, ya que no puede negarse a sí
mismo” (2 Tim. 2:13).

34
Impasibilidad: Que no se altera o muestra emoción o turbación.
35
El significado del verbo compadecer no es más que padecer con, es decir ser solidarios con otros
en el sufrimiento, compartiendo voluntariamente este sufrimiento con ellos.
54

3.2.1.8. Omnipresencia. “¿A dónde podría alejarme de tu Espíritu?


¿A dónde podría huir de tu presencia? Si subiera al cielo, allí
estás tú; si tendiera mi lecho en el fondo del abismo, también
estás allí. Si me elevara sobre las alas del alba, o me esta-
bleciera en los extremos del mar, aun allí tu mano me guiar-
ía, ¡me sostendría tu mano derecha! Y si dijera: «Que me
oculten las tinieblas; que la luz se haga noche en torno mío»,
ni las tinieblas serían oscuras para ti, y aun la noche sería
clara como el día. ¡Lo mismo son para ti las tinieblas que la
luz!” (Sal. 139:7-12).
La omnipresencia es el primero de los tres llamados “atribu-
tos físicos de la divinidad”, todos los cuales comienzan con el
prefijo “omni” (que significa “todo” o, más exactamente, que
lo abarca todo). Suelen ser los primeros que se asignan a la
divinidad de manera generalizada. Tal vez sea así porque
son una respuesta a las limitaciones más inmediatas de las
que el ser humano es consciente, a saber: no lo podemos to-
do, no lo sabemos todo y no podemos estar en todas partes
a la vez.
Por eso, son comúnmente asignados, ya sea de manera
tácita o expresa, también a las deidades paganas, sobre to-
do las que ocupan el primer lugar en la jerarquía politeísta.
La omnipresencia significa que Dios está en todas partes
(entendida la palabra “partes” más como “lugares” y no como
los elementos de lo que algo más grande se compone, caso
en el cual habría que decir “en todas las partes”).
A pesar de su similitud y estrecha relación con la inmanencia
debe observarse que se definen de manera diferente: la in-
manencia significa que todo está en Dios y que, en conse-
cuencia, Dios está en todo, mientras que la omnipresencia
significa que Dios está en todas partes. El primero es un
atributo ontológico e impersonal, mientras que el segun-
do es un atributo espacial y personal, aunque ambos se
den simultáneamente y sean inseparables en Dios.
En otras palabras, cuando invocamos a Dios de una manera
personal en cualquier lugar en que nos encontremos, espe-
rando de su parte una respuesta también personal, estamos
echando mano más de su omnipresencia que de su inma-
nencia. Adquirir conciencia de la presencia personal, vigilan-
55

te, asequible, invocable y dialogante de Dios en todas partes


es descubrir su omnipresencia, tal como lo hizo Jacob en Be-
tel: “«En realidad, el SEÑOR está en este lugar, y yo no me
había dado cuenta.»” (Gén. 28:16). Por otra parte, adquirir
conciencia de la presencia ontológica, constitutiva y susten-
tadora de Dios en todas las cosas es descubrir su inmanen-
cia.
3.2.1.9. Omniciencia. “SEÑOR, tú me examinas, tú me conoces.
Sabes cuándo me siento y cuándo me levanto; aun a la dis-
tancia me lees el pensamiento. Mis trajines y descansos los
conoces; todos mis caminos te son familiares. No me llega
aún la palabra a la lengua cuando tú, SEÑOR, ya la sabes to-
da. Tu protección me envuelve por completo; me cubres con
la palma de tu mano. Conocimiento tan maravilloso rebasa
mi comprensión; tan sublime es que no puedo entenderlo”
(Salmo 139:1-6).
Si Dios está simultáneamente en todas partes, en todos los
lugares, así como también estuvo, ha estado y estará en to-
dos los tiempos (omnipresencia) y en todos los seres (inma-
nencia), es de esperarse que también lo sepa todo. Y eso es
justamente lo que significa la omnisciencia. Que Dios lo
sabe todo. Dios posee de un solo golpe de vista o en un solo
pensamiento todo el conocimiento o la información existente
en el universo. Sabe todo lo que debe saber y sabe también
todo lo que se puede saber. Conoce exhaustivamente los
hechos seguros, los probables, los posibles e incluso los im-
probables del universo que él mismo creó, pero en especial
lo que concierne al ser humano. Conoce la interioridad per-
sonal de todos y cada uno de los individuos humanos con to-
dos sus secretos mejor que cualquiera de nosotros mismos.
Es por eso que la teología cristiana, siguiendo a Agustín de
Hipona, siempre ha estado dispuesta a afirmar que “Dios es
más íntimo a nosotros que nosotros mismos”. Pero por sobre
todo, Dios conoce mejor que nadie el meollo de nuestro ser
que la Biblia llama corazón: “Nada hay tan engañoso como el
corazón. No tiene remedio. ¿Quién puede comprenderlo? Yo,
el SEÑOR, sondeo el corazón y examino los pensamientos pa-
ra darle a cada uno según sus acciones y según el fruto de
sus obras” (Jer. 17:9-10).
56

Eso es también lo que se quiere dar a entender cuando el


autor de los Hebreos dice: “Ninguna cosa creada escapa a la
vista de Dios. Todo está al descubierto, expuesto a los ojos
de aquel a quien hemos de rendir cuentas” (Heb. 4:13) y la
justificación para estas exhortaciones bíblicas dirigidas a los
creyentes: “Por lo tanto, no juzguen nada antes de tiempo;
esperen hasta que venga el Señor. Él sacará a luz lo que
está oculto en la oscuridad y pondrá al descubierto las inten-
ciones de cada corazón…” (1 Cor. 4:5); “Así sucederá el día
en que, por medio de Jesucristo, Dios juzgará los secretos de
toda persona, como lo declara mi evangelio” (Rom. 2:16).
3.2.1.10. Omnipotencia. “«Yo sé bien que tú lo puedes todo, que
no es posible frustrar ninguno de tus planes” (Job 42:2);
“Para los hombres es imposible aclaró Jesús mirándolos fi-
jamente, pero no para Dios; de hecho, para Dios todo es
posible” (Mr. 10:27); “Porque para Dios no hay nada impo-
sible” (Lc. 1:37); “El SEÑOR hace todo lo que quiere en los
cielos y en la tierra, en los mares y en todos sus abismos”
(Sal. 135:6). La omnipotencia como atributo divino significa
que Dios lo puede todo, que para Él todo es posible, que
no existen para Él ninguna de nuestras imposibilidades,
pero por sobre todo, que El Señor hace todo lo que quie-
re.
En otras palabras el poder de Dios está subordinado a su
voluntad. Él no hace todo lo que puede hacer, sino todo lo
que quiere hacer. De seguro podría hacer muchísimas cosas
que ni siquiera alcanzaríamos a imaginar o que no podría-
mos ni tan solo concebir, pero de esa multitud inagotable de
posibilidades solo hace las que Él quiere y desecha las de-
más. El hecho de que Dios hace todo lo que quiere en todo el
ámbito de su creación es lo que se conoce como soberanía
divina.
Dios es absolutamente soberano porque hace siempre
todo lo que quiere y nada ni nadie en su creación puede
poner en peligro la realización cabal y completa de los
propósitos finales que Él tiene para todo el universo, par-
ticularmente los que conciernen a todos y cada uno de los
creyentes que conforman la iglesia de Cristo. Nótese que no
hemos dicho que nadie puede oponerse a su voluntad e in-
57

cluso frustrarla momentáneamente con todas las nefastas


implicaciones que esto tiene para la existencia humana y la
creación en general. De hecho, ángeles y seres humanos se
han rebelado contra Él y han procurado con relativo éxito lle-
var a cabo su voluntad en franca oposición a la de Dios.
Pero si esto es así se debe no a que Dios no sea soberano
sino justamente a que, en ejercicio de su soberanía, Él
quiso que ángeles y seres humanos disfrutaran de liber-
tad o de una capacidad de elección análoga a la suya.
Nuestro personal albedrío, es, entonces, una conse-
cuencia o determinación de su soberanía y nunca lo ha
tomado por sorpresa ni ha malogrado sus propósitos pa-
ra la creación de una manera definitiva sino que, por el
contrario, aún esta circunstancia de sus criaturas (el al-
bedrío) es necesaria para el cumplimiento de sus planes.
En su infinito poder, Él quiso crearnos con libertad aún con el
riesgo de que la utilizáramos mal para rebelarnos contra Él,
como de hecho ha sucedido. Sin embargo, la libertad del ser
humano sigue siendo necesaria pues el amor, que es la fina-
lidad última de la creación divina, no es posible sin libertad.
Sea como fuere, la mala utilización de la libertad por parte de
sus criaturas no le ha hecho a Dios perder por ello las rien-
das de su creación y sigue, no obstante, siendo Dios y ejer-
ciendo su consecuente soberanía sobre ella.
Sigue haciendo todo lo que quiere por encima de lo que no-
sotros queramos pero sin anular nuestras voluntades, poten-
cialidades o posibilidades en el proceso. Pero debemos decir
finalmente aquí que su voluntad no es caprichosa, arbitra-
ria ni caótica, a la manera en que nosotros los seres huma-
nos, cuando tenemos el poder para hacerlo, obramos mu-
chas veces de manera terca y obstinada y en contra de lo
que la prudencia y el buen sentido indican bajo el pretexto de
que “nosotros hacemos lo que se nos da la regalada gana”.
No. Dios hace ciertamente lo que quiere, pero eso de
ningún modo significa que él “haga lo que se le da la re-
galada gana”. Su voluntad es una voluntad ordenada,
consecuente siempre con su carácter personal, al punto
que podríamos decir que Dios en su soberanía al hacer
lo que quiere, está haciendo en realidad lo que debe. No
58

porque tenga que hacerlo así y no pueda materialmente


hacerlo de otro modo, sino porque no quiere hacerlo de otro
modo, porque no va con Él.
Lo que Dios es condiciona lo que Él hace. Y si Él es un
ser absolutamente justo, santo, racional, etc., tal como se
nos ha revelado en la Biblia y en Jesucristo, hará siempre
lo que quiera hacer pero de conformidad con lo que Él
es. En otras palabras, hará lo que deba hacer para seguir
siendo siempre quien es, pues no podemos olvidar en este
punto el atributo de la invariabilidad o inmutabilidad divina ya
tratado anteriormente.
No por nada su forma de actuar en la creación no nos revela
a un Ser caótico, anárquico, irracional, ininteligible y dado a
la ambigüedad sino todo lo contrario: un Dios de orden, de
gobierno, con una racionalidad superlativa y lo suficiente-
mente inteligible y claro para nosotros como para que poda-
mos relacionarnos personalmente con Él, confiando de ma-
nera absoluta en Él, pues siempre podemos estar seguros de
que su carácter nunca cambia ni cambiará jamás y que en su
omnipotencia y soberanía él hará libremente lo que debe
hacer, que en todos los casos coincide exactamente con
lo que Él quiere hacer, a diferencia de nosotros, seres
fragmentados y volubles en quienes lo que debemos hacer y
lo que queremos hacer con frecuencia no coincide, pues
nuestra conciencia moral y nuestra voluntad están en un con-
flicto permanente a causa de la caída. Conflicto por completo
ausente en Dios.
Es por todo lo anterior que, sin perjuicio de la omnipotencia
de Dios, hay cosas que Dios no puede hacer pues no van
con su carácter y, por lo tanto, nunca querrá hacerlas ni
las hará, tales como mentir, pecar, dejar de amar, o hacer
cosas absurdas e incomprensibles desde el punto de vista
lógico tales como un círculo cuadrado o una roca tan pesada
que ni Dios mismo pudiera moverla, o crear otro Dios como
Él, etc. Lo mismo se aplica al carácter incomunicable de sus
atributos absolutos. Lo más que podemos decir con certeza
es que son incomunicables porque Dios no ha querido co-
municárselos a la criatura humana y no porque no pueda ma-
terialmente hacerlo.
59

Y si no ha querido hacerlo es porque esto es lo debido y


desde la perspectiva de la fe eso debería bastarnos. Porque
todo lo demás no deja de ser especulativo y no podemos
concluir entonces que Dios no puede hacer algo más allá
del hecho de que no quiere ni querrá nunca hacerlo para
ser consecuente consigo mismo y digno de la confianza
de la criatura humana, siempre con miras al establecimiento
de una relación personal de amor mutuo entre Dios y el
hombre. Estas puntualizaciones son, pues, necesarias para
entender adecuadamente el atributo divino de la omnipoten-
cia, tan frecuentemente cuestionado por los ateos escépticos
e incrédulos que no las toman en cuenta con la suficiente
honestidad.
3.2.2. Atributos relativos
También llamados “comunicables” porque no son exclusivos de
Dios sino que, en su soberanía, Él decidió comunicarlos y com-
partirlos con sus criaturas, en particular con el ser humano. El
calificativo de “relativos” no debe hacernos pensar que son de menor
rango o importancia que los llamados “absolutos” o “incomunicables”,
pues como veremos enseguida, algunos de ellos definen a Dios
tan bien, o mejor aún, que los absolutos. Más bien, son comuni-
cables porque son atributos necesarios a la condición personal
propia de Dios, compartida con Él por el ser humano.
En otras palabras, cuando creó a los seres humanos Dios creó per-
sonas y no animales o cosas. La imagen y semejanza de Dios en el
ser humano consiste justamente en nuestra condición personal. Y se
puede ser persona sin simplicidad, unidad, inmanencia, trascenden-
cia, infinitud, eternidad, invariabilidad, omnisciencia, omnipresencia y
omnipotencia; pero no se puede ser una persona cabal, completa e
íntegra sin amor, verdad, libertad e incluso sin santidad. Veamos
más en detalle estos últimos cuatro atributos de Dios en los que el
hombre, en especial el creyente, puede también participar.
3.2.2.1. Amor. “Dios es amor” nos revela la Biblia (1 Jn. 4:8, 16). Y
esta afirmación no puede tomarse a la ligera, pues con base
en ella la teología ha concluido que el amor no consiste tan
sólo en un atributo de Dios, sino que el amor define a
Dios36. Dicho de otro modo, no se trata únicamente de que

36
Siempre que se habla de amor en este sentido se está evocando el amor ágape altruista, desinte-
resado, sacrificado y de carácter volitivo (1 Cor. 13), y no el amor eros, que si bien puede ser tam-
60

Dios ame al ser humano con un amor tan inextinguible que


llegó voluntariamente al máximo sacrificio con tal de redimir-
lo, perdonarlo y hacer posible para el ser humano una rela-
ción de amor con Dios en los mejores términos; sino que lo
hace así sencillamente porque no podría ser de otro modo
puesto que Él es amor.
O más exactamente, Dios puede elegir libremente las mane-
ras en que ama a la criatura humana y las expresiones con-
cretas de ese amor, pero no puede elegir si las ama o no,
porque Él es amor. Muchos teólogos consideran que ésta no
es una simple declaración metafórica o figurativa de Dios
como otras que aparecen en la Biblia, sino una afirmación di-
recta de la esencia constitutiva de Dios al estilo de la ya cita-
da: “Dios es espíritu”. Así como la esencia de Dios es emi-
nentemente espiritual, intangible y absolutamente sim-
ple, esa esencia es también amor puro y sin par.
Ahora bien, el amor es algo exclusivo de las personas.
Los animales no aman. Expresan cariño, afecto y lealtad pe-
ro no aman a la manera de las personas, es decir con la li-
bertad, conciencia, pasión e intensidad con que las personas
pueden llegar a amar. El cariño o la sumisión de los animales
hacia sus amos es fundamentalmente una determinación ins-
tintiva en aquellos (los animales) motivada por el buen trato
recibido de ellos (sus amos) o, en algunos casos, por el te-
mor que estos les inspiran.
Asimismo, un animal no ama a su cría como un ser humano
puede llegar a amar a sus hijos y de nuevo en los casos en
que un animal se sacrifica por sus crías, lo hace por instinto
de conservación, pues el motivo por el cual los progenitores
protegen a sus crías es también una expresión del instinto de
conservación de la especie y no un acto libre y voluntario del
animal en cuestión. Nosotros, las personas humanas, tam-
bién compartimos con los animales ciertas determinaciones
instintivas necesarias, a no dudarlo, pero podemos amar li-

bién sacrificado, está movido muy frecuentemente por intereses egoístas y depende más del sen-
timiento que de la voluntad. El amor eros sin la guía del amor ágape se convierte con frecuencia en
un amor patológicamente pasional, mientras que con la guía del amor ágape puede llegar a ser un
amor sanamente apasionado. Debe ser así pues el amor ágape es el amor que abarca, contiene y
perfecciona todas las demás clases de amor, incluyendo al amor eros. Esto se ampliará con más
detalle en la materia Hogar Cristiano
61

bremente más allá de esas determinaciones, de manera


muy imperfecta, pero de cualquier modo análoga o simi-
lar a la forma perfecta en que lo hace Dios con nosotros.
Las facultades personales que Dios nos ha otorgado para
amar explican que los dos mandamientos que resumen la ley
y los profetas giren alrededor del amor a Dios y el amor al
prójimo (Mt. 22:36-40; Mr. 12:29-31; Lc. 10:26-28). Ningún
ser humano está totalmente incapacitado para amar, aunque
entre más alejado se encuentre de Dios más limitado estará
para amar de verdad y le será más difícil hacerlo constructi-
vamente aún con aquellos seres que el instinto natural le in-
dicaría hacerlo, como son los hijos y los padres.
La cantidad de padres e hijos desnaturalizados, ingratos e
incluso criminalmente hostiles hacia sus seres consanguíne-
os más inmediatos muestra, no obstante lo censurable que
pueda ser, que los seres humanos son libres hasta para ne-
gar el amor incluso a aquellos a quienes debían amar por
simple instinto natural. Pero aún el más desnaturalizado y
ruin de los seres humanos puede encontrar a alguien a quien
amar y amarlo con pasión, aunque en estos casos el amor
siempre tienda a deformarse de maneras enfermizas, egoís-
tas y destructivas precisamente por la distancia que éstas
personas han puesto entre ellos y Dios, fuente del amor per-
fecto que rebosa hacia los que mantienen una relación per-
sonal de estrecha cercanía con Él, como lo son los creyentes
en Cristo, a quienes Dios no solamente ama, sino de quienes
espera, además de una natural pero siempre libre y volunta-
ria correspondencia hacia su amor, también un amor al
prójimo que los distinga nítidamente de quienes no están re-
lacionados con Él de una manera íntima y personal.
El amor es entonces un atributo comunicable de Dios, “…
porque Dios ha derramado su amor en nuestro corazón
por el Espíritu Santo que nos ha dado” (Rom. 5:5), de donde
“El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor” (1
Jn. 4:8). El amor es el motor que hace surgir lo mejor de la
persona humana en creciente semejanza con Dios, pero su
ausencia o deformación es también lo que más la desperso-
naliza y la sume en las más profundas bajezas autodestructi-
vas. La libertad humana para amar o dejar de hacerlo es lo
62

que hace que en el ser humano exista un potencial tan gran-


de para lo bueno, pero al mismo tiempo para lo malo.
Finalmente, el amor es un atributo relativo solo en la cria-
tura humana, ya que en Dios sigue siendo absoluto. Y es
relativo porque en el amor humano, en virtud de su mayor o
menor imperfección, siempre existen grados o gradualidades
que relativizan el amor humano y que apuntan inexorable-
mente al amor sin medida que Dios nos profesa, que es el
punto de referencia absoluto contra el cual percibimos el
carácter siempre relativo e incompleto del amor humano.
3.2.2.2. Verdad. “Yo soy el camino, la verdad y la vidale contestó
Jesús” (Jn. 14:6). La verdad es una noción que hace alusión
en primera instancia al conocimiento. Es, por tanto, un con-
cepto cognoscitivo. Y aquí de nuevo, únicamente las perso-
nas pueden conocer en propiedad, pues sólo las personas
están en capacidad de preguntarse por la correspondencia
entre las percepciones de sus sentidos debidamente proce-
sadas por la mente y la realidad misma. Entre todos los se-
res de la creación, sólo la persona humana se pregunta
por la verdad.
No le basta, como a los animales, con relacionarse con su
entorno por medio de los sentidos e interactuar con él con el
mero propósito de cumplir su ciclo vital natural de manera
instintiva y sin cuestionar; sino que se pregunta constante-
mente si la manera en que percibe el mundo corresponde
con la realidad tal como ésta es. Sospecha siempre que sus
sentidos y percepciones pueden, no obstante su utilidad
práctica inmediata, cotidiana y manifiesta, estarla engañan-
do o encubriéndole la verdad que se encontraría entonces
más allá de lo evidente a los sentidos.
La persona humana cuestiona permanentemente. Desde
que nace y adquiere uso de conciencia, el ser humano
está enfrascado en una búsqueda más o menos cons-
ciente de la verdad. Esta es la vocación humana por ex-
celencia: la búsqueda de la verdad. Es lo que define la
vida humana. Muchos se conforman en el proceso con en-
gañosos plagios de la verdad alrededor de los cuales tratan
sin éxito de ordenar su vida, pues todo “éxito” en la vida
construido y obtenido alrededor de mentiras o falsas verda-
63

des es siempre precario y efímero. Dice la sabiduría popular


que “la verdad duele”. De hecho, a muchos les duele tanto
que prefieren vivir engañados y edificar su vida sobre menti-
ras.
Pero tarde o temprano el engaño muestra su rostro, pues la
persona humana no puede renunciar de manera definitiva a
su vocación existencial de búsqueda de la verdad que siem-
pre pugna por alcanzar su meta, aún por debajo de las apa-
riencias engañosas del éxito material y hedonista promovido
asiduamente a través de la historia humana. No. Esto a la
postre no satisface a la persona humana que quiere a toda
costa conocer la verdad última de todas las cosas. Aunque
duela.
La película Matrix, que ha dado lugar a una buena cantidad
de reflexión filosófica popular en los tiempos recientes, ilustra
muy bien el punto con la disyuntiva en que su protagonista
Neo se encuentra cuando su mentor Morfeo le ofrece dos
píldoras, una de las cuales le permitirá conocer la verdad tal
como ésta es en toda su crudeza, mientras que la otra le
permitirá continuar viviendo plácidamente la vida que hasta
ese momento estaba viviendo; una vida sin mayores sobre-
saltos pero basada en apariencias producto de una realidad
virtual engañosa y sin fundamento real.
Y la verdad es que muy pocos seres humanos (por no decir
ninguno), puestos a boca de jarro ante esta disyuntiva, optar-
ía conscientemente por la segunda píldora, pues la vida
humana es una empresa cuyo objetivo es el descubrimiento
y conocimiento de la verdad, por dura que esta pudiera ser.
La ciencia actual recoge este anhelo universal de la raza
humana por encontrar la verdad. Este motivo es el motor
fundamental del desarrollo científico a tal punto que todo
lo demás es añadidura.
Es así como, por ejemplo, los astrónomos y físicos se deva-
nan los sesos con la búsqueda de la verdad última de la físi-
ca, el descubrimiento de la “teoría unificada” que integre en
una sola formulación todas las leyes conocidas y demostra-
das en el marco de la física a escala cósmica, en donde la
ley de la gravedad es la que parece mandar (física clásica
newtoniana y también einsteniana con el descubrimiento de
64

la relatividad general y especial) y a escala atómica (física


cuántica). Los biólogos y bioquímicos, a su vez, no descan-
san en su intento de desvelar la verdad sobre el misterio de
la vida y en esa dirección ya han logrado descubrir donde re-
side el sencillo (solo cuatro letras), pero a la vez complejísi-
mo y específico lenguaje de la vida común a todo ser vivo (el
ADN) e incluso han logrado decodificarlo y entender la infor-
mación contenida en él.
Todo esto demuestra el punto que venimos afirmando: la
búsqueda de la verdad es tal vez lo que mejor define a la es-
pecie humana y lo que la diferencia cualitativamente de las
demás criaturas de la creación. E intuitivamente presenti-
mos que la verdad final es una sola. Aquella en la cual
convergen todas las verdades parciales que hayamos
podido descubrir en nuestro itinerario histórico y perso-
nal en este mundo. Intuimos, entonces, que la verdad fi-
nal debe poseer unidad y simplicidad.
Y no olvidemos que estos son, justamente, algunos de los
atributos absolutos de Dios. Sería de esperarse, puesto que
Dios, como bien lo dijo de sí mismo Jesucristo (Dios
hecho hombre), es la Verdad alrededor de la cual gravi-
tan y a la cual convergen todas las demás verdades que
el ser humano haya podido conocer a través de su histo-
ria. La Verdad es, pues, una persona, no un concepto, una
ley, una información, etc., a la que solo podría acceder una
élite de individuos con un superior coeficiente intelectual y
con una formación académica excepcional que los facultaría
supuestamente para conocer y comprender esa verdad.
La verdad no es, pues, monopolio de la ciencia, de la filosof-
ía, de la teología o de la religión. La Verdad final del uni-
verso es Jesucristo, Dios mismo hecho hombre para dar fin
a todo cuestionamiento, desafío y discusión. Él es “… el Alfa
y la Omega, el Primero y el Último, el Principio y el Fin” (Apo.
22:13), incluyendo por supuesto todo lo que esto significa pa-
ra la historia y la raza humana. Una verdad que todo ser
humano puede conocer de manera personal independiente-
mente de su condición, formación o procedencia, pues co-
nocer la Verdad no tiene que ver con la posesión de fa-
65

cultades cognoscitivas excepcionales sino con la actitud


adecuada por parte del individuo que conoce.
La verdad final, la verdad de Dios o, en síntesis: La Verdad
(con mayúscula y sin calificativos), está entonces dispo-
nible para todos y puede ser comunicada por Dios (atri-
buto comunicable) a todos y cada uno de los seres
humanos que adopten la actitud adecuada para recibirla.
No es sólo que Dios nos comunique la verdad en el sentido
de mera información, por elaborada o encumbrada que éste
sea. Es mucho más que eso.
Cuando Jesucristo dijo a Pilato: “Yo para esto nací, y para
esto vine al mundo: para dar testimonio de la verdad” (Jn.
18:37) no estaba diciendo únicamente que su enseñanza era
verdadera, sino que Él es la verdad, como queda claro en el
pasaje ya citado de Juan 14:6 y en otros como estos: “… co-
nocerán la verdad, y la verdad los hará libres… si el Hijo
los libera, serán ustedes verdaderamente libres” (Jn. 8:32,
36), en donde la verdad que libera es igualada con el Hijo, es
decir, Jesucristo. Al comunicarnos la verdad Jesucristo se
comunica entonces a sí mismo, de manera íntima y perso-
nal en el acto de conversión por medio de la fe en Él y con-
tinúa haciéndolo en la comunión que el creyente puede tener
con Él a lo largo de toda su vida a partir de la conversión.
3.2.2.3. Libertad. La conexión de causa entre verdad y libertad fue
establecida por el Señor Jesucristo al afirmar que es el cono-
cimiento de la verdad manifestada en Él el que trae verdade-
ra libertad (Jn. 8:32, 36). Así, pues, al comunicarnos la ver-
dad, o lo que es lo mismo: al comunicarse a sí mismo, Cristo
está comunicándonos u otorgándonos de forma simultá-
nea la libertad verdadera. Esa verdadera libertad, guarda-
das las obvias proporciones entre Creador y criatura, no es
otra que la misma que Dios disfruta en el sentido ya aludido y
explicado en relación con la omnipotencia y soberanía divi-
nas.
Esto es, que “El SEÑOR hace todo lo que quiere en los cie-
los y en la tierra, en los mares y en todos sus abismos” (Sal.
135:6). Pero ya vimos como eso no significa arbitrariedad de
su parte, sino por el contrario, la permanente y absoluta con-
vergencia o coincidencia entre lo que Dios quiere hacer y lo
66

que Dios debe hacer. Y en eso consiste la verdadera liber-


tad. Hacer lo que debemos hacer por el simple hecho de
que es exactamente lo que queremos hacer. A la luz de
esta definición el llamado “libre albedrío” del ser humano es
tan solo una presunta libertad, pues si bien nos permite elegir
o escoger entre diversas opciones de forma consciente y a
voluntad, deliberando, decidiendo y haciéndonos responsa-
bles por nuestros actos de manera personal; también lo es
que como resultado de esta facultad humana natural por lo
general elegimos hacer lo que sabemos que no debemos
hacer, o en el mejor de los casos elegimos hacer lo que de-
bemos hacer, pero por motivos incorrectos, mezquinos y
egoístas.
Nuestra condición caída y pecaminosa trae, pues, como
resultado que nuestra voluntad (lo que queremos) y
nuestra consciencia moral (lo que debemos) estén dis-
ociadas, fragmentadas, escindidas entre sí y en perma-
nente y caótica pugna (St. 4:1-3). Una pugna en la cual por
lo general es la voluntad caprichosa la que se impone, vulne-
rando una y otra vez los requerimientos de nuestra concien-
cia moral al punto de irla dejando inoperante en lo que la Bi-
blia llama una “conciencia encallecida” (1 Tim. 4:2) o también
una “corrompida… conciencia” (Tito 1:15).
No somos entonces libres con una verdadera libertad análo-
ga a la de Dios, sino que somos esclavos del pecado. Como
lo revela la Biblia, el pecado condiciona drásticamente
nuestra libertad al punto de que ésta dejar de ser verda-
dera libertad y se limita a ser una simple caricatura de
ella en lo que Agustín, Lutero y Calvino preferían en es-
tricto rigor designar como mero “albedrío”, pero no “libre
albedrío”, pues el albedrío del ser humano caído no es real-
mente libre, pues todas nuestras elecciones supuestamente
libres implican en algún grado la derrota de nuestra concien-
cia en favor de nuestra voluntad. Una voluntad esclava del
pecado.
No se explica de otro modo lo declarado por el apóstol Pablo:
“Sabemos, en efecto, que la ley es espiritual. Pero yo soy
meramente humano, y estoy vendido como esclavo al peca-
do. No entiendo lo que me pasa, pues no hago lo que quie-
67

ro [es decir, lo que la conciencia moral indica que debería


hacerse], sino lo que aborrezco [lo que la voluntad lleva a
cabo finalmente, dominada por el deseo y las emociones
desordenadas o, en síntesis, por el pecado]. Ahora bien, si
hago lo que no quiero, estoy de acuerdo en que la ley es
buena… Yo sé que en mí, es decir, en mi naturaleza peca-
minosa, nada bueno habita. Aunque deseo hacer lo bueno
[de nuevo, lo que la conciencia moral indica], no soy capaz
de hacerlo [pues la voluntad esclava del pecado se impone
siempre sobre la conciencia, haciéndola impotente para guiar
nuestros actos]. De hecho, no hago el bien que quiero, si-
no el mal que no quiero… Así que descubro esta ley: que
cuando quiero hacer el bien, me acompaña el mal. Por-
que en lo íntimo de mi ser me deleito en la ley de Dios [la
conciencia moral]; pero me doy cuenta de que en los miem-
bros de mi cuerpo hay otra ley, que es la ley del pecado [el
deseo desordenado que se impone por intermedio de la vo-
luntad caída]. Esta ley lucha contra la ley de mi mente, y me
tiene cautivo. ¡Soy un pobre miserable! ¿Quién me librará de
este cuerpo mortal? ¡Gracias a Dios por medio de Jesucristo
nuestro Señor!...” (Rom. 7:14-16, 18-19, 21-25).
Sin Cristo somos, sin lugar a dudas, esclavos del pecado, pe-
ro gracias a Dios quien por medio de Jesucristo nuestro
Señor nos otorga o comunica la verdadera libertad para
que comencemos a alinear de manera cada vez más sis-
temática y creciente lo que debemos hacer con lo que que-
remos hacer (Gál. 5:13), a semejanza suya que lo hace así
siempre o de manera absoluta, mientras que los creyentes,
por mucho que avancemos en ello, ejerceremos nuestra li-
bertad en grado relativo, no propiamente por nuestro inheren-
te y limitado poder de criaturas en contraste con la omnipo-
tencia incomparable del Dios Creador; sino porque a diferen-
cia de Dios y en las condiciones actuales de la existencia
nunca lograremos hacer que lo que queremos corresponda
exactamente con lo que debemos en todos los casos.
3.2.2.4. Santidad. “pues está escrito: «Sean santos, porque yo soy
santo.»” (1 P. 1:16). Aunque, de manera similar a lo sucedido
con el amor y la verdad, la santidad es más que un atribu-
to divino al punto de ser en muchos contextos bíblicos
un sinónimo de su divinidad, de modo que la santidad bien
68

podría ser un calificativo añadido a todos los demás atributos


de Dios ya considerados (podríamos decir que el amor de
Dios es un amor santo, que la verdad divina es una verdad
santa, que la libertad de Dios es una libertad santa, que su
omnipotencia es santa, etc.); para el propósito de compren-
der el concepto un poco mejor, la hemos incluido como un
atributo propio de Dios que Él comunica a los suyos a tal
grado, que puede con justicia hacer de la santidad un man-
dato u obligación para el creyente.
Pero debemos entender, como se verá con más detalle
cuando se estudie la doctrina de la santificación en la materia
Fundamentos de la Fe, que la raíz hebrea de la palabra
que traducimos usualmente como “santo” señala en
primera instancia una separación y no a una elevada o su-
perlativa condición moral. Lo segundo viene a ser simple
consecuencia de lo primero. Dios es santo porque está se-
parado de su creación. Está más allá de ella.
No por nada decíamos que la santidad era tal vez la ex-
presión bíblica más clara de la trascendencia de Dios. El
aspecto moral o ético de la santidad no es, pues, lo primero
que el vocablo “santo” evoca en la Biblia, aunque de cual-
quier modo lo incluya en su acepción. Así, pues, cuando Dios
nos exhorta a ser santos a semejanza suya nos está exhor-
tando a separarnos de lo profano para entrar en el ámbito de
lo sagrado y permanecer allí con Él, que es el Santo por ex-
celencia37.
En la medida en que permanecemos en este ámbito la trans-
formación moral del creyente se efectúa por el simple contac-
to que éste tiene con Dios, quien santifica todo lo que toca,
pero esta transformación moral es siempre posterior al acto
por el cual fue apartado o llamado a compartir la santidad o
estado de absoluta separación que Dios ostenta.
Una vez establecido lo anterior, hay que decir que definir la
santidad más allá de esto es una empresa bien difícil, pues la
esencia de la santidad de Dios es que Él está a tal grado
apartado y más allá de su creación que se encuentra por en-
cima de toda posible clasificación y comparación intramun-
37
Lo sagrado y lo profano es una distinción ya clásica y contrastante dentro de las ciencias de la re-
ligión en general, como lo veremos con más profundidad en la materia El Fenómeno Religioso
69

dana38 y todo lo que podamos decir de Él (ya sea por medio


de símbolos o analogías), será siempre insuficiente y no le
hará nunca completa justicia39. Rudolf Otto lo expresó dicien-
do que Dios es “El Totalmente Otro” 40 y ya señalamos como
Karl Barth popularizó la expresión designándolo como “El
Absolutamente Otro”.
Con todo, la santidad como atributo también es algo ne-
cesario a la condición personal tanto de Dios como de la
criatura humana. Es justamente uno de los atributos comu-
nicables de Dios que más “personaliza” al ser humano
haciendo brillar de nuevo en él la imagen y semejanza divi-
nas que Dios plasmó en su ser al crearlo. La santidad que
Dios nos comunica nos hace más personas, o mejor di-
cho: verdaderas y cabales personas, pues no se trata úni-
camente de que al ser constituidos santos por Dios so-
mos separados y llevados a trascender drásticamente nues-
tra realidad inmediata y a transformar nuestra conducta de
forma consecuente, sino también a adquirir conciencia de
nuestra condición y dignidad personal que nos diferen-
cia de todas las demás criaturas de la creación con las
cuales, si bien compartimos características físico-químicas y
biológicas comunes y similares entre sí, no obstante nos dife-
renciamos o estamos drásticamente separados de ellas gra-
cias a nuestra única y exclusiva condición personal y espiri-
tual que no admite comparación con ninguna otra criatura de

38
Es decir, relativo a cualquier persona o cosa de este mundo.
39
En el campo de la teología evangélica actual el teólogo R.C. Sproul se ha ocupado del tema de la
santidad de Dios de una manera muy asequible y amena al común de los lectores, sean estos le-
gos o no en el asunto. Su libro La Santidad de Dios también está llamado a convertirse en un clási-
co sobre el tema y la serie de conferencias en video basadas en esta obra son un complemento
magistral para el libro dadas las indiscutibles dotes de Sproul, no sólo como teólogo, sino ta mbién
como comunicador.
40
Rudolf Otto es conocido por abordar el tema de la santidad de Dios desde una perspectiva feno-
menológica y no teológica en su obra clásica, de obligada lectura para intentar comprender el con-
cepto de santidad, bajo el título de Lo Santo. Lo racional e irracional en la idea de Dios. De hecho
la santidad es un tema recurrente y casi obsesivo en el campo de la fenomenología de la religión,
como tendrá oportunidad de verse de manera más bien panorámica en la ya mencionada materia
de El Fenómeno Religioso contemplada en el programa de estudio. Y la obra de Otto ha sido des-
de su publicación referente obligado para todos los fenomenólogos de la religión y ha sido incluso
una cantera para proveer de terminología a las ciencias de la religión, particularmente a la fenome-
nología, que echa mano de algunas expresiones puntuales utilizadas por Otto y las define para
hacer de ellas expresiones técnicas en el campo de la fenomenología de la religión.
70

la naturaleza y que nos eleva por encima de ella haciéndo-


nos semejantes a Dios.
Viene al caso lo dicho por Antonio Cruz: “La idea de que Dios
no puede interferir y modificar las leyes físicas del cosmos se
basa en el error de suponer que el universo está cons-
truido únicamente sobre materia fría e impersonal. Sin
embargo, la Biblia afirma que el universo tiene una base
personal. Antes que la materia, existía la persona.” Dios,
la realidad última del universo es de carácter personal, al
igual que el ser humano y al comunicarnos su santidad Dios
quiere hacernos también conscientes de ello de tal modo que
nos levantemos por encima de los condicionamientos de la
naturaleza bruta y honremos nuestra condición personal ac-
tuando en este mundo de una manera digna y acorde con
esa condición.
Porque la dignidad del ser humano no radica en su tamaño
físico que es ínfimo y completamente insignificante en rela-
ción con el universo en el cual fue colocado, sino en su con-
dición personal que hace que a pesar de su indiscutible pe-
queñez física haya, sin embargo, sido creado por Dios como
el centro de su creación material. No ya como el centro físico
del universo, sino como el centro de su sentido y significado.
De aquí derivan incluso convicciones que sobrepasan el
marco religioso y encuentran expresión universal en el ámbi-
to secular, como aquella que afirma que “la vida humana es
sagrada”, consagrada en el derecho positivo de todas las cul-
turas por medio de las severas sanciones penales sobre
cualquiera que comete homicidio o asesinato. Pero ya se
ampliará este tema en la materia de Fundamentos de la Fe
cuando veamos la doctrina del hombre.
Cuestionario de repaso
1. ¿De qué modo ha tratado tradicionalmente la teología cristiana de probar o por
lo menos de fundamentar con suficiencia la existencia de Dios?
2. Relacione y defina brevemente los argumentos naturales a favor de la existen-
cia de Dios
3. De los argumentos naturales a favor de la existencia de Dios ¿Cuáles son a
priori y cuales a posteriori y qué significa esto?
71

4. ¿Cómo o con que argumentos deja constancia la Biblia de la existencia de


Dios?
5. ¿Qué tipos o clases de atributos divinos debemos distinguir en la Biblia y por
qué?
6. Relacione los atributos absolutos o incomunicables que la Biblia nos revela de
Dios y defínalos brevemente
7. Relacione los atributos relativos o comunicables que la Biblia nos revela de Dios
y defínalos brevemente
72

4. Los nombres de Dios


Las Escrituras se refieren a Dios de múltiples formas o con variados
nombres propios que expresan también aspectos diversos, pero
puntuales y complementarios de la inefable y cabalmente inabarcable
realidad divina. En este propósito un sólo nombre es insuficiente para lograr el
cometido que Dios persigue de revelarse al ser humano con miras a su
salvación. Por eso Él eligió revelarse de distintas maneras dándose a conocer
con una serie de nombres diferentes, cada uno de los cuales expresa un
aspecto importante de su naturaleza o de su carácter que debemos tomar en
cuenta en nuestra relación con Él.
No se trata, pues, de dioses distintos, sino de un mismo Dios conocido
por diferentes nombres en las Escrituras, en la experiencia del pueblo de
Israel y, finalmente, en la experiencia de la Iglesia. De hecho, los intentos de
definición de Dios por medio de nomenclaturas o designaciones muy
particulares y diferentes entre sí no se agota con las Escrituras, sino que la
historia da cuenta de intentos en este sentido por parte de los pueblos primitivos
que prosiguen hoy en día a través de las reflexiones llevadas a cabo por los
teólogos modernos.
Ya hemos citado, por ejemplo, las maneras en que teólogos cristianos como
Rudolf Otto, Kart Barth y Paul Tillich se refieren a Dios (“El Totalmente Otro”, “El
Absolutamente Otro” y “El Ser en Sí”, respectivamente). Asimismo, científicos y
pensadores seculares agnósticos como el físico inglés Stephen Hawking y el
psiquiatra austríaco Víctor Frankl, ante los límites con los que tropiezan en su
intento de explicación del mundo o de la psiquis humana con arreglo a las leyes
ya descubiertas por la ciencia, optan por referirse a esas realidades que no
logran definir o representar pero cuyo significado y efectos se pueden percibir
claramente con nombres como “singularidad” (Hawking) y “el sí mismo” (Frankl)
que, desde nuestra perspectiva, bien podrían tomarse como designaciones de
la realidad divina que ellos no están dispuestos a reconocer de manera expresa
para poder conservar así su rótulo de agnósticos.
A la diversidad de nombres explícitos para denotar la realidad de Dios también
hace alusión el pastor Darío Silva-Silva en la siguiente cita extractada de su
libro El Reto de Dios que, en el capítulo “El Gran Yo Soy en América” reza así:
“… El Ser en Si, dijo Tillich. Desde luego, estas nomenclaturas chocan con la
visión ancestral de una imagen divina antropomorfa; ese ídolo somatizado, con
órganos de los sentidos, se llama Baal, Osiris, Zeus, Júpiter, Pachamama, Xué
cualquier cosa… Pero el Dios verdadero, Padre del Salvador y Padre nuestro, es
el Espíritu que habita en luz inaccesible, a Quien cada lenguaje llama a su
manera: el hebreo Yaveh, el árabe Alá, el inglés God, el español Dios, pero no
73

puede definirse con palabras, salvo si nos atrevemos a llamarlo el Gran


Quiensabe… Como lo demuestra el ya mencionado investigador Izquierdo Gallo,
C.M.F.: ‘La etnología moderna ha descubierto el monoteísmo como constitutivo de
la religión más primitiva’.
El Tetragramatón Inefable YHWH, que se descrifra como YO SOY ha sido
reencontrado en la escritura criptográfica del inconciente colectivo como
fundamento de la memoria ancestral. Vitalismo primitivo…
La escuela histórico-cultural, representada por sabios como Lang, Ratzel,
Frobenius y Schmidt, ha encontrado en pueblos actuales de cultura rudimentaria
la realidad del monoteísmo. Los pigmeos de África, los semang de Malaca, los
andamaneses de las islas del Golfo de Bengala y los aruntas de Australia,
profesan la fe monoteísta. Madagascar conoció el monoteísmo en sus primeros
habitantes. Los kamilaroi llaman Baiamé al Dios Supremo. Los bosquimanos
creen en un Creador de todas las cosas, cuyo nombre es Cana. Los bantúes
adoran a un Padre Universal al que nominan Okuku. Además, pueblos no
genuinamente monoteístas reconocen la existencia de un Ser Supremo. Los
esquimales hablan de Torngarsuk. Los pielesrojas adoran a Manitu, el Gran
Espíritu. Otras tribus de Norteamérica denominan a Dios como el Dueño de la
Vida, Nuestro Padre el Cielo, el Gran Misterio, etc. Los sioux le han dado el
nombre de Wakonda, es decir, Fuente de la Vida”.
Pero después de estos párrafos introductorios, vayamos ahora sí a los nombres
bíblicos para Dios.
4.1. Elohim
“Dios, en el principio, creó los cielos y la tierra” (Gén. 1:1). Este es el nom-
bre con el que se inicia la Biblia y el primero en ser atribuido a Dios. A ries-
go de incurrir en una obviedad, hay que decir sin embargo que se traduce
usualmente como “Dios”, a secas, en el castellano. Pero su traducción no
ha sido una labor tan fácil y sencilla como puede parecer a primera vista.
Esto se debe, en primer lugar, a que es una palabra plural, de modo que
su exacta traducción sería “dioses”. No obstante lo anterior, en los
pasajes en que se menciona a Dios como “Elohim” este nombre está
acompañado casi invariablemente del verbo correspondiente en singu-
lar y no en plural, como puede verse en el versículo citado del Génesis.
Por lo anterior los teólogos cristianos han apelado a este nombre para
apuntalar el misterio de la Trinidad, viendo en el nombre Elohim referi-
do a Dios una alusión velada a la pluralidad en unidad que caracteriza
a la divinidad.
74

El asunto se complica un poco más cuando consideramos que, en realidad,


el uso de esta palabra en el hebreo bíblico da a entender que Elohim no es
un “nombre” en el sentido exacto del término. Lo es cuando se refiere a
Dios41, en cuyo caso la transliteración adecuada al español sería “Elohim”
(comenzando con mayúscula, para indicar nombre propio). Pero no siem-
pre se refiere a Dios, y es en estos casos en donde funciona más como un
título que como un nombre propio. Y como título “elohim” (transliterado al
español con minúscula inicial) se aplica, además de al Dios Creador, tam-
bién a aquellos que han sido colocados por Él en posiciones de gran
responsabilidad, liderazgo y autoridad.
Así sucede, por ejemplo, en relación con los ángeles, en pasajes tales
como el salmo 8:5, traducido así en diferentes versiones bíblicas: “Pues lo
hiciste poco menos que un dios…” (NVI); “Le has hecho poco menor que
los ángeles…” (RVR)42, en donde la palabra hebrea traducida indistinta-
mente como “dios” (con minúscula) y “ángeles” es “elohim”. La misma idea
se encuentra en el salmo 29:1 al traducir “elohim”: “Tributen al SEÑOR, se-
res celestiales…” (NVI); “Tributad a Jehová, oh hijos de los poderosos…”
(RVR); “¡Rendid a Yahveh, hijos de Dios…” (BJ)43.
De igual modo y para confirmar el uso de “elohim” como un título y no sólo
como un nombre propio exclusivo de Dios, tenemos que en la Biblia cuan-
do un ser humano recibe poder o asignación especial de parte de
Dios, se le considera también, hasta cierto punto, como “elohim” en
razón de la autoridad delegada que ostenta. Los jueces de Israel son,
por tanto, identificados algunas veces como “elohim”. Así sucede en Éxodo
22:9: “En todos los casos de posesión ilegal, las dos partes deberán llevar
el asunto ante los jueces [elohim]…”44 en donde “elohim” no hace alusión

41
Aproximadamente 2.310 veces de las 2.570 ocasiones en que se utiliza el término “elohim” en el
Antiguo Testamento éste se refiere a Dios, es decir, la abrumadora mayoría de las veces.
42
La Biblia de Jerusalén lo traduce igual que la Nueva Versión Internacional, pero en el comentario
a este versículo dice: “El autor piensa en los seres misteriosos que forman la corte de Yahveh… los
«ángeles» del griego y de la Vulgata…”. La Nueva Versión Internacional es más escueta en su
comentario de pie de página, pero sigue la misma línea de la Biblia de Jerusalén, indicando una
traducción alterna así: “Los ángeles o los seres celestiales”.
43
Recordar lo ya establecido en el sentido de que la expresión “hijos de Dios” en el Antiguo Testa-
mento está reservada a los ángeles, y no a los creyentes de manera individual, como en el Nuevo
Testamento.
44
De hecho, en éste y otros pasajes similares en donde se utiliza “elohim” (ver también Éxo. 21:6;
22:8) la Biblia de Jerusalén prefiere traducir “ante Dios” y no “ante los jueces”, y aún la Nueva Ver-
sión Internacional, que en los tres casos prefiere “ante los jueces” señala sin embargo en el pie de
página de los tres pasajes que una traducción alterna sería “ante Dios”. Lo mismo sucede en 1
Samuel 2:25, en donde la Biblia de Jerusalén y la Nueva Versión Internacional traducen “Dios”,
donde la Reina Valera Revisada prefiere traducir “jueces”. En el caso del salmo 58:1 la Nueva Ver-
75

propiamente a divinidad, sino a autoridad delegada por Dios que debe ejer-
cerse de manera responsable.
Eso explica también algunas porciones de los salmos en las cuales Dios se
dirige con amonestaciones mordaces a los líderes que no han utilizado bien
la autoridad divina delegada inherente a sus cargos: “Dios preside el conse-
jo celestial; entre los dioses dicta sentencia: «¿Hasta cuándo defenderán
la injusticia y favorecerán a los impíos? Defiendan la causa del huérfano y
del desvalido; al pobre y al oprimido háganles justicia. Salven al menestero-
so y al necesitado; líbrenlos de la mano de los impíos. »Ellos no saben na-
da, no entienden nada. Deambulan en la oscuridad; se estremecen todos
los cimientos de la tierra. »Yo les he dicho: "Ustedes son dioses; todos us-
tedes son hijos del Altísimo." Pero morirán como cualquier mortal; caerán
como cualquier otro gobernante.» Levántate, oh Dios, y juzga a la tierra,
pues tuyas son todas las naciones.” (Sal. 82:1-8)45.
En lo atinente a los jueces, líderes o gobernantes humanos, estos deben,
por tanto, tener siempre presente la seriedad de su responsabilidad al juz-
gar y gobernar, pues en Israel el presentarse ante los legítimos jueces en
funciones era presentarse ante Dios (Dt. 19:17), y también recordar que en
último término “… a un alto oficial lo vigila otro más alto, y por encima de
ellos hay otros altos oficiales” (Ecl. 5:8), en la cúspide de los cuales está
Dios o “Elohim” ante quien deben comparecer todos los demás “elohim”,
sean éstos ángeles o seres humanos, de tal modo que toda autoridad o po-
der relativo que los “elohim” posean, lo tienen por delegación expresa de
“Elohim”, tal y como el Señor Jesucristo se lo recordó al gobernador Poncio
Pilato en su momento, cuando éste alardeó del poder que tenía sobre Él:

sión Internacional coloca “gobernantes” donde la Biblia de Jerusalén prefiere “dioses” y en el salmo
138:1 tanto la Nueva Versión Internacional como la Reina Valera Revisada optan por “dioses” en
contraste con la Biblia de Jerusalén que se inclina por “ángeles”. Pero esta ambigüedad en la tra-
ducción de “elohim” está restringida a estos pocos pasajes. En el resto de ocasiones en que se uti-
liza en el Antiguo Testamento, el contexto es lo suficientemente claro para que el sentido y la tra-
ducción de la palabra sea unánime entre las diferentes versiones y traducciones de la Biblia.
45
En el Nuevo Testamento el Señor Jesucristo cita este pasaje dirigiéndose a los líderes religiosos
del pueblo que se oponían a Él, para confundirlos al señalarles su inconsecuencia, pues estaban
dispuestos a aceptar la designación de “elohim” para ellos mismos tal como ésta aparece en el
hebreo del Antiguo Testamento atribuida a los líderes mortales del pueblo, pero le negaban a Cris-
to, verdadero Dios, la misma atribución, escandalizándose y acusándolo de blasfemia cuando daba
a entender que Él era el Hijo de Dios: “No te apedreamos por ninguna de ellas sino por blasfemia;
porque tú, siendo hombre, te haces pasar por Dios.
¿Y acaso respondió Jesús no está escrito en su ley: "Yo he dicho que ustedes son dio-
ses" ? Si Dios llamó "dioses" a aquellos para quienes vino la palabra (y la Escritura no puede ser
quebrantada), ¿por qué acusan de blasfemia a quien el Padre apartó para sí y envió al mundo?
¿Tan sólo porque dijo: "Yo soy el Hijo de Dios" ? Si no hago las obras de mi Padre, no me crean.
Pero si las hago, aunque no me crean a mí, crean a mis obras, para que sepan y entiendan que el
Padre está en mí, y que yo estoy en el Padre” (Jn. 10:33-38).
76

“No tendrías ningún poder sobre mí si no se te hubiera dado de arriba…”


(Jn. 19:11).
Por último, dados estos usos de la palabra “elohim” en el Antiguo Testa-
mento como título y no como nombre propio de Dios, es de esperar que en
algunos pasajes si se refiera expresamente a los dioses de los pue-
blos paganos que conducen a la idolatría condenada en las Escrituras
de principio a fin, y no sólo a los ángeles de manera vaga (sin distinguir
entre ángeles de Dios y ángeles caídos o demonios), o a los jueces o go-
bernantes del pueblo. En muchos de estos casos la expresión hebrea es
“elohim ajerim”, es decir “dioses extraños”. Pero no debe verse en estos
pasajes una concesión al politeísmo pagano, sino simplemente una ad-
vertencia que tiene en cuenta el hecho ya registrado previamente de que
los demonios o ángeles caídos suelen promover la idolatría para camuflarse
en las deidades paganas y recibir así el culto y la adoración de los pueblos
correspondientes.
Ya el apóstol Pablo lo señalaba bien en sus epístolas, quien a pesar de
desestimar por completo a los ídolos como nada (1 Cor. 8:4-6), dice un po-
co después: “Por tanto, mis queridos hermanos, huyan de la idolatría…
¿Qué quiero decir con esta comparación? ¿Qué el sacrificio que los gentiles
ofrecen a los ídolos sea algo, o que el ídolo mismo sea algo? No, sino que
cuando ellos ofrecen sacrificios, lo hacen para los demonios, no para Dios,
y no quiero que ustedes entren en comunión con los demonios” (1 Cor.
10:14, 19-20). Después de todo, el mismo apóstol nos revela que “… Sa-
tanás mismo se disfraza de ángel de luz” (2 Cor. 11:14).
Así, pues, los ángeles, incluyendo entre ellos a los demonios, son
“elohim” en el sentido de que les ha sido comisionada autoridad y aún los
ángeles que no guardaron su dignidad o posición original (ángeles caídos o
demonios), continúan recibiendo ese nombre debido al papel que les ha si-
do asignado y que nunca fue revocado por Dios, ante quien tendrán que dar
cuenta. En palabras de D. A. Hayyim: “… los ‘principados y potestades’ de
las tinieblas tiene poder para hacer daño, para hacer el mal, y aún así son
llamados ‘elohim’, no en el sentido de que sean dioses verdaderos, no en el
sentido de que sean divinos, sino en el sentido de que tienen poder o han
sido investidos con cierta autoridad”.
Poder y autoridad que nunca han perdido del todo a pesar del mal uso que
han hecho de ambos y que justifica que sigan siendo llamados “elohim”. No
por nada el apóstol Pablo, ya en el Nuevo Testamento, se refiere a Satanás
como “el dios de este mundo” (2 Cor. 4:4). Sea como fuere, “Elohim”
como nombre propio y no como título es un nombre exclusivo de Dios
77

y apunta a su poder creador y a su autoridad sobre su creación, que


se hallan muy por encima de cualquier otro poder o autoridad angélica
o humana, las cuales dependen siempre de Dios y responden ante Él como
fuente última de todo poder o autoridad indistintamente.
4.2. YHWH (o también YHVH: Yahveh)
“Pero Moisés insistió: Supongamos que me presento ante los israelitas y
les digo: "El Dios de sus antepasados me ha enviado a ustedes." ¿Qué les
respondo si me preguntan: "¿Y cómo se llama?" Yo soy el que soy res-
pondió Dios a Moisés. Y esto es lo que tienes que decirles a los israelitas:
"Yo soy me ha enviado a ustedes." Además, Dios le dijo a Moisés: Diles
esto a los israelitas: "El SEÑOR, el Dios de sus antepasados, el Dios de
Abraham, de Isaac y de Jacob, me ha enviado a ustedes. Éste es mi nom-
bre eterno; éste es mi nombre por todas las generaciones.’” (Éxo. 3:14-15).
En realidad, este nombre aparece por primera vez en Génesis 2:4, pero en
combinación con Elohim. La combinación de estos dos nombres continúa
hasta Génesis 4:1 en donde YHWH aparece por primera vez solo. Pero por
la centralidad e importancia que, en relación con este nombre, tiene este
conocido pasaje del libro del Éxodo, vamos a enfocarnos en él para ocu-
parnos de este nombre divino. En efecto, tenemos aquí el nombre propio
de Dios conocido técnicamente como “el Tetragrámaton”.
En el pasaje citado del Éxodo, extractado de la Nueva Versión Internacional
de la Biblia, se sustituye el Tetragrámaton en el inicio del versículo 15 por el
nombre “El SEÑOR” en letras versales (letras con grafía de mayúsculas, pero
en tamaño de minúsculas). Dejemos, entonces, que los traductores de la
Nueva Versión Internacional nos expliquen lo relativo a este nombre propio
de Dios y a su sustitución por “El SEÑOR” en éste y otros múltiples pasajes
del Antiguo Testamento:
“La Nueva Versión Internacional, al igual que otras versiones contem-
poráneas de la Biblia, pone la palabra “SEÑOR” en lugar de las corres-
pondientes cuatro consonantes del texto consonantal hebreo, conoci-
das como el tetragrámaton: hwhy, “YHVH”.
A primera vista, para quien conoce el sentido de la raíz hebrea que forman
esas consonantes, YHVH no tiene nada que ver con SEÑOR. El significado
de YHVH está relacionado con el verbo hebreo que se traduce al caste-
llano como “ser”, mientras que “Señor” es la traducción de la palabra
hebrea “Adonay”.
Aunque se ha debatido mucho el origen y significado exacto de YHVH, el
consenso general de los especialistas es que YHVH significa simple-
78

mente “Él es”. Esto se deduce como consecuencia lógica de la forma ver-
bal de la primera persona que aparece en Éxodo 3:14: “vehyeh”, “Yo soy”.
Si Dios dice de sí mismo “Yo soy”, el pueblo dice de Dios “Él es”. La forma
verbal detrás de esta traducción es un imperfecto del tema verbal conocido
en la gramática hebrea como “qal” (la forma simple del verbo hebreo). Su
pronunciación parece ser la de “yahvé” o “yavé”. Así lo comprueban al-
gunos textos griegos de la época patrística.
Este nombre dejó de pronunciarse desde la época del Antiguo Testamento,
concretamente, durante el exilio. Cuando se tradujo la Biblia hebrea o
Antiguo Testamento al griego, los traductores usaron en forma sis-
temática la palabra “Kyrios” (“Señor”) en lugar de YHVH. Así se respetó
la tradición y la práctica impuesta por los judíos de evitar pronunciar
el nombre sacrosanto de Dios. En las sinagogas, donde el texto hebreo
siguió en uso, cada vez que aparecía en la lectura la palabra YHVH el lector
automáticamente pronunciaba la palabra hebrea “Adonay” (“Señor”). Los
autores del Nuevo Testamento usaron la palabra “Kyrios” para repre-
sentar YHVH. De manera que en las citas que tenemos del Antiguo Tes-
tamento en el Nuevo Testamento, se utiliza la palabra “Kyrios” (Señor)
en lugar de YHVH.
Muchos siglos después, ya en plena era cristiana, los eruditos judíos, cono-
cidos como masoretas, inventaron una puntuación vocálica y la unieron al
texto consonantal sin violentar su integridad. Eso se hizo para evitar la
pérdida de la pronunciación correcta y del sentido o significado correcto de
las palabras hebreas. Así, cada palabra hebrea de lo que hoy se conoce
como “texto masorético”, tiene el texto consonantal acompañado de su res-
pectiva puntuación vocálica. Sin embargo, eso no sucedió con el nombre
de Dios, YHVH. Los masoretas no colocaron las vocales correspondien-
tes, sino que acompañaron el texto consonantal YHVH con los puntos
vocálicos de “Adonay” (Señor). La intención era comunicarle al lector
que aunque estuvieran presentes las consonantes del nombre sacro-
santo de Dios, éste no debía pronunciarse, sino que en su lugar se
pronunciaría el equivalente hebreo de “Señor”, es decir, “Adonay”. Es-
ta práctica que también se sigue en algunas otras palabras del texto bíblico,
se conoce con la expresión “qereb” y “qetib” (“así se lee” y “así se escribe”).
A principios del siglo XII d. C., surgió el anhelo de proveer a la cristiandad
de nuevas traducciones bíblicas hechas directamente de los idiomas origi-
nales y no del latín de la Vulgata, traducción hecha por S. Jerónimo en el
siglo IV d. C. Y así fue como se inició la escritura y lectura del la pala-
bra “Jehová”. Esta palabra es una forma híbrida, está formada por las
79

consonantes de “Yahveh” y las vocales de “Adonay”. La palabra Je-


hová no existe, pues, en sí en el texto original hebreo de la Biblia. Es
una invención del siglo XII d. C. que resultó de la combinación de las
consonantes del término “Yahve”, con las vocales de la palabra “Ado-
nay”. Cuando se tradujeron Biblias como la Reina Valera (siglo XVI d.
C.), se siguió esa práctica. Por eso es que hasta el día de hoy todas las
revisiones y versiones basadas en la Reina Valera usan Jehová para
referirse al nombre de Dios.
Si se quisiera traducir literalmente el nombre original de Dios, se de-
berían usar las formas “Yahvé” o “Yavé”. Así hacen varias versiones
contemporáneas, como la “Nueva Biblia de Jerusalén” y la “Biblia Latinoa-
mericana”. Sin embargo, la mayoría de las versiones tanto católicas
como protestantes prefieren usar el título “Señor”. De esta manera, se
respeta la tradición establecida en los textos hebreos transmitidos por
los judíos, desde la antigüedad hasta nuestros días, y se evita usar de
manera indiscriminada el nombre sacrosanto de Dios. Además, el títu-
lo “Señor” ha probado ser la mejor opción para el uso y aceptación de
una traducción bíblica en el ámbito universal. El uso de la palabra “Je-
hová” no solo hace caso omiso e la realidad lingüística del nombre divino,
sino que crea muchas resistencias entre círculos tanto judíos como de otros
cristianos y creyentes ilustrados, que no ven la razón para que se siga utili-
zando un término que nunca estuvo en los originales de la Biblia.
Por el contrario la palabra Señor, como traducción del griego “Kyrios”, que
es a su vez traducción del nombre hebreo “Adonay”, sí es un término bíblico
con el que se identificaba a Dios. Y ya lo hemos dicho, era el término que
los judíos pronunciaban siempre que aparecía el tetragrámaton inefable del
nombre de Dios: YHVH, el cual no les era permitido pronunciar.”
Lo único que habría que añadir al anterior extracto es que el Tetragrámaton
es considerado por muchos como el nombre más personal de Dios y consti-
tuye el fundamento bíblico utilizado por Tillich para justificar su designación
de Dios como “El Ser en Sí” y también para afirmar que en estricto rigor
Dios no existe, sino que Dios sencillamente es.
4.3. El Elyon
“Y Melquisedec, rey de Salén y sacerdote del Dios altísimo, le ofreció pan
y vino” (Gén. 14:18). Este nombre divino se traduce como “el Altísimo” a
partir de este pasaje del Génesis en donde aparece por primera vez. El
hecho de que la revelación de este nombre esté asociada al enigmático
personaje de Melquisedec, a quien étnicamente habría que catalogar como
80

un gentil46, ha llevado a algunos estudiosos a afirmar que con este nombre


se quiere señalar el derecho de propiedad divina, no sólo sobre su pue-
blo escogido, sino también sobre toda la raza humana y la creación en
general (los cielos y la tierra), como parece reconocerlo Abram al dar a
Melquisedec los diezmos de todo y declarar, acto seguido, lo siguiente: “Pe-
ro Abram le contestó: —He jurado por el SEÑOR, el Dios altísimo, creador
del cielo y de la tierra, que no tomaré nada de lo que es tuyo, ni siquiera un
hilo ni la correa de una sandalia…” (Gén. 14:22).
De hecho la Biblia apela a la propiedad de Dios sobre todo lo que existe pa-
ra justificar su prerrogativa y su derecho a repartir la tierra, no solo entre su
pueblo, sino también entre todas las naciones gentiles. Y lo hace de nuevo
apelando al nombre El Elyon: “Cuando el Altísimo dio su herencia a las na-
ciones, cuando dividió a toda la humanidad, les puso límites a los pueblos
según el número de los hijos de Israel” (Dt. 32:8 cf. Hc. 17:26).
Parece ser, entonces, que el nombre El Elyon trasciende al pueblo de Israel
e incluye de algún modo su revelación a los gentiles; revelación siempre in-
suficiente en orden a la salvación pero que anticipa y anuncia de forma ve-
lada la universalidad del evangelio de Cristo, descrito por el apóstol como:
“… poder de Dios para la salvación de todos los que creen: de los judíos
primeramente, pero también de los gentiles” (Rom. 1:16).
Como confirmación de lo anterior puede citarse al profeta Daniel, quien al
dirigirse a los babilónicos, un pueblo gentil o pagano, recurre insistentemen-
te al nombre El Elyon para instarlos a: “… que todos los vivientes reconoz-
can que el Dios Altísimo es el soberano de todos los reinos humanos, y
que se los entrega a quien él quiere, y hasta pone sobre ellos al más humil-
de de los hombres” (Dn. 4:17), idea reiterada en los mismos términos en el
versículo 25 y 32-35 del mismo capítulo, así como en el capítulo 5 desde el
versículo 18 al 21. Por otra parte, la trascendencia de Dios se expresa
aquí nuevamente a través de este nombre que apela a la altura o a la
estatura para señalar que Dios se encuentra por encima de todo, tras-
cendiéndolo siempre.

46
Es decir, como alguien que no desciende de Abraham y no pertenece, por lo tanto, al pueblo es-
cogido por Dios en el Antiguo Testamento: los hebreos, israelitas o judíos. Valga decir que el sa-
cerdocio de Melquisedec tipifica el futuro sacerdocio perfecto, incluyente y universal de Cristo que
trasciende el estrecho ámbito de la nación hebrea con su posterior establecimiento del imperfecto,
excluyente y restringido sacerdocio aarónico, inferior desde todo punto de vista al sacerdocio de
Cristo, tal como se nos revela con suficiencia en el salmo 110 y en la epístola de los Hebreos en el
Nuevo Testamento. Por eso no es descabellado pensar que el enigmático Melquisedec, más que
tipificar meramente el futuro sacerdocio perfecto de Cristo, pueda ser incluso una prefiguración o
aparición previa del Cristo preexistente antes de encarnarse como hombre en el vientre de la vi r-
gen María.
81

4.4. Adonai
Hemos visto que en la Nueva Versión Internacional, siempre que aparece el
nombre hebreo de Dios conocido como “tetragrámaton” no se traduce sino
que se sustituye por el término castellano “SEÑOR”47, razón por la cual en
esta traducción de la Biblia al español el nombre hebreo Adonai, cuya
traducción literal al español sí es “Señor”, da la impresión de aparecer
muy temprano en el relato bíblico, cuando lo cierto es que en el hebreo éste
nombre no aparece hasta Génesis 15:2 “Dijo Abram: «Mi Señor [Adonai]
Yahveh, ¿qué me vas a dar, si me voy sin hijos…?” (BJ).
Por lo tanto, sólo es a partir de este momento que comienza a atribuirse es-
te nombre a Dios y no antes. En relación con “Adonai” hay que decir tam-
bién que, de manera similar a “elohim”, este nombre se aplica en el Anti-
guo Testamento tanto a la deidad (la gran mayoría de las veces) como
al ser humano (muy ocasionalmente). Por eso, en las traducciones al
español este nombre se escribe con mayúscula si se aplica a Dios, pa-
ra distinguirlo de sus aplicaciones al ser humano, en cuyo caso más
que “señor” (con minúscula), significa “amo” (Gén. 24:9-10, 11), o
“esposo” (Gén. 18:12).
Este nombre tiene también sus propias dificultades derivadas del hecho de
que en hebreo existe otro nombre que significa “señor” pero que parece re-
servarse a los ídolos de las naciones paganas que rodeaban a Israel. Este
nombre es “Baal”, que no se traduce sino que únicamente se translitera al
español. Parece ser que debido a que en principio tanto “Adonai” como
“Baal” significaban lo mismo, los judíos llegaron a atribuir ambos nombres
de manera indistinta a Dios generando confusión en el culto debido a Él,
abriendo la puerta para que, inadvertidamente, se terminará incorporando a
los baales paganos en la adoración exclusiva debida al Adonai verdadero.
Esto es lo que reflejan pasajes bíblicos en los que Dios amonesta al pueblo
en estos términos: “¿Hasta cuándo seguirán dándole valor de profecía a las
mentiras y delirios de su mente? Con los sueños que se cuentan unos a
otros pretenden hacer que mi pueblo se olvide de mi nombre, como
sus antepasados se olvidaron de mi nombre por el de Baal” (Jer. 23:26-
27), así como la afirmación de Dios a través del profeta Oseas en el sentido

47
Sin embargo, es necesario decir que la Nueva Versión Internacional establece con claridad que
cuando aparece “SEÑOR” en letras versales se le está indicando con ello al lector que allí no ha
habido en realidad traducción sino sustitución del nombre hebreo YHWH, mientras que cuando
aparece el nombre “Señor” en letra normal (Isa. 6:1), se indica que allí si se está traduciendo de
manera literal al español el nombre hebreo ADONAI. El mejor y más gráfico ejemplo de ambos
usos se encuentra en el salmo 110 en donde leemos en el primer versículo lo siguiente: “Así dijo el
SEÑOR [YHWH] a mi Señor [Adonai]...” (Sal. 110:1)
82

que: “»En aquel día afirma el SEÑOR, ya no me llamarás: ‘mi señor’ [baal],
sino que me dirás: ‘esposo mío’. Te quitaré de tus labios el nombre de tus
falsos dioses [baales], y nunca más volverás a invocarlos” (Ose. 2:16-17).
Así se expresa al respecto D. F. Payne, experto en estudios semíticos:
“Yahvéh era ‘amo’ y ‘esposo’ para Israel, y por lo tanto lo llamaban ‘Baal’,
con toda inocencia; pero naturalmente esta práctica condujo a una confu-
sión del culto a Yahvéh con los rituales para los baales, y llegó el momento
en que se hizo necesario designar a Dios con algún título diferente…”. De
cualquier modo, en el desarrollo de la revelación a lo largo del Antiguo Tes-
tamento queda claro que “baal” está reservado a los “señores” o dio-
ses paganos de los pueblos idólatras que rodeaban a Israel, mientras
que “Adonai” está reservado al único Señor verdadero.
Ahora bien, ¿en qué aspecto del carácter de Dios y de la relación del cre-
yente con Él recae el peso del nombre Adonai? La respuesta es: en el de-
recho de Dios a exigir obediencia y el deber del creyente de brindársela.
Dios es el Señor por excelencia y por tanto debe ser obedecido de
manera absoluta. El uso cortés y habitual del término “señor” o “señora” en
el español (y en otros idiomas también), para dirigirse a una gran variedad
de personas en el marco de los convencionalismos sociales que apelan a la
urbanidad y las buenas maneras, nos ha hecho perder de vista esta obvia y
primaria connotación del término que era muy clara en la antigüedad.
Pero esta connotación aún se conserva de manera más bien excepcional
en algunos contextos hispano parlantes, por medio de la aún vigente exi-
gencia que los padres hacen a sus hijos de dirigirse a ellos como “señor” o
“señora” cuando responden a sus llamados o requerimientos, o también
cuando asienten a sus instrucciones (“Si señor”, “si señora”), en señal de
que les deben obediencia a sus padres. Por eso es que el Señor Jesucristo
subraya el evidente contrasentido de llamarlo “Señor” (del griego Kyrios o
Kúrios, equivalente del hebreo Adonai), sin brindarle al mismo tiempo la de-
bida obediencia: “»¿Por qué me llaman ustedes "Señor, Señor" , y no hacen
lo que les digo?” (Lc. 6:46), pronunciándose de manera sentenciosa y con-
cluyente al respecto con estas palabras: “»No todo el que me dice: "Señor,
Señor", entrará en el reino de los cielos, sino sólo el que hace la voluntad
de mi Padre que está en el cielo [es decir, el que obedece]” (Mt. 7:21).
Para no dejar lugar a dudas sobre el carácter definitivo o final del señorío de
Dios sobre sus criaturas, en el Apocalipsis se identifica a Cristo como: “REY
DE REYES Y SEÑOR DE SEÑORES” (Apo. 19:16), puntualizando mejor lo ya di-
cho por el apóstol Pablo: “… Dios lo exaltó hasta lo sumo y le otorgó el
nombre que está sobre todo nombre, para que ante el nombre de Jesús…
83

toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios


Padre” (Fil. 2:11).
4.5. El Shadai
Nombre divino en el hebreo que aparece por primera vez en Génesis 17:1
“Cuando Abram tenía noventa y nueve años, el SEÑOR se le apareció y le di-
jo: Yo soy el Dios Todopoderoso. Vive en mi presencia y sé intachable”
(Gén. 17:1). Su traducción habitual al español es, como se ve aquí, el Dios
Todopoderoso, nombre que evoca de manera directa e inmediata el atribu-
to de Dios de la omnipotencia, por lo cual todo lo dicho previamente en re-
lación con este atributo divino está contenido ya de manera implícita en este
nombre.
El significado de este nombre está, pues, claro; a lo cual hay que añadir que
se le atribuye a Dios con exclusividad. Sin embargo, parece ser que el sig-
nificado de este nombre va más allá del hecho de aludir al atributo de
la omnipotencia a secas, sino que hace referencia a la omnipotencia
de Dios pero en relación con el ser humano o, dicho de otro modo,
ejercida a favor del ser humano (el creyente en particular). Es decir que
este nombre evoca el poder ilimitado de Dios por el cual Él se basta a sí
mismo (Autosuficiente), pero en el marco de lo que la teología llama Provi-
dencia, ya definida brevemente en la nota de pie de página No. 30.
Por eso algunos estudiosos del tema afirman que El Shadai no debería
traducirse meramente como el Dios Todopoderoso, sino como el Dios
Todosuficiente, para señalar el rasgo que este nombre posee de hacer re-
ferencia al atributo divino de la omnipotencia, pero en relación con la criatu-
ra humana. Tal vez algunas afirmaciones bíblicas nos ayuden a entender
mejor en qué sentido Dios es el “Todosuficiente”. Así lo reconoció, por
ejemplo, el rey David al declarar: “¿A quién tengo en el cielo sino a ti? Si es-
toy contigo, ya nada quiero en la tierra” (Sal. 73:25), convicción plasmada
también en el Nuevo Testamento por el apóstol Pablo en porciones como
ésta: “Es más, todo lo considero pérdida por razón del incomparable valor
de conocer a Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo he perdido todo, y lo tengo
por estiércol, a fin de ganar a Cristo” (Fil. 3:8).
Salta a la vista que tanto para David como para el apóstol Pablo Dios es el
“Todosuficiente”. Y para que no queden dudas al respecto el apóstol nos in-
forma, por una parte, que: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Fil.
4:13), y por otra también que: “Así que mi Dios les proveerá de todo lo que
necesiten, conforme a las gloriosas riquezas que tiene en Cristo Jesús” (Fil.
4:19). El nombre de El Shadai nos revela entonces que Dios es, no sólo
el Todopoderoso, sino más exactamente, el Todosuficiente.
84

4.6. El Olam
“Abraham plantó un tamarisco en Berseba, y en ese lugar invocó el nombre
del SEÑOR, el Dios eterno” (Gén. 21:33). Traducido comúnmente como
“El Eterno”, este nombre propio de Dios evoca de inmediato el atributo di-
vino de la eternidad, a semejanza de lo sucedido con “El Shadai” (El Todo-
poderoso o Todosuficiente), que evocaba el atributo de la omnipotencia. Por
lo tanto, todo lo dicho en relación con el atributo divino de la eternidad se
aplica a Dios cuando se le llama “El Olam”.
Lo único que habría que añadir al respecto como dato relacionado es que
en algunas comunidades dentro del judaísmo, cada vez que leen el Antiguo
Testamento en el hebreo original y se encuentran con el tetragrámaton
YHWH, que para ellos es el Nombre Inefable (es decir, innombrable o im-
pronunciable), no siempre lo sustituyen en la lectura por el acostumbrado
Adonai (El Señor), sino también por el hebreo “HaShem” (El Nombre) o por
“El Eterno”.
4.7. Los nombres compuestos
En las Escrituras a veces se da una combinación de los anteriores nombres
de Dios, una de las cuales es muy común: YHWH Elohim (“Dios el SEÑOR”
en la Nueva Versión Internacional)48. Pero, por su profundidad de contenido
práctico para el creyente, son los nombres añadidos al Tetragramatón In-
efable los que vamos a enumerar y describir brevemente enseguida.
4.7.1. YHWH-Jireh
“Abraham alzó la vista y, en un matorral, vio un carnero enredado por
los cuernos. Fue entonces, tomó el carnero y lo ofreció como holo-
causto, en lugar de su hijo. A ese sitio Abraham le puso por nombre:
«El SEÑOR provee.» Por eso hasta el día de hoy se dice: «En un
monte provee el SEÑOR.»” (Gén. 22:13-14). Teniendo en cuenta que,
según la revelación que Dios hace de sí mismo a Moisés posterior-
mente, el significado de YHWH es “Yo soy”; lo que este nombre
compuesto indica al creyente que entra en diálogo con Dios es:
“Yo soy tu proveedor”.
En relación con Abraham en el episodio culminante de su fe cuando,
en obediencia a Dios, estuvo dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac,
48
En Génesis 15:2 se da la combinación YHWH Adonai, cuya traducción en la Nueva Versión In-
ternacional es “… SEÑOR y Dios…”, en donde YHWH se sustituye como siempre por “SEÑOR”,
mientras que Adonai se traduce como “Dios” y no como “Señor”, como debería ser, pues de lo con-
trario hubiera dado lugar en el español a la expresión: “… SEÑOR (YHWH) y Señor (Adonai)…”
que, por redundante, sonaría mal en el castellano. Pero la Reina Valera si traduce aquí “Señor Je-
hová” y la Biblia de Jerusalén “Mi Señor, Yahveh…”
85

Dios proveyó de manera inmediata el carnero para sustituir a Isaac


en el sacrificio. Pero esto era tan sólo una muestra anticipada de la
verdadera provisión de Dios para la humanidad cuando, cerca de
2.000 años después de Abraham, YHWH-Jireh vuelve a proveernos
con la víctima para el sacrificio expiatorio definitivo de la humanidad:
su propio Hijo Unigénito. Y a diferencia de lo sucedido con Abraham,
aquí no hubo un ángel que detuviera al verdugo, sino que nuestro
Señor Jesucristo sí fue literalmente sacrificado por nuestros pecados.
Este nombre nos recuerda, pues, que Dios no es únicamente el
Proveedor por excelencia, sino también la Provisión. Él es el da-
dor que se da a sí mismo a la humanidad para morir por nuestros pe-
cados. Y es en virtud de ello que el apóstol puede dirigirse así a la
iglesia para decirnos algo que se cae de su peso: “El que no esca-
timó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros,
¿cómo no habrá de darnos generosamente, junto con él, todas las
cosas?” (Rom. 8:32), para concluir la idea de forma terminante con
esta afirmación ya citada previamente, pero de nuevo pertinente: “Así
que mi Dios les proveerá de todo lo que necesiten, conforme a las
gloriosas riquezas que tiene en Cristo Jesús” (Fil. 4:19).
4.7.2. YHWH-Rafah
“Les dijo: «Yo soy el SEÑOR su Dios. Si escuchan mi voz y hacen lo
que yo considero justo, y si cumplen mis leyes y mandamientos, no
traeré sobre ustedes ninguna de las enfermedades que traje sobre
los egipcios. Yo soy el SEÑOR, que les devuelve la salud.»” (Exo.
15:26). Apoyándonos en este pasaje, la idea que este nombre
transmite al creyente en su relación de cercanía e intimidad con
Dios es: “Yo soy tu sanador”, evocando, por una parte, todos los
episodios de sanidad impartida por Dios a su pueblo a lo largo de la
Biblia, destacándose entre ellos las sanidades llevadas a cabo por
Cristo en los evangelios, así como las promesas veterotestamenta-
rias de sanidad para el creyente.
Dentro de éstas se destacan dos: “Ciertamente él cargó con nues-
tras enfermedades y soportó nuestros dolores, pero nosotros lo
consideramos herido, golpeado por Dios, y humillado. Él fue traspa-
sado por nuestras rebeliones, y molido por nuestras iniquidades; so-
bre él recayó el castigo, precio de nuestra paz, y gracias a sus heri-
das fuimos sanados” (Isa. 53:4-5); “»Sin embargo, les daré salud y
los curaré; los sanaré y haré que disfruten de abundante paz y se-
guridad” (Jer. 33:6).
86

A este respecto, no sobra recordar que la enfermedad física sólo es


un síntoma de la verdadera enfermedad: el pecado. Por eso una sa-
nidad consistente debe comenzar por la solución divina provista para
el pecado en la cruz del calvario. Solución que se aplica al creyente
en el momento de la conversión: “Convertíos, hijos rebeldes, y sa-
naré vuestras rebeliones” (Jer. 3:22 RVR).
El pecado es la enfermedad espiritual por antonomasia que agobia
con todo el peso de la culpa y la merecida condenación al alma y al
espíritu humano, al punto que la enfermedad física es con frecuencia
sólo una consecuencia de aquel. Por eso, resuelto el primero es mu-
cho más probable que se resuelva la segunda de manera fluida y na-
tural para confirmar que Dios es, en efecto, nuestro sanador.
4.7.3. YHWH-Nissi
“Moisés edificó un altar y lo llamó «El SEÑOR es mi estandarte»”
(Exo. 17:15). En este versículo de la Biblia, Dios nos dice a cada
uno, de manera personal: “Yo soy tu estandarte”. Ahora bien,
¿qué significa? En las batallas de la antigüedad, mantener en alto el
estandarte o la bandera del ejército era fundamental, pues la caída
del estandarte significaba que habían sido derrotados. Por eso, llevar
en alto el estandarte desplegado era un honor para un soldado y si
éste llegaba a caer en combate, otro soldado de inmediato lo releva-
ba para volver a levantar el estandarte y avanzar con él en el campo
de batalla.
Tener a la vista el estandarte ondeando al viento imprimía ánimo al
ejército correspondiente para pelear con renovado ímpetu la batalla
con la confianza en la inminente victoria. Por lo tanto, este nombre
promete la victoria al creyente en todas las luchas y batallas que
caracterizan la vida cristiana. La relación entre la victoria y las
banderas desplegadas es evidente en pasajes como éste: “Nosotros
celebraremos tu victoria, y en el nombre de nuestro
Dios desplegaremos las banderas. ¡Que el SEÑOR cumpla todas
tus peticiones!” (Sal. 20:5). La fe cristiana es, pues una fe victoriosa:
“porque todo el que ha nacido de Dios vence al mundo. Ésta es la
victoria que vence al mundo: nuestra fe” (1 Jn. 5:4).
De todos modos es necesario aclarar que la victoria obtenida por
Cristo a nuestro favor, si bien es definitiva y completa al punto de no
requerir de nuestra parte ningún aporte suplementario (Rom. 8:37; 1
Jn. 4:4), aún no la disfrutamos en toda su plenitud. Por eso debemos
considerar los embates actuales del enemigo tan sólo como “patadas
87

de ahogado”, intentos desesperados y estériles para no reconocer su


derrota. En consecuencia, la razón por la cual debemos mantenernos
todavía peleando lo que San Pablo llamó “la batalla de la fe” (1 Tim.
6:12), no es porque la victoria final no esté ya completamente garan-
tizada por la obra de Cristo en la cruz, sino para adiestrarnos en el
combate mediante el sometimiento de todos los reductos de resis-
tencia contra el señorío de Cristo que aún existen en el mundo (Jc.
3:1-2).
4.7.4. YHWH-Shalom
Entonces Gedeón construyó allí un altar al SEÑOR, y lo llamó «El SE-
ÑOR es la paz», el cual hasta el día de hoy se encuentra en Ofra de
Abiezer” (Jc. 6:24). “Yo soy tu paz” es la revelación que este nom-
bre compuesto de Dios significa para el creyente. Y a este respecto
vale la pena traer a colación lo que el vocablo “shalom” significa
exactamente para la mentalidad hebrea, en palabras del teólogo re-
formado Cornelius Plantinga Jr. que volveremos a citar en la confe-
rencia de Fundamentos de la Fe en segundo semestre al abordar la
doctrina del pecado: “El entretejido íntimo formado por Dios, los
seres humanos y toda la creación en justicia, plenitud y deleite
es lo que los profetas hebreos llamaron shalom. Nosotros lo lla-
mamos paz, pero significa mucho más que la simple paz de espíritu o
cese de fuego entre enemigos. En la Biblia, shalom significa floreci-
miento, integridad, y deleite universales, una situación pletórica en la
que se satisfacen las necesidades naturales y se utilizan con prove-
cho los dones naturales; una situación que nos inspirará un asombro
gozoso ante el Creador y Salvador que abre puertas y acoge a las
criaturas en las que se deleita. Shalom, en otras palabras, es como
deberían ser las cosas”.
Ahora bien, mientras el shalom se consuma en la creación en los
términos descritos (algo que sólo tendrá lugar en la segunda venida
de Cristo), los creyentes ya tienen acceso al shalom divino a manera
de anticipos o abrebocas de lo que será el shalom plenamente con-
sumado. Por eso, debemos considerar la promesa de paz que Cristo
hace en su justo lugar y proporción: “La paz les dejo; mi paz les
doy…” pues el mismo Señor aclaró acto seguido: “… Yo no se la doy
a ustedes como la da el mundo” (Jn. 14:27).
Porque, por lo pronto, el shalom concierne esencialmente a nuestra
relación con Dios, de tal manera que aquello a lo que el Señor Jesu-
cristo se refirió diciendo “la paz les dejo” podríamos muy bien desig-
88

narlo como “la paz con Dios”, mientras que cuando dijo “mi paz les
doy”, estaría indicando otra faceta de la paz divina que podríamos
llamar “la paz de Dios”. A la primera de ellas, es decir a la paz con
Dios, hace referencia el apóstol Pablo al declarar: “En consecuencia,
ya que hemos sido justificados mediante la fe, tenemos paz con
Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Rom. 5:1).
Y a la segunda también hace alusión el apóstol de este modo: “Y la
paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, cuidará sus cora-
zones y sus pensamientos en Cristo Jesús” (Fil. 4:7). Ambos aspec-
tos del shalom o la paz divina confluyen, entonces, en nosotros los
creyentes para traer paz y orden a nuestros conflictos internos que
son los que, tarde o temprano, dan lugar a los conflictos con los de-
más: “¿De dónde surgen las guerras y los conflictos entre ustedes?
¿No es precisamente de las pasiones que luchan dentro de ustedes
mismos?” (St. 4:1), justificando el hecho de que en la descripción que
Pablo hace del fruto del Espíritu Santo en el creyente, la paz sea un
aspecto puntual del mismo: “En cambio, el fruto del Espíritu es amor,
alegría, paz…” (Gál. 5:22). A la luz de todo esto, puede entenderse
bien por que Dios puede presentarse ante el creyente para decirle
“Yo soy tu paz”.
4.7.5. YHWH-Raah
“El SEÑOR es mi pastor, nada me falta” (Sal. 23:1). Este nombre
compuesto de Dios hace referencia fundamental al cuidado de Dios
sobre los suyos. Una vez más diríamos que, en su forma más perso-
nalizada y literal, este nombre significa exactamente: Yo soy tu pas-
tor. La figura del pastor era muy conocida en una comunidad agríco-
la como la del pueblo de Israel, siendo la función primordial de este
oficio el cuidado de las ovejas del rebaño.
Pero como lo señala bien la Biblia Nueva Versión Internacional en su
glosario: “Además de su sentido primario, en la literatura bíblica este
término destaca la relación simbólica entre Dios y su pueblo (Sal.
23), entre el rey y sus súbditos (Sal. 78:70-72), entre los líderes ecle-
siales y la comunidad creyente (Heb. 13:7), y entre Jesús y la iglesia
(Jn. 10:1-16)”. El último de los sentidos relacionados aquí es el que
se impone y califica a los tres anteriores. Es decir que es Cristo
quien provee el modelo más elevado y perfecto del pastorado.
Ahora bien, Él mismo estableció en la iglesia otros pastores legítimos
aparte de sí mismo: “Él mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros,
profetas; a otros, evangelistas; y a otros, pastores y maestros, a fin
89

de capacitar al pueblo de Dios para la obra de servicio, para edificar


el cuerpo de Cristo” (Efe. 4:11-12). Cristo decidió de algún modo
compartir y delegar su pastorado sobre su iglesia en seres humanos
siempre finitos y falibles, pero nunca ha renunciado a su condición
exclusiva de buen pastor: “Yo soy el buen pastor; el buen pastor
su vida da por las ovejas… Yo soy el buen pastor; y conozco mis
ovejas, y las mías me conocen” (Jn. 10:11, 14), de gran Pastor: “El
Dios que da la paz levantó de entre los muertos al gran Pastor de
las ovejas, a nuestro Señor Jesús, por la sangre del pacto eterno”
(Heb. 13:20), ni de Pastor supremo “Así, cuando aparezca el Pastor
supremo, ustedes recibirán la inmarcesible corona de gloria” (1 P.
5:4).
Así, pues, todos los creyentes, aún los pastores en la iglesia, te-
nemos a Cristo como único y supremo Pastor en quien se cumplen
las palabras del apóstol: “Depositen en él toda ansiedad, porque él
cuida de ustedes” (1 P. 5:7), y ante quien todos los demás pastores
delegados deberemos rendir informe y dar cuenta de nuestro pasto-
rado individual.
4.7.6. YHWH-Sidkenu
“En esos días Judá será salvada, Israel morará seguro. Y éste es el
nombre que se le dará: ‘El SEÑOR es nuestra salvación.’ ” (Jer.
23:6)49. Yo soy tu salvación o Yo soy tu justicia es lo que este
nombre divino le revela al creyente. No hay contradicción en ambas
posibles traducciones, pues la justificación es uno de los aspectos
más destacados en la salvación llevada a cabo por Cristo a nuestro
favor, como se verá con más detalle cuando se aborden la doctrina
de la salvación y su correlacionada, la doctrina de la justificación, en
el marco de las conferencias correspondientes a la materia de Fun-
damentos de la Fe en el próximo semestre, en donde se compren-
derán bien las razones por las cuales Dios es, en efecto, nuestra sal-
vación y nuestra justicia.
4.7.7. YHWH-Sama
“»El perímetro urbano será de nueve mil metros. »Y desde aquel día
el nombre de la ciudad será: AQUÍ HABITA EL SEÑOR.» (Eze.
48:35). La idea que este nombre divino transmite al creyente es Yo
estoy presente o Yo soy el que está presente. En este caso la

49
Otras versiones, como la Biblia de Jerusalén y la Reina Valera Revisada, coinciden al traducir
aquí de este modo: “Yahveh, justicia nuestra” (BJ) y “Jehová, justicia nuestra” (RVR)
90

presencia del Señor está focalizada en la ciudad de Jerusalén y en


su templo, tal y como éstos son descritos proféticamente en la visión
de Ezequiel. Pero teniendo en cuenta lo ya expuesto en relación con
los atributos divinos de la inmanencia y la omnipresencia, es evidente
que la presencia de Dios no está de ningún modo restringida a este
entorno, aunque eventualmente pueda manifestarse de manera es-
pecial en él.
Más bien, este nombre evoca la presencia general de Dios en su
creación, no tanto en su aspecto ontológico e impersonal mayormen-
te aludido con el atributo de la inmanencia, sino en el aspecto espa-
cial e íntimamente personal aludido con el atributo de la omnipresen-
cia. Pero sobre todo, YHWH-Sama hace referencia a la presencia
cualitativamente superior de Dios en cada uno de los creyentes con-
siderados de manera individual, gracias al hecho de que éstos han
sido constituidos por Dios como templos del Espíritu Santo, como se
indicó ya al definir un poco más arriba los atributos de la inmanencia
y la omnipresencia divinas.
Cuestionario de repaso
1. Relacione los diferentes nombres simples de Dios en el Antiguo Testamento y
diga brevemente qué significan
2. Relacione los diferentes nombres compuestos de Dios en el Antiguo Testamen-
to y diga brevemente qué significan
3. ¿Cuál es el nombre de Dios que no se pronuncia entre los judíos y por cuál
nombre era sustituido en la lectura y en la traducción de las actuales versiones
de la Biblia tales como la NVI?
4. ¿Por qué el nombre “Jehová” aplicado a Dios no tiene realmente fundamento en
las Escrituras?
5. ¿Cuál es por excelencia el nombre de Dios en el Antiguo Testamento que hace
referencia a una pluralidad en la unidad?
6. ¿Cuál es el nombre de Dios que funciona también como un título aplicado a
otros y no sólo a Dios y a quienes se aplica en esos casos?
7. ¿Cuál es el nombre de Dios que tiene un equivalente entre los ídolos y cuál es
ese equivalente?
91

5. La Santísima Trinidad
La doctrina de la Trinidad es una de las doctrinas más fundamentales para
definir la ortodoxia o doctrina correcta de una iglesia cristiana. En la mate-
ria Historia del Cristianismo I, de segundo semestre, se verá como éste fue tal
vez el tema doctrinal más distintivo y debatido en el cristianismo primitivo, una
vez surgieron las primeras herejías que dieron lugar a su vez a las discusiones
teológicas que llevaron a los padres o primeros apologistas y teólogos cristianos
de renombre a definir y formular metódica, sistemática y oficialmente el dogma
cristiano esencial, plasmado de manera sintética en los ya aludidos tres Credos
de la Iglesia Primitiva, sobresaliendo entre todos los temas abordados en ellos
la doctrina de la Trinidad y la doctrina de Cristo, ambas, por supuesto,
íntimamente relacionadas e interdependientes.
Ahora bien, existen, de entrada, dos circunstancias formales que obran en
perjuicio del correcto entendimiento de la doctrina de la Trinidad y de don-
de se surten de munición los detractores de esta doctrina para tratar de impug-
narla
5.1. Irracionalidad e incoherencia lógica
Para muchos la doctrina de la Trinidad es irracional, o dicho de manera más
exacta: ilógica o incoherente y hace ininteligible a Dios, tal como éste se re-
vela en la Biblia y en Jesucristo. El judaísmo y el islamismo, con su mono-
teísmo rígido y supuestamente más puro, son una de las fuentes de estos
ataques, aunque las actitudes cerradamente racionalistas también han con-
tribuido a lo largo y ancho de la historia a tratar de desvirtuar la doctrina de
la Trinidad en este aspecto particular.
Es así como los ataques combinados contra la doctrina de la Trinidad
procedentes de estos diferentes frentes convergen al afirmar que no
puede sostenerse la doctrina de la Trinidad de una manera racional o
lógica sin caer en triteísmo o creencia en tres dioses diferentes co-
existentes, lo cual descalificaría al cristianismo para ubicarse dentro
del monoteísmo y lo trasladaría al campo del politeísmo pagano.
Pero la iglesia ha respondido, como lo dice el Dr. Ropero: “sin complejos ni
disculpas”, que quienes niegan las distinciones personales entre Pa-
dre, Hijo y Espíritu Santo en el seno del único Dios verdadero son los
que incurren en herejías llamadas de muchas maneras a lo largo de la
historia (sabelianismo, monarquianismo, modalismo, “patripasionis-
mo”, arrianismo, adopcionismo, socinianismo, pneumatomaquianismo
y, últimamente, unitarismo). Herejías que no hacen justicia al auténtico y
92

pleno monoteísmo cristiano revelado en las Escrituras y en la experiencia


del creyente.
Pero no basta con estar individual y personalmente convencido de la doctri-
na de la Trinidad para responder los ataques que contra ella se le dirigen en
este frente. Por eso es necesario afirmar y también aclarar las razones por
las cuales, por difícil o imposible que sea su comprensión cabal, la doctrina
de la Trinidad no es ni irracional, ni ilógica o incoherente.
5.1.1. No es irracional
La doctrina de la Trinidad no es irracional porque no está en contra
de la razón, sino por encima o más allá de ella. Es decir que aunque
hay que reconocer y sostener que la doctrina de la Trinidad desborda
de lejos las capacidades de la razón humana finita, de modo que no
puede ser abarcada por completo por ninguna mente humana; eso
no significa que sea irracional sino más bien suprarracional, en
el sentido de que siempre habrá en ella elementos puntuales que es-
capan de lleno a la comprensión racional del ser humano, por mucho
que nuestra racionalidad se ensanche de la mano del desarrollo
científico y filosófico a través de la historia.
El problema es que algunos creen que la insuperable dificultad
para entender cabalmente la doctrina de la Trinidad es una ex-
cusa válida para terminarla negando al pretender contenerla de-
ntro de nuestra propia mente finita y necesariamente limitada.
Hay que diferenciar, entonces, entre lo irracional (es decir, lo que
está en contra de la razón), y lo que hemos designado como supra-
rracional (lo que supera, lo que excede, lo que va más allá de la
razón o del intelecto humano sin contradecirlo necesariamente).
Repetimos, pues, que la doctrina de la Trinidad no es de ningún mo-
do irracional, pero sí es ciertamente suprarracional, razón por la cual
en último término debemos aceptarla por fe, debido fundamen-
talmente a que, nos guste o no, se encuentra revelada a través de
toda la Biblia, aunque ésta no se tome el trabajo de proveer una ex-
plicación metódica, sistemática y completa acerca de la misma, debi-
do entre otros a que el Señor sigue dirigiéndose a los suyos con es-
tas palabras: "Muchas cosas me quedan aún por decirles, que por
ahora no podrían soportar" (Jn. 16:12) y a que: "Lo secreto le per-
tenece al Señor nuestro Dios, pero lo revelado nos pertenece a noso-
tros y a nuestros hijos para siempre, para que obedezcamos todas
las palabras de esta ley" (Dt. 29:29).
93

Después de todo, como lo afirma Salomón, el rey más sabio de la an-


tigüedad: "... el hombre no alcanza a comprender la obra que Dios
realiza de principio a fin" (Ecl. 3:11), algo que por lo visto no pueden
aceptar los herejes que niegan la Trinidad en su intento por com-
prenderla y abarcarla con su limitada mente humana.
5.1.2. No es ilógica o incoherente
En realidad, la acusación de irracionalidad dirigida contra la doctrina
de la Trinidad por sus opositores se viene al piso si se logra demos-
trar con suficiencia que esta doctrina no es ilógica ni incoherente. De
hecho, esta doctrina ha sido formulada de manera sencilla y es-
cueta de una manera que no viola la ley lógica de la no contra-
dicción que establece que una afirmación no puede ser falsa y
cierta al mismo tiempo y en la misma relación.
A manera de ejemplo (no de la Trinidad, sino de la ley de no contra-
dicción50), un ser humano cualquiera puede ser al mismo tiempo pa-
dre, hijo y esposo, pero no en la misma relación sino en tres relacio-
nes diferentes, por lo cual no habría aquí ninguna contradicción o in-
coherencia lógica. De igual manera, ese mismo personaje podría re-
lacionarse formalmente con su hijo (es decir, en la misma relación)
de tres modos diferentes, a saber: como maestro, como condiscípulo
y como alumno, pero no al mismo tiempo, por lo cual no habría aquí
tampoco ninguna contradicción lógica.
Es así como Tertuliano y la tradición teológica occidental definieron la
Trinidad de manera temprana en una fórmula que ha llegado así has-
ta nosotros: “Padre, Hijo y Espíritu santo. Tres personas distintas
y un solo Dios verdadero”. Esta frase podrá hacer alusión a una
misteriosa paradoja, pero nunca a una flagrante contradicción lógica.
Una contradicción lógica sería decir: "Tres personas distintas, una
sola persona verdadera" (en esta declaración se afirma y se niega
algo al mismo tiempo y en la misma relación), o "Tres Dioses distin-
tos, un solo Dios verdadero", pero no es nada de esto lo que afirma
la fórmula.
Por lo tanto la Trinidad puede ser definida escuetamente, como lo
hizo Tertuliano y la tradición teológica occidental, sin incurrir en
50
Hacemos esta claridad porque el modalismo ‒nombre que recibe una herejía que niega la Trini-
dad‒ afirma que Padre, Hijo y Espíritu Santo son únicamente diferentes modos alternos en que
Dios se manifiesta al hombre y para ilustrar su punto de vista utiliza el mismo ejemplo que utiliza-
mos aquí para ilustrar, en nuestro caso, la ley lógica de no contradicción. Porque este ejemplo es
válido para ilustrar esta ley, pero es equivocado como analogía de la Trinidad, como lo pretenden
los modalistas.
94

contradicciones lógicas, así la fórmula misma esté lejos de ex-


plicar cabal y exactamente en qué consiste la Trinidad. Porque
como lo dice R. C. Sproul: “La doctrina de la Trinidad no explica
completamente el carácter misterioso de Dios. En realidad lo que
hace es fijar los límites que no debemos trasponer”.
Al fin y al cabo la vida humana está llena de paradojas que no pode-
mos comprender cabalmente, pero que no negamos por el simple
hecho de que, aunque no las entendamos, de cualquier modo las vi-
vimos como realidades dadas y sin las cuales la vida humana sería
muy pobre y aburrida. El amor es tal vez la más significativa de esas
realidades que, con todo y lo paradójicas que puedan llegar a ser y lo
incomprensibles e indefinibles que resulten, no podemos ni quere-
mos de cualquier modo prescindir de ellas en nuestra experiencia vi-
tal.
5.2. Ambigüedad y confusión de términos
La segunda circunstancia que obra en contra de una recta comprensión de
la doctrina de la Trinidad es la ambigüedad y confusión en los términos utili-
zados para referirse a ella. Basta ver cómo en las discusiones entre los sec-
tores occidentales51 y orientales52 de la iglesia primitiva alrededor de esta
doctrina, se generaron agrios e innecesarios desacuerdos debido justamen-
te a que no se tuvo la precaución de definir primero lo que ambas partes
deberían entender por medio de los términos utilizados en la discusión.
Así, palabras técnicas en teología tales como “esencia”, “sustancia”,
“persona”, “subsistencia” y “naturaleza”, centrales en la discusión
trinitaria desde el punto de vista semántico y filosófico, eran entendi-
das de una manera por los teólogos occidentales y de otra manera di-
ferente por los teólogos orientales, generando discusiones que gira-
ban más alrededor de la forma que del fondo, en el cual ambas partes
estaban fundamentalmente de acuerdo.
Por eso es que a la hora de tratar la doctrina de la Trinidad deben co-
nocerse de manera medianamente satisfactoria los términos técnicos
y las formas de expresión que la tradición teológica ha acuñado para
referirse a esta doctrina. No basta, pues, el conocimiento bíblico sobre el
particular, aunque no sobra decir que éste es absolutamente necesario,
sino que la ignorancia sobre estos asuntos semánticos y técnicos de la

51
De mentalidad y cultura romana o latina expresada, justamente, en idioma latín
52
De mentalidad y cultura griega expresada en idioma griego
95

disciplina teológica genera mucha más confusión y ambigüedad que la


que pretende resolverse al abordar la discusión.
Es totalmente pueril, entonces, la acusación de aquellos que quieren negar
la doctrina de la Trinidad simplemente porque éste término no se encuentra
en las Escrituras como tal, puesto que si bien es cierto que el término en sí
mismo no se encuentra en ellas (así como muchos otros que son plena-
mente aceptados por todos en la teología y la práctica cristianas, como por
ejemplo providencia), el concepto como tal sí está y la teología lo único que
ha hecho es tratar de darle un nombre adecuado y comúnmente aceptado
para referirse a él53.
A los que condenan y descalifican el uso de términos técnicos en teología
que no se encuentren en las Escrituras, se dirigió así el ilustre Juan Calvino
en su Institución de la Religión Cristiana en el capítulo referente a la Trini-
dad: “… sea lo que sea respecto a la palabra, lo cierto es que todos querían
decir una misma cosa… ¿no es gran maldad condenar las palabras que no
dicen sino lo que la Escritura afirma y atestigua?... Si ellos llaman palabra
extraña a la que sílaba por sílaba y letra por letra no se encuentra en la Es-
critura, ciertamente nos ponen en gran aprieto, pues con ello condenan to-
das las predicaciones e interpretaciones que no están tomadas de la Escri-
tura de una manera plenamente textual.
Mas si tienen por palabras extrañas las que se inventan por curiosidad y se
sostienen supersticiosamente, las cuales sirven más de disputa que de edi-
ficación, y se usan sin necesidad ni fruto y con su aspereza ofenden los oí-
dos de los fieles y pueden apartarnos de la sencillez de la Palabra de Dios,
estén entonces seguros de que yo apruebo con todo el corazón su sobrie-
dad…
Con todo, algún medio hemos de tener, tomando de la Escritura una regla a
la cual se conformen todos nuestros pensamientos y palabras. Pero, ¿qué
inconveniente hay en que expliquemos con palabras más claras las
cosas que la Escritura dice oscuramente, con tal que lo que digamos
sirva para declarar fielmente la verdad de la Escritura, y que se haga

53
Valga decir que el primero en utilizar un nombre para el concepto evocado hoy con la palabra
“Trinidad” fue el obispo Teófilo de Antioquia quien en su obra apologética conocida como “Los Tres
libros a Autólico” utiliza la palabra griega Trias (que se traduciría en algo así como “Triada“) para
referirse a Dios. Pero por ser ésta una palabra de origen griego que al traducirse no es muy clara,
puesto que las “triadas” de divinidades también se encuentran en muchas religiones paganas y la
doctrina cristiana de la Trinidad es tan singular que tiene poco o nada en común con las triadas de
las mitologías antiguas; la tradición occidental latina considera más bien a Tertuliano de Cartago
como el primero en emplear y acuñar en el idioma latín la palabra “Trinidad” en su obra apologética
“Contra Práxeas”, palabra que desde entonces es aceptada como expresión técnica y definitiva en
el campo de la teología cristiana para referirse a esta doctrina fundamental.
96

sin tomarse excesiva libertad y cuando la ocasión lo requiera? De esto


tenemos muchos ejemplos. ¿Y que sucederá si probamos que la Iglesia se
ha visto ineludiblemente obligada a usar las palabras “Trinidad” y “Perso-
nas”? Si alguno no las aprueba pretextando que se trata de palabras nue-
vas que no se hallan en la Escritura, ¿no se podrá decir de él con razón que
no puede tolerar la luz de la verdad?; pues lo que hace es condenar que se
explique con palabras más claras lo mismo que la Escritura encierra en sí…
Tal novedad de palabras si así se puede llamar hay que usarla principal-
mente cuando conviene mantener la verdad contra aquellos que la calum-
nian y que, tergiversándola, vuelven lo de dentro afuera… [a] los impíos…
cualquier oscuridad de palabras les sirve de escondrijo donde ocultar
sus errores”. Así, pues, la teología cristiana reconoce unánimemente en
Dios la unidad y unicidad de la esencia o, si se quiere, de la sustancia divi-
na de tal manera que Dios no sólo es uno sino también único. Pero al mis-
mo tiempo afirma que en este Dios único y uno hay tres subsistencias o
personas diferentes. Damos así, por lo pronto, escueta respuesta a las
dos circunstancias que obran en perjuicio de un recto entendimiento
de la doctrina de la Trinidad, para acometer ahora sí el tratamiento de
esta doctrina tal cómo surge de su gradual revelación en las Escritu-
ras.
5.3. La Trinidad en el Antiguo Testamento
La doctrina de la Trinidad es central en las Escrituras y permea todo el con-
junto de los libros que componen el canon. Sin embargo es un hecho que
en el Antiguo Testamento lo que se enfatiza es la unidad de Dios. Con
todo, hay en él sugerencias claras de una diversidad de personas pre-
sentes en la unidad divina. Ahora bien, estas sugerencias habrían pasado
tal vez desapercibidas si no fuera por la luz más plena que la revelación del
Nuevo Testamento arroja sobre ellas. Por eso es que en el cristianismo el
Antiguo Testamento sigue siendo muy valioso, pero leído a la luz del Nue-
vo. Sea como fuere, las sugerencias trinitarias del Antiguo Testamento pue-
den clasificarse del siguiente modo:
5.3.1. Los nombres plurales para Dios
En realidad, el nombre plural por excelencia para Dios en el Antiguo
Testamento es “Elohim” como ya se dijo con anterioridad con mayor
detalle. Sin embargo, algunos comentaristas consideran que aún en
el nombre divino “Adonai” existe una alusión a la pluralidad. Baste
para el efecto citar lo dicho en Wikipedia sobre el particular: “Adonai
es un plural (-i) con posesivo de primera persona singular (-a-), de
Adon que significa "señor", "amo" o "gobernante".Varios gramá-
97

ticos lo consideran un plural abstracto o general que expresa la


totalidad del poder divino, por lo que traducen literalmente este
nombre como "mi Señor de señores", "mi Gobernante de todos" o
"Gran Señor mío". Otros consideran que se trata de un plural de ma-
jestad, usado cuando alguien se dirige a un superior para señalar su
grandeza: "mi Señores" o "mi Gran Señor"… Sin embargo, quienes
rechazan la interpretación del nombre Adonai como plural de majes-
tad, anotan que tal forma de plural no ocurre en hebreo y por tanto
debe considerarse como plural general que sí ocurre en hebreo”.
Como quiera que sea y aún descartando a “Adonai” como una alu-
sión velada a la pluralidad evocada por la doctrina de la Trinidad; el
nombre “Elohim” no se puede descartar como tal por las razones
ya mencionadas cuando se trató este nombre. Esto es que este
nombre, a pesar de ser plural, cuando se refiere a Dios incluye
indefectiblemente en el complemento de la frase la conjugación
del verbo en singular, lo cual equivale a una premeditada, inspira-
da, y no propiamente equivocada, construcción gramatical del si-
guiente estilo: “Dioses hace”, “Dioses dice”, construcción verbal
que indicaría que, de algún modo, el sujeto es en realidad uno
solo a pesar de que el sustantivo con el que se le identifica sea
plural, o lo que es lo mismo, que a pesar de que el verbo indique
que quien actúa es uno solo, el sustantivo plural da a entender
que en la unidad del sujeto hay sin embargo una pluralidad ac-
tuando.
5.3.2. El “plural deliberativo”
Existe en el lenguaje del ser humano a través de la historia una for-
ma de expresión llamada “plural mayestático”, que consiste en la ex-
presión hablada o escrita por la cual un hablante o escritor, no obs-
tante lo evidente de su condición individual y singular, se refiere a sí
mismo usando la primera persona del plural. Este uso ha sido propio
de reyes y papas desde la antigüedad (de ahí el término “mayestáti-
co”, es decir perteneciente o relativo a la majestad), pretendiendo así
hablar no en nombre propio o a título personal, sino en nombre de la
institución que presiden de manera individual o en representación de
una colectividad.
Su uso en estos casos puede obedecer a la intención de expresar
excelencia, poder o dignidad por parte de quien habla, aunque even-
tualmente puede también denotar modestia en el sentido de que el
hablante busca dar a entender que lo dicho no es algo de su propia
98

cosecha, sino el mérito de todo un grupo. Estos dos motivos clásicos


que llevan a los seres humanos a utilizar el “plural mayestático” difí-
cilmente podrían atribuirse a Dios en los enigmáticos casos en que Él
hace uso de esta forma de expresión, como se verá en los ejemplos,
que por la forma en que se presentan, son mejor explicados como re-
ferencia velada a la Trinidad en lo que algunos estudiosos, superan-
do ya las connotaciones propias del “plural mayestático” que no
dejan de ser inadecuadas para la Trinidad, llaman mejor y de
manera más exacta “plural deliberativo”.
Porque es justamente esta forma de hablar la que encontramos
en el Antiguo Testamento en la boca de Dios en múltiples opor-
tunidades, dos de ellas asociadas precisamente al nombre
“Elohim” atribuido a Dios. Veamos, pues, estos casos puntuales:
5.3.2.1. “… y Dios [Elohim] consideró [verbo en singular] que esto
era bueno, y dijo [verbo en singular]: «Hagamos [verbo en
plural] al ser humano a nuestra [posesivo plural] imagen y
semejanza...” (Gén 1:26-27).
5.3.2.2. “Dios [Elohim] el SEÑOR [YHWH] hizo ropa de pieles para el
hombre y su mujer, y los vistió. Y dijo [verbo en singular]: «El
ser humano ha llegado a ser como uno de nosotros [pro-
nombre plural], pues tiene conocimiento del bien y del mal.
No vaya a ser que extienda su mano y también tome del fruto
del árbol de la vida, y lo coma y viva para siempre.»” (Gén.
3:21-22)
5.3.2.3. “Pero el SEÑOR [YHWH] bajó para observar la ciudad y la to-
rre que los hombres estaban construyendo, y se dijo [verbo
en singular reflexivo]… Será mejor que bajemos [verbo en
plural] a confundir su idioma, para que ya no se entiendan
entre ellos mismos.»” (Gén. 11:5-7)
5.3.2.4. “Entonces oí la voz del Señor [Adonai] que decía [verbo en
singular]: ¿A quien enviaré [verbo en singular]? ¿Quién irá
por nosotros [pronombre plural]?...” (Isa. 6:8)
Esta alternancia entre singulares y plurales no deja de ser in-
quietante y no puede ser atribuida de ningún modo a una equivoca-
ción en la construcción gramatical, sino a una intencionalidad expre-
sa en el inspirado autor sagrado, cuya mejor explicación procede
de la doctrina de la Trinidad revelada ya sin lugar a dudas en el
Nuevo Testamento.
99

Sin embargo hay que tener en cuenta que, por sí solo, el “plural deli-
berativo” no puede esgrimirse como argumento a favor de una plura-
lidad constituida exactamente por tres subsistencias diferentes, pero
sí puede esgrimirse a favor de una pluralidad, independiente del
número que ésta asuma. El profesor A. B. Davidson lo expresa así:
“Si Dios, que es quien habla en estas páginas, usa la primera perso-
na del plural al referirse a sí mismo, esta es una afirmación clara de
que la deidad es una pluralidad, sea dualidad, Trinidad o cualquier
otro número. Cuando el portavoz divino usa la primera persona del
plural para referirse a sí mismo, incluye el concilio celestial”.
5.3.3. El “Shema” judío
En la apertura de estas conferencias ya hemos identificado y ubicado
en Deuteronomio 6:4 el texto central de la fe judía monoteísta en el
Antiguo Testamento, el cual recibe el nombre de Shema en razón de
que esta palabra hebrea es la que da inicio a este versículo: “»Escu-
cha, Israel: El SEÑOR nuestro Dios es el único SEÑOR”, pasaje que
transliterado del hebreo se escribiría así: “Shema Israel YHWH Elo-
henú YHWH ejad”.
Pero aún en el pasaje monoteísta por excelencia del Antiguo Testa-
mento hay una alusión a la pluralidad divina que no se puede pasar
por alto54. A esto se refiere Gino Iafrancesco Villegas de este modo:
“Existen en el hebreo dos palabras diferentes que significan ‘uno’:
Una es Yahad y la otra es Ejad. Yahad úsase en el sentido de unidad
simple y absoluta; por ejemplo; es diferente un individuo a un equipo;
diferente una unidad a una docena. La palabra Yahad es una uni-
dad simple, en cambio Ejad significa unidad compuesta o colec-
tiva. La palabra Yahad nunca se utiliza en el hebreo para desig-
nar a Dios, sino que se utiliza la palabra Ejad… Siempre al refe-
rirse a que Dios es “Uno” se usa el término “ejad”… “uno” en
sentido que admite pluralidad; y no se usa el término “Yahad”…
que implica unidad absoluta”.
Así, pues, aún el Shema judío, fundamento indiscutible de la fe mo-
noteísta, brinda apoyo a la doctrina de la Trinidad al sugerir que la
unidad divina es una unidad que admite o incluso requiere la plurali-
dad o colectividad en su seno. Ya volveremos sobre el Shema un po-
co más adelante.

54
Citar el Shema judío para sustentar la doctrina de la Trinidad no deja de ser algo tan audaz como
lo sería que en un juicio el abogado defensor apele al principal testigo del fiscal o del abogado de
la contraparte para ganar el caso.
100

5.3.4. El Ángel del Señor


Antes de considerar este punto hay que dejar establecido que la pos-
tura a este respecto no es unánime entre los teólogos cristianos y,
por supuesto, no la suscriben la generalidad de los eruditos judíos,
además de que los que entre estos últimos si lo hacen, matizan de
manera significativa esta postura. Sin embargo, también hay que
decir que un mayoritario número de teólogos a través de la his-
toria, incluyendo entre ellos a los padres de la iglesia y a los re-
formadores, han suscrito el punto de vista al que vamos a refe-
rirnos.
En realidad este planteamiento es más cristológico que trinitario,
puesto que tiene que ver más directamente con la Segunda Persona
de la Trinidad que con la Trinidad en sí misma. Pero debido a que las
consideraciones teológicas de carácter cristológico y trinitario se re-
fuerzan mutuamente en vista de la profunda interrelación entre ellas,
es pertinente entonces traer este punto a colación aquí.
En efecto, consiste este punto en el hecho de que los teólogos cris-
tianos han sostenido de manera mayoritaria que, por la manera
en que el Antiguo Testamento se refiere al “ángel del SEÑOR”
cuando éste se manifestaba y por las reacciones que suscitaba
entre los testigos de su manifestación, es evidente que en un
representativo número de pasajes (no en todos), este personaje,
más que un ángel, se trata de Dios mismo.
Asimismo, los teólogos que afirman lo anterior van más lejos y de-
claran que el “Ángel del SEÑOR” es una manifestación no tan sólo
de Dios en un sentido amplio e indiferenciado, sino una manifesta-
ción específica del Verbo, el Hijo, o lo que es lo mismo, la Se-
gunda Persona de la Trinidad antes de su encarnación como
hombre en la persona de Cristo, anunciando así de manera antici-
pada su labor de mediación entre Dios y los hombres, realizada de
manera completa al encarnarse como hombre.
Pero aún al margen de esta interpretación cristológica y ya sea
que estemos o no de acuerdo con ella, lo cierto es que al ser el
“ángel del SEÑOR” el SEÑOR mismo, habría una identificación en-
tre ambos que apuntaría a su unidad esencial, pero al mismo
tiempo al existir una distinción entre ellos dos (puesto que, de
cualquier modo, uno sería el SEÑOR y otro el ángel del SEÑOR),
ésta señalaría también la pluralidad de personas subsistentes en
la divinidad. A continuación citaremos con propósitos meramente
101

ilustrativos, desprovistos, por tanto, de toda intención polémica,


únicamente las porciones más representativas del Antiguo Testa-
mento en que se apoya esta postura:
5.3.4.1. “Allí, junto a un manantial que está en el camino a la región
del Sur, la encontró el ángel del SEÑOR… Como el SEÑOR le
había hablado, Agar le puso por nombre «El Dios que me
ve», pues se decía: «Ahora he visto al que me ve»” (Gén.
16:7, 13). Aquí se da a entender de manera implícita que “el
ángel del SEÑOR” que le habló a Agar es el mismo SEÑOR, a
quien de algún modo Agar ha podido ver.
5.3.4.2. “El ángel del SEÑOR llamó a Abraham por segunda vez des-
de el cielo y le dijo: Como has hecho esto, y no me has ne-
gado a tu único hijo, juro por mismo afirma el SEÑOR…”
(Gén. 22:15-16). En este caso, lo que “el ángel del SEÑOR” le
dice a Abraham parece estarlo afirmando el SEÑOR al mismo
tiempo.
5.3.4.3. “En ese mismo sueño, el ángel de Dios me llamó: “¡Jacob!”
Y yo le respondí: “Aquí estoy.” Entonces él me dijo… Yo soy
el Dios de Betel…” (Gén. 31:11-13). El “ángel de Dios” se
identifica a sí mismo aquí ante Jacob como el Dios que se le
apareció en Betel (ver este episodio en Génesis 28:10-19)
5.3.4.4. “Y los bendijo con estas palabras: «Que el Dios en cuya
presencia caminaron mis padres, Abraham e Isaac, el
Dios que me ha guiado desde el día que nací hasta hoy, el
ángel que me ha rescatado de todo mal…” (Gén. 48:15-16).
En este paralelismo reiterativo, Israel (Jacob) da a entender
que el Dios que lo ha guiado y el ángel que lo ha rescatado
son uno solo.
5.3.4.5. “Estando allí, el ángel del SEÑOR se le apareció entre las
llamas de una zarza ardiente. Moisés notó que la zarza es-
taba envuelta en llamas, pero que no se consumía, así que
pensó: «¡Qué increíble! Voy a ver por qué no se consume la
zarza.» Cuando el SEÑOR vio que Moisés se acercaba a
mirar, lo llamó desde la zarza: ¡Moisés, Moisés! Aquí me
tienes respondió. No te acerques más le dijo Dios.
Quítate las sandalias, porque estás pisando tierra santa”
(Éxo. 3:2-5). La identificación aquí entre “el ángel del SEÑOR”
y Dios el SEÑOR es tan clara que no requiere comentarios.
102

5.3.4.6. “Cuando el ángel del SEÑOR se le apareció a Gedeón, le dijo:


¡El SEÑOR está contigo guerrero valiente!... El SEÑOR lo en-
caró y le dijo… El SEÑOR respondió:… Cuando Gedeón se
dio cuenta de que se trataba del ángel del SEÑOR, exclamó:
¡Ay de mí, SEÑOR y Dios! ¡He visto al ángel del SEÑOR cara
a cara! Pero el SEÑOR le dijo: ¡Quédate tranquilo! No temas.
No vas a morir” (Jue. 6:12, 14, 16, 22-23). La Biblia da aquí a
entender que cuando el ángel del SEÑOR se dirige a Gedeón,
es el SEÑOR mismo quien está encarando y quien está res-
pondiendo a este juez de Israel.
Asimismo, la reacción de Gedeón cuando se da cuenta de la
identidad de su interlocutor es de un temor aterrorizante que
se explica por el hecho de que ver al ángel del SEÑOR era
igual que ver al mismo Dios, con la consecuente e inmi-
nente amenaza para la vida de la persona que un encuen-
tro de este tipo acarreaba (Éxo. 33:20, 23). El hecho de so-
brevivir a un encuentro de este tipo era algo por completo in-
usual (Dt. 5:23-27), debido exclusivamente a la gracia y mi-
sericordia divinas y no a algún mérito de parte del ser huma-
no que pasaba por esta crítica y sublime experiencia. En el
pasaje que se citará a continuación se mencionan otras tres
situaciones similares a ésta en el Antiguo Testamento.
5.3.4.7. “Cierto hombre de Zora, llamado Manoa, de la tribu de Dan,
tenía una esposa que no le había dado hijos porque era esté-
ril. Pero el ángel del SEÑOR se le apareció a ella… La mujer
fue adonde estaba su esposo y le dijo: «Un hombre de Dios
vino adonde yo estaba. Por su aspecto imponente, parecía
un ángel de Dios. Ni yo le pregunté de dónde venía, ni él me
dijo cómo se llamaba... Manoa le dijo al ángel del SEÑOR:
Nos gustaría que te quedaras hasta que te preparemos un
cabrito. Pero el ángel del SEÑOR respondió: Aunque me de-
tengan, no probaré nada de tu comida. Pero si preparas un
holocausto, ofréceselo al SEÑOR. Manoa no se había dado
cuenta de que aquél era el ángel del SEÑOR. Así que le
preguntó: ¿Cómo te llamas, para que podamos honrarte
cuando se cumpla tu palabra? ¿Por qué me preguntas mi
nombre? replicó él. Es un misterio maravilloso. Enton-
ces Manoa tomó un cabrito, junto con la ofrenda de cereales,
y lo sacrificó sobre una roca al SEÑOR. Y mientras Manoa y
103

su esposa observaban, el SEÑOR hizo algo maravilloso:


Mientras la llama subía desde el altar hacia el cielo, el
ángel del SEÑOR ascendía en la llama. Al ver eso, Manoa y
su esposa se postraron en tierra sobre sus rostros. Y el
ángel del SEÑOR no se volvió a aparecer a Manoa y a su es-
posa. Entonces Manoa se dio cuenta de que aquél era el
ángel del SEÑOR. ¡Estamos condenados a morir! le dijo
a su esposa. ¡Hemos visto a Dios!” (Jue. 13:2-6, 15-22).
En este episodio de la historia sagrada llaman la atención al-
gunos significativos y profundos detalles que se añaden a los
ya considerados en los pasajes previos que se han citado.
El primero, a semejanza de Gedeón, la ignorancia de Ma-
noa sobre la identidad de su interlocutor, que da la im-
presión de ser una disculpa del narrador para explicar el
inapropiado trato familiar de Manoa con el ángel del SE-
ÑOR.

Lo segundo, la respuesta del ángel del SEÑOR cuando Manoa


preguntó su nombre, que fue una velada amonestación, co-
mo si la pregunta en sí misma fuera improcedente o innece-
saria debido a que la identidad del ángel del SEÑOR debería
ser obvia, constituyéndose así la pregunta en una atrevida
impertinencia de parte de Manoa, motivada una vez más por
su ignorancia sobre la identidad del ángel del SEÑOR.
En efecto, como ya lo hemos podido vislumbrar, el nombre
de Dios es un “misterio maravilloso”. Es más, en versiones
de la Biblia como la Reina Valera Revisada la respuesta del
ángel del SEÑOR es la siguiente: “¿Por qué preguntas por mi
nombre, que es admirable?”, lo cual inevitablemente trae a
nuestra mente el anuncio hecho por el profeta Isaías en rela-
ción con el Mesías: “Porque nos ha nacido un niño, se nos ha
concedido un hijo; la soberanía reposará sobre sus hombros,
y se le darán estos nombres: Consejero admirable, Dios
fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz” (Isa. 9:6), y también
el episodio de Jacob luchando con un hombre misterioso y
enigmático durante toda una noche en Peniel, antes de su
crítico reencuentro con su hermano Esaú.
En aquella oportunidad Jacob también preguntó a este varón
por su nombre, recibiendo de él una contestación similar: “...
¿Por qué preguntas cómo me llamo?” (Gén. 32:29), sin que
104

diera luego mayores respuestas o explicaciones. Pero parece


que el conocido cambio de nombre que este hombre miste-
rioso llevó a cabo en Jacob55, unido a la interpelación recibi-
da de aquel cuando Jacob inquirió por su nombre, fueron su-
ficientes para abrir de lleno los ojos de Jacob a la identidad
de su oponente, pues enseguida el relato continúa así: “Ja-
cob llamó a ese lugar Penuel, porque dijo: «He visto a Dios
cara a cara, y todavía sigo con vida»” (Gén. 32:29).
Por eso, aunque este hombre enigmático no se identifique
expresamente como “el ángel del SEÑOR”, parece ser que de
cualquier modo era Dios mismo, a juzgar por lo declarado por
Jacob/Israel. De hecho, también lo declarado por Manoa
cuando se da cuenta de cual es la identidad de su inter-
locutor, va en la misma línea trazada por la reacción de
Jacob y de Gedeón después de él: un aterrorizante temor
de morir por haber visto a Dios y un suspiro de alivio por
haber sobrevivido al encuentro.
Reacción por demás muy similar a la del profeta Isaías cuan-
do, en el año de la muerte del rey Uzías, vió al “... Señor ex-
celso y sublime, sentado en un trono...” (Isa. 6:1), visión que
llevó al profeta a exclamar: “... «¡Ay de mí, que estoy perdido!
Soy un hombre de labios impuros y vivo en medio de un
pueblo de labios blasfemos, ¡y no obstante mis ojos han visto
al Rey, al SEÑOR Todopoderoso!»” (Isa. 6:5).
5.3.4.8. “El SEÑOR Todopoderoso responde: «Yo estoy por enviar a
mi mensajero para que prepare el camino delante de mí. De
pronto vendrá a su templo el Señor a quien ustedes buscan;
vendrá el mensajero del pacto, en quien ustedes se com-
placen.»” (Mal. 3:1). En cuanto a la primera parte de esta
profecía, los teólogos están unánimemente de acuerdo en
que el anunciado mensajero que prepararía el camino delan-
te del Señor es Juan el Bautista, el nuevo Elías (Mal. 3:23-
24), puesto que así lo declaró el propio Señor Jesucristo (Mt.
11:10, 14; ver también Mr. 1:2-4; Isa. 40:3 y Lc. 1:17, 76).

55
A partir de este momento Jacob comenzó a llamarse Israel que significa nada más y nada menos
que “él lucha con Dios” (Gén. 32:28), dando así a entender que el oponente de Jacob era, en rea-
lidad, Dios mismo.
105

Pero el mensajero o “ángel del pacto”56 mencionado en el


cierre del versículo es, por simple paralelismo, el mismo Se-
ñor mencionado un momento antes, que viene a su templo
repentinamente, profecía que apunta inequívocamente a Je-
sucristo, a quien Juan Bautista le preparó el camino.
5.3.4.9. Existe adicionalmente un pasaje bíblico del Antiguo Testa-
mento que, aunque no mencione explícitamente al “ángel del
SEÑOR”, puede ubicarse dentro de los pasajes que hemos
agrupado bajo esta expresión, porque admite una interpreta-
ción similar, aunque hay que decir que, popularmente, se ha
abusado de él para hacer inferencias forzadas, siempre
polémicas y de ningún modo unánimes ni bien fundamenta-
das a favor de la doctrina de la Trinidad.
Se trata del capítulo 18 del Génesis, de donde extractamos
algunas porciones pertinentes, comenzando por ésta: “El
Señor se le apareció a Abraham junto al encinar de
Mamré… Abraham alzó la vista, y vio a tres hombres de
pie cerca de él. Al verlos, corrió desde la entrada de la carpa
a saludarlos. Inclinándose hasta el suelo, dijo: Mi señor…”
(Gén. 18:1-3). Dejemos, pues, establecido que sería muy
difícil negar que ésta haya sido, a semejanza de muchas
de las manifestaciones del “ángel del SEÑOR”, una apari-
ción de Dios mismo al patriarca Abraham, como se dice
inequívocamente en el inicio del capítulo.
Se ha esgrimido como confirmación de lo anterior la manera
en que el padre de la fe se dirige a sus visitantes (o por lo
menos, a uno de ellos) diciéndole “Mi señor”. Pero este ar-
gumento no es necesario para establecer el punto, además
de que, por sí solo, no deja de ser ambiguo y discutible pues
las diferentes traducciones y versiones de la Biblia traducen
de manera diferente este saludo de Abraham, oscilando en-
tre la minúscula para “señor”, tal como lo vemos en la Nueva
Versión Internacional, que no implicaría por tanto un nece-
sario reconocimiento de la divinidad de su interlocutor por
parte de Abraham, sino tan sólo un trato respetuoso hacia
aquel; y la mayúscula de “Señor” utilizada por la Reina Va-

56
La palabra “ángel”, del hebreo mal’ach y el griego angelos, significa de manera primaria y llana
“mensajero”.
106

lera Revisada y la Biblia de Jerusalén, entre otras 57, mayús-


cula imprescindible para poder referir este término a Dios
como nombre propio.
Por otra parte, los versículos 13 y 14 ratifican que este epi-
sodio se trata, en efecto, de una teofanía58, puesto que allí
leemos: “Pero el SEÑOR le dijo a Abraham: ¿Por qué se ríe
Sara? ¿No cree que podrá tener un hijo en su vejez? ¿Acaso
hay algo imposible para el SEÑOR? El año que viene volveré
a visitarte en esta fecha, y para entonces Sara habrá tenido
un hijo” (Gén. 18:14). Es, pues, el Señor en persona quien
hace este anuncio al patriarca. Pero lo que no puede
hacerse es deducir que, por el hecho de que la aparición
de Dios a Abraham en este pasaje se concrete en una
comitiva constituida por tres personajes, entonces esta
sea una manifestación de la Trinidad divina.
De hecho, más adelante se afirma taxativamente que dos de
ellos eran ángeles: “Dos de los visitantes partieron de allí y
se encaminaron a Sodoma, pero Abraham se quedó de pie
frente al SEÑOR” (Gén. 18:22). Evidentemente, solo uno de
los tres era identificado como el Señor, el que venía
hablando con Abraham desde el comienzo y que decide
permanecer con él, y los otros dos eran tan solo ángeles:
“Caía la tarde cuando los dos ángeles llegaron a Sodo-
ma…” (Gén. 19:1, compárese también con los versículos 15
y 17).
5.3.4.10. Por último, existe también en el Antiguo Testamento entre
muchos otros, un pasaje mesiánico en particular 59 (ya citado
y comentado brevemente en la nota de pie de página número
47 al tratar los nombres de Dios), en el cual la distinción de
personas en Dios es clarísima y la atribución de la divinidad a

57
Hay incluso versiones como la Biblia en Lenguaje Actual y la paráfrasis “La Biblia al Día” que se
toman la libertad de traducir el saludo de Abraham en plural: “Señores” para hacer corresponder el
saludo con la pluralidad de visitantes que el texto identifica en número de tres. Libertad que, en es-
tricto rigor, no deja de ser cuestionable si se trata de salvaguardar la fidelidad e integridad del texto
bíblico al traducirlo a otros idiomas.
58
Término técnico que en teología se utiliza para referirse a una manifestación visible y corpórea de
Dios antes de la encarnación de Cristo.
59
Reciben el nombre de “mesiánicos” los pasajes del Antiguo Testamento que se refieren proféti-
camente a Cristo, anunciando de manera anticipada algún aspecto de su persona u obra que tuvo
cumplimiento literal durante su paso histórico por este mundo, rango de tiempo comprendido entre
su encarnación y ascensión.
107

las dos personas mencionadas es igualmente innegable. Se


trata del salmo 110:1 que dice: “Así dijo el SEÑOR a mi Se-
ñor…”. Dado que David utiliza aquí dos nombres propios y
distintos de Dios, a saber: YHWH (traducido “SEÑOR”, en le-
tras versales) y Adonai (traducido “Señor” en letras norma-
les), está atribuyendo a Dios algo así como un diálogo inter-
personal consigo mismo.
Esto no puede explicarse de manera diferente a afirmar
que en Dios existen distinciones sustantivas o concretas
de tipo claramente personal 60 en permanente, íntima y
mutua interrelación, distinciones que sin embargo no
obran en perjuicio de su unidad esencial ni de su identi-
dad como un único Dios. La tradición teológica cristiana, ya
plenamente encuadrada en el marco de la doctrina de la Tri-
nidad, no tiene dificultad para interpretar este pasaje en el
cual ve un diálogo divino entre Dios Padre y Dios Hijo, la pri-
mera y segunda personas de la Trinidad respectivamente.
Pero para el monoteísmo rígido de la tradición judía este pa-
saje no deja de ser problemático, al punto que, no por nada,
fue este justamente el versículo escogido por el Señor Jesu-
cristo para confundir a los maestros de la ley, eruditos rabí-
nicos de su tiempo, al plantearles una pregunta que éstos
no supieron responder y que buscaba hacerlos conscientes
de la divinidad y consecuente superioridad del mesías sobre
el rey David, en una cultura que consideraba que el ascen-
diente tenía por fuerza la prioridad sobre su descendiente,
siendo el mesías descendiente de David en lo que toca a su
condición humana, no obstante lo cual el mesías se encon-
traría siempre por encima de su ascendiente en virtud de su
condición divina, como lo reconoce el mismo rey David al
llamar a su descendiente en la carne “mi Señor” (ver Mt.
22:41-46; Mr. 12:35-37; Lc. 20:41-44).
5.3.5. Los paralelismos triples asociados a Dios

60
Y no meramente sicológico, como sucede en algunas patologías del ser humano tales como el
llamado “Desorden de múltiple personalidad”. Estas distinciones en el seno de la divinidad también
se aprecian en otros pasajes como Isaías 48:16 en donde, si bien es Dios quien viene hablando
(así lo establece el versículo 12), dice Él sin embargo: “… Y ahora el SEÑOR omnipotente me ha
enviado con su Espíritu”, dando a entender que el Dios que habla, ha sido a su vez enviado por
Dios, junto con el Espíritu de Dios, en evocaciones que apuntan ya de cierto modo a la doctrina de
la Trinidad.
108

Hemos visto a través de los nombres plurales de Dios, del “plural de-
liberativo” como forma de expresión utilizada por Dios, del Shema
judío y de la figura del “ángel del SEÑOR”, que el Antiguo Testamento
sugiere con fuerza la presencia de una pluralidad diferenciada de tipo
personal en el seno del uno y único Dios. Pero hasta ahora no hemos
visto que esta pluralidad se especifique, concrete o delimite en el
número tres evocado por la doctrina de la Trinidad.
Pero aún en esta dirección el Antiguo Testamento provee de indicios
que, si bien no son explícitos, no pueden de todos modos pasarse
por alto. Nos referimos a los pasajes bíblicos convertidos con el
tiempo en fórmulas litúrgicas en que se hace referencia a Dios
acudiendo a un paralelismo reiterativo por el cual se le mencio-
na en tres oportunidades, una inmediatamente después de la
otra en el mismo pasaje, anticipando las doxologías61 del Nuevo
Testamento y de la iglesia primitiva. Curiosamente, son justo tres los
que sobresalen por encima de los demás. Veámoslos, entonces, con
algo de detenimiento:
5.3.5.1. El Shema judío. “Escucha, Israel: El SEÑOR nuestro Dios es
el único SEÑOR” (Dt. 6:4). En este pasaje ya varias veces
comentado en estas conferencias y repetido sin fin en las
oraciones y liturgias judías, se menciona a Dios tres veces.
A este respecto la tradición judáica de la Cábala62 hace la si-
guiente observación que no deja de ser sorprendente en un
documento de la tradición judía, reacia a ultranza a la doctri-
na de la Trinidad: “¿Por qué hay necesidad de mencionar el
nombre de Dios por tres veces en este versículo? La primera
vez, YHWH, porque es el Padre de los cielos; la segunda
vez, Dios, porque es un título del Mesías, la vara del tronco
de Isaí que ha de venir por David, de la familia de Isaí; y la
tercera vez, YHWH, porque es el que nos enseña a caminar
aquí en la tierra y estos tres son uno”.
Esta observación no requiere comentarios adicionales para el
propósito que perseguimos aquí, pues basta para dejar esta-
blecido que, al margen de que suscribamos o no la interpre-
tación que se le está dando aquí, para los judíos no pasaba

61
Fórmulas de alabanza a Dios que sugieren o expresan aspectos de la Trinidad y que se fueron
incorporando formalmente en las liturgias oficiales de la iglesia cristiana.
62
Una de las principales corrientes del esoterismo judío constituida por una tradición oral que pre-
tende explicar y fijar el sentido de la Sagrada Escritura
109

desapercibida la triple mención de Dios en este versículo


que la iglesia ha interpretado como un velado anticipo de
la doctrina de la Trinidad en el Antiguo Testamento.
5.3.5.2. La bendición sacerdotal. »"El SEÑOR te bendiga y te guar-
de; el SEÑOR te mire con agrado y te extienda su amor; el
SEÑOR te muestre su favor y te conceda la paz." (Nm. 6:24-
26). Esta bendición, tan central en la liturgia judía como el
Shema, vuelve a mencionar tres veces el nombre de Dios
de una manera que no puede calificarse menos que in-
quietante, por no decir más, y que tampoco ha pasado de
ningún modo desapercibida por los judíos, los cuales han
procurado, en el Talmud63, dar sentido y profundidad inter-
pretativa a esta triple mención de Dios de formas análogas a
la cita de la Cábala traída a colación hace unos momentos,
aunque cuidándose de no apoyar interpretaciones trinitarias
del pasaje, cuidado que la iglesia considera innecesario, no
solamente por lo difícil que resulta no ver aquí indicios trinita-
rios, sino porque a la luz de la revelación del Nuevo Testa-
mento sobre la Trinidad Divina, estos cuidados resultan ya
por completo obsoletos.
5.3.5.3. La visión del Santo de Isaías. “Y se decían el uno al otro:
«Santo, santo, santo es el SEÑOR Todopoderoso; toda la tie-
rra está llena de su gloria.»” (Isa. 6:3). Hemos dicho ya que la
santidad, más que un atributo divino, es un sinónimo de su
divinidad, al punto que puede decirse que Dios es “el Santo”
por excelencia64. Así, pues, en este pasaje más que en
ningún otro no hay la más mínima duda de que la palabra
“santo” se refiere a Dios, pues la visión de Isaías que enmar-
ca esta escena comienza diciendo: “El año de la muerte del
rey Uzías, vi al Señor excelso y sublime, sentado en un
trono…” (Isa. 6:1).
Por lo tanto, dando por descontado que la palabra “santo”,
más que una descripción de cómo es Dios, se trata de una
identificación de quién es Él; la triple mención de esta pa-
labra en el contexto de la visión de Dios experimentada

63
Voluminosa colección oficial de las tradiciones y comentarios rabínicos a la Ley y, en general, a
los escritos del Antiguo Testamento.
64
Valga decir que el ángel Gabriel (Lc. 1:35) y aún los demonios reconocían a Cristo como: “el San-
to de Dios” (Mr. 1:24, Lc. 4:34 Ver también Hechos 3:14).
110

por el profeta Isaías es una triple mención de Dios, quien


sería entonces tres veces Santo o, lo que es lo mismo:
tres veces Dios.
Dicho de otro modo y parafraseando el Credo de Atanasio:
Santo es el Padre, Santo es el Hijo y Santo es el Espíritu
Santo (valga aquí la redundancia), pero no son tres santos,
sino un solo Santo. Esta fórmula veladamente trinitaria es re-
tomada en el Nuevo Testamento por el apóstol Juan en el li-
bro del Apocalipsis (Apo. 4:2) y desde entonces ha sido una
de las líneas de evidencia esgrimidas por la iglesia en el An-
tiguo Testamento como insinuación inequívoca de la doctrina
de la Trinidad revelada plenamente en el Nuevo Testamento.
5.4. La Trinidad en el Nuevo Testamento
Lo primero que debemos decir es que no existe una declaración explícita
e inequívoca de la Trinidad en el Nuevo Testamento al estilo de la ya ci-
tada, puntual y clásica fórmula acuñada por Tertuliano, que es la que se ha
hecho popular en medios cristianos 65. Con todo, esta doctrina esta tan
abundantemente documentada y revelada en el Nuevo Testamento que
no se puede poner en duda, pues no consiste ya en veladas insinuaciones
únicamente, como en el Antiguo Testamento, sino en múltiples y muy diver-
sas afirmaciones extractadas de la propia vida de la iglesia apostólica que
conducen inexorablemente a la Trinidad como conclusión indiscutible.
En otras palabras, para cualquiera que lea desprejuiciadamente el Nue-
vo Testamento salta a la vista la doctrina de la Trinidad, percibida casi
de manera intuitiva y sutil aún antes de emprender cualquier esfuerzo sis-
temático y reflexivo para dejarla establecida. Debemos suscribir, entonces,
lo dicho por Herbert Lockyer: “No podemos estudiar los grupos de pasajes
que manifiestan las operaciones del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo sin

65
Recordamos aquí, de nuevo, esta fórmula: “Padre, Hijo y Espíritu Santo. Tres personas diferen-
tes, un solo Dios verdadero”. La única declaración en este sentido en el Nuevo Testamento es el
versículo conocido como “la coma juanina” que reza así: “Tres son los que dan testimonio en el cie-
lo: el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo, y estos tres son uno…” (1 Jn. 5:7), pero ya está estableci-
do y es cada vez más comúnmente aceptado que este versículo no formaba parte de los origina-
les, sino que fue una piadosa pero no muy afortunada interpolación añadida por cristianos de pos-
teriores generaciones que creyeron, de este modo, estarle prestando un buen servicio al cristia-
nismo, al dejar establecida sin lugar a discusión la doctrina de la Trinidad en el Nuevo Testamento,
pasando por alto la solemne advertencia consignada por el mismo apóstol Juan en el libro del Apo-
calipsis: “A todo el que escuche las palabras del mensaje profético de este libro le advierto esto: Si
alguno le añade algo, Dios le añadirá a él las plagas descritas en este libro” (Apo. 22:18). Sea co-
mo fuere, este versículo ajeno a los originales no es necesario para dejar establecida firmemente la
doctrina de la Trinidad en el Nuevo Testamento, como esperamos demostrarlo a continuación.
111

llegar a la conclusión de que el Nuevo Testamento es Trinitario hasta


la médula y que toda su enseñanza está edificada sobre la suposición
de la Trinidad. Sus alusiones a la Trinidad son frecuentes, casuales, fáciles
y confiadas”.
El teólogo B. B. Warfield también hizo referencia a ello con estas palabras:
“La Doctrina de la Trinidad no se escucha sino en una forma muy natural y
casual en las declaraciones de las Escrituras. No aparece en el Nuevo Tes-
tamento como en formación sino como que ya ha sido formulada… Por do-
quier se supone que la doctrina era una posesión fija de la comunidad cris-
tiana; y el proceso por el cual llegó a ser una posesión de la comunidad se
halla tras el Nuevo Testamento… nos mantenemos en continuo contacto
con tres personas que actúan cada una como una persona distinta, pero
son en un sentido profundo y fundamental un solo ser”.
Con todo, al igual que se ha hecho con el Antiguo Testamento, es necesario
sistematizar de manera esquemática las maneras en que la Trinidad se re-
vela en el Nuevo Testamento y las inferencias doctrinales que deben ex-
tractarse de esta revelación. De eso nos ocuparemos enseguida.
5.4.1. El monoteísmo en el Nuevo Testamento
Primero que todo, hay que llamar la atención al hecho de que el
Nuevo Testamento ratifica con suficiencia y sin lugar a equívo-
cos el monoteísmo ya revelado en el Antiguo Testamento, de donde
no se puede afirmar que la doctrina de la Trinidad sea una forma de
triteísmo. Veamos los más representativos versículos al respecto:
5.4.1.1. “De modo que, en cuanto a comer lo sacrificado a los ídolos,
sabemos que un ídolo no es absolutamente nada, y que hay
un solo Dios. Pues aunque haya los así llamados dioses, ya
sea en el cielo o en la tierra (y por cierto que hay muchos
«dioses» y muchos «señores»), para nosotros no hay más
que un solo Dios, el Padre, de quien todo procede y para el
cual vivimos; y no hay más que un solo Señor, es decir,
Jesucristo, por quien todo existe y por medio del cual vivi-
mos” (1 Cor. 8:4-6)
5.4.1.2. “Esfuércense por mantener la unidad del Espíritu mediante el
vínculo de la paz. Hay un solo cuerpo y un solo Espíritu, así
como también fueron llamados a una sola esperanza; un so-
lo Señor, una sola fe, un solo bautismo; un solo Dios y Pa-
dre de todos, que está sobre todos y por medio de todos y en
todos” (Efe. 4:3-6)
112

5.4.1.3. “¿Tú crees que hay un solo Dios? ¡Magnífico! También los
demonios lo creen, y tiemblan” (St. 2:19)
5.4.2. La distinción y divinidad de las tres personas de la Trinidad
Con todo, las distinciones entre las tres personas de la Trinidad tam-
bién aparecen página tras página en el Nuevo Testamento y la con-
dición divina de cada una de ellas se afirma de manera explícita más
de una vez.
5.4.2.1. El Padre. Sería muy dispendioso y extenso relacionar todos
los pasajes (son muchos) en que el Nuevo Testamento iden-
tifica al Padre de manera individual, aún restringiendo la lista
únicamente a aquellos pasajes en los que se le contrasta y
distingue de manera expresa del Hijo (Jesucristo) y/o del
Espíritu Santo. Así mismo, la divinidad del Padre es la más
documentada de las tres y no está de ningún modo en discu-
sión, toda vez que en muchos pasajes (como por ejemplo los
citados y transcritos arriba de 1 Cor. 8:4-6 y Efe. 4:3-6), se
sobrentiende que Dios y el Padre son términos idénticos.
Pero si esto no fuera suficiente, basta con citar algunos de
los versículos en que se utiliza la clarísima e indiscutible ex-
presión: “Dios el Padre” (Jn. 6:27; 2 Tes. 1:2; 1 Tim. 1:2; 2
Tim. 1:2; Tit. 1:4; 1 P. 1:2; 2 P. 1:17; 2 Jn. 1:3; Judas 1:1).
5.4.2.2. El Hijo. Jesucristo es identificado en el Nuevo Testamento
en multitud de pasajes de los evangelios como el Hijo de
Dios (Mt. 16:16; Mr. 3:11; 5:7; Lc. 1:32, 35; 4:41; Jn. 1:34, 49;
6:69; 11:27; 20:31). Si bien en el Nuevo Testamento no exis-
te, a diferencia de la expresión “Dios el Padre”, una expre-
sión como “Dios el Hijo”, que dejaría establecida de manera
inmediata la divinidad del Hijo sin requerir nada más, hay
otras líneas argumentales que, por simple lógica, conducen
de sobra a la misma conclusión.
Por ejemplo, la sola atribución de este título a alguien pa-
rece que ya implicaba en sí misma la divinidad, pues de-
bido a ello los dirigentes judíos acusaron a Jesucristo de
blasfemia, por igualarse con Dios al aceptar el título de Hijo
de Dios para sí mismo, y puesto que ellos se negaban a
aceptar este hecho, consideraban entonces que esto les
brindaba razones de sobra para darle muerte según la ley
(Jn. 5:18; 19:7).
113

Téngase en cuenta además que Jesucristo no era simple-


mente un hijo de Dios, como de hecho lo son los ángeles
en el Antiguo Testamento y los creyentes individuales en el
Nuevo, debido a que por la gracia divina y la fe en Jesucristo
somos adoptados por Dios como tales; sino que Él es iden-
tificado como el Hijo de Dios. Y aquí el artículo definido y la
mayúscula establecen una diferencia cualitativa insuperable
entre los hijos de Dios (humanos o angélicos) y el Hijo de
Dios (divino).
Esto sin mencionar ni los atributos que ostenta, ni los
nombres propios que se le asignan, ni las acciones so-
brenaturales llevadas a cabo en los evangelios por Cris-
to. Muchas de estas acciones son unánimemente reconoci-
das por todos como prerrogativas de Dios o actos que
únicamente Dios tendría, no solo el poder, sino también
el derecho de ejercer, de tal modo que sería ofensivo y
blasfemo siquiera pensar en atribuirlas a ser humano alguno,
por poderoso o excelso que fuera, pues estos actos (como
perdonar pecados, por ejemplo) son de la estricta, exclusiva
y excluyente jurisdicción divina.
Pero fueron, justamente, acciones de este tipo las que Jesu-
cristo llevó a cabo regularmente durante su ministerio. Ya
nos detendremos en esto con más detalle un poco más ade-
lante. Por lo pronto hemos de señalar que, dado que Jesu-
cristo es identificado inequívocamente en los escritos inspi-
rados del apóstol Juan como el Verbo de Dios encarnado
como hombre: “Y el Verbo se hizo hombre y habitó entre
nosotros. Y hemos contemplado su gloria, la gloria que co-
rresponde al Hijo unigénito del Padre, lleno de gracia y de
verdad” (Jn. 1:14) y a que en el primer versículo se afirma
también que: “En el principio ya existía el Verbo, y el Verbo
estaba con Dios, y el Verbo era Dios” (Jn. 1:1), ésta es una
declaración explícita en los evangelios que establece la divi-
nidad de Jesucristo, el Hijo de Dios, o si se quiere, la segun-
da persona de la Trinidad divina.
En los evangelios existe otro nutrido número de versículos
que, de manera combinada, brindan un amplio e innegable
apoyo a la divinidad de Cristo, confirmándola y establecién-
dola con abundante solvencia. Pero aún si estos no existie-
114

ran, las inspiradas declaraciones del apóstol Pablo en sus


epístolas son tan concluyentes al respecto que no admiten
duda sobre la divinidad de Cristo.
Sólo para la muestra, traemos aquí dos de las más conoci-
das y representativas: “Toda la plenitud de la divinidad
habita en forma corporal en Cristo” (Col. 2:9); “La actitud
de ustedes debe ser como la de Cristo Jesús, quien, sien-
do por naturaleza Dios, no consideró el ser igual a Dios
como algo a qué aferrarse” (Fil. 2:5-6).
Dejemos, pues, hasta aquí lo relativo a la divinidad de Cristo
en el marco de la doctrina de la Trinidad, divinidad que se
volverá a tocar y ampliar con más detalle cuando se exponga
de manera somera la doctrina de Jesucristo un poco más
adelante en esta misma materia, puesto que el tratamiento
más amplio, desde un punto de vista sistemático tanto en sus
aspectos teológicos, filosóficos e históricos, se hará propia-
mente en la cátedra de Cristología de octavo semestre.
5.4.2.3. El Espíritu Santo. La divinidad de la tercera persona de la
Trinidad también se afirma en las Escrituras. Por una parte,
se puede observar en que algunas de las profecías o anun-
cios hechos por el Señor66 Dios mismo a través de sus
profetas en el Antiguo Testamento, son espontáneamen-
te atribuidas al Espíritu Santo en el Nuevo: “Entonces oí la
voz del Señor que decía: ¿A quién enviaré? ¿Quién irá por
nosotros? Y respondí: Aquí estoy. ¡Envíame a mí! Él dijo:
Ve y dile a este pueblo: »"Oigan bien, pero no entiendan;
miren bien, pero no perciban." Haz insensible el corazón de
este pueblo; embota sus oídos y cierra sus ojos, no sea que
vea con sus ojos, oiga con sus oídos, y entienda con su co-
razón, y se convierta y sea sanado” (Isa. 6:8-10)
El apóstol Pablo cita así el pasaje previo: “No pudieron po-
nerse de acuerdo entre sí, y comenzaron a irse cuando Pablo
añadió esta última declaración: «Con razón el Espíritu San-
to les habló a sus antepasados por medio del profeta Isa-
ías diciendo: »"Ve a este pueblo y dile: Por mucho que oi-
gan, no entenderán; por mucho que vean, no percibirán.’
Porque el corazón de este pueblo se ha vuelto insensible; se
66
Recordemos lo ya dicho en cuanto a que el nombre “Señor”, del hebreo Adonai, es un nombre
propio exclusivo de Dios.
115

les han embotado los oídos, y se les han cerrado los ojos. De
lo contrario, verían con los ojos, oirían con los oídos, enten-
derían con el corazón y se convertirían, y yo los sanaría” (Hc.
28:25-27).
Veamos este otro pasaje muy conocido del profeta Jeremías:
“»Vienen días afirma el SEÑOR en que haré un nuevo pac-
to con el pueblo de Israel y con la tribu de Judá. No será un
pacto como el que hice con sus antepasados el día en que
los tomé de la mano y los saqué de Egipto, ya que ellos lo
quebrantaron a pesar de que yo era su esposo afirma el
SEÑOR. »Éste es el pacto que después de aquel tiempo
haré con el pueblo de Israel afirma el SEÑOR: Pondré mi
ley en su mente, y la escribiré en su corazón. Yo seré su
Dios, y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrá nadie que ense-
ñar a su prójimo, ni dirá nadie a su hermano: "¡Conoce al SE-
ÑOR!", porque todos, desde el más pequeño hasta el más
grande, me conocerán afirma el SEÑOR. Yo les perdonaré
su iniquidad, y nunca más me acordaré de sus pecados»”
(Jer. 31:31-34)
Al citarlo, el inspirado autor de la epístola a los Hebreos dice:
“También el Espíritu Santo nos da testimonio de ello. Prime-
ro dice: «Éste es el pacto que haré con ellos después de
aquel tiempo dice el Señor: Pondré mis leyes en su co-
razón, y las escribiré en su mente.» Después añade: «Y nun-
ca más me acordaré de sus pecados y maldades.»” (Heb.
10:15-17).
De hecho, la Biblia declara ser la Palabra de Dios, es decir
de autoría divina, proveniente de Dios o pronunciada direc-
tamente por Él: “Toda la Escritura es inspirada por Dios, y
útil para enseñar, para reprender, para corregir y para instruir
en la justicia” (2 Tim. 3:16). Pero al mismo tiempo que
afirma ser producto de la inspiración o del impulso del
Espíritu Santo actuando en los seres humanos encargados
de plasmarla por escrito: “Porque la profecía no ha tenido su
origen en la voluntad humana, sino que los profetas habla-
ron de parte de Dios, impulsados por el Espíritu Santo” (2
P. 1:21).
En los dos pasajes anteriores salta a la vista la identifica-
ción del Espíritu Santo con Dios que explicaría de paso la
116

libre y espontánea atribución que hacen los autores del


Nuevo Testamento al Espíritu Santo cuando citan las
profecías atribuidas a Dios en el Antiguo Testamento,
como si Él (el Espíritu Santo) fuera el autor de las mis-
mas, igualándolo, entonces con Dios. Las declaraciones
de divinidad del Espíritu Santo son, pues, abundantes en el
Nuevo Testamento, siendo todas ellas claras al buen enten-
dedor, pero siempre tácitas o implícitas en el texto, al estilo
de las ya citadas como botón de muestra.
Por eso, tal vez la declaración más inmediata, explícita o ex-
presa de la divinidad del Espíritu Santo es la que encontra-
mos en el libro de los Hechos de los Apóstoles, cuando Pe-
dro dice lo siguiente a Ananías: “Ananías le reclamó Pe-
dro, ¿cómo es posible que Satanás haya llenado tu corazón
para que le mintieras al Espíritu Santo… ¡No has mentido
a los hombres sino a Dios!” (Hc. 5:3-4). Esta afirmación si
es del todo concluyente por sí sola en lo que tiene que ver
con la divinidad del Espíritu Santo, así no existieran todas las
demás afirmaciones en esta misma dirección que ya hemos
citado o mencionado.
Y por si no bastara, está también por último la declaración
del apóstol Pablo en el sentido de que: “… el Señor es el
Espíritu…” (2 Cor. 3:17), porción que no solo establece una
relación de unidad e identidad esencial entre Cristo (el Se-
ñor) y el Espíritu Santo (el Espíritu, con mayúscula), sino que
atribuye la divinidad al Espíritu Santo, puesto que el nombre
“Señor” es en su sentido más amplio, no nos cansaremos
de recordarlo, un nombre exclusivo de Dios, como ya lo de-
jamos establecido en su momento.
5.4.3. La unidad de las personas divinas
A estas alturas ya debería ser evidente la unidad de las personas di-
vinas en el seno del único Dios verdadero. La reafirmación del mono-
teísmo en el Nuevo Testamento y la atribución de la divinidad a las
tres personas mencionadas y distinguidas entre sí, ya sea por mu-
tuo contraste o por mención separada, en diversos versículos del
mismo, debería bastar para ello.
Pero considerando que hay alusiones bíblicas específicas a la íntima
e indisoluble unidad existente entre la primera (el Padre) y la segun-
117

da persona (El Hijo, Jesucristo) de la divinidad, es conveniente con-


siderarlas también para ratificar lo dicho. Si bien no hay declaracio-
nes en el mismo sentido que incluyan al Espíritu Santo, esto proba-
blemente se deba a que, en presencia del Padre y del Hijo, el Espíri-
tu Santo asume un perfil más bien bajo cediendo su innegable prota-
gonismo en favor de la mayor concreción y centralidad que para los
seres humanos tiene la figura del Padre y, sobre todo, la del Hijo, en
virtud de su encarnación como hombre67 para, mediante su muerte y
resurrección, hacer posible la redención del género humano, cuyos
beneficios son, por cierto, aplicados por el Espíritu Santo a todas las
posteriores generaciones de creyentes.
Así, pues, hay dos declaraciones explícitas a favor de la unidad entre
el Padre y el Hijo: “El Padre y yo somos [plural] uno [singular neu-
tro]” (Jn. 10:30) y también: “Para que todos sean uno. Padre, así
como tú estás en mí y yo en ti [unidad]… Yo les he dado la gloria
que me diste, para que sean uno, así como nosotros somos [plural]
uno [singular neutro]” (Jn. 17:21-22).
En el mismo sentido podríamos traer a colación los pasajes en los
cuales Cristo afirma que quien lo ha visto a Él (El Hijo encarnado
como hombre), ha visto también al Padre: “Nadie puede venir a mí si
no lo atrae el Padre que me envió... al Padre nadie lo ha visto, ex-
cepto el que viene de Dios; sólo él ha visto al Padre” (Jn. 6:44,
46); “«El que cree en mí clamó Jesús con voz fuerte, cree no
solo en mí sino en el que me envió. Y el que me ve a mí, ve al
que me envió” (Jn. 12:44-45); “Señor dijo Felipe, muéstranos el
Padre y con eso nos basta. ¡Pero Felipe! ¿Tanto tiempo llevo ya en-
tre ustedes, y todavía no me conoces? El que me ha visto a mí,
ha visto al Padre. ¿Cómo puedes decirme: “Muéstranos el Pa-
dre”? ¿Acaso no crees que yo estoy en el Padre, y que el Padre
67
No por nada los creyentes recibimos a partir del Nuevo Testamento el nombre de “cristianos”, in-
dicando así la centralidad que Cristo tiene en nuestra fe como Aquel que, justamente, nos revela al
Padre. El cristiano debe ser, de manera obvia, cristocéntrico. Y aunque el papel del Espíritu Santo
es también fundamental en todo este cuadro, éste no necesita estar en la primera línea visual
cuando el Padre y el Hijo también lo están, sino que puede desempeñar sus, de cualquier modo,
divinas funciones permaneciendo tras bambalinas, permitiendo e incluso fomentando que, en la
economía divina, el crédito mayor sea para el Padre y el Hijo siempre que así sea conveniente o
necesario. Esto explicaría también por que las doxologías asocian frecuentemente al Padre y a su
Hijo Jesucristo, pero no al Espíritu Santo con ellos. Aunque también hay que decir que, así como
Dios Padre y Jesucristo, su Hijo, se encuentran asociados entre sí en plano de igualdad en un sig-
nificativo número de versículos; también Jesucristo y el Espíritu Santo lo están en otro tanto núme-
ro de versículos. El número se reduce ostensiblemente únicamente cuando se trata de mencionar-
los a los tres en el mismo contexto, pero aún así los pasajes que lo hacen, son suficientes para re-
afirmar la doctrina de la Trinidad.
118

está en mí? Las palabras que yo les comunico, no las hablo como
cosa mía, sino que es el Padre, que está en mí, él que realiza sus
obras” (Jn. 14:8-10). La idea que domina de forma abrumadora en
estos pasajes es, indiscutiblemente, la de una unidad íntima e indiso-
luble entre el Padre y el Hijo.
5.4.4. Versículos que asocian a las tres personas de la Trinidad
Adicionalmente, es obligado hacer una selección de aquellos pasajes
clásicos del Nuevo Testamento en que se manifiestan o mencionan
las tres personas de la Trinidad de manera simultánea y en plano de
igualdad, sobresaliendo entre ellos los siguientes:
5.4.4.1. “Tan pronto como Jesús fue bautizado, subió del agua. En
ese momento se abrió el cielo, y él vio al Espíritu de Dios
bajar como una paloma y posarse sobre él. Y una voz del
cielo [la del Padre] decía: «Éste es mi Hijo amado; estoy
muy complacido con él.»” (Mt. 3:16-17).
Este episodio es crucial para refutar la herejía modalista que
afirma que Padre, Hijo y Espíritu Santo son únicamente mo-
dos alternos en los que Dios se manifiesta, a la manera de
un actor que desempeña alternativamente tres papeles dife-
rentes en una misma obra, pues aquí están actuando las
tres personas de la Trinidad de manera simultánea.
5.4.4.2. “Por tanto, vayan y hagan discípulos a todas las naciones,
bautizándolos en el nombre [singular] del Padre, y del Hijo
y del Espíritu Santo” (Mt. 28:19). En realidad, este versículo
no es únicamente un caso en el cual se mencionan a las tres
personas de la Trinidad en el mismo contexto y en plano de
igualdad, sino un versículo muy fuerte a favor de la uni-
dad entre ellas, pues gramaticalmente hablando la construc-
ción correcta de la frase que correspondería naturalmente a
una pluralidad de personas sería “en los nombres” (plural) y
no “en el nombre” (singular), como de manera consciente e
intencional nos instruye el Señor a hacerlo cada vez que se
lleve a cabo el bautismo en agua.
De hecho fue de esta muy temprana fórmula bautismal de la
que surgió gradualmente la liturgia bautismal de la iglesia
primitiva que dio lugar a su vez al llamado “símbolo de los
apóstoles”, mejor conocido como el “Credo Apostólico”, tal
119

vez el documento doctrinal oficial de la iglesia más antiguo,


de carácter marcadamente trinitario.
5.4.4.3. “A este Jesús, Dios lo resucitó, y de ello todos nosotros so-
mos testigos. Exaltado por el poder de Dios, y habiendo re-
cibido del Padre el Espíritu Santo prometido, ha derramado
esto que ustedes ahora ven y oyen” (Hc. 2:32-33) Tenemos
aquí uno de los más claros versículos que asocian en una
misma obra mancomunada y conjunta la acción de las tres
personas de la Trinidad divina operando de manera armónica
y concertada.
5.4.4.4. “Pero Esteban, lleno del Espíritu Santo, fijó la mirada en el
cielo y vio la gloria de Dios, y a Jesús de pie a la derecha de
Dios” (Hc. 7:55). El primer mártir del cristianismo muere lapi-
dado pero en comunión íntima con el Dios trino.
5.4.4.5. “Pero cuando se cumplió el plazo, Dios envió a su Hijo, na-
cido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que
estaban bajo la ley, a fin de que fuéramos adoptados como
hijos. Ustedes ya son hijos. Dios ha enviado a nuestros co-
razones el Espíritu de su Hijo, que clama:«¡Abba! ¡Padre!»”
(Gál. 4:4-6)
5.4.4.6. “Que la gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la
comunión del Espíritu Santo sean con todos ustedes” (2 Co-
r. 13:14). Volvemos a tener aquí otro pasaje que muestra a
las tres personas de la Trinidad actuando simultáneamente
en la iglesia.
Valga decir que aunque en algunos de estos versículos no se men-
cione la palabra “Padre”, de cualquier modo y teniendo en cuenta la
prioridad que el Padre tiene en el seno de la Trinidad y la fácil y muy
natural identificación que se hace entre el Padre y Dios en el Nuevo
Testamento; en teología se sobrentiende que cuando se mencio-
na el término “Dios” contrastado en un mismo pasaje con “Je-
sucristo” y/o el “Espíritu Santo”, se puede tomar legítimamente
como una referencia directa al Padre.
Del mismo modo, como también se ve en el texto citado, el uso de la
palabra “Señor”, como nombre propio exclusivo de Dios, se re-
fiere particularmente a Jesucristo, el Hijo de Dios, cuando apa-
rece contrastado con Dios Padre y/o con el Espíritu Santo, pues-
to que “… Jesucristo es el Señor” (Fil. 2:11). Por otra parte, cuando
120

no se están contrastando entre sí a las tres personas de la Trinidad,


ambos términos (Dios y Señor) se pueden referir indistintamente a
cualquiera de las tres o a todas al mismo tiempo.
Esta consideración amplía sustancialmente el número de versí-
culos que mencionarían a las tres personas de la Trinidad de
manera simultánea y en plano de igualdad, pues no nos limita a
buscar aquellos pasajes que mencionan de manera rigurosa al Pa-
dre, a Jesucristo (el Hijo) y al Espíritu Santo, sino que amplía el
criterio de búsqueda a aquellos otros pasajes en que se menciona a
Dios (asimilado al Padre), al Señor (Jesucristo) y al Espíritu (con
mayúscula), diferenciados pero relacionados estrechamente entre sí
en el mismo contexto inmediato, calificándolos también como pasajes
trinitarios de las Escritura. Observemos, pues, enseguida el texto de
estos pasajes para confirmar lo dicho:
5.4.4.7. “Les ruego hermanos, por nuestro Señor Jesucristo, y por el
amor del Espíritu, que se unan conmigo en esta lucha y que
oren a Dios por mí” (Rom. 15:30).
5.4.4.8. “Y eso eran algunos de ustedes. Pero ya han sido lavados,
ya han sido santificados, ya han sido justificados en el nom-
bre de Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios” (1 Cor.
6:11).
5.4.4.9. “Ahora bien, hay diversos dones, pero un mismo Espíritu.
Hay diversas maneras de servir, pero un mismo Señor. Hay
diversas funciones, pero es un mismo Dios el que hace to-
das las cosas en todos” (1 Cor. 12:4-6).
5.4.4.10. “Pido que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre
glorioso, les dé el Espíritu de sabiduría y de revelación, para
que lo conozcan mejor” (Efe. 1:17)
5.4.4.11. “Hay un solo cuerpo y un solo Espíritu, así como también
fueron llamados a una sola esperanza; un solo Señor, una
sola fe, un solo bautismo; un solo Dios y Padre de todos,
que está sobre todos y por medio de todos y en todos” (Efe.
4:4-6).
5.4.4.12. “Nosotros, en cambio, siempre debemos dar gracias a Dios
por ustedes, hermanos amados por el Señor, porque desde
el principio Dios los escogió para ser salvos, mediante la
obra santificadora del Espíritu y la fe que tienen en la ver-
dad” (2 Tes. 2:13)
121

5.4.4.13. “Pero cuando se manifestaron la bondad y el amor de Dios


nuestro Salvador, él nos salvó, no por nuestras propias obras
de justicia sino por su misericordia. Nos salvó mediante el la-
vamiento de la regeneración y de la renovación por el Espíri-
tu Santo, el cual fue derramado abundantemente sobre no-
sotros por medio de Jesucristo nuestro Salvador” (Tito 3:4-
6)
5.4.4.14. “Ustedes, en cambio, queridos hermanos, manténganse en
el amor de Dios, edificándose sobre la base de su santísima
fe y orando en el Espíritu Santo, mientras esperan que
nuestro Señor Jesucristo, en su misericordia, les conceda
vida eterna” (Judas 1:20).
5.5. Inferencias teológicas derivadas de la Biblia en relación con la doctri-
na de la Trinidad
La labor de la teología cristiana es ordenar y sistematizar los datos revela-
dos en las Escrituras y, en lo que concierne a la doctrina de la Trinidad, es-
tablecer los contenidos semánticos (es decir, el significado asignado a las
palabras), y los límites lingüisticos (es decir, la elección y sanción formal de
las palabras que deben utilizarse), dentro de los cuales el discurso trinitario
es considerado ortodoxo y apegado, por tanto, a lo que la Biblia llama la
“sana doctrina”. En este propósito la teología cristiana considera que, al
hablar de la Trinidad, hay que observar precauciones obligadas en dos fren-
tes o aspectos relativos a ella, a saber:
5.5.1. Trinidad ontológica
La Trinidad ontológica se refiere a las relaciones internas que, en el
seno de la divinidad, se dan entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo
(ad intra). En realidad, la Biblia nos deja ver muy poco en cuanto al
tipo o naturaleza de las relaciones internas que tienen lugar entre las
personas divinas68. Sin embargo, los mismos nombres por los
cuales estas tres personas se nos revelan nos permiten ya sacar
algunas inferencias lógicas que se derivan de ellos.
Es así como, al detenernos en el Padre y el Hijo, es apenas obvio
que el Padre debe tener la prioridad sobre el Hijo, puesto que por
simple analogía (analogía entis. Ver nota de pie de página 69), extra-
polando la prioridad que los padres siempre han tenido sobre los
hijos en la experiencia humana histórica y universal, se deduce que

68
Aunque hay que decir que, a pesar del silencio bíblico al respecto, la teología no ha dejado nunca
de especular sobre el particular.
122

con todo y las abismales diferencias y superioridad que existen o


puedan existir entre Dios y los seres humanos, de cualquier modo
Dios no se nos revelaría como Padre e Hijo contraviniendo con
estos nombres lo que la experiencia y el sentido común de la
humanidad nos indican en primera instancia a través de estos
nombres.
Recordemos lo ya dicho en cuanto a que la doctrina de la Trinidad no
es irracional sino suprarracional. Es así como, si el Hijo fuera el que
tuviera la prioridad sobre el Padre en el seno de la divinidad habría
que sostener que, más que revelarse con estos nombres a nosotros
de una manera satisfactoriamente inteligible, lo que Dios estaría bus-
cando sería confundirnos, algo inadmisible y completamente contra-
rio a su carácter. Además, la forma en que la Biblia se refiere al Pa-
dre y al Hijo muestra a las claras que el Padre tiene la prioridad sobre
el Hijo.
Ahora bien, en términos humanos la prioridad de un padre sobre
su hijo abarca tres aspectos diferentes a saber: El aspecto cro-
nológico por el cual asignamos al padre una anterioridad cronológi-
ca en relación con su hijo. Los padres anteceden, pues, a sus hijos
en el tiempo. La experiencia nos muestra siempre que un padre debe
haber comenzado a existir antes que su hijo para que sea posible la
relación padre/hijo entre ambos.
En segundo lugar tenemos el aspecto jerárquico por el cual un pa-
dre tiene habitualmente la autoridad sobre su hijo, por lo menos du-
rante los primeros años de su vida. Y por último, basado en los dos
anteriores, el aspecto meramente lógico/semántico implícito en el
mismo significado de las palabras “padre” e “hijo” que nos indica
siempre, de manera inmediata e intuitiva, la prioridad que un padre
debe tener sobre su hijo para que se justifique siquiera designarlos
como padre e hijo.
Una vez establecidos estos tres aspectos de la prioridad de un padre
sobre su hijo, hemos de decir que la prioridad del Padre sobre el
Hijo en el contexto de la Trinidad es únicamente prioridad lógi-
co/semántica, pero no cronológica ni jerárquica. Cuando habla-
mos entonces de la prioridad del Padre sobre el Hijo no estamos
dando a entender que el Padre es anterior al Hijo en el tiempo ni
tampoco que es per se jerárquicamente superior a Él, puesto que
al compartir la misma y eterna esencia divina, ambos son Dios y es
absurdo pensar que Dios (Padre) sea anterior en el tiempo a Dios
123

(Hijo) o que Dios (Padre) sea jerárquicamente superior a Dios


(Hijo)69.
Por eso la tradición teológica cristiana se refiere al Hijo como el en-
gendrado por el Padre desde la eternidad, mientras que el Padre
es el que engendra, también eternamente, al Hijo. Este hecho se
designa en teología como “la generación eterna” del Hijo y tiene in-
cluso algún apoyo bíblico en la manera en que el Padre se refiere al
Hijo en el salmo 2: “Yo proclamaré el decreto del SEÑOR: «tú eres mi
hijo», me ha dicho; «hoy mismo te he engendrado” (Sal. 2:7), pasaje
claramente mesiánico según lo corroboran los autores del Nuevo
Testamento al citarlo (Hc. 13:33; Heb. 1:5; 5:5).
Por eso en teología se reserva la condición de engendrado úni-
camente a Jesucristo o, dicho de otro modo, el verbo engendrar se
utiliza con exclusividad para hacer referencia a la paternidad del Pa-
dre en relación con el Hijo. Los creyentes, también designados como
hijos de Dios, somos pues nacidos de Dios, adoptados por Dios,
hechos hijos de Dios, pero nunca engendrados, pues el engendrado
es uno y solamente uno: El Unigénito Hijo de Dios, encarnado en
su momento como hombre en la persona de Jesucristo.
Y el engendramiento del Hijo por parte del Padre es “antes de todos
los siglos”, como reza el Credo, por lo cual ni siquiera es teológica-
mente correcto decir que Cristo fue engendrado por el Padre en la
virgen María, pues esto, la concepción y el nacimiento de Cristo,
es un hecho histórico que se puede ubicar en el tiempo. En lo que
tiene que ver con la encarnación y no con su preexistencia eterna,
Cristo, en cuanto Hijo de Dios hecho hombre, no fue entonces en-
gendrado por el Padre, pues Cristo es un personaje histórico nacido
en un periodo de tiempo determinado y repetimos que el Hijo es en-
gendrado por el Padre desde la eternidad.
De hecho lo que la tradición teológica afirma es que Cristo como per-
sonaje histórico fue concebido, y no por el Padre, sino “por obra del
Espíritu Santo”: “… «José, hijo de David, no temas recibir a María por
esposa, porque ella ha concebido por obra del Espíritu Santo”
(Mt. 1:20)70; “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altí-

69
Afirmar la prioridad jerárquica del Padre sobre el Hijo es incurrir en “subordinacionismo”, enten-
dimiento erróneo de las relaciones trinitarias al que no escaparon algunos de los campeones en la
defensa de la doctrina de la Trinidad, como el mismo Tertuliano de Cartago.
70
Las diferentes versiones varían en la traducción al español de Mateo 1:20 y algunas, como la Re-
ina Valera Revisada y la Biblia de Jerusalén, utilizan aquí el participio del verbo engendrar para re-
ferirse a la concepción virginal de Cristo, desconociendo a la tradición teológica plasmada en los
124

simo te cubrirá con su sombra. Así que al santo niño que va a nacer
lo llamaran Hijo de Dios” (Lc. 1:35).
Y ya que nos hemos referido al Espíritu Santo, la tercera persona de
la Trinidad71, la teología también ha reservado un verbo para referir-
se a Él con exclusividad. Este verbo es “proceder”. El Espíritu Santo
es, pues, el procedente o el que procede. En consecuencia, Él no
es ni el engendrado ni el que engendra, sino el procedente. Toda
la tradición cristiana está de acuerdo en la doctrina de “la procesión
del Espíritu Santo”, a secas. Pero hay diferencias entre la teología
católica y protestante de occidente y la teología ortodoxa oriental en
cuanto a identificar de quién procede el Espíritu Santo.
La tradición occidental afirma que: “procede del Padre y del Hijo”. La
tradición oriental dice que únicamente: “procede del Padre”. Por tan-
to, el Credo Niceno varía en este ítem en Oriente y en Occidente y,
como se verá en la materia de Historia del Cristianismo, este añadido
al Credo, llamado técnicamente “el filioque”, por parte de la Iglesia
Occidental, fue el que hizo las veces de pretexto o “Florero de Lloren-
te”72 para la ruptura definitiva entre la Iglesia de Occidente y la Iglesia
de Oriente en el año 1054 d.C.
Ahora bien, bíblicamente la procedencia del Espíritu Santo está fun-
damentada en Juan 15:26: “»Cuando venga el Consolador, que yo
les enviaré de parte del Padre, el Espíritu de verdad que procede
del Padre, él testificará acerca de mí” (Jn. 15:26). Sin embargo es
aquí donde vemos también que la procedencia puede ser comparti-

Credos que ha reservado la asignación exclusiva de este participio al Cristo preexistente y no al


Cristo encarnado. La Nueva Versión Internacional que nosotros seguimos (a menos que se indique
lo contrario), lleva a cabo una traducción que, además de estar ceñida a los originales griegos y
ser, por tanto, legítima y fiel, utiliza verbos más apropiados y claros para el lector común que, adi-
cionalmente, respetan también la tradición teológica recogida en los Credos y que asigna el partici-
pio “engendrado” únicamente al Cristo preexistente. Lo mismo podría decirse de pasajes como
Juan 1:13; 1 de Juan 5:1 y 1 Juan 5:18 en donde la Reina Valera Revisada y la Biblia de Jerusalén
también utilizan el verbo engendrar de manera algo inconveniente al no tener en cuenta a la tradi-
ción teológica de los Credos, pudiendo llegar a generar una innecesaria confusión en lo que tiene
que ver con las convenciones acordadas y utilizadas por la teología cristiana para referirse a las re-
laciones trinitarias en el seno de la divinidad.
71
Valga decir aquí también que el orden asignado a las tres personas de la Trinidad como Primera
(el Padre), Segunda (el Hijo) y Tercera (el Espíritu Santo), no implica tampoco prioridad cronológica
ni jerárquica de la una sobre la otra, sino tan sólo lógico/semántica.
72
Expresión muy conocida en Colombia para referirse al episodio aparentemente irrelevante de la
historia nacional que, a pesar de su presunta intrascendencia, fue sin embargo el detonante que
dio inicio formal a la gesta de independencia que concluyó con la emancipación del dominio político
de España sobre sus territorios, adquiriendo así la soberanía nacional.
125

da, puesto que no sólo procede del Padre, sino que Cristo, el Hijo,
dice que él también participa en ello al enviarlo.
Llama la atención que mientras aquí se afirma que es Cristo quien lo
envía de parte del Padre, en Juan 14:26 se dice que es el Padre
quien lo envía en el nombre de Cristo. La iniciativa de ambos, Padre
e Hijo, en el envío del Espíritu Santo parece evidente. Cristo es quien
pide al Padre que lo envíe (Jn. 14:16), al tiempo que afirma ser quien
lo envía (Jn. 16:7). Así, pues, aunque en estricto rigor, la procedencia
se afirma del Espíritu Santo únicamente respecto del Padre en las
Escrituras, no es, pues, del todo infundado atribuirla al Hijo también,
como se hace en Occidente.
Sin embargo, no es conveniente detenerse en esta discusión algo bi-
zantina y perder de vista que toda la cristiandad está de cualquier
modo de acuerdo en afirmar la procedencia del Espíritu Santo, inde-
pendiente si se la refiere al Padre únicamente o al Padre y al Hijo de
una manera compartida en la unidad que ambos ostentan. En sínte-
sis, en lo que tiene que ver con la Trinidad ontológica, debemos
suscribir lo dicho en el Credo Atanasiano: “El Padre, por nadie
fue hecho ni creado ni engendrado. El Hijo fue por solo el Padre,
no hecho ni creado, sino engendrado. El Espíritu Santo, del Pa-
dre y del Hijo, no fue hecho ni creado, sino que procede”.
O como lo expresa con algo más de detalle el teólogo Charles Ryrie:
“(1) El Padre engendra al Hijo y Él es de quien el Espíritu Santo pro-
cede, aunque el Padre ni es engendrado ni tampoco procede de na-
die. (2) El Hijo es engendrado y Él es de quien el Espíritu Santo pro-
cede, pero él ni engendra ni procede. (3) El Espíritu Santo procede
de ambos, del Padre y del Hijo, pero Él ni engendra ni de Él procede
alguno.”
5.5.2. Trinidad económica o administrativa
Este aspecto de la Trinidad tiene que ver con la manera en que Dios
opera hacia fuera de sí mismo (ad extra), es decir, la manera en que
se relaciona con sus criaturas y su creación en general. En otras pa-
labras, tiene que ver con su plan de acción y las variadas asig-
naciones de los diferentes aspectos de ese plan a una o a otra
persona de la Trinidad indistintamente.
Por ejemplo, en 2 Corintios 13:14 leíamos lo siguiente: “Que la gra-
cia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu
Santo sea con todos ustedes”. Aquí se da a entender que la gracia
126

es algo que Dios administra básicamente por medio del Hijo, el Señor
Jesucristo; que el amor es una administración divina más propia del
Padre; y que la comunión con Dios es algo que concierne al Espíritu
Santo.
Sin embargo, aunque la Biblia asigne funciones diferenciadas a
cada una de las tres personas de la Trinidad debemos recordar
que, en la medida en que los tres son Dios, un Dios único, uno
e indivisible, dondequiera que uno de los tres esté actuando en
primera línea de visibilidad, los otros dos también lo hacen, aun-
que con un más bajo perfil o de manera más anónima e impercepti-
ble.
Recordemos lo ya dicho en la nota de pie de página No. 67 en cuan-
to al bajo perfil que el Espíritu Santo asume en ocasiones, dada la
mayor concreción que el Padre y el Hijo tienen para el creyente. Por
lo tanto, la asignación de funciones en la Trinidad no debe verse
como una consecuencia necesaria de la Trinidad ontológica o,
dicho de modo más claro, como un producto necesario de la
identidad de cada una de las personas que trazaría límites in-
herentes e infranqueables en el accionar de cada una de ellas,
sino como un acuerdo concertado en el seno de la divinidad tri-
na.
Es así como, si el Padre es quien crea, el Hijo el que redime y el
Espíritu Santo quien santifica, no significa que ni el Hijo ni el Espíritu
Santo puedan, o incluso deban, participar en el acto de creación,
como de hecho lo hacen, según lo señalan con claridad varios pasa-
jes bíblicos que, no obstante, son mucho menos numerosos compa-
rativamente hablando que los múltiples pasajes en que se asocia el
acto de crear con Dios Padre.
Lo mismo podríamos decir del acto de redimir y del acto de santificar,
en el cual participan también los tres, aunque la prioridad en este
campo la tienen el Hijo y el Espíritu Santo respectivamente. Ya ve-
remos con más detalle las funciones asignadas en las Escrituras a
cada una de las tres personas de la Trinidad un poco más adelante
cuando nos ocupemos una a una de ellas, dedicándoles a cada una
un capítulo aparte tan pronto hayamos concluido el relativo a la Trini-
dad.
5.6. Analogías de la Trinidad
127

En la exposición de la doctrina de la Trinidad la teología ha recurrido a di-


versas analogías para ilustrarla, extractadas de lo que el ser humano puede
observar en la creación73. Pero es importante limitar el alcance de estas
analogías, pues ninguna de ellas es capaz de ilustrar cabalmente o hacer
completa justicia a esta doctrina, por lo cual todas muestran en mayor o
menor grado su inadecuación para expresar en qué consiste realmente la
Trinidad, pues todas se quedan cortas en este propósito.
Habría que estar aquí de acuerdo don el Dr. Ropero cuando afirma enton-
ces que: “La grandeza y la miseria de la teología consiste en querer atrapar
en conceptos el misterio divino”. Sin embargo, su utilidad concreta tiene
que ver con el hecho de dejar establecido que la idea de tres en uno y
uno en tres, no es extraña a la experiencia humana ni mucho menos
ilógica o irracional.
Una vez las consideremos veremos que estas analogías extraídas de la
realidad que nos rodea no pueden explicarse de ningún modo afirmando
simplemente que ellas son sólo la manifestación de una tendencia humana
universal que se inclina a agrupar, sistematizar y sintetizar sus observacio-
nes de la realidad que le rodea en unidades de tres elementos. Y aún si así
fuera, no dejaría de ser inquietante preguntarse por qué el pensamiento
humano tiene esta inclinación, como si estuviera predispuesto a ello por una
realidad que se encontrara más allá de sí mismo, o como si intuitivamente
presintiera que la realidad última del universo posee este rasgo distintivo
que se proyecta en todo lo creado.
Como lo expresa bien el Dr. Ropero para dar fe de ello y justificar, de paso,
el recurso a las analogías de la Trinidad: “Los mitos y las religiones antiguas
hablan constantemente de grupos ternarios, se expresan en esquemas triá-
dicos. También hay dioses con tres cabezas y tres cuerpos. ¿Pura fabula-
ción pagana del hombre pecador, ajeno a la revelación? Ni mucho menos.
El esquema trinitario… obedece a un aspecto de la realidad de carác-
ter triforme, por eso, el teólogo y místico medieval, San Buenaventura,
se complacía en hallar la ‘huella de la Trinidad’ en todo el universo. El
‘tres’, dicen los estudiosos, es la forma más simple y al mismo tiempo

73
Durante la escolástica medieval cobró gran importancia la llamada “analogía entis” (analogía del
ser) para tratar de explicar los temas trascendentales de la fe, relegando en buena medida a la
“analogía fidei” (analogía de la fe) en la interpretación y comprensión de los temas revelados en las
Escrituras. La “analogía entis” le da demasiada importancia a la razón, buscando correspondencias
para los temas escriturales en el lenguaje y el mundo natural, en vez de en la Biblia misma. El cato-
licismo le ha dado mayor relevancia a la “analogía entis” que el protestantismo, que sin desecharla
necesariamente, suele mirarla con sospecha en el mejor de los casos, privilegiando entonces a la
“analogía fidei” que afirma que para comprender los temas bíblicos no hay que salir de la Biblia
misma, pues ella es su propio intérprete.
128

la más perfecta de la multiplicidad. Representa un orden en la multipli-


cidad y, por tanto, la unicidad constitutiva de la multiplicidad. Aristóte-
les lo califica como ‘el número de la totalidad’. Aunque la doctrina cris-
tiana de la Trinidad no deriva de estas especulaciones y símbolos, no hay
duda que, a la hora de comunicar la fe trinitaria en círculos ilustrados
por la cultura antigua, la Iglesia recurre a ilustraciones tomadas de la
mitología y la filosofía…”. Una vez hechas estas observaciones previas y
necesarias, las siguientes son analogías que indican que la idea de tres en
uno y uno en tres presente en el misterio de la Trinidad no es extraña a la
realidad ni a la razón humana:
 El átomo es uno solo, pero está conformado por neutrones, protones
y electrones.
 El agua es una sola, pero se encuentra en la naturaleza en tres estados
diferentes: sólido, líquido y gaseoso.
 La luz es una sola, pero está compuesta de rayos infrarrojos, rayos
visibles y rayos ultravioleta.
 El espacio es uno solo, pero está constituido por la longitud, la latitud
y la altura (o por longitud, altura y profundidad).
 El tiempo es uno solo, pero está constituido por el pasado, el presen-
te y el futuro.
 El ser humano es uno solo, pero está formado por el espíritu, el alma
y el cuerpo.
 El alma humana es una sola, pero está compuesta por la mente, las
emociones y la voluntad (memoria, inteligencia y voluntad, al decir de
San Agustín).
 En el contexto del pensamiento humano, Hegel propuso su tríada
dialéctica de tesis, antítesis y síntesis, como esquema que regía la
evolución de la historia y el devenir del universo. En el campo de la
lógica existe, pues, el llamado silogismo, forma típica y unitaria de ar-
gumentación lógica que está conformada indefectiblemente por tres
premisas: La mayor, la menor y la conclusión, que en la terminología de
Hegel bien podrían ser: la tesis, la antítesis y la síntesis.
De hecho, esta analogía de la Trinidad divina ha excedido a veces la
simple comparación para llegar a sugerir que el Padre es tesis, el Hijo
es antítesis y el Espíritu Santo es síntesis, lo cual, más allá de la mera
comparación propia de la analogía, no deja de ser más que creativa es-
peculación siempre abierta a la discusión y el cuestionamiento.
129

Pero aprovechando la mención que se ha hecho de él, en el mismo


marco del pensamiento de Hegel, este filósofo hizo un intento de defini-
ción de la Trinidad que merece también mención, a pesar de su grado
de abstracción. Dijo él que: “El Padre es Dios en sí mismo, el Hijo es
Dios objetivándose a sí mismo, el Espíritu Santo es Dios de regreso a sí
mismo”.
 Otra útil analogía que tiene el valor agregado de hacer referencia a la
condición personal que en la Biblia ostentan el Padre, el Hijo y el Espíri-
tu Santo, −condición reconocida entonces de manera unánime por toda
la tradición cristiana−; es aquella que nos recuerda que en el lenguaje
humano utilizamos la figura del pronombre para hacer referencia a las
personas, pero que este pronombre se da en tres formas: Primera per-
sona (Yo, nosotros), segunda persona (Tú, ustedes) y tercera perso-
na (Él, ella, ellos). De este modo algunos sugieren que Dios sería algo
así como un Pronombre singular y unitario que podría definirse como un
gran “Yo-Tú-Él”, en el cual el Padre es Yo, el Hijo es Tú y el Espíritu
Santo es Él.
 Pero tal vez la analogía más cercana a lo que en realidad sería la doc-
trina de la Trinidad es la que planteara Agustín desde la antigüedad
cristiana en su clásico Tratado sobre la Santísima Trinidad al afirmar lo
siguiente: “La trinidad ves, si ves el amor. Porque el amor implica tres
cosas: el amante, el amado y el amor”. Sobre todo si tomamos en
cuenta la escueta pero profunda definición de la esencia de Dios reve-
lada por el apóstol Juan en sus escritos, en el sentido que “Dios es
amor”.
A esto también hace alusión el Dr. Ropero con estas palabras: “Por eso
dijimos que la definición de Dios como ‘amor’ es una de las consecuen-
cias lógicas de la visión cristiana del Dios trino. Dios ama al mundo con
el mismo amor que es él mismo desde la eternidad, por eso entrega a
su Hijo, que es la expresión divina de ese amor. El amor no puede ser
realizado por un sujeto solitario. Pero se dice que Dios es amor
porque no es un ser solitario, sino que es el amante, el amado y el
amor al mismo tiempo”.
Así, pues, sin perjuicio de la inspiración del Espíritu Santo en la elabo-
ración de sus escritos revelados, al definir a Dios como “amor” el após-
tol Juan no estaría más que consignando una consecuencia lógica y
hasta obvia de la experiencia misma de la iglesia primitiva. La experien-
cia de comunión amorosa íntima y personal con el Dios uno y trino que
sería entonces anterior a la creencia tal y como ésta es formulada pos-
130

teriormente, tanto en los escritos inspirados del Nuevo Testamento,


como en las confesiones de fe y los tratados teológicos elaborados con
base en el Nuevo Testamento.
En la iglesia primitiva la experiencia de comunión en amor con el
Dios trino compartida por todos los creyentes precedió y funda-
mentó la creencia y formulación de la doctrina de la Trinidad, co-
menzando por los mismos apóstoles. Asímismo y en sentido inverso, la
doctrina de la Trinidad es hoy por hoy una consecuencia igualmente
lógica y hasta obvia de que Dios sea inequívocamente definido como
amor en las Escrituras, de donde quien impugna la doctrina de la Trini-
dad debería, de manera consecuente, impugnar también la definición
que la Biblia hace de Dios como “amor”, pues ambas afirmaciones: la
Trinidad y la definición de Dios como amor, se sostienen o se caen jun-
tas desde el punto de vista lógico, al punto que al suscribir una cual-
quiera de estas afirmaciones tenemos que suscribir la otra de manera
necesaria.
Y al negar una cualquiera de las dos, tenemos también de manera ne-
cesaria que negar la otra, pues ambas se determinan mutuamente. La
analogía que sostiene que El Padre es el Amante, el Hijo es el Ama-
do y el Espíritu Santo es el amor es, por tanto, una de las más
aproximativas a lo que en realidad consiste el misterio de la Trinidad.
Concluimos así el tratamiento que aquí hemos hecho de esta doctrina funda-
mental del cristianismo que, no obstante, ha sido víctima de tanta incom-
prensión, menosprecio, indiferencia e incluso ataques por parte de secto-
res de la misma cristiandad, tal como lo señala el Dr. Alfonso Ropero de nue-
vo: “La confesión de un Dios en tres Personas… lo propio y específico de la re-
ligión cristiana… ha sido desde el principio objeto de incomprensiones, contro-
versias y agrias polémicas… A los ojos de muchos la unicidad de Dios sin trini-
dad es una fe más pura… El protestantismo liberal sobre todo ha sospechado
siempre de la Trinidad”.
Un poco más adelante señala cómo, en el sentimiento de una buena proporción
de los cristianos rasos de la actualidad: “… la doctrina de la Trinidad es un ele-
mento que si desapareciese de su credo, no tendría ningún efecto práctico”,
razón por la cual terminan entonces eliminándola de plano de su campo de es-
tudio personal, de una forma peligrosamente pragmática, optando así por el
camino fácil pero poco seguro de no tener que dar cuenta de ella ante terceros,
“ya que, de hecho, la confesión de la Trinidad es siempre un motivo de com-
prensión problemática que hay que justificar ante propios y extraños, y que
131

ocupa un segundo o último plano en la experiencia común de los creyentes, pe-


ro que se mantiene a nivel de confesión, de credenciales y liturgia”.
Parecería entonces que la Trinidad poco o nada tiene que ver con la vida
práctica y cotidiana del creyente, al punto que: “Los críticos… consideran que
el cristianismo podría despachar tranquilamente el dogma de la Trinidad, que
tantos problemas crea en personas poco dadas a la reflexión, sin que afecte pa-
ra nada la espiritualidad y la práctica de la fe cristiana. Que Dios sea uno o trino
no parece tener consecuencias en el plano de la fe y la práctica personal. Al pa-
recer, muchos cristianos se comportan unas veces como monoteístas y otras
como triteístas o casi politeístas, al menos en la religiosidad popular de corte
católico. Hay quien considera que la doctrina de la Trinidad es superflua, está
de más. Es suficiente con hablar de Dios Padre como el Dios único, Jesucristo
su Hijo como mediador, y el Espíritu Santo como santificador, sin detenerse a
considerar relaciones e implicaciones de esta manera de expresarse. Lo que
importa es la práctica de la fe. Sin saberlo están dando la razón al filósofo
Immanuel Kant cuando elevó la praxis ética a la categoría de auténtica norma
interpretativa de todas las doctrinas bíblicas y tradiciones eclesiales…”
Continúa diciendo enseguida: “Pero el problema es, como hace notar Jürgen
Moltmann, que la reducción de la fe a la praxis no ha venido a enriquecer la
fe, sino que la ha empobrecido”. Por eso, hay que apresurarse a suscribir con
el Dr. Ropero que: “Lo interesante del dogma trinitario no es el alto nivel de
especulación que alcanzó… Lo realmente importante son las implicacio-
nes que tiene para la vida cristiana”. La dinámica del amor, o lo que es lo
mismo, la dinámica, la vida, la vitalidad, la riqueza, la plenitud de Dios, no pue-
den entenderse sino en contexto trinitario o por referencia a la Trinidad, como
ya lo decíamos en la última de las analogías citadas.
Tanto el apóstol Pablo (1 Cor. 13), como el apóstol Juan se detuvieron de ma-
nera expresa en la práctica del amor como señal distintiva y característica de la
vida cristiana. Y en esta línea el último de ellos hizo declaraciones de este tipo:
“Queridos hermanos, amémonos los unos a los otros, porque el amor viene
de Dios, y todo el que ama ha nacido de él y lo conoce. El que no ama no
conoce a Dios, porque Dios es amor. Así manifestó Dios su amor entre noso-
tros: en que envió a su Hijo unigénito al mundo para que vivamos por medio
de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, si-
no en que él nos amó y envió a su Hijo para que fuera ofrecido como sacrificio
por el perdón de nuestros pecados. Queridos hermanos, ya que Dios nos ha
amado así, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros. Na-
die ha visto jamás a Dios, pero si nos amamos los unos a los otros, Dios
permanece entre nosotros, y entre nosotros su amor se ha manifestado ple-
132

namente. ¿Cómo sabemos que permanecemos en él, y que él permanece en


nosotros? Porque nos ha dado de su Espíritu. Y nosotros hemos visto y decla-
ramos que el Padre envió a su Hijo para ser el Salvador del mundo. Si alguien
reconoce que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él, y él en Dios. Y
nosotros hemos llegado a saber y creer que Dios nos ama. Dios es amor. El
que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él… Nosotros
amamos a Dios porque él nos amó primero. Si alguien afirma: «Yo amo a
Dios», pero odia a su hermano, es un mentiroso; pues el que no ama a su her-
mano, a quien ha visto, no puede amar a Dios, a quien no ha visto. Y él nos ha
dado este mandamiento: el que ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Jn.
4:7-17, 19-21).
Así, pues, si el cristiano ama de verdad, está experimentando en carne
propia el misterio de la Trinidad divina, así no esté aún en condiciones de
formular su creencia trinitaria de manera discursivamente racional. Pero esto no
quita que, sea como fuere, la práctica del amor debe vivirse necesariamente
en clave trinitaria. No por nada el mismo Señor Jesucristo nos dijo que el
mandamiento y la práctica del amor condensa toda la enseñanza de la ley y los
profetas: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento más importante de la ley? ‘Ama
al Señor tu Dios con todo tu corazón, con todo tu ser y con toda tu mente’ le
respondió Jesús. Éste es el primero y el más importante de los mandamientos.
El segundo se parece a esto: ‘Ama a tu prójimo como a ti mismo.’ De estos dos
mandamientos dependen toda la ley y los profetas” (Mt. 22:37-39).
En este pasaje el Señor también nos enseña que el amor cubre tres aspectos
en la experiencia humana: el amor a Dios, el amor al prójimo y el amor a sí
mismo. La doctrina de la Trinidad tiene, pues, enorme valor práctico y cotidiano
para la fe del creyente, orientando la práctica del amor a tal grado que, tarde o
temprano, todo creyente que haya experimentado y continúe experimen-
tando de manera creciente la enriquecedora comunión con Dios en su vi-
da, deberá suscribir de forma necesaria la doctrina de la Trinidad de ma-
nera consciente y voluntaria, o exponerse en su defecto a que la práctica co-
tidiana de su fe termine siendo muy pobre, plana, deficiente y extraviada.
A fin de cuentas, ¿es posible no creer indefinidamente en algo que se está vi-
viendo de manera personal? ¿Pueden ir la mente y el corazón de una persona
por lados diferentes de manera indefinida? ¿El conocimiento y la experiencia vi-
tal de un individuo pueden estar disociados entre sí de forma permanente? ¿La
razón y la existencia son aspectos independientes el uno del otro en el ser
humano? ¿Las creencias y las vivencias no tienen entre sí ninguna relación de
tal modo que pueden ir en contravía las unas de las otras?
133

No lo creemos sinceramente. Por fragmentados y escindidos que estemos in-


ternamente debido a nuestra condición caída (St. 4:1-4), no creemos que esto
sea posible. A no ser que la persona tenga trastornos de personalidad. Pero si
es una persona sana, equilibrada y sobretodo integrada en una unidad
armónica en su ser personal (como deben serlo los creyentes), la creencia
debe ser consecuente con la vivencia, la mente debe seguir al corazón, el
conocimiento debe estar acorde con la experiencia, la razón y la existen-
cia deben ir de la mano de tal modo que si estás viviendo en comunión
con el Dios Trino, debes también terminar creyendo conscientemente en
un Dios Trino.
Por tanto, si hemos creído en Jesucristo como Señor y Salvador, hemos creído
también en la Trinidad de manera implícita, si es que sabemos en quién hemos
creído. Pero esta creencia implícita e intuitiva en un principio debe volverse
explícita y discursiva a medida que el creyente avanza y madura en su fe. Por
eso, es esperanzador al respecto la manera en que el Dr. Ropero concluye sus
reflexiones sobre el tema, así: “… poco a poco, se va abriendo camino el en-
tendimiento dinámico de la Trinidad, con lo que esto implica en el orden de las
relaciones interpersonales y sociales…”.
Y cierra la conferencia sobre el tema que hemos venido citando así: “Quizá es-
temos en el comienzo de un renacer de la Trinidad divina en la vida de la
iglesias, que suponga un soplo de aire nuevo y vital en la espiritualidad y
vida de los creyentes, del mismo modo que lo fue el descubrimiento de la
persona del Espíritu Santo en estos últimos años. Para ello es necesario
situar la Trinidad divina en la cabeza de nuestra comprensión de la fe. No
asustarse de sus aparentes dificultades lógicas y bíblicas, sino sumergir-
se de lleno en su estudio para despertar a una nueva dimensión de la co-
munión con el Dios que es comunión por excelencia”.

Cuestionario de repaso
1. ¿Cuáles son y en qué consisten las dos circunstancias formales que obran en
perjuicio del correcto entendimiento de la doctrina de la Trinidad’
2. ¿Cuál es la argumentación de la iglesia para responder a lo anterior y dejar sin
efecto las acusaciones producto de la primera estas circunstancias?
3. ¿Qué se requiere para no dar pie a la ambigüedad y confusión de términos en
el tratamiento de la doctrina de la Trinidad?
4. ¿Cómo responde la teología a quienes niegan la Trinidad debido a que la pala-
bra no se encuentra en la Biblia?
134

5. ¿Cuáles son las cinco líneas de evidencia en el Antiguo Testamento a favor de


la doctrina de la Trinidad?
6. Relacione y explique brevemente las cuatro maneras en que el Nuevo Testa-
mento ratifica y revela ya de manera clara la doctrina de la Trinidad insinuada
de muchas formas en el Antiguo Testamento
7. ¿Cuáles son las inferencias teológicas derivadas de la Biblia en relación con la
doctrina de la Trinidad?
8. ¿Cuáles son las convenciones adoptadas por la teología en cuanto a los verbos
autorizados para referirse a las tres personas de la Trinidad en el contexto de la
Trinidad ontológica, distinguiéndolas entre sí?
9. ¿Cuál es la advertencia que debemos tener en cuenta para no desviarnos al
tratar lo concerniente a la Trinidad económica o administrativa?
10. ¿Cuál es la utilidad fundamental de las analogías sobre la Trinidad?
11. Relacione cinco analogías de la Trinidad sacadas de la experiencia humana
12. ¿Cuál es la analogía menos inadecuada para ilustrar la doctrina de la Trini-
dad?
13. ¿Cuál es la importancia de la doctrina de la Trinidad para la vida práctica y co-
tidiana del creyente?

6. El Espíritu Santo
De la Trinidad pasamos a la consideración del Espíritu Santo, obviando aquí el
tratamiento de la persona del Padre y del Hijo. La razón para ello es que la doc-
trina del Padre es muy evidente y no se discute, pues cualquier tratamiento de
la doctrina de Dios, como el que hemos llevado a cabo aquí, se aplica al
Padre, a no ser que lo que se esté afirmando se atribuya específicamente
a alguna otra de las restantes dos personas de la Trinidad divina. En otras
palabras, lo que se dice de Dios a secas y de manera indiferenciada, se di-
ce del Padre, como ya lo dejamos establecido en el capítulo anterior. De ahí
que la doctrina de Dios es en gran medida y de manera simultánea, doctri-
na del Padre.
A su vez, en vista de la centralidad que la persona de Cristo ocupa en la fe
de quienes somos justamente llamados “cristianos”, la doctrina del Hijo
amerita una dedicación exclusiva y más amplia como la que se emprenderá
en dos materias del programa de estudio de Facter en el curso de Teología del
135

Verbo correspondiente al octavo semestre: Cristología y Teología de la Palabra.


Resta, pues, detenernos con algo de detalle en la doctrina del Espíritu Santo74.
Es justo hacerlo de este modo, pues a lo largo de la historia de la iglesia el
Espíritu Santo, con muy honrosas excepciones, no ha recibido la atención
requerida en cuanto a su formulación doctrinal, justificando las palabras del
teólogo Alister McGrath cuando dice: “El Espíritu Santo ha sido, durante mucho
tiempo, la ‘cenicienta’ de la Trinidad. Las otras dos hermanas iban al baile te-
ológico, pero el Espíritu Santo siempre tenía que quedarse en casa”. Ahora
bien, hay que reconocer que esto obedece también a que en la Biblia existe un
número significativamente mayor de versículos dedicados al Padre y al Hijo, por
contraste con los más bien escasos, comparativamente hablando, referidos al
Espíritu Santo.
Esto tal vez se deba a que, como ya lo dijimos en el capítulo anterior, en pre-
sencia del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo asume un perfil más bien ba-
jo cediendo su innegable protagonismo en favor del carácter más concre-
to y central que para los seres humanos tiene la figura del Padre y, sobre
todo, la del Hijo75, en virtud de su encarnación como hombre para, mediante
su muerte y resurrección, hacer posible la redención del género humano. Pero
no podemos olvidar que tanto la preparación previa del creyente como la
obtención individual de los beneficios de la redención llevada a cabo por
Cristo son responsabilidad directa del Espíritu Santo en todas las genera-
ciones de creyentes.
Así lo da a entender de muchas maneras la Biblia en pasajes como Juan 16:7-
11 en boca del Señor Jesucristo: “Pero les digo la verdad: Les conviene que me
vaya porque, si no lo hago, el Consolador no vendrá a ustedes; en cambio, si
me voy, se lo enviaré a ustedes. Y cuando él venga, convencerá al mundo
de su error en cuanto al pecado, a la justicia y al juicio; en cuanto al peca-
do, porque no creen en mí; en cuanto a la justicia, porque voy al Padre y uste-
des ya no podrán verme; y en cuanto al juicio, porque el príncipe de este mundo
ya ha sido juzgado” y Romanos 8:11: “Y si el Espíritu de aquel que levantó a
Jesús de entre los muertos vive en ustedes, el mismo que levantó a Cristo de

74
Valga decir que en su libro El Fruto Eterno (Vida, Miami, 2003, p. 172), el pastor Darío Silva-Silva
se refiere a la censurable fragmentación y división práctica a la que muchos cristianos someten a la
Trinidad divina y los peligros que ello conlleva así: “si un cristiano se especializa en el Padre, se
vuelve místico contemplativo; si se especializa en el Hijo se vuelve humanista; y, si se especializa
en el Espíritu Santo, se vuelve ocultista. La Trinidad no se puede dividir, pues Dios es uno”.
75
No por nada, cuando el Señor Jesucristo habló del Espíritu Santo o el Consolador que enviaría a
su iglesia después de su resurrección y ascensión a la diestra del Padre, describió así lo que el
Espíritu Santo haría: “Pero el Consolador, el Espíritu Santo… les hará recordar todo lo que les he
dicho… testificará acerca de mí… no hablará por su propia cuenta sino que dirá sólo lo que oiga…
tomará de lo mío y se lo dará a conocer a ustedes“ (Jn. 14:26; 15:26; 16:13-14)
136

entre los muertos también dará vida a sus cuerpos mortales por medio de
su Espíritu, que vive en ustedes”.
Por eso el papel del Espíritu Santo es también fundamental, aunque Él no
necesite estar en la primera línea cuando el Padre y el Hijo también lo
están, sino que puede desempeñar sus divinas funciones permaneciendo tras
bambalinas, permitiendo e incluso fomentando que el crédito mayor sea para el
Padre y el Hijo siempre que así sea conveniente o necesario. No podemos,
pues, menospreciar la presencia y la obra del Espíritu Santo en la expe-
riencia de la iglesia, sino más bien prestar atención a la indicación paulina pa-
ra que los creyentes: “No apaguen el Espíritu” (1 Tes. 5:19).
El panorama teológico que tendía a marginar al Espíritu Santo cambió
drásticamente en los albores del siglo XX cuando surge dentro de la igle-
sia evangélica norteamericana el movimiento pentecostal, cuya caracterís-
tica más distintiva fue el hablar en lenguas como resultado, presuntamen-
te, de haber recibido lo que los pentecostales llaman desde entonces de
manera algo equivoca el “bautismo en el Espíritu Santo”, como habría su-
cedido con la iglesia primitiva según se narra en el capítulo 2 del libro de
Hechos de los Apóstoles. Esta experiencia ha sido referida a dos relativamente
recientes episodios emblemáticos de características muy similares, pero de
cualquier modo distintos entre sí.
En primer lugar, lo sucedido en 1901 en una escuela bíblica de Topeca, Kan-
sas, bajo la dirección del reverendo Charles Fox Parham. Y en segundo lugar el
llamado “Avivamiento de la calle Azusa” iniciado en 1906 en una reunión similar
ocurrida en la calle Azusa de Los Ángeles, California, bajo la dirección de un
predicador de color discípulo de Pardham, de nombre William Seymour, en
donde también los asistentes hablaron en lenguas como había sucedido ante-
riormente en Kansas. Este es el origen de lo que se conoce como el pente-
costalismo clásico, que puso de nuevo al Espíritu Santo en el centro de
las reflexiones teológicas.
Al respecto John MacArthur afirma: “algunos evangélicos de las denominacio-
nes principales son culpables de descuidar al Espíritu Santo por completo… por
otro lado los movimientos pentecostales y carismáticos modernos han empuja-
do el péndulo hacia el extremo opuesto…”. Así, pues, en este nuevo interés
práctico y teológico en el Espíritu Santo los extremos enfrentados del es-
pectro están marcados, por un lado, por los llamados “cesacionistas” que
son los cristianos que, a semejanza de MacArthur, critican al pentecostalismo
moderno afirmando que es un movimiento engañoso con el argumento de que,
según la Biblia, los dones del Espíritu Santo tales como el don de lenguas
el más representativo y promocionado de todos por los pentecostales clási-
137

cos cesaron por completo en el primer siglo de la iglesia, pues estaban li-
mitados a la iglesia apostólica y concluyeron con ella. En el otro extremo se
encontrarían por igual pentecostales, carismáticos y la llamada “tercera
ola”, movimientos con orígenes diferentes a lo largo del siglo XX pero que, a
pesar de sus sutiles diferencias teológicas, tienen en común su énfasis en la
vigencia de las lenguas y, en general, los dones milagrosos del Espíritu
Santo, por lo que para nuestros propósitos podemos considerarlos como un so-
lo grupo.
Entre estos dos extremos nos ubicamos nosotros haciendo así honor a
nuestra visión integral que, en palabras del pastor Darío Silva-Silva, se ubica en
el centro, equidistante de posiciones extremas. La postura integral es
comúnmente llamada “continuacionista”, por contraste con los cesacio-
nistas, pues afirmamos la continuidad de la vigencia de los dones del
Espíritu Santo, más allá de la era apostólica hasta nuestros días. Pero lo
hacemos con reservas, en vista de que tenemos que reconocer con los cesa-
cionistas que los movimientos pentecostales y carismáticos que dominan
numéricamente de lejos el panorama protestante evangélico de la actualidad
han cometido muchos excesos en nombre del ejercicio de los dones del Espí-
ritu Santo que han desprestigiado a la iglesia a los ojos del mundo 76.
Por lo anterior, nuestra postura de centro puede ser mejor definida como
“abierta, pero cautelosa”. Abierta a la vigencia y al ejercicio actual de los
dones del Espíritu Santo en la iglesia, pero cautelosa debido a que no to-
do lo que se quiere atribuir a la acción del Espíritu Santo en la iglesia pro-
cede realmente de Él. Lo cual no significa cerrarse de lleno al ejercicio de los
dones, sino vigilar de manera bíblicamente documentada sus presuntas mani-
festaciones sobrenaturales cuando se dan, antes de aceptarlas y atribuirlas a
Dios a ojo cerrado y no hacer, de cualquier modo, de este tipo de acciones par-
ticulares del Espíritu Santo el centro de la actividad de la iglesia y de la vida
cristiana, como suelen hacerlo con frecuencia muchas iglesias pentecostales y
carismáticas.

76
Entre los cuales sobresale el cuestionable carácter moral de muchos de sus fundadores y más
representativos exponentes actuales que han sido protagonistas de sonados escándalos relacio-
nados con inmoralidad sexual y malos manejos del dinero, siendo el ámbito pentecostal al caldo de
cultivo más propicio para la infiltración en la iglesia de la llamada “teología de la prosperidad” en-
globada dentro del “movimiento de fe” denunciados antes de MacArthur así haya sido tangencial-
mente por autores cristianos como Dave Hunt y T. A. MacMahon con sus libros “La seducción de
la cristiandad” y “Más allá de la seducción” y Hank Hanegraaff con sus libros “Cristianismo en cri-
sis” y “Cristianismo en crisis siglo 21”, sin mencionar a autores latinoamericanos como el brasileño
Caio Fabio que con su libro “La crisis de ser y del tener” ya nos advertía hace más de 20 años so-
bre estas tendencias y peligros.
138

Bíblicamente hablando, nuestra postura está justificada en el hecho de


que, a pesar de suscribir y tener que estar de acuerdo con los cesacionistas en
muchas de sus críticas al movimiento pentecostal y carismático de nuestros
días77, nos parece, por una parte que, bíblicamente hablando, no todo es malo
con el movimiento pentecostal; y por otra, que al final los argumentos de
los cesacionistas en contra de la vigencia actual de los dones del Espíritu
Santo no son tampoco bíblicamente concluyentes, por lo que si vamos a
equivocarnos, preferimos equivocarnos a favor del Espíritu Santo y no en contra
de Él. Es desde este horizonte, entonces, desde el que consideramos la doctri-
na del Espíritu Santo expuesta grosso modo a continuación.
a. El carácter personal del Espíritu Santo
A riesgo de ser reiterativos dadas las afirmaciones que ya se han hecho en
el capítulo sobre la Trinidad en cuanto al carácter personal del Padre y del
Hijo ‒algo que en relación con ellos dos puede resultar más que obvio‒, no
sobra aquí referirnos de nuevo al Espíritu Santo como una persona;
más exactamente la tercera persona de la Trinidad divina y no como la
fuerza o el poder de Dios meramente impersonal y operativo, como lo
entienden grupos sectarios y heréticos como los Testigos de Jehová.
El carácter personal del Espíritu Santo puede demostrarse con las descrip-
ciones que la Biblia hace de Él atribuyéndole rasgos eminentemente perso-
nales como los señalados enseguida, siguiendo en ello lo dicho por el teó-
logo Charles Ryrie.
i. Posee y exhibe atributos de una persona
Como tal posee inteligencia que se evidencia en el hecho de conocer
y escudriñar las cosas de Dios (1 Cor. 2:10-11), enseñar (1 Cor.
2:13) e interceder por nosotros (Rom. 8:26-27). Asimismo, demuestra
sentimientos, ya que puede ser agraviado o entristecido por las ac-
ciones de los creyentes (Efe. 4:30). Además, tiene voluntad propia y
toma decisiones en ejercicio de ella (1 Cor. 12:11), dirigiendo tam-
bién a los creyentes mediante ella (Hc. 16:6-7)

77
Bíblicamente hablando, la argumentación más sólida por parte de los cesacionistas es la que tie-
ne que ver con la no vigencia actual de los ministerios apostólico y profético, a los que asocian casi
de manera exclusiva con el ejercicio de los dones milagrosos del Espíritu Santo, por lo que al de-
mostrar la no vigencia de los primeros piensan dejar sin ninguna base a los últimos, lo cual no deja
de ser discutible. Así que, a este respecto tenemos que estar de acuerdo con ellos en que hoy por
hoy no pueden existir ni apóstoles ni profetas (por lo menos, no en el sentido estricto en que los
doce, Pablo o Bernabé lo fueron, o los profetas del Antiguo Testamento, ambos grupos deposita-
rios de la revelación de Dios en un sentido en que nadie más aparte de ellos puede reclamar para
sí). Pero la conclusión de que esto demuestra también la no vigencia posterior o actual de los do-
nes del Espíritu Santo es su argumentación bíblica más débil y, por lo mismo, más cuestionable y
de ningún modo concluyente.
139

ii. Es sujeto y objeto de acciones propias de una persona


Habla, transmitiendo soberanamente información privilegiada que no
podríamos obtener por nosotros mismos, guiándonos a la verdad a
través de ella (Jn. 16:13). Lleva también a cabo una labor de convic-
ción en nosotros (Jn. 16:8). Imparte instrucciones (Hc. 10:19-21) y se
le puede mentir (Hc. 5:3), algo que no se le puede hacer sino a una
persona. Los apóstoles se refieren a él como una persona que parti-
cipa y preside las deliberaciones que ellos llevan a cabo (Hc. 15:28).
iii. Se le distingue de su propio poder
Para quienes afirman que el Espíritu Santo no es más que la fuerza o
el poder de Dios, hay pasajes bíblicos que desmienten esta idea al
distinguir al Espíritu Santo del poder que Él ejerce en expresiones
como: “… en el poder del Espíritu” (Lc. 4:14), “… lo ungió con el
Espíritu Santo y con poder” (Hc. 10:38), “… demostración del poder
del Espíritu” (1 Cor. 2:4)
b. Los símbolos del Espíritu Santo en la Biblia
El Espíritu Santo es simbolizado en la Biblia con algunas realidades muy
gráficas que ilustran algunas de sus características. Estos símbolos son
cinco: fuego, viento, agua, aceite y la paloma. Ocupémonos brevemente
de ellos uno por uno.
i. Fuego
El fuego tiene más de un simbolismo en la Biblia. Tradicionalmente ha
sido un símbolo bíblico asociado con el juicio, la ira y el castigo divino.
También se utiliza para aludir los rigores de las pruebas que le sobre-
vienen al creyente y que ayudan, finalmente, a moldear su carácter
conforme al propósito divino. Sin embargo, el fuego es también un
símbolo del fervor, el celo y la pasión que Dios en la persona del
Espíritu Santo otorga e imprime en el hombre en el auténtico acto de
conversión, por medio de la fe en Él.
No es casual que Juan Bautista describiera el contraste entre su
ministerio y el de Cristo haciendo referencia al fuego (Mt. 3:11; Lc.
3:16), y que el envío del Espíritu Santo a la Iglesia en Pentecostés
fuera en forma de “lenguas como de fuego” (Hc. 2:3). Después de
todo, ya en al Antiguo Testamento Moisés había recibido la revelación
de Dios en medio de las llamas de una zarza ardiente (Éxo. 3:2; Hc.
7:30).
140

Asimismo, el profeta Jeremías afirmó, a su vez, que el compromiso,


fervor y sentido del deber suscitado en su interior por la palabra de
Dios era “un fuego ardiente” incontenible (Jer. 20:9), a la manera de lo
vivido después por los discípulos de Emaús (Lc. 24:32). E Isaías tam-
bién experimentó el perdón y el toque santificador de Dios a través de
un “carbón encendido” (RVR), tomado del fuego del altar (Isa. 6:5-7).
Es por todo lo anterior que el Señor Jesucristo resumió su ministe-
rio diciendo: “He venido a traer fuego a la tierra, y ¡cómo quisiera
que ya estuviera ardiendo!” (Lc. 12:49). Por eso la exhortación del
Señor es a que avivemos la llama del don de Dios en nuestro interior (2
Tim. 1:6). Sólo así estaremos en condiciones de experimentar el fervor
y la convicción que da el Espíritu Santo (Rom. 12:11) y exclamar, como
el salmista: “El celo por tu casa me consume…” (Sal. 69:9)
ii. Viento
Una de las palabras más reveladoras y sugerentes, utilizada dentro
de los más variados contextos en las Escrituras, es la palabra “vien-
to”. Esta riqueza y diversidad de sentido tiene que ver con el hecho
de que, tanto la palabra hebrea ruach, como la palabra griega
pneuma pueden traducirse por igual como “viento” o como
“espíritu”, siendo el contexto el que les confiere su significado preci-
so.
En este orden de ideas, Dios sopla su Espíritu sobre el creyente (Jn.
20:22), para dotarlo con su poder (Hc. 1:8), puesto que, en último
término, es el Espíritu quien de manera soberana nos lleva a volver-
nos a Dios para nacer de nuevo (Jn. 1:12-13), justificando la descrip-
ción que Cristo hace de su accionar: “… El viento sopla por donde
quiere, y lo oyes silbar. Aunque ignoras de dónde viene y a dónde va.
Lo mismo pasa con todo el que nace del Espíritu” (Jn. 3:5-8) y el
hecho de que en Pentecostés la manifestación del Espíritu Santo se
haya dado también por medio de una “… violenta ráfaga de viento…”
(Hc. 2:2)
El viento evoca también el hálito de vida que Dios sopló en la nariz
de Adán (Gén. 1:7), estableciendo una diferencia determinante entre
el alma de los animales y el alma humana que es la que dota al
hombre de una espiritualidad de la que carecen los animales.
iii. Agua
En las Escrituras el agua adquiere una importancia mayúscula
como símbolo de la multiforme gracia divina, desde su primera y
141

temprana mención (Gén. 1:2), pasando, entre otros, por el agua con-
vertida en sangre en el marco de las plagas egipcias; el agua que
brota milagrosamente de la peña durante el éxodo hebreo por el de-
sierto; los ritos de purificación judíos y el bautismo cristiano, que re-
curren ambos a ella; el primer milagro público del Señor al convertir
el agua en vino en las bodas de Caná; y aún el agua mezclada con
sangre que brota de la herida en el alanceado costado del Señor Je-
sucristo.
En todo esto se pueden ya vislumbrar las múltiples y análogas pro-
piedades espirituales que la Biblia nos revela acerca del agua, aso-
ciada a Cristo y, en particular, al Espíritu Santo, como se nos in-
forma en Juan 7:37-39, justificando el referirse a ella como “agua vi-
va”, “agua de vida” o “agua de la vida” (Apo. 21:6). Es así como Dios
constituye la fuente por excelencia del agua espiritual que procede a
dispensarnos gratuitamente, en clara alusión a su gracia inmerecida
(Apo. 22:17); calmando en la Biblia, su Palabra escrita; y en Cristo,
su Palabra hecha hombre, la sed espiritual fundamental del género
humano (Amos 8:11); limpiando, previo el arrepentimiento y la con-
fesión, nuestras conciencias de la contaminación cotidiana del pe-
cado (Sal. 51:2, 7; Jn. 13:3-10, 1 P. 3:20-21); e incluso trayéndonos
por su intermedio sanidad física (2 R. 5:14, Jn. 5:2-3, 7; Apo. 22:1-2),
y recurriendo a ella para evocar la salvación que sólo Él puede otor-
garnos (Isa. 12:3).
El río de la visión de Ezequiel en el capítulo 47 de su libro reúne
en sí de forma muy vívida y colorida gran parte del simbolismo
bíblico del agua alrededor del Espíritu Santo, pues brota del um-
bral del templo y a su paso la vida se despliega abundante y pletóri-
camente en toda su variedad y con todas sus múltiples propiedades y
utilidades, lo cual ha conducido a muchos estudiosos a ver en este
río en el que el profeta debe ir gradualmente sumergiéndose, una fi-
gura simbólica del Espíritu Santo.
Asimismo, el agua hace referencia a la renovación de las fuerzas que
Dios opera en el creyente (Sal. 110:7; Isa. 40:28-31; 41:10); y a la
inagotabilidad de su provisión para el que acude humildemente a
Cristo para surtirse de ella (Jn. 4:13-14). En síntesis, el agua es
símbolo de las muy variadas y numerosas formas en que Dios
quiere bendecir nuestra vida (Dt. 28:12; Eze. 34:26; Hc. 14:15-17;
Heb. 6:7).
iv. Aceite
142

En la tradición bíblica el aceite alcanza una gran importancia de-


bido a sus múltiples aplicaciones y benéficas propiedades en la
alimentación, la cosmética, la iluminación y la salud; por esta
razón era un signo de alegría, de riqueza y de felicidad (Sal. 23:5;
105:15; 133:2; Miq. 6:15, etc.). De aquí se deriva su simbolismo re-
ferido al Espíritu Santo para exaltar sus bondades en su trato
con los creyentes brindándonos sustento, embellecimiento, luz y
sanidad. Pero además de los usos ya señalados, el aceite revestía
también una gran importancia en todo lo relativo a las ceremonias y
los ritos religiosos.
Así, para la unción de los sacerdotes se utilizaba un aceite espe-
cial preparado según las instrucciones divinas (Éxo. 30:30; 40:13).
Con este mismo aceite fueron ungidos el Tabernáculo y sus uten-
silios (Éxo. 40:9,10). También se usaba aceite en las ceremonias
reales: Samuel ungió a David por rey con un cuerno de aceite (1
Sam. 16:1-13) y a Salomón se le ungió igualmente con el aceite del
cuerno de Sadoc el sacerdote (1 R. 1:39).
Es tal vez éste el aspecto más simbólico del aceite que apunta
hacia el Espíritu Santo: el ungir a alguien con aceite, siendo el
Señor Jesucristo El Ungido por excelencia 78(Isa. 61:1-2; Lc. 4:16-
21). Pero por extensión y guardadas las obvias proporciones, todos
los creyentes ostentan sobre ellos la unción del Espíritu Santo
(1 Jn. 2:27), un privilegio que pone sobre los cristianos la misión de
iluminar al pueblo y guiarlo por el camino de la salvación.
El Espíritu Santo nos unge, entonces, facultándonos para cum-
plir con nuestra vocación y llamado en el mundo. No pasemos
por alto que fue justamente cuando Samuel lo ungió con aceite que
se dice de David: “… Entonces el Espíritu del SEÑOR vino con poder
sobre David, y desde ese día estuvo con él…” (1 S. 16:13)
v. Paloma
La paloma simboliza claramente en la Biblia al Espíritu Santo,
como se deduce de lo sucedido en el bautismo del Señor Jesucristo
en el río Jordán por su primo Juan Bautista, ocasión en que la Trini-
dad está simultáneamente presente de manera diferenciada, siendo
la paloma la que simboliza la presencia del Espíritu Santo (Mt.
3:16; Mc. 1:10, Lc. 3:22; Jn. 1:32).

78
No olvidemos que la palabra hebrea “Mesías” y la griega “Cristo” se traducen ambas al español
como “Ungido”.
143

Más allá de las características del animal como tal, entre las que se
destaca el hecho de ser un ave monógama y fiel a su pareja durante
toda su vida, la paloma es un símbolo muy útil desde el punto de
vista gráfico para ilustrar y reunir en una sola imagen simétrica
y de fácil recordación diversos aspectos puntuales de la acción
del Espíritu Santo en la Iglesia.
Las dos alas, por ejemplo, nos permiten evocar el balance que en
la iglesia debe existir entre el fruto y los dones del Espíritu San-
to, pues ambos son enumerados exhaustivamente en el Nuevo Tes-
tamento, siendo nueve (9) los elementos que constituyen cada uno
de ellos según lo leemos en 1 Corintios 12:7-10 en lo concerniente a
los dones: “A cada uno se le da una manifestación especial del Espí-
ritu para el bien de los demás. A unos Dios les da por el Espíritu pa-
labra de sabiduría; a otros, por el mismo Espíritu, palabra de cono-
cimiento; a otros, fe por medio del mismo Espíritu; a otros, y por ese
mismo Espíritu, dones para sanar enfermos; a otros, poderes mi-
lagrosos; a otros, profecía; a otros, el discernir espíritus; a otros,
el hablar en diversas lenguas; y a otros, el interpretar lenguas”.
Del mismo modo, en Gálatas 5:22-23 encontramos lo relativo al fruto:
“En cambio, el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia,
amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio. No
hay ley que condene estas cosas”. Así, pues, la paloma con sus
dos alas simboliza el equilibrio que en la iglesia debe existir en-
tre fruto (carácter) y dones (poder) del Espíritu Santo, como si se
tratará de una paloma con nueve plumas en cada una de sus alas 79,
las cuales simbolizarían entonces el fruto y los dones del Espíritu
Santo, respectivamente.
Pero las palomas, como todas las aves, tienen una cola que les sirve
de timón y contrapeso al volar. Así, pues, para seguir con el simbo-
lismo de la paloma alusiva al Espíritu Santo, la iglesia como cuerpo
también recibe la dirección del Espíritu Santo simbolizado en la
paloma, por medio de una cola con cinco plumas80 que repre-

79
En realidad, las palomas tienen mucho más que nueve plumas en sus alas. Tienen, de hecho,
además de las plumas coberteras no relacionadas directamente con el vuelo; tres grupos principa-
les de plumas relacionadas directamente en mayor o menor grado con el vuelo que son: las reme-
ras primarias, las secundarias y las terciarias. Y las primarias, que son las más importantes para el
vuelo, son diez en las palomas.
80
Aunque aquí, de nuevo, debemos aclarar que, en realidad, las plumas timoneras de la cola de la
paloma no son cinco sino doce, lo cual no resta utilidad a la ilustración como imagen de fácil recor-
dación.
144

sentan los llamados “dones del ministerio”, relacionados en Efe-


sios 4:11-12: “Él mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profe-
tas; a otros, evangelistas; y a otros, pastores y maestros, a fin de
capacitar al pueblo de Dios para la obra de servicio, para edificar el
cuerpo de Cristo”. Este cuerpo de dirigentes son los responsables,
entonces, de mantener a la iglesia bien encaminada en la dirección
correcta. No en vano el sentido de orientación de la paloma también
es proverbial.
Por último, las patas de la paloma, cada una con cuatro pequeñas
garras bien podrían simbolizar para concluir el tratamiento de la di-
versidad de dones que Dios otorga a la Iglesia lo que hemos llama-
do “dones operativos” por contraste con los dones milagrosos del
Espíritu Santo y los dones del ministerio ya mencionados. Estos son
diferentes dones otorgados por Dios que los creyentes poseen
de manera natural. Los estudiosos consideran que, a diferencia de
los dones milagrosos del Espíritu Santo y de los dones del ministerio,
estos no se mencionan de manera exhaustiva en la Biblia, es de-
cir que si bien todos los que están, son; no todos los que son, están.
Pero los que están mencionados en la Biblia, entremezclados con los
anteriores, son ocho: “Si el don de alguien es… el de prestar un
servicio, que lo preste; si es el de enseñar, que enseñe; si es el de
animar a otros, que los anime; si es el de socorrer a los necesita-
dos, que dé con generosidad; si es el de dirigir, que dirija con esme-
ro; si es el de mostrar compasión, que lo haga con alegría… En la
iglesia Dios ha puesto… los que ayudan a otros, los que adminis-
tran...” (Rom. 12:6-8; 1 Cor. 12:28).
Como quiera que sea, exhaustivos o no, lo cierto es que estos do-
nes, como las patas de la paloma, son los que permiten a la
iglesia entrar en contacto con el piso o la tierra firme, que repre-
senta la realidad cotidiana del mundo en la que la iglesia está
llamada a desenvolverse, plasmando en constructivas acciones
concretas, eficaces y fructíferas sus altos vuelos espirituales.
1. Definición de los dones milagrosos del Espíritu Santo
Al margen de la apertura o no que una iglesia manifieste
hacia el ejercicio actual de los dones milagrosos del Espíritu
Santo, podemos intentar una definición aproximada para ca-
da uno de ellos basada en la Biblia misma, dividiéndolos en
principio en tres grupos de a tres: dones de revelación,
dones de inspiración y dones de poder. Los de revelación
145

serían: palabra de sabiduría, palabra de conocimiento o


ciencia y discernimiento de espíritus. Los de inspiración
serían: profecía, lenguas e interpretación de lenguas. Y
los de poder serían: fe, sanidades y milagros.
Esta división, si bien no procede de la Biblia, no es arbitraria
y obedece a sus características fundamentales mutuamente
compartidas que nos ayudan no sólo a recordarlos, sino
también a definirlos más fácilmente. Comencemos, enton-
ces, a definirlos en el orden del caso, empezando por los de
revelación y terminando con los de poder, pasando por los de
inspiración, teniendo en cuenta que lo que prevalece en cada
uno de estos tres grupos es lo que su nombre indica, ya sea
la revelación, la inspiración o el poder indistintamente.
a. Palabra de sabiduría. La palabra de sabiduría podría
definirse como la revelación de un propósito
puntual y particular de Dios para alguien, como
por ejemplo la revelación que Dios hace a Ananías
sobre el ministerio apóstolico de Pablo (Hc. 9:15-
16) o, en relación con este mismo apóstol, la reve-
lación que el profeta Ágabo hace sobre lo que le
espera al llegar a Jerusalén (Hc. 21:10-11).
b. Palabra de conocimiento o ciencia. Este don consiste
en la revelación de circunstancias específicas
de personas específicas en momentos especí-
ficos de su vida, como sucedió con la mujer sa-
maritana cuando el Señor le informa que ha tenido
cinco maridos y que su actual pareja ni siquiera es
legalmente su esposo (Jn. 4:17-18), o cuando Pe-
dro recrimina a Ananías y Safira por haber menti-
do al afirmar que entregaron a la iglesia todo el
producto de la venta de una propiedad cuando, en
realidad, se habían quedado con una parte del di-
nero (Hc. 5:3-4).
c. Discernimiento de espíritus. Podría decirse que este
don consiste en una agudización sobrenatural
de la intuición que naturalmente posee el ser
humano para poder así identificar la proceden-
cia de ciertas manifestaciones espirituales,
según sea la fuente de la que provienen que
146

únicamente puede ser de estos tres tipos: proce-


dencia del Espíritu de Dios, procedencia del espíri-
tu del hombre o procedencia de espíritus malignos
o demonios.
Como ejemplo podemos señalar la manera en que
Cristo confrontaba algunas enfermedades, ya sea
como un producto directo de la actividad de de-
monios o, en su defecto, como simple consecuen-
cia de la condición caída de deterioro que afecta a
toda la creación, incluyendo nuestros cuerpos y
mentes por igual.
Asimismo, el discernimiento de espíritus tam-
bién tiene que ver con la confianza o descon-
fianza que nos despierta una persona, según
sea que sus intenciones sean buenas o malas
hacia nosotros y hacia la causa de Cristo. Aquí te-
nemos el conocimiento que Cristo tenía de las ma-
las intenciones de los fariseos cuando lo ponían a
prueba y, en general, de las intenciones ocultas de
los hombres de su tiempo (Lc. 11:16-17; Jn. 2:24-
25)81.
Pablo tal vez Pablo provee un ejemplo más claro
al identificar a un espíritu de adivinación detrás de
las, de cualquier modo, veraces exclamaciones
que profería una esclava de Filipos anunciando
que Pablo y Silas eran siervos del Dios Altísimo
que anunciaban el camino de salvación (Hc.
16:16-18).
d. Profecía. Si bien es cierto que en la Biblia existe una
relación estrecha e íntima entre los conceptos de
revelación e inspiración, de tal modo que en mu-
chas ocasiones se superponen y entremezclan en-
tre sí, ambos son de todos modos distintos. Y en
este orden de ideas, la profecía es el primero de

81
Aunque en Cristo no es claro si estos episodios son producto de un don sobrenatural con el que
el Espíritu Santo lo dotó en vista de su condición humana que le imponía limitaciones al ejercicio
de sus atributos divinos (por ejemplo, Cristo al encarnarse renunció el ejercicio pleno de su omni-
presencia, pues como hombre no podía estar en más de un lugar a la vez); o son un simple ejerci-
cio de la omniciencia que le corresponde en su irrenunciable condición divina.
147

los dones de inspiración en el que, más que la re-


velación sobrenatural de información privilegiada
otorgada por el Espíritu Santo; lo que prevalece es
la inspiración. Pero a su vez, inspiración se refie-
re aquí, no a la acción por la cual el Espíritu Santo
condujo a los escritores humanos de la Biblia a re-
gistrar exactamente lo que Dios quería que regis-
traran sin ninguna falla o error, sino al efecto es-
timulante o si se quiere, inspirador que un
mensaje de Dios produce sobre sus destinata-
rios, moviéndolos a la acción y renovando su
confianza y su esperanza en Dios.
Es en este sentido que la profecía es el don de
inspiración por excelencia, pues contrario a la cre-
encia popular, profecía no es en la Biblia un
sinónimo de predecir el futuro. Muchos pasajes
de los libros proféticos del Antiguo Testamento no
contienen predicciones explícitas y aún en aque-
llos que las contienen, no son ellas las que les
confieren su carácter profético a los respecti-
vos pasajes, sino más bien el hecho de que en
ellos se edifique, anime y consuele a los oyen-
tes (1 Cor. 14:3). Las predicciones son algo con-
tingente en las profecías y no esencial ni necesa-
rio a ellas, además de que una predicción por sí
sola puede llegar a ser censurable adivinación (Dt.
18:10-12; Hc. 16:16-18). Por lo tanto, la profecía
como don milagroso del Espíritu Santo consis-
te en transmitir un mensaje procedente de Dios
que edifique, anime y consuele a sus destina-
tarios, inspirándolos para la acción consecuen-
te.
e. Lenguas. Las lenguas son el don del Espíritu santo
más controvertido, pues es el distintivo más tra-
dicional y emblemático del pentecostalismo clásico
y al mismo tiempo el don más atacado por los ce-
sasionistas como MacArthur, quienes utilizan para
desvirtuarlo la confusión de los fundadores del
pentecostalismo de nuestros días al creer que las
lenguas que ellos hablaban eran a semejanza de
148

lo sucedido a la iglesia apostólica en el capítulo 2


de Hechos de los Apóstoles lenguas humanas
habladas por otros pueblos de la tierra, cuando en
realidad, como quedó plenamente demostrado
después, eran lenguas ininteligibles, procediendo
así a descalificarlas bajo el argumento de que
siempre que en la iglesia apostólica se presentaba
un episodio como éste (Hc. 2:3-4; 10:46; 19:6), los
protagonistas hablaban lenguas humanas inteligi-
bles para otros pueblos diferentes a ellos que pod-
ían, entonces, comprenderlas, sólo que eran ad-
quiridas en el acto de manera sobrenatural y sin
estudio ni aprendizaje previo de ningún tipo.
Pero esto es discutible, pues no se puede concluir
lo anterior de los pasajes citados y Pablo mismo
da a entender en varias porciones de sus escri-
tos la existencia de lenguas ininteligibles para
cualquier grupo humano: “… En realidad, nadie
le entiende lo que dice, pues habla misterios por el
Espíritu” (1 Cor. 14:2) a las que denomina “…
lenguas… angelicales” (1 Cor. 13:1), por con-
traste con las lenguas humanas. Y toda la argu-
mentación de Pablo en 1 Corintios 14:1-19 presu-
pone la existencia de estas lenguas ininteligibles
que ni siquiera quien las habla es capaz de enten-
derlas.
Valga decir que es precisamente por su carácter
ininteligible que Pablo desestimula el hablar u
orar en lenguas en la congregación (1 Cor.
14:23), pero de cualquier modo de esta misma
porción bíblica de 1 Corintios 14:1-19 parece
derivarse que su utilización en las devociones
privadas por parte de quien recibe este don le
reporta algún tipo de beneficio espiritual, si no
para el entendimiento, si para el ánimo, la voluntad
o la relación del creyente con Dios, enriqueciendo
esta relación en algún sentido del todo indefinible,
por lo que no se puede descartar ni como una
manifestación siempre falsa y engañosa, ni
tampoco como carente de todo provecho.
149

Podríamos, entonces, conjeturar que el orar en


lenguas angelicales, aunque no traiga por sí
mismo ningún provecho evidente al entendi-
miento del creyente, si trae algún tipo de pro-
vecho a la espiritualidad de quien así ora, po-
niéndolo en un contacto o comunión más estrecha
con Dios e inspirándolo (de ahí su clasificación en
los dones de inspiración) a confiar, perseverar y
mantenerse fiel a Él. Con base en ello podemos
aventurar una definición tentativa del don de
lenguas como el don que faculta al creyente a
conectarse con Dios de una manera más dire-
cta, espíritu a Espíritu, sin que en esta co-
nexión medie el entendimiento, lo cual termina
siendo al mismo tiempo, tanto su beneficio como
su peligro82.
f. Interpretación de lenguas. Como su nombre lo indica,
la interpretación de lenguas consiste en el don
sobrenatural por el que alguien es facultado
por el Espíritu Santo para interpretar de mane-
ra inteligible ya sea para brindar al entendimien-
to de los creyentes alguna revelación, conocimien-
to, profecía o enseñanza (1 Cor. 14:6) un men-
saje previo de Dios dado en lenguas ininteligi-
bles, que es por cierto el caso en el que el orar o
hablar en lenguas queda de sobra justificado como
ejercicio congregacional (1 Cor. 14:13-19), inspi-
rando no sólo a quien recibe y transmite el mensa-
je en lenguas angelicales incomprensibles, sino
también a quienes lo escuchan al poder a través
de quien ejerce el don de interpretación de len-
guas en la congregación comprender este men-
saje de manera satisfactoria e inspiradora para to-
dos.

82
Beneficio, al remover los obstáculos muchas veces gratuitos e injustificados que la racionalidad
humana, apegada a lo que se puede percibir por medio de los sentidos, levanta a la fe. Y peligros,
porque la razón y la conciencia humanas son de cualquier modo un filtro para detener y desechar
influencias espirituales de origen incierto, engañosas y perniciosas.
150

g. Fe. La fe opera en todos los asuntos concernientes al


cristianismo, desde la propia conversión (fe salva-
dora) en adelante. Pero en este caso la fe como
don se refiere a esa fe que cree en Dios y en su
poder, amor y misericordia focalizados de tal
modo en una problemática particular que, lite-
ralmente, es capaz de mover montañas o re-
mover obstáculos insalvables desde la pers-
pectiva natural humana (Mt. 17:20; Lc. 17:6) y,
como tal, es el combustible de los milagros en lo
que tiene que ver con el ser humano.
h. Sanidades. Las sanidades o dones para sanar enfer-
mos no necesitan ninguna explicación particular a
no ser el enfatizar que, en estos casos, el carác-
ter milagroso del don tiene que ver con el
hecho de que la enfermedad o enfermedades
en cuestión son sanadas a través de medios o
dinámicas que están más allá de los procesos
naturales habituales que los seres vivos pose-
en para tratar con estas enfermedades y más allá,
incluso, de las capacidades que la ciencia humana
tiene para facilitar y propiciar estas sanidades.
Ahora bien, debido a que en la realidad concreta
es muy difícil separar y aún distinguir la frontera
entre la influencia que en una sanidad determina-
da tienen los procesos naturales cotidianos de sa-
nidad, de la influencia que procede de medios so-
brenaturales excepcionales; es difícil en un signifi-
cativo número de casos determinar si la sanidad
es producto o no del ejercicio del don milagroso de
sanidades. Pero como quiera que sea, por me-
dios naturales o sobrenaturales indistintamen-
te, la sanidad siempre puede ser atribuida a
Dios en última instancia sin temor a equivocar-
nos.
i. Milagros. Finalmente, aunque todos los dones del Espí-
ritu Santo son milagrosos en mayor o menor gra-
do, siendo las sanidades las que ostentan de ma-
nera más evidente este carácter entre todos los ya
151

mencionados; hay un don del Espíritu Santo lla-


mado el don de milagros que hace referencia al
poder para llevar a cabo actos en los que ope-
ran dinámicas que están, de manera manifiesta
e indiscutible y no de manera ambigua como
en el caso de las sanidades, más allá o por en-
cima de las leyes naturales que operan habi-
tualmente en el mundo.
Podríamos mencionar aquí como ejemplo la oca-
sión en que el Señor Jesucristo calmó la tormenta
en el Mar de Galilea o caminó sobre sus aguas.
Pero el milagro por excelencia que ilustra este
don es la resucitación de un muerto como las
que están documentadas en el libro de Hechos de
los apóstoles, entre las que encontramos la resuci-
tación de Tabita o Dorcas llevada a cabo por Pe-
dro (Hc. 9:36-42) y la del joven Eutico por Pablo
(Hc. 20:9-12).
c. Destacadas actividades del Espíritu Santo
Si bien el examen de los símbolos bíblicos del Espíritu Santo y la definición
de los dones milagrosos ya nos introduce en muchas de sus funciones o ac-
tividades actuales, es conveniente precisar mejor algunas de estas fun-
ciones en aras de la claridad, dado el carácter controversial que algunas
de estas actividades como por ejemplo el llamado “bautismo del Espíritu
Santo” involucran en la experiencia y la correspondiente teología de la
iglesia, así como el peligro de pasar por alto actividades más amplias e
importantes llevadas a cabo por el Espíritu Santo, al enfocarse casi
obsesivamente en el reducido campo del ejercicio de los carismas o
dones sobrenaturales del Espíritu Santo, como tienden a hacerlo las
iglesias pentecostales y carismáticas.
El genetista Francis Collins, comprometido creyente cristiano y científico
que dirigió el proyecto de la decodificación del genoma humano, uno de los
logros más importantes de la ciencia reciente, nos da entrada a este asunto
mediante la siguiente lúcida reflexión: “La ciencia no es el único modo de
saber… Si usamos la red de la ciencia para atrapar nuestra visión particular
de la verdad, no nos debemos sorprender que no atrapemos la evidencia
del espíritu”
En efecto, la evidencia del espíritu está más allá del alcance de la cien-
cia debido a que el conocimiento científico no puede ir más allá del estudio
152

objetivo de las cosas y no involucra, por tanto, un conocimiento interperso-


nal de ida y vuelta, de sujeto a sujeto; sino únicamente un conocimiento de
ida, de sujeto a objeto. La ciencia está así condenada a ignorar el aspec-
to más importante de la realidad: el que tiene que ver con Dios y al
cual únicamente se accede por la fe. Porque Dios no es un objeto de es-
tudio, sino la realidad espiritual última (Jn. 4:24) y de carácter eminente-
mente personal (Éxo. 3:14), que sustenta el universo y a quien no podemos
conocer de manera impersonal, como a un objeto, sino únicamente rela-
cionándonos con Él en un trato persona a persona, mediante la fe.
La evidencia del mundo espiritual se manifiesta en la iglesia mediante la ac-
ción del Espíritu Santo en muy ricas y variadas formas, más allá del reduci-
do, incidental, hasta cierto punto anecdótico y siempre contingente ejercicio
de los dones del Espíritu Santo; entre las que sobresalen la convicción del
Espíritu (Jn. 16:7-9), fundamental para suscitar y conducir a la persona be-
neficiaria de esta convicción al arrepentimiento y la conversión. En segundo
lugar encontramos la guía del Espíritu (Rom. 8:14), imprescindible en el
creyente para poder llegar a disfrutar de las bendiciones divinas y ejercer de
manera responsable y provechosa la libertad que Dios le otorga para la vida
en este mundo.
En tercer lugar podemos mencionar la morada o la habitación del Espíri-
tu (Efe. 2:22), expresión que señala la presencia del Espíritu Santo en el
creyente, tanto individual como corporativamente calificando al creyente y
a la iglesia como “templo del Espíritu” (1 Cor. 3:16; 6:19) que nos concede
acceso inmediato a la adoración sencilla y directa, sin restricciones de tiem-
po o lugar y sin elaboradas mediaciones ni parafernalias ritualistas y cere-
moniales que la entorpezcan o limiten (Jn. 4:23-24). Y por último encontra-
mos el testimonio del Espíritu (Rom. 8:16-17), base de la seguridad final
del creyente que lo lleva a confiar contra viento y marea en las promesas
divinas y a actuar en ocasiones en contravía con las prudentes recomenda-
ciones del mundo para honrar así su vocación como corresponde hacerlo
delante de Dios (Hc. 20:22-24).
En relación con el testimonio del Espíritu Santo y la seguridad que otorga a
los creyentes, hay dos maneras expresas en que la Biblia hace referencia a
ella que son dignas de mención: el sello y las arras. El sello es un símbo-
lo de propiedad y legitimidad, de modo que el testimonio del Espíritu San-
to nos asegura que somos ya propiedad de Dios, no sólo por derecho de
creación, sino también por derecho de redención; y la presencia del Espíritu
Santo en nosotros legitima esta propiedad. Y las arras son un símbolo de
153

irrevocabilidad83, de tal modo que gracias al Espíritu Santo en nosotros


podemos estar seguros de que una vez que Dios inicia su obra en nuestras
vidas la llevará a su conclusión final. La acción del Espíritu es, como pue-
de verse, más sutil que lo que parece indicar el ejercicio a veces apara-
toso y ostentoso de los dones del Espíritu Santo, pero no por ello me-
nos real, eficaz y determinante.
d. La controversia sobre el bautismo del Espíritu Santo
La doctrina del bautismo del Espíritu Santo y su relación con el ejerci-
cio del don de lenguas y los demás dones del Espíritu Santo es un te-
ma discutido entre los exponentes de todas las posiciones aquí identifica-
das en relación con este asunto. En este particular es, por cierto, en donde
radican algunas de las diferencias entre pentecostales, carismáticos y la
llamada “nueva ola”. Tanto así que para simplificar la discusión algunos
teólogos se refieren únicamente a pentecostales clásicos y neopente-
costales en cuanto a las diferencias en su comprensión del bautismo del
Espíritu Santo.
Sea como fuere y sin entrar de manera detallada en esta discusión, pode-
mos decir que la evidencia bíblica considerada metódicamente con la debi-
da atención y seriedad, lleva a todas las posturas involucradas a estar de
acuerdo en que no puede negarse que hay una diferencia entre la obra
del Espíritu Santo en la regeneración o nuevo nacimiento del creyente
y el bautismo del Espíritu Santo. En lo que no están de acuerdo es en
que haya necesariamente un intervalo de tiempo que deba transcurrir entre
lo primero y lo último, como en efecto sucedió providencialmente en el libro
de los Hechos de los Apóstoles84.

83
Como cuando en un acto de compraventa la entrega de las arras por parte del comprador es un
acto de confianza entre las partes que las compromete mutuamente a llevar a cabo la negociación
hasta su perfeccionamiento final.
84
En la iglesia apostólica era necesario este intervalo entre regeneración y bautismo del Espíritu
Santo para que Dios pudiera mostrar con claridad, mediante un acto sobrenatural objetivo, visible,
audible e inobjetable que fuera más allá del carácter subjetivo menos evidente de la regeneración;
que no solamente los creyentes judíos que constituían la totalidad de la iglesia de 120 personas
reunida en el aposento alto en Pentecostés contaban con su aprobación y eran depositarios privi-
legiados de su Espíritu, sino también los samaritanos (Hc. 8:14-17), los temerosos de Dios (Hc.
10:1-2, 23-24, 44-48) y los gentiles (Hc. 19:1-6), que eran los tres diferentes grupos humanos cuyo
estatus estuvo en discusión en la iglesia por parte de los creyentes judíos, como se deja ver en el
pasaje central del libro de los Hechos en el capítulo 1, versículo 8: “Pero cuando venga el Espíritu
Santo sobre ustedes, recibirán poder y serán mis testigos tanto en Jerusalén como en toda Ju-
dea y Samaria, y hasta los confines de la tierra”
154

Así, algunos argumentan que la secuencia descrita en el libro de los


Hechos de los Apóstoles85 en el que, con la excepción del centurión ro-
mano Cornelio y su familia, los que recibieron el Espíritu Santo y el conse-
cuente don de lenguas ya eran con anterioridad creyentes en Cristo debe
ser normativa y obligatoria para todas las épocas de la iglesia; mientras
que otros como nosotros negamos que esto sea necesario a la luz
de la Biblia. Y las razones para nuestra posición quedan muy bien resumi-
das en la siguiente pregunta cuya respuesta se cae de su peso. ¿Era el
propósito de Cristo la existencia de dos categorías de cristianos en la
iglesia: unos cristianos de primera clase regenerados y que tienen,
además, el bautismo del Espíritu Santo y hablan, consecuentemente
en lenguas, y otros de segunda clase que sólo experimentan la rege-
neración y nada más?
Profundizando en ello el teólogo R. C. Spoul nos dice lo siguiente: “Esta
pregunta se complica aún más teniendo en cuenta la constatación de la his-
toria de la Iglesia. Aunque algunos han hecho el mayor esfuerzo posible tra-
tando de probar que a lo largo de la historia de la Iglesia ha habido una co-
rriente constante de hablar en lenguas y de otras pruebas de un bautismo
en el Espíritu posterior, el testimonio abrumador de dicha historia revela
la discontinuidad del hablar en lenguas como prueba del bautismo del
Espíritu Santo”. Concluye esta reflexión con la siguiente observación con-
tundente: “Hubo y hay, creyentes devotos cuyas vidas parecen ser mo-
delos de centralidad en Dios, y, sin embargo, muchos (tal vez la ma-
yoría) no hablaron en lenguas”.
Al admitir lo anterior (algo que no pueden cuestionar), tanto pentecostales
como neopentecostales están admitiendo que no es la intención del relato
del libro de los Hechos de los Apóstoles expresar mediante la narra-
ción en él contenida una experiencia cristiana normativa u obligatoria
para todas las edades en cuanto a la necesidad de hablar en lenguas o
ejercer los dones milagrosos del Espíritu Santo como prueba de que
se ha recibido el bautismo del Espíritu Santo. Y también están admitien-
do, por implicación, que no es cierto que el bautismo del Espíritu Santo de-
ba ser siempre una experiencia posterior a la regeneración o nuevo naci-
miento que acompaña a la conversión de la persona a Cristo por medio de
la fe, a no ser que estén dispuestos a sostener a renglón seguido que mu-
chos de los convertidos más devotos, reconocidos y admirados de la histo-
ria de la iglesia no recibieron el bautismo del Espíritu Santo.

85
Secuencia en la que primero tenía lugar la regeneración y conversión de la persona y sólo des-
pués, pasado un periodo indefinido de tiempo, tenía lugar el bautismo del Espíritu Santo.
155

Seguimos, pues, a Sproul cuando dice: “En ningún lugar enseña la Escri-
tura explícitamente que el hablar en lenguas sea una señal necesaria
del bautismo del Espíritu Santo o que debe haber un intervalo de tiem-
po entre la conversión y el bautismo del Espíritu. Estas ideas son infe-
rencias [no válidas] extraídas de la narración”. Así, pues, como quiera
que se entienda la doctrina del bautismo del Espíritu Santo y su presunta
relación de causa con las lenguas y demás dones del Espíritu Santo, lo úni-
co cierto es que estos últimos no conceden por sí mismos a quienes
hablan en lenguas o los ejercen una condición espiritual superior en
ningún sentido a la de quienes no lo hacen, como si los primeros hubieran
sido beneficiarios del bautismo del Espíritu Santo y los segundos no. Entre
otras cosas porque no podemos olvidar que en relación con los dones
del Espíritu Santo la Biblia dice que Él “… reparte a cada uno según él
lo determina” (1 Cor. 12:11, 29-30) y no según los méritos o el nivel de
espiritualidad ostentado por quien recibe el don que, como lo demuestra
la historia reciente del movimiento pentecostal, en un significativo número
de casos deja mucho que desear.
Por último, hacer de la conversión y el bautismo en el Espíritu Santo expe-
riencias separadas en el tiempo es borrar las diferencias en la acción del
Espíritu Santo que se dan entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Tampo-
co nos detendremos aquí en precisiones minuciosas sobre estas diferen-
cias. Nos basta señalar que en el Antiguo Testamento la acción del
Espíritu Santo sobre los miembros de la nación judía era de carácter
restringido y temporal, es decir que venía sobre personas seleccionadas
para cumplir algún propósito particular en los planes de Dios y se retiraba
una vez cumplido este propósito, mientras que en el Nuevo Testamento
es de carácter absolutamente incluyente y permanente, es decir que,
como lo anuncia el Señor Jesucristo al compararlas entre sí, en la dispen-
sación del Antiguo Testamento que concluye con Cristo, el Espíritu Santo
“… vive con ustedes…”, mientras que en la dispensación del Nuevo Testa-
mento que inicia Cristo “estará en ustedes…” (Jn. 14:17), sin discriminar a
ningún creyente.
Es por eso que Sproul dice: “Mi queja contra la teología neopentecostal es
que tiende a tener una opinión demasiada baja de Pentecostés. Parece que
la teología neopentecostal no logra hacerle justicia al significado histórico
del libro de Hechos y nos deja con una idea de la obra de distribución
de los dones carismáticos efectuada por el Espíritu más similar al An-
tiguo Testamento que al Nuevo”, añadiendo luego: “A la luz del principio
de la distribución limitada del Espíritu Santo que hallamos en el Antiguo
Testamento, el día de Pentecostés señala hacia el derramamiento del
156

Espíritu Santo no sobre parte del pueblo de Dios, sino sobre todo el
pueblo de Dios… este es un aspecto clave que la teología neopente-
costal oscurece… admite que la distribución del Espíritu Santo está a dis-
posición de todo el pueblo de Dios, pero que no todo el pueblo de Dios la
obtiene necesariamente”.
De su calificado y autoritativo análisis Sproul concluye: “El peso de la inter-
pretación del significado de Pentecostés milita en contra de la comprensión
neopentecostal del bautismo del Espíritu Santo. A todos los que el Espíri-
tu Santo regenera, también los bautiza, los llena y los dota con poder
para el ministerio… No hay testimonio alguno en Hechos de que algún
creyente… no lograra recibir (o recibiera parcialmente) el Espíritu San-
to prometido cuando este descendió… Lo normativo acerca de Pente-
costés es que el Espíritu bautiza a todo el pueblo de Dios. El hecho de que
hubiera un retraso en Hechos entre la conversión y el bautismo no es-
tablece este aspecto como norma”. Y ni siquiera se establece el don de
lenguas como señal exclusiva de que se ha recibido este bautismo, pues:
“queda claro que, en el tiempo en que se escribió 1 Corintios, el hablar
en lenguas no se consideraba como un signo indispensable de haber
recibido los dones carismáticos”.

Cuestionario de repaso
1. ¿Cuáles son los nombres de las diferentes posturas que cubren todo el espec-
tro teológico actual acerca de la doctrina del Espíritu Santo y cuál es la asumi-
da en Casa Sobre la Roca? Defínalas brevemente
2. Menciones tres razones bíblicas que revelan al Espíritu Santo como una per-
sona en propiedad
3. ¿Cuáles son los símbolos bíblicos para referirse al Espíritu Santo?
4. ¿Por qué la paloma es un símbolo muy útil para ilustrar y reunir en una sola
imagen simétrica y de fácil recordación diversos aspectos puntuales de la ac-
ción del Espíritu Santo?
5. ¿Cómo se pueden clasificar los dones del Espíritu Santo para su mejor defini-
ción, estudio y recordación?
6. Identifique cuatro actividades importantes que el Espíritu Santo lleva a cabo en
el creyente más allá del estrecho ámbito pentecostal del ejercicio de los dones
del Espíritu Santo
157

7. Explique por qué no se puede concebir como una norma que la conversión y
nuevo nacimiento del creyente esté separada en el tiempo por un lapso indefi-
nido del bautismo del Espíritu Santo
8. Relacione y explique las razones por las cuales quienes hablan en lenguas o
ejercen los dones del Espíritu Santo no ostentan por ello de manera necesaria
ninguna superioridad ni moral ni espiritual sobre los demás creyentes
9. En relación con el don de lenguas, explique las razones por las cuales, si bien
su presencia es señal incontrovertible de que se ha recibido el bautismo del
Espíritu Santo, su ausencia no implica de ningún modo el no haberlo recibido

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