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En el pensamiento occidental, la figura de Sigmund Freud ocupa un lugar prominente, en

particular por sus contribuciones al conocimiento de la conciencia humana. Si bien esta ha sido
una cuestión que ha cautivado al ser humano a lo largo de su historia, Freud fue el primero en
realizar sus observaciones sobre la psique de una manera científica, es decir, a partir de la
observación dirigida y sistemática, con la puesta a prueba de ciertas hipótesis y la verificación de
resultados. Según manifestó él mismo en diversos momentos de su trayectoria, Freud se consideró
siempre un científico, y a lo largo de su vida intelectual procedió como tal.

Fue gracias a dicha labor que Freud realizó algunos de los descubrimientos más decisivos sobre el
funcionamiento de nuestra mente. En una época en la que no existían las radiografías o las
máquinas de resonancia magnética, Freud fue capaz de entender que un pensamiento no es igual
en dos personas y que dicha diferencia radical modela la manera en que habitamos el mundo. Y
una vez que se dio cuenta de esto, el médico de Viena dio otro paso para preguntarse en qué
radica dicha diferencia.

Fue así, usando casi exclusivamente las herramientas de su observación, su intuición y su vasta
cultura, que Freud arribó a la noción del inconsciente y la importancia capital que éste tiene en la
conducta humana. Grosso modo, Freud entendió que la mente se divide en dos grandes partes: lo
consciente, que es de lo que nos damos cuenta sobre nosotros mismos, nuestra percepción,
nuestros pensamientos, etc.; y lo inconsciente, que es como un gran mar sobre el cual flota
nuestra conciencia, hecho sobre todo de recuerdos, imágenes fragmentadas, ideas reprimidas,
pensamientos de los cuales tenemos una vaga idea pero no alcanzan la superficie de nuestra
percepción… y sin embargo, son los que dirigen lo que hacemos, lo que pensamos, lo que decimos,
etcétera.

Si Freud aseguró que los descubrimientos del psicoanálisis infligieron una “herida narcisista” al ser
humano fue porque le hizo ver que, en esencia, algunas de nuestras cualidades más preciadas
como el albedrío, la voluntad y otras afines son, por decir lo menos, cuestionables, pues en buena
medida el ser humano es una especie de “marioneta” controlada por una entidad que
paradójicamente es al mismo tiempo desconocida e interna, esto es, en la mayoría de los casos el
sujeto ignora aquello que dirige su existencia pero que vive en su propia mente.

Dado el material con el que Freud trabajó para llegar a estas conclusiones –sueños, recuerdos
reprimidos, perversiones sexuales (entendidas en un sentido amplio del término, no moral)–,
muchos de sus descubrimientos fueron inmediatamente cuestionados. Si ya a nivel subjetivo el ser
humano suele resistirse a hacer frente a ciertas verdades sobre su condición, las cosas no son muy
distintas a nivel social. Por lo demás, como hemos dicho antes, por los recursos con los que Freud
contaba en su época parecía increíble que un solo hombre hubiera recorrido con tal precisión los
laberintos de la psique humana y hubiera trazado el mapa necesario para recorrerlos.
Ahora, más de 100 años después de la publicación de los primeros escritos en los que Freud
comenzó a definir el psicoanálisis y hablar del inconsciente, la neurociencia contemporánea le da
la razón y confirma que nuestra manera de concebir la realidad y, por lo tanto, actuar en ella, está
determinada por todo aquello que se encuentra en la región inconsciente de nuestra mente.

Entre otros, el neurocientífico estadounidense David Eagleman, a través de sus investigaciones, ha


encontrado pruebas tanto de la existencia del inconsciente como de su efecto en nuestra
conducta cotidiana: “En vez de que el cerebro registre pasivamente la realidad, lo cierto es que la
construye de manera activa”.

De acuerdo con los estudios dirigidos por Eagleman, dicha construcción de la realidad ocurre en su
mayor parte de manera inconsciente. La manera en que los pensamientos surgen, por ejemplo, o
la forma en que una decisión se toma, son procesos que, según se ha constatado, no ocurren
directamente, sino que más bien como resultado de la intervención de distintos procesos
mentales de los cuales el sujeto no se da cuenta.

En ese sentido, Eagleman también ha realizado experimentos en los que encuentra evidencia de
que la parte inconsciente de nuestra mente es capaz de percibir fenómenos que una persona no
registra conscientemente. El inconsciente suele ser o más rápido o más perspicaz que nuestra
conciencia o, en otro aspecto, posee la capacidad de hacer conexiones con material almacenado
en nuestra mente que no necesariamente tenemos en cuenta en determinado momento. Esto
explicaría fenómenos como la inspiración creativa o el hallazgo súbito de una respuesta (como
Arquímedes y su famoso “eureka”, o la manzana con la que Newton se dio cuenta de la existencia
de la fuerza de gravedad).

Eagleman sugiere no sólo que Freud estaba en lo cierto en cuanto al dominio del inconsciente
sobre la percepción humana, sino también que dicha región de nuestra mente conserva un
enorme potencial, tanto en términos vitales como creativos.

Sin duda quedan muchas investigaciones por hacer, pero ante este panorama quizá sea momento
de aceptar que pocas veces estamos en verdadero dominio de lo más íntimo y propio de nosotros
mismos: nuestra mente.

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