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¿Por qué fueron expulsados los moriscos?

Rubén de la Osa Ortega Historia Moderna de España Grupo A1


NIUB: 16847655 Curso 2018-2019

¿POR QUÉ FUERON EXPULSADOS LOS MORISCOS?


INTRODUCCIÓN
En el presente trabajo se presentará y responderá la problemática acerca de por qué
fueron expulsados los moriscos de la Península Ibérica a inicios del siglo XVII, tratando
de analizar los puntos de conflicto entre las fuentes, tanto primarias como secundarias,
y con la intención de ofrecer una resolución lo más clara y comprensible posible.
La problemática asociada a dicha pregunta reside en los diferentes testimonios, las
distintas razones que se alegaron para la realización de tal medida y el dispar
recibimiento entre las gentes de la época, lo que elabora un cruce de opiniones,
motivos y hechos que se pretenden resolver en este trabajo.
Para entender la magnitud que adquirió la medida tomada por el entonces rey Felipe
III de la casa Austria, tan sólo hay que fijarse en las cifras de población morisca que se
atribuyen al primer cuarto del siglo XVII en el territorio español, pues a pesar que las
fuentes muestran una gran disparidad en cuanto a cifras, si tomamos el máximo y el
mínimo podemos afirmar que sobrepasaban los 250.000, siendo una cifra realmente
importante para la época, más aún teniendo en cuenta que no era un colectivo
mayoritario sino más bien lo contrario.
De este modo la medida, inicialmente, iba a afectar a un numeroso sector de la
población española, con resultados negativos para prácticamente todos los sectores de
la sociedad al perder campesinos, soldados, frailes, letrados y otros tantos oficios que
en muchas ciudades y pueblos eran de vital importancia. En algunos casos, estas
pérdidas humanas afectaban no sólo a vecinos y familiares, sino también a señores
que veían como sus rentas iban a sufrir descensos por la ingente pérdida de mano de
obra.
Por otro lado es importante recalcar que las cifras de afectados que se preveían
inicialmente nunca llegaron a ser las de los expulsados realmente, ya fuera por las
excepciones que se fueron consiguiendo, con un papel clave de terceras personas que
se verá más tarde, o por el retorno de otros que sí fueron obligados a marcharse, lo
que provocó una importante diferencia entre la cifra de moriscos que iban a ser
expulsados con la que finalmente fue.

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CONTEXTO
Antes de hablar de su expulsión y de cómo se llegó a ella, es importante entender que
el término “morisco” no fue decisión de las personas a quienes definía, de hecho ni tan
siquiera era una agrupación pensada por ellos mismos. En palabras de José María
Perceval (2012, 10), el morisco es una invención de la sociedad cristiana española, en
la que agruparon a los descendientes de musulmanes que fueron obligados a
convertirse al cristianismo a principios del siglo XVI, inicialmente considerados
“cristianos nuevos de moros” finalmente les agruparon como moriscos, siendo
empleado este término por la historiografía, habiéndolo tomado de la literatura
apologética defensora de la expulsión de esta agrupación de personas, a pesar de las
diferencias notorias, simplemente por la comodidad del que emplea el término y
quiere denominar este variado colectivo.
La expulsión de los moriscos, antiguos musulmanes convertidos a la fe cristiana, de los
reinos hispánicos fue realizada entre 1609 y 1614, puesto que no fue aplicada a la vez
en todos los reinos, acabando de este modo con nueve siglos de presencia islámica en
ellos. La decisión fue tomada por el monarca Felipe III y su valido el Duque de Lerma,
en lo que posteriormente sería considerado el último acto de la Reconquista y un gran
logro del rey por el que fue alabado por algunos, marcando la imagen de los moriscos
que posteriormente sería transmitida (Pardo, 2015/2, 319).
Por aquél entonces la política exterior venía marcada por tres factores, la reciente paz
firmada con los ingleses en el 1604, la tregua por 12 años con las Provincias Unidas,
independizadas ya de facto, y el conflicto en el Mediterráneo contra los otomanos y
berberiscos. Los dos primeros permitían a la Monarquía Hispánica centrarse en el
peligro oriental, si bien la situación económica desaconsejaba mantener diversos
conflictos armados simultáneos. El peligro de otomanos y berberiscos sería un
elemento importante en la expulsión de los moriscos.
De la política interior cabe destacar un suceso previo que sería determinante en la
visión de la población morisca: la rebelión de los moriscos de las Alpujarras (1568-
1571) propiciada por la pragmática de 1567 de Felipe II con la que pretendía acabar
con la fidelidad de los moriscos de Granada a sus costumbres ancestrales, que
incentivó una imagen de los moriscos como conspiradores, bandoleros y moros como

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los del Argel (Pardo, 2015, 321). Tras ser sofocada su rebelión en las Alpujarras, unos
80.000 moriscos del reino de Granada fueron dispersados por el reino de Castilla,
quedando entre 10.000 y 15.000 moriscos en el reino nazarí. (Epalza, 1992, 79-82).
La mala visión de ellos que tenía una parte de la sociedad, fomentada por tópicos sin
base alguna, el miedo a una alianza con los berberiscos o los otomanos y la rebelión de
las Alpujarras pudieron incentivar una medida que fue recibida de manera desigual por
la sociedad hispánica, pues contaba con sus defensores pero también con sus
detractores, quienes como Pedro de Valencia creían que eran españoles y se debía
trabajar en su total integración.
La situación para la Monarquía Hispánica distaba mucho de la deseada en casi todos
los ámbitos; económico, militar, productivo… siendo los moriscos el foco perfecto para
culpar de la situación y a su vez otorgar a los miembros del gobierno un éxito rotundo
que se les resistía por el momento tras sendos fracasos, aprovechándose del extendido
miedo a una sublevación morisca confabulada con potencias musulmanes como
Marruecos o los otomanos y siendo acusados de apóstatas, herejes y traidores,
sumando así el componente religioso al ya expuesto político (Pardo, 2015/2, 323).
Para el tiempo en que se decidió su expulsión, muchos ya se habían convertido a la fe
cristiana, ya fuera por la fuerza o por voluntad, pero aquello no era suficiente, Felipe III
y sus consejeros tenían la determinación de acabar con cualquier resto del pasado
musulmán en la Península.

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LA EXPULSIÓN DE LOS MORISCOS
Los motivos de la expulsión de los moriscos son varios, desde religiosos, políticos,
económicos, sociales y de más, pero son los dos primeros sobre los que se defendió
especialmente la expulsión, especialmente como voluntad divina, causa mayor a
cualquier hombre, ante la que el rey nada podía hacer y se limitó a cumplir dichos
designios. De esta brevísima manera se podía simplificar a grandes rasgos la expulsión,
pero las diferentes fuentes y estudios realizados demuestran que no fue tan sencillo,
que no todos estuvieron de acuerdo y que muchos moriscos o no se fueron o acabaron
regresando.
Tal y como afirma Rafael Benítez Sánchez-Blanco (2011, 11), las primeras propuestas
sobre la expulsión de los moriscos son anteriores al reinado de Felipe III,
concretamente se produjeron durante el reinado de padre, el rey Felipe II, que las
rechazó creyendo mejor apostar por la conversión antes que la expulsión. Cabe
destacar que durante el gobierno de dicho rey tuvo lugar la rebelión de las Alpujarras,
la cual podemos conocer de primera mano por la obra de Luis de Mármol y Carvajal, y
que sin duda hizo que aumentara el número de partidarios favorables a la expulsión de
los moriscos, que no sólo se mostraban reacios a renunciar a sus costumbres y su fe
sino que además se habían rebelado contra el reino.
De este modo durante el reinado de Felipe II, a pesar de las distintas peticiones, no se
realizó más medida de expulsión que la repartición gran parte de los moriscos de
Granada por Castilla, sin echarlos de los territorios de la corona eso sí, gracias en gran
parte a la prudencia del vicecanciller del Consejo de Aragón D. Bernardo de Bolea que
logró imponerse sobre el deseo del Consejo de Estado, demasiado preocupado por
posibles conspiraciones moriscas que a la postre resultaban increíbles. Bernardo de
Bolea logró hacer prevalecer el interés de la corona conocedor de la gran pérdida que
supondría para Aragón o Valencia perder esa cantidad de población. Los esfuerzos de
los consejeros favorables a la expulsión sólo valieron para que en el 1575 se optara por
desarmar a los moriscos aragoneses, paliando la amenaza de revuelta, una decisión
que muestra la determinación de Felipe II que prefería medidas para tratar de
convertir a los moriscos a decisiones más radicales, pero esto no aplacó a quienes
defendían firmemente la expulsión (Benítez Sánchez-Blanco, 2011, 13). Este factor

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resulta interesante pues con la llegada al trono del nuevo monarca el panorama
cambió pues Felipe III nunca se mostró demasiado cercano a este colectivo y su
necesidad de lograr un hito que marcara su reinado y la expulsión de los moriscos se le
presentó como la oportunidad idónea pues además contaba con el apoyo de un sector
de la iglesia que lo apoyaba desde el ámbito religioso y lo definía como la voluntad de
Dios para recuperar la pureza en el reino. A pesar de mostrarse favorable a la
expulsión, Felipe III tampoco mostró crueldad ni deseos de hacer ningún mal a este
colectivo tal y como se verá más tarde. Por su parte su valido, el duque de Lerma, no
mostró interés en la medida hasta el 1607, una vez consumado el fracaso español en el
norte europeo con la paz de Londres y la tregua con los rebeldes holandeses,
destacando estos hechos Benítez Sánchez-Blanco (2011, 12) como una motivación por
parte del rey y su valido de lograr un triunfo católico que a su vez restaurase el
prestigio del monarca.
Míkel de Epalza (1992, 120) señala el factor religioso como el principal motivo. Los
moriscos eran una minoría que disentía de la mayoría religiosa del país y eso reflejaba
el fracaso de los intentos eclesiásticos por convertirlos verdaderamente a la fe
cristiana. Durante muchos años se había intentado conseguir dicha asimilación por
diferentes métodos, empezando en 1502 con la pragmática que obligaba a
musulmanes a convertirse o a exiliarse y de manera contundente con la pragmática de
1567 que desembocó en la rebelión de las Alpujarras, pero todo ello no había sido
suficiente para lograr su objetivo, algo que exasperaba a un sector eclesiástico, pero
que no se limitaba a ellos. La guerra contra los otomanos sumaba partidarios de la
medida ante el miedo de que los moriscos ayudaran a los turcos en su invasión
peninsular partiendo por el reino de Granada (Benítez Sánchez-Blanco, 2011, 12).
Uno de los principales instigadores de la expulsión de los moriscos fue sin duda Juan
Ribera, Patriarca de Antioquía y arzobispo de Valencia durante más de cuarenta años,
que envió unos papeles al rey Felipe III en 1601 y 1602 que son considerados la
principal justificación ideológica de la expulsión, y que previamente ya había propuesto
a Felipe II, en especial en 1582 durante una junta de consejeros en Lisboa donde
enérgicamente propuso la expulsión, pero ya conocemos la determinación del
monarca a rechazar propuestas de dicha índole (Benítez Sánchez-Blanco, 2011, 13).

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La figura de Ribera merece sin duda un punto y aparte debido al intento de ocultación
que sufrió un tercer documento enviado a Felipe III y que fue omitido por su biógrafo
P. Francisco Escrivá en el cual proponía esclavizar a los moriscos incluyendo niños y
niñas, viéndolo como algo factible y beneficioso para la economía de la monarquía,
creyendo que este añadido sería determinante para que el rey y sus consejeros se
decidieran a tomar la decisión. Resulta evidente que su biógrafo, queriendo mostrar
un retrato suyo como un hombre piadoso, decidió omitir una decisión tan miserable y
todavía más pues la decisión se justificaba por la apostasía que representaba, no por
su interés político (Benítez Sánchez-Blanco, 2009, 180-185).
Otro que no parecía muy interesado en que la medida fuera vista como un interés
político-económico era el Duque de Lerma. Ya en 1599 había sido uno de los
defensores de la medida dentro del Consejo de Estado cuando se trataba qué hacer
con los granadinos esparcidos por Castilla, proponiendo la deportación de la mayoría a
Berbería, quedarse los más provechosos para venderlos como esclavos pero la gran
diferencia respecto a Ribera era el trato a los niños, en lo que el todavía Marqués de
Denia creía que lo oportuno era educarlos en la fe cristiana, creyendo que todavía
tenían esperanza. A pesar de la importancia de la opinión de ambos dos, el rey
desestimó la esclavización, queriendo evitar que fuera una medida relacionada con un
interés económico y no estrictamente religioso, algo que le aportaba la excusa idónea
de seguir el mandato divino sin vacilar. (Benítez Sánchez-Blanco, 2009, 186).
Uno de los factores que pudo llevar a Ribera a defender dicha actitud fue que los
moriscos valencianos eran los que más rasgos culturales árabes mantenían, como el
uso del árabe, la vestimenta tradicional, la alimentación y de más, algo que debía
enfurecer al arzobispo que veía inútiles los esfuerzos por acercar a los moriscos a la fe
cristiana, siendo muy numerosos en el reino de Valencia además era más notoria su
resistencia a la aculturación. Este fracaso en los esfuerzos por evangelizar a los
moriscos a su vez le servía a Ribera como justificación de la expulsión, transformando
un fracaso en un punto a favor (Benítez Sánchez-Blanco, 2011, 11-12).
El Duque de Lerma también se aprovechó de un fracaso para justificar la decisión; en
su caso se trataba del fracaso en las negociaciones con las Provincias Unidas con las
que no pudo garantizar la libertad religiosa hacia los católicos a los que “abandonaba”
con las condiciones pactadas y la expulsión de los moriscos era una forma de

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compensar a Dios. Esta afirmación realizada por Rafael Benítez Sánchez-Blanco (2011,
14) y que también piensa Míkel de Epalza (1992, 123-124) reitera la necesidad de
justificar una medida tan severa desde el elemento religioso, si bien también se
defendía el argumento de una posible alianza morisca con los otomanos, pero por
encima de todo era por complacer a Dios.
Antes de entrar en el carácter político de la medida, merece examinar la postura papal
y de otros sectores eclesiásticos españoles ante esta situación, las cuales sintetiza
formidablemente Míkel de Epalza (1992, 120-124). Epalza explica que el fondo de la
cuestión era la ineficacia cristiana para convertir a los moriscos, que en su mayoría se
mostraban fieles a la fe del Islam. Este fracaso llevó a una parte de la Iglesia hispánica a
rendirse y optar por medidas más drásticas, pero que en ningún momento tuvieron
apoyo desde Roma. El Papa Paulo V fue consultado en su momento pero no aprobaba
la medida, por lo que tan sólo fue notificado una vez ya se había realizado. La postura
papal era la perseverancia en la evangelización y la predicación, que no era un proceso
a realizar a corto plazo sino con paciencia, como había logrado la Iglesia con los
paganos europeos, por lo que incluso la inquisición romana no apoyaban esta medida.
Un añadido para su rechazo era el aparente éxito que habían logrado españoles y
portugueses en sus imperios dependientes en cuanto a cristianización, por lo que se
reforzaba la idea del lento camino de la predicación. Además desde Roma no se
apreciaba ningún peligro para la sociedad cristiana europea por una posible actuación
de los moriscos. A pesar de no apoyar la decisión, desde Roma tampoco se pretendía
entrar en conflicto con las autoridades españolas si estas finalmente se decidían por la
expulsión, no estaban de acuerdo pero tampoco iban a interceder ni intervenir. Creían
que era mejor mantenerlos en su territorio con la esperanza de reconducirlos algún día
antes que condenarlos de manera definitiva enviándolos a países musulmanes. Otro
aspecto que tenían en cuenta era el económico, pues las arcas de la monarquía no
vivían su mejor momento y la expulsión de los moriscos afectaba directamente a las
rentas eclesiásticas, algo que no agradaba, pero el Papa se mantuvo bastante al
margen, no mostrándose ni favorable ni oponiéndose a la medida.
De vuelta en España, otros obispos se mostraron contrarios a la postura de Juan
Ribera, como lo fueron el caso de los obispos de Orihuela, Segorbe y Tortosa,
mostrando una postura similar a la papal, confiando en que una mejora en el ámbito

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de la predicación ayudaría mucho a convertir a los moriscos, aunque fuera un camino
lento y difícil, eran conscientes de las repercusiones negativas que podían tener.
Entre el clero secular podemos encontrar dos grandes representantes de las dos
posturas: un acérrimo defensor de la expulsión como lo era el dominico Jaime Bleda y
un enemigo de dicha medida como Pedro de Valencia. El primero seguía las líneas
marcadas por Juan Ribera y el segundo creía en que lo correcto era continuar en el
camino de la predicación, por lento que fuera.
Epalza añade que incluso el Inquisidor General no era partidario de la expulsión total,
si bien su postura estaba marcada porque la gran cantidad de expulsados afectaba
directamente a las finanzas de la Inquisición, cuya verdadera finalidad era la salvación
de las almas, siendo pues la expulsión la última de las medidas.
Felipe III tomó la decisión que Felipe II quiso evitar, a sabiendas que cargaría con la
condena eterna a la que lanzaba a los moriscos si eran llevados a países musulmanes,
alimentado por la necesidad de éxitos, sobre todo en materia religiosa. Felipe II los
había expulsado pero a tierras cristianas, esperando que la asimilación religiosa se
produjera tarde o temprano, y Felipe IV tampoco continuó con la decisión de
expulsarlos, decidiendo acabar con la persecución de aquellos moriscos que se habían
quedado o que habían regresado, quedando de este modo la medida como algo
exclusivo de Felipe III (Epalza, 1992, 124).

Una vez acabado el factor religioso hay que entrar en el otro motor de la expulsión de
los moriscos: el factor político. La motivación religiosa fue el escudo en el que se
amparó la decisión, pero no fue lo que llevó al rey y a su Consejo de Estado a querer
tomar una decisión tan drástica a pesar de no contar con el total apoyo a la medida,
había un tema que sopesaba ya con anterioridad sobre los gobernantes y era el temor
a una posible conspiración morisca que unida a los enemigos de la corona podían
asestar a esta un golpe muy duro. Míkel de Epalza (1992, 126) explica que este miedo
se había acrecentado con la guerra en Granada, donde vieron la dureza de la
resistencia morisca, pero que la realidad era otra. El gran peligro turco en el
Mediterráneo Occidental había disminuido bastante, reduciendo así el riesgo del
apoyo de los moriscos del litoral mediterráneo a un ataque otomano, pero el temor
regresó tras el fracaso de una expedición naval contra Argel y el cese de la guerra civil

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marroquí, que aportaba cierta tranquilidad al estar peleándose entre ellos. El riesgo no
era alto, pero la excusa les servía y era el mejor momento para actuar. Anteriormente
no se habría podido acometer una acción de tal calibre, pues se desplazaron muchas
tropas por miedo a una revuelta extendida, pero el cese de los conflictos en Flandes e
Inglaterra aportaba una disponibilidad de tropas que antes no había, siendo así el
momento idóneo para acabar con el “peligro interno” que suponían los moriscos.

Uno de los autores más importantes sobre el tema, Bernard Vincent (2009, 115-129),
debate acerca de la posible conspiración morisca, aportando el testimonio de
Jerónimo de Zúñiga, un alférez que estuvo viviendo entre los moriscos durante 1608 y
1609 y que afirmaba ser conocedor de una conspiración morisca en la que implicaba al
imperio otomano, Túnez y Francia, en una coalición de enemigos de la corona para
hacerla caer. Vincent afirma que el testimonio de Zúñiga aporta datos realmente
verosímiles que podrían dotar a su testimonio de veracidad, pero Vincent también
remarca que estas afirmaciones podrían ser ciertas o podrían ser una invención del
soldado para salir de un apuro, teniendo en cuenta que en el momento que realizó
dichas declaraciones se encontraba preso en Madrid por haber robado supuestamente
una mula. Podría ser que el Consejo de Estado diera veracidad a estos relatos o puede
que no, pero sin duda era un argumento más para quienes defendían la expulsión, que
a la postre serían los ganadores. Esta información aportada por Vincent coincide con la
información que contiene la consulta al Consejo de Castilla1, fechada del 9 de junio de
1609, en que se explica el testimonio dado por Zúñiga y el de otros que alimentaron la
creencia de una posible conspiración morisca, influenciando una decisión que pocos
meses después sería tomada.

Por último es necesario hablar de las excepciones que hubo, de aquellos que
regresaron y de la visión de los vecinos de los moriscos ante su expulsión. Para ello
resulta vital el artículo Los moriscos que no salieron de Trevor J. Dadson (2009, 213-
246), en el que Dadson remarca que los entre 275.000 y 300.000 moriscos que se
supone que fueron expulsados eran quizás el 60% del total de moriscos en la
península, lo que sumado a la ¼ parte que se estima que regresaron (unos 75.000)
daría una cifra cercana al 50% de moriscos que consiguieron quedarse, siendo el
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Copia de consulta original del Consejo de Castilla, fechada en Madrid a 8 de junio de 1609.

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reflejo del fracaso de la medida y su aplicación, estando marcada también por las
diferentes excepciones a la expulsión que se aceptaron. Las primeras excepciones
permitían que los niños menos de 4 años se quedaran con el permiso de sus padres, y
que los menores de 6 procedentes de un matrimonio mixto, medida que beneficiaba
también a las madres moriscas pero no a los padres moriscos en caso de matrimonio
mixto. También se vieron beneficiados aquellos que pudieran demostrar que habían
vivido como buenos cristianos alejados de las costumbres musulmanas, afirmación que
debía ser corroborada por el sacerdote pertinente. Este último detalle lo remarca
Dadson (2009, 216) como una arma de doble filo, pues en Valencia, donde los
moriscos se mantenían bastante fieles a sus costumbres, implicaba que se otorgarían
pocas excepciones por este motivo, pero en Castilla, donde los moriscos antiguos sí
estaban bastante asimilados e integrados y contando además con la defensa de
cristianos viejos, se solicitaron numerosas excepciones. T. Dadson (2009, 221) aporta
diferentes casos y testimonios a favor de los moriscos, de los cuales destacaré el de la
ciudad de Jaén que solicitó la permanencia de sus los moriscos casados con cristianas
viejas, ya que las mujeres moriscas casadas con cristianos viejos sí habían recibido el
permiso para quedarse, y la ciudad alegaba que estos hombres y los niños se
comportaban como cristianos por las enseñanzas de las mujeres. Este detalle revela no
sólo la consideración real que tenían los moriscos como habitantes iguales a los
cristianos en algunos lugares, sino que se puede apreciar que la medida fue
interpretada como una decisión religiosa para combatir la apostasía, pues en ningún
lugar se defiende que estos hombres no tengan relación alguna con berberiscos u
otomanos, sino que son cristianos y se comportan como tal. Enlazando con el artículo
de Dadson, Juan Francisco Pardo (2015/2, 325), realiza la siguiente afirmación:

“Pero lo que destaca Redondo es que estos moriscos retornados pasaban


desapercibidos por su aspecto y su lengua, lo que genera dudas sobre el
alcance de la imagen de comunidad diferenciada e inasimilable que se
presentaba.”

Esta contundente afirmación rompe con los tópicos que autores anónimos asociaban
con los moriscos, considerándolos salteadores o envenenadores. Como se ha explicado
al principio, los moriscos no formaban un colectivo homogéneo, sufrían la misma

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denominación únicamente por provenir de antiguos musulmanes, pero algunos de
ellos eran cristianos de verdad y otros no, pero es necesario romper el tópico de que
los moriscos eran infieles obcecados en continuar con su fe y tradiciones islámicas,
algunos tan sólo mantenían algunas costumbres pero habían probado ser buenos
cristianos, contando con el apoyo de sus vecinos que no tuvieron reparo en continuar
como si nada al regreso de muchos de ellos, pues dicho regreso solía ser una buena
noticia para el pueblo o ciudad.

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CONCLUSIONES
Los moriscos fueron expulsados entre 1609 y 1614 por razones políticas y religiosas,
retroalimentándose ambos motivos ya que por sí mismos no eran suficientemente
contundentes. En el propio bando de expulsión 2 se trata de justificar que la decisión se
tomó ante la ineficacia de los métodos de conversión así como de los edictos de gracia
que se les concedieron, que resultaron inútiles no por culpa de sus empleadores ni por
sus maneras sino por la obstinación de los moriscos a continuar en su credo, culpando
así a los moriscos de haber llevado al rey a tomar una decisión tan severa. Cuanto
menos es curioso que se intente responsabilizar a los moriscos de su expulsión, puesto
que personajes ilustres como Felipe II, el Papa Paulo V o Pedro de Valencia creían
firmemente que el camino era la evangelización, no su abandono en la inevitable
condena eterna que supondría expulsarlos a tierras islámicas, puesto que tras el
regreso de muchos de los expulsados a Francia se optó por enviarlos al norte de África.
Sin ningún tipo de duda podemos señalar a Juan Ribera y al Duque de Lerma como dos
de los protagonistas y responsables de esta decisión, cada uno como representación
de las dos grandes motivaciones de la decisión: religiosa y política. En palabras de Juan
F. Pardo (2015/2, 324) la idea combinada de los moriscos como traidores y herejes, así
como miembros de una nación ajena, forjaba la imagen perfecta para poder
expulsarlos de una vez por todas sin dejar puntos débiles a la decisión que con los que
se pudiera considerar una decisión personal del rey y no una acción de estado y
religiosa. Con ella Felipe III conseguía su propósito: una gesta con la que se recordara
su reinado, ya que hasta el momento no había hecho más que consumar fracasos y el
fracaso con las Provincias Unidas, donde dejaron a su suerte a los católicos residentes,
hizo más necesario un triunfo en el ámbito religioso. Con esta decisión el rey creyó
poder lograr la unidad religiosa en sus territorios y evitar el peligro interno que podía
suponer una alianza entre moriscos y otomanos, pero la realidad es que ninguna de las
dos fue significativa, ya que con la permanencia de una gran cantidad de moriscos,
ahora quizás enfadados por la decisión de expulsarles, no evitaba el riesgo que él veía
en una posible alianza con los turcos que a la postre nunca llegaría. Lo que sí provocó
son repercusiones muy graves en cuanto a economía y demografía se refiere, al perder

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Bando de expulsión de los moriscos de Valencia del 22 de setiembre de 1609.

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algunas poblaciones gran parte de sus activos productores y los señores e instituciones
muchas rentas que antes aportaban estos habitantes. La medida en sí era inútil en
cuanto a sus pretensiones, lo vieron Felipe II antes y Felipe IV después, dejando así la
gran mancha que supuso esta expulsión únicamente en manos de Felipe III. Ni la Iglesia
ni el poder ejecutivo se mostró a favor en su totalidad, muchos protestaron por la
medida puesto que perjudicaba muchísimo más de lo que beneficiaba, que en
términos reales era nada, tan sólo alimentaba una idea absurda como lo era finalizar
una denominada Reconquista que debería dejar de emplearse como término, puesto
que Felipe III expulsó a habitantes españoles, nacidos y criados en sus tierras y que de
no haber sufrido persecuciones y presiones no habrían causado problemas, ya que en
muchas poblaciones hay indicios y pruebas de la convivencia pacífica. Fue la Iglesia y la
Monarquía Hispánica quienes en su deseo de erradicar cualquier rastro islámico de la
Península quienes incentivaron las revueltas de los moriscos, tras las que temieron que
estos se aliaran con los enemigos de la corona. Estos no lo hicieron, debido a que al
final eran habitantes españoles que tan sólo querían llevar una vida normal y que se
respetaran sus costumbres y tradiciones, no pretendieron imponer su fe a los
cristianos y fueron perseguidos y expulsados básicamente por sus creencias ya que las
diferentes fuentes consultadas para este trabajo demuestran que era la única
diferencia entre moriscos y cristianos, prueba de ello es que muchos pasaron
inadvertidos a su regreso porque a simple vista no había diferencia hallable.
Fuera por motivos religiosos o políticos, la expulsión, parcial a la postre, de los
moriscos no tenía más fundamentos que las ideológicos, basados más en miedos y
creencias que en hechos demostrables, por lo que no es de extrañar que nunca llegara
a tener el éxito esperado y que los siguientes monarcas optaran por seguir otro
camino.

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DOCUMENTACIÓN
Documento 1: Consulta del Consejo de Castilla, Copia de consulta original del Consejo
de Castilla, fechada en Madrid a 8 de junio de 1609.
Documento 2: Bando de expulsión de los moriscos de Valencia (22-09-1609).

BIBLIOGRAFÍA
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Moderna, 29 (2009), p. 213-246.
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