Era su olor. La imaginé tibia, acurrucada en un rincón, mordisqueando un pedazo de pan
como a ella le gusta, de a poco, sosteniéndolo con ambas manos y mirándome tan pícara, con sus ojitos negros clavados en mí, con su naricita graciosa ávida de olerme también. Me acerqué de a poco. Me gusta dilatar la espera del placer, estoy demasiado acostumbrado a andar a las corridas. Me paré un momento para ubicar el perfume, aunque ya sabía bien que venía de la derecha. Me resultaba encantador encontrarla así, sin saber, después de la agonía de pensar por tantas horas que era posible que ella hubiera caído esta vez. Siempre sabemos que un día de estos vamos a aparecer en un rincón, muertos sin heridas, y sabemos bien que son ellos, pero no hay absolutamente nada que podamos hacer. Cuando entré en la habitación noté de inmediato que algo raro pasaba. No era ella, no. Tampoco era una de las otras, para al menos pasar el rato. Por lo menos alguien había olvidado un plato con algo de comida. Tenía la garganta cerrada, ella podía todavía aparecer tiesa en cualquier parte, o no volver a aparecer nunca. Mastiqué con furia, para tratar de calmarme. Por ese entonces no sabía desconfiar como se debe. Y el malestar no se hizo esperar mucho. Primero fue el vientre, como si una colonia de gusanos con dientes se me hubiera instalado adentro y estuvieran batiéndose a duelo en mis entrañas. Después dejé de sentir las extremidades. Quise gritar, y entonces me di cuenta de que me estaba quedando sin aire. Entendí, tarde, el método, y me retorcí de furia y de dolor. Llegué a pensar vagamente en que ella iba a tener que encontrarme a mí, después de todo, y tuve que dejarme ir. Me desperté tirado en el piso. Tenía frío, me dolía mucho la cabeza y me sentía hinchado, como si mi cuerpo pesara varias veces más que lo normal. Estaba asustado, no me atrevía a abrir los ojos. Cuando finalmente lo hice me ardieron horrores, tardé en poder enfocar y ver las imágenes de lo que me rodeaba con algo cercano a la claridad. Lo primero que noté fueron las baldosas del piso, que parecían haberse reducido a un mosaico apretado. Antes de tener tiempo para asombrarme noté mis zapatos, y entonces ya no hubo lugar sino para el espanto. De alguna manera, no sé bien cómo, fui sabiendo bastante rápido como moverme con este mi nuevo cuerpo, horrendo y casi sin pelos. Tenía puestos unos pantalones azules, con un tremendo agujero en la rodilla izquierda, y una remera gris. Y sabía lo que eran esas cosas. Sabía los nombres de las cosas que me rodeaban, y las fui nombrando en voz baja (un sonido grave, desagradable) una por una con sus nombres humanos: lámpara, enchufe, cuadro, cristalero. Me puse de pie. Tambaleé por unos momentos con mis dos piernas enclenques, demasiado lejos del piso. Ventana, puerta, sillón, mujer. Raticida. Claro, raticida. Habría que explicárselo a los otros. Pero el problema era que ya no sabía cómo volver a comunicarme con ellos. Me senté en una silla, sintiéndome muy estúpido, me llevé las manos y empecé un movimiento espasmódico, molesto. Detrás de la reacción me vino el nombre, llorar, palabra estúpida como lo que designa, y al comprender hice mi mejor esfuerzo por recobrar algo de mi habitual compostura. Cuando me sentí algo mejor me fijé mejor en la mujer. Era menuda, tenía el pelo ceniciento y los ojos muy negros. No parecía mucho menos desesperada que yo. Entre las manos tenía un vaso de agua, y parecía no atinar a moverse. No nos llevó mucho, creo, reconocernos. Tratamos de comunicarnos, pero lo cierto es que a los dos nos parecía sucio, indecente decirnos cualquier cosa con nuestras nuevas voces, con esas palabras que no eran nuestras. Ella hizo su mejor esfuerzo. Me pasaba una y otra vez las manos por el rostro, trataba de convencerme de que todo iba a estar bien, de que no era tan malo después de todo. Pero ella tampoco se lo creía, y estaba ridícula enfundada en su vestidito negro. Vaya uno a saber cómo, pero se las había arreglado para seguir siendo bonita. Eso no hacía sino empeorar las cosas. Empecé a mirar a mi alrededor para no tener que mirarla más a los ojos. Sentía las palabras que venían, inmundas, enloquecedoras, con cada una de las imágenes, mientras la escuchaba apenas hilar excusas con una voz que no le pertenecía. Teléfono, florero, llaves, plato, tenedor, cuchillo. Me paré, me acerqué a la mesa. Vamos, le dije, y ella gritó, me rogó que dejara todo como estaba, pero sé muy bien que entendió perfectamente bien. No se resistió, en el fondo sentí su alivio cuando le corté el cuello. Ahora no puedo dejar de mirar el cuchillo. Sé bien lo que me toca hacer, y es el humano el que quiere postergar indefinidamente lo necesario.