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EL CENTRO Y SUS SATÉLITES

También deben ser considerados como barrios porteños los que se extienden en las afueras,

servidos por el ferrocarril, sobre el Central Argentino, particularmente en la línea de Belgrano


R hasta

Borges, pues el fraccionamiento de las quintas de la costa es bastante posterior (línea a Olivos,
La Lucila,

Acassuso, etc.). Crece el núcleo central de San Martín y algunas de sus villas, como Ballester;
hacia el

Oeste comienza a ser un centro residencial Ramos Mejía, y sobre la línea del Sur, Talleres,
centro

ferroviario con predominio de trabajadores al igual que Lanús. En Bánfield empieza a


predominar la

clase media, que va adquiriendo importancia en Lomas de Zamora, Témperley, con un centro
aun mucho

más característico: Adrogué, que tiene un tono social propio que aun parece mantener, seguro
de sí

mismo y sin las preocupaciones del "medio pelo" que veremos en otros centros con más
precisiones del

Gran Buenos Aires. Avellaneda, Barracas al Sur, prolonga al otro lado del Riachuelo las
características

comerciales e industriales de Barracas.

Cuando oigo hablar a los urbanistas de las ciudades satélites me parece que le están

inventando el agujero al mate porque Buenos Aires y su conurbano, como dice Alende, que

me parece haber impuesto el término, funcionó como tal casi hasta 1930.

Florencio Escardó en "Geografía de Buenos Aires" (Ed. Eudeba; 1966) y refiriéndose a

época muy posterior a la que trato, dice: Buenos Aires no es, en ningún sentido, una unidad; su

descriptiva y su captación se fragmentan en mil pedazos... A despecho del nombre genérico "el
centro",

la ciudad no tiene sino centros... Y en marcha por Rioja hacia el sur, halla de sopetón en
Caseros, "un

centro" luminoso y activo, que abarca pocas cuadras; lo mismo le sucede a quien va por
Independencia
hasta Boedo o por Almirante Brown hacia la Boca; centros de barrio, con sus cines, sus cafés,
sus

negocios, sus "habitués", su historia, sus tipos, su mística, en los que aun vive gente que no
conoce el

Obelisco... Buenos Aires no es una unidad; sus barrios son diversos, múltiples, cada, uno con su

personalidad y su estilo.

Si contemporáneamente, como lo observa el citado, todavía Buenos Aires, y el gran

Buenos Aires, más que una estrella es una nebulosa, una acumulación de pequeños astros de

variadas magnitudes, que pasan del centenar, mucho más lo fue cuando baldíos, potreros,

quintas, hornos, intercalaban espacios abiertos entre sus barrios de número más reducido,

conformando la ciudad con sus satélites propuesto por los urbanistas de hoy.

También nos lo cuenta Escardó remitiéndose a la época: A veces es posible seguir las

etapas primarias del crecimiento de la ciudad... una avenida queda interrumpida por una
huerta; nadie

sabe por qué, pero hay que dar un rodeo para continuar la ruta; serenos hasta la indiferencia
en medio

del artificio urbano, dos italianos cultivan sus tomates, sus lechugas, sus cebollas y algunas
flores... De

pronto, un buen día, los alambrados caen y los sembrados vuelven al baldío; la calle continúa
su línea en

ese tramo sin pavimento; los chicos no tardan en aprovecharlo para jugar interminables
partidos de

fútbol... por fin una mañana vienen aplanadoras, el pavimento oculta y urbaniza el piso
vegetal; la

ciudad se establece sobre el sembradío; poco después aparecen a uno y otro lado las casitas,
pero durante

algún tiempo persiste a cada vera un pedazo de tierra en el que coexisten las últimas hortalizas
y las

primeras malezas. Huerta, cancha de fútbol, pavimento. Esa es la historia de la ciudad de la


pampa que

puede ver a trozos el paseante curioso. A veces la urbanización es tan vertiginosa que el
interlocutor
sonríe incrédulamente cuando al cruzar un barrio le decimos de pronto: Hace seis meses había
aquí una

chacrita...

Hacia 1950 un turista extranjero me glosaba aquello de "la pampa tiene el ombú";

diciendo: —La pampa tiene el letrero colorado. Se refería a los letreros que decían Guaraglia,

Vinelli, Luchetti, Bencich, Ezcurra Medrano, Taquini, etc. 6

6 La clientela de esos rematadores no está en la alta clase, ni en la burguesía grande o


pequeña sino en la clase

media baja y en los trabajadores. Ayer en los inmigrantes, hoy en los “cabecitas negras”.

Juan José Sebreli (“Buenos Aires, vida cotidiana y alienación” – Ed. Siglo Veinte, 1964) explica
la casita propia por

la inversión inmueble como garantía de seguridad, abandonada por las clases altas por
anticuada y antieconómica...; por la

obsesión fundamental de la baja clase media, fomentada por otra parte por la propia
burguesía, quien trata, de ese modo, de

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FLORES: "LA FLOR DE LOS BARRIOS

A principios de siglo ir a Flores o a Belgrano, a Villa Urquiza o Devoto o a Mataderos, por

tranvía o por ferrocarril era siempre un viaje aunque se realizase diariamente, y no el simple

tránsito de un lugar a otro de la ciudad. El vecino de clase media del barrio cuyas actividades

se desenvolvían en el centro, partía y retornaba como quien pasa de su pequeña ciudad a la

grande, donde se perdía en el anonimato de la multitud; allí su jerarquía estaba medida por el

nivel a que se desarrollaban sus actividades, pero no definían la idea de status que

íntimamente se asignaban, conforme a su situación familiar en el barrio de su domicilio.

Así su preocupación de status no estaba afectada por la emulación, la envidia o el

modelo de la alta clase de la que se sentía completamente marginal e independiente; esta era

una sociedad que contemplaba a la distancia, a lo sumo a través de la información

periodística, que le traía en su Vida Social los ecos de los grandes acontecimientos mundanos o
la versión de escándalos aristocráticos que solía difundir una literatura muy de la época,

vertida también en las novelas semanales, en algunas crónicas de Josué Quesada y

especialmente en la pluma de Souza Reilly. La pueblerina sociedad de los barrios,

abroquelada en sus pautas, tradicionales e importadas, de rígida movilidad familiar,

encontraba en esas crónicas el término de comparación para valorizarle por contraste, a

diferencia de lo que ocurrirá después con el "medio pelo" que gusta suponer en la alta clase

una descomposición de costumbres propias de la "gente bien", cuya imitación es de buen


tono.

De todos modos, esa clase media no miraba a la alta sociedad para repetir las pautas

que le atribuían; se trataba de un mundo distante y sin conexión con el suyo, como puede

serlo la vida de los artistas cinematográficos que difunden las revistas de hoy, o las crónicas

del gran mundo internacional, que suelen proporcionar las Elsas Maxwells para la curiosidad

de los que se saben del otro lado de la vida.

ligar a las clases más pobres a la defensa de la propiedad privada. Me parece mucho más
lógico ligar esta obsesión a la

característica psicológica de una sociedad en que los individuos buscan la seguridad por el
ascenso más que a un

renunciamiento del mismo por la seguridad. Agreguemos que la casa propia da status. (Una
maestra de Villa Celina me

cuenta esta frecuente conversación entre los alumnos: --Papá se compró una prefabricada..., a
lo que otro contesta: --En

casa ya tenemos dos piezas de material... Y otro: --Papá la va a hacer cuando termine de pagar
la heladera, y esto entre los

hijos de los “cabecitas negras” que se esfuerzan en adquirir “cochecitos” para sus bebés y
vestirlos con trajecitos de punto,

ropitas elegantes que contrastan con el recuerdo de sus infancias desvalidas en la miseria
provinciana).

Esta voluntad de ascenso de las clases bajas, que según Sebreli, en cuanto a la casa propia,
nace del propósito

deliberado de la burguesía de ligarla a la defensa de la propiedad privada haría suponer en la


burguesía una política de la
vivienda popular que no se ve por ninguna parte. Cien veces más han hecho por resolver este
problema los loteadores y los

fabricantes de prefabricadas, con fines puramente especulativos o comerciales, que toda la


burguesía a la que se atribuye

ese plan que no surge de los hechos sino del esquema ideológico previo del escritor que los
analiza.

Por el contrario, la reacción ante el mejoramiento en la gente humilde, es enconada y agresiva.


Reynaldo Pastor, en

un libro que he comentado en “Prosa de hacha y tiza” (El aluvión zoológico y la nariz de
Reynaldo Pastor) nos ilustra al

respecto, como cualquier comentarista de “medio pelo” cuando ve las antenas de televisores
sobre las viviendas de las Villas

Miseria. (El televisor no sólo divierte, sino que da status). A esta gente le irrita cualquier signo
de prosperidad popular, y la

casa propia lo es. ¡Vaya si lo es! En el capítulo primero he hablado de la construcción de las
barriadas y cómo se realiza por

esa voluntad de ascenso.

Me gustaría oír qué opina sobre esto el padre de Sebreli, a quien supongo inmigrante, pero no
ideólogo.

En otra parte Sebreli atribuye el andar sin saco, a la falta del mismo en los pobres.
Desgraciadamente lo que le falta

a los pobres no es el saco: es el pantalón, pues siempre hay más sacos que pantalones, que son
los que se gastan primero y

quedan viudas las chaquetas (lo digo por casticismo y por sexo, en ese matrimonio de vida
despareja que es el traje. Lo

descubrió hace tiempo el sociólogo Braudo. Sabemos que la Casa Braudo observó el problema,
imponiendo el traje con dos

pantalones). Es lo que llamo “estaño”: ¿Sebreli no fue nunca pobre?

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Pero entre todos los barrios hay uno donde la clase media tiene su definición

inconfundible: es Flores. Su clase media podía

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