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Los hombres desde siempre han cuestionado la verdad, su esencia, sus formas y sus posibilidades.

Filósofos
de antaño proponían definiciones, sentenciaban condiciones, auguraban referencias y más. Por tal motivo, la
verdad era entendida como sinónimo de certeza y cualidad de juicio. En ello consistía la máxima de las
virtudes del mundo antíguo, la virtud del conocer: saber dilucidar entre verdades aparentes, gracias a la
observación y al buen uso del intelecto.
Es interesante que para llegar a la verdad los hombres se tomaran tan en serio la acción de conocer. La
senda de dicho proceso fue trazada para nuestros tiempos por un filósofo moderno, Immanuel Kant (1724-
1804), quien entonces reflexionaba sobre las tensiones entre la física moderna desarrollada de manera
sistemática por Isaac Newton y la conciencia moral expresada por Rousseau. Su objetivo, según Johannes
Hessen, no era conciliar el determinismo propio de las leyes universales de Newton con la natural libertad de
la voluntad humana que defendía Rousseau; su objetivo más bien era trascender esas contradicciones,
hurgar más al fondo y expresar de mejor forma la duda subyacente: la naturaleza del conocimiento, las formas
del saber.
Kant no duda que el conocimiento científico, universal y necesario, es posible; la física de Newton lo prueba. Y
sabe que un conocimiento de este tipo no puede tener su fundamento en la mera costumbre. Por ello no se
pregunta por la posibilidad sino por las “condiciones de posibilidad”. Su teoría le permite encontrar el
suelo firme para la Ciencia en el propio sujeto, portador de formas universales que obtienen de la experiencia
la materia indispensable para construir su objeto de conocimiento, el fenómeno.
Así es como Kant inaugura una nueva disciplina filosófica, la que hoy conocemos como Teoría del
Conocimiento. Kant le da sentido a partir de la publicación de su Crítica de la razón pura (1781), donde
pregunta si el conocimiento es posible, bajo qué condiciones es posible, con qué supuestos es
posible, y si en verdad podemos llamar a todo ello conocimiento.
Cuando tratamos el problema del origen del conocimiento, a menudo queremos saber si todo conocimiento se
origina en la experiencia o en la razón; si el hombre viene de por sí dotado de ciertos conocimientos o, por el
contrario, requiere del concurso de las facultades sensibles e intelectivas a la vez. Para tratar de responder
esta cuestión fue necesario admitir, aún a contracorriente, que el ser humano tiene la capacidad de
conocer de alguna forma al mundo (entendido como un objeto). Para explicar de qué forma se puede
conocer dicho objeto han surgido diferentes teorías sobre el origen del conocimiento. Ésa es la herencia
de Kant.
Sin embargo con el tiempo la noción del conocer en su sentido ambivalente quedó de este modo: la
observación fue reemplazada por la experiencia adquirida directamente con todos los sentidos, en un proceso
denominado empírico; y el uso del intelecto fue reemplazado con la idea de la razón como promotora del
saber, cualidad que hace dos siglos presentaban como evidencia de una civilización desarrollada, superior
(darwinismo social).
Si bien hay muchos huecos que llenar hasta llegar a Hessen, la aportación de Kant es ineludible. Kant nos
ofrece la razón como herramienta para el conocimiento; divide al mundo en natural y moral (ideal), con
lo que da lugar a dos tipos de conocimientos; y más importante todavía, describe la verdad como un
supuesto y no como una certeza absoluta.
Quedaba por supuesto la duda respecto de si el sujeto podía ser capaz de determinar si el conocimiento es
posible, es decir, si el sujeto puede o no aprehender el objeto, si nuestras facultades nos suministran datos
que nos permitan una representación adecuada de la realidad (empírica) o, por el contrario, si el hombre no
puede tener ninguna seguridad respecto del conocimiento de las cosas del mundo externo o interno.
Estas ideas alcanzan su mayor refinamiento con J. Hessen (1889 -1971) y su interpretación filosófica de la
teoría del conocimiento. En su obra del mismo nombre publicada en 1925, Hessen aporta una descripción
del proceso de conocimiento y las partes que lo componen.
Proceso de conocimiento
Primero Hessen nos habla de un sujeto que desea aprender, un sujeto cognocente, cuyas herramientas son
la observación y la razón. En segundo lugar nos habla de un objeto que presuntamente existe, pero que el
sujeto necesita dar por hecho que existe para estudiarlo en la medida de sus posibilidades. Y por último,
Hessen alude a la imagen o símbolo que corresponde a ese objeto y que el sujeto asimila como verdad
asequible.
Desde el punto de vista del sujeto, el conocimiento parte de la duda y de la necesidad que le genera al
sujeto resolver esa duda, ya sea por simple curiosidad o bien por el deseo de resolver un problema. El
sujeto importa puesto que es quien conduce el proceso. Sus averiguaciones pueden ser tan básicas o tan
sistemáticas como convenga a los fines que persigue, aunque en que ambos casos el conocimiento tome la
forma de explicaciones más o menos ciertas, plausibles, creíbles, comunes.
La otra parte de la ecuación, el objeto de estudio, es la más rara en su naturaleza. Puede tratarse de
algo físico o inmaterial, natural o artificial, complejo o relativamente simple. No importa. De lo que sea que se
trate es la conclusión a la que llegará el sujeto. Lo importante es que se dé por hecho su presunta
existencia, para así averiguar las condiciones de esa existencia, las características que le son propias, y
todo lo demás que sea posible aprender.
Respecto del último punto, conviene aclarar que la imagen de la que habla Hessen existe en el plano
simbólico, representada gráfica o idealmente, a partir de símbolos. Estos símbolos son al mismo
tiempo conceptos, definiciones, tipos con los que clasificamos conductas, objetos, situaciones, etc. Por
eso es importante su estudio desde el punto de vista del lenguaje, que condiciona y determina al propio saber.
Para los filósofos, las partes que componen este cuadro son objeto de estudio de la psicología por cuenta del
sujeto, sus deseos y sus motivaciones; de la lógica, por aquello de la coherencia de la verdad en sus
afirmaciones y supuestos; y de los estudios ontológicos por las múltiples creencias que puede albergar un
sujeto como verdades pese a la escasez de evidencia o lo absurdo de sus argumentos.
Pero de acuerdo con este autor, la existencia del objeto puede ser material o intangible, aunque
siempre cabe dudar de la misma. Con la imagen del objeto sucede diferente: su existencia es simbólica, y
se afirma sólo si concuerda con el objeto al que alude. Cuando la imagen de un objeto no corresponde
con su referente, entonces es falsa (y el conocimiento, un equívoco). En cambio, cuando la imagen coincide
con el objeto, la imagen es verdadera (y el conocimiento, posible, aún si es incompleto).
Un problema de actitud
Lo que resta del problema es la actitud del sujeto. Si en principio este sujeto hipotético acepta que la verdad
es asequible, absoluta, incuestionable, entonces su actitud es dogmática. El mejor ejemplo de este tipo de
conocimientos es el propio de las religiones, que fundan sus verdades más en creencias férreas que en
pruebas o evidencias. Hessen mismo escribió que el dogmatismo era aquella posición epistemológica
para la cual no existe todavía el problema de conocimiento, pues da por supuestas la posibilidad y la
realidad del contacto entre el sujeto y el objeto.
Si el sujeto hipotético reniega de la existencia del objeto y para nada cree en la posibilidad de llegar a
conocerlo, entonces el sujeto es un escéptico (además de pesimista y necio), y poco se puede hacer por
él. Según Hessen, el escéptico recurre a la duda como una forma de escape, aunque la misma
existencia sea una duda que le genera angustia, pues que nada es seguro y por lo tanto absolutamente
cierto.
Cerca de este individuo hipotético podría situarse a un tercero, el subjetivista. Su actitud es la de aquél que
considera que no existen absolutos, pues la mayoría de las veces hay circunstancias atenuantes, condiciones
especiales, versiones de un mismo hecho, personas explicado todo desde una perspectiva única. Es así como
este sujeto descree de la objetividad, de las verdades únicas, pues piensa que todo es relativo.
Cuando el sujeto hipotético al que nos referimos opta por considerar que lo verdadero es un engaño
consciente, cuyo fin es rescatar alguna utilidad, su comportamiento es pragmático. El propósito de tal
individuo es servirse del conocimiento para realizar sus fines, cualesquiera que estos sean, de modo que el
conocimiento es amoral, no así el sujeto, que lo pervierte.
Por último, si el sujeto en cuestión duda de la existencia del objeto, pero aprueba las imágenes que
evoca, entonces su actitud es crítica. Porque sabe que la imagen que consiga aprender del sujeto es
imperfecta, este individuo considera que todo conocimiento es perfectible, posible según las
circunstancias que le dan sustento.
Relación sujeto-objeto
Como puede verse, uno de los mayores problemas del conocimiento reside en la relación entre sujeto y
objeto. Pero, ¿Es justa esta concepción? ¿Se puede responder a esta cuestión sin decir nada del carácter
ontológico del objeto o del sujeto? Una solución favorable para el objeto recaería en una posición objetivista.
Para esta corriente, el objeto es el elemento decisivo entre los dos miembros de la relación
cognoscitiva; entonces el objeto determina al sujeto; el sujeto asume de cierta manera las propiedades del
objeto, reproduciéndolas en una imagen sí. Esto designa al objeto como algo totalmente definido que se
presenta a la conciencia cognoscente. En ello reside la idea central del objetivismo; los objetos están dados
como una estructura completa; la consciencia no hace más que reconstruir esa estructura.
En contraste, una posición que valora más al sujeto es la subjetivista. El subjetivismo busca el fundamento
del conocimiento en el sujeto, ubicando la esfera de las ideas y todo el conjunto de principios del
conocimiento en el sujeto, que se convierte así en el punto del que pende, la verdad del conocimiento.
El tipo de soluciones pertinentes son, por tanto, las que observan la relación entre sujeto y objeto en su
dimensión ontológica, y que van desde el realismo hasta el idealismo, desde la fenomenología hasta la
actitud crítica de la posición propia. Hessen explica estas posturas como soluciones metafísicas, sin recurrir
a lo absoluto.
Por realismo Hessen dice que es aquella postura epistemológica que afirma que existen cosas reales
(materiales), independientes de la consciencia. Esta posición tiene diversas modalidades: ingenua, natural
y crítica. La postura del realismo ingenuo no se encuentra influida por ninguna reflexión crítica acerca del
conocimiento; el problema esencial del sujeto y el objeto no existe para ella; tampoco distingue entre la
percepción, que es un objeto de la consciencia, y el objeto percibido; no entiende que las cosas no nos son
dadas en sí mismas, en su corporeidad, sino sólo como contenidos de la percepción con los objetos. Atribuye
a unos las propiedades de los otros. Así, las cosas son exactamente tal y como las percibimos; son
propiedades de las cosas en sí mismas, independientemente de la conciencia que las percibe.
El realismo natural es todavía más simple. Está influido por reflexiones críticas respecto del problema del
conocimiento, lo que se evidencia en que no se identifica el contenido de la percepción con el objeto tal
cual es, sino que discrimina uno del otro. Sin embargo, esta forma de ver la realidad establece que los
objetos responden exactamente a los contenidos de la percepción.
De modo distinto el realismo crítico supone que no es conveniente que las cosas converjan en los
contenidos de la percepción, sino que las cualidades o propiedades que percibimos sólo por uno de los
sentidos existen únicamente en nuestra conciencia y surgen cuando determinados estímulos externos actúan
sobre los órganos de nuestros sentidos, y se configuran como reacciones de la conciencia, dependiendo
naturalmente de ella misma, por lo que no tiene carácter objetivo, sino subjetivo. Por tal motivo, es
conveniente suponer que hay en las cosas algunos elementos objetivos y causales que nos den la pauta para
explicar la aparición de estas cualidades. La experiencia la genera la voluntad.
Siguiendo con este mismo orden de ideas, otra de las soluciones de carácter ontológico para el problema de
la relación entre sujeto y objeto en la teoría del conocimiento, es el idealismo. Idealismo, en su sentido
metafísico, entraña la convicción de que la realidad tiene por fondo fuerzas espirituales, potencias
ideales. Tal acepción no es nada útil para explicar el problema. En vez de ello Hessen recurre a un
idealismo que califica de epistemológico, a saber: el que sustenta que no hay cosas reales
independientemente de la conciencia del sujeto. Así las cosas, sólo hay lugar para dos clases de objetos,
los objetos de conciencia (las representaciones, los sentimientos) y los objetos ideales (sujetos a la lógica).
Esto nos trae de vuelta al principio: un idealismo subjetivo o psicológico frente a otro lógico u objetivo.
El primero de estos idealismos, el subjetivo o psicológico, considera que toda la realidad se encuentra
encerrada en la conciencia del sujeto; así que las cosas son solamente contenidos de nuestra conciencia y
por lo tanto al dejar de ser percibidas dejan de existir; puesto que no poseen un ser independiente de nuestra
conciencia, que es lo único real. Asimismo, el segundo idealismo, el lógico u objetivo, parte de la conciencia
objetiva de la ciencia, de acuerdo al método de las obras científicas; así que el contenido de esta consciencia
no es un complejo de procesos psicológicos, sino la suma de pensamientos, de juicios. Dicho de otra
manera, no hay nada psicológicamente real, sino lógicamente ideal, como en un encadenamiento de
juicios.
No obstante, de acuerdo con Hessen, la idea de un objeto independiente de la conciencia es
contradictoria, pues en el momento en que pensamos un objeto hacemos de él un contenido de
nuestra conciencia (una imagen, como antes se dijo). De igual modo, si afirmamos simultáneamente que el
objeto existe fuera de nuestra conciencia, nos contradecimos por ende a nosotros mismos: “luego no hay
objetos reales extraconcientes, sino que toda la realidad se halla encerrada en la conciencia”.
Con este argumento los filósofos idealistas han tratado de probar que la tesis del realismo es
lógicamente absurda. Como aquél cuento del árbol que cae sin hacer ruido. Pero esta es justamente la
contradicción en la que se centra la tercera solución que enuncia Hessen al problema de la relación
entre sujeto y objeto: una postura crítica que supone que si bien hacemos del objeto que pensamos
un contenido de nuestra conciencia, esto no significa que el objeto sea idéntico al contenido de la
conciencia antes dicho, ya sea una representación o un concepto (o como aquí se ha insistido, una imagen
del objeto). Cuando afirmamos entonces que hay objetos independientes de la conciencia, esta independencia
respecto de la conciencia es considerada como evidencia de la existencia del objeto, mientras que la
inmanencia de la conciencia se refiere al contenido del pensamiento individual, subjetivo.
El conocimiento posible
Trascendidas de este modo las cuestiones del origen del conocimiento (empirismo y racionalismo) y
la esencia del conocimiento (realismo e idealismo), queda por zanjar una tercera parte del problema: la
solución fenomenalista de Kant, la teoría según la cual no conocemos las cosas como son en sí, sino como
se nos aparecen.
Podemos conocer la apariencia de un objeto, más no su sustancia. Esto coincide con el realismo al
admitir que hay cosas reales; pero coincide también con el idealismo al instaurar límites en el conocimiento
originados por la conciencia, que se deja llevar por la apariencia. De lo anterior se deduce fácilmente la
imposibilidad de un conocimiento auténtico de la realidad, que al mismo tiempo es la posibilidad de un
conocimiento perfectible.
Volvemos entonces a la cuarta y última solución al problema de la relación entre sujeto y objeto en el
conocimiento: la postura crítica. Con ella se alude a un sujeto hipotético que ciertamente duda de la
existencia real de un objeto, pero que aprueba las imágenes que éste evoca en el sujeto como única
fuente posible de verdades asequibles, confiables, relativamente ciertas.
El pensamiento científico debe mucho a estas nociones del problema del conocimiento. Con el tiempo se ha
ido gestando y perfilando, por medio de un proceso que se acelera notablemente a partir del renacimiento, la
idea de una ciencia como actividad cuya meta es el conocimiento (una nueva virtud en el viejo sentido del
término).
Como es sabido, la ciencia va creando sus propias explicaciones respecto del entorno en que vivimos, con
sus objetos y sus sujetos. Los conocimientos que genera trascienden al sentido común y al saber
tradicional gracias al uso de un lenguaje propio, cognocente, específico para cada disciplina, cuyo fin
consiste en atar al referente con su representación simbólica, su imagen en la consciencia. Conserva,
me parece, un dejo de realismo al apoyarse en la idea de la objetividad del conocimiento, con aquello de que
la ciencia intenta obtener un conocimiento que concuerde con la realidad del objeto que estudia, ya sea que lo
describa o que lo explique tal cual lo ha notado, que lo registre y lo divulgue para que otros puedan verificar
por sí mismos tales observaciones, que lo clasifique y le dé seguimiento de forma sistemática y de manera
impersonal.
La ciencia también se vale de la racionalidad antes descrita. La emplea como arma esencial para llegar a
sus resultados. Los científicos trabajan en lo posible con conceptos, juicios y razonamientos, y no con las
sensaciones, imágenes o impresiones que consiguen del fenómeno que estudian. La racionalidad aleja a la
ciencia de la religión y de todos los sistemas donde aparecen elementos no racionales o donde se apela a
principios explicativos extra o sobrenaturales (dogmáticos y subjetivistas). La separa también
del arte donde cumple un papel secundario, subordinado a los sentimientos y sensaciones, aunque ello es
tema de otro ensayo.
Asimismo, la preocupación científica no es tanto ahondar y completar el conocimiento de un solo objeto
individual, sino lograr que cada conocimiento parcial sirva como puente para alcanzar una comprensión de
mayor alcance, aún reconociendo de manera explícita la posibilidad de equivocación. Es por lo tanto
la encarnación de la virtud antigua del saber.

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