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Isabel Oyarzábal Smith

(Beatriz Galindo)

El alma
del niño
Ensayos de psicología infantil

Edición y prólogo de
Concepción Bados Ciria
El alma del niño. Ensayos de psicología infantil

Primera edición en papel: diciembre de 2014

Primera edición: enero de 2015

© Concepción Bados Ciria

© De esta edición:
Ediciones OCTAEDRO, S.L.
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ISBN: 978-84-9921-682-9

Foto de cubierta: Escuela pública de Aliud (Soria) en 1932.


Archivo personal de la editora.

Maquetación, producción y digitalización: Ediciones Octaedro


5

S U M A R IO

AGRADECIMIENTOS 7

PRÓLOGO 9

EL ALMA DEL NIÑO


ENSAYOS DE PSICOLOGÍA INFANTIL
ISABEL OYARZÁBAL SMITH (BEATRIZ GALINDO) 53

DEDICATORIA 55

SANTOS AVISOS 57

PRIMERA PARTE. DEFECTOS QUE SON


FUERZAS EN POTENCIA 61

SEGUNDA PARTE. LAS FUENTES


DE LA EMOCIÓN 119

EPÍLOGO 171

JUICIOS CRÍTICOS PARA EL LIBRO


EL ALMA DEL NIÑO 173
7

Agradecimientos

Este libro sale a la luz gracias a la generosidad y el apoyo in-


condicional de numerosas personas. En México: Montserrat de
Pablo Ciria, quien me ha abierto, a lo largo de treinta años, las
puertas de su casa en Tepoztlán (Morelos); Bárbara Jacobs y Ele-
na Urrutia, quienes me introdujeron en el Colegio de México,
institución en la que llevé a cabo gran parte de mi investiga-
ción; Leonor Sarmiento y Carmen Tagüeña Parga, presidentas
del Ateneo Español de México, un lugar imprescindible para
los estudiosos del exilio republicano en el país azteca; en su ex-
celente biblioteca —tanto en la antigua sede de la calle Isabel
La Católica, como en la actual de la calle Hamburgo— encon-
tré preciados documentos y valiosos textos; Lucinda Urrusti,
Nuria Parés, Carmen Parga, Mada Carreño, Leonor Tejada,
María José de Chopitea, Angelina Muñiz-Huberman, Araceli
Granados, Amapola Andrés, exiliadas republicanas —algunas
ya fallecidas— con las que mantuve inestimables encuentros y
conversaciones en distintas estancias en el Distrito Federal. En
España: Pilar Rubiales en Alcalá de Henares; María José Porro
Herrera y el grupo de investigación SOLHARA en la Univer-
sidad de Córdoba; Carmen Servén en la Universidad Autónoma
de Madrid; Margherita Bernad e Ivana Rota en la Universidad
de Bérgamo; Celestino Bados Ciria, mi hermano, que revisó mi-
nuciosamente esta edición durante el verano de 2012 en nuestra
casa de Aliud (Soria). Por último, este libro es un homenaje a
8 El alma del niño

todos los españoles que vivieron y sufrieron la guerra civil, entre


ellos, mis padres, mis abuelos, mis tíos. Las miles de historias y
anécdotas que me contaron, siendo niña, me han acompañado en
mis viajes al otro lado del Atlántico y me han guiado en la bús-
queda de unos textos cuyo origen se remonta a los fundamentos
pedagógicos de la Segunda República española.

Aliud (Soria), 2014


9

Prólogo

Isabel Oyarzábal de Palencia es una de las grandes intelectuales


de la Edad de Plata de las letras españolas. Editora y redactora
de las revistas La dama y La dama y la vida ilustrada entre 1907
y 1911, destaca por su prolífica labor como colaboradora habi-
tual en distintos periódicos madrileños (El Sol, Blanco y Negro)
así como en otros tantos británicos (Standard, The Laffan News).
Dramaturga y novelista avezada, sobresale por ser una de las pri-
meras mujeres en ocupar un cargo diplomático en el gobierno
de la II República, como embajadora en Estocolmo entre 1936 y
1939. Sin duda alguna, se trata de una intelectual de primera fila
que merece ocupar el alto lugar que le corresponde en el panora-
ma literario del siglo xx.
Es cierto que en los últimos años se viene trabajando intensa-
mente en la recuperación de la polifacética obra literaria de una
mujer que se vio obligada a sufrir, como tantos otros republica-
nos españoles, un largo y penoso exilio en México tras el triunfo
del régimen franquista en 1939.1 Una de las facetas realmente

1. Isabel Oyarzábal de Palencia, como así la llamaremos en este estudio, firmó


sus escritos con diferentes pseudónimos —entre ellos, el de Beatriz Galindo— ade-
más de usar su apellido de soltera. Tras su matrimonio con Ceferino Palencia, en
1909, firmó la mayor parte de sus escritos como Isabel de Palencia o bien combinado
con el suyo. Una primera versión de este prólogo se publicó en Nuevos modelos: cul-
tura, moda y literatura (España 1900-1939), Eds. Margherita Bernard e Ivana Rota,
Bérgamo, University of Bergamo Press, 2012.
10 El alma del niño

sorprendente dentro de la labor intelectual de Isabel es su inno-


vadora presencia en materia pedagógica y social en las convulsas
primeras décadas del siglo xx en nuestro país, toda vez que, en
mi opinión, sus propuestas son un antecedente de las progresistas
prácticas educativas que se plasmarían a partir de 1931 con el
advenimiento de la II República.
Con la intención de dar a conocer esta importante tarea de la
intelectual malagueña, me propuse investigar acerca de la escri-
tura, edición y publicación de la obra que lleva por título: El alma
del niño. Ensayos de psicología infantil. Firmada con el seudónimo
Beatriz Galindo, que utilizó Isabel de Oyarzábal por esos años en
distintos escritos. La obra, impresa en la conocida editorial ma-
drileña V. H. Sanz Calleja en 1921, contó con el aval y la apro-
bación de reconocidos expertos del mundo de la educación, de la
cultura y de la política, lo que contribuyó a una buena recepción
entre la sociedad madrileña de esa década.2 Con mi investiga-
ción, me propongo ilustrar cómo una mujer, autodidacta, aun-
que con una brillante preparación y una extraordinaria capacidad
para los idiomas, incursiona en la cultura del trabajo femenino
para contribuir al sustento de su familia en una época en que los
debates sobre el acceso al trabajo de las mujeres fuera del hogar
era objeto de controversias, no solo desde el ámbito legislativo
sino también desde el económico y el sociológico.

2. Existe una primera edición, de 1921, en la Biblioteca Nacional de Madrid, la


cual cuenta con un prólogo de José Ortega Munilla y una sección titulada «Juicios
críticos», añadida al final y tras el epílogo. Esta sección consta de tres reseñas firma-
das por María de Maeztu, Benita Asas Manterola y José Francos Rodríguez, perso-
nas muy reconocidas en el ámbito de la educación de la época. El original en el que
se basa esta edición —de la que conservamos la ortografía y la acentuación— data
de 1922 y se encuentra en el Arxiu Nacional de Catalunya. Fondo Isabel Oyarzábal,
Inventario 687, Registro 1812. En el mismo fondo, enviado desde México por Luis
F. Zubieta Estrada, se recopilan numerosos documentos gráficos y personales de
Isabel Oyarzábal de Palencia, además de sus obras publicadas en inglés en la década
de 1940 en Estados Unidos y varias obras inéditas.
Prólogo 11

Para comenzar, me parece necesario esclarecer el contexto


personal y profesional en que Isabel Oyarzábal de Palencia se
inició como escritora, antes de analizar El alma del niño. Ensayos
de psicología infantil, una obra que, en mi opinión, debe conside-
rarse innovadora en cuanto a los contenidos y a la metodología
propuesta en materia de educación para la época.3 Sin duda algu-
na, un acercamiento al ámbito familiar nos ayudará a esclarecer
los motivos que la indujeron a involucrarse en un proyecto tan
valioso como innovador.
En el mismo orden, será preciso relacionar esta publicación con
el contexto educativo que rodeaba a la autora por esas fechas, ya que
nos ilustrará acerca de cuestiones relativas a los estudios de psicolo-
gía, pedagogía y paidología que circulaban por Madrid en años tan
decisivos como lo fueron los que precedieron a la dictadura de Mi-
guel Primo de Rivera (1923-1930). Como se sabe, los ideales krau-
sistas con los que comulgaba la autora obtendrían sus mejores logros
a partir de 1931, con la proclamación de la II República.
Por último, el objeto principal de este estudio será la obra
mencionada: El alma del niño. Ensayos de psicología infantil.

Isabel Oyarzábal Smith


(Málaga, 1878-Ciudad de México, 1974)

En los últimos años se ha recuperado el apellido de familia para


esta mujer extraordinaria, nacida en Málaga el 12 de junio de
1878, en una familia de clase acomodada y donde la madre, es-
cocesa, influyó definitivamente en la trayectoria cosmopolita de

3. Isabel Oyarzábal fue una asidua colaboradora de distintos medios de prensa


madrileños en los que escribía sobre asuntos femeninos, maternidad y educación
infantil desde que en 1907 editara y redactara la revista La Dama. Algunos de los
temas tratados en El alma del niño se publicaron como artículos en el periódico El
Sol de Madrid, entre 1917 y 1920 en la sección titulada «Crónicas femeninas». Véase
Quiles Faz, 2013.
12 El alma del niño

Isabel. En su obra I Must Have Liberty, escrita en México a poco


de su llegada como exiliada política, Isabel confiesa la importan-
cia de su madre en su vida, además de sugerir ciertas reticencias
en la familia paterna respecto a ella, extranjera y protestante. La
primera parte de estas memorias se titula «Una pequeña rebelde»
y abarcan la infancia y adolescencia de la autora hasta su boda,
en Madrid, con Ceferino Palencia. El párrafo que sigue ilustra
la impresión causada por su madre en la conservadora sociedad
malagueña de finales del siglo xix:

Un elemento de perturbadora influencia había entrado en el


círculo sagrado de los Oyarzábal con la persona de mi ma-
dre, escocesa y protestante, que se había casado con mi padre
a la edad de diecisiete años, siendo él, veinte años mayor. Se
habían conocido en Málaga cuando ella había ido a visitar
a una de sus amigas de escuela, una tal Miss MacCulloch,
cuyo padre había residido muchos años en España, pero ha-
bía tenido buen cuidado de enviar a sus hijos a Escocia para
que fueran educados de la manera que, según él, era la más
conveniente… Parece ser que la satisfacción de mi padre
en lo referente a su elección de esposa no fue compartida
por toda la familia, especialmente por su propia madre. Un
extranjero era entonces, y lo es todavía hoy, un objeto de
preocupación para los españoles. Tienen razón, desde luego,
teniendo en cuenta las veces que han sido invadidos y trai-
cionados. ¡Pero un protestante! Un protestante era algo que
superaba los límites de aceptación en una buena sociedad.
La Inquisición no había existido para nada y, aún hoy día, en
las clases sociales altas de España, se puede decir que apenas
existen los matrimonios mixtos. Por lo menos yo no conozco
a ninguno. Los protestantes son tolerados si son extranjeros,
especialmente si son miembros del cuerpo diplomático. Pero
que un español se casara con una protestante era considerado
—entonces— como una especie de suicidio social. (I Must
Have Liberty, 1940: 6)
Prólogo 13

La admiración y el amor hacia sus progenitores se evidencia


en esta obra en la que, además, Isabel cuenta con todo lujo de
detalles cómo su apertura hacia las novedades intelectuales de
principios de siglo le hacían seguir con absoluta curiosidad los
eventos culturales que acontecían en su Málaga natal. En un ho-
menaje a la actriz María Tubau conoció a Ceferino Palencia, hijo
de la actriz y futuro marido suyo. Este hecho cambiaría el rumbo
de una joven, en principio conservadora, influenciada por una
estricta educación religiosa y unos códigos de comportamiento
adecuados a su clase social de burguesa. En ese encuentro, Isabel
contó sus deseos de debutar en el teatro a la reconocida actriz,
quien decidió hacerle una prueba. A pesar del escándalo social
que produjo esta decisión, Isabel marchó en compañía de su ma-
dre a Madrid, donde debutó por primera vez en la obra Pepita
Tudó. En su autobiografía, Isabel declara que comenzó a escribir
«para pasar el tiempo» (1940: 79), mientras reconoce que sus pri-
meros meses en Madrid le permitieron estar cerca de la familia
real española y participar en los acontecimientos más notables de
la vida social.
Sin embargo, sus inquietudes, sobre todo en lo concerniente
a la escasa educación lectora en las mujeres la impulsó a crear
junto a su hermana Anita la revista La dama, cuyo primer nú-
mero salió en diciembre de 1908. Resulta interesante saber de los
intereses, un tanto conservadores, que movieron a Isabel a sacar
a la luz esta revista: «La dama, como decidimos llamar la revis-
ta, debería ser suficientemente frívola como para ser atractiva,
suficientemente profunda como para conseguir ciertos objetivos
y suficientemente subordinada a las tradiciones para no provo-
car las críticas» (1940: 81). Más adelante declara que este pri-
mer trabajo periodístico le sirvió de gran ayuda en su labor como
corresponsal y colaboradora de distintas revistas inglesas, como
Laffan News Bureau y The Standard. Por esta época, además, se
inició como conferenciante en el Ateneo madrileño hablando de
la influencia de Sir Henry Irving en el teatro inglés y crecie-
14 El alma del niño

ron sus colaboraciones en las revistas españolas Blanco y Negro,


El Heraldo, Nuevo Mundo y La Esfera. Se sintió particularmente
feliz al colaborar en el periódico El Sol, entre cuyos colaborado-
res menciona a Ramón Pérez de Ayala, Salvador de Madariaga,
Gregorio Marañón, José Ortega y Gasset y Emilia Pardo Bazán
(1940: 132-133). En definitiva, se convirtió en una mujer inde-
pendiente económicamente gracias a sus trabajos intelectuales,
pero, además, ello le permitió situarse a la altura de sus compa-
ñeros varones, algo que ella misma reconoce en sus memorias
como único y valioso en una época donde la misoginia brillaba
por doquier en la sociedad española.
El día 8 de julio de 1909, según sus propias palabras «uno de
los días más calurosos que se han conocido en Madrid (1940:
102)», se casó con Ceferino Palencia. Fue una ceremonia poco
convencional, pues Isabel se negó a llevar el tradicional vestido
blanco, propio de una novia de su clase, lo que disgustó a su
madre. La segunda parte de su autobiografía, que se titula «En
marcha», se inicia al regreso de la luna de miel pasada en París, y
cuenta los episodios tanto personales como profesionales vividos
por la pareja en Madrid hasta los comienzos de la guerra civil. La
malagueña adoptó el apellido de su esposo y con él publicó, pri-
mero, sus artículos periodísticos en España y, después, sus libros
escritos en el exilio mexicano. En las ediciones españolas recien-
tes, sin embargo, se recupera su apellido de familia, tanto en las
de sus obras de teatro, Diálogos con el dolor, de Carlos Rodríguez
Alonso (1999), como en la de En mi hambre mando yo, de Javier
Martínez Reverte, editada por Mono Azul en 2005 y publicada
por primera vez en México en 1959. No quiero detenerme de-
masiado en esta insistencia por recuperar el apellido de familia
para esta malagueña, hoy reconocida como actriz, periodista,
dramaturga, traductora, folclorista, diplomática y novelista, pero
sí quiero anotar que el encuentro con Ceferino Palencia fue un
hecho que marcó su vida para siempre: con él vivió una larga vida
de matrimonio, tuvo a sus dos hijos y con él compartió sus últi-
Prólogo 15

mos años en el exilio mexicano hasta la muerte del primero, en


1963. Isabel murió en 1974 sin haber podido regresar a España
como era su deseo. La escritora reconoce la importancia de su
esposo en su vida en la dedicatoria del libro Diálogos con el dolor
publicado en México, donde dice: «A Cefe, con el que tantos
caminos de dicha y de dolor he recorrido».
Es cierto que Isabel, en su autobiografía, reconoce que en los
primeros años de su matrimonio hubo dificultades económicas
debido a la inestabilidad en el trabajo de su esposo (pintor inci-
piente), algo que ella intentó subsanar de alguna manera con sus
trabajos de periodismo y como traductora. Como ella misma de-
clara en sus memorias, las traducciones de los volúmenes V y VI
de Havelocck Ellis en materia de psicología sexual la ayudaron,
además de en lo económico, a comprender las complejidades del
sexo masculino y, en cierto modo, a perdonar los devaneos de su
esposo. Porque Isabel confiesa que su esposo la engañó durante
una temporada, aunque no duda en declarar que tras unos meses
de mucho sufrimiento, ella y Ceferino lograron reanudar su vida
matrimonial en común con mucha más fuerza que en el principio
(1940: 141-142). Sin duda alguna, los acontecimientos sociales y
políticos en los que se vio envuelta esta pareja —la gran guerra
europea de 1914-1918, la dictadura de Primo de Rivera, la pro-
clamación de la II República y el posterior golpe de estado fran-
quista— fueron un acicate que contribuyó a reafirmar su unión.
Isabel firmaba esos días sus colaboraciones con el apellido de
su esposo, cuando fue requerida, en 1915, para formar parte del
grupo de mujeres intelectuales que lucharon por el derecho al
sufragio en España. En ese momento se sentía presionada por
sus problemas familiares y no aceptó, aunque más tarde, en 1926,
se asoció en el Lyceum Club e incluso fue nombrada vicepresi-
denta de esta asociación feminista. Isabel fue despertando poco
a poco a las inquietudes sociales y políticas promovidas desde la
izquierda republicana española y no podemos calibrar las actua-
ciones personales de esta mujer con el rasero de hoy día, porque
16 El alma del niño

como queda demostrado, sus contradicciones —católica conven-


cida y ferviente socialista, defensora del derecho al voto feme-
nino— no le impidieron un compromiso social muy fuerte, que
se hace visible tanto en su literatura como en su carrera política.
Precisamente me interesa destacar el aparentemente contradic-
torio binomio «catolicismo-compromiso social», muy evidente y
palpable en los escritos de Isabel, que no actúan en detrimento,
antes bien todo lo contrario, de su participación comprometida
en el escenario de la política de izquierdas.
La labor periodística de Isabel durante la década de 1920 me-
rece un comentario aparte a la hora de esclarecer su personali-
dad. María Luisa Mateos Ruiz realiza un estudio detallado de
los artículos publicados por Isabel de Palencia en la revista Blanco
y Negro, entre los años de 1925 y 1928 (Mateos, 2005: 205-216).
Escribió un total de 35 artículos, que son de interés por las ideas
avanzadas, liberales y progresistas que contiene, acordes con la
ideología de la autora, una feminista para su época, en el sentido
que hoy se le da a este término. Todos ellos plantean situaciones
y asuntos relacionados con el mundo de las mujeres, muy parti-
cularmente, los que conciernen a su emancipación, a la educación
y a lo que hoy se conoce como conciliación de la vida profesional
y familiar. Algunos de estos artículos mencionan los temas que
ella trata en sus obras dramáticas, que, por cierto se represen-
tan en distintos teatros de Madrid en esos años. Voy a señalar
algunos títulos de estos artículos para mostrar los intereses que
movían a escribir a Isabel de Palencia, que solía firmar con el
seudónimo de Beatriz Galindo en aquellos años. De 1925 son los
titulados: «Junto a la estatua de la libertad. Impresiones de un
viaje a América» y «La mujer en el arte: las esculturas de Laura
Rodij»; de 1926 son «Evocación. Las mujeres en el evangelio»,
«El hogar español: la jornada de un ama de casa» y «El arte y el
verano: el sombrero femenino visto por el pintor»; de 1927 son
«Los problemas de la vida moderna: cooperativas maternales» y
«La mujer y la novela: Emily Brönte»; de 1928 son «Feminismo
Prólogo 17

mundial: la mujer sigue extendiendo su radio de acción»; y «La


Florida: la Riviera norteamericana». Parece claro que Isabel se
mostraba en la revista Blanco y Negro como correspondía a una
periodista diletante, una intelectual ecléctica, interesada en miles
de asuntos, todos ellos en relación con una evidente amplitud de
miras en lo concerniente a la cultura de las mujeres.
Lo más notable de sus colaboraciones en la prensa es que in-
forman del ambiente teatral que se vivió en Madrid en los años
20. Ella misma era la encargada de la sección teatral del diario
El Sol y, como asegura en su autobiografía, los escenarios madri-
leños gozaban de un ambiente extremadamente animado en esos
años. En palabras de Isabel:

Como había gran cantidad de teatros y los productores es-


taban renovando constantemente sus programas, mi trabajo
era muy gratificante en todos los sentidos. Los teatros de
Madrid ofrecían dos sesiones diarias. Lo que se llama ma-
tinée comenzaba a las seis de la tarde. La segunda sesión, a
las 10.45 de la noche y raramente concluía antes de la una de
la madrugada. Los estrenos solían darse en la última sesión
y como se suponía que las reseñas sobre las nuevas obras
tenían que aparecer en la edición de la mañana, tenía que
escribir mi comentario esa misma noche, después de asistir a
la representación. (1940: 133)

Sin duda alguna, Isabel disfrutaba de un quehacer que la


mantenía en contacto con los medios intelectuales y artísticos
más notables de Madrid. De hecho, en 1926, Isabel de Palencia y
su marido se implican de lleno en «El mirlo blanco», un teatro de
cámara instalado en la casa de los Baroja y dirigido por Cipriano
Rivas Sherif. Ella misma actuó como actriz en la representación
de alguna de sus obras en este teatro de cámara y también en el
teatro instalado en el Lyceum Club, fundado en 1926 por Carmen
Baroja y del que Isabel fue vicepresidenta mientras Victoria Kent
18 El alma del niño

ocupaba la presidencia de esta asociación tan decisiva en la lucha


de las mujeres por la igualdad social y el prestigio intelectual.
Muchas de estas obras fueron traducidas al inglés, al sueco y al
alemán por la propia autora y representadas en los años 30 en
distintos teatros europeos de Londres y Estocolmo.
Antonina Rodrigo ha sido de las primeras en recuperar la tra-
yectoria política de Isabel Oyarzábal, y de sus investigaciones se
deduce que a finales de 1920 la participación en la vida políti-
ca de Isabel se vuelve más intensa. A tenor de lo publicado por
Rodrigo, Isabel preside en 1929 la Liga Femenina Española por
la Paz y la Libertad y se especializa en Derecho Internacional.
Fue la única mujer que formó parte de la Comisión Permanen-
te de la Esclavitud en las Naciones Unidas. En 1930, consiguió
entrar en la cárcel y fotografiar al Comité Revolucionario Re-
publicano. Sus fotografías se publicaron en el Daily Herald de
Londres. En 1931 su candidatura aparece en las listas del Partido
Socialista y su implicación con la República es total: Consejera
Gubernamental de la XV Conferencia Internacional del Trabajo
(Ginebra, 1931), vocal del Consejo del Patronato del Instituto de
Reeducación Profesional, delegada en la Sociedad de Naciones.
En 1933 gana por concurso oposición una plaza de Inspectora
Provincial y representa al gobierno de la República en la Socie-
dad de Naciones. Actuó como ministra plenipotenciaria (hecho
insólito para una mujer) en nombre de la República en el seno
de las Naciones Unidas y, asimismo, se implica en el Comité
Mundial de Mujeres contra la Guerra y el Fascismo. En 1935
asiste, en Ginebra, como representante de los trabajadores a la
Conferencia Internacional del Trabajo. Declarada la guerra, en
1936, pasa a formar parte de la Comisión de Auxilio Femenino.
Sin duda alguna, el hecho de hablar perfectamente inglés le
abrió las puertas de la política internacional a Isabel y uno de los
días más amargos y complicados de su vida es el 18 de julio de
1936, cuando los acontecimientos la convierten en corresponsal
de guerra en Europa, pero también en portavoz de la España re-
Prólogo 19

publicana en diferentes foros internacionales. Antonina Rodrigo,


además, ha recuperado en sendos estudios los avatares de Isabel
desde que en octubre de 1936 el Gobierno la nombra ministra
plenipotenciaria de segunda clase con destino en la legación de
España en Estocolmo. Cuenta Rodrigo que Isabel sale de Espa-
ña con su hija Marisa, Isabel García Lorca y Laura de los Ríos.
Se encuentran en Ginebra con el ministro Fernando de los Ríos,
con quien le unía una gran amistad y éste le propone a Oyarzá-
bal que antes de incorporarse a su nuevo puesto en Estocolmo,
forme parte de una expedición que recorrerá Norteamérica para
difundir las razones de la España republicana, que en muchos
lugares está siendo acusada de permitir el establecimiento del
comunismo —argumento en el que se basaba la sublevación
franquista. (Rodrigo, 1998: 347). Previamente, Isabel viviría un
curioso episodio ya que fue enviada a mediados de octubre para
informar de la situación en España a la Conferencia del Partido
Laborista Británico, en Edimburgo, antes de que se firmase el
Pacto de No-Intervención. Sin embargo, la avioneta en la que
vuela es detenida en París durante cinco horas y cuando llega a
Edimburgo, el pacto ya se ha firmado. Es en este acontecimiento
donde he centrado la mayor parte de mi estudio, ya que da preci-
sa cuenta del compromiso político de Isabel de Palencia para con
la II República. Ella y el señor Jiménez de Asúa pronunciaron
sendos discursos en la sede del Partido Laborista en Edimbur-
go, los cuales se recogen en la publicación titulada: La agonía de
España. Llamada socialista a la democracia británica.4 En primer
lugar, cabe decir que se trata de un discurso político, destinado
a informar de la situación y a pedir ayuda para la causa republi-

4. Esta publicación lleva por título La agonía de España. En la portada aparece


una foto de los conferenciantes, Isabel de Palencia y el Señor de Asúa. Más abajo un
subtítulo dice así: «Enviados españoles cuentan los hechos». Se publicó en las edi-
ciones del partido laborista inglés con una foto del Daily Herald y la encontré en los
archivos de la Fundación Pablo Iglesias, de Alcalá de Henares. Las citas extraídas de
esta publicación han sido traducidas por la autora de este artículo.
20 El alma del niño

cana, de ahí que Isabel haga uso de una retórica subjetiva, llena
de dramatismo y de intenciones propagandísticas. Comienza en
estos términos:

Camaradas, estoy aquí en calidad de delegada española;


aunque no soy únicamente española, también soy escocesa
por parte de madre, y me siento orgullosa de ello. He regre-
sado al Reino Unido después de muchos años de ausencia,
y desde ayer por la mañana, cuando llegué, me parece que
estoy viviendo un sueño. Los dos últimos meses han sido
una pesadilla para todas las mujeres españolas. Pero esta
pesadilla se confundió ayer con los recuerdos del pasado
—los recuerdos de mi infancia, cuando recorría las calles
de Edimburgo, pobladas en mi imaginación de niña, de los
personajes de Walter Scott y de los ecos musicales de los
poemas de Robert Burns. (1940:5)

Isabel insiste a lo largo de su soflama en el sufrimiento de las


mujeres y en las condiciones horribles de las milicias republica-
nas. Alude a un acontecimiento que tuvo resonancias polémicas,
como fue el bombardeo del Alcázar de Toledo. Dice así:

Y hablando de valor, debo decir algunas palabras en torno


a lo sucedido en el Alcázar de Toledo. Admito el valor de
muchos rebeldes, pero niego el valor de aquellos que estaban
en el Alcázar de Toledo. Mantengo y lo voy a explicar aquí,
que el Alcázar no fue bombardeado, como se supone que,
de acuerdo a principios estratégicos, debería haberlo sido,
porque el Gobierno español y la milicia española no podían
soportar la idea de bombardear este lugar con tantos niños
y tantas mujeres adentro. ¿Y qué niños y mujeres había allí?
La gente creía que eran las mujeres y los hijos de los oficia-
les. Pero eso no es cierto. Había cientos de mujeres y niños,
las mujeres de hombres que habían sido puestas allí por los
Prólogo 21

rebeldes a la fuerza. Y como los rebeldes creyeron que el


lugar no sería bombardeado en tanto que contuviera a tantas
mujeres y niños, se negaron a dejarlos salir. (1940:7)

Evidentemente, la oradora defiende su postura y a los de su


bando y justifica las acciones de las milicias republicanas. Es
muy interesante conocer la versión de Isabel de Palencia, que
contrasta con la difundida por las tropas franquistas:

El gobierno republicano llevó a cabo tres intentos para obte-


ner que los dejaran salir. El primero lo hizo un profesor del
colegio Militar que se encontraba en el Alcázar. Intentaron
persuadirlo, pero sin éxito. Pidieron ver a un sacerdote. El
gobierno invitó al padre Camras, uno de los predicadores
más conocidos en Esaña, un canónigo de la Catedral de Ma-
drid. Fue allí y permaneció tres horas dentro del Alcázar.
Cuando salió de allí era un hombre destrozado. Había dicho
una misa, había bautizado a dos niños que habían nacido en
esa horrible cámara de terror y le había hablado al coman-
dante, quien le dijo «Las mujeres y los niños se niegan a salir.
Además, tengo miedo de que la milicia les haga daño si sa-
len de aquí». El padre Camras intentó convencerle de que si
salían no les pasaría nada, pero fue en vano. Un intento más
se llevo a cabo a través del embajador de Chile, quien pidió
al gobierno que fuera y hablara con los rebeldes para darles
la certeza de que se trataría bien a las mujeres. Su oferta
fue aceptada. Fue allí y les dijo: «Nosotros en la embajadas
nos haremos cargo de las mujeres». La respuesta fue que no
deseaban salir de allí. Nosotros sabíamos que sí querían, ya
que el día anterior una mujer había escapado desnuda del
Alcázar porque habían escondido sus vestidos para que no
pudiera irse del lugar. (7)

Otro asunto preocupaba en extremo a Isabel de Palencia en


aquellos momentos. Se trataba de la religión y de cómo se vivía,
22 El alma del niño

tanto en España como en Escocia, un país católico, el difundido


y comentado expolio de las iglesias por parte de los republicanos.
Dice así:

Se me educó en el catolicismo, así que sé muy bien lo que


los católicos de este país y los de otros países deben de sentir
después de leer la información que se ha publicado en parte
de la prensa y después de ver las fotografías de las atrocida-
des cometidas, de acuerdo a los rebeldes, por las fuerzas lea-
les del gobierno legítimo de la República. Amigos católicos,
camaradas católicos, les digo que esas fotografías son falsas.
Por desgracia, una guerra civil divide de manera terrible la
opinión en un país. No les voy a negar que, desgraciadamen-
te, ha habido violencia. Hay violencia por ambos lados. Con
las fuerzas rebeldes hay miembros de la Iglesia católica, pero
¿quién tiene derecho a afirmar que la totalidad de la Iglesia
católica está con los rebeldes? Eso no es cierto. Yo solo puedo
responder por los católicos que viven en las ciudades y en las
regiones ocupadas por las fuerzas leales. Puedo informar de lo
que he visto allí. He visto una lucha feroz entre los católicos
y las fuerzas leales. He visto violencia en ambos lados. Los
sacerdotes católicos han sido considerados como beligerantes,
no voy a entrar ahora en una larga explicación de por qué, y
dónde. Se han alineado al lado de los enemigos de las fuerzas
leales y han sido considerados como enemigos. (1940:8)

Con el fin de tranquilizar a los católicos, Isabel no duda en


hacer público un compromiso que, según sus palabras, se iba a
cumplir:

Se me ha preguntado una y otra vez, «¿si las fuerzas leales


ganan, prohibirán la religión católica?». De nuevo respon-
do desde el fondo de mi corazón: «¡no!». Me dicen que las
iglesias están ahora cerradas en Madrid, y les respondo, y
esta es la verdad más absoluta, que si están cerradas, no es
Prólogo 23

porque el gobierno quiera que estén cerradas. El gobierno


ha preguntado a católicos muy conocidos cuál era su opinión
acerca de si las iglesias deberían estar abiertas o no para los
servicios religiosos. Como el gobierno ha confirmado, con
el advenimiento de la República todas las iglesias, con to-
dos sus tesoros, fueron abiertas para los servicios religiosos.
¿Por qué no se pueden mantener abiertas en este momento?
Los miembros de las iglesias católicas de Madrid han creído
aconsejable esperar un poco más, no porque tengan miedo
de la gente sino porque temen que algunas personas puedan
aprovechar para hacer manifestaciones políticas dentro de las
iglesias, lo que podría acarrear consigo numerosos enfrenta-
mientos que pueden ser fácilmente evitados. Pero cuando la
lucha termine, cuando hayamos ganado, y miren que no digo
«si ganamos»; digo «cuando hayamos ganado» habrá libertad
absoluta para la religión católica en España. (6)

Otro de los apartados de la prédica de Isabel se centra en los


estragos causados por los mercenarios marroquíes traídos a la
península por el bando franquista. De nuevo Isabel acude a una
retórica repleta de símbolos sangrientos y dramáticos:

No quisiera herir sus sentimientos esta mañana, pero pienso


que es mi obligación hacerlo. Se ha dicho que ha habido
terribles violaciones de mujeres de parte de las fuerzas leales
españolas, y yo les digo, que no ha sido ni de parte de las
fuerzas leales ni de parte de las fuerzas rebeldes. No puedo
creer en este dato porque conozco a mi gente. Puede que
haya habido incidentes criminales, algunos, no puedo negar
este hecho. Pero que haya una sistemática y continuada vio-
lación de mujeres en las poblaciones ocupadas por las fuer-
zas leales, eso lo niego. Y niego, asimismo, que las fuerzas
rebeldes españolas puedan cometer tales crímenes. Pero ¿y
las tropas moras? Ellas tienen derecho, y así lo dice en su
contrato, a actuar libremente cuando toman una ciudad o
24 El alma del niño

un pueblo —como han podido comprobar en The Times—,


y eso es lo que están haciendo encarnizadamente, violenta-
mente, y lo van a seguir haciendo. El saqueo de las iglesias
en España se está llevando a cabo por los moros, y es contra
estas tropas, que las fuerzas leales de España están luchan-
do. Contra estas tropas estamos enviando a nuestros jóvenes,
nuestra magnífica juventud, al frente. (6)

Para concluir, hace una llamada de atención a sus orígenes es-


coceses utilizando el dialecto propio del país «Scostmen, ye ken
noo», indicando a la audiencia que ahora ya tienen la verdadera y
necesaria información para actuar en consecuencia. En este sen-
tido, es interesante cómo la autora recoge las impresiones de esta
arenga política en su autobiografía I Must Have Liberty:

El discurso de Jiménez de Asúa, en francés y con traducción


simultánea, produjo sensaciones enormes entre el público y
cuando llegó mi turno, los asistentes gritaban como locos.
Lo expliqué todo otra vez. Di una impresión general de lo
que estaba pasando en España y recordando lo que mi madre
nos decía de niños terminé mi arenga diciendo: «¡tenían la
excusa de que no sabían qué pasaba, pues ahora ya lo saben!».
En mi vida he visto tanta emoción como en esa ocasión. La
gente se levantó y gritó contra el pacto de no-intervención,
y se lanzó a pedir armas a favor de los españoles. (1940:247)

Isabel sigue contando en sus memorias anécdotas relaciona-


das con su familia escocesa, a quien apenas pudo visitar y pasa
a continuación a detallar su viaje, en el Queen Mary a Estados
Unidos. Allí permaneció tres meses dando conferencias a los dos
lados del país y Canadá. En total fueron 42 conferencias en 53
días, en las cuales recolectó más de dos mil dólares para la causa
republicana, lo que la hizo sentirse útil y feliz. Al final del capí-
tulo se recogen las reflexiones de la autora sobre la opinión pú-
Prólogo 25

blica en Estados Unidos, respecto a lo que ella llama «la cuestión


española». Dice así:

La cantidad de regalos de comida y de dinero, así como la


ingente ayuda médica que se recibió en España durante la
guerra, no fueron simplemente la expresión de sentimien-
tos de compasión por el sufrimiento humano; eran también
una llamada a la conciencia indiferente del mundo —en re-
paración por los pecados de omisión contra la democracia,
una democracia por la que España estaba agonizando por
apoyarla y defenderla. Las Brigadas Internacionales no eran
sino una protesta contra la indiferencia oficial y el deseo de
mostrar que hombres de más de cincuenta países eran leales
a España y lo serían incluso hasta la muerte. (259)

A finales de diciembre de 1936, después de pasar por Bruse-


las, llega con su hija Marisa a Estocolmo para ocuparse de la em-
bajada, tal y como había previsto el gobierno. En su autobiogra-
fía, Isabel cuenta numerosas anécdotas en relación a su estancia
en el país nórdico, sus encuentros con diferentes diplomáticos,
entre ellos, con Alexandra Kollontay, de la Unión Soviética, y
con la familia real sueca. Sobre todo, dedica profundas reflexio-
nes a la situación privilegiada de Suecia, tanto en lo económico
como en las libertades individuales, para pasar a lamentar la falta
de compromiso de este país en relación a la situación española.
Los meses van pasando en Estocolmo, pero el partido franquista
va ganando posiciones a los republicanos. Así lo cuenta Isabel en
sus memorias, con un tono cada vez más triste y pesimista. Sus
hijos se han casado, pero la Navidad de 1938 fue muy triste para
Isabel, a pesar de tener a su primer nieto, de 4 meses, junto a
ella. La resistencia del Ejército Popular republicano se debilitaba
día a día. La caída de Barcelona, el 26 de enero de 1939, fue un
duro golpe, y el 5 de febrero un telegrama le informa de que su
yerno se encontraba en un campo de concentración francés. Días
26 El alma del niño

más tarde le notifican que su hijo, que había estado como médico
en el frente de Aragón, también está internado en un campo de
concentración del sur de Francia. El primero de abril de 1939
abandona la embajada y se dispone a reunirse con su familia,
para salir hacia el exilio. De la incertidumbre y la angustia vivi-
das por Isabel durante los primeros meses del año 39, tenemos
noticia en sus memorias:

No podía saber lo que estaba pasando sólo por lo que leía


en la prensa, pero sabía lo suficiente de los implicados en
esta horrible tragedia como para adivinar lo que estaba su-
cediendo. Era difícil saber lo que tenía que decir a las gentes
de Suecia. Veía al ministro Sandler muy a menudo aquellos
días y siempre le daba la misma respuesta a sus preguntas.
«No tengo noticias oficiales todavía. Además, las comuni-
caciones son muy contradictorias, pero estoy segura de que
mañana o pasado recibiré informaciones precisas». Pasaron
algunos días y, por fin, oímos que el gobierno había llegado
a Madrid. La esperanza anidó de nuevo en nuestros cora-
zones. No quería hablar de posibilidades. La única cosa que
importaba era que la caída de Cataluña no fuera a desbaratar
nuestra última oportunidad. La palabra «Madrid» se levan-
tó, otra vez, ante la mirada asombrada del mundo entero.
A lo mejor la gran hazaña de noviembre de 1936 volvía a
repetirse. (1940: 452)

Finalmente, Isabel asume la derrota y toma, junto a su espo-


so e hijos, el barco que la conducirá a Nueva York, primero, y,
después, a México. Rememorando los momentos en que el barco
sale de Europa hacia el nuevo continente, Isabel confiesa en sus
memorias:

Aunque estábamos todos juntos, el barco nos llevaba lejos


de España, de la España que habíamos amado, de nuestro
Prólogo 27

pueblo, que ahora era prisionero de Franco o se hallaba en


campos de concentración en Francia. Nosotros íbamos a
encontrarnos con multitud de dificultades, pero, al menos,
éramos libres. Sentí que no importara lo que el destino me
tuviera preparado, nunca sería feliz mientras un solo español
se hallara privado de libertad. (1940:463)

A pesar de la terrible situación, Isabel se sintió bien en Mé-


xico. Ella misma declara repetidas veces en sus memorias que se
sentía «instalada» desde que llegara a este país, ya que el bullicio
y la música de las calles de la capital mexicana le recordaban su
Málaga natal, cuando era niña. «Hasta el modo de hablar de los
mexicanos —asegura— me trasladaba a casa, porque no usan
la pronunciación castellana, de acento más fuerte. Ellos hablan
muy suavemente, como los andaluces». (1940: 468)

La educación en España hacia 1920

Hay constancia de que esta obra tuvo una acogida muy favorable,
según confirma la propia autora en sus memorias cuando asegura
que los problemas domésticos le impedían disfrutar plenamente
de su éxito como escritora en 1921.5 A tenor de sus declaraciones,
Isabel había sido invitada a Estados Unidos por segunda vez para
dar una serie de conferencias en distintas universidades. Reme-
morando los preparativos ante su partida declara:

Regresé a América para otra gira de conferencias unos me-


ses después. Esta vez a mi familia le costó mucho dejarme
ir. Cefe, aunque había estado de acuerdo conmigo en que
era lo único que podíamos hacer para asegurarnos unos in-

5. Isabel de Palencia, He de tener libertad, traducción y edición crítica de Nuria


Capdevila-Argüelles, Madrid, Horas y Horas, 2010.
28 El alma del niño

gresos aceptables, se lo tomó tan mal que no quiso ni hablar


del viaje. Aparte de tramitar mi pasaporte, no movió ni un
dedo para ayudarme. Los niños no hacían más que protestar,
Cefito con violencia, Marisa en silencio. Todo esto estropeó
la alegría causada por la publicación de mi primer libro, un
estudio sobre psicología infantil que acababa de salir y que
ya había sido favorablemente reseñado.6
En efecto, tres amplias reseñas de expertos en la materia
avalan la publicación de Isabel: las escritas por María de Maez-
tu, Benita Asas Manterola y José Francos Rodríguez, personas
muy reconocidas dentro el mundo de la educación y de la peda-
gogía, lo que hace suponer que este libro se presentó como un
tratado o manual destinado a la orientación en materia educati-
va para padres, educadores y maestros. La obra describía y enu-
meraba, desde un punto de vista experimental, las cualidades,
las virtudes, pero también los defectos y los vicios infantiles
desde la más tierna edad. Al mismo tiempo, sugería y aconse-
jaba a los padres y educadores cómo encararlos y tratarlos para
conseguir domeñarlos y encauzarlos a su debido tiempo; y todo
ello con el fin de establecer la mejor comunicación entre edu-
cadores y educandos.7
Isabel Oyarzábal Smith había llegado a Madrid en 1907, des-
de Málaga, y había incursionado en el mundo de la cultura y la
intelectualidad madrileña de manera sorprendente. Entre 1907
y 1911 redactó y editó las revistas La Dama y La dama y la vida
ilustrada, con un objetivo principal: ocuparse en lo que le gusta-
ba y para lo que se hallaba bien preparada; pero, por encima de
todo, para ganarse la vida, ser independiente y contribuir a la

6. Ibidem, p. 197.
7. Existe una segunda edición, publicada en México, que prescinde de la sección
«Juicios críticos», si bien el resto es calcada de la primera y con la doble firma: Isabel
de Palencia y Beatriz Galindo. Isabel de Palencia, El alma del niño. Ensayos de Psico-
logía infantil. México, D.F. Ediciones Aztlán, 1958.
Prólogo 29

economía familiar, principalmente desde que tuvo una familia.8


Es revelador, en este sentido, reconocer la mentalidad abierta de
Isabel en lo relativo al acceso al trabajo de las mujeres españo-
las entre 1900 y 1920. En la antología Mujer, familia, trabajo en
España (1875-1936), Mary Nash recoge numerosos textos que
plasman los debates, reglamentaciones y legislaciones sucesivas
en torno al mundo del trabajo de las mujeres. Casi todos aluden
al trabajo doméstico, físico y manual como el propio de las mu-
jeres, pero muy pocos incluyen el homónimo intelectual como
adecuado y aceptable para las féminas. José Francos Rodríguez
en La mujer y la política españolas (1920) aboga por mejorar las
condiciones de trabajo de las mujeres al tiempo que denuncia su
escasa inserción en trabajos de orientación intelectual y confirma
que las mujeres se han convertido en la única fuente de ingre-
sos económicos para muchas familias españolas.9 Por su parte,
distintas intelectuales de la época como Margarita Nelken, así
como Leonor Serrano de Xandri aportaron, en diferentes obras,
diversas sugerencias y soluciones progresistas respecto al debate
del trabajo asalariado de las mujeres en España en las primeras
décadas del siglo xx.10
Lo cierto es que Isabel de Palencia quiso trabajar fuera de
su casa para contribuir al sustento familiar y lo hizo en lo que
ella consideró que estaba bien preparada: la escritura en sus más
diversas variantes. Intervino como conferenciante en el Ateneo
Madrileño y en la Casa del Pueblo, así como en diversas institu-
ciones tanto públicas como privadas en Estados Unidos, donde
viajó a partir de 1920, gracias a las buenas relaciones y amistades

8. Bados Ciria, Concepción, «Isabel Oyarzábal Smith, editora y redactora: La


Dama y La Dama y la vida ilustrada», en Margherita Bernard e Ivana Rota (eds.),
En prensa. Escritoras y periodistas en España (1900-1939), Bérgamo Unversity Press,
2010, pp. 15-44.
9. Mary Nash, Mujer, familia y trabajo en España. 1875-1936. Barcelona, An-
thropos, 1983, pp. 344-348.
10. Ibidem, pp. 353-357.
30 El alma del niño

con las que contaba en ese país, las cuales le proporcionaron foros
y espacios desde los que pronunciar conferencias y dar a conocer
sus escritos, siempre con el fin de obtener remuneración por su
trabajo.11 Por otro lado, fue una reconocida colaboradora en dis-
tintos periódicos madrileños de la época: El Sol, Cosmópolis, La
Esfera, Blanco y Negro entre otros; además, desde 1908, trabajó
con colaboraciones semanales para dos periódicos ingleses (The
Standard y The Laffan News Bureau) a los que enviaba crónicas
de todo tipo. Tras su muerte, acaecida en México en 1974, han
sido numerosas las investigaciones acerca de su dilatada obra li-
teraria, tanto la publicada en España entre 1900 y 1936 y la que
produjo en México, desde su llegada al país azteca en 1939 hasta
su muerte en 1974.12 De sus escritos autobiográficos publicados
en inglés en Estados Unidos, se colige que Isabel escribía, al mis-
mo tiempo y con distintos seudónimos, en distintos periódicos y
revistas madrileños y extranjeros; por otra parte, investigaba con
el propósito de divulgar determinadas obras que ella consideraba

11. Anita Oyarzábal, su hermana, trabajaba como profesora de español en We-


llesley College, una institución muy prestigiosa para mujeres, cerca de Boston. Am-
bas hermanas estaban muy unidas, de ahí que Anita la invitara a viajar y más tarde
le proporcionara contactos de trabajo en Estados Unidos. Isabel de Palencia, He de
tener libertad, cit. p. 197.
12. Isabel de Palencia publicó dos tomos de memorias una vez en el exilio mexi-
cano. El primero, I Must have Liberty (1940), evoca su infancia en Málaga, su llegada
a Madrid, su matrimonio con Ceferino Palencia y la evolución de sus ideas socia-
listas a partir de 1915, así como su participación en distintos foros internacionales y
sus viajes a Estados Unidos y Canadá en 1936 con el objeto de recabar fondos para
la II República en guerra contra el levantamiento fascista del general Franco. El
Segundo tomo de memorias, Smouldering Freedom (1945), pergeña un sumario de
los acontecimientos que desembocaron en la derrota del gobierno de la II Repúbli-
ca, al tiempo que recoge las consecuencias de la misma en los diferentes grupos de
españoles exiliados a lo largo y ancho del mundo a partir de 1939. Estas memorias
se escribieron en inglés y se publicaron en Nueva York, cumpliendo los objetivos de
su autora: dar a conocer unos acontecimientos vividos por ella en primera persona y,
sobre todo, encontrar un modo de subsistencia para su familia, en una situación tan
adversa como el exilio. Véase la bibliografía consultada para remitirse a las recientes
traducciones al español de ambos libros de memorias.
Prólogo 31

oportunas en el espacio sociopolítico español y, por último, se


dedicó con absoluta fecundidad a la traducción y posterior edi-
ción de diversas novelas inglesas escritas en el siglo xix.13 Tan in-
tenso y prolífico quehacer constituye el grueso de su producción
escrita entre 1907 y 1936 en España, ya que en esta fecha sale del
país para no regresar nunca más.14
En sus memorias, Isabel reconoce que desde su matrimonio
con Ceferino Palencia, en 1909, muchas cosas cambiaron en su
vida, tanto en lo personal como en lo profesional. La temprana
llegada de sus dos hijos, Juan y Marisa, la obligaron a posponer
su plena dedicación al feminismo incipiente por aquellos años en
España, si bien participó muy activamente en los movimientos
en aras del feminismo, que se sucedían por doquier en suelo es-
pañol como continuación de los acontecidos años antes en Euro-
pa. En este sentido confirma:

En 1915 un grupo de mujeres comenzaron a debatir sobre


el sufragio femenino en el Ateneo de Madrid. Por entonces
pasaba yo mucho tiempo en casa y ninguna de mis amigas
más cercanas se había involucrado, así que tampoco me en-
teré de lo que estaba pasando, aunque a juzgar por la prensa,
el debate sobre la cuestión femenina seguía su curso admi-
rablemente. Me pidieron unirme a la causa, pero no era el

13. Las traducciones fueron una fuente de ingresos importante para Isabel y
su marido. Entre otras, tradujo las novelas Silas Marner, de George Elliot (Calpe,
1919) y La abadía de Northanger, de Jane Austin (Calpe, 1920); obras históricas como
Enrique III y sus seis mujeres, de Francis Hackett (Juventud, 1937) y obras diversas
como los volúmenes V y VI de Psicología sexual de Havelock Ellis (1913). Asimismo,
las traducciones de novelas góticas inglesas se publicaron por capítulos, en las revis-
tas La Dama y La dama y la vida ilustrada, entre 1907 y 1911. Véase Bados Ciria,
cit. pp. 34-36.
14. Rosa María Ballesteros, «Isabel Oyarzábal: una malagueña en la corte del
rey Gustavo», Jábega, No 92, 2002, pp. 111-122.
32 El alma del niño

momento adecuado para mí. La vida en casa era demasiado


complicada o quizás me absorbía demasiado.15

Algún tiempo más tarde llegó a representar a la Asociación


Nacional de Mujeres Españolas (ANME), en distintos foros eu-
ropeos a lo largo de esos años dando muestra de su compromiso
con la lucha por la igualdad de derechos entre los dos sexos, así
como entre distintas clases sociales.16 En este orden, un ejemplo
de su audacia en el ámbito profesional es su colaboración como
corresponsal para distintos periódicos ingleses, lo que contribu-
yó a que se afianzara con seguridad en un mundo de hombres,
como lo era el de la prensa madrileña por entonces. Isabel se
refiere a este asunto con estas palabras:

Mi trabajo como corresponsal alteró mis modelos de con-


ducta. Entre otras cosas, me acostumbré a tratar a los hom-
bres en términos de simple camaradería. Hasta entonces los
había visto como seres misteriosos siempre listos para corte-
jar a la mujer, una tendencia que a veces me resultaba odiosa,
a veces despreciable y a veces atrayente, no necesariamente
en este orden. La relación con mis colegas de trabajo se ba-
saba en la igualdad absoluta. Nos ayudábamos mutuamente
sin que ni ellos ni yo viésemos motivos ulteriores; nos com-
portábamos como buenos amigos. Supongo que mi vida
perdió todo romanticismo, pero fue así como pude trabajar
serenamente. Tampoco lo echaba de menos porque recibía

15. Isabel de Palencia, He de tener libertad, cit. p. 154.


16. Ibidem. Isabel de Palencia llegó a ser vicepresidenta de ANME (Asociación
Nacional de Mujeres Españolas), que había comenzado su andadura en 1918 bajo
la presidencia de María Espinosa de los Monteros. El órgano de expresión de esta
institución fue El pensamiento femenino (1921-1936), periódico creado y dirigido por
Benita Asas Manterola, quien fue presidenta de ANME entre 1924 y 1932. Isabel
de Palencia llegó a representar a España en Ginebra en distintos congresos de la
Alianza Internacional para el Sufragio de la Mujer a petición de ANME, dado que
hablaba perfectamente inglés.
Prólogo 33

la suficiente atención del sexo opuesto fuera de las horas de


trabajo.17

A tenor de estas declaraciones, el trabajo fue para Isabel desde


su temprana juventud una herramienta que la ayudaría a creer en
la necesidad de ser autónoma e independiente, incluso después
de haber sido madre de familia. Hacia 1931, fecha de la pro-
clamación de la II República, Isabel no solo formaba parte de
las principales asociaciones de mujeres —entre ellas el Lyceum
Club fundado en 1926— sino que, además, era bien recibida en
diversas tertulias de las que proliferaban entre los intelectuales
madrileños de esta época, hasta el punto de que llegó a participar
como jurado en la concesión de algunos de los premios literarios
que se concedieron en esa década en Madrid.
Para ilustrar este dato, nada más propio que recurrir a la opi-
nión de Rafael Cansinos Assens, uno de los cronistas e intelec-
tuales más reputados de la escena madrileña en esos años. En
su obra La novela de un literato, Cansinos refiere que ha sido in-
vitado para intervenir como jurado en la concesión del premio
Zozaya de ese año —1931— a la mejor crónica. Tras reflexionar
sobre la responsabilidad de esta empresa, Cansinos menciona los
reconocidos méritos de sus compañeros, si bien no deja de sor-
prendernos la siguiente declaración acerca de Isabel Oyarzábal
de Palencia, a quien califica de «fina escritora» y de quien no
duda sobre su capacidad en materia literaria. No estima elogios
hacia su colega y añade:

Si bien no tiene una obra literaria considerable, es una gran


mujer, a la moderna, de espíritu amplio, comprensivo y de
una sensibilidad muy femenina, pese a su actitud feminista,
acreditada en miles de artículos y de gestos políticos; perte-
nece a ese número de nobles mujeres, de ideología moderna,

17. Isabel de Palencia, He de tener libertad, cit. p. 110.


34 El alma del niño

desligadas de la tradición clerical, libres, pero no libertinas,


en que figuran Teresa de Escoriaza, Clara Campoamor y
otras menos célebres, que continúan la línea de Carmen de
Burgos y las llamadas damas rojas de principios de siglo.18

No deja de sorprender la apreciación de Cansinos, para quien


feminismo y feminidad son incompatibles o contradictorios; no
obstante, nos aclara sobre las muy conocidas actividades, tanto
políticas como literarias de Isabel, si bien, lo más interesante de
la declaración es la impresión causada por el atractivo físico de
esta mujer para un hombre de mundo como él. Concluye de esta
guisa su reflexión:

Viste con sencillez trajes de corte viril, como su pluma, fuma


tabaco rubio, lleva el pelo corto a lo garçon, y no gasta pen-
dientes, símbolo de la antigua servidumbre del sexo; pero
su falda corta deja ver unas piernas estupendas, dignas de
Demetrio, involuntariamente incitantes y que cruza con
toda naturalidad. Es una mujer seria, sin coquetería, una
intelectual.19

En mi opinión, resulta, cuando menos reveladora, la defini-


ción de «intelectual» que Cansinos hace de Isabel, ya que, ha-
ciendo uso de un léxico moderno y explícito, sin obviar la mirada
masculina, combina belleza física con inteligencia para descri-
birla; una definición que, sin duda alguna, nuestra autora hu-
biera agradecido, teniendo en cuenta su inquietudes en materia
intelectual y su empecinado esfuerzo en ser reconocida como tal.
Isabel de Oyarzábal vivió el inicio y posterior desarrollo de
las ideas liberales krausistas que llegaron de Europa a comien-

18. Rafael Cansinos Assens, La novela de un literato III, Madrid, Alianza Edi-
torial, 1995, p. 373.
19. Ibidem.
Prólogo 35

zos de siglo y se instalaron en Madrid, primero, y después, en


todo el país, con motivo del advenimiento de la II República.
El pedagogo y filósofo Julián Sanz del Río divulgó en España
las ideas del filósofo postkantiano alemán Christian Friedrich
Krause (1781-1832).20 Su doctrina, el krausismo, que defendía la
tolerancia académica y la libertad de cátedra frente al dogmatis-
mo, se extendió en España particularmente en los medios pro-
gresistas y liberales y dio lugar a la creación de la conocida como
Institución Libre de Enseñanza, fundada en 1876 por Francisco
Giner de los Ríos.21
Cabe señalar que las españolas se vieron afectadas positiva-
mente por estos aires de renovación pedagógica, de modo que la
salida a los espacios públicos de las mujeres modernas acontece en
Madrid a través de las asociaciones femeninas, promovidas desde
las clases acomodadas y burguesas, que habían tenido acceso a la
educación y por consiguiente se hallaban dispuestas a enfrentarse
al reto que suponía invadir y asentarse en espacios hasta entonces
solamente reservados a los hombres.22 No podía ser de otra ma-

20. Adolfo Posada, Breve historia del krausismo español, Oviedo, Universidad de
Oviedo, 1981.
21. A través del la ILE se iniciaron una serie de reformas en materia de educa-
ción y se crearon distintos organismo como El Museo Pedagógico Nacional, La Jun-
ta de ampliación de estudios y la Residencia de estudiantes, centro de los intelectua-
les y artistas de la Generación del 27. Por otro lado, distintos intentos de renovación
pedagógica cristalizaron desde 1907 hasta 1936, con iniciativas pioneras como el
Instituto Escuela, las colonias escolares de vacaciones, la Universidad Internacional
de verano y las llamadas Misiones Pedagógicas que actuaron bajo el amparo de la
Segunda República con el fin de divulgar la cultura incluso en las zonas rurales más
alejadas del país. Shirley Mangini, Las modernas de Madrid, cit. pp. 135-148.
22. Ibidem. Fruto del empeño y el esfuerzo de estas intelectuales es la Residencia
de Señoritas que se fundó en 1915 bajo la dirección de María de Maeztu, una de
las figuras más notables en la evolución de la mujer en España. Como fundadora
de varias asociaciones femeninas es considerada la promotora más activa de la edu-
cación de las mujeres entre 1915 y 1936. La Residencia de Señoritas había surgido
de la Junta para la Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas en el año
de 1915 inspirada en la Residencia de Estudiantes masculina. Ambas instituciones
36 El alma del niño

nera en el ámbito de la educación, donde destacaron mujeres tan


notables como María de Maeztu, Benita Asas Manterola y, en
la misma línea, Isabel Oyarzábal con la publicación en 1921 del
libro El alma del niño. Ensayos de psicología infantil.
Con el fin de trazar la génesis de esta obra, debemos remon-
tarnos a 1908, fecha en que aparece editada, en Madrid, la tra-
ducción al español de la obra de William T. Preyer El alma del
niño. Observaciones acerca del desarrollo psíquico en los primeros años
de la vida (1882). Este fisiólogo inglés es considerado el padre de
la psicología evolutiva y el promotor de las implicaciones entre
aquella, la fisiología y la pedagogía. Lo cierto es que la publi-
cación de esta obra en España fue recibida como un tratado de
paidología muy necesario para los padres y educadores españoles,
a tenor del prologuista de la obra, Martín Navarro, un catedráti-
co de filosofía que señalaba la imperiosa necesidad de fundar la
paidología como una ciencia independiente de la psicología, aun-
que cimentada en ella, pero siempre con el objetivo de promover
investigaciones reveladoras para la pedagogía. Martín Navarro
elogiaba los estudios llegados desde distintos países europeos en
estas materias, así como dos artículos escritos en torno la psico-
logía del niño por Julián Sanz del Río —publicados asimismo
en 1908 en el Boletín de la ILE— y concluía animando a padres
y educadores a seguir en esta línea de investigación con estas
palabras:

Confiemos en que siendo infinito el campo de investiga-


ción que la paidología nos ofrece en los tiempos presentes, e
innumerables los problemas que en él han surgido, entrare-
mos alguna vez los españoles en sus dominios a recoger y a
aportar los datos necesarios para el cabal conocimiento de la
psiquis del niño, que tanto ha de servir para orientarnos en el

eran herederas de las ideas y propuestas del Instituto Libre de Enseñanza fundado
en 1876 por Francisco Giner de los Ríos.
Prólogo 37

mundo tenebroso y puede decirse, que infinito, del espíritu


del hombre.23

En esta particular coyuntura interviene Isabel de Oyarzábal,


una mujer de su tiempo, preocupada por la educación de sus hijos
y, por cierto, atenta observadora de lo que se publicaba en nuestro
país en materia educativa.

El alma del niño. Ensayos de psicología infantil

No parece ser mera coincidencia que el libro lleve el mismo título


que el de Prayer, firmado con el seudónimo de Beatriz Galindo,
la que fuera preceptora de Isabel la Católica en el siglo xv. La
portada del libro representa a un niño, casi un bebé, protegido
y envuelto por unas manos femeninas cuidadas y amorosas. El
bebé parece seguro y contento en esas manos, teniendo en cuen-
ta, además, que un subtítulo reza: Consejos de una madre para
la educación de los hijos. Una dedicatoria de la autora a su prole,
antecede el prólogo titulado «Santos avisos», firmado por José
Ortega Munilla. Sin duda alguna, la autora no habría podido te-
ner un prologuista más acertado para la ocasión, pues el conocido
periodista y escritor se expresa en estos términos en relación con
la autora y su obra:

Isabel de Palencia: una mujer de delicada mentalidad, de


cultura varia y extensa y de singularísima perspicacia ob-
servadora: la que ha firmado algunos de sus trabajos con el
castizo pseudónimo de Beatriz Galindo, con el que evoca a
la memoria de la insigne maestra de Latín de Isabel la Cató-

23. William T. Preyer. El alma del niño. Observaciones acerca del desarrollo psíquico
en los primeros años de la vida. Traducción española, Madrid, Daniel Jorro editor,
1908, p. 32.
38 El alma del niño

lica, ha dado la estampa a este libro, en el que no hay ni una


página que no responda agudamente a las esencias del más
arduo de los problemas: la educación del niño.24

Además de calificarla como una obra trascendental, Ortega


Munilla afirma que «Isabel de Palencia ha prestado a la peda-
gogía un servicio eminente» con esta publicación, para la que no
escatima elogio alguno, a tenor de sus palabras:

Este libro de la notable escritora, es, según yo entiendo, la


Proclamación de los Derechos del niño, no menos impor-
tante para la salud humana que aquella proclamación de los
derechos del hombre de que se ufanaron los viejos revolu-
cionarios de París. Por eso debe andar en las manos de los
maestros y en las de los educandos de los colegios, de ma-
nera que sean corregidos tantos yerros, rectificadas tantas
enormidades, y asegurada la existencia mental de las nuevas
generaciones. Su lectura ennoblece, su consejo destruye la
vieja rutina… Isabel de Palencia ha prestado a la pedagogía
un servicio eminente.25

Como se expuso al principio, el libro se presenta dividido en


dos partes: la primera incluye 14 capítulos, incluido el Preámbu-
lo y la segunda abarca 13. Se cierra con un Epílogo al que siguen
los «Juicios críticos» de tres autoridades de la época en materia
educativa como son María de Maeztu, Benita Asas Manterola
y José Francos Rodríguez. Por su parte, la autora, en el Preám-
bulo, remarca el compromiso que, tanto padres como tutores y
educadores han establecido en relación con la infancia; les insta,
a todos ellos, a no permanecer en la ignorancia, antes bien, los

24. Isabel Oyarzábal de Palencia El alma del niño. Ensayos de psicología infantil,
cit. p. 10.
25. Ibidem, p. 12.
Prólogo 39

invita a prepararse, estudiar, entrenarse y servirse de los medios


que encuentren a su alcance con el fin de observar, vigilar y co-
nocer a los niños; todo ello en aras de su positivo desarrollo y de
la corrección de los posibles defectos infantiles «que son fuerzas
en potencia». Como buena pedagoga, Isabel expone con claridad
sus intenciones, como vemos a continuación:

Al dar a la publicación este pequeño volumen no hemos pre-


tendido sustentar principios inviolables, ni mucho menos es-
tablecer métodos de entrenamiento de inconmovible rigidez.
Ello significará no solo presunción y una estrechez de visión
imperdonable, sino contradicción manifiesta con aquella
que en la obra se pretende exponer. Nuestra intención, pues,
ha sido únicamente buscar el origen de la marcada diferencia
que, en la espiritualidad de cada niño se advierte, y, una vez
logrado tal propósito, estudiar la manera de aprovechar en
lo posible su fuerza latente, aquilatando uno por uno, sus
instintos e impulsos, analizando sus tendencias y defectos
así llamados.26

De manera que el método de investigación propuesto com-


bina los propios de la psicología experimental y naturalista, en
boga en esos años, con lo que hoy conocemos como psicología
evolutiva, para la que un ámbito familiar acogedor y estable, en
el que se confrontan las emociones y los impulsos mediante el
lenguaje, juega un papel de suma importancia en el desarrollo
cognitivo y emocional del niño. En este punto, me interesa des-
tacar el capítulo primero, La madre y el hombre de mañana, dedi-
cado a la maternidad. Además de incidir en la importancia de la
relación madre-hijo, el capítulo destaca por la denuncia explícita
de la miserable situación a la que la gran mayoría de madres es-
pañolas se hallaban sometidas en los años veinte. Tras apuntar

26. Ibidem, p. 16.


40 El alma del niño

que en algunos países europeos se han aprobado avances para la


conciliación familiar y el trabajo de las mujeres, Isabel asegura
que todavía queda mucho por hacer en nuestro país, y añade:

Mientras haya aún en el mundo mujeres que, en las últimas


y más penosas semanas del embarazo se vean obligadas a
trabajar en el campo, lavar en los arroyos, encargarse de las
pesadas faenas que constituyen el deber de una «asistencia»,
laborar en las fábricas hasta el último momento; luego cum-
plir con su misión, y dos, tres días más tarde, a veces con el
breve intervalo de unas horas solamente volver a la lucha,
débiles, extenuadas y con un hijo, cuya vida, por espacio de
algunos meses dependerá exclusivamente de la suya; mien-
tras veamos casos como éstos y no haya por doquier leyes
que eviten tantas crueldades ni renglón en el presupuesto
nacional que asegure a toda madre una pensión que la ponga
al abrigo de cualquier dificultad económica en tanto su hijo
no pueda valerse por sí mismo, puede decirse que no se ha
conseguido nada. Las mujeres enfermarán, como ahora, por
falta de alimentación y adecuado descanso, y los niños, esa
base de nacionalidad, de cuya trascendencia empezamos a
darnos cuenta, morirán raquíticos, antes de ser hombres, a
cientos, a millares, como ocurre ahora.27

El discurso de Isabel es potente y dramático a la vez, ya que


no solo aboga por una mejora en el plano legislativo en lo que
respecta al trabajo femenino, sino que, además, sugiere la nece-
sidad de la conciliación familiar y profesional para las madres,
algo que, como sabemos, llegaría a nuestro país décadas más tar-
de. En efecto, no sería sino con el establecimiento del conocido
como «estado del bienestar», cuando se legislarán, entre otras
cuestiones, importantes mejoras para las mujeres en el ámbito

27. Ibidem, p. 45.


Prólogo 41

laboral, las cuales incluyen óptimas condiciones para el ejercicio


de la maternidad en los primeros meses de la vida de los hijos.
Volviendo a la composición del libro objeto de nuestro estu-
dio, ya dijimos que está dividido en dos partes, cada una de ellas
con sus correspondientes capítulos. En la primera —precedida
de la dedicatoria, el prólogo de José Ortega Munilla, «Santos
avisos», y el preámbulo, de la propia autora— se anotan 13 ca-
pítulos que se corresponden con los posibles vicios o defectos
detectados en el niño tras la observación minuciosa del espe-
cialista en psicología por este orden: la vanidad, la terquedad, la
curiosidad, la envidia, la ira, el egoísmo, la falta de probidad, la
ingratitud, la crueldad, la falta de generosidad, el miedo y la co-
bardía, así como la mentira. En la segunda parte, que abarca 12
capítulos, se analizan los sentimientos (el patriótico, el religioso,
el estético); los instintos (la libertad, el pudor, la individualidad,
la lógica, la conmiseración); además, se tratan conceptos como
el derecho, el castigo, los juegos, la risa y el llanto, todos ellos
dignos de observar y de tener en cuenta para una adecuada edu-
cación de los más pequeños. Un epílogo, de marcado contenido
religioso, seguido de las tres reseñas mencionadas anteriormente
y que detallaremos más abajo cierra esta obra escrita a modo de
guía educativa para padres, maestros y educadores.
Para conocer con más detalle la perspectiva de Isabel en rela-
ción con la educación de los niños me parece oportuno presen-
tar una muestra del registro utilizado por la autora a la hora de
tratar los valores, los defectos, los instintos y los sentimientos
observados en los más pequeños. Sin duda alguna, además de
sus hijos, el comportamiento y las actitudes infantiles ocuparon
la atención de Isabel de Palencia en ese tiempo, hasta el punto de
involucrarse en una tarea que, como ella misma asegura a lo lar-
go de la obra, debería convertirse en el objetivo de primer orden
para cualquier sociedad comprometida con diferentes avances y
mejoras en materia de educación infantil.
42 El alma del niño

Si bien es cierto que Isabel de Palencia se había educado en un


ambiente liberal, no por ello debemos olvidar su marcada religio-
sidad —un dato que no le impidió adherirse a las ideas socialistas
y republicanas— de ahí que el registro de El alma del niño se
presente impregnado del léxico acorde al campo semántico de
la religión y la espiritualidad. Al referirse a la estrecha relación
que se establece entre educadores e infantes, Isabel se expresa en
estos términos:

Otro punto trascendental que nos importa tener en cuenta,


es el que se refiere al ejemplo, único medio de que dispo-
nemos para demostrar nuestra competencia como educado-
res. El niño advierte en seguida la falta de preparación y
las contradicciones en que incurren aquellos que le dirigen.
Ello no significa el que hayamos de ser perfectos, pero sí que
procuremos serlo, por lo menos en aquello que pretendemos
corregir en el niño. Sobre todo, enseñémosle que nuestro de-
sarrollo es fruto de luchas, muchas veces intensas. Confié-
mosle el secreto de nuestras propias inquietudes; hagámosle
ver de qué razones nos servimos para triunfar; que nuestra
alma sea como un libro abierto para él. Esta sinceridad será
la mejor garantía de nuestro éxito y el único medio de que
entre el niño y nosotros se establezca una corriente de com-
prensiva simpatía.28

De manera que la autora sugiere desarrollar sentimientos que


aproximen a educadores y educandos, con el fin de promover la
confianza y la amistad, que deberán desterrar el temor y el miedo
de los más pequeños hacia sus padres y maestros. Como corres-
ponde a una guía en materia educativa, la autora se detiene con
precisión ante determinados defectos o vicios para analizarlos,
detectar su origen y, por fin, proponer un método y unas pautas

28. Ibidem, p. 48.


Prólogo 43

que puedan corregirlos. Isabel confirma que los niños pueden ser
tercos, ingratos, envidiosos, egoístas, curiosos, entre otras cosas,
de modo que razona y expone, con la ayuda de símiles y analo-
gías, las causas que provocan tales sentimientos negativos. Como
ejemplo, la justificación del egoísmo infantil, con el consiguiente
entrenamiento desde la niñez para evitarlo, es decir, enseñarle a
compartir con otros sus pertenencias y no conceder —en opinión
de la autora— excesiva importancia al mundo material:

En obediencia a lo que le indica su instinto, defiende el pe-


queño lo que posee: pero sin malicia ni odio hacia persona
alguna determinada, ya que ni el odio ni el amor hallan ca-
bida en su corazón en tan tierna edad, y en este particu-
lar, en esta ausencia de sentimental influjo es en lo que sus
actos se diferencian más substancialmente de los nuestros.
Al considerar esta cuestión, como todas las de orden moral,
solemos consolarnos reflexionando que el niño es una masa
que nosotros podemos modelar a nuestro gusto y antojo. Sin
embargo, no tenemos derecho a operar sobre el alma infan-
til, si no tenemos la seguridad de aprovechar debidamente
sus fuerzas. Esto se consigue más con el ejemplo que con las
palabras.29

En todas las situaciones, Isabel sugiere el buen ejemplo, la ex-


plicación razonada, nunca la imposición ni el castigo. En cuanto
a la terquedad infantil, Isabel sugiere paciencia y comprensión,
en ningún caso la violencia física:

Siguiendo un sistema adecuado se le hace comprender fácil-


mente al pequeño, que el libre ejercicio de la voluntad afecta
no sólo al individuo, sino a la comunidad toda, y que no
tenemos derecho a satisfacer nuestro gusto, cuando con ello,

29. Ibidem, p. 50.


44 El alma del niño

se dañan los intereses del prójimo. Exponiéndole esta razón


en forma comprensiva no tendremos dificultad de hacerle
ver la justicia de nuestra oposición.30

En lo concerniente a cómo abordar el miedo y la cobardía,


Isabel propugna, de nuevo, la comprensión y el diálogo, antes
que la imposición y el rechazo:

Para estos casos toda indulgencia es poca; cualquier exceso


de severidad, por insignificante que fuese, podría acarrear
un desequilibrio nervioso de graves consecuencias. Si la so-
ledad y la oscuridad causan a un niño un hondo espanto no
tenemos derecho a imponerle lo uno ni lo otro, en la seguri-
dad de que, si se cuida de razonar con él todos esos temores
y se evita que aumente su nerviosismo, ambos fenómenos
desaparecerán a su debido tiempo y el niño podrá volver con
gratitud los ojos hacia quienes le ayudaron a vencer enemi-
gos que no por ser mero efecto de la imaginación, se le anto-
jaron menos poderosos.31

Son muy novedosas e innovadoras, por el registro emplea-


do en su exposición, las propuestas de la autora cuando se trata
de inculcar el sentimiento patriótico en los niños. En este pun-
to, Isabel incide en el respeto y el amor a la diversidad cultural,
algo muy novedoso para la época. Con entusiasmo defiende su
postura:

El amor a la propia patria no puede ni debe de engendrar


desestimación de patrias ajenas, debe por el contrario desa-
rrollar en nosotros una comprensión más perfecta de la idio-
sincrasia de éstas, un más fino aprecio de sus caracteres es-

30. Ibidem, p. 45.


31. Ibidem, p. 100.
Prólogo 45

peciales; por otra parte es justo, a grado extremo, el que nos


enorgullezcamos de lo que tan íntimamente se halla ligado a
nosotros y es base de nuestro modo de pensar y de ser; pero
este sentimiento de admiración debe de ser generoso y ad-
mitir lo bueno que también pueden ofrecernos otros países.32

En definitiva, El alma del niño proporciona a los padres y edu-


cadores unas pautas de observación que la propia autora con-
fiesa haber puesto en práctica con sus hijos. En todo momento
les sugiere evitar el castigo, las reprimendas y la violencia ante
las muestras infantiles de algunos de los defectos tratados; an-
tes bien, propugna el razonamiento dialogado, la paciencia y la
comprensión; admite que es positivo descender al nivel de los
niños al hablar con ellos, y en cualquier caso, aconseja mostrarles
amor, seguridad y protección. La alegoría más utilizada por Isa-
bel es la de unas manos femeninas protectoras —reflejada en la
portada del libro y sugerida en el Epílogo— las cuales remiten al
amoroso, a la vez que dramático, momento en que María, Madre
de Jesús, recoge a su hijo tras su muerte en la cruz. Del discurso
de Isabel se deduce la hermandad de todas las madres ante el
inmenso dolor que supone la muerte de un hijo:

Pero de ese mismo dolor nacerá el remedio: porque el amor


de las madres, que es más fuerte que sus pesares todos, se
erguirá algún día contra los que causan estos, y triunfará de
la ignorancia y de la ambición, y de la maldad que se oponen
a la plena realización de su obra. Y el día que los derechos
y los deberes de las madres se eleven sobre todos los otros
deberes y derechos humanos, se hallarán más próximos a
la felicidad todos los hombres porque la paz del mundo se
habrá asegurado.33

32. Ibidem, p. 114.


33. Ibidem, p. 193.
46 El alma del niño

A tenor de lo expuesto, la obra concluye con un evidente canto


a la fuerza poderosa de la maternidad, reivindicando, además, la
plena realización de la misma mediante la aprobación de unos
derechos que, sin duda alguna, nuestra autora consideraba toda-
vía insatisfechos en la sociedad española de los años veinte.
Como colofón a la publicación, se incluyen tres reseñas que
con el título «Juicios críticos» aportan gran significado en el con-
texto en que se editó y publicó la misma. Tales reseñas, firmadas
por personas de reconocida reputación en el terreno de la peda-
gogía, dan cuenta de la buena aceptación de esta obra, para la que
la editorial no duda en escatimar recursos en aras de su difusión.
En la primera, María de Maeztu afirma la necesidad de aunar
pedagogía, psicología y paidología y tras evocar los estudios fi-
siológicos de Juan de Huarte en su obra Examen de ingenios, se-
ñala la oportunidad de las observaciones de Oyarzábal:

Añadir que este libro interesa a todos los que de algún modo
se preocupan por el problema de la educación humana, y
en especial, a los maestros, me parece innecesario. El viejo
tópico de que para enseñar a los pequeños bastaban unas
cuantas nociones vagas —de Gramática, Aritmética o Geo-
grafía— ha desaparecido con el siglo xix. Si la función pe-
dagógica consiste en una serie de actos que tienden a trans-
formar la realidad dada para convertirla en otra mejor, lo
primero será determinar en labor exacta lo que esa realidad
es, sin pretender de momento que sea de otro modo, para que
llegue en su día a ser lo que debe. En suma, el educador, antes
que nada, ha de conocer la materia que, ingenua, se entrega
a su solicitud, esto es: el niño. Pero, ¿qué es el niño? Eso, al
parecer, tan conocido, ¿no es la más grave incógnita que se
presenta al educador?34

34. Ibidem, p. 192.


Prólogo 47

Maeztu confirma que las bases científicas y experimentales


en las que el libro se asienta serán de gran ayuda en la labor
de los padres y los maestros. Por su parte, Benita Asas Mante-
rola, una de las mujeres más comprometidas con el mundo del
magisterio en esos años, acoge con repetidas alabanzas esta pu-
blicación y apunta que la autora realiza en El alma del niño «un
análisis antropológico admirable, despojado de toda pasión, de
toda tendencia, de todo prejuicio y de todo aparato exhibitivo».35
Conocedora y estudiosa del contexto educativo infantil, Asas
Manterola añade que «No hay gesto, no hay rasgo, no hay mo-
dalidad psicológica que la señora Oyarzábal no haya sorprendido
en el niño para razonar a base de la espontaneidad y actividad
infantiles». 36 Al concluir su escrito, se expresa en estos términos:

La señora Oyarzábal de Palencia viene, además, a colocarse


con su libro El alma del niño en el punto preciso que han
abandonado extremistas como Palmerston y Van Tricht, así
como a neutralizar los dañosos romanticismos de aquellos
que, al ocuparse del niño, más parecen preocupados de la
reserva mental de ser ellos mismos conceptuados como de-
chados de ternura, que interesados en prestar un señalado
servicio a la causa educativa.37

La tercera reseña corre a cargo de José Francos Rodríguez, por


entonces ministro de Justicia en el gobierno de Antonio Maura
—anteriormente, en 1917, lo había sido de Instrucción Pública
bajo el gobierno de García Prieto. Conocía muy bien a Isabel
de Palencia ya que había sido director de El Heraldo de Madrid
y colaborador en otros periódicos madrileños como El Sol, y El
Globo, en los que coincidió con nuestra autora. Tras señalar la ne-

35. Ibidem, p. 194.


36. Ibidem.
37. Ibidem.
48 El alma del niño

cesidad de resolver los problemas de la infancia, dado que en ella


se asienta el futuro de toda sociedad, Francos Rodríguez se afir-
ma en la brillante preparación de la autora en la materia y declara
que «La técnica paidológica y psicológica de Beatriz Galindo es la
de su exquisita sensibilidad aplicada al niño, y su laboratorio, el
de la misma vida social, que ella conoce maravillosamente».38 Sin
escatimar elogios, finaliza la reseña con estas palabras:

El intento de Beatriz Galindo ha de ser elogiado. Su labor


constante en el periódico y la que ahora completa en el libro
es digna de aplauso. Quisiera poseer una gran autoridad para
emplearla en honor de esta notable escritora, que en vez de
lanzarse a las aventuras de la imaginación, gusta de servir a
la realidad, madre y señora del noble vivir.39

No podemos dejar de señalar que la sensibilidad, el afecto, el


diálogo entre los educadores y los más pequeños parecen ser los
elementos más decisivos e importantes —en opinión de Isabel de
Palencia— a la hora de impulsar cambios en lo que concierne a la
renovación en materia de educación: porque de lo que se trata, en
última instancia, es de promover el entendimiento y la compren-
sión entre todos los seres humanos, cualquiera que sea su edad,
su raza, su profesión o su nacionalidad.
A tenor de lo expuesto en este artículo resulta evidente que
Isabel Oyárzabal de Palencia se aventuró con éxito en al ámbi-
to de la educación infantil al escribir —aun sin ser ella misma
experta en este campo— una obra como El alma del niño, bien
valorada y elogiada por expertos en la materia en el Madrid de
1921. En mi opinión, y no solo como educadora del siglo xxi,
me atrevo a confirmar que Isabel Oyarzábal es un paradigma en
la lucha por acceder al trabajo profesionalizado de las mujeres,

38. Isabel de Palencia, El alma del niño, cit. p. 196.


39. Ibidem, p. 197.
Prólogo 49

principalmente en el ámbito intelectual, en un contexto como


el de España —dominado por la ideología patriarcal— en las
primeras décadas del siglo xx.
En efecto, en una atmósfera poco menos que asfixiante para
las ideas feministas en su propio país, las propuestas pedagógicas
de Isabel Oyarzábal concuerdan con las premisas de los ideólo-
gos krausistas, las cuales habían penetrado en el país desde fina-
les del siglo xix; premisas que conseguirían alcanzar los máxi-
mos resultados en el ámbito de la educación a partir de 1931, con
el advenimiento de la II República. En este sentido, la obra de
nuestra autora resulta una premonición de la inmensa revolución
pedagógica que se llevó a cabo años más tarde en suelo español.
El alma del niño: Ensayos de psicología infantil no es, solo, un tra-
tado propio de una investigadora avanzada en materias de psico-
logía, pedagogía y paidología; ante todo, esta obra publicada en
1921 es una muestra de la personalidad abierta y moderna de una
mujer dedicada, tanto en lo personal como en lo profesional, a la
búsqueda de soluciones progresistas, antidogmáticas para solven-
tar los conflictos educativos. Aún más, una obra como El alma
del niño, no puede presentarse sino como lo que es: impulsora de
sustanciales avances y mejoras en los diferentes ámbitos de toda
sociedad comprometida en la lucha contra la ignorancia y a fa-
vor del entendimiento entre los seres humanos. El alma del niño.
Ensayos de psicología infantil, publicada con el subtítulo «Consejos
de una madre para la educación de los hijos», contiene algo más
que meros preceptos, avisos y sugerencias. El seudónimo Beatriz
Galindo con el que la autora firma esta obra, evoca, con mani-
fiesta intención, el compromiso de Isabel con las mujeres, con
las familias, con los maestros y educadores, con la infancia y, en
definitiva, con toda la sociedad española.
50 El alma del niño

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tístico de Madrid, 2007, págs. 529-538.
53

El alma del niño


Ensayos de psicología infantil
Isabel Oyarzábal Smith (Beatriz Galindo)
55

Dedicatoria

A mis hijos, inconscientes reveladores de la suprema, univer-


sal e inalterable Verdad; a las madres, que, con reverencioso
temor, se han convertido en depositarias de un alma, y a
todos los hombres y mujeres que han tomado sobre sí la tarea
de encauzar espiritualmente a un nuevo ser.
Isabel de Oyarzábal (Beatriz Galindo)
57

Santos avisos

Isabel de Palencia: una mujer de delicada mentalidad, de cul-


tura varia y extensa y de singularísima perspicacia observadora:
la que ha firmado algunos de sus trabajos con el castizo pseudó-
nimo de Beatriz Galindo, con el que evoca la memoria de la
insigne maestra de latín de Isabel la Católica, ha dado a la es-
tampa este libro, en el que no hay ni una página que no responda
agudamente a las esencias del más arduo de los problemas: la
educación del niño.
Beatriz Galindo intenta, con fortuna, un análisis de psicología
infantil. No creo que desde larga fecha haya aparecido una obra
tan tierna, tan conmovedora ni tan trascendental. Descuidase al
niño. El poeta germano dijo: «Los vemos, y no sabemos lo que
vemos. Los amamos, y no parece que nos interesa su suerte».
Afirma la autora que el niño casi siempre tiene razón. Y se
le educa como si careciese de raciocinio. A sus generosas impe-
tuosidades oponemos la violencia. Las ingenuidades de su alma,
que es lo mejor de la Humanidad, aspiramos a domeñarlas y
destruirlas. Y el secreto de la puericultura espiritual se halla en
que combinen diestramente la tutela y la libertad. Será la lección
mejor la que se componga de consejos, excluyendo las órdenes.
No se dirá al niño: «No hagas esto», sino «No te conviene hacer
esto».
Maquinita complicada es el alma del niño. Para intervenir
en sus funciones hay que proceder con exquisita suavidad. Ni
58 El alma del niño

un rayo de sol trocado en estilete sería bastante delicado para


penetrar en esa compleja organización. Un golpe duro puede
destruirla. Millones de criaturas adolecen a perpetuidad de una
enseñanza conveniente.
Es frecuente que la pedagogía vaya acompañada de la sober-
bia. Y al contemplar un maestro, que imagina que lo sabe todo,
al muchachito que no sabe nada, le trata con altanería. Bien que
en no pocos casos la natural finura del genio infantil es muy su-
perior a la pretensa omnisciencia del domine.
Todo consiste en el desdén que a los hombres dados al libro
inspira la Naturaleza. Suponen los tales depredadores de la in-
fancia que mientras el discípulo no se ha saturado de fórmulas
escritas, no es sino un animalito despreciable. Por eso, cuando un
niño llega a la madurez sin que le hayan profanado las abusivas
doctrinas del aula, puede asegurarse que se ha operado en él un
milagro. Siempre que este tema me ocupa, recuerdo la frase de
Bacon: «Más trabajo he tenido en olvidar lo que mal me enseña-
ron que en aprender la verdadera ciencia».
Víctor Hugo refiere en una de sus novelas la cruel barbarie de
los Compra-chicos, cierta horda de criminales chinos, que roba-
ba o compraba niños recién nacidos y los encerraba en vasijas de
barro para que allí se deformaran convirtiéndose en monstruos,
con los que luego explotaban la curiosidad de feriantes y circen-
ses. Así, esas víctimas se convertían en enanos de espina dorsal
torcida, en seres sin brazos, en cabezudos horrendos… Espanta
el caso… Pero aún debe espantar más el que se da en tantas es-
cuelas donde se troca al ser normal en monstruosidad espiritual
abominable. ¡Pobres muchachitos los que salen del templo del
saber con el espíritu torcido, con el cráneo herido, con la sensi-
bilidad perturbada!
Este libro de la notable escritora es, según yo entiendo, la Pro-
clamación de los Derechos del Niño, no menos importante para
la salud humana que aquella proclamación de los derechos del
hombre de que se ufanaron los viejos revolucionarios de París.
Santos avisos 59

Por eso debe andar en las manos de los maestros y en las de los
educandos de los colegios, manera de que sean corregidos tantos
yerros, rectificadas tantas enormidades, y asegurada la existencia
mental de las nuevas generaciones. Su lectura ennoblece, su con-
sejo destruye la vieja rutina… Beatriz Galindo ha prestado a la
pedagogía un servicio eminente.
J. Ortega Munilla
61

PRIMERA PARTE
Defectos que son fuerzas en potencia
63

Preámbulo

La Inocencia y la infancia son sagradas. El sembrador que


echa el grano, el padre o la madre que lanza la palabra fe-
cunda, realiza un acto de pontífice y debería llevarlo a cabo
con un hondo sentimiento religioso, con oraciones y suma
gravedad, pues con ello trabaja para el Reino de Dios. Toda
semilla, bien caiga en la tierra, bien en las almas, es algo
trascendental y misterioso…
Diario íntimo, de Henri Frederic Amiel

Al dar a la publicación este pequeño volumen no hemos preten-


dido sustentar principios inviolables, ni mucho menos establecer
métodos de entrenamiento de inconmovible rigidez. Ello signi-
ficará no sólo presunción y una estrechez de visión imperdona-
ble, sino contradicción manifiesta con aquella que en la obra se
pretende exponer.
Un alma es algo demasiado complejo y sutil para que poda-
mos someterla a ordenanzas ajustadas y estrictas y a una ense-
ñanza unilateral, ya que, en virtud del incomparable y preciado
don de la individualidad, cada nuevo ser constituye un problema
más a resolver.
Nuestra intención, pues, ha sido únicamente buscar el origen
de la marcada diferencia que, en la espiritualidad de cada niño,
64 El alma del niño

se advierte, y, una vez logrado tal propósito, estudiar la manera


de aprovechar en lo posible su fuerza latente, aquilatando uno
por uno, sus instintos e impulsos, analizando sus tendencias y
defectos así llamados.
Nadie que se detenga a considerar, amplia e imparcialmente
el asunto, recordando las sensaciones y experiencias de su propia
niñez, podrá seguir afirmando que en el niño todo es plácida
tranquilidad y sosiego.
Así se asegura; porque ello facilita la labor del educador pero,
pese a los que gustan de sostener tan acomodaticias doctrinas, el
crecimiento espiritual del niño origina muchas veces trastornos
aún más graves y requiere atenciones más escrupulosas y deli-
cadas que su crecimiento físico. Este en la mayoría de los casos
puede asegurarse mediante la aplicación de normas inspiradas
en el sentido común, pero la deformación psicológica de un ser
cuando se halla en el umbral de la vida puede acarrearle males
muy difíciles de corregir más adelante.
De ahí que sea de importancia trascendental el que se vigile
a los pequeños en sus primeros años cuidando de no entorpecer
con ello el desarrollo de su personalidad.
En la primera fase del crecimiento psíquico de un niño los pa-
dres son los más responsables de que aquél se logre debidamente.
Por desgracia se incurre con frecuencia en uno de estos dos erro-
res: o bies se pretende que la nueva vida sea una prolongación del
propio modo de ser cual si este fuera un modelo perfecto o se le
niega el fruto de la propia experiencia ocultando o disimulando
los errores y defectos sin preocuparse de corregir éstos.
Pese a la importancia que el asunto encierra y a la buena vo-
luntad que muchas personas dedican a tan delicada labor, hay
que reconocer que, en la mayoría de los casos, el entrenamiento
que reciben los hombres del mañana no es de lo más adecuado. Y
este no es asunto baladí del que podamos desentendernos.
A nosotros, hombres y mujeres del hoy que vivimos, no podrá
achacársenos el malestar reinante, ni las dificultades cada vez
Preámbulo 65

mayores con que se dificulta nuestra misión. Estas se originaron


en nuestra niñez; en cambio lo que sí nos atañe, de lo que sí somos
en gran parte responsables es del mañana: de la felicidad de las
generaciones futuras. Ninguno puede eludir esa responsabilidad.
Las madres en primer lugar, los padres, maestros o tutores
incluso los meros espectadores de la vida actual tienen un deber
para con esas criaturas que son la futura esperanza de la raza
humana.
Nadie deberá alegar, por más tiempo, ignorancia a este res-
pecto y menos mal si nos aprestamos, sin pérdida de tiempo, a
reparar la más grave de cuantas injusticias se cometen, cual es la
de privar a los seres que con el tiempo serán llamados para regir
al mundo, de la preparación que necesitan para tan alto fin.
La obra de entrenamiento deberá empezarse cuanto antes.
Desde su cuna manifiestan ya, los nuevos seres, atisbos de lo
que será la base de su personalidad. No hay que aplastar o igno-
rar esas primeras manifestaciones sino suavemente, dulcemente,
tratar de averiguar de qué ocultas capas emanan esas primeras
raíces y luego, sin forzar las ramas que de ellas vayan naciendo
fortalecer éstas. No se puede tener un criterio unilateral si se
desea llevar a buen término esta complicada labor. No hay dos
pequeños que sean exactamente iguales, ni que reaccionen, por
tanto, en idéntica forma; pero como ya se ha dicho, de algo debe-
rá servir la propia experiencia y el recuerdo de los problemas con
que, en nuestros primeros años, nos vimos confrontados. Sólo
dándonos cuenta de ello podremos llevar a buen término la mi-
sión que aceptamos.
66 El alma del niño

I. La madre y el hombre de mañana

Muchos siglos han transcurrido desde el advenimiento de aquel


niño cuyas predicaciones, luego de ser hombre, estaban llamadas
a transformar muchas de las ideas del mundo; muchos siglos des-
de que, año tras año, honramos, en la memoria de aquel tierno
infante, la eterna belleza de la niñez, que ensalzamos su hermoso
candor y hablamos de la necesidad de proteger su conmovedora
debilidad. Hasta hemos llegado a ver en la infancia el eje moral
del universo y en el niño mismo «el átomo poderoso» en cuyas
entrañas reposa la razón de nuestra propia existencia, porque en
su frágil cuerpecillo, diminuto corazón, inteligencia y voluntad
embrionarias, se hallan compendiadas todas nuestras esperanzas
de futuro bienestar, de fuerza de crecimiento espiritual e intelec-
tual. Por desgracia, comprensión no es realización, no es acción
siquiera, y por ello, veinte siglos después del nacimiento del Hijo
del Hombre, hay aún muchos niños sobre cuyas tiernas cabeci-
tas se desploma el rigor de todas las desventuras. Vidas que son
como florecillas, que el azar hizo crecer en campos desiertos,
cuyas raíces destruye el hielo y cuyos débiles tallos dobla el paso
de la nieve. Hay aún criaturitas destinadas a sufrir desdichas que
labramos nosotros, tales como la entequez y la enfermedad que
son consecuencia de la general miseria y el hambre, el dolor y la
desolación que engendra la guerra.
Si la obra de realización se hubiese completado debidamente,
no azotaría nuestra conciencia el desgarrador lamento de tanta
I. La madre y el hombre del mañana 67

criaturita desvalida… Pero los hombres, como enamorados que


impulsados por la codicia desfloran su propia ilusión, sacrifican
a la ambición del hoy el bien de mañana y purgan su culpa los
que no la cometieron, los que inconscientes nos siguen en la ruta
inacabable de la vida. Si los hechos hubieran obedecido fielmente
al pensamiento, no lastimaría nuestros ojos la vista de esos mon-
tones andrajosos que, en los mismos centros de la civilización,
vemos formados por seres desmedrados que piden a las piedras el
calor y el amparo que el hombre les niega, ni en cerebros infanti-
les quedaría latente la capacidad mental, ni en las carnes lozanas
de un nuevo ser se cebaría la suciedad, la miseria y la muerte.
Tiempo tuvieron los hombres para transformar el mundo de
los niños en una «ciudad de la felicidad», pero su afán de gozar y
cruel egoísmo les llevó a olvidar que el hoy no es ni puede ser más
que una esperanza para el mañana, y los días se suceden unos a
otros sin que se haya evitado hasta aquí el terrible desaprove-
chamiento que supone la pérdida de mil posibilidades latentes,
de mil fuerzas cuyo alcance es tan imposible de medir como la
potencia de las corrientes que arrastra pasajera tormenta, o las
partículas infinitesimales que hace girar el viento.
Nos preocupa la solución de muchos problemas y hacemos
gala de sustentar numerosos ideales pero, ¡cuán insuficiente y
pobre, en comparación de todos los demás, resulta el esfuerzo
que a favor del niño todavía se está haciendo!
Llega para la mujer el momento cumbre de su existencia, el
que la ofrece la ocasión de llevar a cabo su más grande y elevada
labor y ¿qué enseñanza se la exige?, ¿qué preparación o entrena-
miento se la obliga a seguir? Muy pocas.
Cierto que se lucha por mejorar la condición social y eco-
nómica de la madre futura o efectiva, y las mejoras alcanzadas
facilitarán en parte el cumplimiento de su misión, pero jamás se
logrará cosa alguna de perdurable provecho en tanto no se con-
siga el reconocimiento universal de la trascendental importancia
de la maternidad.
68 El alma del niño

A la consideración escasa otorgada hasta el presente a dicho


problema, débese el que en ningún país del mundo se haya con-
seguido no sólo amparar la debilidad física que a la mujer impone
el cumplimiento de sus deberes maternales, defendiendo por este
medio su vida y la de sus hijos, sino encauzar su inteligencia en
forma que pueda realizar cumplidamente su labor educativa. Se me
dirá que, respecto a la primera fase de la cuestión algo se ha hecho
ya en casi todos los países, para aliviar la situación de las mujeres
que van a ser madres y la de aquellas que se dedican a amamantar a
sus hijos, que hay Institutos en donde puede recogerse la necesitada
de auxilio para el doloroso trance del parto, comedores y dispen-
sarios en donde reciben el precioso alimento muchas desgraciadas
que, sin tener para comer ellas, han de sostener la vida de otro ser.
Pero ¿qué es eso, en comparación de lo que queda sin hacer?
Mientras haya aún en el mundo mujeres que, en las últimas y
más penosas semanas del embarazo se vean obligadas a trabajar
en el campo, lavar en los arroyos, encargarse de las pesadas faenas
que constituyen el deber de una «asistencia», laborar en las fábri-
cas hasta el último momento; luego cumplir con su misión, y dos,
tres días más tarde, a veces con el breve intervalo de unas horas
solamente volver a la lucha débiles, extenuadas y con un hijo, cuya
vida, por espacio de algunos meses, dependerá exclusivamente de
la suya; mientras veamos casos como éstos y no haya por doquier
leyes que eviten tantas crueldades ni renglón en el presupuesto
nacional que asegure a toda madre una pensión que la ponga al
abrigo de cualquier dificultad económica en tanto su hijo no pueda
valerse por sí mismo, puede decirse que no se ha conseguido nada.
Las mujeres enfermarán, como ahora, por falta de alimentación y
adecuado descanso, y los niños, esa base de nacionalidad, de cuya
trascendencia empezamos a darnos cuenta, morirán raquíticos,
antes de ser hombres, a cientos, a millares, como ocurre ahora.
Y si en este sentido físico se ha hecho tan poco, en lo que al
aspecto espiritual del asunto se refiere, nuestra incomprensión y
desidia es más absoluta aún.
I. La madre y el hombre del mañana 69

La mujer, por doquiera, cumple sus deberes maternales pri-


marios con fervoroso afán, con silenciosa abnegación. La enorme
fuerza del instinto materno, unido a su temperamento afectuoso,
hacen de la mujer latina una madre indulgente, cariñosa, dulce
como ninguna otra; pero su ocasional falta de preparación y au-
sencia de cultura impiden ser directora e inspiradora de los tier-
nos seres a quienes dio la vida y sobre los que tiene preeminente
derecho. Por eso es tan frecuente verla llegar al fin de su vida
triste, descorazonada, en una soledad moral que a ella misma
espanta, y eso a pesar del significado ideológico que el mundo
ofrenda casi siempre a la madre.
Este aislamiento no puede, de momento, evitarse porque es
consecuencia lógica de lo que es también causa de las debilida-
des generales, la ignorancia, la incultura, el desconocimiento del
deber, sobre todo.
A su propia falta de educación, pueden en muchos casos las
madres, achacar la llegada de ese momento temido, en que el
pequeño ser que dependió de ellas para todo, una vez desarro-
llada su inteligencia, y no encontrando ya el apoyo acostum-
brado, huye de su lado, se interna por senderos desconocidos,
se interesa por asuntos que su madre ignora, dejando a ésta
rezagada y sola.
Creyó que su hijo no crecería nunca, que no necesitaría de di-
recciones más elevadas y amplias, y su propia ignorancia forma la
infranqueable y aisladora barrera que la impide no sólo el seguir
los pasos de su hijo, sino muchas veces juzgar los actos de éste
con la debida imparcialidad.
El verdadero motivo de la incomprensión que existe entre los
padres y los hijos se halla en el hecho de creer generalmente los
primeros, que el hijo nace para satisfacción y consuelo suyo, y
no para el propio desenvolvimiento, como individuo, primero, y
como miembro de una comunidad más tarde. A ello se debe el
que veamos a muchos padres tratando de limitar la vida joven y
vigorosa que se halla encomendada a su cuidado, coartando su
70 El alma del niño

libertad, privándola del derecho a desenvolver su vida del modo


más provechoso y útil.
Ejemplos tenemos a millares de padres que, por no separarse de
sus hijos, sacrifican las aspiraciones de éstos. Otros hay que, cuan-
do se lleva a cabo la separación, amargan la legítima alegría de lo
que más parecen querer con quejas y recriminaciones injustas.
–¿Y para eso tenemos hijos? –preguntan–. ¿Para que nos de-
jen solos? –Y es que no piensan que nuestros hijos nacen para
continuar la vida, no para detenerla; para cumplir una misión en
el porvenir, no en el pasado; que los hombres nuevos no pueden
entretenerse en la contemplación de realidades existentes, sino
adelantarse a las probabilidades del futuro, y que todo lo que no
sea fomentar las ansias de vida de un ser es pecar contra la hu-
manidad y el derecho individual.
Y si esta separación moral de los padres, y particularmente
de la madre y el hijo, fuese irremediable, sería comprensible la
tristeza de aquélla; pero en el fondo no lo es. Puede evitarse o
amenguarse mucho su amargura, bastaría para ello que la mujer
quisiera prepararse debidamente, que en lugar de lamentar su
destino, como ahora hace, trabajase por aumentar sus conoci-
mientos y procurase, como todos los educadores, marchar con los
tiempos y hasta adelantarse, a ser posible, al cerebro joven, acor-
tando las distancias establecidas por la edad. Es preciso que to-
dos, hombres y mujeres, se convenzan de una vez y para siempre
que la actitud de los niños, es casi siempre reflejo de la nuestra, y
que nosotros somos, en muchas ocasiones la causa de los mismos
males que luego condenamos.
Hay que tener en cuenta que el niño no es meramente un
miembro de la raza humana, sino que posee una individualidad
propia y también que pertenece a una nueva generación, de un
tipo más elevado que la nuestra, siendo inferior a nosotros única-
mente en la experiencia.
Es indispensable por tanto que nos demos cuenta de que el
niño como ser: como individuo, tiene tanto derecho o tan poco
I. La madre y el hombre del mañana 71

como nosotros, a ser feliz o pesimista, a estar de buen o de mal


humor, a tener iniciativa o a ser un abúlico, y que, por lo mismo,
no podemos ser exigentes e intolerables con exceso, frente a las
diversas manifestaciones de su espíritu.
Nosotros somos en verdad el eje en torno del cual gira el mun-
do del niño; pero por eso mismo no debieran aceptar la respon-
sabilidad de sostener sus primeros pasos en la vida del espíritu
aquellos que no estén dispuestos a revestirse no sólo de un ili-
mitado amor, sino de filosofía, sentido común, justicia, valor,
magnanimidad e inagotable paciencia.
Lo primero en que debe fijar su atención el educador de un
pequeño, a tal extremo que este punto puede considerarse como
la base de todo el entrenamiento espiritual, es en lo que se refiere
a defectos de carácter así llamados, y que no son otra cosa que
impulsos naturales, gérmenes de la fuerza que existe en el alma
y que por haber sido mal encauzados se convierten en ocasiones
en elementos nocivos.
Todas las tendencias de la ciencia pedagógica moderna acon-
sejan que se haga un minucioso estudio del desarrollo psicológico
del niño apoyando aquél en la verdad que Goethe señaló de ma-
nera categórica y rotunda al afirmar que casi todos los defectos
de las almas nuevas son «La cáscara que encierra el germen del
bien». Nosotros vamos más lejos aún al creer que son el germen
mismo de la bondad, y que el mal no existiría en el alma humana
si cruel y despiadadamente no corrompiéramos esa semilla, si no
interpretáramos falazmente las inclinaciones naturales del niño
y destruyéramos las manifestaciones de la divina esencia con una
mal entendida represión o con nuestra falta de tacto, de paciencia
y de saber.
Cierto que, así como el cuerpo, bien por accidentes fortuitos,
bien por causas hereditarias, nace a veces falto de fuerza y exige
que un tratamiento especial le vigorice; el espíritu, puede en vir-
tud de influencias atávicas, ser también de condición enfermiza
y requerir medios especiales de entrenamiento. Pero lo general y
72 El alma del niño

corriente es que el niño, al nacer, se halle dotado de la capacidad


necesaria para desarrollarse plenamente, lo mismo en el orden fí-
sico que en el espiritual, por todo lo cual despréndese claramen-
te que lo que se precisa es encauzar, no reprimir violentamente;
fortalecer, no desarraigar de cuajo; evitar, en una palabra, que
así como nuestra ignorancia y desidia son muchas veces causa de
que el niño pierda la salud física, sean nuestra aspereza y falta de
visión motivo de que se malogre su fuerza espiritual.
Si lo primero que inculcáramos en el niño fuese la conciencia
del bien que lleva en sí y el conocimiento de su propio vigor; si así
como le enseñamos que su cuerpecito se sostiene naturalmente
y sin esfuerzos sobre sus pies menudos, le hiciéramos compren-
der que su espíritu descansa sobre los impulsos natos que son en
realidad fuerzas que bien controladas le ayudarán a conservar el
equilibrio moral, conseguiríamos, de manera harto sencilla y efi-
caz, desarrollar en él esa confianza en el esfuerzo personal, que
es la raíz de todo crecimiento espiritual. Pero nos empeñamos en
atemorizarle, haciéndole creer que lo que emana de su voluntad
y su conciencia es malo, o, por lo menos, peligroso, impedimos
que aproveche las fuerzas latentes de que se halla dotado, y las
que deberían orientar y guiar su carácter el día de mañana. Si
como tantas veces se hace, partimos de la suposición de que un
niño no es bueno, le privamos con ello, del estímulo moral y del
deseo de enmienda que necesita y, al cabo de algún tiempo, será
malo entre otros motivos por habérselo hecho creer así.
Otro punto trascendental que nos importa tener en cuenta,
es el que se refiere al ejemplo, único medio de que disponemos
para demostrar nuestra competencia como educadores. El niño
advierte enseguida la falta de preparación y las contradicciones
en que incurren aquellos que le dirigen. Ello no significa el que
hayamos de ser perfectos, pero sí que procuremos serlo, por lo
menos en aquello que pretendemos corregir en el niño. Sobre
todo, enseñémosle que nuestro desarrollo es fruto de luchas, mu-
chas veces intensas. Confiémosle el secreto de nuestras propias
I. La madre y el hombre del mañana 73

inquietudes; hagámosle ver de qué razones nos servimos para


triunfar; que nuestra alma sea como un libro abierto para él. Esta
sinceridad será la mejor garantía de nuestro éxito y el único me-
dio de que entre el niño y nosotros se establezca una corriente
de comprensiva simpatía. Nada hay que tanto nos humanice,
que tanto nos aproxime unos a otros, como el sentimiento de la
igualdad, y tendemos con harta frecuencia a erigirnos en seres
superiores frente al niño, alejándole de nosotros, en cambio, no
cabe duda que tendría más fe en sí mismo si supiera que hubo
un tiempo en que lo convertido en realidades hoy, no fueron en
el pasado, para nosotros sino vagas y lejanas esperanzas que se
lograron tras grandes y pesadas luchas.
La única manera de lograr que nos escuchen los pequeños es
hablándoles en camaradas, no en maestros.
74 El alma del niño

II. La vanidad

Una de las primeras manifestaciones que podemos apreciar en


el modo de ser del niño, es la de un leve, casi imperceptible senti-
miento de vanidad. La preocupación de embellecerse y adornar-
se, generalmente en imitación de sus mayores. Raro es el peque-
ño que al hallarse ante un espejo no contempla incesantemente
su imagen; más raro aún el que no trata, por todos los medios,
de atraer la atención hacia su persona, buscando un elogio, una
frase de alabanza para su apariencia externa. Muchos niños, una
vez pasada la primera infancia, llegan a tales extremos en este te-
rreno, que para ellos constituye un positivo sufrimiento el pasar
inadvertidos, y algunos llegan a hacerse tan sensibles al buen o
mal efecto que pueden causar a los demás, que se tornan tímidos
con exceso y acaban por huir de la vista de otras personas, no por
modestia, sino por una exagerada vanidad, prefiriendo no ser
vistos a provocar un comentario poco halagüeño o una chanza
por insignificante que ésta sea.
La vanidad no es sólo una tendencia pasajera en los niños, sino
manifestación psicológica que se desarrolla en edad muy tempra-
na. ¿Quién no ha visto a una criatura de pocos meses desvivirse
por obtener un lazo o una flor, y procurar embellecerse acto se-
guido, colocándose el deseado objeto en la cabeza o en el pecho?
Más tarde ese deseo, unido al instinto de imitación, le lleva a mi-
rarse con gran complacencia reproducido en el espejo y a vestirse
con las galas de personas mayores, y así, poco a poco, observamos
II. La vanidad 75

cómo llega el momento en que brota en su espíritu, desligándose


ya de todo impulso instintivo, el afán de aumentar sus dotes fí-
sicos. Obedeciendo a un natural deseo de agradar, muestra una
definitiva parcialidad, por aquello que él entiende es lo más in-
dicado para lograr su objeto. Así, le vemos obsesionarse por un
par de zapatos nuevos, por una alhaja, por la forma determinada
de un traje, empeñándose en conseguir su propósito con un tesón
que despierta muchas veces indignación en los que le rodean. Por
tales motivos suelen producirse los primeros choques entre el niño
y las personas encargadas de educarle. Temerosas éstas de que las
ansias de figurar sean semilla de futuros males, tratan de domi-
nar, sea como sea aquellos impulsos que estiman ser defectuosos.
Para corregirlos privan de su capricho al pequeño, y muchas veces
logran convertir un lógico y natural anhelo en un sentimiento
de oposición sin adecuada finalidad. En algo reprobable lo que
es raíz y fuente de la confianza en sí mismo. Como si el deseo
de quedar bien, de representar dignamente su papel, no hubiera
de serle indispensable al niño el día de la lucha. Aparte el que no
tenemos derecho a convertir en pueril preocupación la fuerza que,
para algún objeto seguramente, fue depositada en su corazón.
Si el deseo, perfectamente lógico del niño, de aparecer bien y
de resultar bello se desarrollara debidamente, se convertiría, con
el tiempo, en dinámico impulso, en pujantes ansias de perfec-
cionamiento moral y físico. Cuánto mejor fuera esto que el ver
a una criatura desprovista de todo estímulo en uno y en el otro
orden. Si enseñáramos al niño que sus sentimientos son legíti-
mos, pero que no puede haber hermosura donde no hay escru-
pulosa limpieza, elegancia sin gusto cultivado, refinamiento sin
orden; si se le demostrara que el poder de agradar no depende
única y exclusivamente de la perfección del rostro, sino más aún
de finura intelectual, del tacto y la sinceridad, en el trato con
otros, otorgaríamos suma importancia como medio educador a
ese sentimiento de vanidad que, desde la más tierna infancia,
observamos en la generalidad de los seres humanos.
76 El alma del niño

Al fin y al cabo, la vanidad no es sino una forma, primaria


desde luego, del amor propio, del orgullo en su persona que ani-
da en todo individuo, y que, bien orientado, es poderoso auxiliar
de nuestro desarrollo intelectual y moral. Sin el orgullo de sus
actos, el hombre no lograría en muchos casos máximo desenvol-
vimiento, ni sabría soportar las vicisitudes de la vida con la dig-
nidad y tesón que debiera. La vanidad y sus similares, soberbia y
orgullo, son el contrapeso del temor, equilibran la voluntad y la
defienden del pesimismo y desaliento que en nosotros produce el
cansancio y hastío de la lucha. ¿Por qué pues, reprochar al niño
la existencia de una fuerza embrionaria que tan provechosa pude
serle, luego de encauzada?
Más que doblegar este impulso, conviene fortalecerle con ra-
zonamiento, huyendo de cuanto pueda herir la susceptibilidad
del pequeño. No tenemos derecho a burlarnos del niño. Una
chanza inoportuna puede provocar en él tanto rencor como un
golpe, ni debemos de oponernos a su deseo de hacer una buena
impresión. ¿Acaso, no procuramos lo mismo nosotros? En cam-
bio, puede hacérsele ver que el elogio tiene más mérito cuanto
más espontáneo es.
En cuanto al temor de que el niño pueda concederle pri-
mordial importancia a su apariencia externa, lo absurdo sería
que no lo hiciese. ¿En la primera etapa de la vida, no es na-
tural que interese más la perfección del espíritu que la de la
forma? Pero la razón le hará volver de su acuerdo con el tiem-
po, si en el intervalo no han predispuesto en contra su ánimo,
aquellos que debieran de encauzar su gusto, sin que por ello
quede mermada su facultad de apreciar todas las manifesta-
ciones de la estética.
No hay que ser demasiado severos con los pequeños que as-
piran a lograr la belleza. Esta tendencia obedece a llamadas de
orden espiritual. Es la eterna busca del hombre tras aquello que
le parece perfecto. El afán de hallar lo que complace a nuestros
sentidos de la vista y el oído.
II. La vanidad 77

Una música estridente hace llorar a muchos niños, los colores


llamativos con exceso mal combinados, hieren su sensibilidad.
Quienes les rodean deben preocuparse de que no ocurra ni lo
uno ni lo otro. El campo de la estética es amplio y ofrece muchas
posibilidades de acierto que ofrecer a los diminutos aspirantes
a la belleza. Desde luego, conviene hacerle sentir que la belleza
moral, por ser armónica contribuye a realzar la belleza física y
rebasa en valor a ésta porque es la contribución que nosotros ha-
cemos a la perfección del conjunto por nuestra propia voluntad.
Tiene además el mérito de no poderse sostener sobre una base
falsa. Su autenticidad ha de ser absoluta. No hay, en este terreno,
engaños que valgan. Por muchos esfuerzos que se hagan a favor
del disimulo, la verdad se impone siempre. Los tintes y los afeites
podrán encubrir los defectos físicos, siquiera sea pasajeramente,
pero en lo que atañe a la moral no ocurre lo mismo. Quien trata
de utilizar fingimientos en tales terrenos, más tarde o más tem-
prano pero irremisiblemente, descubre su verdadero ser.
78 El alma del niño

III. La terquedad

Con gran frecuencia oímos quejarse a la gente de lo que llaman


testarudez de los niños, y vemos cómo se trata de remediar este
supuesto defecto llevándole sistemáticamente la contraria al pe-
queño que incurre en el general desagrado por el tesón con que
defiende sus pretensiones. Otras veces los educadores adoptan
el sistema de negarse a los más inocentes deseos del niño, so
pretexto de corregir la insistencia con que apoya sus peticiones la
criatura. Consecuencia de uno y otro método son esas luchas des-
iguales que se entablan entre el niño y la madre o el educador, y
en las que, para mayor desorientación del pequeño, resulta ser en
él terquedad lo que en los mayores se considera firmeza. Cuando
todo razonamiento falla, caen sobre el niño las más acerbas recri-
minaciones; su madre se considera incapaz para corregirle, y, sin
embargo, nadie se ha preocupado de lo primero que lógicamente
debió hacerse: averiguar cuál es el motivo que ha impulsado a la
embrionaria voluntad del chico a colocarse, sin temor frente a
los que por la fuerza pueden fácilmente dominarle. Nadie se ha
cuidado de profundizar en el pequeño corazón para adivinar si,
desde el punto de vista de la infantil inteligencia, está justificada
la actitud de intransigencia que induce al pequeño a pasar por
todo; ruegos, amenaza y castigos, antes que ceder.
Por lo general, estas luchas entre el niño, y quien, de mo-
mento, ejerce autoridad sobre él suelen llevarse a cabo con una
absoluta falta de comprensión por parte de las personas mayores
III. La terquedad 79

que en ellas intervienen, a las que la experiencia, ya que no el


cariño, debería de inspirar, ayudándolas a leer en la mente del
pequeño la causa de su persistente actitud. Si así hicieran pronto
se convencerían de que, por lo general, la terquedad del niño no
nace de la caprichosa manera de ser de una criatura mimada en
demasía, ni de un perverso afán de contradicción, sino que es
una manifestación de la voluntad, en germen aún, que por cifrar-
se en cosas de suyo insignificantes, se nos antojan reprobables.
Hay que tener en cuenta que la perspectiva mental del niño,
su idea de la vida, es mucho más limitada que la nuestra, y que,
por lo tanto, el espacio y el tiempo tienen para él forma y ex-
tensión distintas a las que tiene para nosotros. Si en lo físico el
recorrer una distancia, por ejemplo, no tiene el mismo alcance
en todas las edades, ni el esperar un año puede exigir el mismo
límite de paciencia, es evidente que el valor material o moral de
una cosa no puede tampoco ser idéntico. Al negarse el infante a
obedecer un mandato, en el sentido de ceder su gusto o privarse
de un bien, obedece instintivamente a lo que le dicta su razón,
la cual le impulsa a procurar, por todos los medios posibles, que
las circunstancias se amolden a su voluntad, ni más ni menos que
hacemos nosotros cuando tenemos empeño en conseguir algu-
na cosa, jactándonos, cuando así lo hacemos, de poseer laudable
fuerza de voluntad.
Es posible que en ocasiones el niño insista por puro capricho;
pero no tenemos derecho a oponernos a su manifiesto afán sin
conocer los motivos que le impulsaron a sostenerse en una actitud
de franca oposición a nuestro deseo. Una vez conocidos dichos
motivos, podemos, si así conviene, mantener nuestra razonada
negativa, que el niño, si está bien encauzado y acostumbrado a
que procedamos con justicia, acatará sin demora, cosa que no
hará si se da cuenta de que nuestra negativa no estriba más que
en el mezquino interés de imponer nuestra autoridad.
Tal sistema, claro es que requiere dulzura y paciencia sumas.
Más aún: quizás sea esta fase de la educación espiritual del niño
80 El alma del niño

la que más continuamente y a lo vivo ponga a prueba el buen


deseo del educador; pero es de tal importancia cuanto se refiere
al debido encauzamiento de la voluntad infantil, que para lograr
éste podemos considerar como bien empleados todos nuestros
esfuerzos y compensada nuestra paciencia.
Las manifestaciones de terquedad de un niño no pueden
combatirse con otras armas que las de la razón. Las reprimendas
exaltadas, y sobre todo la violencia, no consiguen más que sem-
brar en su pequeña conciencia la desconfianza y la confusión.
Aparte el que un niño siempre está dispuesto a valerse de su
criterio para obtener lo que le parece justo.
Siguiendo un sistema adecuado se le hace además compren-
der fácilmente al pequeño, que el libre ejercicio de la voluntad
afecta no sólo al individuo, sino a la comunidad toda, y que no
tenemos derecho a satisfacer nuestro gusto, cuando con ello, se
dañan los intereses del prójimo. Exponiéndole esta razón en for-
ma comprensiva no tendremos dificultad de hacerle ver la justicia
de nuestra oposición.
Un niño, por ejemplo, pretende estar con la familia, y al pro-
pio tiempo gritar y molestar o llorar; hay que hacerle ver que no
tiene derecho a persistir en su empeño, y si no se da por conven-
cido conducirle a otra habitación y dejarle solo, con autorización
para gritar allí cuanto guste. No tardará en ceder y comportarse
con la necesaria mesura.
Otro día pretenderá, si hay barro, por ejemplo meterse en los
charcos y mojarse los pies, capricho por el que muestran extraña
predilección todos los chicos, y del mismo modo hay que ex-
plicarle que no tiene derecho por satisfacer ese capricho suyo a
estropearse el calzado, gravando con ello el presupuesto familiar,
aumentar el trabajo de la persona encargada del cuidado de sus
ropas y exponerse él al peligro de adquirir un enfriamiento. To-
das estas razones expuestas con mesura y cariño le convencerán
de que no puede ni debe seguir insistiendo. Si a pesar de tales
razonamientos el niño no cejase en su empeño, se le deberá obli-
III. La terquedad 81

gar luego a pagarse un nuevo par de botas de su peculio particu-


lar, a limpiarse él mismo el calzado que trajo lleno de barro y a
permanecer encerrado en su cuarto, en previsión de que hubiese
cogido un catarro. Pero no será preciso recurrir a tales medi-
das sino tratándose de pequeños que han visto sistemáticamente
contrariados sus deseos por persona de autoritaria y caprichosa
intransigencia. Los que hayan sido bien dirigidos en sus prime-
ros años y saben que quienes tienen autoridad sobre ellos nunca
han abusado de los privilegios que esa autoridad les concede, aca-
barán por ceder voluntariamente sin dar lugar a regaños que casi
siempre dejan una sombra de tristeza tanto en quienes los reciben
como en quienes los administran.
82 El alma del niño

IV. La curiosidad

Es verdaderamente extraño que una de las cosas que, por lo


general, mayor desesperación causan a las personas que se ocu-
pan de educar a un niño, es el continuo preguntar. Ese eterno
«¿Por qué?» repetido sin cesar por los pequeños al iniciarse su
desarrollo mental.
Sin embargo, nada más lógico que esa pretensión del niño de
saber a todo trance las causa que motivan los efectos de cuanto
empiezan a observar en torno suyo.
La curiosidad en el niño no es otra cosa que la manifestación
de su crecimiento espiritual e intelectual, y tan cruel e ilegítimo
es dificultar y obstruir el avance de su inteligencia en este senti-
do, como lo sería el querer detener su desarrollo físico.
¿Qué diríamos de la persona que so pretexto de que le moles-
taba el tener que alargar continuamente las ropas de un niño pro-
curase retrasar su crecimiento? Pues en la misma responsabilidad
moral incurre, el que por no tomarse una leve molestia se niega a
satisfacer la natural curiosidad de un nuevo ser.
El niño que no pregunta, que no indaga, que no siente im-
periosa necesidad y anhelo de descifrar el misterio universal, no
puede estar sano ni ser normal. Si su cerebro no responde al lla-
mamiento que le hace la vida toda, es porque el niño es un men-
tal raquítico, no se está desarrollando debidamente.
Y esa curiosidad del niño debería de parecernos tan lógi-
ca… ¿Acaso cesamos alguna vez los mayores de preguntar el
IV. La curiosidad 83

porqué de las cosas? ¿No nos atormenta durante toda nuestra


existencia la sed de averiguar aquello que permanece oculto
a nuestra observación directa, aquello que desconocemos, lo
que no comprendemos? Más aún nuestra curiosidad perdura
aún estando convencidos de que hay misterios que seguiremos
siempre ignorando.
Pues bien, siendo tan intenso como lo es en toda persona ra-
zonadora el sufrimiento que producen todos los obstáculos que se
oponen a nuestras ansias de saber, ¿cómo y por qué nos oponemos,
sin necesidad, por egoísmo únicamente, a que expongan sus dudas
y sus ansias de conocimiento quienes de modo tan absoluto depen-
den de nuestra generosidad para conseguir su lógico afán?
Por otra parte, es tan fácil satisfacer la curiosidad de un niño…
Su cerebro, libre de todo prejuicio, y su pequeño y confiado cora-
zón no dudan jamás. Pregunta por qué no puede evadir ese do-
loroso proceso de su desarrollo; pero no profundiza, y si nosotros
cuidamos de no despertar recelos y desconfianza en su alma, si
no le engañamos, se contentará con la más elemental y sencilla
explicación.
Lo que el niño rechaza con todas sus fuerzas, lo que le hace
sufrir, es nuestra indiferencia, la negativa rotunda a satisfacer su
deseo, y la irritabilidad que su petición suele producir en aquellos
que más debieran enorgullecerse de su afán de saber. A las ma-
dres incumbe, muy particularmente, el sagrado deber de man-
tener alerta la vida del pequeño cerebro. Anejo a la maternidad
existe una facultad de comprensión que la permite adivinar todo
lo que hay detrás de cada pregunta imperfectamente formulada
por el hijo, ella mejor que nadie, puede, aniñándose momentá-
neamente, descender a lo más íntimo, a lo más escondido y secre-
to de la incipiente razón para disipar las sombras sin estorbar la
obra de las fuerzas latentes, ni impedir el pleno y feliz desarrollo
de la inteligencia.
Es preciso que nos convenzamos de que cada nuevo cerebro es
una posibilidad de incalculable valor, de cuyo feliz encauzamien-
84 El alma del niño

to pudiera depender no sólo el bien del ser que empieza a revelar-


se, sino quizás también el bienestar y la salud de la humanidad.
Pero no basta con que estemos persuadidos de que la curiosi-
dad es una necesidad de la inteligencia, y en sus albores una ma-
nifestación propia de la infancia: es preciso además satisfacerla
cumplidamente y con la seriedad debida. Nada hay tan injusto
como el abusar de la confiada inocencia de un chico, contestando
con falsedades a sus preguntas. Cuantos nos hallamos en pose-
sión de una verdad tenemos el deber de trasmitir ésta a los que
así lo desean.
No quiere decirse con esto que si el niño formulara una pre-
gunta de índole tal que sobrepasara los límites de su natural com-
prensión no fuera conveniente atemperar la réplica al momento
de su desarrollo y a su capacidad de asimilación; pero ello puede
hacerse sin faltar a la verdad, simplificando la materia por la que
siente interés, y, en último caso, cuando así lo exigiera la escasa
edad o falta de preparación del pequeño, demorando la explica-
ción, de acuerdo con él mismo, hasta que su cerebro se halle en
condiciones de percibir el sentido de lo que pretende saber. «Así
como dañaría a tu cuerpo, hay que decirle, el hacer un esfuerzo
violento y excesivo, se resentiría tu cerebro si le obligáramos a
una tensión superior a lo que de momento puede sostener».
Todo lo aceptará el niño, menos la mentira, menos la falsedad
que, tarde o temprano, descubrirá, con grave quebranto de su fe
en la sabiduría y bondad de los que se encargaron de dirigir sus
pasos por los tenebrosos y difíciles terrenos de la experiencia.
Una de las cuestiones que más despiertan la curiosidad del
niño y tal vez la que se ha llevado con mayores desaciertos es la
que se refiere al conocimiento de cómo llega un nuevo ser hu-
mano a la vida.
¿De dónde vienen los niños? Es la pregunta típica con que se
ven enfrentados los padres de familia no bien sus hijos comien-
zan a darse cuenta de que su pequeño mundo se va ensanchando
y poblando de otros seres más pequeños que él.
IV. La curiosidad 85

En la época actual han quedado virtualmente desterrados los


procedimientos que las pasadas generaciones empleaban para
ocultar al niño cuanto se refería a este trascendental suceso en
el hogar.
La vieja aseveración de que todo nuevo hermano o hermana
«viene de París» apenas se emplea ya. Ello es muy conveniente
porque las mentiras que en torno al feliz acontecimiento se suce-
dían dejaban olas de perplejidad y duda en las mentes infantiles,
una vez que éstas iban abriéndose camino a la verdad, a través
de los engaños empleados por padres y allegados para ocultar el
gran misterio de la vida.
Los educadores modernos convencidos de los pésimos efectos
que semejante proceder produce en los pequeños, aconsejan que
para tratar de una cuestión tan trascendental como ésta deben
emplearse para iniciar las explicaciones sobre la reproducción,
lecciones de botánica. En las plantas y flores se encuentran ma-
ravillosos ejemplos con los que ir preparando a los pequeños para
el conocimiento de la gran verdad.
De no tratarse este asunto en tal forma, los niños llevados de
su curiosidad y desconfiando de los cuentos con que se trata de
evadir sus preguntas buscan la contestación a éstas junto a otros
chicos o personas mal preparadas y el gran misterio les es revela-
do sin belleza y sin dignidad.
Esta delicada cuestión tiene que ser afrontada por la madre en
los primeros momentos, por los padres después y al fin por los
educadores que sabrán explicarla científicamente y con elevación.
86 El alma del niño

V. La envidia

Es innegable que uno de los más grandes defectos que padecen


los humanos y quizás una de las causas más importantes de la
general y arraigada tristeza es la envidia. La envidia, mezquina
y rencorosa, que sirve para entorpecer la acción del prójimo y
empequeñecer el valer ajeno, sin estimular el propio desarrollo; a
tal punto, que hay quienes prefieren hundirse arrastrando a otros
en su caída a lograr con ellos el triunfo.
La envidia, que no nace del odio, ni de la soberbia, ni de pa-
sión alguna disculpable por lo absorbente, sino de ese misérrimo
sentimiento de pesar que en algunas personas provoca el bien de
los demás.
El ambiente actual se halla inficionado de esa vituperable
tendencia en forma tal, que rara vez se encuentran hombres y
mujeres libres por completo de su influencia.
La lucha por la vida, tan desigual casi siempre a causa del
favoritismo y la injusticia, beneficia sin duda alguna, la expan-
sión de esta innoble característica; pero la raíz del mal depende
de causas más próximas y profundas que esa desigualdad; entre
otras, de la falta absoluta de preparación moral que padecen los
niños y el equivocado concepto que tenemos de nuestros deberes
y obligaciones frente a los demás hombres.
Predicamos a los pequeños ciertos principios de ética por el
solo gusto de predicar, pues nuestras palabras no se basan en
un firme convencimiento ni menos en la acción. Así, decimos
V. La envidia 87

vagamente a los que empiezan a vivir: «la mentira es mala», y a


su vista faltamos luego todos a la verdad: «es preciso obedecer»,
y es general la indisciplina, y del mismo modo: «hay que amar al
prójimo como a nosotros mismos», dando a entender que debe-
mos de lamentar el mal ajeno y celebrar el bien, y por todos lados
se oye hablar mal de extraños y allegados y regatear a los que en
distintos campos sobresalen, la consideración y alabanza a las
que se hicieron acreedores.
Más aún: no sólo damos en este particular pésimo ejemplo al
niño, no sólo no se procura corregir tan funesta inclinación, sino
que con premeditada crueldad se la inculca a la incipiente razón,
haciendo creer al nuevo ser que constituye un bien deseable lo
que es de pertenencia ajena, no por el valor intrínseco que en sí
tiene, sino por ser de otro. Hasta se trata de halagar la vanidad
del niño con promesas que encierran un doble aspecto del placer:
el de lucirse y el de hacer sufrir, con la propia prestanza, a los
demás.
¿Cuántas veces no oímos estimular a los pequeños a ser di-
chosos a costa de la satisfacción de sus semejantes, inculcándoles
que el propio goce se intensifica a medida que es más codiciado
por otro, y que la alegría de ser bellos y de ir bien ataviados no es
completa si no despierta sentimientos de envidia en los que nos
contemplan?
¿Acaso no es frecuente que las gentes, las madres mismas al-
gunas veces, insinúen a un niño la idea de que el advenimiento de
un nuevo hermano puede ser un obstáculo a la propia felicidad,
por la necesidad que implica de compartir con él juguetes y cari-
ños? Así se le dice crudamente y sin rodeos, en lugar de preparar-
le para el cambio que ha de operarse en su espíritu, a medida que
en este vaya arraigando la convicción de que el mundo no ha sido
creado única y exclusivamente para él, sino que está formado por
las aspiraciones, los deseos, el amor, el trabajo y los sentimientos
todos de infinito número de seres, de cuya perfecta compenetra-
ción depende el bienestar universal.
88 El alma del niño

¿Por qué empeñarnos en labrar la futura infelicidad de los ni-


ños? ¿Por qué incurrir, a sabiendas, en errores de iniciación tan
fáciles de evitar? ¿Por qué, sobre todo, se desperdician las fuerzas
espirituales de que las almas nuevas están dotadas, con el objeto
de que puedan emprender la lucha de la vida con la necesaria
competencia?
Nada hay más nocivo, más equivocado, ni más desmoraliza-
dor para un niño, que el acostumbrarle a la idea de que no se
puede vencer sino mediante un solapado sistema de eliminación.
Hay que hacerle ver, por el contrario, que la presencia de otro
luchador debe ser causa de estímulo, no de temor, pues cuanto se
oponga a tal principio será asentar sobre una base falsa su futuro
concepto de la vida. También debe de convencerse al pequeño
de que el ser vencido por un contrincante igual o superior a él
no es en modo alguno desdoroso, ya que él tiene en sí la fuerza
necesaria para elevarse, si así lo desea, al nivel que otros logra-
ron alcanzar, demostrándole, en suma, que la vida tiene muchos
elementos de felicidad, y que más vale entretener el tiempo bus-
cando éstos, que perderlo en lamentar la buena suerte de otros.
Hay mucha tendencia y ello es debilitante en grado sumo para
la moral humana, el contar con el factor suerte como explicación
del propio fracaso. Ese factor existe por desgracia en algunos
casos; pero nada hay tan nocivo para el niño como acostumbrarle
a tolerarle el que se aproveche de tal idea para disculpar una in-
capacidad que es fruto de negligencia o pereza.
Todos tendemos y ello es consecuencia del afán de ocultar
nuestros defectos, a culpar de nuestras fallas a circunstancias
imaginarias. La suerte no puede ser alegada como motivo de
éxito porque depende exclusivamente del azar. Las ganancias
del juego o de las loterías son resultados sobre los que no po-
demos influir. En cambio los otros factores que influyen en
nuestra vida sí dependen de nuestra voluntad. Incluso aquellos
que nos son adversos como la enfermedad, el fracaso debido a la
mala fe o incompetencia de otras personas pueden ser evitados
V. La envidia 89

ya que muchas veces se producen por descuidos o desidia por


nuestra parte.
En todo caso hay que inculcarle al niño que en esta vida la
victoria moral es lo único que realmente importa. Según los ver-
daderos deportistas, y es lástima el que tampoco abunden éstos
en los juegos de competencia, lo que menos trascendencia tiene
es el ganar o perder. Ambas posibilidades pueden ser resultado
de situaciones que no dependen de nosotros, lo único que im-
porta es jugar bien. Jugar limpio y con tesón porque eso es lo que
desarrolla la voluntad y nos obliga a actuar honestamente para
con nuestros adversarios y con nosotros mismos.
90 El alma del niño

VI. La ira

Hay veces en que asusta el grado de pasión que alcanzan los


niños cuando se dejan dominar por la ira. Su llanto desesperado,
la rabia, el furioso enojo con que se vuelven contra la persona que
les priva de satisfacer su gusto, diríase que obedecen a un profun-
do sentimiento de odio. Tal estado de ánimo suele castigarse con
más dureza que otras manifestaciones del carácter, y, sin embar-
go, el niño, en la mayoría de los casos, no hace, al permitir que
le domine la ira, más que seguir el ejemplo de los que le rodean.
Cierto que el estado embrionario en que se halla el carácter
de una criatura, su tendencia a dejarse llevar de los movimientos
instintivos que impulsan a su voluntad, primero, y más tarde a
su razón, requieren un cuidadoso encauzamiento, por modo que,
con el tiempo, puedan servir de base a su vida espiritual; pero
ello no debe lograrse tan violentamente que nos expongamos a
suprimirlos en demasía o a extirparlos de raíz.
La ira en este aspecto elemental es, sencillamente, un movi-
miento de protesta necesario al crecimiento y desarrollo de otras
fuerzas espirituales.
Si lográramos ahogar en el niño este sentimiento de indig-
nación, preludio de un lógico empeño por defender lo que cree
de justicia, le convertiríamos en un ser enfermizo y de tan débil
conformación moral que jamás le veríamos alcanzar la plenitud
de acción que logra el hombre cuyas facultades emotivas no han
sido suprimidas radicalmente.
VI. La ira 91

Si, por otra parte, no nos preocupamos de encauzar debida-


mente dicha fuerza, nos exponemos a que ese instinto justo se
truque en peligroso desenfreno, en una falta de dominio que a su
vez trocará en estériles manifestaciones los más bellos impulsos
y tendencias de su alma.
Para conseguir el perfecto desarrollo de este movimiento de
rebeldía que llamamos el impulso de la ira y conseguir que a su
tiempo se convierta en sana fuerza propulsora, refrenada por la
voluntad, es preciso que los que se encarguen de la crianza es-
piritual de un pequeño ofrezcan a éste un ejemplo continuo de
su propio dominio, y aquí es donde, por lo general, fallan los
propósitos de quienes a tal fin se encaminaron.
Muy rara vez se da el caso de que una persona llegue a ser
dueña tan absoluta de su voluntad, que ejerza un tan completo
dominio sobre su carácter, que jamás se deje llevar, ante el niño,
de los mismos arrebatos que en él pretende condenar y corregir.
La misión de educar a un niño requiere una abnegación su-
perior a la que puedan exigir otras ocupaciones, por lo mismo,
no debieran emprender semejante tarea los que no se encuentran
con las fuerzas necesarias para ello. Pues no se podrá negar que
es de una injusticia elemental el reñir a un chico por una falta en
la que incurrimos nosotros, con la agravante de ser, en muchas
ocasiones, nuestra propia falta de mesura, nuestros gestos coléri-
cos y gritos destemplados los que en aquél provocan esos accesos
de ira desenfrenada, que luego lamentamos.
Si jamás hiciéramos a los chicos víctimas de nuestro propio
mal humor, es seguro que ellos no se entregarían con tanta fre-
cuencia y por causas tan nimias al nervioso estado de exaltación
que pretendemos combatir. En noventa y nueve de cada cien
casos, el niño rabia y se desespera porque ha visto hacer lo pro-
pio a los que le rodean, siempre que los ha impacientado alguna
contrariedad, o porque, exasperado por la forma destemplada
en que se le reprende, procura vengarse, sea como sea, de los
que han descargado sobre él el peso de su cólera. El pequeño,
92 El alma del niño

que está acostumbrado a un trato de extremada dulzura y a


correcciones moderadas, no se deja generalmente llevar por la
ira. Pero ¿con qué derecho podrá exigírsele una ponderación
superior a su edad al que tiene que sufrir las consecuencias de
la irritabilidad ajena?
Antes de hacer una observación en sentido correctivo a un
chico, debiéramos de pensar que toda nuestra actitud será luego
estrechamente analizada por él y que contraemos una gran res-
ponsabilidad si no mostramos una ecuanimidad a toda prueba.
Si así se hiciera, no se darían esos lamentables espectáculos en los
que disputan, en condiciones desiguales, dos seres distanciados
por los años, y que la mutua falta de dominio coloca a un mismo
y deplorable nivel moral.
Cierto que se dan casos de niños de un apasionamiento tan
exagerado que es preciso, a toda costa, obligarles a un modera-
do sentir, pero ello debe de lograrse dando a la reprimenda más
forma de reproche que de acusación, con razonamientos cariño-
sos, porque no debemos de olvidar que el ser que posee instin-
tos fácilmente desmandables, tiene ante sí muchos días de lucha
enconada y feroz. Hay que hacerle ver, por otra parte, los peli-
gros a que se ve expuesto el hombre cuyas pasiones se desbordan
fácilmente y las amargas consecuencias que sufre el que no sabe
anteponer el bien ajeno a su propio sentir, así como el valor que
tiene todo instinto cuando se halla bajo el dominio de nuestra
voluntad y toda protesta que se conserva dentro de los límites
justos y equilibrados.
Por otra parte conviene también tener presente que en estas
exageradas actitudes que adoptan lo mismo los niños que las per-
sonas mayores influye en grado sumo el estado físico de cada
uno. El estado psíquico no es el único responsable, tanto como
éste es preciso indagar si el funcionamiento del hígado es normal
y si el sistema nervioso se halla debidamente equilibrado.
La falta de ejercicios corporales, el exceso de comidas excesi-
vamente grasientas o picantes. El abuso del café o el té cargados
VI. La ira 93

son causa muchas veces de la falta de control y la irritabilidad


inmotivada a que se entregan grandes y pequeños.
En estos últimos también influye el indumento. Un traje de-
masiado caluroso, un calzado excesivamente ajustado son mu-
chas veces responsables del nerviosismo que hace explotar al pe-
queño en incontrolado mal humor.
Los impulsos de la ira no siempre son condenables. La indig-
nación que una injusticia provoca en las pequeñas almas es una
fuerza en potencia que bien encauzada puede llevarle a situarse
junto a los indefensos y débiles y frente a los que abusan de su
fuerza. En el eco de la «santa ira» que todos debemos de sentir
cuando la injusticia impera.
94 El alma del niño

VII. El egoísmo

El niño es instintivamente egoísta y avaro. Basta con que ex-


tendamos la mano hacia una criaturita de pocos meses, haciendo
ademán de coger lo que guarda entre sus manecitas, y se apartará
con desconfianza, ni más ni menos que hace el cachorrillo al que
se trata de arrebatar un trozo de pan.
En obediencia a lo que le indica su instinto, defiende, el pe-
queño, lo que posee: pero sin malicia ni odio hacia persona algu-
na determinada, ya que ni el odio ni el amor hallan cabida en su
corazón en tan tierna edad, y en este particular, en esta ausencia
de sentimental influjo es en lo que sus actos se diferencian más
substancialmente de los nuestros.
Al considerar esta cuestión, como todas las de orden moral,
solemos consolarnos reflexionando que el niño es una masa que
nosotros podemos moldear a nuestro gusto y antojo. Sin embar-
go, no tenemos derecho a operar sobre el alma infantil, si no te-
nemos la seguridad de aprovechar debidamente sus fuerzas. Esto
se consigue más con el ejemplo que con las palabras, y en lo que
al egoísmo se refiere, no puede negarse que en la sociedad actual
impera una feroz preocupación por el bien propio a costa de la
conveniencia ajena.
La limitación de las familias, impuesta por las exigencias de
la época, ha entrado por mucho en el desarrollo de esta desen-
frenada egolatría, y asimismo las ventajas materiales y holgura
de la vida moderna han dificultado el arraigo de una virtud
VII. El egoísmo 95

cuya base primordial es el desprendimiento y el deseo de justa


reciprocidad.
Es indudable que entre los miembros de familias numerosas
suele existir una mayor tendencia a la mutua cesión de derechos
que en aquellos hogares que cuentan con uno o dos hijos nada
más. Por su parte, los padres de abundante prole no pueden aten-
der con el debido esmero a ese desarrollo espiritual del individuo
que ocupa lugar tan preeminente en la pedagogía del momento.
Tal vez sea también el egoísmo imperante consecuencia de la
forma errónea en que se ha querido intervenir en la vida espiri-
tual de los chicos, pues será siempre preferible dejar que un niño
siga sus impulsos naturales que forzar éstos hacia una finalidad
mal orientada.
El egoísmo es, además, fruto del excesivo y prolongado bien-
estar material. Los individuos, como los pueblos, necesitan que
hondas perturbaciones de orden ideológico saquen a flor de tie-
rra sus reservas ocultas. En esas sacudidas morales despréndense
las almas de todo lo superfluo, y, como en tierra removida por
el arado, quedan arrancados de cuajo los elementos dañinos que
se introdujeron entre los sanos y útiles, amenazando ahogarles.
La excesiva tranquilidad aumenta el afán por lo puramente
material. En ella pierden su temple las almas, empezando por ha-
cerse muelles y acabando por verse sumidas en letal indiferencia.
No quiere decirse con esto que para fortalecer el espíritu sea
preciso prescindir de todo goce externo, ni que sea indispensable
sacrificar por completo la vida física a la del espíritu, bastará con
que desde pequeñitas se acostumbren las almas a robustecerse
mediante la lucha, no a huir y a olvidar las contiendas que en la
conciencia y el corazón han de provocarse fatalmente.
El imperio de la vida exterior se logra desde fuera hacia den-
tro, el de la interior, por el contrario, una vez perfectamente
afianzada, irrumpe hacia fuera, embargándolo todo y ponién-
donos en comunicación con otras individualidades. El egoísmo
no suele anidar en los que llevan una intensa vida espiritual, por
96 El alma del niño

constituir la cesión de un bien una satisfacción más que un deber.


Antes de que así lo comprenda el niño, sin embargo, tendrá que
conformarse con las exigencias anejas a toda vida en común, em-
pezando por la de su familia, y aprender el inconmovible prin-
cipio sin el cual no puede subsistir el ideal de la colectividad: la
reciprocidad y mutua consideración y respeto, aun a costa de la
complacencia y satisfacción personal.
El niño tiende a creer que el mundo se limita a su hogar.
Cuanto sea ajeno a éste es para él algo extraño, desconocido com-
puesto de elementos con los que no tiene ligazón, fuera de los
que puedan divertirle o por el contrario inspirarle temor; muchas
personas encargadas de cuidar a uno o varios pequeños son mu-
chas veces las responsables de ese último sentimiento. Con el ob-
jeto de facilitar la guarda del niño, evitar el que quiera estar fuera
de la casa o pueda alejarse más de lo que conviene, le asustan con
cuentos absurdos con lo que además de mentirle exponiéndose a
que él descubra la falsedad y pierda toda confianza, forman en la
pequeña mente complejos que luego son muy difíciles de erradi-
car. Complejos de antagonismo, desconfianza, recelo y disimulo,
obligando al pequeño a reconcentrarse demasiado en sí mismo.
Una vez que sea mayor sabrá discernir lo que haya de bueno
en cada uno de los seres humanos con los que pueda tropezar en
la vida y se apartará de aquellos cuyo trato no le convenga culti-
var, pero esa decisión tendrá entonces una base razonada.
97

VIII. La falta de probidad

Incurren los niños con bastante frecuencia en pequeñas faltas


de honradez o integridad, que dieran que pensar si lo habitual
del caso no nos demostrara que obedece a un deseo instintivo
de acaparar aquello que atrae su atención, y que rara vez persiste
dicha inclinación una vez que el respeto a la propiedad ajena ha
sido asimilado debidamente por el pequeño.
En tanto el niño es de corta edad, los que le rodean suelen
darle todo lo que se le antoja. Para complacer un capricho efíme-
ro, se despoja de juguetes y bombones a los otros hermanos y se
le entregan cuantos objetos exige su imperioso afán, dándosele a
entender que tiene perfecto derecho a tirar y romper todo cuanto
por antojársele ha caído en sus manos. Pero a medida que crece el
diminuto acaparador, van hartándose de su propia complacencia
los que le rodean, y el niño, al verse arrebatar inopinadamente sus
más preciados privilegios, busca el medio de lograr su capricho.
Hay casos en que la primera explicación acerca del elemental
principio de la propiedad es suficiente, en otros, la enseñanza
requiere tiempo y paciencia, dificultando su comprensión, sin
duda alguna, la facilidad con que las personas mayores incurren
también en pequeñas faltas de integridad, que el niño, con su
clara lógica descubre e interpreta a su manera buscando en ello la
disculpa y hasta la justificación de sus actos. Como podrá conce-
der primordial importancia a las palabras de quienes le prohíben
atentar contra el interés de otros, si éstos luego no muestran re-
98 El alma del niño

paro en cometer las mismas faltas, excusándolas con el pretex-


to de haber sido llevadas a cabo con ingenio. Celebrando como
una gracia por ejemplo el haber pasado una moneda falsa –con
evidente daño para un tercero-, el haber evitado, merced a una
aglomeración excesiva de pasajeros pagar el tranvía, o burlar a un
acreedor, o percibir un sueldo sin hacer nada por merecerlo.
¿En cuántos casaos no ven los niños que los que le rodean
adquieren cosas sin intención de abonarlas, que a ellos mismos se
les anima en los jardines públicos y a espaldas del guarda a coger
flores que son propiedad de todos, y que parte del comercio, con
tolerancia tácita del público, se enriquece indebidamente merced
a la falta de peso y mala calidad de las mercancías?
¿Cómo, después de esto, puede extrañarnos el que un niño
pierda la noción exacta de lo que es justo en este sentido y que su
alma engendre poco a poco, la convicción de que es lícito despojar
al prójimo de su propiedad, y de sus derechos, siempre y cuando
se cuente con la astucia y picardía necesarias para no ser descu-
bierto? Al llegar a dicho convencimiento, apresúrase el pequeño
a poner en práctica estas acomodaticias teorías, y primero con los
hermanos, más tarde con los compañeros de colegio, y siempre
dentro de un terreno de aparente legalidad, procura lucrarse a
costa de los que le rodean. El aprendizaje sírvele, más tarde, para
medrar a expensas de clientes, compatriotas y semejantes.
Cuántos, de los que hoy se aprovechan del que es más débil,
hubieran obrado de distinto modo si en su niñez hubieran oído
censurar duramente las más insignificantes faltas de integridad,
si los que entonces les rodeaban se hubiesen resistido a cometer
una bajeza, por insignificante que fuera, si se les hubiese mos-
trado, en términos claros y contundentes, que los derechos de
nuestros semejantes deben de ser sagrados y que no hay razón
alguna que pueda disculpar el engaño y el fraude.
Desde luego las ocasiones para lograr ventajas en este terreno
se le presentan de continuo a los chicos. En la escuela por ejem-
plo. Con un poco de habilidad y audacia encuentran muchos
VIII. La falta de probidad 99

modos de engañar a sus maestros y obtener inmerecidas notas


buenas con ello. También les es fácil apoderarse de los objetos
que son propiedad de sus compañeros. Muchas madres se quejan
de que sus hijos regresan a la casa con los bolsillos llenos de pe-
queñas cosas que son propiedad de otros niños.
Si la madre no obliga al chico a devolver lo que se ha llevado
acabará por adquirir como una costumbre el echarse al bolsillo
pequeños objetos que hayan atraído su atención o despertado su
codicia.
Esta costumbre es la que más tarde lleva a gentes de defectuo-
sa formación moral a llevarse de las casas de sus conocidos, cu-
charillas, fosforeras y pequeños objetos de adorno. En los hoteles
estas faltas de integridad llegan a su colmo. Toallas y elementos
de tocador, servilletas, periódicos y papel de escribir pasan a las
maletas de los clientes con pasmosa celeridad.
En los establecimientos de comercio personas de muy respe-
table posición se ven a veces detenidas por sorprenderlas en el
acto de ocultar en su bolsa un par de guantes o medias, pañuelos,
perfumes y otras cosas que han llamado su atención.
Esas faltas de integridad causan muchas veces risas en las
gentes que no se dan cuenta de que la importancia de una falta
de integridad no radica en el valor del objeto robado sino en la
falta de moral, y la debilidad de voluntad que supone el no poder
resistir a la tentación de cometer semejante falta.
100 El alma del niño

IX. La ingratitud

Repróchase al niño el no poseer en un grado positivo el senti-


miento de la gratitud.
Sin embargo, si por gratitud se entiende reconocimiento de
un favor recibido, hay que convenir en que el niño no sólo ex-
perimenta dicho sentir, sino que lo manifiesta en aquello que
alcanza y aprecia su limitada comprensión, hasta tal punto, que
jamás olvida lo que él interpreta como una prueba de interés o
bondad para su persona. Una caricia, un pequeño obsequio, un
rato destinado a jugar con él y a distraerle, o hacerle reír, dejan
huellas indelebles en su corazón y su memoria.
Claro es que, dada la diferencia de apreciación que existe en-
tre el cerebro del adulto y el del infante, la gratitud tiene en uno
y otro distinto significado y alcance.
El adulto se rige, o debía de regirse, por un sentimiento de
ética y otorga su reconocimiento, independientemente de toda
consideración individual, a los actos del prójimo que entrañan
mayor suma de abnegación y desprendimiento.
El niño, en cambio, juzga desde un punto de vista puramente
personal, y atribuye más mérito a aquello que más directamente
le satisfizo.
Para la limitada comprensión de un pequeño, la persona que
le ofrece una golosina tiene en su recuerdo más relieve que la que
sacrificó gusto y comodidad en interés suyo. Pero ello no puede
extrañarnos, ni mucho menos ser objeto de nuestras censuras.
IX. La ingratitud 101

Una criaturita no suele apreciar el valor intrínseco ni el al-


cance moral de los que se hace en su obsequio, y lo mismo que
destroza un juguete de prodigioso mecanismo, sin otro fin que
el de saber cómo estaba construido, acepta los desvelos y preo-
cupaciones que en su beneficio sufre su madre, sin estimar de
todo ello más que el cariño que en forma de caricias y regalos le
otorga ésta.
Así, cada generación sucesiva escucha el mismo reproche:
«Los hijos jamás agradecen lo que por ellos hacen los padres»
pero la misma universalidad de la frase es prueba de que la in-
gratitud así llamada, no es culpa sino desconocimiento. Aparte
el que rara vez se demuestra al niño el verdadero concepto de un
sentimiento cuya esencia debería ser la sensibilidad para apreciar,
en todo su valor, el sacrifico ajeno y la comprensión de la inten-
ción que motiva a éste.
Otra cosa que se debe de tener en cuenta es que, salvo en raras
ocasiones, al niño se le enseña, no a agradecer, sino a corres-
ponder, en interés propio, a las bondades y atenciones de otros
individuos para con él, y esa correspondencia absolutamente in-
teresada, acaba por destruir las fibras más delicadas del sentir, a
tal punto, que cuando el pequeño llega a analizar las acciones de
las demás personas, mide su valor por la satisfacción que a él han
podido proporcionarle.
Ningún niño es pues, ingrato por deliberado impulso, y los
que le rodean tienen la obligación de encauzar sus sentimientos
en forma que éstos respondan a un sentido de justicia más que a
una impresión personal.
A más de estos aspectos, el sentimiento de la gratitud pue-
de, si no está bien orientado, entrañar un nuevo peligro para el
niño inculcándole la idea de que los bienes que apetece no están
al alcance de su propio esfuerzo, concepto que debilita su amor
propio y con éste su voluntad, y le lleva a confiar excesivamente
en el poder o el buen deseo de otras personas descuidando sus
fuerzas naturales y evadiendo toda responsabilidad.
102 El alma del niño

No hay que confundir el agradecimiento con el servilismo,


tendencia muy corriente y nociva al desarrollo de la individua-
lidad, pues si bien es natural que otorguemos nuestra simpatía
a las personas que, sin interés ulterior nos asisten en el logro de
una aspiración lícita que requiera tal cooperación, ello no debiera
jamás obligarnos a la reciprocidad en empresas ilícitas o senci-
llamente inútiles, forma de agradecimiento que exigen muchos,
ni excluir de nuestra predilección a las personas que no tuvieron
ocasión de prestarnos su apoyo.
Considerado bajo su más noble y puro aspecto el sentimiento
de la gratitud, debería, en verdad, limitarse a un sentimiento de
admiración y reconocimiento de toda obra bella, independien-
temente del interés personal, a una sensación de complacencia
ante la armonía espiritual de otro ser, aun cuando no nos bene-
ficie directamente. Así ocurriría si el concepto «favor» quedara
sustituido por el de «justicia», si el derecho de cada cual, y no la
influencia, prevaleciera en todos los órdenes de la vida. En tanto
no impere tal estado de cosas, es necesario que inculquemos en
los niños la firmísima idea de que la satisfacción que pueda ins-
pirarnos la cordial acogida, y hasta el auxilio de otro ser, no obli-
gan jamás a una correspondencia que no apruebe la conciencia y,
por otra parte, que no tenemos derecho a convertir la bondad y
generosidad de nuestros semejantes en un bien explotable para el
propio aprovechamiento.
Un niño siempre sabe si lo que pide es justo; lo sabe instin-
tivamente y si se resiste a reconocerlo es porque sus pequeñas
apetencias personales le llevan a exigir lo que, en el fondo de su
conciencia, sabe que no merece.
También nosotros los mayores incurrimos muchas veces en
pretensiones que no tiene una base de justicia. El deseo nos ciega
hasta el punto de convencernos a nosotros mismos de que es jus-
to lo que exigimos y la única diferencia que existe entre el niño
y el mayor, en este terreno, reside en el grado de importancia de
aquéllo que a los ojos de uno u otro pueda tener el objeto desea-
IX. La ingratitud 103

do. Aspírese a la pelota con que juega un niño o a la joya que


ostenta una amiga nuestra, la admiración y el deseo que ambas
cosas suscitan, es fruto de un mismo afán de posesión y de un
mismo sentimiento de gratitud si al fin llega a nuestras manos.
El verdadero y más noble sentimiento de gratitud no es el
que nace en nosotros como correspondencia a un bien material
recibido, sino el que espontáneamente despierta, en nuestro ser
íntimo, la emotiva contemplación de lo bueno y lo bello.
104 El alma del niño

X. La crueldad

La crueldad parece una condición ingénita en el niño, asegu-


rando algunos que es una de tantas fuerzas sin finalidad de que
está dotada el alma. No podemos estar conformes con semejante
teoría los que opinamos que en nuestra vida interior no existe
elemento alguno sin objeto o que no haya nacido exclusivamente
para el bien, aun cuando alguno de los medios de que dispone-
mos para lograr plenitud moral y física asuman, en ocasiones y
antes de encauzarse, aspectos extraños e inquietantes.
¿Cabe suponer, por ejemplo, que el niño de pocos meses que
arranca el cabello al incauto que se pone al alcance de sus mane-
citas ansiosas o el que estruja a un pajarillo hasta privarle de la
vida lo hace con deliberado propósito de herir y dañar?
No; uno y otro obran inconscientemente, por exceso de cariño
o por retener el bien que adquirieron.
Sin embargo, no se puede negar que en ocasiones, y a medida
que el niño va creciendo, se aprecia en él a veces una señalada
inclinación a maltratar, sin escrúpulo, a cuantos seres indefensos
le rodean, a trastornar el sentido de la ley que hizo al hombre
dueño y señor del universo por su inteligencia, autorizándole a
servirse de los animales moderadamente y con justicia; nunca
a gozar con su martirio. Pero creemos firmemente que cuando
un sentimiento contrario arraiga en el corazón del niño, ello es
debido a que otros se lo inculcan con palabras primero, y más
tarde con el ejemplo, haciéndole creer que los animales son seres
X. La crueldad 105

nacidos única y exclusivamente para distracción y diversión del


hombre.
Se ha dicho muchas veces que en ningún otro país del mundo
se maltrata a los animales en el mismo grado que en las tierra
de abolengo hispano. Sin duda tal idea es exagerada pues por
algo fue preciso fundar en otros pueblos sociedades protectoras
de animales; pero desde luego puede darse como cierto que en
los países mencionados se exteriorizan más esos malos tratos y
son más tolerados por las personas cultas y conscientes.
No podía ser de otra manera desde el momento en que se con-
sidera como diversión por excelencia un espectáculo como las co-
rridas de toros, al que acuden miles de personas a ver despedazar,
en medio del general aplauso, a caballos indefensos y a una noble
bestia sin malicia. La gran escritora española Concepción Are-
nal, ardiente defensora de todos los seres débiles dijo de la fiesta
de los toros que en ella hay «un ser consciente, que es el toro; una
víctima, que es el caballo y una bestia, que es el público». Las co-
rridas de toros, como las riñas de gallos, repugnante pasatiempo
que aún se celebra en muchos países, y el tiro de pichón, son un
incentivo a la crueldad, y las personas que con tales deportes go-
zan pierden derecho a quejarse de la inconsciente actitud de los
niños frente al mundo irracional y a reprenderlos por martirizar
a un animalito cualquiera.
¡Qué abismo entre los que se desviven por aplaudir a un ma-
tador de toros y el angélico Santo de Asís, sublime predicador de
la fraternidad universal, que siendo hombre se hacía niño para
hablar con las fieras, con las flores, con las avecillas, y veía al
Creador en todos los aspectos de su obra maravillosa, y jamás
desdeñó ni maltrató al débil! «Oh, hermanas mías, tórtolas sen-
cillas e inocentes. ¿por qué os dejáis coger?» decía a las aves apri-
sionadas por el muchacho inconsciente. ¿Habrá lección más bella
que enseñar al niño la que encierra este tierno afecto que el Santo
tenía para todos los seres, habitantes como nosotros del Universo
Mundo?
106 El alma del niño

Si al niño se le hiciese ver que los animales no son propiedad


nuestra, sino colaboradores del hombre y copartícipes suyos en la
armonía general; que tienen derecho a nuestra estima y reconoci-
miento, cuanto más a un trato considerado, y que es una enorme
cobardía el maltratarles, seguramente los chicos obrarían de otro
modo frente a los «amigos mudos», como llaman los ingleses a
los miembros del mundo irracional.
El niño ama instintivamente a los animales, y no persistiría en
su inconsciente crueldad si se le hiciese comprender que aquéllos
sufren, aun cuando sus lamentos y quejas no siempre nos sean
comprensibles; si se le hiciese ver que, en efecto, son hermanos
nuestros todos los animales, unos hermanitos más débiles, a los
que hay que proteger y defender, y si se le demostrara que la bon-
dad, bien los comprobó el Mayor de los Mínimos, es el mejor, el
único medio de lograr sumisión y obediencia en los seres dotados
de instintos más fieros, el único capaz de despertar ilimitada de-
voción en los «hermanos servidores del hombre».
Pero no es sólo en lo que se refiere a los animales en lo que hay
que luchar contra la crueldad que manifiestan algunos niños, hay
también entre los pequeños quienes gozan haciendo sufrir a sus
semejantes; torturando moralmente al que es tímido en los jue-
gos o torpe en los estudios. La burla es un terrible instrumento
de martirio y debe de impedirse a quienes gustan de manejarla el
que por un capricho o complacencia sádica tengan en vilo a otros
niños, cuyas ansias de desarrollo físico y mental pueden malo-
grarse por la saña con que se les persigue en este terreno. Las
maestras encargadas de la vigilancia de los pequeños que cursan
la primaria son las que pueden cortar de raíz los crueles impulsos
de niños que gustan de mortificar a sus condiscípulos.
107

XI. La falta de generosidad

Hay algunos niños en los que el instinto de conservación tie-


ne tal fuerza y preponderancia, que domina casi en absoluto
otras tendencias naturales, sobre todo las de carácter afectivo.
Así ocurre, por ejemplo, con el impulso que mueve al pequeño
a acaparar cuanto le rodea, sin preocuparse de que otros se vean
privados, por culpa suya, de los derechos que les corresponden y
sin que el oírse tachar de tacañería y avaricia le haga desistir de
un empeño que más que capricho parece ser una exigencia de su
temperamento.
No conviene, al tratarse de niños que se hallan dominados
por ese obsesionante deseo de conservar por grado o por fuerza
lo que cayó en sus manos, el empleo de procedimientos excesiva-
mente rigurosos, tales como arrebatarles violentamente el objeto
que adquirieron o castigarles hasta obligarles a ceder, sistema con
el que sólo se consigue infundir en el tierno ánimo un concepto
equivocado de la justicia, por el cual se creen vencidos merced a
su debilidad y obligándoles a buscar compensaciones a esa infe-
rioridad en la ocultación y la evasiva, remedios mucho más peli-
grosos y nocivos que el mismo mal.
Para corregir este desmesurado afán de conservar lo propio y
apoderarse de lo ajeno, que muestran algunas criaturas, lo mejor
es recurrir a otros niños, no sin antes haber aconsejado y adver-
tido plenamente al pequeño. La experiencia que se desprende de
ese mundo infantil, tan complicado relativamente en el terreno
108 El alma del niño

psicológico, como pueda serlo el nuestro, enseña a todo miembro


de la diminuta comunidad que el que quiera ver respetados sus
derechos tiene que empezar por respetar los de otros, y que el
aislamiento, consecuencia inmediata de la falta de generosidad,
es infinitamente más duro de soportar que la privación de un
gusto pasajero. El excesivo anhelo de conservación se encauzaría
favorablemente en muy poco tiempo, una vez convencido el que
lo padeciera de lo injusto de su proceder.
Claro es que la generosidad debería de basarse en un ideal
más puro que el que pueda ofrecer el propio aprovechamiento
y conveniencia, e inspirarse en sentimientos de equidad y amor
fraternal; pero esos nobles anhelos se bastardean, por desgracia,
con harta frecuencia, y acaban por reducirse a una egoísta reso-
lución de no prescindir del prójimo, para que éste, a su vez, no
prescinda de nosotros.
La falta de generosidad en un niño puede obedecer a la escasa
sensibilidad afectiva del pequeño, a la calidad menos exquisita de
su percepción, a la falta de intensidad de sus cualidades emotivas
o a la previa falta de preparación moral que permitió el indebido
crecimiento y desarrollo de las inclinaciones egoístas.
En todo caso será preferible que el niño, moderando sus im-
pulsos absorbentes, aprenda a vivir en paz con la colectividad, a
que por falta de encauzamiento olvide los elementales deberes
que impone la relación con los semejantes.
Por lo demás, no cabe duda de que, presentadas estas cues-
tiones al niño desde el punto de vista de una estricta equidad,
será muy raro el muchacho que no se convenza y se apresure a
enmendar el error en que impensadamente incurrió.
Por otra parte, los sentimientos generosos no pueden limitar-
se a lo material, sino extenderse a cuanto afecta al hombre en sus
relaciones con los demás seres. Hay que demostrar al niño que
no basta el ser desprendido únicamente en materias económi-
cas; sino también en lo que se refiere a la formación del criterio
y emisión del juicio respecto de la obra ajena, y que tenemos
XI. La falta de generosidad 109

la obligación de estudiar los motivos que impulsan la acción de


otros hombres y reconocer si llegase el caso, aun a costa de la pro-
pia vanidad, que su mérito y valer son superiores a los nuestros.
La generosidad en cuanto a lo material es más fácil de inculcar
que ese otro sentimiento de admiración que afecta directamente
a nuestro amor propio y a nuestro legítimo afán de alcanzar su-
perioridad intelectual. Sin embargo, nada hay que revele mayor
pobreza de vida interior que esa resistencia a honrar la capacidad
ajena, que en algunos seres llega a inconcebibles extremos. Claro
es que ello no debe de obligarnos a reconocer, como ciertos y po-
sitivos, valores que son dudosos, si ello fuese contrario a lo que en
realidad e imparcialmente sentimos. ¡Pero es tan frecuente que se
dé el nombre de equidad a lo que es soberbia o rencor motivado
por nuestra manifiesta inferioridad…! En el capítulo dedicado a
la «Envidia» hay algo a este propósito.
Para evitar tales bajezas es preciso convencer al niño de que
el sistema de eliminación mediante la negación del valor que po-
seen otros, además de ser innoble y perfectamente inútil, cons-
tituye un atentado moral tan grave como el pretender arrancar
a otra persona un objeto de su pertenencia, con la agravante de
que lo primero empequeñece nuestra visión espiritual y mer-
ma nuestra sensibilidad, en tanto lo segundo sólo nos perjudica
materialmente.
Es indispensable dar a la probidad, a la honradez en todos
sentidos la importancia trascendental que tiene y que por desgra-
cia se olvida o se ignora con frecuencia en estos tiempos.
Si nos diéramos cuenta de ello cuántas calumnias grandes y
pequeñas dejarían de circular, cuántos trabajos se realizarían a
conciencia, cuántos negocios se llevarían a cabo con el orgullo
del buen comportamiento y cuántos malentendidos se disiparían
sin dejar huella.
110 El alma del niño

XII. El miedo y la cobardía

Una de las cosas que más hacen sufrir al niño en el terreno de


lo moral, es indudablemente el miedo, el temor no motivado por
peligros reales, de los que generalmente no sabe darse cuenta; es
raro por ejemplo que un niño se preocupe, al cruzar la calle, de si
pudiera ser atropellado por algún vehículo, sino por males ima-
ginarios y fantásticos que en su mente inculcó cualesquier causa
accidental y fortuita.
El niño que en obediencia a su instinto de conservación levanta
los brazos para evitar un golpe o una caída, no puede decirse que
obra a impulsos del miedo propiamente dicho, sino para defender
su vida, su pequeña existencia embrionaria, por un acto tan natu-
ral y espontáneo como el que le impulsa a comer o a dormir.
El miedo a que hemos hecho referencia, el que en los niños
provoca una excitación cerebral y desasosiego nervioso, cau-
sa muchas veces de gravísimos males, no es una manifestación
normal, base de futuras evoluciones espirituales, sino un estado
artificioso; resultado, casi siempre de la ignorancia de las per-
sonas que rodean a los chicos, las que les asustan con cuentos o
amenazas que hacen surgir, en mentes predispuestas a ello, ideas
de peligros ignorados, imágenes tétricas y espantables, que de
adueñarse largo tiempo del cerebro pueden poner en peligro el
equilibrio de éste.
Los niños sufren de ese temor a un extremo sencillamente in-
concebible, y extraña el ver a qué punto llega, en esta materia, la
XII. El miedo y la cobardía 111

ceguedad de las personas mayores, su inconsciente maldad para con


los chicos, y decimos inconsciente, porque no es creíble que a sa-
biendas se torture de modo tan refinado a los que son merecedores
de toda nuestra consideración y desvelo; sin embargo, en ocasiones
no parece sino que hay seres de tan arraigada malicia que gozan con
infundir pánico a los tiernos y sensibles corazones de los niños.
Por la más leve causa, la más insignificante culpa, vemos a
cada momento a madres, nodrizas y maestras amenazar a los
chicos con terroríficos peligros: Que si los entregarán a un guar-
dia, porque no andan, o les encerrarán en un calabozo oscuro,
si no callan, o los meterán en el saco del ogro o la bruja, si no
comen, y se los llevará el «coco», si no duermen.
Para casos de mayor culpabilidad se rodea a esos caracteres de
la fábula infantil de atribuciones cada vez más extensa y de in-
tenciones más aviesas. Así, cuando la sola invocación de aquéllos
no surte el efecto apetecido, se les habla de un guardia provisto
de grandes cadenas que, una vez sujetas a las manos de los niños,
jamás se desprenden, mándelo quien lo mandare. Otras veces se
invoca la imagen del calabozo de ratas espantosas que se comen a
los chicos sin dejar ni los dientes, al ogro se le adorna de horren-
da joroba, en la que quedan los delincuentes aprisionados, a la
bruja se la provee bien de una escoba, sobre la que huye volando
con el niño en brazos, bien de un tenedor que le destroza.
¿Cómo no pensarán los que de tal modo abusan de la inocente
credulidad de un pequeño que sus palabras destruyen la fe del
niño en su bondad y que se están presentando ante él como seres
capaces de la más despiadada severidad? ¿Cómo no temen perder
el cariño que para ellas atesoró el diminuto corazón?
En el alma del niño que oye estas monsergas horripilantes, a
las que suelen seguir, a medida que va desarrollándose otras de
demonios, infiernos y fuegos eternos, suele verificarse fatalmente
uno de estos fenómenos: o bien después de experimentar miedo
algún tiempo, el preciso para descubrir la falsedad de los cuentos,
consigue el pequeño sobreponerse a la impresión causada, subs-
112 El alma del niño

tituyéndola un escepticismo que le hará dudar ya siempre de las


palabras de quienes le engañaron, debiendo haber sido su guía y su
evangelio, o bien, debilitado el cerebro por las extrañas y pavorosas
visiones que en él han hecho presa, el chico llega a convertirse en
un ser timorato y excesivamente sensible, de cuyo ánimo no se bo-
rrarán jamás las huellas del sufrimiento y el terror pasados.
Y es cosa de preguntarse, al ver cómo algunas personas siem-
bran impunemente el terror y la infelicidad en el corazón de los
niños, ¿cómo no se percatarán del daño que hacen? ¿Cómo no
acertarán a leer el pésimo efecto de sus palabras en los ojos cer-
cados de sombras que tan confiadamente se vuelven a nosotros
en las congojas que de noche acometen a muchos pequeños, en
la angustia que revelan sus súplicas para que no se les deje solos,
en el sueño sobresaltado y nervioso que padecen, tan distinto del
apacible dormir de un niño que está sano?
Lejos de infundirles temor nuestra obligación es enseñar a los
niños a ser valerosos en todo momento. Muchos pequeños son
miedosos por idiosincrasia, por exceso de imaginación unas ve-
ces, otras por exaltaciones de su temperamento. En el ánimo de
las criaturas que tal padecen, resulta difícil deslindar los campos
de la ficción y la realidad. Las imágenes que pueblan su mente, y
que son en mayoría personajes de cuentos infantiles, tienen para
ellos tan honda apariencia de verdad que creen en su poder con
la misma fe que en el de las persona de la vida real. Cuando están
solos, y sobre todo de noche, dichas imágenes adquieren mayor
relieve aún y ¿qué de particular tiene que padezcan los pequeños
corazones al ver cómo toman cuerpo en su memoria el recuerdo
del lobo de «Caperucita Roja», la madrastra de la «Cenicienta» y
el pavoroso «Barba Azul»?
¿Será entonces necesario privar a los niños de tan cálida ima-
ginación de lecturas de esta índole? Semejante precaución sería
inútil, ya que no se podría evitar el que las oyesen relatar a otros
chicos; pero sí convendría acompañar todas las lecturas de una
amplia y terminante explicación.
XII. El miedo y la cobardía 113

Explicar de continuo. He ahí la base de toda educación psi-


cológica. Salir al encuentro del inquieto cerebro. Interrogarle en
todo momento, a fin de saber cuáles son las causas de su preocu-
pación y sobre todo de ese conmovedor terror y luego, ayudarle
a comprender el significado de las imágenes que le produjeron
miedo.
El miedo, como la obscuridad, se disuelve con luz.
En cuanto a otra clase de remedios, no resultan jamás efi-
caces. El temor produce un estado de ánimo de exaltación tal,
que no hay castigo ni represión que surta efectos de provecho.
Para estos casos toda indulgencia es poca; cualquier exceso de
severidad por insignificante que fuese, podría acarrear un des-
equilibrio nervioso de graves consecuencias. Si la soledad y la
obscuridad causan a un niño hondo espanto, no tenemos derecho
a imponerle lo uno ni lo otro, en la seguridad de que, si se cuida
de razonar con él todos esos temores y se evita el que aumen-
te su nerviosidad, ambos fenómenos desaparecerán a su debido
tiempo y el niño podrá volver con gratitud los ojos hacia quienes
le ayudaron a vencer enemigos que no por ser mero efecto de su
imaginación, se le antojaron menos pavorosos.
Teniendo esto en cuenta débese como dijimos, aparte el cui-
dar de no sembrar en la mete del pequeño que existen motivos
de temor, recordar que existe una diferencia entre el miedo y la
cobardía. Un niño miedoso no es necesariamente un niño cobar-
de y si es conveniente en el primero de los casos tratar de curar
dicho enfermizo estado de ánimo en el segundo es indispensable
fortalecer la moral.
El miedo nos lleva a la inacción a la paralización temporal;
pero la cobardía nos conduce a la mentira causando estragos en
nuestra formación moral.
Se me dirá que el miedo es lo que nos hace cobardes pero si
a veces surte tales efectos hay casos en que un ser es cobarde no
por temor sino por egoísmo, por no afrontar situaciones difíciles,
por huir de responsabilidades y obligaciones.
114 El alma del niño

XIII. La mentira

Suele preocupar hondamente a las personas encargadas de


amoldar el carácter de un niño y velar por su desarrollo espiritual
y moral, la tendencia a falsificar los hechos que suelen revelar
casi todos los chicos.
Dicha tendencia obedece a dos causas primordiales, de las que
la primera es la facilidad con que, en el fondo de su conciencia,
ligan los niños algunos hechos concretos de la vida real y positiva
con los que se desarrollan en un mundo fantástico, creado por
ellos en virtud de la fuerza de la imaginación de que se hallan
dotados, fuerza que no ha logrado aún nivelar la facultad de dis-
cernimiento, y que las personas mayores contribuyen a aumentar
con narraciones de seres irreales; siendo la segunda de dichas
causas o motivos, el instinto de propia defensa que nos impulsa a
mentir o meramente a desfigurar la verdad, con el exclusivo ob-
jeto de evitar una represión o un castigo. De ahí que vaya muchas
veces aliada al miedo y siempre a la cobardía.
En los países en donde se rinde profundo culto a la verdad,
considerándola como suprema virtud y cualidad del hombre,
las madres, en primer lugar, y más tarde los encargados de la
educación del niño, procuran inculcar a éste, un horror y odio
profundos hacia todo lo que es mentira, engaño o perversa des-
figuración de la verdad.
Procúrase desligar en las pequeñas inteligencias lo que perte-
nece al mundo real de lo que es falso, y por lo tanto, inexistente,
XIII. La mentira 115

y sin ahogar la natural inclinación hacia lo inverosímil, de lo


fantástico, manantial de bellísimos ensueños infantiles y a veces
riquísima cantera literaria para el porvenir, acostumbran al cere-
bro a discernir el valor de cada cosa, demostrándole que el hacer
pasar deliberadamente, y con el propósito de beneficiarse uno
mismo, lo falso por verídico, es, sencillamente, hacerse culpa-
ble de un fraude, ya que todo el que miente se hace responsable
del criterio y la opinión que van formándose en la mente de su
auditor.
En cuanto al segundo motivo, que lleva a veces insensible-
mente a mentir a un pequeño, o sea el deseo de escudarse y de-
fenderse de la pena a que se expuso, no necesita preocuparnos
mucho, ya que esta inclinación se corrige casi automáticamente
al desarrollarse el sentimiento de la responsabilidad y la facul-
tad analítica. Pero conviene vigilar dicha tendencia si se quiere
evitar el que como hemos visto esos temores se conviertan en
cobardía.
Dificultan, el eficaz crecimiento de las fuerzas a que hemos
aludido como eficaz antídoto a la mentira las influencias que con
harta frecuencia rodean al niño, y que son en todo contrarias al
cultivo de la verdad. En nuestra sociedad, por ejemplo, impera a
tal extremo la costumbre de mentir, que ni siquiera se disculpan
los atentados contra la verdad. Mienten a más y mejor, y abier-
tamente, descaradamente, las personas de elevada posición y los
de ínfima categoría, los que alardean de una conciencia recta y
los moralmente despreocupados. De ahí la enorme, la aplastante
desconfianza que por doquier reina; de ahí el que no baste la pa-
labra, otorgada sencillamente, si no va garantizada con apelacio-
nes al honor, siendo preciso incluso evitar que tras ellas se oculte
la prevaricación y el engaño, cuidando y especificando la orto-
grafía: «palabra de honor con H» dicen los niños al jugar entre
sí por considerarse desligados de la obligación de decir la verdad
si mentalmente suprimen una de las letras del concepto «honor».
Hipócrita salvedad más perniciosa que la mentira misma.
116 El alma del niño

Prueba de la menguada estima en que tenemos a la verdad se


advierte en el hecho de no corregirse casi nunca la mentira en los
niños; más bien, por el contrario, anímase a éstos y se les acos-
tumbra a prevaricar, dejándoles en ocasiones satisfacer su capri-
cho a condición de que luego nieguen lo que hicieron, y esto aun
cuando la ocultación exigiere una deliberada falsedad. Otro siste-
ma, por todos conceptos nocivo, es el que siguen algunas personas
al pretender conquistarse la buena voluntad de un pequeño con
promesas engañosas, ofreciendo regalos que ni por asomo piensan
dar a cambio de un buen comportamiento, con lo que además en-
señan al niño a no proceder con corrección; sino cuando resultan
de ello beneficiados, aconsejando que se inventen excusas para la
disculpa de una falta, rodeándoles, en una palabra, de un ambien-
te ayuno de verdad, en el que pierde su temple natural el alma y se
la inculca el germen de una abyecta cobardía.
¿Qué de particular tiene que el chico que así se educó se deje
llevar, luego de ser mayor, de unas inclinaciones que no fueron
debidamente corregidas, y que se aprovecha, aun a costa de su
dignidad, de las ventajas que pueda proporcionarle una mentira
habilidosa?
Esta tendencia a la falsificación de hechos, tiene además el in-
conveniente de hacerse extensiva a todos los órdenes y a todos los
aspectos de la vida, conduciéndonos al propio engaño, dificul-
tando el conocimiento de nosotros mismos, base de la vida inte-
rior y bastardeando la capacidad crítica, fundamento de nuestras
relaciones con la colectividad.
Cuanto se diga a propósito de la gravedad de esta tendencia
es poco, si se considera que la mentira prende en el ánimo del
niño con aterradora facilidad. Por ello es tan necesario combatir-
la desde los comienzos mismos de la educación espiritual del pe-
queño, obligando a éste a detenerse un momento antes de hablar
para razonar lo que pretende exponer. Con este sistema se evita
que el niño, primero por su afán de hablar precipitadamente, y
luego por costumbre, adquiera el vicio de faltar a la verdad.
XIII. La mentira 117

Una leve insinuación, un breve alerta a la razón, suelen ser


suficientes.
El pequeño adquiere la costumbre de meditar y medir sus fra-
ses, y sin esfuerzo deslinda lo real de lo puramente imaginario.
Anejo a este cultivo de la verdad, hay varias obligaciones de
mutuo respeto, que no solemos observar con el debido rigor, ni
por lo tanto, se le inculcan, oportunamente, a los chicos. Así
entre otras, el abrir y leer cartas que no nos han sido destinadas.
No puede tenerse en esta materia excesivo escrúpulo, y el único
modo de enseñar a un niño que él no tiene derecho a leer nuestras
cartas, es observando el mismo estricto y profundo respeto para
las suyas. Es un error, que muchas veces conduce a la ocultación,
el no observar, para la propiedad de un niño, la consideración que
a la de los mayores otorgamos. Todas las cosas tienen un valor
relativo, completamente independiente de su mérito intrínseco, y
si tuviéramos más en cuenta este principio, nos resultaría menos
ardua la tarea de inculcar en los niños los conceptos éticos que
han de ser norma de su vida espiritual en el porvenir.
119

SEGUNDA PARTE
Las fuentes de la emoción
121

XIV. El sentimiento patriótico

Tres son los sentimientos que, universalmente, procuran la ma-


yoría de los hombres hacer florecer en el corazón de los niños: la
fe en lo sobrenatural o religioso, el amor filial y el amor patrio.
Ninguno de los tres surge espontáneamente, por inconsciente
y ciego impulso, sino que madura en el cerebro y domina al cora-
zón cuando las circunstancias de la vida favorecen su desarrollo.
El último de ellos, o sea el amor al lugar que nos vio nacer, es
quizás, de todos tres, el que con mayor facilidad prende en nues-
tro ánimo, y no por el valor abstracto que al amor patrio, como
tal suele dársele y que tiende a convertirse, más que en libre in-
clinación, en facultad asimiladora puesta al servicio de un ideal
político, sino por la simpatía e interés que naturalmente inspira
lo conocido y familiar y la timidez que infunde aquello que se
desconoce.
Los recuerdos de los lugares en que por vez primera vimos la
luz, en los que se deslizaron los años de nuestra infancia logran
un arraigo extraordinario en el corazón de todos los seres que
han tenido la suerte de nacer en medios quizás humildes pero
alegres y acogedores. No es fácil extirpar de la memoria la vi-
sión de una alameda de corpulentos árboles a la sombra de los
que, siendo niños, nos hemos acogido, huyendo de las caricias
demasiado ardientes del sol, aquellas plazas en las que se reunían
las personas mayores para comentar los sucesos del día, aquellas
avenidas que recorrimos por primera vez en bicicleta, aquel par-
122 El alma del niño

que de lindos paseos que fue escena de nuestros juegos, aquellas


calles en las que se hallaban las tiendas que más atraían nuestra
curiosidad; porque tras sus ventanales hallábanse expuestas las
últimas novedades en juguetes o las más apetitosas golosinas del
arte confitero.
Con qué diáfana claridad se ven, al recordar el pasado, la ca-
lle en la que un repentino chubasco nos dejó el traje nuevo en-
cogido y maltrecho, la iglesia donde nos llevaban los domingos
y en la que pronunciamos nuestros primeros votos, el teatro, el
cine y el circo, a través de cuyos espectáculos quedaron grabados
para siempre en nuestras mentes infantiles, escenas grandiosas
de obras inmortales, los chistes ligeros de comedias ingenuas, las
costumbres y paisajes brindados por las pantallas o los atrevidos
saltos y contorsiones de los saltimbanquis.
En todos y en cada uno de estos recuerdos queda depo-
sitado el germen de lo que más tarde y a través de nuevas
y más impresionantes sensaciones, se irá convirtiendo en el
sentimiento patriótico que nos liga de manera indisoluble a
la cuna de nuestra raza y escenario de toda nuestra vida. A
tal punto que si nos alejamos de la tierra natal, inconsciente-
mente buscamos huellas de ella en las que después visitamos.
Los paisajes, la vegetación, hasta los alimentos suelen a veces
evocar lo que es nuestro.
Pero el sentimiento patriótico no debe ser exclusivista impi-
diendo que en el niño crezca también el aprecio por las cualida-
des que adornan a otros países.
Bien está que a todos se nos antoje como más bella que otra
alguna la tierra que nos proporcionó las primeras sensaciones de
belleza, bien el que nuestros hermanos de nacionalidad gocen,
por su misma semejanza y aproximación de gustos a nosotros
de especial y predilecto cariño; pero no a costa de una rotunda
negativa a reconocer lo que hay también de bueno en otros seres
que nacieron en tierras distintas a la nuestra y que pertenecen a
esa más numerosa familia humana que es la universal.
XIV. El sentimiento patriótico 123

El amor a la propia patria no puede ni debe de engendrar


desestimación de patrias ajenas, debe por el contrario desarrollar
en nosotros una comprensión más perfecta de la idiosincrasia de
éstas, un más fino aprecio de sus caracteres especiales; por otra
parte es justo, a grado extremo, el que nos orgullezcamos de lo
que tan íntimamente se halla ligado a nosotros y es base de nues-
tro modo de pensar y de ser; pero ese sentimiento de admiración
debe de ser generoso y admitir lo bueno que también pueden
ofrecernos otros países.
Sobre todo hay que procurar que el sentimiento patriótico no
se apoye tan sólo en las cualidades externas de la patria entre
ellas las de su poder como nación; sino que sea motivo esencial
de nuestra admiración la extensión y eficacia de su cultura; no
su riqueza material y ostentación de la misma, sino la sabia ad-
ministración de los bienes que posee, no en unas normas riguro-
samente impuestas, sino en la aceptación voluntaria de esfuerzos
mancomunados; no en la glorificación del pasado únicamente
sino en el aprovechamiento ecuánime del presente y debida pre-
paración del futuro.
En todos los países existen medios abundantes para que los
pequeños sientan estimulado su orgullo en su tierra de origen
y que ha sido escena de hazañas gloriosas llevadas a cabo para
lograr los más preciados dones; entre otros el de la libertad. En
todos los países también vivieron hombres y mujeres próceres no
sólo en el campo de la virtud y honroso proceder sino en el de las
letras, las bellas artes y las ciencias.
Existen en estos tiempos y en distintos países bastantes obras
en las que para distracción e información de los niños se hacen
interesantes y sencillos informes de los hechos realizados por las
más destacadas figuras humanas y de la manera de ser de estas
mismas; pero tales lecciones siendo instructivas y convenientes
siempre, no logran despertar tanto interés como las narraciones
que a los chiquitines pueden hacer sus padres y maestros en los
paseos y excursiones realizadas en la tierra patria y en las que una
124 El alma del niño

playa, un monte, una ciudad, una estatua, un monumento pue-


den ser los elementos de más significado y valor de que podamos
servirnos para crear la historia, el relato de lo que es y fue la tierra
donde nacimos.
No hay medio más eficaz ni más convincente que este senci-
llo aprovechamiento de lo que tenemos a la vista para despertar
en los niños el interés que más tarde se convertirá en verdadero,
profundo e inalterable amor por la patria.
Es posible que tales relatos no hallen en el corazón inocente
del niño acogida tan rápida como la que obtienen, otros medios
envueltos en mágica palabrería. En su mente plástica e impresio-
nable la patria de banderas y charangas y aclamaciones que son
amor y desafío a un tiempo despierta un entusiasmo que no se
logra de inmediato con medios más serenos.
Pero desconfiemos de esas primeras e impulsivas manifesta-
ciones. Es tan fácil en los primeros años confundir la realidad con
el símbolo y raro es el hombre que no percatado, en un principio,
de la verdadera esencia de aquello que le hace sentir, no logre, a
la postre, hallarla y asimilarla plenamente, sobre todo tratándose
de materias como ésta que se asienta sobre el razonamiento tanto
o más que sobre una base de emotividad.
125

XV. Del sentimiento religioso

Son muchas las madres que, al advertir en sus hijos determi-


nada predilección por los cánticos religiosos, las procesiones,
las funciones de iglesia y cuanto es manifestación externa del
culto, creen que ello obedece a una fuerza oculta del espíritu,
originada por alguna vocación de carácter sobrenatural, que más
tarde influirá en el destino del pequeño, pero el niño no posee
ese instintivo sentimiento religioso. Su afición a las prácticas del
culto es, en primer lugar, una manifestación de su sentimiento
estético, acicateado por la pompa, el color, la visualidad del rito
y, más tarde, una exaltación mística provocada por la lectura de
ejemplos de los santos, que hallaron eco en su corazón genero-
so. Prueba de ello es que les atrae más la contemplación de los
cruentos y trágicos episodios del martirologio y la desgarradora
escena del Calvario que el más apacible pero infinitamente más
espiritual aspecto de la vida de Cristo, niño, primero, y más tarde
predicador.
Si la fe religiosa fuese innata manifestación del sentir, no sería
preciso inculcarla. Brotaría, como tantas otras fuerzas misterio-
sas, espontáneamente dentro del alma, para encauzarse luego por
los derroteros que las circunstancias de la vida le marcaran.
Si no lleváramos al entendimiento y al corazón del pequeño
la idea de Dios, éste no se revelaría en tanto, llegado a la edad
de la madurez, convertido de niño en hombre, no se entablara en
su corazón la lucha que, más tarde o más temprano, todos pade-
126 El alma del niño

cemos, luego de haber pretendido aquilatar hasta la saciedad la


razón de nuestro vivir.
Al alma precísale sufrir, para que en ella se inicie la preocupa-
ción, la duda, y finalmente, la fe.
De la índole de su preparación espiritual dependerá, el que la
lucha sea más o menos larga e intensa. Si aquella se limitó a suave y
lógico presagio, sirviérale de apoyo; si por el contrario, y así ocurre
en la mayoría de los casos, le fue impuesta como aplastante y férrea
disciplina, aumentará su tortura el día en que, puesta a prueba
su razón, rotas la amarras, detenido su pensamiento como débil
pajuela en algún cómodo remanso, haya de contestar por sí sólo a
la eterna, universal pregunta que uno tras otros y llegado el caso,
formulan para sus adentros todos los seres humanos.
Si la voluntad quedó aherrojada, puede ocurrir que dicha lucha
no se entable de manera franca y concreta. El miedo a perder el
premio merecido o a sufrir castigos eternos, la misma necesidad
de observar ciega obediencia, podrán impedir que la pregunta
sea formulada conscientemente; pero ello no logrará aquietar del
todo sus sospechas ni conservar en perenne paz su alma, dando,
por otra parte, lugar a que en el sordo y oculto esfuerzo naufra-
gue el más noble de los estímulos humanos: el sentimiento de la
colaboración personal, dejando en su lugar, y como única com-
pensación el ansia de lograr un bien apetecido.
De ahí que sea materia de tan fundamental importancia esta
de la preparación espiritual del niño. Tan delicado es el asunto,
que para toda persona de conciencia sensible ha de resultar algo
así como una indiscreción, como una violación del más sagrado
de los derechos individuales, el moldeamiento del alma plástica
del infante. La imposición de cadenas morales contra las que tal
vez haya de luchar luego denodadamente, y de las que no sa-
brá quizás desligarse sin sufrir honda y desoladora perturbación
espiritual.
La educación religiosa que por regla general se le ofrece al
niño entraña, más que una base de formación ética, más que una
XV. Del sentimiento religioso 127

incitación al bien en sí, una restricción de todas las facultades,


por medio del temor, o, a lo sumo, una persuasión, adornada de
ofrecimientos para el triunfo final.
En ella se subraya la supremacía de la justicia sobre el amor,
de la sumisión sobre la reflexión, de la fórmula sobre la esencia;
compensando cuanto en ello pueda haber de antagónico para el
carácter del niño, con la belleza de la forma externa. Claro es
que los que de tal modo proceden se apartan radicalmente de las
bases fundamentales de la doctrina cristiana. Inspirándose en los
Evangelios, el niño se formaría de Dios un concepto mucho más
amplio, más noble, paternal y generoso que el que se le inculca
generalmente. ¿Por qué contrariar el lógico afán de los niños de
hallar en la Bondad Suma un compendio de virtudes excelsas, y
ofrecerle en su lugar la personificación de una deidad tiránica,
siempre al acecho para descubrir el mal y castigar al malhechor?
La costumbre, muy arraigada entre nosotros, de decir al niño,
cuando se cae o se hace daño, que aquello es un castigo de Dios,
y no un error propio, revela bien claramente el concepto que se
tiene del Supremo Hacedor. Concepto que complementan mu-
chas madres forzando a sus hijos, tiernos niños aún, al cumpli-
miento de obligaciones harto penosas para sus cortos años, y las
que, en forma de rosarios, novenas, sermones, oraciones anexas a
distinta Cofradías, acaban por hastiar a las criaturitas y alejarlas
de cuanto pueda relacionarse con tan exigente deidad.
Es natural y lógico que la madre creyente ansíe depositar en
el corazón de su hijo la semilla de una fe a la que concede sobre-
natural virtud, hasta el punto de considerarla indispensable al
pleno desarrollo de la espiritualidad, pero ello no le da derecho a
apoderarse de la voluntad del pequeño, ni aceptar en su nombre
obligaciones para el porvenir. Bien está que por todos los medios
lícitos procure sostener su alma con la gracia divina, pero no a
costa de la personalidad del niño ni de su futura tranquilidad.
Bastaríale tener presente que el mismo Cristo mandó que al niño
se le enseñara con el ejemplo, nunca con imposiciones. ¿Y acaso
128 El alma del niño

el espíritu religioso no se halla compendiado, en su forma más


bella, en la sencilla oración del Padre Nuestro? En esta elevada
expresión del amor de Dios y del prójimo hallará el niño el más
alto concepto del Ser Supremo y la básica afirmación de sus obli-
gaciones fraternales para con todos los hombres. Con sólo esta
plegaria puede lograr toda madre que en el corazón de su hijo
germine y fructifique el movimiento propulsor de la vida, el im-
pulso creador de su existencia: el amor, sin el cual no hallará ja-
más la felicidad. Por ello en esta oración, compendio de fraternal
unión en la que con una sola palabra se determina el que todos
los hombres son iguales, la más bella y eficaz plegaria de cuantas
al niño pueden enseñarse.
No hay sector alguno de enseñanza cristiana que no la haya
hecho base de su doctrina; y conviene el que percatado el niño de
su significado aprenda a recitarla con profunda reverencia y no
en la forma rápida y descuidada con que se hace muchas veces.
129

XVI. El instinto de libertad

Desde los primeros años de su vida da pruebas el niño de un


instintivo afán de independencia y ansia de libertad que más tar-
de durante su existencia toda, habrá de distinguirle de los demás
seres de la creación, y le permitirá, una vez hombre, adueñarse
del universo.
Apenas anda, quiere que se le deje solo; muestra impaciencia
ante la vigilancia continua, y los cuidados, en ocasión exagera-
dos, con que se pretende rodearle, y con los que se agostan mu-
chas veces esos impulsos naturales de confianza en sí mismo,
que son quizás los más preciados dones de que se halla dotada su
vida espiritual. Nada, pues, que merezca tan esmerado y delicado
encauzamiento como las fuerzas que tienden a hacer del hombre
un ser superior y responsable.
Lejos de exterminar las inclinaciones del niño en este sentido,
precisa fomentarlas; pero en forma que, lejos de crear en él un
espíritu débil y timorato sea la mayor garantía de un consciente
proceder en el futuro.
Desde su más tierna infancia el niño, como ya hemos dicho,
quiere hacer las cosas por sí solo, le molesta, cuando chiquitito,
ver obstruidos sus pasos, ya colegial, que le acompañen hasta la
puerta del centro docente, gusta de vestirse solo y cuando tropie-
za con alguna dificultad, resolverla sin ayuda de nadie. Le irritan
la sujeción y la disciplina, que cohíben su espíritu, y señalan con
una exactitud ineludible las ocupaciones que han de llenar los
130 El alma del niño

días y hasta los momentos; pero ello no indica, como muchos


creen, un espíritu de rebeldía, un carácter indisciplinado, sino el
deseo perfectamente natural y lógico de afirmar su independen-
cia y un afán muy noble de bastarse a sí mismo.
La vida luego se encargará de ir demostrando a estos peque-
ños novatos, en la misión de existir, que antes de lograr pleno
dominio sobre aquello que los rodea, es preciso que se desarro-
llen simultáneamente las fuerzas físicas y morales que han de
menester para tal fin. La experiencia, mejor que toda explicación
teórica, se encargará de enseñarles cuáles son los límites del po-
der humano y naturalmente del suyo.
No quiere esto decir que convenga dejar que el niño goce de
una libertad absoluta y que la vida dirija su voluntad o impul-
so. De ser otra la existencia actual de los hombres, tal proceder
fuera, sin duda, el más acertado; pero, dada la forma en que está
constituida la sociedad, el sufrimiento que dicho sistema aca-
rrearía no se vería jamás compensado por éxito que en el sentido
de una justicia más estricta se pudiera lograr.
Los que del bien espiritual del niño se preocupan debieran
tener presente, al inculcar en las pequeñas almas el respeto a la
disciplina, que cuando ésta se le impone a un ser humano por
medio de la fuerza ocurren una de dos cosas: o bien despierta en
el pequeño un odio profundo e imborrable a la Ley y a las orde-
nanzas o destruye de un modo cruel e innecesario la base de un
verdadero desenvolvimiento.
La disciplina y la sujeción no deben imponerse al niño sin el
refuerzo del convencimiento y esto luego de hacerle ver que es
preciso que su libertad de acción no se convierta en obstáculo
para su propio desarrollo y para los intereses de sus semejantes.
Sólo así conseguiremos evitar que las fuerzas incipientes del
espíritu, no sometidas aún a la razón, se desborden locamente o
queden detenidas por el temor o la hipocresía. El sentimiento de
la responsabilidad personal debe de servir de contrapeso al ansia
de libertad y de independencia del niño, y en tanto no se logre
XVI. El instinto de libertad 131

un perfecto equilibrio entre ambos, éste no sabrá caminar sin


peligro hacia su perfecto crecimiento espiritual.
Pero esto no se consigue, como antes decíamos, con medi-
das extremas, tales como: podando de continuo los movimien-
tos impulsivos de la criaturita negándole el derecho a tomar una
iniciativa; obligándole a una distribución de tiempo demasiado
estricta, impidiéndole sustentar una opinión; haciendo mofa del
resultado, casi siempre, defectuoso, cuando no estéril, de sus pri-
meros esfuerzos; sino mostrándole con paciencia y ternura in-
finitas, que el hombre es miembro de una comunidad, y que,
por serlo, no tiene derecho a imponer su voluntad sino cuando
ésta no estorba ni dificulta la acción colectiva; enseñándole, con
el ejemplo, que el tiempo bien distribuido se aprovecha mejor:
animándole a expresar su sentimientos y a contrastar su opinión
con el criterio ajeno; aconsejándole que se debe proseguir en la
consecución de un ideal, por grandes que sean los obstáculos que
a ello se opongan.
Conviene muchas veces reforzar los argumentos que se em-
plean para convencer al niño, con el fruto de la propia experien-
cia, dejarle que de vez en cuando mida por sí mismo la extensión
de sus fuerzas, para que él sea el primero que solicite consejo
y ayuda, y… ¡Feliz del hombre y de la mujer en cuyo corazón
logran fructificar con el ansia de libertad el justo concepto de la
responsabilidad personal!… ¡Feliz del que emprende la lucha sin
haber sentido jamás «esclavizadas» su razón y su voluntad!…
Pero junto con la adquisición de tan preciado bien hay que
desarrollar en el niño además de un profundo respeto por la li-
bertad ajena la defensa del propio bien físico y moral.
Teniendo esto presente ningún niño normal incurrirá en sus
deseos de libertad en mal alguno, a tal punto que está compro-
bado que es posible autorizar a un pequeño a que haga lo que
le venga en gana siempre y cuando sus actos no sean perjuicio
para él mismo o para otras personas. El pequeño al recibir dicha
autorización se dispondrá gozoso a disponer de su albedrío; pero
132 El alma del niño

no tardará en darse cuenta de que dentro del marco en que se


desenvuelve son contadas las cosas que puede hacer sin perjudi-
carse él en su salud física y moral o perjudicar a otros. Llegado
a ese convencimiento, no hallándose irritado por restricciones
baldías, el niño limitará las posibilidades de un ejercicio libre de
su voluntad a los actos, que no el capricho ajeno; pero sí la propia
razón y su espíritu de justicia puedan autorizarle.
133

XVII. El instinto del pudor

Es creencia casi universal que el sentido del pudor no es ins-


tintivo, sino que se desarrolla en el individuo, a medida que la
naturaleza de éste va asimilando las tendencias que le inculcan la
educación, y la costumbre, y asimismo que dicho impulso es una
manifestación o característica esencialmente femenina. Nadie,
sin embargo, que se haya dedicado a estudiar, con detenimiento,
el modo de ser de los niños pude demostrar conformidad con una
y otra teoría,
En realidad, son muchas las criaturitas que desde su más tier-
na edad, cuando todo impulso es fruto de un sentimiento ins-
tintivo y la reflexión no logra aún actuar como propulsora de
los sentimientos, se niegan a desnudarse, a bañarse e incluso a
comer delante de personas que no les son familiares. Ello obe-
dece, indudablemente, a un sentimiento de vergüenza cuyo ori-
gen no depende de circunstancias especiales de educación, sino
de manifestaciones de orden psicológico, ya que se dan casos de
hermanos educados en la misma forma de los cuales unos sienten
esa instintiva repulsión y otros no aparentan experimentar sensa-
ción alguna de esta índole.
Según opinión de varias de las personas que se han dedica-
do al estudio de estas materias, tales manifestaciones del pudor,
pudieran casi considerarse como una procacidad. Así lo creen el
profesor Baldwin, Julius Moses y otros. Sin embargo, la frecuen-
cia con que hallamos pruebas de su existencia demuestra que,
134 El alma del niño

en todo caso, se trata de una procacidad harto corriente en los


pequeños, siendo muchos los ejemplos de tal tipo que han caído
dentro del radio de nuestra propia experiencia. Claro es que la
costumbre que entre nosotros existe de obligar al niño a cubrir
sus formas y reñirle si deja de hacerlo, es posible que contribu-
ya en grado sumo a aumentar la fuerza de un sentimiento que,
la mayoría considera como un complemento del impulso sexual.
Sobre todo en lo que se refiere al sexo femenino. Pero el hecho
de manifestarse dicho impulso en niños que han sido educados
lejos de toda influencia gazmoña y que jamás han recibido la im-
presión de que la desnudez pueda ser vergonzosa o pecaminosa,
demuestra que se trata de un movimiento instintivo que en modo
alguno puede considerarse como un fenómeno exclusivamente
de ambiente.
Nosotros hemos visto a niños, acostumbrados a que sus her-
manos jugasen descalzos en las playas, negarse con amargo llan-
to a despojarse de sus zapatos y medias. Del mismo modo hemos
visto a pequeños que comían en compañía de otros huir despa-
voridos al ver entrar en la habitación a una persona extraña cuya
presencia no ha afectado ni poco ni mucho a los demás comen-
sales de su misma edad.
En cuanto a ser característica determinante de un solo sexo,
la experiencia nos demuestra que no es fundada tal suposición,
pues hemos visto a chiquitos de ambos sexos dominados por el
sentimiento del pudor y manifestarse éste siempre en la misma
forma.
En realidad, no encontramos en ninguna de las obras que, a
tal efecto, hemos consultado, una definición concreta y categóri-
ca del pudor ni de su origen primario; pero el hecho indiscutible
de existir dicho impulso en algunos niños, independientemente
de todo factor de edad y costumbre, es prueba de que nos halla-
mos frente a una fase más de la psicología infantil, cuya miste-
riosa naturaleza requiere sea tratada con la mayor delicadeza y
discreción.
XVII. El instinto del pudor 135

Si las personas mayores lograran, al hablar con los pequeños


descender al nivel de comprensión de éstos, en lugar de preten-
der elevarlos al suyo, sería cosa fácil llevar a cabo un afortunado
análisis de tan interesante manifestación psicológica.
De no saber realizar dicho estudio sin sembrar confusión y
mayor temor en el ánimo del niño, es preferible no indagar las
causas que producen tal estado de ánimo, y, sobre todo, no vio-
lentar los deseos del pequeño en esta materia, achacando a un
absurdo capricho sus ansias de ocultamiento.
El educador está obligado a tener siempre en cuenta la indi-
vidualidad psicológica del niño. Si en efecto, viéramos en cada
una de las rebeldías de éste una «afirmación» y no una «negativa»
fácilmente llegaríamos a formar un juicio exacto de la idiosincra-
sia especial de cada chico, único medio de educar y encauzar sus
embrionarias fuerzas espirituales.
En este caso concreto, lo que, en vista de la experiencia ad-
quirida, más conviene es, en primer lugar no sorprenderse jamás
ante una manifestación del pudor, ni mucho menos reñir al pe-
queño por dejarse llevar de un impulso que tal vez obedezca a
una necesidad de su condición psicológica, destinada a reforzar
su carácter en el momento preciso y después de estudiar cómo,
de qué modo y en qué circunstancias se revela, procurar, hacer
comprender al pequeño que sus sentimientos deben de regirse
por lo que dispone el sentido común; pero sin forzarle, y huyen-
do siempre de cuanto tienda a inculcar en el ánimo la sospecha
de que esa u otra manifestación cualquiera de su espíritu es algo
extraño, algo que él únicamente siente; escollo terrible contra el
que naufragan muchas almas tiernas, a las que el temor de su
propia supuesta rareza, paraliza en los años de mayor crecimien-
to y afianzamiento de la vida espiritual.
Bien estudiados estos estados psicológicos del niño se llega
a la conclusión de que el pudor o más bien la vergüenza obede-
cen en él a sentimientos íntimamente ligados al temor: al miedo.
En efecto, el niño teme muchas veces que su apariencia personal
136 El alma del niño

desagrade a otros. Provoque en ellos una desaprobación a la que


no se atreve a hacer frente.
Tan unidas van ligadas las manifestaciones psicológicas en
todos los seres humanos que resulta en extremo difícil desligar
unas de otras y sobre todo en los seres que apenas inician su co-
nocimiento de la vida, y de las propias reacciones.
A fin de que en este terreno pueda facilitarse la comprensión
de los temperamentos infantiles no está de más recordar que el
niño es sumamente sensible al ridículo y que conviene reprimir
cuanto en las palabras o en los gestos pueda ser interpretado
como una burla.
137

XVIII. La individualidad

El niño es un individualista feroz, EL YO es su ley, la suprema


razón de su vida. Tal concepto se modifica, sin embargo, apenas
emerge el alma de su primer estado embrionario y entra en con-
tacto con otros seres. En tanto no llega dicha hora, no conviene
destrozar, sin miramientos, una fuerza indispensable al desarro-
llo primario.
Por no considerar la cuestión desde el mismo punto de vista,
es, sin duda, por lo que muchas personas, encargadas de la edu-
cación moral de los chicos, procuran ahogar las manifestaciones
espirituales que diferencian a un niño de otro, y, por consiguien-
te, de sus semejantes.
¿Quién no ha oído mil veces decir a una criaturita que ciertas
cosas no deben ni pueden hacerse porque no las hacen los demás
niños? Que es lo mismo que si se les dijese: «no puede procederse
así, no porque esté mal, sino porque con ello se llama la atención,
se emprende un camino distinto al que todos recorrieron».
La virtud inculcada en dicha forma no es posible que tenga
gran arraigo. Porque aparte el que los actos del niño obedecen a
impulsos individuales que deberían adelantarnos una idea de su
futuro carácter, no conviniendo, por lo tanto, corregirlos prema-
turamente, es de un efecto moral deplorable el dar como motivo
para una enmienda de conducta el ejemplo de quienes no siempre
se comportan en debida forma. Porque esos niños «angelicales»
que no se manchan, ni rompen los juguetes, no desobedecen,
138 El alma del niño

ni mienten, no existen más que en la cálida imaginación de los


directores de almas infantiles.
Pero aun suponiendo que así no fuese, la reforma que no se
basa en la razón y el convencimiento y sí únicamente en un falaz y
absurdo afán de imitación, no puede producir fruto de provecho.
Y no es que no convenga presentar al niño ejemplos de seres
cuya vida abnegada y laboriosa pueda servirle de estímulo y des-
pertar su admiración; pero el constante recuerdo y continuo aci-
cate suele, cuando es exagerado, provocar en las pequeñas almas
un sentimiento de antipatía y hasta de resentimiento que, anali-
zado, resulta en verdad ser como una aserción de su personalidad.
Padres hay con tan excelsa opinión de su propio valer, que no
cesan de repetir a sus hijos cada vez que desean corregir lo que
consideran una falta «Vuestro padre no hizo esto o lo de más
allá», y no lo dicen con el natural deseo de ayudar a los chicos,
sino con el afán de imponer en todo su modo de ser, y ello en
tono tan molesto y didáctico, que el chico normal a más de no
creer en tal perfección, forma el propósito de no parecerse jamás
al que de ese modo le dirige.
El deseo de eliminar la personalidad en los niños llega a tal
extremo, que en algunos casos se les obliga a creer que es una
cosa reprobable el no parecerse unos a otros, incluso en lo que
al indumento se refiere, y ello es muchas veces motivo de esa
timidez y miedo al ridículo, tan característico de las razas meri-
dionales y que tanto dificultan el libre desarrollo de la voluntad.
La espontaneidad del juicio y del gusto son casi siempre in-
dicación de una intensa vida espiritual, y el pretender ahogar o
dominar tan preciado impulso es atentar contra uno de nuestros
más elementales derechos, cual es el de reflejar nuestro propio e
interior sentir: no reproducir el de otros.
El mundo, como comunidad, harto ya exige al hombre en el
sentido de sacrificar su personalidad, y justo es que accedamos a
ello cuando resulte en beneficio de la mayoría: pero ese mismo
mundo es el primero en apreciar las cualidades individualistas
XVIII. La individualidad 139

que diferencian fundamentalmente, y en interés de todos, a unos


hombres de otros y en respetar el ser humano, que, prescindien-
do de las trabas convencionales, sigue franca y honradamente los
impulsos que son prueba incontestable de sus superioridad.
Harto tendrá que hacer el niño cuyo carácter haya de formar-
se en un ambiente enrarecido por un cúmulo de imposiciones
colectivas, si quiere conservar su espíritu libre de los efectos, asaz
generalizadores, de su educación sin que las influencias del ho-
gar tiendan a dificultar más su tarea.
Una de las principales obligaciones de los directores de la vo-
luntad del niño consiste en ayudar a éste a «hallarse a sí mismo»:
por desgracia, casi siempre lo que se procura es empujarle tras las
sombras que proyecta la acción de los demás.
En la época actual se tiende por desgracia a nivelar por tal
modo a los hombres todos que resulta punto menos que milagro-
so el que haya aún quienes oponiéndose a esa nivelación general
conservan rasgos individuales, diferencias que ponen de relieve
su modo de ser personal. No es fácil lograr esto cuando merced
a la facilidad, cada día en aumento de las comunicaciones, los
países se acercan cada vez más, los habitantes de las distintas
zonas del globo terrestre se acostumbran más a trasplantarse de
un punto a otro y las diferencias de lenguaje y costumbres van
desapareciendo rápidamente.
El gusto estético de las gentes de las distintas naciones ins-
pirado en condiciones de vida muy distintas va desapareciendo.
Sólo en lugares situados lejos de los puntos de aterrizaje aéreo,
y de las rutas automovilísticas conservan todavía determinados
pueblos su modo de vestir. En las capitales del mundo entero la
gente viste toda igual, con trajes confeccionados en fábricas que
lanzan al mercado miles y miles de modelos repetidos. Con la
comida ocurre lo propio. No hay país por ejemplo en el que los
restaurantes no se enorgullezcan de cocinar a gusto del turista
y no de los naturales del país consiguiéndose así el que vayan
dejando de confeccionarse los platos típicos de cada lugar los que
140 El alma del niño

durante cientos de años han hecho las delicias de los habitantes


de este y contienen además los elementos de nutrición que allí
convienen.
En las costumbres estos cambios son aún más radicales. Ya
en los grandes acontecimientos de la vida, nacimientos, bodas o
muertes, casi todo el mundo actúa de igual manera rebajándose
con ello el grado de solemnidad con que tales hechos se cele-
braban o lamentaban antes. La prisa con que ahora se vive ha
contribuido también a nivelar estas manifestaciones de alegría o
pesar; pero no hay que desesperar por completo: cada ser huma-
no es único en su modo de sentir, lleva en sí el germen de una
individualidad aparte de todas las demás y del entrenamiento
que recibe en los primeros años de su vida del respeto que su ser
íntimo merezca por parte de sus orientadores dependerá el que
su esencia no se malogre ni se pierda.
141

XIX. El sentido de la lógica

Todo niño de cerebro normalmente constituido es lógico; quié-


rese decir que tiene la capacidad natural y precisa para discurrir.
La fuerza avasalladora de sus instintos le impulsa a obrar im-
pensadamente en ocasiones; pero la más leve oposición a sus de-
seos, el menor peligro para sus intereses, nos descubre la existen-
cia de un claro sentido de la realidad, cuyo análisis nos revela a su
vez, en muchas ocasiones, la falta de consistencia que distingue
a las reglas de orden y disciplina que imponemos nosotros a los
pequeños.
La ciega y general insistencia que suele ponerse al insistir en
el cumplimiento de tales medidas disciplinarias y restrictivas es
causa a veces de que el sentido lógico del chiquito se desoriente,
primero, y quede al fin completamente anulado, si el niño no
posee dotes de carácter que le permitan sostenerse de acuerdo
con su criterio.
Muchos educadores suelen partir del equivocado principio se-
gún el cual un niño nunca tiene razón, siendo así que la tiene casi
siempre. Claro está que dicha razón es pura, libre de prejuicios
y de una tendencia fuertemente individualista, en pugna, desde
luego, con las corrientes que impulsan al hombre a someterse a
los dictados de la artificiosa sociedad en que vivimos.
Tal modalidad expone con frecuencia al niño a reprimendas y
castigos que no pueden por menos de antojársele profundamente
injustos, y que de no evitarse, de no ir apoyados por otros ra-
142 El alma del niño

zonamientos igualmente lógicos, aunque menos acomodaticios,


pueden originar en el chico la idea de que su pequeñez le hace
víctima de una falta de equidad. Semejante convicción no sólo
engendrará en su corazón odios y rencores, sino que le predis-
pondrá en contra de todo lo que provenga de la voluntad y la
razón ajenas. El sentido de lógica del niño se manifiesta a cada
momento.
Veamos algunos ejemplos sencillos. Un pequeño queda ad-
vertido de que se le autoriza a coger sus juguetes, a condición de
volverlos a colocar en su sitio. «Toda persona –se le dice– que uti-
liza alguna cosa, tiene la obligación de guardarla luego». Como
la observación es justa, el niño suele admitirla sin reparos; pero
cierto día su madre agarra un libro, y después de leerlo ordena a
su hijo que lo devuelva al estante. Si el pequeño se halla jugando,
y no le conviene obedecer contestará con la mayor naturalidad:
«Debes de guardarlo tú que eres quien lo ha agarrado.» En el
noventa y nueve por ciento de los casos, semejante contestación
le acarreará una reprimenda, o, cuando menos, un reproche. Y,
sin embargo, nada más lógico que la observación del niño: nada
más cruel que el reconvenirle por su natural independencia de
criterio.
Otros días un chiquitín se empeña en satisfacer un capricho
cualquiera. Su madre, deseosa de imponer su voluntad, o quizás
por razones fundadas, se niega. El chico llora y vocifera. «No te
quiero –le dice la madre–, porque te niegas a lo que yo te pido.»
«Tampoco yo a ti –dirá o pensará el niño– porque no me das gus-
to». Y somos tan ilógicos, tan inconsecuentes, que tal respuesta
nos causa indignación. Pero ¿acaso fue el niño el que dio medida
tan absurda al cariño?
Y así de continuo, a cada nueva evolución de su espíritu, ve
el chico contrariado su criterio, obligándosele a amoldar su vida,
no a lo que la razón le demuestra ser justo, sino a principios para
él falaces, opuestos por todos conceptos, al entender de su razón
primitiva y sencilla. Y lo peor del caso es que esa obligada des-
XIX. El sentido de la lógica 143

viación del criterio de los chicos, esta forzosa inacción de sus fa-
cultades razonadoras, es más general de lo que se supone. No nos
damos cuenta de ello a causa de la excesiva ductilidad del niño,
que permite un rápido aniquilamiento de la voluntad sin aparen-
tes e inmediatas consecuencias. Más tarde, cuando se advierte la
falta, cuando se observa que el pequeño cerebro, ya desarrollado,
carece de ciertas virtudes determinantes, es cuando sobrevienen
las dudas acerca de si convinieron los medios educativos que con
él se emplearon, y se procura remediar sus efectos, lográndolo
muy rara vez. En los casos más favorables, hay que someter al
sujeto a un nuevo entrenamiento; pero en muchos de ellos nada
puede hacerse. El niño llega a la adolescencia cercenada su fa-
cultad de discernimiento, convertido bien en un rebelde, en un
despilfarrador de energías: bien en un esclavo, ciego intérprete
de la voluntad ajena y humilde asimilador de criterios que le son
extraños, incapaz de lograr su máximo desenvolvimiento ni mu-
cho menos de encauzar a quienes más tarde estén destinados a
seguirle como eslabones inconscientes de la inacabable cadena
humana.
¡Si al menos concediéramos mayor libertad a las iniciativas
primarias del niño!… Pero casi siempre nos empeñamos en en-
mendar, en adaptar a nuestro gusto, quizás menguado y plebe-
yo, una nueva y vibrante personalidad, en someterla a nuestra
influencia, sin escrúpulos, sin consideraciones, con una falta de
tacto y de delicadeza sencillamente inconcebibles. Todo a cau-
sa de la arraigada convicción que tenemos de la ineptitud del
niño, y nuestra falta de respeto por cuanto en él hay que no
comprendemos.
Tales procedimientos ordenancistas son contrarios a la ley del
espíritu, que autoriza y requiere el desarrollo del libre albedrío,
y la Humanidad entera sufre las consecuencias de nuestros pa-
sados errores en este terreno. Errores que no bastará a corregir
el esfuerzo de unos cuantos educadores de amplia visión, si el
resto del mundo se abstiene de una obra de tan universal impor-
144 El alma del niño

tancia. Todos, a una debemos de laborar por el bien del futuro,


apoyándonos para ello en la manifiesta cordura y sensatez de un
principio, según el cual, aplastando y malogrando el sentido de la
lógica en el niño sólo se consigue destrozar sus facultades razo-
nadoras, alterar su concepto de la justicia y convertir en raquítico
despojo lo que pudo ser espléndida capacidad.
Hay que conceder al niño por lo menos el derecho de ex-
poner las razones que le llevan a actuar como lo hace. Si así lo
hiciéramos, descubriríamos en él fuerzas insospechadas, de las
que podrían lograrse grandes ventajas. Todo niño, como todo
ser humano tiene derecho a explicar los motivos que le impulsan
a obrar, los que son dinamo de su voluntad. Nada se pierde por
escucharlos. Bien al contrario: nuestro deber es oírlos, y de no
estar conforme, poner a su alcance las razones que a nosotros nos
mueven, para oponernos a sus deseos.
Hay que acabar con el sistema de imponer nuestro criterio por
la fuerza. Ese cruel y negativo método que se resume en la frase
«esto se hace así porque lo mando yo». El «yo» omnipotente, el
«yo» soberano, avasallador, que convierte a la más alta repre-
sentación humana, o sea la paternidad, en un arma de tiránica
fuerza y rigor, y que tantas veces, por desgracia, no tiene base
ninguna ni derecho a imponer un criterio.
Pongámonos al nivel del niño. Recibamos con júbilo, con
veneración, esas primeras manifestaciones de su conciencia. No
apartemos de nosotros, como cosa inútil, lo que es la fuente de su
futura floración, la primicia de un tesoro oculto. Todo cuidado,
toda delicadeza es poco para el afianzamiento de esas fuerzas
nacientes: concedámosles toda la importancia que en realidad
encierran, si no queremos que en el día de mañana renieguen, los
hombres que nosotros hicimos, de los sistemas que para su desa-
rrollo espiritual empleamos y maldigan la forma en que llevamos
a cabo nuestra misión para con ellos.
Nuestra misión consiste en ganarnos la voluntad de los pe-
queños, no con regalos y concesiones a sus caprichos sino con
XIX. El sentido de la lógica 145

razonamientos adecuados. Todo chico normal dotado del natu-


ral espíritu de justicia admite lo que se le dice sin rebelarse; lo
que le irrita y provoca en él un afán de contradicción es la falta
de lógica nuestra.
Aquellos que se dedican a la elevada misión de educar a una
criatura tienen que armarse de una paciencia inagotable que les
permita escuchar a los niños sin despertar en ellos resentimien-
tos. A las madres incumbe este deber antes que a los maestros;
y la mujer que no se siente capaz de llevar a cabo su tarea con la
paciencia y espíritu de sacrificio que ello supone no debería de
admitir la sagrada carga que supone el tener un hijo y prepararlo
para la vida desde los primeros momentos de su existencia.
146 El alma del niño

XX. El concepto del derecho

El concepto del derecho es no sólo el principio fundamental


de la ética humana, el numen de nuestra vida interior, el motivo
y causa de nuestra incontestable superioridad frente a la fuer-
za bruta; es, además, una verdad, imposible de bastardear en su
esencia, porque, como toda noción propiamente dicha generado-
ra, es instintiva, y, como todo lo connatural e inherente a nuestro
modo de ser, recobra su prístina pureza al renacer en el alma de
cada individuo.
Es decir, que natural y fatalmente toda criatura humana inspi-
ra sus primeros actos conscientes, sus primeras afirmaciones, en
un elemental sentimiento de justicia. Este no es, precisamente,
el que más tarde, y como tal, determina nuestras reglas de vida
y fija nuestros derechos en cuestiones materiales y económicas;
diferénciase de aquel en ser un impulso que primero nos lleva a
razonar y juzgar los actos ajenos, y más tarde, y por reflejo, los
nuestros.
El razonamiento que se deriva de este instintivo sentimiento
de justicia es lo que rige toda nuestra vida espiritual en las re-
laciones de ésta con el mundo exterior, conduciéndonos luego
al propio conocimiento. Es decir, que tal sentimiento es lo que
nos mueve a encauzar y orientar nuestra voluntad, bien hacia un
perfecto desenvolvimiento, bien sometiéndola a las innumera-
bles influencias que nos rodean y solicitan, y que, por buenas
que sean, siempre ejercerán su influjo, con detrimento de nuestra
XX. El concepto del derecho 147

personalidad. Porque la afinidad, esa tracción o analogía que de


tan incomparable utilidad resulta en el terreno emotivo, cuan-
do a grata coincidencia de gustos se limita, es perjudicial para
el carácter si consigue influir en éste con exceso. Tales son las
dos posibilidades a que el sentimiento de la justicia, conservada
su fuerza, puede llevarnos; pero existe otra tercera eventualidad,
que puede ser en extremo nociva, en la que dicho sentimiento no
sólo sufre los efectos de presiones extrañas, sino que éstas lo mo-
difican totalmente, bastardeando y falseando el concepto, antes
de haber tenido tiempo de fortalecerse debidamente.
Y siendo así, ¿cómo no preocuparnos hondamente de preparar
al niño por modo que esta básica potencia se desenvuelva con
toda eficacia en el pequeño espíritu? Y no se crea que tal prepa-
ración consiste en inculcar conceptos ya gastados, sino en dejar
al cerebro joven la libertad de buscar una fórmula adecuada, y
pronunciarse en la forma que le dicte su conciencia.
¡Cuánta revelación interesante lograríamos obtener si así
se hiciera, y de cuán fuerte modo se afirmarían las personali-
dades nacientes, en esas primeras consideraciones de sagrados
privilegios!
En la mayoría de los casos, sin embargo, esas manifestacio-
nes primeras, que formula un ser investido de autoridad para
juzgar, sólo produce desengaños, conceptos equivocados o dé-
biles remedos de opiniones ya sabidas. Pero ¿cómo ha de ser
de otro modo? ¿Acaso no matamos nosotros en flor el germen
que intentaba fructificar en lozana y original expresión? ¿Acaso,
lejos de conservar en su integridad ese principio liberador, que
adivinamos en el alma del niño, no lo hollamos con el peso de
nuestros procedimientos, o lo ahogamos en rencores suscitados
por la falta de justicia, que tantas veces rige nuestras relaciones
con el pequeño?
Y de todas las amarguras que la incomprensión de los ma-
yores siembra a manos llenas en el tierno ánimo de un infante,
ninguna deja en él tan profundas huellas, ni filtra un veneno
148 El alma del niño

más pernicioso y letal como el rencor. El rencor, amalgama de


ira, de odio y deseo de venganza, unido a esa debilitante tenden-
cia a la conmiseración para sí mismo, que tantos estragos hace
en la voluntad del niño, tornando estériles todos sus anhelos y
aspiraciones.
La causa más común de ese rencor es la motivada por el cas-
tigo o la represión inmerecida.
¿Quién de nosotros no recuerda la oleada de indignación,
el odio profundo que hemos sentido contra quienes procura-
ban ocultar, tras un pretexto de justicia, su propio mal humor,
impaciencia o desamor? El castigo era lo de menos, como lo es
siempre, que no hay criatura alguna, normalmente constituida,
que no acierte a distinguir con absoluta clarividencia los facto-
res que contribuyen a la cristalización de los actos ajenos. No
dará expresión a su sentir en la materia, por un instinto de pudor
que le obliga a reservarse su opinión, en este como en otros mu-
chos terrenos, y por temor a ver aumentado su castigo; pero no
por ello dejará de analizar la conducta de quien así envilece el
concepto de una justicia que se le ofrece como guía regidora de
todos sus actos. En cambio los niños aceptan de buen grado las
represiones que saben merecieron. ¿Y cómo habiendo nosotros
experimentado esas impresiones gratas o ingratas, no fundamos
en ellas nuestra actitud y evitamos el que en otro pequeño cora-
zón se malogre el germen de la justicia, y la fe en la integridad y
la bondad ajenas?
En capítulos anteriores hemos visto cómo a cada momento,
en cada manifestación de nuestra vida, las pasiones más ruines,
la soberbia, la ira, la envidia, liberadas de la presión que sobre
ellas podría ejercer un arraigado sentimiento de justicia acampan
en las almas, se enseñorean de las voluntades y cómo la mayoría
de los hombres, con mayor o menor disimulo; pero con el mismo
desenfado y desprecio de derechos, procuran hurtar al prójimo la
gloria, la fama, la estimación y cuanto puede ser considerado de
moral provecho.
XX. El concepto del derecho 149

El niño, con infalible instinto, adivina esas inclinaciones, y


las aplica, claro es, a nuestra conducta para con él. A tal extremo
llega su sensibilidad, que, como ya hemos dicho, bastaría con
que obráramos siempre de acuerdo con un elemental espíritu de
justicia para que, sin necesidad de más explicaciones, viéramos
cristalizar en las almas candorosas la expresión más pura y ele-
vada de esa potencia ideal que llevan latente dentro de sí, y que,
enderezada o torcida, para bien o para mal, ha de manifestarse a
su debido tiempo.
Es muy grave el que por nuestra causa pueda malograrse tan
noble aspiración en los albores de la vida. Muy grave el que por
nuestra ineptitud o indiferencia el destructor elemento del escep-
ticismo hiele en el corazón de un nuevo ser las posibilidades de
un perfecto desarrollo espiritual.
La violencia repentina, la irritabilidad súbita, las desigualda-
des temperamentales pueden acarrear situaciones de profundo
malestar e incluso reacciones peligrosas, pero éstas son menos
nocivas que los sentimientos de rencor frío basados en una reco-
nocida injusticia. De ahí el que sea tan indispensable evitar que
tales sentimientos puedan albergarse en la sensible emotividad
de un pequeño.
150 El alma del niño

XXI. El sentimiento estético

La apreciación de la belleza es instintiva. Tal sentimiento se


revela en los niños en una forma puramente elemental, provo-
cando en el pequeño y embrionario espíritu apreciaciones simila-
res a las que manifiestan los hombres de razas sin civilizar, cuya
comprensión estética, no acicateada por términos de compara-
ción se conserva en un estado de prístina sencillez.
El niño, como el ser primitivo, siente profunda atracción ha-
cia aquello que, a su juicio, es bello, entendiendo por tal cuanto
llama su atención; la luz, los colores crudos, hasta las estridencias
de tono y de sonido que mortifican la sensibilidad de un gusto
ya maduro y refinado; pero que no por ello dejan de encerrar
elementales principios de belleza.
Ved jugar a un niño combinando colores. Y observaréis que,
con certero instinto, elige las mismas tonalidades que admira-
mos en las manifestaciones de todo arte popular. Desdeñará los
matices suaves, y, con osada, a fuer de inocente despreocupación,
logrará efectos de extraordinaria calidad y pureza.
Pequeños e inconscientes continuadores de la obra humana,
las primeras revelaciones de su sentir estético no son más que una
breve condensación de sentimientos fundamentales, la exposi-
ción escueta de una verdad, inalterable y eterna que con el tiem-
po y a medida que se realice el desenvolvimiento de sus fuerzas
espirituales, se hará más pronunciada o quedará dominada en él,
por el empuje irresistible de otras potencias.
XXI. El sentimiento estético 151

Este sentimiento en germen de la belleza se revela antes que


nada en la apreciación de aquello que en los primeros meses de
la existencia, y por medio del sentido de la vista, cautiva la aten-
ción del niño. Por ejemplo: el color. Antes que por el sonido y la
forma, comprende y siente atracción por las variantes de tono que
halla en cuanto le rodea. En presencia de una flor, un lazo, un
trozo de papel de colores llamativos, la criaturita de pocos meses
se extasía y palmotea de gozo.
Con escaso intervalo de tiempo, muestra idéntica apreciación
por el sonido, generalmente por aquel que es uniforme, pero ar-
mónico, como el choque de algún objeto contra un cristal o el
repicar de una campana.
Más tarde es la música la que le subyuga, la que por primera
vez despierta en su conciencia una honda emoción.
Para la mayoría de los niños, la música tiene un atractivo in-
comparable. Algunos experimentan al oírla una impresión tan
intensa, que no titubean en abandonar por ella sus juegos predi-
lectos. A veces la emoción que les embarga es de tal naturaleza,
que les hace derramar lágrimas. Conozco a una niñita de seis
años a la que toda música hace prorrumpir en hondo y conmo-
vido llanto, y que, a pesar de ello, se empeña en escucharla. En
cambio, pocos son los niños a los que cautiva en los primeros
años de su vida la belleza de la forma.
Sin duda esto obedece a que en la comprensión humana se
desarrolla muy lentamente el sentido de la proporción y el equili-
brio. Véase si no cuán desigualmente colocan los niños las piezas
de sus juegos de construcciones, y no por ser aún torpes e indeci-
sos los movimientos de sus manos, sino porque les falta el cono-
cimiento de la euritmia, la comprensión de la armonía plástica.
También en la Naturaleza, libro mágico del que recoge el
niño sus primeras impresiones de lo bello, suelen los pequeños
admirar el color y el sonido. Despiertan en sus almas suave de-
leite los tonos cálidos de las flores y las hierbas, la transparente
luminosidad del día, el susurro del agua, el canto de los pájaros;
152 El alma del niño

pero, en tanto los años no fortalecen su potencia observadora,


pasan inadvertidos para ellos la imperecedera majestad y grande-
za de los montes, el acicalado recorte del mar en la costa, la línea
grácil del junco, la silueta definida del ciprés, y la masa, hecha
jirones, de las nubes.
El sentimiento estético del niño, vago e indeterminado, sufre
casi siempre grave quebranto, debido a la falta de comprensión
que muestran las personas que rodean al pequeño, quienes lejos
de respetar los primeros impulsos instintivos de una naturaleza
en transformación, y de fomentar su gusto elemental y transito-
rio, se contentan bien con ignorar la existencia de tal potencia,
bien procurando encauzarla bruscamente, haciendo al propio
tiempo mofa de los débiles esfuerzos con que se iniciara.
¿Cuántos padres, y maestros también, no se ríen de las predi-
lecciones que muestran los niños por trajes de colorines y por telas
desusadas, en lugar de respetar la candorosa expresión de su sentir
y conducirles suavemente a la plena cristalización de su afán?
El daño que una burla inoportuna puede inferir a la vida es-
piritual del niño es incalculable. No obstante, raras son las per-
sonas que atienden con el respeto que merecen las delicadas ma-
nifestaciones de comprensión estética de aquellos de quienes dijo
Enrique Rodó que eran «Almas leves, suspendidas por una hebra
de luz a un mundo de ilusión: de sueños.»
Por otra parte no debe de permitirse al niño el que rechace
como algo peligroso aquello que él cree o se le dice que es feo.
Suavemente hay que hacerle ver que nosotros nos apartamos de
manifestaciones en las que no creemos hallar belleza debido a
que en muchos casos no las entendemos. Al reñir a los peque-
ños la gente une lo malo a lo feo induciendo con ello al niño
a creer que todo lo que no está conforme con su comprensión
estética es nocivo, es «malo». Ello puede llevarle a apartarse
con temor de personas afligidas por defectos como la ceguera,
la desviación de la columna vertebral y otras imperfecciones
físicas que debía de inspirarnos compasión.
XXI. El sentimiento estético 153

Claro está que el sentimiento incipiente y puramente instin-


tivo de los niños puede y debe ser cultivado por modo que con el
tiempo pueda el pequeño ampliar sus conocimientos estéticos y
con ellos sus posibilidades de goce en la belleza.
154 El alma del niño

XXII. De la propia conmiseración

Todo niño se halla sujeto a una marcada tendencia a la tristeza.


Consideremos la vida de todos los grandes hombres, y vere-
mos que no hay uno solo del que no se hay dicho que padeció
en su infancia horas de profundo pesar y desconsuelo. Algunos,
como Shelley Carlyle, Jean Jacques Rousseau, Pascal, Tolstoi y
otros muchos, conservaron de su niñez una impresión de honda
tristeza que casi todos atribuyeron al medio ambiente en que
se desenvolvieron. Más justo o más conocedor del corazón hu-
mano, Rousseau achacó su pesaroso estado de ánimo durante
la infancia a esa ley de la Naturaleza que impulsa a todos los
hombres a sentir antes que a pensar. Y así debe ser, en efecto.
El alma del niño, tierno germen que transforman con la súbita
fuerza de todo impulso natural las tendencias y emociones más
diversas, no puede por menos de estremecerse y resentirse de la
conmoción que dicha transformación supone. Toda metamor-
fosis es brutal. Todo cambio, violenta nuestro ser, causándole
dolor, ya físico, ya espiritual, según sea la índole de aquello que
en nosotros se halla sometido a mudanza. ¿Y si así ocurre cuan-
do se tiene conciencia del porqué de la transformación, que no
será cuando esta se opera sin que podamos alcanzar las causas y
efectos que la motivaron?
Nadie hay, por ejemplo, que logre desechar al «hombre viejo»
y lanzar fuera de sí afectos, consideraciones, satisfacciones, la es-
timación ajena y gran número de sentimientos, que en compañía
XXII. De la propia conmiseración 155

de aquél convivieron largo tiempo, sin experimentar dolor, y eso


a pesar de que la razón, norma y guía de nuestra vida, contra-
rresta el efecto de ese pesar: más aún: lo convierte en elemento
de gran substancia, cual es la indulgencia y justa comprensión de
la conducta ajena. Tiene, por ende, a su favor aquel que de buen
grado sufre semejante revolución interior, el consuelo de expresar
a otros su sentir y el de verse más o menos comprendido por seres
que han padecido en iguales o parecido términos.
Aparte todo esto, la necesidad de tales transformaciones vo-
luntarias no suele presentarse hasta después de llegada la edad de
la madurez, y aquéllas no coinciden, por tanto, con el proceso de
desarrollo y consecuente perturbación física. ¡Y aun siendo así,
sufrimos! ¿Qué no será pues, el trastorno que en el ánimo de un
niño provoque un movimiento que tiende a convertirle de masa
inerte en elemento dinámico de incomparable vigor, y lo mismo
en el terreno espiritual que en lo que al corporal corresponde?
Energías diversas, tendencias encontradas, impulsos de des-
conocido objeto, ilusiones de rara y desconcertante belleza, na-
cen espontáneamente en el alma infantil y operan sobre la sen-
sibilidad incipiente, sobre las facultades embrionarias, sobre los
primeros atisbos de una voluntad proyectada por fuerzas no re-
veladas aún, y esto, en pleno desenvolvimiento físico, cuando se
hallan en juego todas las reservas exigidas por el mantenimiento
del equilibrio entre la vida del cuerpo y la del espíritu.
Y ¿qué de particular tiene el que en esa lucha entablada entre
impulsos diversos por obtener ascendencia sobre el espíritu del
nuevo ser, desatadas, entre otras fuerza emotivas, seculares ten-
dencias a la propia conmiseración, achaque el niño su malestar
íntimo a la indiferencia y desamor de los que le rodean, entre-
gándose a un rencor que en ocasiones perdura mucho más allá de
la edad del crecimiento?
En niños de exaltada imaginación y excesiva sensibilidad, tal
estado de ánimo tiende a exacerbarse en términos que dificultan
el restablecimiento del equilibrio una vez iniciado el proceso de
156 El alma del niño

la transformación. Así ha resultado en casos de hombres no-


tables en las artes y las letras, naturalezas muy propensas a la
emoción a las que acompaña, toda la vida, un sentimiento de
intensa tristeza achacada luego por ellos, bien a escepticismo,
bien a desilusión, bien a exceso de vida espiritual. En otros, ese
rencor se afianza, y con perjuicio de la voluntad tórnase en afán
de atribuir a otros lo que en realidad es consecuencia de sus
propios errores.
Aun tratándose de chicos muy normales, raro es el niño que,
por espacio de varios años, no se entrega con cierto voluptuoso
afán a dicho estado de propia conmiseración. Esta lástima que el
niño se inspira a sí mismo, suele ser de carácter intermitente, sor-
prendiéndole aun en aquellos momentos en que más contento y
distraído parece. El niño no ofrece resistencia al desbordamiento
del pesar dentro de su alma, sino que, por el contrario, procura
aislarse y entregarse de lleno a su tristeza, dándose el extraño
caso de que, aun siendo su alejamiento de toda compañía delibe-
rado propósito de su voluntad, culpe a otros del tormento que su
soledad le impone. ¡Extraña tendencia y empeño que, no por ser
imaginarios, dejan de ser intensamente desoladores!
Una vez a solas con su dolor, suelen complacerse los pequeños
en torturar su alma pasando revista a la serie de causas que a tal
condición le han llevado. Su propia pequeñez suele ser motivo de
hondo pesar.
Pocas serán las personas que no conserven recuerdo de la tris-
teza de su infancia. Y siendo así, ¿cómo se explica que sean tantas
las que se obstinan en exaltar la decantada felicidad de la niñez?
La niñez, como toda promesa, es bella; pero como etapa de una
evolución espiritual, está sujeta a grandes alternativas de dolor y
de gozo. A fin de cuentas, ¿qué es la infancia sino el principio
de una dolorosa revelación de fuerzas, cuyo origen y fin no se
nos alcanzan plenamente? ¿El primer aviso de la existencia de
ese «hombre», del que dijo Emerson que es una corriente cuyo
manantial permanece oculto?
XXII. De la propia conmiseración 157

Y es que casi todos nos resistimos a analizar hechos cuya rea-


lidad, empero, reconocemos. Sólo así se explica el que para com-
probar la existencia de esa tantas veces ensalzada felicidad de la
niñez, haya quien compare las preocupaciones que pueda tener
un niño con las que padecen las personas mayores, olvidando,
no sólo las leyes de la relatividad y la proporción, sino el aspecto
espiritual del asunto, único que al niño, como al hombre, afecta
principalmente.
Porque lo que una vez desarrollados enturbia nuestra vida
interior no es la preocupación del mañana, ni la necesidad de
atender a las exigencias de hoy, sino el dominio alternativo de
las emociones: y eso mismo, pero en forma más aguda por más
irreflexiva, es lo que siembra de motivos de aflicción el tierno
corazón del niño.
Se habla de la hermosa tranquilidad y serenidad del alma in-
fantil. ¿Acaso puede estar serena el agua que nace para dar vida
y se esfuerza por llenar su cometido arrastrando en su impulso
cuantos obstáculos se oponen a su paso? Y la emoción es una de
las grandes fuerzas motrices de nuestra vida espiritual.
Mejor que ignorar esas hondas perturbaciones del ánimo del
niño, fuera evitar que se extinguieran sin lograr su objeto. Cierto
que de todos los aspectos de la vida espiritual del pequeño, este
es uno de los que más tacto y cuidado exigen. El niño siente
temor y timidez ante toda manifestación de sus facultades emo-
tivas, difícilmente habla de lo que, a más de no comprender bien,
le es tan personal como el sentimiento. Por otra parte, forzar
su confianza en este respecto sería impulsarle a la disimulación.
Hasta podría darse el caso de que se aumentara, con su propen-
sión a la tristeza, la importancia que a ésta concede el pequeño.
Lo único que se puede hacer en estos casos es observar a cada
chico aisladamente, y, con una ternura y dulzura infinitas, pro-
curar alejar de las pequeñas y exaltadas mentes las causas imagi-
narias que afligen el espíritu, atendiendo con solicitud extrema
al fortalecimiento del cuerpo y a la ocupación de la inteligencia, y
158 El alma del niño

no dejando jamás a la criatura bajo la impresión de que su sentir


puede sernos indiferente.
Así poco a poco, lograremos que nos confíe la causa de su
pesar, que nos haga su confidente dentro de los límites de lo
posible, porque el niño, como antes decíamos, es de suyo timo-
rato cuando se trata de dar expresión a lo que allá en el fondo de
su alma va desenvolviéndose. Como todo ser humano, hállase
destinado por su impenetrabilidad a la soledad y al aislamiento.
No obstante la preocupación que nos produce la tristeza de un
niño no conviene que él crea que su dolor no tiene remedio. Por
el contrario una vez obtenida su confianza hay que aprovechar
el estado de ánimo en que se encuentra, para hacerle ver que su
pesimismo o su desolación son pruebas a vencer y sin menguar el
valor de las causas que él alega y que para él es inmenso conven-
cerle de que mientras más dura sea su lucha mayor será la fuerza
que él pueda desarrollar para vencer aquélla.
159

XXIII. El castigo

Desde la Santa Biblia hasta el más vulgar compendio de re-


franes populares, cuantos libros se refieren a la educación del
carácter, han considerado el castigo como base fundamental de
todo tratamiento espiritual y moral.
Lo mismo para asegurar la bienaventuranza eterna del cris-
tiano, como para afirmar la posesión de las cualidades y virtudes
que debieran adornar al hombre en su vida pasajera sobre la tie-
rra, los directores de conciencia y de opinión han creído siempre
necesario inculcar en el alma de todo ser humano el miedo al
castigo, el miedo a la consecuencia de las faltas, de las que el cas-
tigo es algo así como una prueba anticipada, y por mediación del
cual se espera apartar al hombre de aquellas culpas que, se supo-
ne, puedan deteriorar la pureza de sus costumbres y quebrantar
su fuerza moral.
Prueba lo poco eficaz y afortunado de dichas teorías, el hecho
de que, lejos de afirmarse en las generaciones sucesivas la virtud,
ésta se ha ido debilitando progresivamente y con ella el criterio
moral, de tal modo, que en lugar de espíritus fuertes, capaces de
obrar bien por la bondad inherente y razonada, la mayoría de
los hombres son de voluntad débil y voluntad raquítica, y cuya
principal preocupación consiste, no en abstenerse del mal, sino
en eludir las consecuencias de éste. Entre tal mayoría se encuen-
tran algunos, muy pocos, seres de acrisolada virtud y absoluta
elevación de miras, y algunas otras que se conservan dentro de
160 El alma del niño

los límites de una determinada compostura moral, no sabemos si


por convencimiento o por conveniencia solamente.
En todo caso, y como antes decíamos, el sistema educativo
que hasta la hora presente se ha venido empleando para la for-
mación del carácter del hombre, debe ser, a juzgar por los la-
mentables resultados que se han obtenido, totalmente erróneo y
defectuoso, y las correcciones o castigos sobre las cuales se funda
dicho sistema, son, indudablemente, de un efecto negativo. La
vida moderna, de tendencia esencialmente restrictiva, ha signi-
ficado un aumento de prohibiciones que casi automáticamente
multiplica los castigos y esto se observa muy particularmente en
lo que al niño se refiere.
Detengámonos a considerar el asunto y veremos que la vida
de los pequeños va convirtiéndose en una cadena de inútiles res-
tricciones que, de ser tenidas en cuenta, acabarían por convertir
al niño en un muñeco automático si no hallara aquél, con su
natural agudeza e ingenio, el medio de eludir las consecuencias
de sus omisiones y olvido.
Desde el momento en que el chico salta de la cama, por la
mañana, hasta la noche, que vuelve a ella, puede decirse que no
hay momento del día en que no se vea envuelto en una red de
prohibiciones, referentes, no solo a lo que afecta a su conducta
moral, lo que sí es aconsejable sino a su compostura, a su indu-
mentaria, a su alimentación y hasta a sus diversiones y juegos
más inocentes, porque la ciencia ha venido a complicar la vida de
los chicos, prohibiéndoles una larga serie de cosas que antes se
hacían impunemente, sin riesgo para su salud, y con una ampli-
tud de acción mucho mayor de la que ahora gozan.
¿Quiere esto decir que debe dejarse al niño libertad para hacer
aquello que juzgue, por sí solo, conveniente? No, por cierto: lo
único que deseamos sustentar es que los castigos que a las cria-
turas pequeñas se imponen por el quebrantamiento de una, o va-
rias, o todas estas restricciones morales y materiales con que está
plagada nuestra vida, son, en gran parte, responsables de la falta
XXIII. El castigo 161

de serenidad, del desequilibrio moral, y la ausencia de espíritu


de justicia, que en el individuo, como en la sociedad moderna se
advierte.
Lo que deseamos decir es que el castigo, que en sí lleva por
desgracia muchas veces un deseo de venganza, debiera desterrar-
se, sustituirse por una razonada y equitativa regla de compensa-
ciones, por la cual tocara de cerca el niño las consecuencia de su
imprevisión o su desidia, y eso en muy corto plazo: que nada hay
tan deprimente para una criatura de pocos años como el obligarle
a reparar una falta horas y días después de cometida ésta.
Tales compensaciones deberían de exigirse, siempre y cuando
dieran por resultado el que el niño se diera cuenta del valor y
consecuencias que para sí o para los demás puede tener su culpa,
y siempre que las causas lo justificasen, nunca por defectos insig-
nificantes o por leves faltas de cuidado, como el reírse, el saltar y
gritar en la casa o el romperse un vestido, porque, aparte de que
tales faltas no puede evitarlas el niño, ya que al cometerlas obe-
dece a impulsos de su naturaleza, los castigos que por motivos
tan fútiles se imponen, son casi siempre motivados por un oculto
deseo de vengar la molestia que a nosotros se nos ha causado.
Hay que tener presente que las compensaciones que al niño
se exijan deben de inspirarse en el más estricto espíritu de jus-
ticia y que una vez logradas no debe volverse sobre ellas. Pocas
cosas hay que tanto irriten al niño y le descorazonen como las
constantes alusiones a sus pequeños y, así llamados, defectos. En
realidad, sólo hay dos cosas que merezcan reparación por parte
del niño y estas son la falsedad y la desobediencia deliberada.
Las faltas de aplicación, de orden, de serenidad, más se logran
corregir por medio de la persuasión y el ejemplo que por castigos,
y las reparaciones que por las causas antedichas se impongan no
deben tomar jamás la forma de una merma de la alimentación,
ni privación de aire libre y ejercicio, sino la de un pequeño y sen-
sato recordatorio. Como por ejemplo retrasar una diversión o la
realización de algún grato proyecto.
162 El alma del niño

En lo que al castigo corporal se refiere, dicho se está que lo


consideramos completamente inadmisible. Con él se logra, no
sólo poner en peligro la salud del niño, sino quebrantar su es-
píritu, destruir su sensibilidad, sus sentimientos y su dignidad,
despertando dentro de su alma, un rencor que rara vez consigue,
más tarde, desarraigar.
Pocos dichos populares habrán hecho mayor daño a la Hu-
manidad que el de «la letra con sangre entra», que en idénticos o
parecidos términos existen en todos los idiomas. Letra o conoci-
miento que no arraiga por la reflexión y la persuasión, es, como
toda semilla que se fuerza, incapaz de producir fruto sano. Pero
aun cuando no se tuvieran en cuenta los efectos que en el niño
produce el castigo corporal, debiéramos abstenernos de imponer-
le por la degradación espiritual que supone para aquellos que lo
suministran.
Pegar a un niño a sangre fría y con deliberado propósito de
lograr un mayor bien, es un error: golpearle, como en la mayoría
de los casos ocurre, por descargar nuestro mal humor o por la ira
que en nosotros produce un acto suyo de aparente insubordina-
ción, es siempre un abuso de fuerza y en ocasiones una insigne
cobardía.
Si pensáramos en ello nos convenceríamos de que no tenemos
derecho alguno a pegar a una criaturita más débil e inconsciente
que nosotros, y que, el temor que al hacerlo infundimos en el
ánimo de los pequeños seres que nos rodean, es uno de los más
grandes atropellos que pueden cometerse: más trascendental por
sus consecuencias y más injusto por lo inmerecido, que muchas
de las llagas y problemas sociales que preocupan a la Humanidad.
Pero, aparte del castigo corporal y la mesurada reconvención,
utilizan los educadores otro medio para lograr influjo sobre la
tierna voluntad del niño medio que, aplicado en forma exagera-
da, puede ser tan nocivo como el primero. Me refiero al abusivo
empleo del reproche sentimental con que suelen algunas perso-
nas abrumar a los pequeños, hasta arrancarles la promesa de no
XXIII. El castigo 163

volver a incurrir en la falta que cometieron. Hay quienes apelan


no ya a una sencilla y lógica invocación de cariño, sino a lágri-
mas, a severos silencios, a una real o fingida enfermedad, todo
ello con el objeto de provocar hondo arrepentimiento en el chico;
pero de modo tan insistente, que en muchos casos acaban por
convertir al recipiente de la reconvención en un sujeto hipersen-
sible y lacrimoso, o, llegado a último extremo, a matar en su alma
el germen del afecto sincero.
Hay criaturitas que viven en continuo sobresalto por temor a
que su madre enferme a consecuencia del disgusto que la produ-
cen las más insignificantes travesuras, y este sistema, como el del
castigo corporal, tiene, entre otros, el inconveniente de impedir
que el niño se forme un elevado concepto del deber, o séase: el de
hacer el bien por el bien mismo, no por conveniencia propia, por
miedo o por exagerada sensiblería.
Desde luego más que con un castigo como los que corrien-
temente se imponen a los pequeños se obtienen resultados de-
mostrándoles una firmeza serena y dulce a la vez. Ello obliga
a mostrar un control absoluto de los propios nervios agostados
muchas veces en personas que tienen dos, tres y hasta más niños
a su cuidado; pero es el único medio de imponer en los pequeños
cerebros dictados de razón.
El niño posee un arma que es con frecuencia causa de que las
personas mayores se impacienten y actúen en sentido contrario
a lo que deben. Esa arma es «la rabieta», «el pataleo» o como
quiera llamarse a las pequeñas crisis de furia con las que algunos
chicos tratan de ganar la batalla para hacer lo que les viene en
gana. El responder a esas crisis con gritos y regaños es un error;
lo que más desarma a un chico es decirle que como sus gritos
no tienen disculpa porque son inmotivados y por otra parte son
sumamente desagradables de oír, conviene que se siente en algún
lugar un poco apartado en tanto no cesen sus chillidos. Hay que
explicarle sin regaños que si no molesta a nadie con ello puede si
quiere desahogar su ánimo chillando un poco más.
164 El alma del niño

Ese sencillo permiso le quita inmediatamente al niño, siem-


pre y cuando no haya verdadera causa para su pesar, el deseo de
seguir chillando. El remedio es bien sencillo pero la persona que
lo aplique ha de poseer un caudal inagotable de paciencia.
165

XXIV. Los juegos

Rara vez concedemos la debida importancia a los juegos y pasa-


tiempos con que distrae su atención el niño, no obstante ser aqué-
llos auxiliares poderosos de todo sistema de educación infantil.
La necesidad de entrenar la mentalidad del niño, por modo
que pueda en poco tiempo dar su rendimiento máximo, nos lleva
muchas veces a querer encauzar sus aficiones intelectuales con
tal unilateral empeño, que rara vez se le concede a la propia espi-
ritualidad del pequeño el derecho de colaborar en el proceso de
sus desenvolvimiento cultural.
En los juegos, felizmente, la personalidad infantil libre de
toda coacción, puede afirmarse y manifestarse plenamente, au-
mentándose en ella la riqueza de la imaginación y la facultad
creadora a la par que determinarse el carácter.
Si observamos cuidadosamente a los niños mientras juegan,
apreciaremos en ellos cualidades que nos revelan aspectos de su
vida de cuya existencia no nos habíamos dado cuenta. Pequeños
que en presencia de las personas mayores aparecen cohibidos y
escasamente dotados de medios de expresión, entre otros niños,
son resueltos, elocuentes, amigos de dirigir y de mandar, valero-
sos e imaginativos. Y tal cual se nos revelan entonces, es como
son en realidad: por eso conviene elegir para el estudio de su per-
sonalidad el momento en que, distraídos en sus juegos, no ocul-
tan sus naturales aptitudes ni se esfuerzan por seguir la norma
que los guías de sus pequeños cerebros impusieron a su voluntad.
166 El alma del niño

Tal estudio debe, sin embargo, de ser llevado a cabo con gran
tacto y delicadeza y sin que el niño lo advierta: de lo contrario,
jamás llegaremos a sorprender su manera de ser íntima. Por lo
mismo, no conviene que nos inmiscuyamos demasiado en sus
juegos ni procuremos sujetarle a nuestro gusto en este terreno.
Puede, sí, aconsejársele y poner a su alcance lo preciso para
que el pequeño realice la obra de su desenvolvimiento sin contra-
riarle, excepto en aquello que juzguemos nocivo para su salud, ni
hacerle más consideraciones que las que creamos oportunas des-
de el punto de vista de la higiene. Así, por ejemplo, puede y debe
de hacérsele ver que convienen a su salud los juegos y el ejercicio
al aire libre, y el entrenamiento físico y moral que del cultivo de
los deportes se desprende.
Fuera de esto, el niño tiene derecho a ser el entrenador de su
voluntad en esta materia.
Tampoco conviene acostumbrarlo al uso excesivo de juguetes
muy perfeccionados, que, además de no estimular sus facultades
imaginativas, suelen hastiar a la mayoría de los pequeños.
¿Cuántas veces sufren un desencanto las personas mayores al
ver que los niños, echando a un lado los juguetes costosísimos,
se entretienen horas enteras con las cosas más nimias y de nin-
gún valor? Por regla general, un pequeño se divierte más con
una cuerda amarrada a una silla, que con un caballo de cartón
o madera bien enjaezado; con un pedazo de caña y un braman-
te convertidos en un arco, que con una escopeta de complicada
mecánica; con una mesa y cuatro tablas, fantástica ilusión de un
acorazado, que con un minúsculo modelo de yacht. Y los mismo
las niñas. ¿Quiénes de entre éstas no prefieren improvisar los
cacharritos de su casa de muñecas y vestir éstas con trapitos con-
feccionados por sus propias manos, a jugar con las que, para su
regalo, preparan los fabricantes más expertos? ¿Y quién de todos
nosotros no conservará el recuerdo de esas horas inolvidables de
encanto en que, al mágico impulso de nuestra voluntad, trocába-
nse en imaginarios gigantes los árboles, del jardín o del paseo, en
XXIV. Los juegos 167

balandros veloces las hojas de rosas, en balas mortíferas inofen-


sivos guisantes, en fortaleza inexpugnable un montón de piedras
y en insignia sagrada un pañuelo atado al palo de una escoba?
Yo misma he visto a una niñita de cuatro años, dueña de nu-
merosas y riquísimas muñecas, otorgar su preferencia a una mano
de mortero, vestida por ella, con una toalla vieja.
El niño, hombre incipiente, necesita ser el creador de su felici-
dad; dar él mismo la deseada forma a la visión de belleza que su
mente engendra. Pongamos a su alcance los elementos primarios
del juego, pero dejémosle que sólo y a su gusto los desarrolle y
resuelva. De lo contrario, nos expondremos, bien a limitar el es-
fuerzo del chico, bien a ver descompuestos los juguetes costosos
para poder armarlos después a su manera.
Una de las distracciones que con mayor afán busca el niño, y
la que más influye en su desarrollo espiritual, es la lectura.
De todos modos, ha de llegar el momento en que el niño so-
licite, por su propio impulso, libros que contengan hechos verí-
dicos, o como dicen ellos, «cosas que hayan pasado de verdad».
Este es el punto indicado para darles a leer biografías de hom-
bres ilustres, libros de viajes, y, sobre todo, narraciones de hechos
históricos. Carlyle decía que «la Historia debe de ser la base de
la educación cultural», y aconsejaba que fuese lo primero que se
ofreciese a los que sintieran curiosidad y ansias por saber.
Claro es que no puede establecerse una regla fija en materia
tan compleja como ésta, y en la que rigen factores tan importan-
tes como el gusto personal y la facultad comprensiva. Sin em-
bargo guardándose el orden indicado, se evitará, por lo menos,
que el cerebro del niño lleve a cabo un esfuerzo exagerado, y se
logrará estimular su natural afición a la lectura.
Por otra parte es cosa que preocupa a mucha gente el saber
qué clase de libro conviene ofrecer a la insaciable curiosidad de
los niños, una vez pasada la época en que su imaginación se nutre
de la narración de hechos sencillos y de los cuentos de hadas. A
propósito de estos últimos, hay quien los condena, por opinar
168 El alma del niño

que inculcan en los cerebros infantiles falsos conceptos de vida


que, a su vez, producen desengaños.
Creemos tal temor infundado, entre otras razones, porque a
cierta edad, la vida toda es como un maravilloso cuento de hadas,
y, tarde o temprano, muchos de los aspectos de aquélla nos cau-
san una desilusión que la realidad no logró evitarnos. En cambio
sí hay que hacer una cuidadosa selección de las obras de este
género que se le ofrece a un pequeño. Hay algunos cuentos de
hadas en los que se presentan tipos de horrible crueldad, avaricia
y otros defectos cuya narración puede serle perjudicial a un niño,
débese pues hacer una cuidadosa selección de las obras de este
tipo, que, sin acostumbrar al pequeño a fiar en el azar, peligro
que pudieran también entrañar, sean como una preparación para
ulteriores enseñanzas y lecturas.
Durante la primera etapa de edad de un niño convienen a
éste los cuentos de animales con los que pueden desarrollarse los
sentimientos de amor y protección hacia los seres más débiles e
indefensos.
Pasada la época de los libros de narraciones fantásticas de ha-
das y otras creaciones imaginarias, suelen interesarles a los chi-
cos los libros de aventuras infantiles, de juegos y diversiones que
estén al alcance de sus años y que pueden ser sustituidos por
historias de aventuras y hechos interesantes.
En general los autores de los países nórdicos han tenido más
acierto que los de origen latino para crear una literatura infantil
adecuada. Sus obras son menos complicadas, más imaginativas
que las de los escritores sudeños. Bien es cierto que el género
de literatura más difícil que existe es la que tiene por objeto el
distraer a los pequeños y por añadidura el que mayor responsabi-
lidad moral contiene.
169

XXV. De la risa y el llanto

No hallaremos en la vida armonía más bella que la risa espon-


tánea, sincera y cristalina de un niño.
Para los que, agotada ya el ansia de vivir y la facultad de gozar,
pocas veces sienten el deseo de reír, ese sonido alegre, que brota
burbujeante como el agua de la entraña de los montes, es algo así
como el eco de todas las felicidades pasadas, la condensación de
cuanto hay de puro, de inocente y de bello en el mundo.
Nada hay tan tierno como la risa de un niño, más conmove-
dora aún que su llanto, porque revela la inconsciencia del mal,
el desconocimiento del dolor, y nos hace temblar ante la idea
de lo que significará tal iniciación más tarde. Los niños, como
pequeños peregrinos en el valle de la vida, juegan al sol antes
de emprender la marcha penosa, y su risa es el clarín renovador
que anima a los que se sienten desfallecer ante las asperezas del
camino, es el aviso de que la larga cadena de la continuidad no se
interrumpe, que no surgirá el abismo entre los que son y los que
van a ser sino que la obra emprendida y el sacrificio y el amor de-
rrochados, son bienes que recogerán los que nos siguen siempre.
Asimismo, nada resulta tan acusador como la risa del niño, el
reproche vivo a cuanto hay de falso, de malsano y de malicioso en
el mundo. Ante ella se ocultan humilladas esas muecas que son
las sonrisas de la envidia, de la lujuria, del sarcasmo y el desdén.
En la risa del niño todo es bueno y santo y es necesario que
nosotros contribuyamos y ayudemos a cultivar la bella armonía.
170 El alma del niño

Es indispensable, que como campana de plata sigan repercutien-


do a través de la vida las alegres e inocentes carcajadas. A la ma-
dre, antes que a nadie, corresponde el deber de prolongarlas. No
dejemos que se apaguen antes de tiempo, que las ahuyente la voz
sombría de nuestro mal humor, de nuestros nervios, de nuestras
preocupaciones tantas veces egoístas e infundadas.
Nosotros somos el manantial de donde brota la alegría de los
pequeños y en nuestras manos está el encauzarla y conservarla largo
tiempo, porque la risa del niño no la provocan las riquezas ni la va-
nidad halagada, sino la comprensión y el cariño de los que le rodean.
En cambio hay que trabajar sin descanso para desterrar en lo
posible del mundo esta otra manifestación del sentir del niño,
tan desconsoladora en su absoluta inutilidad: sus lágrimas.
No hay reproche más abrumador que aquel que, envuelto en
su llanto, lanza el niño a la Humanidad.
Con sus lágrimas los chicos reprueban nuestra incompren-
sión, nuestro egoísmo y hasta la existencia, que como supremo
don les hicimos nosotros. Y precisamente porque en el fondo
de la conciencia universal existe la evidencia de que directa o
indirectamente, por colaboración activa o pasiva, contribuimos a
ese malestar y dolor de la infancia, es por lo que tan hondamente
nos afecta el llanto acongojado, las gotas destiladas del sufrir de
las criaturitas, cuyas penas ni siquiera acertamos a comprender.
El llanto del niño es infinitamente más conmovedor que el
del hombre, y sin embargo, ¡cuánto más se hace por aliviar éste!
Y mientras así sea, mientras se desborden incesantemente las
corrientes amargas del dolor infantil, la vida nuestra carecerá
de hondura y de significado. Esas lágrimas del niño nacen casi
siempre del sufrimiento físico. ¿Cómo no contemplarlas con an-
siedad si son lo que puesto en palabras nos preguntamos tantas
veces sin hallar la respuesta, lo que más puede torturarnos? ¿Por
qué existe y por qué es posible el sufrimiento de unos seres en
cuya limitada existencia nada pudo hacer que mereciera seme-
jante castigo?
171

Epílogo
… su madre, empero, guardaba
todas estas cosas en su corazón.
(San Lucas, cap. II)

Era su hijo…
Dióle de niño vida, le arrulló en sus brazos, y sostuvo, con
amor incansable, sus primeros pasos titubeantes e inseguros.
De mozo acarició su frente pura, apartando de ella los rizos
rebeldes para escudriñar los ojos luminosos, en cuyo fondo se
condensaban todas las tristezas del mundo.
Ya hombre, siguióle paso a paso por los montes áridos y los
campos henchidos de grano, y veló su descanso, y atesoró en su
corazón las palabras que, como santa semilla, derramaban los
labios del Predestinado
Y cuando llegó la hora de la suprema inmolación, la Madre,
recogiendo en un último y sobrehumano esfuerzo las energías
agotadas de su alma, lanzóse sobrecogida de espanto tras el
hombre que iba a ser crucificado.
Vióle a lo lejos subir el Calvario. Le rodeaban soldados de faz
amoratada, e irrumpieron en el espacio los insultos, los gritos y
amenazas. El sol primaveral caía de plano sobre la tierra preñada,
liberando de su regazo los capullos y vigorizando los tallos. Los
campos se estremecían de gozo ante el renacer de sus frutos, pero
en el corazón de la Madre había hecho presa el dolor, y sus ojos
llorosos vislumbraban la muerte.
Tendiéronle sobre el leño áspero, alzándole luego para que
todos le contemplaran. Cayó la hermosa cabeza sobre el pecho
buscando reposo, y al fin le halló… Y de la garganta de la Ma-
172 El alma del niño

dre escapáronse los sollozos que retenía aprisionados, y uno tras


otro fueron enlazándose hasta formar la expresión suprema de la
desolación. Como burbujas de agua, amargada por el mal, resba-
laron por las laderas e inundaron los campos y se esparcieron por
el mundo, y poco a poco fueron sumándose a ellas los lamentos
y lágrimas de todas las madres que se quedaban sin hijos o por
ellos penaban y todas se fundieron hasta formar una sola y gi-
gantesca exhalación de dolor que repercute y repercutirá a través
de los tiempos.
Pero de ese mismo dolor nacerá el remedio: porque el amor
de las madres, que es más fuerte que sus pesares todos, se erigirá
algún día contra los que causan éstos, y triunfará de la ignoran-
cia, y de la ambición, y de la maldad, que se oponen a la plena
realización de su obra. Y el día en que los derechos y deberes de
las madres se eleven sobre todos los otros deberes y derechos hu-
manos, halláranse más próximos a la felicidad todos los hombres
porque la paz del mundo se habrá asegurado.

FIN
173

Juicios críticos para el libro


El alma del niño

Bajo el nombre de Ensayos de psicología infantil, nos ofrece Beatriz Ga-


lindo un conjunto de finas observaciones que, como mujer y como ma-
dre, ha recogido de los niños que en torno a ella han vivido. Añadir
que este libro interesa a todos los que de algún modo se preocupan por
el problema de la educación humana y, en especial, a los maestros, me
parece innecesario. El viejo tópico de que para enseñar a los pequeños
bastaban unas cuantas nociones vagas –en cuanto tales sin el más me-
nudo valor– de Gramática, Aritmética o Geografía, ha desaparecido
con el siglo xix. El actual, como mozo impetuoso, ha traído nuevas
exigencias, a las que no han podido sustraerse los maestros.
Ya nadie piensa, o, por lo menos nadie se atreve a decirlo, que la
tarea educativa se hace con el epítome en mano. Si la función peda-
gógica consiste en una serie de actos que tienden a transformar la rea-
lidad dada para convertirla en otra mejor, lo primero será determinar
en labor rigorosísima y exacta lo que esa realidad es, sin pretender de
momento que sea de otro modo, para que llegue en su día a ser lo que
debe. En suma, el educador, antes que nada, ha de reconocer la materia
que, ingenua, se entrega a su solicitud, esto es: el niño. Pero, ¿qué es
el niño? Eso, al parecer, tan conocido, ¿no es la más grave incógnita
que se presenta al educador? A resolverla han acudido, en los últimos
años, una infinidad de libros sobre Paidología y Psicología infantil.
No todos ellos tienen una base científica, pero el esfuerzo no puede
ser más ponderable.
Por otro lado no olvidemos que esta ciencia, o, por lo menos, el
problema que plantea, no es de ayer. En su sugestivo libro Examen de
174 El alma del niño

ingenios, el doctor D. Juan Huarte, dirigiéndose a la majestad del Rey


nuestro señor D. Felipe II, dice que debía establecerse una nueva ley
en virtud de la cual «el carpintero no hiciese obra tocante al oficio del
labrador, ni el tejedor del arquitecto, ni el jurisperito curase, ni el mé-
dico ahogase, sino que cada uno ejercitase sólo aquel arte para el que
tenía talento natural y dejase los demás». Y a fin de que nadie yerre en
elegir lo que a su natural esté mejor, aconseja que haya diputados que
en la primera edad descubran cada uno su ingenio y le haga estudiar
por fuerza la ciencia que le conviene, sin dejarlo a su elección.
Si todos los hombres tienen igual inteligencia al nacer, ¿de qué
provienen sus diferencias? «Del temperamento», se contesta Huarte.
Viviendo los hombres en distintas regiones, frías, templadas, etcéte-
ra, y comiendo diferentes manjares, se originan los tipos flemáticos,
coléricos, melancólicos, etcétera. Si todos los hombres fuesen equili-
brados y viviesen en regiones templadas, todos tendrían unos mismos
conceptos. Pero viviendo en regiones destempladas no es posible de-
jar de estar enfermos, y padeciendo todos diferente enfermedad, cada
uno forma su juicio conforme a la enfermedad que padece. Mas, por
fortuna, al debilitarse una potencia, se fortifica la contraria. Así, al
crecer la memoria, falta el entendimiento, y viceversa, y así, en muchas
otras, exceden los destemplados a los templados, porque éstos tienen
capacidad para todas las ciencias, aunque con cierta mediocridad, y,
en cambio, aquéllos la tienen para una y no más, «a la cual, si se dan
con certidumbre y la estudian con cuidado, harán maravillas en ella».
De modo que, según el pensar del doctor Huarte, es necesario que
el hombre sepa qué enfermedad es la suya y a qué ciencia corresponde
en particular; porque con ésta alcanzará la verdad y con las demás sólo
hará juicios disparatados.
Como vemos, el problema se plantea hoy de muy diferente ma-
nera. Porque el educador frente al discípulo, no sólo ha de laborar en
vista de sus condiciones fisiológicas, sino muy especialmente teniendo
en cuenta todo el contenido espiritual de su conciencia, su interior
estructura, su unidad final; en suma, lo que llamaríamos el espíritu
humano. Pero no perdamos de vista que nosotros, en cuanto maestros,
no tenemos que educar al hombre en general, sino al individuo dado,
Juicios críticos para el libro El alma del niño 175

al muchachito que a las nueve de la mañana penetra en el recinto es-


colar con aptitudes determinadas y limitadas, bajo circunstancias de
tiempo especiales, trayendo en su diminuto corazón el compendio
de la familia y del medio social a que pertenece, en el cual influyen de
modo incalculable los sucesos casuales de cada momento.
La Psicología se pregunta, por tanto, en qué medida la ley general
de la educación humana encuentra empleo en una situación determi-
nada sobre el individuo dado y cómo se especifica al aplicarla. Claro
está que cada especificación del trabajo educador de hecho sólo puede
ser aprendida en la práctica misma; pero necesita de un fundamento
teórico que ha de ser colocado previamente. Ese fundamento es el
mismo en la práctica que en la teoría; pero en la práctica no se pregun-
ta qué ocurre siempre y en general, sino sólo lo que se debe hacer en
este caso particular. Por ejemplo: qué se puede alcanzar en esta clase,
dada la capacidad de estos alumnos, con este grado de atención logra-
da, etc., etc. No lo que se debe alcanzar, sino lo que se puede alcanzar;
y lo que se puede alcanzar con el esfuerzo mínimo.
Investigar esto es tarea de la psicología infantil ayudada por la fi-
siología del cerebro. A medida que estas investigaciones se enrique-
cen, adquieren una significación más y más honda en el campo de la
pedagogía. Pero no se les puede reconocer un valor absoluto, aunque
sí importante; porque no podemos hacer a un alumno objeto de una
investigación experimental psicológica, sin que antes obremos sobre
él pedagógicamente. Por otro lado, como la psicología experimental
responde sólo a cuestiones determinadas y bajo ensayos personales,
tendría que investigar el maestro en cada uno de sus alumnos, con lo
cual, el trabajo educativo de la clase se destrozaría, en parte, al no pro-
ponerse más que un fin práctico: el de la investigación. Y cuanto más
se tomase este fin como principal, tanto más estaría en lucha con el
verdadero fin de la educación. Un ejercitado maestro, suficientemente
observador en su actividad educadora, saca el mayor rendimiento en
sus experimentos de las pruebas personales que espontáneamente le
brinda el alumno.
De los mil motivos cambiantes que éste ofrece, nace la psicología
natural, que reconoce como base la sagacidad del educador, fortifica
176 El alma del niño

en el trato continuo de éste con el espíritu del niño. Este es el arte


psicológico del maestro que nosotros preferimos, especialmente cuan-
do está avalorado por la cultura y enriquecido por la gracia, ese don
divino que la vocación otorga de tarde en tarde a sus elegidos.
¿Cómo no estimar entonces, en su justo valor, las observaciones
que en el alma del niño han ido recogiendo los demás con la generosa
intención de prestar ayuda eficaz en la labranza espiritual que tantas
veces, por desdicha, realiza el maestro a ciegas y sin rumbo?
María de Maeztu

Si en España existiese el título de doctora en Pedagogía, la autora


de El alma del niño se habría hecho acreedora a él con sólo este libro.
Porque no es, ciertamente, más pedagogo, en el sentido práctico de la
palabra, el que devora más tratados de esa ciencia de la educación en
centros oficiales y sale de éstos con pomposos títulos, sino el que por
un elevadísimo sentimiento –como el de la ilustre escritora señora de
Oyarzábal de Palencia– fija su atención en el niño para realizar en el
mismo un análisis antropológico admirable, despojado de toda pasión,
de toda tendencia, de todo prejuicio y de todo aparato exhibitivo.
Con su peculiar técnica literaria, en la que fulguran la veracidad,
la elegancia, la delicadeza, y la fuerza persuasiva, puntualiza la autora
de esta obra cuanto personalmente ha observado y estudiado en los ni-
ños, aportando con su meritísimo trabajo nuevos elementos a la ciencia
experimental educativa.
No hay gesto, no hay rasgo, no hay modalidad psicológica que la
señora de Oyarzábal no haya sorprendido en el niño para razonar a
base de la espontaneidad y actividad infantiles.
Los que llevamos no escaso número de años en continuo contacto
con el mundo integrado por los bellos muñecos humanos, al leer el libro
de esta española, orgullo legítimo de nuestro país, por su vasta e in-
tensa cultura y por el envidiable puesto que ya ocupa en las cumbres
intelectuales de nuestra patria; al admirar, repetimos, el contenido
de sus páginas faltaríamos a un imperativo de nuestra conciencia si
no encareciésemos su lectura a cuantos se dedican a la enseñanza y a
Juicios críticos para el libro El alma del niño 177

cuantos padres de familia saben estimar el alto precio de todo brillante


rayo de luz enfocado hacia la niñez y destinado a servir de guía a los
que sobre sí llevan, por su condición social, la sagrada responsabilidad
de enderezar sus esfuerzos hacia el perfeccionamiento de los futuros
hombres.
La señora de Oyarzábal de Palencia viene, además, a colocarse
con su libro El alma del niño en el punto preciso que han abandonado
extremistas como Palmerston y Van Tritcht, así como a neutralizar
los dañosos romanticismos de aquellos que, al ocuparse del niño, más
parecen preocupados por la reserva mental de ser ellos mismos con-
ceptuados como dechados de ternura, que interesados en prestar un
señalado servicio a la causa educativa.
Efusivas felicitaciones merece la distinguida escritora de Oyarzá-
bal de Palencia por su precioso libro; y, por mi parte, se la otorgo con
la gratitud del que se ha visto favorecido con tan provechosas como
inolvidables lecciones.
Benita Asas Manterola

Se interesa por el alma del niño Beatriz Galindo, pseudónimo que nos
habla de una inteligencia luminosa aplicada al bien de la sociedad es-
pañola, y de una ternura exquisita puesta al servicio de los males que
sufrimos y para ver de remediarlos. Sólo el propósito de escribir esta
obra merece alabanzas; el de dar cumplimiento al deseo arrancará elo-
gios a quienes se sientan más reacios para aplaudir.
El más importante de nuestros problemas es el de la niñez, lo mis-
mo para lo físico que para lo espiritual. En los niños está la clave
de nuestra suerte futura. La decadencia fisiológica de la raza podrá
contenerse y convertirse en resurgimiento y poderío, si ponemos en
la puericultura nacional cuantos recursos estén a nuestro alcance. El
triunfo futuro del alma española, diseminada por la Tierra entera, será
indiscutible si sabemos infundir a las generaciones que nacen la fuerza
necesaria para que sean dignas de su origen histórico.
Los viejos y maduros, acaso buena parte de los que aún son jóvenes,
difícilmente se acomodarán a las exigencias de los tiempos presentes.
178 El alma del niño

Hay que dejarles cumplir sus respectivos destinos como Dios les dé
a entender. Pero, en cambio, es preciso esforzarse en provecho de las
criaturas, que son el anuncio de los hombres del mañana. La nación
entera, con todos sus recursos de carácter material y morales, aplíque-
se a la obra fundamental de crear vigor físico, caracteres templados
e inteligencias diestras y nutridas. En ello, en conseguirlo, está que
España triunfe, pues todo lo demás ha de dársele por añadidura.
Por lo mismo, el intento de Beatriz Galindo debe ser elogiado. Su
labor constante en el periódico, y la que ahora completa en el libro, es
digna de aplauso. Quisiera poseer una gran autoridad para emplearla
en honor de esta notable escritora, que en vez de lanzarse a las aven-
turas de la imaginación, gusta de servir a la realidad, madre y señora
del noble vivir.
J. Francos Rodríguez

Beatriz Galindo, la notable escritora que, con aplauso público, ha pro-


ducido obras literarias de varios géneros, ha dedicado también su es-
píritu observador y su pluma elegante y flexible a un estudio de Psi-
cología infantil.
Titúlase este libro, como el de Preyer, El alma del niño, y apenas si
hay necesidad de decir que nuestra autora no ha pretendido escribir
una obra didáctica de valor técnico, después de haber hecho ensayos
de laboratorio, ni tampoco aducir datos sistemática y metódicamente
anotados con propósitos científicos, como el famoso autor alemán. La
técnica paidológica y psicológica de Beatriz Galindo es la de su exqui-
sita sensibilidad aplicada al niño, y su laboratorio, el de la misma vida
social, que ella conoce maravillosamente.
Por esto, el nuevo volumen es un estudio psicológico y social, sin
más aparato científico que el espíritu delicado de una mujer de talento,
dedicada a observar atentamente al niño para referir el estudio a su
educación provechosa y al mejoramiento del medio en que el admira-
ble fenómeno se produce.
No es posible que dos entendimientos aplicados a un mismo objeto
estén absolutamente identificados en lo que de él aprehenden: la mis-
Juicios críticos para el libro El alma del niño 179

ma variedad natural de los intelectos, la diversidad de procedimientos


de investigación y hasta la diferencia en la cantidad de tiempo dedica-
do al trabajo hacen que un mismo objeto de estudio produzca en varias
personas juicios discrepantes, cuando no de oposición, y, por esto, no
sólo deben darse por supuestas reservas doctrinales sobre ideas y nor-
mas de criterio que este libro aborda con notoria decisión, sino hasta
alguna latente controversia, que no tendría expresión propia en este
lugar.
De todas suertes, y cualquiera que sea el juicio que se forme sobre
el espíritu dominante de estos Ensayos de psicología infantil, siempre
resultará «amable y plausible» para las personas de buena voluntad que
a este campo se acerquen, animadas de excelsos propósitos, escritores
de tanta cultura y valía como Beatriz Galindo.
R. Blanco y Sánchez
20 Junio 1921
181

Í N DIC E

SUMARIO 5

AGRADECIMIENTOS 7

PRÓLOGO 9
Isabel Oyarzábal Smith (Málaga, 1878-Ciudad
de México, 1974) 11
La educación en España hacia 1920 27
El alma del niño. Ensayos de psicología infantil 37
Bibliografía 50

EL ALMA DEL NIÑO


ENSAYOS DE PSICOLOGÍA INFANTIL
ISABEL OYARZÁBAL SMITH (BEATRIZ GALINDO) 53

DEDICATORIA 55

SANTOS AVISOS 57

PRIMERA PARTE. DEFECTOS QUE SON


FUERZAS EN POTENCIA 61
Preámbulo 63
I. La madre y el hombre de mañana 66
II. La vanidad 74
182 El alma del niño

III. La terquedad 78
IV. La curiosidad 82
V. La envidia 86
VI. La ira 90
VII. El egoísmo 94
VIII. La falta de probidad 97
IX. La ingratitud 100
X. La crueldad 104
XI. La falta de generosidad 107
XII. El miedo y la cobardía 110
XIII. La mentira 114

SEGUNDA PARTE. LAS FUENTES


DE LA EMOCIÓN 119
XIV. El sentimiento patriótico 121
XV. Del sentimiento religioso 125
XVI. El instinto de libertad 129
XVII. El instinto del pudor 133
XVIII. La individualidad 137
XIX. El sentido de la lógica 141
XX. El concepto del derecho 146
XXI. El sentimiento estético 150
XXII. De la propia conmiseración 154
XXIII. El castigo 159
XXIV. Los juegos 165
XXV. De la risa y el llanto 169

EPÍLOGO 171

JUICIOS CRÍTICOS PARA EL LIBRO


EL ALMA DEL NIÑO 173
Concepción Bados Ciria

Doctora en Filología Hispánica y Master of Arts


(Universidad de Washington-Seattle) es profesora ti-
tular de la Facultad de Formación de Profesorado y
Educación de la Universidad Autónoma de Madrid,
donde imparte clases de didáctica de la lengua y la
literatura en lengua española. Sus áreas de investiga-
ción se centran en la enseñanza de ELE, los estudios
de género, las narrativas autobiográficas y la educa-
ción intercultural.
Es autora de cuatro manuales destinados a la ense-
ñanza de ELE (Textos literarios y ejercicios I, II, III, IV,
2001) y de la obra Literatura y cine (2001). Es coautora
de La mujer en los textos literarios: antología didáctica
(2007), Voces femeninas: hacia una nueva enseñanza de
la literatura (2008) y Voces de mujeres en la literatura
centroamericana (2012). Ha publicado más de un cen-
tenar de artículos y reseñas en diferentes revistas na-
cionales y extranjeras y ha traducido, del inglés, entre
otras obras, Escritos (1940-1948). Literatura y política,
de George Orwell (2001). Ha impartido cursos y se-
minarios como invitada en universidades de Estados
Unidos, Túnez, Ghana, México, Argentina, Nicara-
gua, El Salvador, Honduras, Polonia, Hungría, Por-
tugal, Francia e Italia. Colabora habitualmente con
distintas universidades españolas, entre ellas la de
Córdoba, como miembro del grupo de investigación
Solarha.
El alma del niño. Ensayos de psicología infantil se presenta como un tratado
propio de una investigadora avanzada en materias de psicología, pedagogía
y paidología. El método de investigación propuesto por Isabel Oyarzábal
(con el seudónimo de Beatriz Galindo) combina los propios de la psicología
experimental y naturalista, en boga en las primeras décadas del siglo xx,
con los de lo que hoy conocemos como psicología evolutiva, para la que un
ámbito familiar dialogante y estable, en el que se confrontan las emociones
y los impulsos mediante la comunicación, juega un papel de máxima rele-
vancia en el desarrollo cognitivo y emocional del niño.
Esta obra es, además, una muestra de la modernidad de una mujer de-
dicada, tanto en lo personal como en lo profesional, a la búsqueda de
soluciones progresistas para solventar los conflictos educativos. El alma
del niño describe y enumera, desde un punto de vista experimental, las
cualidades y las virtudes, también los defectos y los vicios infantiles desde
la más temprana edad. En todo momento sugiere evitar el castigo, las
reprimendas y la violencia ante las muestras infantiles de algunos de los
defectos tratados; antes bien, propugna el razonamiento dialogado, la pa-
ciencia y la comprensión; admite que es positivo descender al nivel de los
niños al hablar con ellos, y en cualquier caso, aconseja mostrarles amor,
seguridad y protección.
La obra denuncia la miserable situación de la gran mayoría de madres
españolas en los años veinte y no solo aboga por una mejora en el plano
legislativo en lo que respecta al trabajo femenino, sino que, además, su-
giere la necesidad de la conciliación familiar y profesional para las madres,
un asunto de capital importancia  que sería objeto de máxima atención
en  nuestro país algunas décadas más tarde.
Esta nueva edición, dirigida especialmente a padres y maestros, así
como a los educadores comprometidos con el desarrollo integral de sus
alumnos, recupera un período imprescindible de la historia de España en
el ámbito educativo porque anticipa, de acuerdo a la metodología importa-
da de Europa, la inmensa revolución
pedagógica llevada a término en sue-
lo español durante la II República en
materia de educación.

Escuela pública de Aliud (Soria) en 1932

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