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Textografia de La Guerra en Alfredo Mola PDF
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Felipe Martínez-Pinzón
New York University
e ideólogo de las guerrillas del Llano, Eduardo Franco, da una primera versión
de la vida de Giraldo (Franco 37), congelada en el tiempo, por así decirlo, en
medio de las confrontaciones con el gobierno conservador. Al contar la historia
de Giraldo nuevamente, Molano ratifica un gesto que es su poética: una vida
son muchas historias superpuestas, donde importa más el momento desde el
cual se cuentan, que los momentos contados que componen esa vida. Es decir,
la vida de Giraldo es otra si se la cuenta desde 1954, como es el caso de Franco, a
si se la cuenta desde 1989 como es el caso de Molano. El punto de llegada de la
vida a la literatura es el punto de partida de la historia, lo cual hace de cada
relato una unidad distinta e individual. Al modular una versión diferente a la de
Franco, de la mano (o de la voz) de Giraldo, Molano decide deshacer el rigor
histórico y entrar en la literatura, diseminando la aparente unidad de una sola
vida narrada. Molano hace del archivo una versión más.
En “Vida del capitán Berardo Giraldo...”, Molano sólo cuenta con la voz de
un sobreviviente de la violencia de los cincuenta para construir su relato. La voz
del protagonista es un hilo ya tenue que nos transporta, como lectores, casi
cuarenta años atrás desde la publicación del texto de Molano en 1989.
Recordemos que cuando Molano habla con Giraldo, el guerrillero liberal ya es
un hombre al borde de la ceguera, sin manos, alcanzado por la vejez. El acto de
escritura en Molano, el proceso de oír que le antecede y lo constituye, es
entonces un proceso de reconstitución, de restitución de lo perdido a un cuerpo
que vive la historia de Colombia como una lenta evolución en la pérdida.
Recordar a viva voz se materializa en la escritura y hace de ésta una práctica que
le devuelve lo perdido a Girado, como una presencia que es ausencia. Una
totalidad precaria nos muestra la vida de un hombre reconstruida para verla
nuevamente perderse. Primero, se va la infancia y la madre, se pierde la vista y
por último las manos. Contar es ganar para perder nuevamente en la guerra a
los amigos, a los compañeros, las manos y la vista, para finalmente perder su
historia y dársela a la letra escrita. Es la pérdida final del poder de la oralidad
domesticada por la tradición escrita. Una victoria pírrica para la literatura, si se
tiene en cuenta, como vimos, que Molano es el primero en sostener que pasar
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por escrito una vida es capturarla –y tal palabra se me escapa– tan solo en uno
de sus fluviales momentos.
La pérdida como punto de arranque para la reconstitución a partir del
relato, por una parte, habla del poder reparador de contar, del bálsamo que hay
en recordar, hablar, narrar. Por otra parte, para lograr construir esta poética del
storytelling, Molano debe construir la primera persona de Giraldo desde la
soledad absoluta, una voz que habla desde la oscuridad y que no apela a un tú, a
un nosotros colectivo, sino a un ellos, los del otro bando, los chulavitas1, los
conservadores, siempre detenidos en los años cincuenta. Así, los referentes de
Giraldo construyen una comunidad arrojada contra sí misma, pero conectada
multitudinariamente por ríos, afluentes, pueblos, piesdemonte y ensenadas que
marcan un espacio profusamente nombrado. En los textos de Molano el
nombre repetido es la textualización del movimiento que es la guerra y, por
ende, la exposición para la comunidad de la opalescencia de la geografía
nacional que está al mismo tiempo lejana, desconocida y profusa, pero interco-
nectada hasta llevar la guerra a Bogotá.
Mirar una página donde se verbaliza la guerra en Molano es leer un mapa
pasado en tinta. La profusión de nombres es imposible de ignorar. Tan sólo un
ejemplo: “Dúmar [Aljure] tuvo que replegarse al Ariari. Guadalupe [Salcedo],
cuando lo destacó para reemplazar a Héctor Morales, le dio mando desde San
Juan de Arama hasta San José de Guaviare y desde San Martín hasta la Maca-
rena” (Molano Siguiendo el corte 110). Los nombres nomadizan una geografía
que, por su naturaleza, es sedentaria. Y por otra, la función de los nombres, para
el lector, no intenta alfabetizar una geografía, sino precisamente hacernos
perder en ella, lo cual implica, a un tiempo “guerrillerizarla” haciéndola móvil
pero también amenazante, lugar del escondite y del ataque.
El texto de Molano mapea un territorio desconocido todavía para buena
parte del país. Un mapeo que es conocimiento pero también amenaza. Al prin-
cipio del relato de Giraldo, el escritor decide intercalar una progresión de mapas
1
Policía política a órdenes del gobierno conservador de Mariano Ospina Pérez (1946-1950) y de Laureano
Gómez (1950-1953).
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lejana, desconocida pero entendida como parte de ese mapa que el propio Mo-
lano inserta en sus textos.
Esta particular textografía molaniana construye una estética de movimien-
tos entre fragmentación/unión, que no permanece inmóvil en los Llanos o en las
selvas. Su poder nómada quiere llegar hasta las ciudades para integrarlas en el
movimiento desintegrador de la guerra. He ahí el poder político de los textos de
Molano, constituir un público lector citadino hasta el cual llega esta geografía
quebrada, pero que al mismo tiempo se presenta con herramientas que la hacen
comunitaria. Me refiero, claro, a esos mapas de los que hablaba más arriba, pero
también a las fotos, a los prólogos y los glosarios que traen sus libros, todas ellas
gramáticas, telescopios o prismas para lectores urbanos como nosotros. Si los
lugares en el mapa nos ponen los espacios a distancia, acercándolos a Bogotá,
por ejemplo, los glosarios –esos apéndices reterritorializadores, al decir de
Graciela Montaldo (131)– traducen, en el sentido de trasladar o transportar, una
experiencia y una geografía al lugar de la lectura. La máquina traductora del
glosario es también una máquina del espacio: hace viajar lugares.
Siguiendo el corte, a diferencia de otros libros de Molano como Aguas Arriba
o Trochas y Fusiles, no cuenta con un epílogo. Usualmente en ellos, rápida-
mente, como borrando ominosamente la distancia de la vuelta del Llano o la
selva a la ciudad, Molano escribe cosas como ésta, que encontramos en Selva
adentro (1987): “Esa misma tarde regresamos [él y su equipo expedicionario] a
San José [del Guaviare], y a la mañana siguiente estábamos en Bogotá” (133). El
borramiento de los innumerables nombres entre San José del Guaviare y Bogotá
se salta la guerra –obviando la geografía–, pero también acerca dos espacios
aparentemente segregados, el de la acción y el de la recepción, la guerra en la
selva y la lectura en la ciudad. Nomadizar la geografía al punto, no ya de difu-
minarla en nombres, sino de alisarla –en términos de Deleuze y Guattari– es
llevar la guerra a las ciudades, cercar a Bogotá, y hacerla partícipe del mapa. Y
eso no es otra cosa que cumplir con la definición que su personaje, Berardo Gi-
raldo, da sobre la guerra: “La guerra es como un río en que uno no puede hacer
pie, hay que echar hacia adelante buscando salir a cualquier orilla” (Molano 37).
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Obras citadas