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El Velero de Cristal PDF
El Velero de Cristal PDF
Anna se abanicó con el pañuelo y se enjugó la transpiración de los brazos. A pesar de que la
tarde comenzaba y el sol tendía a desaparecer, el calor continuaba reinando dentro del
automóvil. Todo el viaje había sido hecho bajo el dominio del verano. Las ventanillas bajas
dejaban penetrar un viento tibio y pesado.
Eduardo, recostado en el asiento, miraba impasible el cuello de Nonato, el chofer, que no
parecía sentir el calor, como si formara parte o fuese la continuación del volante.
Anna miró los ojos semicerrados de Eduardo y sonrió pasándole las manos por la frente
húmeda.
¿Cansado querido?
Un poco tía. Pero me gusta este viaje.
¿A pesar de todo este calor?
A mí siempre me gusta más el verano.
Ella sonrió, comprendiendo:
Es verdad. A ti siempre te gustó el verano.
Se calló, pensando en el sobrino. En el verano sus piernas no le dolían. Sui cabeza parecía
tornarse más leve y sus ojos sonreían siempre con alegría. En el invierno llegaba la tristeza.
No quería levantarse, se quedaba todo encogido en la cama como si vegetase, y gemía mucho
cuando era necesario colocarle los aparatos en los pies y las piernas. Además, estaba ese
dolor de cabeza que le hinchaban los ojos. Todo lo que hablaba parecía ser la continuación de
un gemido.
¿Necesita algo?
No, tía. Muchas gracias.
Pero si que tenía necesidades. Sentía la vejiga tan llena que dolía. Pero en la parada del viaje,
cuando todos descendieron al restaurante, él se negó a ir. Prefería dejar de hacer pipí antes
que transformarse en motivo de curiosidad y de pena.
¿Todavía falta mucho, tía?
Cuando bajemos la sierra tomaremos el camino. Calculo que más o menos una
hora. ¿Estás cansado, no, hijo?
No mucho.
Cuando lleguemos a la ciudad tomaremos un camino particular que va subiendo;
después, comienza el descenso y se avista la casa. ¡Mira, Edu, pocas veces vi una
casa tan linda como esta! Tiene una piscina entre las piedras. Con cuidado, hasta
podrás bañarte en ella.
¿Crees que eso servirá para algo?
Sin duda. Te pondrás fuerte, de buen color, bronceado y…
¿Y qué, tía?
Nada. Serás muy feliz. Yo estoy aquí para cumplir todos tus deseos. ¿no es eso?
Desmañadamente acarició la mano de la tía en un gesto de afecto. Sabía el significado de su
reticencia. ¡Pobre tía Anna que ignoraba la mitad de lo que él descubriera! Pero nunca la
afligiría.
La tarde estaba refrescando y un viento fresco penetraba en el automóvil. Cerró los ojos para
pensar. ¿Cómo serían los caseros, el jardinero, el resto del personal? Todo lo que sucedería
sería nuevo para él. Con el tiempo ellos se acostumbrarían, estaba seguro, y tía Anna había
prometido que en la casa habría el mínimo de gente trabajando. Y cuando tía Anna prometía,
no se podía dudar.
Una cálida somnolencia le pesaba. Debía de ser el mar cercano. Pero se negó a pedir que
detuviera el auto. Sería un trabajo penoso. Sentía quemarle el rostro, enrojecer pensando en
la molestia que podía causar. Un poco más de paciencia y llegarían.
La noche reinaba ahora y los faroles del automóvil rasgaban las sombras del camino. Los
árboles circundantes adquirían un aspecto sombrío y asustador. Si miraba el cielo, la noche
estaba brillante de estrellas.
Estamos llegando a la ciudad. Voy a acomodarte mejor el asiento, ¿quieres?
No es necesario tía. Ya estamos cerca. Lo peor ya pasó
¿No quieres ver la ciudad?
Puedo verla así como estoy
Sentía deseos de llegar pronto, de sentir el viento del mar más cerca de su cuerpo y de su
cansancio.
Respiro aliviado cuando las luces fueron desapareciendo y sintió que tomaban el camino de
una nueva carretera.
Ahora el auto iba más lentamente y el asfalto había desaparecido, cediendo lugar a un camino
pedregoso y áspero.
Estamos casi en lo alto de la sierra, ¿no es verdad Nonato?
Dentro de poco voy a parar y usted podrá ver el paisaje como la otra vez.
Eso está muy bien. Así Edu podrá encantarse con la casa. El auto disminuyó la marcha.
Llegamos doña Anna
Frenó el vehículo y descendió, yendo en ayuda de la señora y el niño para que pudiera
descender.
Listo Edu. Di orden de que dejaran toda la casa iluminada. ¡Y obedecieron!
Nonato va a ayudarte.
Nonato lo sostuvo entre sus brazos mientras la tía Anna tomaba las dos muletas.
Estoy un poco mareado Eduardo suplicó:
Tía, necesito quedarme un momento a solas con Nonato
Anna sonrió en la oscuridad y se alejó hacia abajo, por el camino. Miraba el cielo, tan lindo y
estrellado. Esperó pacientemente en esa contemplación hasta escuchar el pequeño ruido
sobre la arena. El niño debería da haber sufrido mucho. Ahora todo estaba terminado.
Sabía que podía regresar. Lo hizo con calma.
Vamos despacito hasta aquella parte más alta.
Apoyado en las muletas, Eduardo caminaba con cuidado; aún así, sentíase amparado por las
manos de Neonato en sus espaldas.
Ahora el viento del mar castigaba los rostros.
¿No es una belleza, Edu?
Como si estuviese anclada en la oscuridad, la casa aparecía toda iluminada.
La primera vez yo no lo había notado, pero ahora, con más calma, veo que parece
un barco anclado en el muelle.
Una sonrisa abrió el rostro de Eduardo.
No, tía, no es un barco. Es más hermoso que eso. Con todas las luces encendidas,
parece un Velero de Cristal.
GAKUSHA, EL TIGRE
Abrió los ojos, asustado. No pudo contenerse y exclamó:
¡Tía, qué linda estás hoy!
Anna siempre se vestía con colores tristes y oscuros. Ahora no. Lucía un vestido de verano, en
un tono amarillo con pequeñas flores blancas. Por primera vez Edu la veía con los cabellos
sueltos, volando al viento.
Ella se aproximó, sonriendo.
Es el cabello suelto.
Pero tú te vestías así. Ese color te queda muy lindo.
Sí, salí de mis costumbres. Vamos a culpar al verano.
Miró el rostro de Eduardo y quedó satisfecha. El aire de la playa y del sol habían traído color
dorado a su piel, lejos de la palidez que el niño ostentaba en la ciudad.
¿Sabes una cosa, querido? Voy a ir al pueblo con doña Magnolia. Compraremos un
montón de cosas que vas a adorar.
¿Puedo ir?
La sombra de una tristeza pasó por los ojos del niño. Adivinó: a él también le gustaría ir.
Estás bien, ¿no?
Afirmó con la cabeza, pero en silencio.
No voy a demorar nada. Primero tomarás una comida ligera, que yo mandé
preparar. Vamos… ahora y sonríe.
Desde el comedor siguió con la mirada a las dos mujeres que subían el camino de la sierra.
Sólo cuando ellas desaparecieron se animó a terminar su merienda. De nada adelantaba estar
triste, y con seso sólo conseguiría arruinar la belleza del viaje.
Tomó las muletas y las colocó en suposición. Ahora sentíase más fuerte y conseguía
prepararse sin la ayuda de nadie.
Salió lentamente del comedor y fue al encuentro del viento de la piscina. La sombra de la
tarde se arrastraba sobre las aguas quietas. Allí encontró lo que buscaba: la inmensa figura
del tigre se reflejaba como una cosa sublime en el agua. Y no era solamente el tigre; también
el cielo con sus nubes blancas.
Se fue aproximando a la estatua.
Era impresionante; las manchas
rojizas de cobre desgastado, de
cerca parecían aumentar.
Sólo entonces pareció crecer en su
pecho aquella sensación de estar
solo, muy solo. También el tigre
parecía sentir lo mismo.
Sentándose en la piedra que le servía de base, se apoyó en el tigre. Con dificultad manejó la
muleta, moviendo el agua para que el pobre animal se agitara un poco y se libertara de su
parálisis.
De repente todo su cuerpo se estremeció. ¿Estaría volviéndose loco o soñando? Retiró
apresuradamente el oído del cuerpo del tigre. Respiró más fuerte para alejar el susto. Sin
embargo, la curiosidad lo obligaba a repetir el gesto.
Ahora que el miedo se había ido, no se engañaba. Algo latía acompasadamente en el pecho
del tigre. Volvió a retirar el oído y tornó a colocarlo: el tic–tac permanecía. Y antes de que
pudiera alejarse, apoyarse en sus muletas, una voz surgió, muy mansa:
No tengas miedo. Es mi corazón que late.
Tartamudeando, sobró ánimos para preguntar.
Pero, ¿tú vives?
Como tú.
¿Y hablas?
¿Por qué no?
Miró asustado al tigre que parecía crecer en su parálisis.
Estoy soñando. No es posible.
Eso es algo muy bueno. No todos pueden soñar. Desde que llegaste te estoy
observando. Sólo una cosa no me fue posible distinguir tu nombre.
Me llamo Eduardo. Pero Anna me llama Edu. Tú puedes llamarme así.
¿Anna es esa señora que está contigo? ¿Es tu madre?
Es casi lo mismo. Es mi tía.
Hicieron silencio y Eduardo trató de romperlo en seguida.
¿Tú hablas siempre, o solamente ahora?
Cada vez que apoyes el oído en mí corazón yo hablaré.
¿Nunca habías hablado antes?
Porque antes nunca nadie había apoyado su oído en mi corazón.
¡Qué lindo! Cada vez que pueda vendré a verte.
Pero es necesario que guardes el secreto. Si lo haces, prometo mostrarte
bellísimas cosas.
Tú sabes mi nombre; supongo que también tú tienes uno.
A pesar de que mi amo era chino, Gakusha, que en japonés significa “sabio”
¿Cómo?
Gakusha
Se sintió desorientado. El tigre comprendió su turbación.
¡Es muy difícil para ti!
Yo no puedo decir todo con facilidad.
Entonces puedes llamarme como quieras.
¿Qué tal Gabriel? Comienza con la misma letra y pertenece a la historia de un
ángel que tía Anna me contó.
Gakusha sonrió.
Está bien. Gabriel es un lindo nombre.
¿Sabes Gabriel? En casa la gente piensa que yo estoy mal de la cabeza porque
hablo con las cosas.
Entonces ¿Por qué te asustaste cuando me escuchaste hablar?
Porque esta vez fue diferente. Yo hablaba con las cosas y era yo quien respondía
por ellas. Tú no, comenzaste a hablar.
Pues aquí, en este navío, puedes hablar con quien quieras.
¿Hablaste de un navío? ¿Tú piensas así?
¿Y tú?
Caramba, yo pensaba más en un velero.
Pues velero y navío quieren decir la misma cosa.
¿Quiere decir que yo puedo hablar con lo que quiera? Con las paredes, con el mar,
con los cubiertos…
Tampoco es así. Debes saber elegir. No todas las cosas tienen ese don mágico. A
pesar de que el velero es una verdadera fantasía.
Ahora me dejas confundido. Si tú eres mi amigo, bien podrías indicármelas, y así
yo no perdería tiempo. ¿Quién más puede conversar conmigo?
Está bien. Yo no soy egoísta. Allá arriba, en el salón de juegos hay una repisa,
¿no?
Ya sé: la lechuza embalsamada.
Sí, pero no la llames embalsamada porque a ella no le gusta.
¿Qué otra cosa?
Todos los días, a las seis y quince, cerca de la escalera sale un sapito rubio que se
llama Bolitrô
¡Ah, eso no sé! Solamente sé que adora ese nombre y como tú puedes
pronunciarlo no va a haber ninguna dificultad.
¿Sale todas las tardes?
Casi todas. Pero por aquí no aparece desde hace mucho tiempo.
Voy a observar bien. Hablando de eso. Gabriel, mira el mar, ¡qué lindo está!
Verde, las olas visten la costa de blanco.
¡Ah, el mar! ¡El mar! En china un poeta dijo una cosa muy linda sobre el mar.
¿Quieres escucharla?
Edu afirmó con la cabeza
Pues bien: ”El mar sólo tiene dos tamaños: el que la gente imagina y el que él
quiere tener”
Eduardo se ruborizó y acabo por confesar:
No entendí muy bien…
Es simple. Nadie puede conocer con seguridad el tamaño del mar.
¿Quieres repetirlo?
Gabriel obedeció.
Es realmente hermoso. En algún momento voy a tomar nota y mostrársela a tía
Anna.
Gabriel puso mala cara y no dijo nada.
¿Qué fue lo que hice?
Silencio. Silencio. Sólo el mar golpeaba en las piedras…
Caramba, Gabriel, somos amigos desde hace tan poco tiempo, que aún no es
tiempo de pelear. ¿Vamos a hacer las paces?
Prometiste que no le contarías nada a nadie.
Es verdad. Disculpa. No diré nunca lo que conversamos.
El tigre lo miró amistosamente.
Si mereces mi confianza, una de estas noches te llevaré a pasear.
Eduardo abrió muy grandes los ojos.
Pero, ¿Cómo? ¿Tú puedes salir de aquí?
Todas las veces que quiera. Pero sólo lo hago durante la noche. Una noche
estrellada podremos ir a pasear.
Eduardo cayó en la realidad y se entristeció.
Pero yo no puedo caminar con mis piernas así…
¡Tontito, no te preocupes! Conmigo puedes, yo solucionaré todo.
Escucharon el ruido de un auto que llegaba.
Ahora, Edu, debes irte. Llego tu tía. En cualquier momento volveremos a
conversar.
Hizo un gesto pidiendo silencio y discreción.
Tomó sus muletas y dijo:
Chau, Gabriel
Chau, Eduardo
Caminó lentamente por la terraza y se volvió a la piscina. Gakusha parecía nuevamente
inanimado contemplando las aguas frescas y transparentes.
Cuando se aproximó a la escalera miró el lugar por donde, según Gabriel, aparecía el sapito, y
secreteó:
Estoy loco de curiosidad por conocerte, Bolitrô.
En ese momento apareció Anna, traspirada y con la piel invadida por un rojo dorado.
¿Qué es eso, Edu? Hablabas solito otra vez.
Él rió y sintió las manos sobre sus cabellos.
Nunca hablo solo, tía.
¿Demoré mucho, hijito?
Un poco. Pero no me sentí infeliz ni un solo minuto. El velero es espléndido. Todo
en él es maravilloso.
LA DAMA DE LAS SOMBRAS
Durante dos días el sol se fue y la región se vio asolada por una tempestad marina. El mar
enfurecido se arrojaba locamente contra las piedras y la espuma, la marejada, llegaron a
pasar por encima de la cosas. Los vidrios necesitaban ser limpiados para poder divisar algo
afuera. La noche, con su tremenda oscuridad, daba miedo. Los botes que venían de pescar
camarones anclaban con más firmeza. Cuando volvieran el sol y la calma, sería hermoso
esperar la llegada de todos los pescadores. Las gaviotas y los “gaviotôes” seguían su ruta de
espuma y a cada momento se sumergían para cazar camarones pequeños o estropeados.
Edu sentábase en el salón, viendo a través de los vidrios la rebeldía del mar. Un viento
húmedo lo forzaba a empujar más la manta sobre su cuerpo. Se quedaría allí todo el tiempo
que pudiera, casi sin moverse, mirando la bravura de la naturaleza.
Había comido arriba porque Anna no quería que bajara las escaleras mojadas y resbaladizas.
La piscina trasbordaba y, cuando podía a Gakusha, él aparecía luminoso entre tanta agua.
¿Todo está bien, Edu?
Todo, tía. Me gusta quedarme mirando el mar, las olas, escuchar el ruido que
hacen.
¿Quieres alguna otra cosa?
No, tía. Puedes bajar y escuchar tu novela. Y permanecer ahí todo el tiempo que
quieras.
Va a quedarte quieto ahí, soñando, soñando…
Claro. El velero también precisa viajar en días de temporal. Sin eso, el viaje sería
monótono.
Sonrió, se inclinó y besó al niño.
Sueña, que eso hace bien.
Eduardo se quedó solo y, sin saber por qué recordó a sus hermanos y a su casa. Ya hacía más
de una semana que se encontraba allí y ni siquiera la madre había telefoneado para saber de
él. Pero no quería entristecerse y ya planeaba mudar de pensamientos cuando una voz lo
interrumpió:
Eh, niño, ¿estás en el mundo de la luna? Te hablé tres veces y ni una me
respondiste.
Disculpe, doña María Jurandir. Estaba realmente lejos.
La lechuza voló hasta la mesa próxima y se quedó mirando al niño.
¿Qué fue lo que usted me dijo?
Como señora bien educada, te di las buenas noches.
Ya estaba comenzando a ponerme nerviosa.
Con el pico comenzó a alisar sus plumas desordenadas.
Primero, porque este tiempo está insoportable, ¡y mar con lluvia es el fin de la
vida! Segundo, por causa de tu tía.
¿Qué tiene que ver mi tía con eso?
No mucho. Pero demoraba en bajar, y
como ya venía siendo mi hora…
¿Qué hora doña María Jurandir?
¡Caramba niño! ¿No sabes que hoy es
jueves? ¿Y que yo me desencanto
martes, jueves y sábados?
Lo había olvidado totalmente
Ese es el asunto. Yo. Loca de la vida
por moverme, y tu tía que no bajaba
para sus malditas novelas.
Doña María Jurandir, hoy está muy protestona. Vamos a conversar, que es mejor.
¿Por qué no atrasa la hora de desencantas? ¿Por qué no lo hace exactamente a
las ocho?
No puedo. Tiene que ser a las ocho menos cuarto. Quince minutos para mí son
mucha diferencia.
Entonces, no sé. Solamente que la estación adelante quince minutos.
La lechuza hizo muecas, disgustada, y continuó alisando sus plumas.
Caramba, doña María Jurandir, vamos a conversar, que es mejor. La noche es
buena para una charla.
Eso sí. Pero vamos a conversar a mi modo, ¿de acuerdo?
Seguro.
¿Estuviste con Gakusha?
Gabriel, doña María Jurandir
Pues bien, Gabriel.
Con este tiempo no puedo salir. Si se resbala una muleta estoy perdido.
Mira, niño, tú no le hagas mucho caso. Él tiene manías de nobleza y otras cosas
más que fastidian mucho.
Eso no me importa
Yo te aviso. Sólo te aviso. Entonces vamos a conversar. Hoy me vas a contar toda
tu vida, desde el comienzo al fin. Y no me vengas con historias alegres, que no me
gustan. Mi naturaleza adora las cosas tristes.
Bueno, le cuento. Sobre todo porque mi vida nunca dejó de ser triste. Pero usted
también, la próxima vez que se desencante me va a contar toda su vida hasta
llegar aquí, ¿prometido?
Bueno.
Entonces voy a comenzar por el principio.
Eduardo se sintió afligírsele el corazón. Siempre que pensaba en su vida la tristeza se abrigaba
en él como si se tratara de una gran muralla grisácea.
Cuando nací, tía Anna dice que era un bebito lindo. Gordo y colorado.
¿Te dijo si demoraste en nacer? ¿Sí fue un parto fácil o difícil?
¡Ah, eso nunca lo pregunté!
Espero que haya sido difícil, porque un parto fácil no tiene ningún interés.
Seguro. Pero ya desde que nací estaba condenado a sufrir.
María Jurandir hizo temblar sus plumas, gozosa.
Mi belleza venía trunca. Nací con la columna separada. De tanto contármelo sé la
historia de memoria. Tiene un nombre: columna bífida.
¡Qué lindo nombre! ¿Qué es eso?
Nacer con la columna separada. A los dos meses me hicieron una operación para
ligarla. A los cinco, mi cabeza comenzó a crecer y los médicos resolvieron hacer
un canal de ligazón por dentro del cerebro. Ahora, no me pida que le explique eso
porque no lo sé…
¡Espléndido! ¡Espléndido!
¡Espléndido porque no le pasó a usted!
Discúlpeme, niño, no me estoy burlando de tu desgracia. Pero mi naturaleza
mórbida se expande con ciertos contenidos.
¡Extraña doña María Jurandir! ¿Cómo puede gustar sólo las cosas tristes? Esa certeza apretó el
corazón de Eduardo.
¿Por qué te detuviste? La historia es interesantísima.
Estoy pensando cómo continuarla. Bien, mi vida fue siempre una cosa sin
importancia. Crecí rodeado de muchos cuidados. Cuando llegué a los seis años,
las cosas se modificaron en mí: los cambios de aparatos mecánicos en las piernas,
los remedios tomados sin parar. Entonces comencé a notar la diferencia con mis
hermanos y mi salud disminuida. Ellos eran sanos, podían jugar, correr, iban al
colegio. ¿Y yo? Quedé en casa con tía Anna. Aprendiendo todo con ella,
volviéndome una criatura que necesitaba e su apoyo y de su cariño. Me hice un
niño arisco y callado. Sin querer, comencé a sentirme culpable de mis dolores y
mi invalidez. Tía afirmaba que yo era más inteligente que los otros, que aprendía
con más facilidad. Que la enfermedad aumentaba mi sensibilidad y mi capacidad
de aprender.
La vos de Eduardo se debilitaba. Hablaba más lentamente, como si las palabras también
doliesen.
María Jurandir parecía petrificada de expectativa.
¿Entonces?
El tiempo pasaba y percibía a cada hora la diferencia entre mis hermanos y yo. Me
fui volviendo más triste. Durante la comida, no me gustaba mirar a papá y a
mamá. Si por acaso me encaraban, sentía una gran nerviosidad y mis manos no
acertaban a llevar la cuchara a la boca. La comida caía por mi barbilla o se
derramaba sobre el mantel. Papá se desesperaba. Con habilidad, Anna lo
convenció de que yo debía comer en horarios diferentes. Eso fue bueno. Porque
yo encontraba hermoso a papá, quería ser cariñoso con él, pero no había
oportunidad para tanto. Mi cabeza había crecido un poco más y mis piernas
parecían cada vez más cortas. Comenzaron a esconderme de los otros, de las
visitas. Solamente Anna sabía que yo me daba cuenta de todo y sufría
horriblemente.
Calló, pero no podía vencer la emoción de la historia. Aunque muchas veces se la contara a su
tristeza, su historia era aquella y sólo aquella.
Anna siempre fue todo en mi vida. Ella lo sabe todo. Muchas veces, cuando las
noches eran estrelladas, me mostraba el cielo e intentaba hacerme ver las
constelaciones, su dibujo. Aquella era Escorpio, la otra, más allá, Orión, y aquella
grandota, que no brilla, es Júpiter. Un plantea. Y los planetas brillan. Era Anna
que me leía relatos de viajes, de aventuras. Fue Anna quien me hizo leer las
historias de Tarzán. Yo soñaba con ser Tarzán.
María Jurandir lo miró con pena.
Claro que podía ser Tarzán mejor que los otros. Por ejemplo, mi hermano Marcelo
nadaba muy bien y hacía lo que quería. No tenía necesidad de ser Tarzán, yo sí.
¿Cuántos hermanos tienes?
Somos tres. Yo soy el del medio. Sergio tiene catorce años, yo voy a cumplir trece
y Marcelo tiene once. ¡Sólo querría que viese que hermosos son! Papá tiene
verdadera adoración por ellos. A Serginho lo llama pececito y a Marcelo hijito, o
querido.
Eduardo tartamudeó un poco, confundiéndolo todo. Pero tenía que seguir contando…
A mí nunca me llama con ningún nombre cariñoso. Cuando se ve obligado a
hablarme, solamente me dice “Eduardo”.
Tragó en seco, desanimado. Hasta la lechuza estaba emocionada.
Si no acabas de contar en seguida, terminará la novela, tu tía regresará y tendré
que volver a mi repisa. Porque no soy tonta para salir con este tiempo.
A partir de ahí mi vida se fue tornando un juego de esconde–esconde y empeoró
una tarde cuando mamá hizo una partida de juego en casa. Yo estaba sentado en
una salita viendo una revista cuando llegaron unas visitas. No sabían de mi
presencia allí. Comentaron las cosas más dolorosas a mi respecto.
¿Qué dijeron?
Sólo cosas feas. Que no les gustaba venir a mi casa por miedo a encontrar al
monstruito. Que mi fealdad inspiraba pavor. Que yo parecía Toulouse–Lautrec.
¿Quién es?
Fue muy difícil descubrir con Anna quien era Toulouse–Lautrec. Al fin lo supe:
eres un pintor francés que tenía las piernas lisiadas y una gran cabeza. Murió de
tanto beber. De ahí en adelante me fui volviendo más callado y más triste.
Comencé a dejar de querer rezar a Dios, como Anna me enseñara. Me fui
volviendo triste, cada vez más triste…
Eduardo prorrumpió en un llanto conmovedor.
María Jurandir intentaba consolarlo, pero era en vano. Edu había dejado caer la gran cabeza
sobre el pecho y sollozaba perdidamente.
La puerta se abrió con violencia y Anna acudió en auxilio del niño.
¿Qué es eso, hijo? ¿Por qué no me llamaste? ¿Tuviste miedo? ¿Por qué?
Caramba, Anna ya está aquí. No temas nada. ¿Qué sucedió?
Sollozó sobre el pecho de Anna por unos segundos.
Cuéntame, hijito. Ya pasó todo y estoy aquí.
Con los ojos mojados y hablando de aquella manera desequilibrada en que lo hacía cuando
estaba muy nervioso comentó entre sollozos:
Mamá, Anna. Estoy aquí hace más de una semana y ella no telefoneó ni una vez…
Recomenzaron los sollozos cada vez más débiles contra la ternura casi imposible de Anna.
CONVERSACIONES EN LAS TARDES SIN IMPORTANCIA
Desde los vidrios de la cubierta, como él la llamaba, Anna seguía su caminar desarticulado
hacía la piscina. No había dudas de que el niño no se entregaba. Trataba de hacer todo solo,
sin molestar a los otros. La piel de su rostro había perdido aquella palidez de la ciudad y
oscurecía de a poco, tomando un tono sazonado.
Había dado órdenes para que siempre dejaran una silla amplia en los lugares en donde Edu
prefería quedarse. Y allí en la piscina, junto al tigre que él bautizara Gabriel, permanecía hasta
que la noche cubría el mar. Cuando iban a buscarlo para cenar, parecía despertar de un largo
sueño. Ahora conseguía subir por su propio esfuerzo las anchas escaleras que llevaban a su
silla de sueños.
Una sensación opresiva apretó el pecho de Anna. ¿Tendría él las fuerzas para soportar la
operación? Resolvió barrer los pensamientos tristes porque la tarde se arrastraba lindamente,
y un viento agradable llegaba al lado de las playas. Sería mejor regar el jardín del lado de la
casa, ya que el día había sido de mucho sol y calor. Más tarde volvería junto al niño para
ayudarlo a levantarse. Hasta eso él conseguía ya, agarrándose fuertemente en la silla y
levantando el cuerpo con cuidado.
Yo mismo, con el barullo de la lluvia, conseguí escucharte llorar. Y para mi
desesperación, nada podía hacer.
Lo entiendo, Gabriel. Muchas gracias. Tú eres un amigo de verdad.
¿Por qué te hizo llorar tanto ella?
No fue por su culpa, yo resolví contar mi historia.
Y con mucha calma, venciendo todos los momentos de angustia y depresión Edu le contó todo
a Gabriel. Al terminar, el tigre se encontraba pensativo y murmuraba casi incrédulamente.
Pero a lo mejor tu madre intentó algunas veces telefonearte.
No lo creo.
Ya viste que con el temporal hasta la luz eléctrica suele fallar.
Puede ser. Pero si ella quisiera habría telefoneado. Tú no conoces a mamá. Ella
consigue todo lo que quiere. Lo único que falló en su vida fui yo.
No repitas eso que es muy triste.
Es verdad, no telefoneó porque no quiso.
Ella sabe que tú estás muy bien y que todo corre a las mil maravillas. Sobre todo
porque estás acompañado por esa criatura maravillosa que es tu tía Anna.
Eduardo movió la cabeza desanimado.
Tú no quieres entender. ¿Sabes una cosa? No hace mucho tiempo ella estuvo en
la Argentina, en Buenos Aires ¿Sabes qué hacía todas las mañanas? Telefoneaba
para despertar a Marcelo y a Serginho. Todos los días.
¿Y tú?
Ella pensaba que yo dormía.
Vamos a cambiar de tema porque no debes estar triste ni disgustado; eso hace
mal al corazón. Tú lo sabes bien.
Callaron, y al ver el tigre que Edu no tenía ánimo para recomenzar la charla, arriesgó una
observación.
No debías hablar siempre de cosas trágicas con la lechuza.
Es su modo de ser.
Ya lo sé, y por eso evito su compañía.
Menos mal que no le conté la cosa más triste de mi vida.
Hiciste muy bien.
Pero quiero contártela a ti.
No lo hagas. Ya te dije que todo lo que duele hace mal al corazón.
Pero tú eres mi amigo, ¿no?
Tú lo sabes.
Pues bien, necesito contártelo, y con calma. Porque cada vez que lo hago me voy
acostumbrando a las cosas y disminuye la emoción. ¿Entiendes? Tanto hablar de
mi vida, en algún momento dejaré de sufrir.
Si piensas que te alivia, escucharé lo que quieras.
Eduardo se concentró en sus pensamientos y fue a buscar en su pequeño pasado aquello que
más lo torturaba.
Entonces, cerró los ojos para no ver toda la belleza del mar ni todo el azul del cielo. Lo que
repetiría era sin sonido, músicas ni otros sinónimos de belleza.
Cuando en mi corazón creció la certeza de que no era como los otros, que mi
presencia causaba repugnancia o malestar, comencé a retirarme de la gente y a
esconderme más en mí mismo. Perdí el deseo de comer, de sonreír, y de vivir. Me
gustaba alejarme encerrándome en la habitación, o buscando lugares sin luz,
abrigándome en la sombra, huyendo de los otros, de su irritación o su piedad…
Y Eduardo fue bajando la voz, como si hablara para sí mismo. Gabriel escuchaba entristecido.
Contó cómo su nueva manera de actuar irritaba a los otros, cómo su silencio desesperaba a
todos. Ni siquiera Anna comprendía semejante modificación. Por más que su paciencia y su
resignación quisieran entender, no podía entender mi desinterés por los estudios o por todo lo
que me rodeaba. Hablaba, me exhortaba, y nada. Llegaron a la conclusión de que llegaría a la
demencia. Papá no tenía ojos para reprobarme y mamá continuaba alejándome cada vez más
de las visitas.
Sabía porque lo escuché, que consultaban la opinión de varios médicos y algunos vinieron a
hablarme. Mi desinterés crecía cada vez más en mis pequeños ojos y la luz que debía haber
en ellos tendía siempre a desaparecer.
Un día apareció Anna con los ojos rojos de tanto llorar.
Querido, debes hacer todo por mejorar.
Los sollozos entrecortaban los suspiros.
Intenta comprender. Querido. Si no haces un esfuerzo te llevarán a un internado
de niños disminuidos. Y ése no es tu caso. Tú lo sabes.
Edu calló y Gabriel preguntó afligido:
¿Realmente quieres contarme eso, Edu?
Lo necesito
Una mañana arreglaron todo lo que era suyo y tuvo que partir. A su lado, en el coche, se
encontraba Anna, encogida, interrumpiéndose cuando lograba vencer su angustia para llevar
el fino pañuelo a los ojos.
Al comienzo, me tomaba las manos y me miraba a los ojos; y si alguna cosa murmuraba, no
pasaba de ser un “pobrecito” o algo parecido que su voz trémula confundía.
Ahora la emoción enredaba a Eduardo.
Por favor, Edu, es mejor detenerse. Estás trémulo, pálido y tu frente inundada de
sudor.
¡Ah Gabriel! El lugar donde yo estuve era horrible y cruel. Todas las criaturas eran
locas o retardadas. Los gestos, los ojos, los rostros, el desequilibrio en cada
palabra. Era un mundo de retardados. Un mundo que reía sin motivos. Como si
hasta el dolor fuera gracioso. Cada movimiento llevaba a la locura o a la
inexpresividad de un mundo repugnante y perdido. Había doscientos enfermos,
sesenta de los cuales eran chicos cuyas madres tenían vergüenza de ellos y sólo
los buscaban por la noche, cuando nadie podía verificar sus infortunios. Los otros
ciento cuarenta eran de otras madres que no querían saber nada de la
monstruosidad de sus hijos. Qué tristeza. La manutención de la sociedad era
garantizada por un dinero insuficiente. Al comienzo del mes teníamos carne,
papa, porotos y arroz. Al cabo de los días se acababa la carne, luego la papa.
Después de una quincena sólo teníamos porotos con harina, hasta que llegara la
nueva partida de dinero. La tristeza me fue minando cada vez más. No es que nos
trataran mal; pero era como si los enfermos fuesen animalitos incapaces de
sentir. No hacían nada especial por mí, aunque Anna había llevado
recomendaciones que ella misma implorara. Allí yo era otro animalito que no
acertaba con los movimientos y dejaba caer la comida, o volcaba el vaso de agua.
Peor eran las sonrisa, en esos rostros informes. Eran sonrisas enfermizas, feas,
horribles. No servía de nada decir que yo no era como ellos. Pasaban las manos
por mis cabellos y comentaban cualquier cosa sin importancia. De noche
dormíamos todos en el mismo ambiente. Algunos ensuciaban la cama y el olor
quedaba toda la noche pegado a las paredes. Unos lloraban, otros reían sin saber
por qué y de qué. Yo extrañaba mi cuarto, mi cama suave que olía siempre a
limpio. Entonces, lloraba y pensaba en Anna. ¿Dónde estaría ahora? ¿También
había sido obligada a olvidarme? Nunca me acostumbraría a cambiar los lindos
rostros de mis hermanos por las caras fuera del gobierno de las emociones de
aquellos niños.
Gabriel no se contuvo e interrumpió la narración.
¡Pero ese es monstruoso!
Así es. Nadie pensaba que yo era un niño mentalmente más maduro que los otros.
Que mi parálisis desarrollaba con mayor intensidad mi raciocinio. Pero tía Anna
vino en mi socorro. Cuando me llevaron a casa, yo estaba hecho un trapo. Tanta
era la debilidad, que mi cuello casi no sostenía la cabeza. Y ahí comenzó todo.
¿Qué cosa?
El corazón.
¡Qué tiene tu corazón!
Hasta aquel momento no tenía nada. Luego vino una debilidad, no sé, algo
extraño. Nunca más pude tener un corazón fuerte. Y fue por eso que vine aquí.
No entiendo.
Es fácil. Vine por dos motivos: primero, para estar escondido de los demás.
Segundo, porque el aire de mar me fortificaría y entonces podría operarme.
Gabriel estuvo estupefacto y no decía nada.
Edu meneó la cabeza y sonrió, un poco desanimado.
No sirve de nada. Por eso acepté este viaje; lejos, no molestaría a nadie con mi
presencia. Y porque deseaba una vez por lo menos ser feliz en la vida, como
decían los libros de aventuras. Los libros en los que se hablaba de veleros y de
viajes maravillosos.
¿Y qué piensas de todo esto?
Ella cree que quedaré bien. La ternura de su gran corazón la ha convencido de
que lo soy todo en su vida. Para mí es mucho, pero para una criatura como Anna
es pedir poco de la vida. ¿Sabes una cosa Gabriel?
Dime.
Anna luchó mucho por mí, para que me sacaran de allá, como nadie puede
imaginar. Hasta amenazó con ir a los diarios, a la televisión. Por fin lo consiguió.
Pero ¿qué consiguió? Traerme de vuelta a un hogar que cada vez es menos mío.
Mi fealdad y los malos tratos herían la vista de todos. Yo estaba tan feo que mi
figura le causaba daño al espejo. Ella me llevó a especialistas. Y todos estuvieron
de acuerdo con la operación. Entonces Anna comenzó a salir conmigo,
cumpliendo su promesa de que me dejaría estar poco en la casa. Este es el último
día.
No lo será si Dios quiere.
Gabriel, ¿notaste una cosa?
¿Qué cosa?
Mi nerviosidad pasó, mi frente ya no transpira ni estoy pálido. Eso significa que
me estoy librando de mis pesadillas y de mí mismo.
Ciertamente. Pero yo pensaba en una cosa durante todo el tiempo en que me
contabas tu historia. La diferencia entre nosotros, las fieras y los hombres.
¿Por qué?
Nosotros somos más rígidos y más lógicos en ciertas cosas. Cuando nace una cría
defectuosa, la destruimos sin que ella sufra. Tempranamente abreviamos el gran
sufrimiento que debería soportar más tarde.
Correcto. Pero no me gustaría haber perdido toda esta belleza de la vida que mis
ojos me trajeron hasta hoy. A pesar de todo, ¡la vida es una verdadera belleza!
Ya verás lo que es bonito cuando te lleve a pasear. Cuando la luna esté enorme y
a la noche puedas dormir tu sueño de mansedumbre.
Y ¿Cuándo va a ser eso, Gabriel?
Tan pronto como estés fuerte. Así tu viaje será como ni siquiera puedes imaginar.
EL CABALLERO BOLITRÔ
Anna irguió el cuerpo y respiró hondo. Con las manos colocó en su lugar una mecha de pelo
que obstinaba en caer sobre los ojos. Se perdió un momento en el paisaje. En el mar calmo y
traslúcido, los hombres pescaban camarones, a lo lejos.
Volvió a mirar a la mujer del jardinero que la ayudaba a cuidar el jardín.
Mire, María. Mire aquel árbol, con una cigarra muerta pegada al tronco.
Es su cementerio, doña Anna. Van allí y cantan. Cantan hasta caer de espaldas. Y
allí se están hasta quedarse sequitas, sequitas.
¡Qué mundo extraño el nuestro!
Se detuvo nuevamente, preocupada por Eduardo.
María pareció leerle el pensamiento.
Usted quiere mucho al niño, ¿verdad, doña Anna?
Pobrecito, tan enfermo, tan frágil, tan desamparado. Si fuese mi hijo no podría
quererlo más.
Sentóse en la cerca del jardín y se volvió de espaldas a las olas que lamían las piedras sin
violencia, sin importarle las cucarachas que caminaban por las piedras del muro. Sin saber
cómo, sintió deseos de hablar.
Antes yo era una muchacha muy linda. Bonita, rica y caprichosa.
María la interrumpió sonriendo.
Usted aún es muy hermosa. Doña Anna. Así rosada, sin pintura, con esos ojos
azules que parecen salidos del cielo.
Tonterías, María. Antes, sí. Yo ni sabía lo que era la tristeza. Me gustaba
pintarme. Viví dos años en París. Allá, no me agrada recordarlo, tuve la mayor
desilusión de mi vida.
Calló y María no preguntó nada, aunque sería la seguridad de que se trataba de una historia
de amor.
Volví a Brasil. Fui a vivir con mi familia en San Pablo. Pensé que nunca me
interesaría por ninguna otra cosa en la vida. Entonces apareció él, Edu, y logró
que me recuperara totalmente. Fue este niño enfermo quien me devolvió la
oportunidad de encontrar aún el amor por el prójimo. Justamente esta criatura
tan frágil y tan triste.
Anna volvió a colocar en su lugar la mecha rebelde.
Lo que más de dolió, María, fue la seguridad de que este niño no es una criatura
común. Poca gente lo sabe. Yo, que paso con él la mayor parte del tiempo, puedo
garantizarlo. Es un hombrecito. Piensa como la gente grande. Quizá la
enfermedad haya desarrollado en él el sentido de la comprensión. Muchas veces
me sorprende la madurez de sus juicios. Aprende, y aprender las cosas más
difíciles, pero necesita confiar mucho en las personas para manifestar toda su
inteligencia. De lo contrario, se cierra como un caracolito y sufre en silencio, sin
protestar contra nada. Ni siquiera contra las grandes injusticias que hacen contra
él.
¿Usted cree que la operación servirá para algo?
Anna suspiró.
Esperemos que sí. He intentado olvidarme de eso. Pero el tiempo pasa y la
realidad se aproxima a pasos cortos.
Volvió a mirar el mar a lo lejos; los hombres continuaban en la pesca de camarones. Se veían
las redes suspendidas dentro del barco y las gaviotas alucinadas gritando a su alrededor,
sumergiéndose en lo alto, desapareciendo en el mar y en segunda reaparición con la presa.
Siento cada vez más el deseo de estar cerca de Edu. Me contento viendo que
reacciona bien, recobrando la confianza perdida. Hasta intenta ayudar. Ya sube
las escaleras con más seguridad y consigue pasear por todos los rincones de la
casa y del jardín.
Le sonrió a María.
¿Sabe como llama a esta casa?
María esperó la explicación.
Barco. ¡Un velero! Para él, la casa volcada sobre el mar y las olas que baten a su
alrededor forman parte de su viaje. Él no cree en vacaciones. Mejor dicho, estas
vacaciones suyas no pasan de un lindo viaje de sueños.
Los pescadores están volviendo, doña Anna.
Dentro de un momento iré a buscarlo. Debe de estar soñando en alguna parte.
Consiguió apoyarse en las muletas y respiró profundamente. Aquel gesto se tornaba cada vez
más fácil.
Hoy voy a hacer esa caminata que deseo desde hace tanto tiempo. Atravesaré
aquel trozo de jardín, el ancho césped, y llegaré hasta los dos grandes árboles
que mezclaron sus raíces dentro del muro.
Probó caminar y se sonrió más tranquilo.
No va a ser necesario que la llame a Anna para que me ayude.
El viento que venía del mar le acariciaba los cabellos y el sol, bastante caliente, aún reinaba
sobre su lenta caminata.
¡Eso, vientecillo amigo que viene del mar, muchas gracias!
No se acercaba a Gakusha porque seguramente él le recriminaría con su suave manera de
hablar.
Cuidado, Edu. Es mejor llamar a tu tía.
Lindo y fiel amigo. Pero esta vez no escucharía su consejo. Súbitamente, una sonrisa le
iluminó el rostro. Y habló en voz alta a sus sueños.
Menos mal que Gabriel habla como una persona, ¿qué pasaría si lo hace como en
las películas? Me moriría de miedo. Si él hablase con lenguaje de tigre, ¿cómo
podría comprenderlo?
Listo. Había dejado toda la zona de la piscina donde el terreno estaba empedrado de piedras
minerales. La casa entera aparecía recubierta con esas piedras que llegaban hasta la cerca o
hasta el gran muro que protegía la casa de las furiosas olas del temporal.
Ahora necesitaba caminar con mayor cuidado, porque el césped suave hundía los picos de sus
muletas. Levantó la vista y vio los grandes árboles donde los pájaros hacían gran alboroto.
¡Qué hermoso muro! Realmente bello ¿Cómo haría la naturaleza para que las raíces vivieran
bien en medio de las piedras?
Caminó un poco más y descubrió una cosa curiosa: un montón de cuerdas estiradas en el
suelo, amarradas en las extremidades por palos clavados en la tierra. Eran muchas y todas
seguían la misma dirección. Parecía una escalera acostada en la arena. Seguramente el
jardinero estaría por hacer algún trabajo o plantar plantas siguiendo una misma línea. Eso
dificultaría su llegada al muro. Pero probaría con paciencia. Ya que habría resuelto ir, nada lo
detendría. Se acercó a la primera fila. Con dificultad pasó una muleta y una pierna. Después
descubrió que era difícil empujar la otra muleta y la otra pierna. Sí era difícil ir para adelante,
para atrás seguramente sería imposible. Iba a intentarlo. No podía. Claro que era la primera
línea de cuerdas. Podría retroceder y desistir del paseo. Otra vez vendría con Anna. Era mejor.
Además, el fresco viento del mar no llegaría hacia ese lugar y el sol calentaba demasiado su
espalda y su cabeza. No. Mejor sería continuar porque el volver el cuerpo no ayudaba y los
brazos no tendrían fuerza para tanto. Increíble que se pudiera quedar paralizado por culpa de
una cuerda inútil y delgada. Se controló porque no quería irritarse. Con violencia, las
consecuencias serian peores. Calma, Edu. Con un poquito de paciencia la cosa iría bien.
Respiró fuerte y trató de llevar la muleta hacia adelante. Con el esfuerzo, la punta de la
muleta había cavado un surco más profundo y dificultaba su deseo. “Si consiguiera caminar
hacia el costado, quizá podría llegar hasta aquella estaca y derribarla empujando la muleta
contra ella. Cayendo, la cuerda queda floja y por lo menos yo podré volver. Hacia la derecha,
aunque lo intentase, no serviría”. Todos sus movimientos hacia la derecha siempre se
tornaban difíciles.
¡Ay cuerda, cuerdita! ¿Por qué estás haciendo esto conmigo? Yo sólo quería dar
un paseo hasta el muro. No está prohibido hacerlo.
Ahora sus brazos estaban mojados de sudor y las manos resbalaban en el apoyo. Consiguió
llegar hasta donde se propusiera, pero con la maldita cuerda entre sus piernas y sus muletas.
Sin embargo, el esfuerzo de la caminata disminuía la fuerza de sus brazos. Quería empujar la
muleta contra la estaca, pero el cuerpo no atendía a su voluntad. ¡Dios mío! ¿Qué podría
hacer? Aunque gritara, el barullo del mar, y el viento no dejaría que su voz pudiera hacer
algo. Desanimado, elevó los ojos al cielo. Y el cielo azul, casi sin nubes, no se interesó por su
fracaso.
Volveré al centro.- Allí la cuerda es más baja. Fue allí donde me enredé. A lo
mejor está allí el lugar por donde podré escapar.
Más cansado aún, retornó casi de espaldas. Ahora sí. El pecho le dolía de cansancio. Y
necesitaba mucha cala. Si llegaba a caer se golpearía mucho porque las piernas débiles y la
carne quedarían apretadas contra los aparatos ortopédicos.
Sintió una terrible desesperación y hasta quiso decir parábolas, palabras duras, feas. La
lengua se empastaba en su boca y ninguna palabrota escapaba de su garganta. Mal pudo
mirar al cielo y decir la única palabra que consiguió pronunciar.
Culo… cu… lo…
Tragó entrecortadamente, desesperado, e intentó calmarse.
Si por lo menos pudiera bajarme como cualquier niño. Sería tan fácil…
Una miserable cuerdita lo sujetaba como si se tratara de la mayor cadena del mundo.
Trató de controlarse para intentar un nuevo movimiento de suspensión de la pierna. Iba
yendo, iba yendo…
En ese momento soltó un rugido de dolor. Con el esfuerzo, la cuerda había penetrado el
aparato ortopédico. Cada vez estaba más preso. Ya no podía hacer nada más. Sólo esperar. El
sol calentaba su cuerpo débil y empapaba de transpiración su espalda. Los ojos le ardían por
efectos de la claridad. Comenzó a refunfuñar, como si esto le proporcionaba un efecto de
calma. Necesitaba fingir que no sentía las axilas ardientes por el apoyo de la muleta. Tanto
esfuerzo. Tanto deseo de dar apenas un pequeño paseo, terminaba ridículamente. Comenzó a
sollozar. Aunque quisiera gritar, no encontraría voz para hacerlo; necesitaba ahorrar
esfuerzos; apretar un brazo contra el otro para soportar el dolor que le producía la muleta.
Aunque se lastimara un poco evitaría que el cuerpo perdiera el equilibrio. Hasta lloraba abajito
para no fatigarse. Y las lágrimas descendían por su rostro alcanzado el cuello de la camisa.
Así fue como lo encontró Anna más tarde.
No, hijito, me parece mejor que hoy no bajes.
Anna había llevado arriba su cuerpo adolorido. Después de darle un baño lo había llenado de
talco debajo del brazo.
Había auscultado su corazón, llena de miedo. Pero él ya se había repuesto.
Estoy bien, tía. Sólo quise llegar hasta aquellos árboles.
Ya lo sé querido. Lo sé. No hiciste nada malo. Un día de estos Anna te llevará
hasta allá. Pero hoy te quedarás quietito. No voy a ponerte los aparatos, ¿está
bien?
Eduardo hizo un gesto de tristeza perdida.
Pero me lo habías prometido
¿Qué fue lo que te prometí?
Que me darías todos los gustos, y yo no estoy pidiendo mucho. Sólo quiero
quedarme sentado en esa silla de lona. Me quedaré allá, sin moverme. Es aquella
silla, cerca de la escalera. Me gusta sentarme y ver llegar la noche.
Anna no parecía estar muy convencida.
Caramba, Anna pensé…
Anna sintió que los ojos se le humedecían
No hables así que me haces sufrir.
Pero no me crees. Quita las muletas, que no estén cerca de mí y entonces no
podré moverme.
La conversación continuaba. Sabía que cedería.
Está bien, querido. Voy a llamar al jardinero para que te cargue. Subir con tu peso
puedo, pero descender las escaleras es peligroso. No te colocaré los aparatos,
¿está bien?
Edu sonrió aliviado. Aún después de una noche de descanso los aparatos le hacían doler
mucho. Y ahora, con los miembros hinchados por la caminata fallida, sería mucho peor.
Acercó desmañadamente el rostro de Anna y lo besó.
Te doy mucho trabajo, ¿no es cierto, Anna? Ella se soltó en sus brazos y acarició
calmosamente los cabellos.
No, mi querido, no es eso.
Los bellos ojos azules de Anna se llenaron de agua.
No es nada de eso. Sólo que la vida de uno no vale mucho.
El sapito comenzó a salir del agujero que tenía la gran escalera. Los ojos de Edu extasiaron.
Era un lindo sapito. No uno de esos cascarudos, llenos de montañas veteadas en el lomo, y sí
un sapo rubio, erguido y de grandes ojos verdes. Los ojos parecían aún más grandes porque
usaba anteojos ovalados en la punta de la nariz. En el cuello llevaba una bufanda de lana de
colores muy agradables azul claro, blanco y amarillo.
Llegó saltando y se detuvo junto a la silla de Edu, analizándolo.
¿Seguramente eres Bolitrô?
Exactamente muchacho. María Jurandir
ya me había hablado de ti, y yo desde
hace tiempo estaba por salir y venir a
conocerte.
La voz tenía un sonido ronco.
Pero me atacó la gripe, y la maldita
garganta me ardió todo lo que quiso,
aunque doña Janirana me llenase de
remedios y cuidados.
¿Quién es doña Janirana?
Una cobra muy amiga mía. Una “cobra–monja”
Un momento, Bolitrô, que me confundes. ¿Cobra, dijiste?
Así es.
Pero ¿las cobras no se comen a los sapos?
Leyendas. No todas las cobras comen sapos.
Ya sé. ¿Y por qué “cobra–monja”?
Porque vive en claustrada. Abandonó las glorias del mundo y resolvió servir a la
pobreza allá abajo. Es una santa. Casi nunca sale de su escondite. Y cuando a
veces, algún atardecer, va a mirar el cielo es para rezar pidiendo el bien para los
otros.
¡Qué lindo es eso! Pocos hombres se ocupan de los demás, por lo que sé…
Pues doña Janirana es diferente. Vive allá en la bodega penetrando la tristeza y la
soledad de todos.
¿Dijiste bodega?
¿Y no es así?
¿Sí?
Por lo que me contó doña María Jurandir, tú mismo bautizaste esto como
“velero”. Y si es un velero, aquí arriba está la cubierta y allá abajo la bodega.
Pero eso es fabuloso
Siempre que algo forma parte de un sueño es fabuloso.
Edu estaba encantado.
Por suerte viniste. Aquí, en el velero, al llegar las cinco, cinco y media o seis,
basta que yo cierre los ojos para que suceda un montón de cosas maravillosas.
No con todo el mundo pasa eso.
Menos mal que yo puedo tener algo diferente de lo que tiene los demás.
El sapito buscó una posición mejor para acomodarse.
¿Tu nombre, Bolitrô, es de nacimiento, o alguien te bautizó así?
No es totalmente así… Mi madre me llamó Inocencio, pero a mí no me gustó ese
nombre. Mi madre era loca por una novela que había leído y que se llamaba
Inocencia. Yo quedé siendo Inocencio hasta que sucedió una cosa. ¿Conoces al
dueño de esta casa?
Nunca oí hablar de él.
Tiempo atrás, el dueño de esta casa era intendente, y llegaba mucha gente
política. La mayoría para llenarse la barriga, puedes creerme. Un día pareció un
señor ministro que se llamaba Bolitreau, tal como se escribe en francés. Me
enloquecí por el nombre y resolví adoptarlo ante escribano. Fue un mundo de
dificultades y acabaron registrándome “Bolitrô”, en portugués.
¿Quiere decir que tienes el nombre de un ministro?
Bolitrô hizo un gesto de desprecio.
Pienso que no. Es el ministro quien lleva nombre de sapo. Piensa bien.
Eduardo calculó mentalmente y se quedó con la opinión del sapo. De hecho, aunque nunca
había visto la cara del ministro, el sapo tenía más cara de Bolitrô.
¿Sabes que tienes razón?
Y no solamente yo. ¿Quieres saber un secreto? Pero no vayas a decir que yo te lo
conté: mucha gente aquí, en el velero, detesta el nombre con que fue bautizado.
Bajó la voz y dijo casi en un susurro.
Doña María Jurandir no se llama así.
¿Es cierto eso?
Lo juro. Su nombre es Mintaka
¿Cómo?
Min – ta – ka
¿Eso es en el idioma de las lechuzas?
No, tonto, la madre de ella era loca por la astronomía y Mintaka es una de las
estrellas de la constelación de Orión. Una de las que la gente llama las Tres
Marías.
¡Ah, ya sé! Tía Anna también tiene esa manía; conoce cuanta estrella hay. ¡Qué
lástima, porque Mintaka es un nombre lindísimo! En cuanto a María Jurandir, no
sé… me parece un nombre raro para una lechuza.
Lo leyó en un diario. Era la historia de un crimen, donde una mujer con ese
nombre recibió mil setecientas cincuenta y dos cuchilladas. Le gustó y se apropió
de él.
¿Cuántas cuchilladas dices?
Mil setecientas cincuenta y dos.
¡Pero no hay cuerpo que pueda soportar tantas!
Todos sabemos eso, pero también conocemos lo trágica que es doña María
Jurandir. Como máximo, la mujer debe de haber recibido unas siete cuchilladas,
pero de tanto contar la historia y aumentar, llegó a ese número.
Edu estuvo de acuerdo con esa lógica. Miró nuevamente al sapo y analizó su aspecto. Era muy
simpático Bolitrô; pero todavía, de todos los seres encantados, el que se llevaba la palma era
Gabriel. Difícilmente encontraría un ser más fantástico que el tigre. Recordó algo.
Escucha, Bolitrô, ¿cómo puedo hacer para conocer a doña Janirana?
Va a ser difícil. Tú no puedes entrar en el sótano.
Edu tembló al pensar que podría andar por ese mundo sombrío, húmedo y asfixiante.
Ella tampoco va a salir de su encierro. Allá se pasa la vida entera. Creo que no va
a haber manera, no...
Es una pena. ¿De dónde proviene su nombre?
No lo sé.
Yo saco mis conclusiones, más o menos. Es así de buena porque tiene el nombre
de Anna en el final. Mi tía también tiene alma de monja. ¿Sabes, Bolitrô, que
nunca en la vida Anna peleó conmigo o perdió la paciencia?
Eso es muy lindo. Pero muy difícil que suceda en la especie humana.
Tosió y recordó una c osa. Metió la mano en el bolsillo de su vieja casaca y sacó una cajita de
pastillas. Valda. La abrió y ofreció una.
Es buena.
Para mi laringitis, sí.
Conozco a un amigo de mi tía llamado doctor Marins que se vuelve loco por esas
pastillas.
Conmigo pasa lo mismo. Ahora, si me permites, voy a pescar un poco. Debajo de
aquella luz encendida, cerca del nicho, hay unos mosquitos divinos. Cuando
mejore mi garganta vendré muchas veces a conversar. Que tengas una linda
noche, llena de hermosos sueños.
Salió a los saltos en dirección a su cacería.
Edu se quedó mirando fascinado su gentil figurita. ¡Qué encantador y gentil era el caballero
Bolitrô!
Cerró los ojos y la voz del sapito repercutió en sus oídos:
“Que tengas una linda noche, llena de hermosos sueños”.