Está en la página 1de 9

!

TEXTOGRAFÍA DE LA GUERRA EN ALFREDO MOLANO

Felipe Martínez-Pinzón
New York University

En los agradecimientos al libro Trochas y fusiles (1994), el escritor colom-


biano Alfredo Molano (1940-) escribe: “Escuchar es una manera olvidada de
mirar” (11). En tal desplazamiento de los sentidos se cifra su poética. El oído que
ve es una doble imagen desde la cual escenificar, por una parte, una crítica al
Estado colombiano y, por otra, dibujar un retrato del intelectual en guerra. El
Estado colombiano como una entidad que es ciega, pero también sorda y muda
frente a sus zonas de colonización y de guerra es un viejo tópico de la literatura
colombiana. Desde los viajes de Honda a Cartagena de J. M Samper en su
tránsito hacia Europa (1962), o la fuga del letrado Santiago Pérez Triana en de
Bogotá al Atlántico (1897), pasando por el envío literario al centro capitalino
escenificado en La vorágine (1924) y la vuelta del imaginario riveriano a las
selvas del Putumayo en la guerra colombo-peruana (1932-1933) en 180 días en
el frente (1934), de Arturo Arango Uribe, el cuerpo carente del Estado colom-
biano se ve reflejado en la proliferación de cuerpos que exhiben la pérdida: de la
tierra hasta la vida.
Al contrario del cuerpo carente del Estado colombiano, el intelectual se erige
como quien, otra vez desde la pérdida, hace de la literatura, o del storytelling, en
el caso de Molano, una práctica de reconstitución de vidas y cuerpos que
exhiben la pérdida, de ensamblaje de espacios/lugares sobre una geografía opa-
lescente, para devolvérnosla a los lectores como lo contrario: ganancia, apren-
2

dizaje, epistemología, comunidad. Quiero llamar textografía al esfuerzo mola-


niano por construir, desde relatos, mapas, glosarios, fotos, prólogos, una ficción
de totalidad precaria que exhibe su completitud fugazmente para mostrarnos su
invalidez, su debilidad, a través de la guerra. Es la promesa de un país en paz,
contado desde su dolorosa imposibilidad en la guerra.
Para ello quiero centrarme en uno de los muchos relatos orales que Alfredo
Molano decide transcribir. “Vida del capitán Berardo Giraldo, también cono-
cido como el Tuerto” es un relato que abre el libro Siguiendo el corte: relatos de
guerras y de tierras, de 1989, y solamente es concluido en 1993, en el relato “18
de diciembre” del libro Así mismo, donde se cuentan los años de vejez del
protagonista. Posiblemente por vicisitudes editoriales, es un relato que aparece
cercenado en dos libros y separados por varios años, lo cual ya textualiza la
poética que quiero mostrar. La historia de Berardo Giraldo, como muchas de las
de Molano, es el relato de un colono fugado de la violencia política de los años
cincuenta en los Andes colombianos, que viaja hacia los Llanos y las selvas en
busca de reconstruir su vida y hacer empresa como aserrador. Sin embargo, la
guerra o la chipa, como él la llama, “lo envuelve” y se hace guerrillero liberal,
lucha en contra del gobierno conservador, para finalmente recibir el indulto que
Guadalupe Salcedo, líder de las guerrillas, negocia a sus espaldas con el gobierno
del dictador Gustavo Rojas Pinilla (1953-1957). Giraldo presencia la muerte
violenta de copartidarios llaneros como Dúmar Aljure, Eliseo Velásquez o el
mismo Salcedo. Posteriormente dirige la colonización en parte del Ariari y
termina sus días en Granada (Meta), ciego y sin manos debido a un accidente de
pesca con dinamita (Molano, Así mismo 137).
El relato de Giraldo comienza haciendo referencia a la existencia previa de la
historia que allí se cuenta. Es decir, Molano está escribiendo una historia ya
contada, oída y escrita. Cito: “[l]a primera vez que recordé mi vida [dice Giraldo
y escribe Molano] fue cuando se la conté a Eduardo Franco en Maní, en la
cantina de Luis Escobar, donde habíamos ido a parar con el viejo Jacobo Bar-
bosa...” (Molano, Siguiendo el corte 21). La referencia es ineludible. Se trata del
libro Las guerrillas del Llano (1954), de Eduardo Franco Isaza. Allí, el guerrillero
3

e ideólogo de las guerrillas del Llano, Eduardo Franco, da una primera versión
de la vida de Giraldo (Franco 37), congelada en el tiempo, por así decirlo, en
medio de las confrontaciones con el gobierno conservador. Al contar la historia
de Giraldo nuevamente, Molano ratifica un gesto que es su poética: una vida
son muchas historias superpuestas, donde importa más el momento desde el
cual se cuentan, que los momentos contados que componen esa vida. Es decir,
la vida de Giraldo es otra si se la cuenta desde 1954, como es el caso de Franco, a
si se la cuenta desde 1989 como es el caso de Molano. El punto de llegada de la
vida a la literatura es el punto de partida de la historia, lo cual hace de cada
relato una unidad distinta e individual. Al modular una versión diferente a la de
Franco, de la mano (o de la voz) de Giraldo, Molano decide deshacer el rigor
histórico y entrar en la literatura, diseminando la aparente unidad de una sola
vida narrada. Molano hace del archivo una versión más.
En “Vida del capitán Berardo Giraldo...”, Molano sólo cuenta con la voz de
un sobreviviente de la violencia de los cincuenta para construir su relato. La voz
del protagonista es un hilo ya tenue que nos transporta, como lectores, casi
cuarenta años atrás desde la publicación del texto de Molano en 1989.
Recordemos que cuando Molano habla con Giraldo, el guerrillero liberal ya es
un hombre al borde de la ceguera, sin manos, alcanzado por la vejez. El acto de
escritura en Molano, el proceso de oír que le antecede y lo constituye, es
entonces un proceso de reconstitución, de restitución de lo perdido a un cuerpo
que vive la historia de Colombia como una lenta evolución en la pérdida.
Recordar a viva voz se materializa en la escritura y hace de ésta una práctica que
le devuelve lo perdido a Girado, como una presencia que es ausencia. Una
totalidad precaria nos muestra la vida de un hombre reconstruida para verla
nuevamente perderse. Primero, se va la infancia y la madre, se pierde la vista y
por último las manos. Contar es ganar para perder nuevamente en la guerra a
los amigos, a los compañeros, las manos y la vista, para finalmente perder su
historia y dársela a la letra escrita. Es la pérdida final del poder de la oralidad
domesticada por la tradición escrita. Una victoria pírrica para la literatura, si se
tiene en cuenta, como vimos, que Molano es el primero en sostener que pasar
4

por escrito una vida es capturarla –y tal palabra se me escapa– tan solo en uno
de sus fluviales momentos.
La pérdida como punto de arranque para la reconstitución a partir del
relato, por una parte, habla del poder reparador de contar, del bálsamo que hay
en recordar, hablar, narrar. Por otra parte, para lograr construir esta poética del
storytelling, Molano debe construir la primera persona de Giraldo desde la
soledad absoluta, una voz que habla desde la oscuridad y que no apela a un tú, a
un nosotros colectivo, sino a un ellos, los del otro bando, los chulavitas1, los
conservadores, siempre detenidos en los años cincuenta. Así, los referentes de
Giraldo construyen una comunidad arrojada contra sí misma, pero conectada
multitudinariamente por ríos, afluentes, pueblos, piesdemonte y ensenadas que
marcan un espacio profusamente nombrado. En los textos de Molano el
nombre repetido es la textualización del movimiento que es la guerra y, por
ende, la exposición para la comunidad de la opalescencia de la geografía
nacional que está al mismo tiempo lejana, desconocida y profusa, pero interco-
nectada hasta llevar la guerra a Bogotá.
Mirar una página donde se verbaliza la guerra en Molano es leer un mapa
pasado en tinta. La profusión de nombres es imposible de ignorar. Tan sólo un
ejemplo: “Dúmar [Aljure] tuvo que replegarse al Ariari. Guadalupe [Salcedo],
cuando lo destacó para reemplazar a Héctor Morales, le dio mando desde San
Juan de Arama hasta San José de Guaviare y desde San Martín hasta la Maca-
rena” (Molano Siguiendo el corte 110). Los nombres nomadizan una geografía
que, por su naturaleza, es sedentaria. Y por otra, la función de los nombres, para
el lector, no intenta alfabetizar una geografía, sino precisamente hacernos
perder en ella, lo cual implica, a un tiempo “guerrillerizarla” haciéndola móvil
pero también amenazante, lugar del escondite y del ataque.
El texto de Molano mapea un territorio desconocido todavía para buena
parte del país. Un mapeo que es conocimiento pero también amenaza. Al prin-
cipio del relato de Giraldo, el escritor decide intercalar una progresión de mapas

1
Policía política a órdenes del gobierno conservador de Mariano Ospina Pérez (1946-1950) y de Laureano
Gómez (1950-1953).
5

de Colombia que hacen un zoom-in en la zona donde ocurre la narrativa


(Molano Siguiendo el corte 30, 32, 35). El acercamiento que brindan los mapas
se lleva a cabo desde una panorámica generalizadora –el mapa de Colombia–
hasta un mapa de la región específica en la que ocurren los hechos de la crónica.
Es un viaje [an]alfabetizador para el lector no sólo extranjero, sino, de forma
más significativa, para el lector colombiano. En términos de De Certeau, Mola-
no hace del lugar (lieu) un espacio (space) pues “a space is a practiced place” (De
Certeau 117). Mientras “[s]pace is composed of intersections of mobile ele-
ments”, un lugar “is an instantaneous configuration of positions. It implies an
indication of stability” (117). Irónicamente el lugar practicado que se hace
espacio, contado/practicado desde la voz del guerrillero liberal, textualiza la
amenaza de un espacio que sigue siendo lugar para la vasta mayoría de la
comunidad nacional. He ahí el gesto político de Molano: hay un país tumul-
tuosamente habitado, vivido y luchado cuyo nombramiento hace palpable una
presencia que es ausencia: la tenue factura de la comunidad nacional.
Los mapas que adjunta Molano al texto son la evidencia progresiva de cómo
un lugar se comienza a transformar en espacio, desde el lugar límite con el silen-
cio –el mapa sin siquiera ciudades, el lugar perfecto, pura geometría (Molano
Siguiendo el corte 30)– pasando por el lugar que comienza a hablar al ser
nombrado (Molano Siguiendo el corte 32, 35), pero que todavía ocupa un orden
en el mapa, hasta el espacio en sí mismo, imposible de ver en el mapa, porque ya
está totalmente desordenado, visto en primera persona, practicado en la
escritura oral: el texto de Molano. No es una casualidad que los textos de Mola-
no lleven los títulos que hoy los identifican. Algunas de sus compilaciones de
crónicas y relatos se llaman Aguas arriba (1990), Selva adentro (1987) o
Siguiendo el corte. Todos ellos son nombres que implican un anhelo por fundar,
seguirle el rastro al colono y llegar a lugares que no han sido transformados en
espacio todavía, para hablarlos, escucharlos y escribirlos/inscribirlos en la
narrativa nacional. El texto de Molano se lleva consigo el movimiento que hace
del lugar espacio. Se mueve hacia arriba por los ríos, hacia adentro por la selva,
hacia los llanos por el corte.
6

En un plano más general y problemático, hay en los textos de Molano una


invasión del letrado de la ciudad hacia el campo, de la letra escrita que fagocita
la letra oral. Pero solamente de manera aparente, porque la escritura de Molano
es precisamente el dispositivo que le da la vuelta a esta consabida operación
modernizadora. La textualización de la geografía opalescente de una nación sin
Estado o de un país en guerra es la escenificación de la invasión de un país rural
y en conflicto, sobre otro, urbano y ensimismado, que no conoce o se niega a
conocer, indolente, lo que lo rodea. Es el lugar hecho espacio a través de la lite-
ratura lo que se nomadiza y viaja en busca de su público lector en las capitales.
Al igual que en La vorágine (1924), los textos de Molano son regiones en mar-
cha que buscan invadir –no ya de las selvas del Casiquiare pasando por Manaos
a Bogotá–, sino los centros urbanos desde el Llano y la Boca de Monte.
En efecto, el proyecto de Molano no encaja dentro de lo que veía Angel
Rama que hacía la tradición oral administrada desde la ciudad letrada. Es decir,
el eterno problema político de sumar la oralidad a la tradición nacional disci-
plinándola, poniéndola a órdenes de un proyecto de nación. Escribe Rama:

La constitución de la literatura, como discurso sobra la formación, composi-


ción y definición de la nación…, implicaba asimismo una previa homogeni-
zación e higienización del campo, el cual sólo podía realizar la escritura…
[La ciudad letrada] [a]bsorbe múltiples aportes rurales, insertándolos en su
proyecto y articulándolos con otros para componer un discurso autónomo
que explica la formación de la nacionalidad… (74)

En la lectura de los textos de Molano no hay la explicación de la formación


de la nacionalidad, sino la escenificación de su permanente disolución sin
momento previo de unidad. O si se quiere, y por eso sus textos son hermosos
pero incómodos, en sus relatos está presente la guerra como conglomeración de
referentes geográficos que a un tiempo nos unen y nos apartan. La guerra en
Molano hace inteligible una geografía nacional que al mismo tiempo nos parece
7

lejana, desconocida pero entendida como parte de ese mapa que el propio Mo-
lano inserta en sus textos.
Esta particular textografía molaniana construye una estética de movimien-
tos entre fragmentación/unión, que no permanece inmóvil en los Llanos o en las
selvas. Su poder nómada quiere llegar hasta las ciudades para integrarlas en el
movimiento desintegrador de la guerra. He ahí el poder político de los textos de
Molano, constituir un público lector citadino hasta el cual llega esta geografía
quebrada, pero que al mismo tiempo se presenta con herramientas que la hacen
comunitaria. Me refiero, claro, a esos mapas de los que hablaba más arriba, pero
también a las fotos, a los prólogos y los glosarios que traen sus libros, todas ellas
gramáticas, telescopios o prismas para lectores urbanos como nosotros. Si los
lugares en el mapa nos ponen los espacios a distancia, acercándolos a Bogotá,
por ejemplo, los glosarios –esos apéndices reterritorializadores, al decir de
Graciela Montaldo (131)– traducen, en el sentido de trasladar o transportar, una
experiencia y una geografía al lugar de la lectura. La máquina traductora del
glosario es también una máquina del espacio: hace viajar lugares.
Siguiendo el corte, a diferencia de otros libros de Molano como Aguas Arriba
o Trochas y Fusiles, no cuenta con un epílogo. Usualmente en ellos, rápida-
mente, como borrando ominosamente la distancia de la vuelta del Llano o la
selva a la ciudad, Molano escribe cosas como ésta, que encontramos en Selva
adentro (1987): “Esa misma tarde regresamos [él y su equipo expedicionario] a
San José [del Guaviare], y a la mañana siguiente estábamos en Bogotá” (133). El
borramiento de los innumerables nombres entre San José del Guaviare y Bogotá
se salta la guerra –obviando la geografía–, pero también acerca dos espacios
aparentemente segregados, el de la acción y el de la recepción, la guerra en la
selva y la lectura en la ciudad. Nomadizar la geografía al punto, no ya de difu-
minarla en nombres, sino de alisarla –en términos de Deleuze y Guattari– es
llevar la guerra a las ciudades, cercar a Bogotá, y hacerla partícipe del mapa. Y
eso no es otra cosa que cumplir con la definición que su personaje, Berardo Gi-
raldo, da sobre la guerra: “La guerra es como un río en que uno no puede hacer
pie, hay que echar hacia adelante buscando salir a cualquier orilla” (Molano 37).
8

Porque la guerra hace fluir el mapa, no conoce la segregación de lugares, e in-


tegra paradójicamente la comunidad, llevando las zonas fuera de la ciudad al
centro de ésta misma.
Así cumple Molano con la dislocación que anunciaba al comienzo de este
ensayo. El oído que ve, ese escuchar que es una manera olvidada de mirar, es
precisamente el proyecto de llevar el Llano o la selva a la ciudad, exponer el
texto molaniano como un catalejo para ver más allá de los Andes. Lo cual nos
devuelve, como tantas cosas en Molano, a La vorágine. Recordemos que al final
de la novela de Rivera, Cova despliega el texto sobre una barbacoa: “para que en
él –escribe– se entere [Clemente Silva] de nuestra ruta por medio del croquis,
imaginado, que dibujé. Cuide mucho esos manuscritos y póngalos en manos del
Cónsul. Son la historia nuestra, la desolada historia de los caucheros” (Rivera
382-383). Y en ese nosotros, en esa “historia nuestra”, caben Clemente Silva y
Cova, Alicia y el niño, pero también el Cónsul en Manaos, el Ministro en Bogotá
y nosotros los lectores. Tal movimiento es lo que duplica Molano, la manu-
factura de ese nosotros comunitario en el viaje del texto hasta nosotros.

Obras citadas

De Certeau, Michel. The practice of everyday life. Los Angeles: University of


California Press, 1988.
Franco Isaza, Franco. Las guerrillas del Llano. Bogotá: Editorial Librería
Mundial, 1959.
Molano, Alfredo. Siguiendo el corte: relatos de guerras y de tierras. Bogotá,
Punto de lectura, 2005. [1989].
Molano, Alfredo. Aguas arriba. Bogotá, Punto de lectura, 2005. [1990]
Molano, Alfredo. Selva adentro. Bogotá, Punto de lectura, 2005. [1987]
Molano, Alfredo. Trochas y fusiles. Bogotá, Punto de lectura, 2005. [1993]
Molano, Graciela. Ficciones culturales y fábulas de identidad en América La-
tina. Buenos Aires: Beatriz Viterbo, 1999.
9

Rama, Ángel. La ciudad letrada. Introducción de Hugo Achugar. Janover,


Ed. del Norte, 1984
Rivera, José Eustasio. La vorágine. Madrid: Cátedra, 1980. [1924]

También podría gustarte