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Rev. 2/2004
La inflación
Documento de consulta gratuito para el uso exclusivo del/a Prof. Diego del Barrio, 2018-08-22
– Una subida de precios nacionales, no acompañada por una subida equivalente en los
precios de los productos de los demás países, o no compensada adecuadamente por la
depreciación de la moneda, puede hacer perder competitividad en el comercio exterior.
– Las alzas de precios pueden alterar la distribución de la renta y la riqueza,
perjudicando a los perceptores de ingresos fijos (las pensiones, por ejemplo, a menos
que se actualicen periódicamente), a los poseedores de títulos de renta fija que no
hayan podido prever la inflación y defenderse de ella (empezando por el dinero, cuyo
rendimiento monetario es cero, o muy reducido), etc. La desregulación de casi todos
los precios hace improbable que una inflación reducida y estable tenga hoy efectos
negativos importantes para las rentas de la mayoría de los ciudadanos, empezando
por las de los trabajadores, al menos en las economías industrializadas.
– Un país que experimente una inflación elevada y, sobre todo, variable, generará
malestar y conflictos sociales, aunque sólo sea por el hecho de que, por ejemplo, los
trabajadores notarán la pérdida de poder adquisitivo de sus rentas 364 días al año, y
sólo conseguirán un aumento de salarios un día al año. Y aunque ese aumento de
salarios compense sobradamente las pérdidas anteriores, la sensación de malestar
difícilmente podrá evitarse. Por eso es frecuente que la inflación se explique por la
«actuación» de «alguien» que «está detrás» de las subidas de precios, sean los
«especuladores», los «patronos», los «mercados» o no se sabe quién.
Nota técnica preparada por el profesor Antonio Argandoña. Enero de 1997. Revisada en febrero de 2004.
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No es de extrañar, pues, que la inflación sea un motivo de preocupación. Por ello, cuando los
Estados miembros de la Unión Europea entraron en un ambicioso proyecto de Unión
Económica y Monetaria (la «moneda única»), pusieron como requisito previo la reducción de
la inflación hasta tasas muy bajas, y como objetivo de la actuación del futuro Banco Central
Europeo, el mantenimiento de esa baja inflación. Y lo mismo han hecho otros países, como
Nueva Zelanda, Reino Unido y Suecia, que han centrado el objetivo de su política monetaria
en la consecución y mantenimiento de una tasa de inflación reducida y estable.
Qué es la inflación
La inflación se puede definir como un crecimiento continuado y sostenido del nivel general de
precios, o, de modo equivalente, como una reducción continuada y sostenida del poder
adquisitivo de la moneda (porque el poder adquisitivo del dinero varía inversamente con los
precios de los bienes que pueden adquirirse con él).
Estas puntualizaciones nos pueden ayudar a la hora de identificar las causas de la inflación.
Efectivamente, una causa que afecte a un solo precio, o a un grupo reducido de precios, no puede
ser causa de la inflación: excluimos así, por ejemplo, las malas cosechas de algunos productos, o
las que se circunscriben a algunas comarcas, o el encarecimiento de algunas mercancías
importadas. Asimismo, muchas de las causas de subidas de precios actúan una sola vez (por
ejemplo, un aumento de los impuestos o de los costes financieros, etc.), y no pueden explicar
una verdadera inflación (salvo que sean capaces de poner en marcha un mecanismo de
transmisión de los impulsos inflacionarios que los perpetúe en el tiempo).
La medición de la inflación
Si la inflación se refiere a un conjunto de bienes y servicios, no podrá medirse por un solo precio,
sino mediante los llamados índices de precios, que son medidas abstractas (no en euros o dólares)
de las modificaciones experimentadas en el tiempo por los precios de un conjunto o «cesta» de
bienes, con relación a un «año base» que se toma como punto de referencia para la medición. Se
comprende, pues, que habrá una gran variedad de índices de precios que diferirán entre sí por el
número de bienes y servicios incluidos, por el año tomado como base, por el método de cálculo,
por la amplitud de la muestra utilizada, por el momento del proceso económico al que se refiere
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La inflación suele medirse, sobre todo, mediante el índice de precios de consumo (IPC), que se
refiere a los gastos de los consumidores y, por tanto, es particularmente útil como medida del
coste de la vida. A partir de una «encuesta de presupuestos familiares», se determina la cantidad
de cada bien o servicio que consume la familia media del país. Luego, mediante encuesta, se
computa el precio de cada bien o servicio en el mes de que se trate; el índice se obtiene
ponderando los distintos precios por su participación en el consumo familiar.
El índice de precios de consumo (IPC) contiene algunos elementos que son particularmente
«volátiles» o cambiantes, por causas que no son directamente «económicas», sino
«climatológicas» o «políticas». Por ello, parece razonable utilizar un indicador de inflación que
suprima esos elementos. El resultado de esa eliminación es la inflación subyacente
(técnicamente, IPSBENE: índice de precios de los servicios y de los bienes elaborados no
energéticos), que incluye los precios de los bienes y servicios que entran en la cesta de compra
de los consumidores del país, excepto los de la energía (porque el componente petróleo se
supone está sometido a cambios impredecibles, debidos a factores políticos, en los precios de
exportación de los Estados miembros de la Organización de Países Exportadores de Petróleo,
OPEP), y los de alimentos no elaborados (en los que el componente climatológico es muy
marcado, lo que lleva a oscilaciones debidas a frío, sequías, inundaciones, etc.).
También se utiliza el índice de precios industriales o al por mayor, que mide las variaciones de
precios de los bienes industriales recién obtenidos, incluyendo las primeras materias y productos
en curso de elaboración, pero no los servicios ni los bienes de consumo; por tanto, es de suponer
que será más significativo para las empresas, y que permitirá también identificar anticipadamente
los cambios futuros del índice de precios de consumo.
Finalmente, el deflactor implícito del producto interior bruto abarca un conjunto de bienes más
amplio: todos los bienes y servicios finales obtenidos en la economía en un período, que eso
es el producto interior bruto. Por tanto, resulta más comprensivo, aunque su cálculo se realiza
con notable retraso. En todo caso, los precios de los activos (viviendas, solares, acciones, bonos,
etc.) no se recogen en ninguno de los índices anteriores.
global no creció porque subieron los precios de los pollos y las patatas, sino debido a unas
causas que se manifestaron en esos productos más que en otros.
Como ya indicamos, un precio cualquiera, por ejemplo el de los automóviles, puede variar por
miles de causas distintas: un aumento de la renta de los consumidores, que lleva a una mayor
demanda; una subida en el impuesto sobre el valor añadido, los aumentos de salarios en el
sector de automoción, mayores cotizaciones sociales, un cambio en los gustos, el anuncio de
que los impuestos sobre los coches aumentarán en un futuro próximo... Esto puede llevarnos
a pensar que determinar la causa de las alzas de precios es una tarea condenada al fracaso.
Hay, en efecto, miles de causas que alteran precios concretos, y todas ellas se reflejan en los
índices que utilizamos para medir la inflación. No obstante, podemos simplificar nuestro
problema si tenemos en consideración los siguientes puntos:
– Las causas que afectan a un solo bien, o a un reducido número de ellos, alteran su
precio relativo, pero no el nivel general de precios. Supongamos, por ejemplo, que
una eficaz campaña de publicidad convence al público de que el consumo de
chocolate evita enfermedades. Es probable que la demanda de ese producto se dispare
y que su precio aumente; pero si esto se produce por sustitución del consumo de,
por ejemplo, fruta, bajará el precio de la fruta, y el impacto final sobre el nivel
general de precios será nulo. Pero, ¿qué ocurrirá si las familias no reducen la
demanda de fruta, sino que añaden el chocolate a su dieta anterior? El efecto será
que el precio de la fruta no bajará, y que el del chocolate subirá: el IPC mostrará una
elevación. Pero este efecto difícilmente se podrá sostener. El presupuesto familiar
habrá aumentado, por lo que, tarde o temprano, o se dejará de consumir chocolate
(y su precio volverá a bajar), o se consumirá menos fruta, helados o pasteles u otros
productos, y sus precios bajarán. Al final, sólo quedará un aumento, transitorio o
permanente, del precio (relativo) de un producto, seguido de una reducción del
mismo o de otros precios relativos (a menos que también haya aumentado la renta
de las familias).
– Las causas que actúan una sola vez es probable que generen cambios de precios de
una sola vez, pero no una inflación duradera. Así ocurre cuando, por ejemplo, se
eleva el impuesto sobre el valor añadido, que afecta a muchos bienes y servicios.
– Las causas pueden actuar con retraso: las elevaciones del impuesto sobre el valor
añadido pueden manifestarse a lo largo de varios meses. También cabe que los
precios se adelanten a las causas, por las expectativas: si se espera que aumentará el
precio del aceite debido a una mala cosecha, los consumidores se apresurarán a
comprar cantidades extraordinarias de aceite, y su precio subirá inmediatamente.
Nuestro objeto no es, pues, identificar todas las causas de todas las alzas de todos los precios.
Más bien nos preguntaremos por la causa o causas dominantes, lo cual es mucho más fácil de
resolver, a la par que mucho más útil.
Y puede ser también condición suficiente. En efecto: aunque no actúe ninguna otra fuerza
inflacionaria, basta que aumente (demasiado) la cantidad de dinero para que los precios
crezcan. Es decir, la causa monetaria de la inflación puede acompañar y hacer posible la acción
de otras causas, o bien puede actuar independientemente de ellas.
¿Por qué un aumento de la cantidad de dinero genera una subida de precios? Porque si la gente
tiene en su poder más dinero del que necesita para financiar sus transacciones (o para colocar
su riqueza), se lo gastará, y ese proceso de gastar el dinero sobrante generará un aumento de
la demanda de bienes y servicios y, a la larga, probablemente una subida de sus precios (o,
como explicación alternativa, la gente a la que le «sobra» dinero comprará activos financieros,
lo que reducirá sus tipos de interés, y esos menores tipos de interés generarán una mayor
demanda de bienes duraderos de consumo o de bienes de inversión).
Claro que no todo aumento de la cantidad de dinero provoca una subida de precios. Puede que
la gente necesite tener más dinero, sin gastarlo, y ello ocurrirá al menos en dos casos:
Siempre, pues, que aumenta la demanda de dinero, puede aumentar también su oferta, sin que
por ello «sobre» dinero ni, en consecuencia, se genere inflación. A modo de ejemplo, si la tasa
de crecimiento del producto interior bruto de un país durante un año es del 3% anual, hará
falta aumentar la cantidad de dinero en un 3%, aproximadamente, para financiar ese mayor
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volumen de operaciones. Los aumentos de la cantidad de dinero por encima de ese porcentaje
resultarán excesivos y desembocarán en inflación. Si, por ejemplo, la cantidad de dinero crece
un 7%, de acuerdo con el criterio anterior «sobra» un 4%.
¿Cómo se las arregla un país para quitarse de encima el dinero que le «sobra»? Para una persona
o familia, la solución es muy fácil: puede gastar el dinero en bienes de consumo, si es poco, o
comprar activos financieros, si es mucho. Pero, de este modo, lo único que consigue es pasar
la «patata caliente» al que le ha vendido esos bienes o activos, que, a su vez, comprará algo, y
traspasará el problema a un tercero, etc. Pero al final del proceso, los precios habrán subido un
4%, el poder adquisitivo de cada unidad monetaria será un 4% menor que antes, y la gente
necesitará guardar un 4% más de dinero en su poder para hacer frente a sus gastos, de modo
que el dinero habrá dejado de «sobrar».
Lo dicho antes supone, pues, una regla aproximada para explicar la inflación a largo plazo,
como fenómeno monetario:
En resumen: 1) hay muchas causas para que un precio o un número reducido de precios
aumente durante un período de tiempo; 2) hay también algunas causas para que muchos precios
aumenten una sola vez, y 3) pero un aumento continuado y sostenido del nivel general de
precios sólo puede producirse si tiene lugar un aumento excesivo de la cantidad de dinero, de
manera continuada y sostenida.
La respuesta a esta pregunta no es fácil, porque nos obliga a entrar en lo más profundo de la
elaboración de las políticas económicas y de las motivaciones de los que las deciden. He aquí
algunas de las explicaciones posibles.
6. Hay todavía una razón más importante para que un gobierno practique expansiones
monetarias excesivas, que acaben en una inflación elevada: cuando utiliza el dinero
creado por el banco central para financiar un déficit presupuestario. En efecto, cuando
los ingresos públicos son inferiores a los gastos, el déficit se ha de financiar mediante
la emisión de deuda pública. Mientras esa deuda la compren los particulares y empresas,
o las entidades financieras del país, lo único que ocurrirá (y no es poco) será que esos
fondos no irán a financiar, directa o indirectamente, actividades del sector privado
(«crowding out»: el déficit público desplaza al gasto privado). Pero si es el banco central
el que financia el déficit, la creación de dinero consiguiente es una manera
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A esta financiación del déficit mediante la emisión de dinero se la llama señoriaje o impuesto
inflacionario. El primer nombre recuerda los derechos que cobraban antiguamente los reyes y
señores feudales a los súbditos que se presentaban en la casa de la moneda con oro o plata
para convertirlos en monedas de curso legal. De hecho, los bancos centrales actuales emiten
billetes, cuyo coste es de unos céntimos, y los entregan al gobierno, dándole derecho a recibir,
a cambio, bienes y servicios por su valor nominal.
En países en vías de desarrollo es frecuente que ciertos aumentos del gasto público sólo puedan
financiarse con dinero (impuesto inflacionario), dado que el sistema fiscal suele ser atrasado y
poco flexible, y que el recurso a la deuda tampoco es fácil, bien porque el sistema financiero sea
también atrasado, bien porque se corra el peligro de que la deuda crezca como una «bola de
nieve». Por ello, muchos países acaban recurriendo a la financiación monetaria del déficit, en un
proceso que suele acabar en inflaciones muy elevadas.
En efecto, cuando el gobierno empieza a emitir nuevo dinero, el crecimiento de la inflación lleva
a los particulares a conservar menos dinero (que es la base impositiva sobre la cual recae el
impuesto inflacionario, cuyo tipo impositivo es la tasa de subida de precios). En casos extremos,
se recurre al trueque o se utilizan monedas extranjeras, con tal de economizar el uso de dinero
nacional, cuyo poder adquisitivo decrece rápidamente. El resultado es que el gobierno tiene
problemas para financiar sus repetidos déficits mediante la emisión de dinero, lo que le obliga a
acelerar la tasa de inflación, en una carrera que, fácilmente, acaba en una hiperinflación.
más probable que la mayor demanda genere mayor producción, sin provocar «cuellos
de botella» que acaben elevando los precios.
– Cuando las expectativas de inflación son reducidas, nadie tendrá interés en defenderse
de una inflación que no se espera, de modo que los costes no crecerán, haciendo más
probable que la expansión monetaria tenga éxito y no sea inflacionista.
– Cuando la política monetaria es creíble, es decir, el público sabe que el gobierno no
desea provocar inflaciones.
Hay una diferencia importante entre esas dos políticas: ambas impulsan la demanda, pero sólo
la monetaria proporciona la financiación que permitirá el crecimiento sostenido de los precios.
De ahí que un impulso fiscal sea capaz de hacer subir los precios una sola vez, pero no de
provocar un alza continuada y sostenida de los mismos. Cabe, sí, que un aumento del gasto
público o una reducción de los impuestos provoquen un déficit, para cuya financiación el
gobierno recurra al banco central, aumentando la cantidad de dinero; pero en tal caso (ya
explicado antes, al tratar del señoriaje o impuesto inflacionario), será esa expansión monetaria
la responsable directa de la inflación.
Inflación y salarios
Una de las explicaciones de la inflación preferidas por los empresarios es el aumento de los
salarios. La razón es obvia: si las empresas calculan sus precios a partir de sus costes, y si los
salarios son la partida principal de dichos costes, es obvio que un aumento de salarios será «la»
causa del aumento de los precios.
Sin embargo, este argumento es, por lo menos, dudoso. En primer lugar, para que resulte válido
es necesario que los salarios crezcan de modo autónomo, no como consecuencia de las alzas
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de precios. Pero los salarios son un precio relativo (el precio de los servicios del trabajo); por
tanto, es lógico que, si suben todos los precios, lo hagan también los salarios. Estrictamente
hablando, no tiene más lógica decir que la causa de la inflación son los salarios que afirmar
que la causa de los mayores salarios hay que buscarla en los precios crecientes, salvo que
podamos explicar un aumento autónomo de los salarios: por ejemplo, por una presión sindical
no relacionada con la evolución de la inflación o de la demanda. Además, la parte de los
aumentos de salarios cubierta por las mejoras de productividad no eleva los precios.
La llamada inflación de costes, por tanto, no existe. Los aumentos de costes pueden llevar a
aumentos de precios de una sola vez, pero no a una verdadera inflación, si no hay creación de
dinero que la posibilite.
Junto a lo anterior hay que mencionar el papel de las expectativas de inflación, ya apuntado
en el apartado «¿Cuándo tiene “éxito” una expansión monetaria?». En un país en que se espera
una inflación elevada, todos los mecanismos económicos actuarán para hacerla posible: los
sindicatos pedirán mayores aumentos de salarios, las empresas se defenderán subiendo sus
precios, la moneda nacional tenderá a depreciarse (lo que encarecerá los bienes y servicios
importados), el gobierno planeará gastos más elevados, los tipos de interés nominales serán
más altos (porque incorporarán una inflación esperada más alta y, por tanto, mayores
expectativas de depreciación), etc.
Se puede objetar, sin embargo, que los vendedores en mercados no competitivos pueden tener
un cierto dominio sobre sus precios y márgenes. Y es verdad, pero esto no justifica que podamos
atribuir la inflación a la falta de competencia.
Para entender esto hay que distinguir entre precios altos y precios crecientes, y recordar que la
inflación se identifica con los últimos, no con los primeros. Pues bien, un monopolista puede fijar
precios mayores que los que se darían en un mercado competitivo, pues de ese modo podrá
obtener el máximo beneficio posible. Pero una vez alcanzado ese precio mayor, que será el óptimo
para él, no podrá continuar elevándolo, a no ser que aumente la demanda o los costes. Pero lo
mismo ocurre en los mercados competitivos: una vez fijado el precio, sólo un cambio en la
demanda o en los costes justifica una elevación del mismo. Para que la existencia de un
monopolio justifique la inflación, haría falta que el poder de mercado del monopolista fuese
creciente. Y eso es difícilmente admisible en nuestro entorno.
Lo que observamos es, en parte, un espejismo, debido a la forma de calcular los precios de los
servicios. ¿Cuál es el precio de un automóvil? Con un poco de buena voluntad, podríamos
ponernos de acuerdo enseguida. Pero, ¿cuál es el precio de los servicios de un funcionario
público? No tenemos ningún indicador fiable de la cantidad de dicho servicio, por lo cual lo
acabamos calculándolo por el precio pagado al factor productivo en cuestión, es decir, por el
sueldo de un funcionario. Pero esto equivale a decir que una peseta de sueldo de funcionario
hoy produce exactamente los mismos servicios que una peseta de sueldo de funcionario hace
veinticinco años, es decir, que no ha habido mejoría alguna en su productividad. Y esto es,
cuando menos, muy discutible.
El problema de la inflación de los servicios es, en definitiva, un reflejo del hecho de que la
productividad crece menos en los servicios que en la industria. Admitamos que sea así: que,
por ejemplo, el aumento de la productividad sea del 3% en la industria y del 0% en los servicios.
Supongamos también que los sueldos y salarios suben en la misma proporción en ambos
sectores (lo que parece razonable, dada la competencia entre sindicatos en el mercado de
trabajo); un 5%, por ejemplo. Esto implica que el coste laboral unitario de la industria
(crecimiento de los salarios menos crecimiento de la productividad) aumenta un 2% anual,
mientras que en los servicios ese crecimiento será del 5%. Permaneciendo lo demás constante
(y no necesitamos recurrir a argumentos de menor competencia en el sector servicios), las
respectivas subidas de precios estarán alrededor del 2 y del 5%, con una tasa media de inflación
que se encontrará entre ambos extremos. Esto basta para explicar el fenómeno que nos ocupa.
Con todo, una política monetaria restrictiva es sólo una primera condición, que debe
completarse con otras:
– Una política fiscal suficientemente restrictiva. De otro modo, el público verá como no
sostenible el intento de contención monetaria.
– Una política de tipo de cambio compatible con la restricción monetaria. Si el tipo de
cambio resulta insostenible, esa combinación de políticas está condenada al fracaso.
– Moderación salarial. De otro modo, hará falta una restricción monetaria mucho más
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rigurosa, con más efectos negativos (desempleo, recesión, morosidad, etc.) antes de
que se consiga reducir la inflación.
– Credibilidad y perseverancia en la política gubernamental. Si lo que el gobierno
anuncia no es creído por los agentes económicos, o se piensa que no se mantendrá,
la moderación de la inflación será mucho más difícil.
– Los controles de precios y salarios y, en general, la llamada política de rentas, tienen
efectos muy dudosos: no contribuyen a la moderación de la inflación si no van
acompañados de una política monetaria contractiva patente, y, a lo más, moderan
algunos precios (los incluidos en los índices oficiales) durante cortos períodos de
tiempo. Y sus efectos negativos son muy conocidos y claros: asignación ineficiente
de los recursos, trato injusto de los diversos sujetos, introducción de rigideces que
agravan luego el problema, reducción de la capacidad de crecimiento, etc.
Entre dos países con una moneda común, o entre dos regiones de un mismo país, los niveles
de precios no tienen por qué ser iguales, por muchas razones: diferencias en los niveles de
impuestos indirectos, en los gustos y preferencias de los consumidores, en la estructura de
mercado (grado de competencia), en las estrategias de precios de las empresas, etc. Pero,
¿deberían ser iguales las tasas de crecimiento de los precios, es decir, las tasas de inflación?
Aparentemente, sí, porque la política monetaria es la misma. Pero, en la práctica,
probablemente no lo serán, por varias causas:
2. Un crecimiento desigual de la demanda, que hace que los precios tiendan a crecer más
aprisa en los países en que la demanda crezca más rápidamente. Pero, al cabo del
productividad, esos sectores más dinámicos podrán pagar salarios más altos que antes.
Pero es probable que el proceso de fijación de salarios sea común a todos los sectores de
A, también a los «no abiertos» al comercio (como la vivienda o los servicios personales),
cuyo crecimiento de productividad será, probablemente, menor.