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Los liberales más progresistas accedieron al poder únicamente en dos breves periodos (1840-
1843 y 1854-1856), debido al nefasto ejercicio del poder ejecutivo que las Constituciones
atribuían a la Corona, como el de nombrar ministros y disolver las Cortes; el resto de los años el
gobierno estuvo en manos de los políticos conservadores, vinculados a los poderes económicos:
terratenientes, financieros y grandes industriales, lo que explica que los pronunciamientos
militares fuesen las únicas vías de acceso de los progresistas al Gobierno.
Pese a todo, se produjeron importantes cambios que suponen el final del Antiguo Régimen y el
inicio de un sistema político de corte liberal, caracterizado por la existencia de constituciones
escritas (la primera en 1837, inspirada en la de Cádiz; la segunda en 1845, más conservadora y
prácticamente vigente hasta 1869), aunque la Corona mantenía un fuerte poder y el sufragio
estaba restringido a las clases pudientes (sufragio censatario). El modelo de Estado era muy
centralizado, en que el ejecutivo lo decidía todo y ejercía su poder a través de los gobiernos
civiles creados en las distintas provincias. La vida política se caracterizaba por la lucha entre
dos partidos dentro del mundo liberal: los moderados y los progresistas
Con respecto a las elecciones, podemos destacar varias notas características: la abstención,
debido a la gran mayoría de población rural con un alto índice de analfabetismo; el desarrollo
del caciquismo, que permitía el triunfo continuo de los candidatos gubernamentales, y la
injerencia de los gobiernos, sobre todo de los moderados, en los procesos electorales. Además,
antes de cada elección, las circulares del Ministerio de la Gobernación marcaban las
preferencias gubernamentales y condicionaban el fraude de unas elecciones que quedaban
reducidas a mera apariencia.
A) LA CUESTIÓN DINÁSTICA
En marzo de 1830, estando la reina María Cristina de Borbón encinta, su esposo Fernando VII
promulgó la Pragmática Sanción, que anulaba la ley sálica y abría la posibilidad de que una
mujer pudiera ocupar el trono. Meses más tarde nació su hija Isabel, la futura reina. Los
partidarios de don Carlos, hermano de Fernando VII, no aceptaron la legitimidad de la
Pragmática y se negaron a reconocer a la princesa Isabel como heredera.
En el umbral de las guerras carlistas, la historia de las provincias vascas no presentaba apenas
características políticas o administrativas que hicieran pensar en el posterior desarrollo de una
conciencia diferenciada del resto del Estado. De hecho, los cuatro territorios vascos
peninsulares nunca habían participado de un régimen jurídico común, ni tampoco habían
formado un conjunto separado en lo político o administrativo. Con excepción de Navarra, la
particularidad foral tampoco había servido de factor excluyente de la legalidad española común,
sino tan sólo reserva de algunos derechos y pervivencias beneficiosas en lo fiscal, militar o
comercial, de origen medieval.
Los órganos de gobierno del sistema foral vasco estaban representados tradicionalmente, por las
Juntas Generales en Alava, Vizcaya o Guipúzcoa, y por las Cortes en Navarra. Sin embargo eran
las Diputaciones permanentes las que controlaban el poder político y hacendístico del país y las
que hacían uso o manipulaban los más sobresalientes derechos forales: el pase foral, la
distribución de impuestos, y las concesiones de ayuda militar. A pesar de las posibles, y en
ocasiones frecuentes malversaciones que las Diputaciones y las Juntas hacían de los derechos
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forales, es inobjetable que el reconocimiento de los Fueros por la autoridad del Estado limitaba
la soberanía real. Se configuraba, de este modo, un sistema de colaboración en un poder
compartido, cuya existencia en el Antiguo Régimen dependía de la identificación de intereses
entre los notables jauntxos y las dinastías reinantes. La aparición de la ideología burguesa que
no hacía sino acentuar el impulso centralista borbónico, pero combinada con la idea nacional
soberana y con el pensamiento económico de mercado libre y unitario, hacía imposible el
sostenimiento del status anterior.
Mientras para los notables y terratenientes rurales el traslado de las aduanas al mar podía
suponer la quiebra de sus economías al tener que competir con la producción agrícola
castellana, para los propietarios de ferrerías, la manufactura armera y los comerciantes, las
tarifas en los puertos del interior impedían su expansión por el mercado castellano.
De este modo la oposición entre los intereses agrícolas localizados en el campo y los
comerciales e industriales de las ciudades mantenían en el pórtico de la modernidad su secular
enfrentamiento.
Partiendo de estos supuestos las opciones sociales en las guerras estuvieron determinadas por la
relación compleja entre economía, religión y sentimiento foral. Los grupos más tradicionales en
sus hábitos y comportamientos económicos fueron carlistas, que veían amenazadas sus
posiciones por el librecambismo liberal, la demortización o el incremento de los intercambios
con base monetaria. Al mismo tiempo, estos eran también los colectivos en los que la
ascendencia del clero era más firme y que se oponían con más fanatismo a las innovaciones
librepensadoras. Los campesinos estaban sintiendo más la desaparición de sus derechos a los
bienes comunales, producida por la acción liberal, que la desamortización eclesiástica o la
hipotética perturbación que el ateísmo y la antirreligión podían introducir a sus vidas. Pero no
fueron tan inmunes a la agitación y propaganda desde el púlpito, efectuada por hombres que sí
tenían mucho que perder en el envite.
La muerte de Fernando VII pareció sorprender a una iglesia indecisa entre el apoyo a los
derechos dinásticos-absolutistas o la preferencia por la nueva mayoría burgués-liberal que se
consolidaba en gran parte de los centros de poder. En las provincias que como las vascas fueron
escenario del levantamiento carlista, la iglesia adoptó aquella dirección, mientras que en el resto
procuró mantener sus acercamientos a los círculos liberales, incluso en lugares en los que
asomaban repercusiones de la oleada anticierical sobrevenida a la muerte del rey.
En las provincias carlistas además la Iglesia no se conformó con apoyar al partido del
pretendiente, sino que en muchos casos tomó la iniciativa y asumió la ofensiva antiliberal.
Frailes y clérigos, que iban de pueblo en pueblo alentando la sublevación absolutista, se
convirtieron en los mejores agentes de D. Carlos. Fueron varios los requerimientos de las
autoridades de la Diputación al obispado de Calahorra, cabecera diocesana de las provincias
vascas, quejándose de la actitud y participación procarlista del clero vasco.
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Mientras tanto la propaganda liberal señalaba sistemáticamente a los curas y frailes vascos
como instigadores principales de la guerra. En las publicaciones de este signo el clero era
presentado como fanáúco e irracional, mientras eran justificados los ataques populares
(matanzas de frailes y asaltos a conventos) como respuesta justa a las maquinaciones
eclesiásticas. Los liberales conocían y temían la belicosidad del clero y la influencia de su
propaganda entre los campesinos, ejercida no sólo mediante la agitación de masas sino de modo
más directo y personal; incluso a través del confesonario en el que era frecuente que se
impusieran penitencias que servían para apoyar la causa absolutista. El gobierno central, que
tuvo conocimiento de esta situación, no tardaría en presionar a los encargados de las diócesis
exigiendo el cese de la agitación sacerdotal y la imposición de castigos.
Es más problemático explicar los efectos carlistas en el interior de poblaciones como Vitoria o
Bilbao, que son presentadas habitualmente como bloques liberales en medio de una selva
absolutista. Y sin embargo, según ha escrito Beltza, ciudades como Vitoria proporcionarían no
menos de un tercio de los combatientes de D. Carlos, extraídos del artesonado (zapateros,
ebanistas, herreros, panaderos ... ), lo que demuestra que, dentro de las villas, un buen número
de sectores estaban todavía ligados al menos emocionalmente al mundo antiguo, y rechazaban
como ajenas e inconvenientes las reformas contemporáneas.
Bandos enfrentados
Aunque la causa inmediata que provocó en 1833 el comienzo de la guerra civil fue la cuestión
de los derechos dinásticos, la raíz de las guerras carlistas se encontraba en la herencia antiliberal
de los sectores que se opusieron a la Constitución de 1812, al Trienio Liberal y también a la
política moderada y condescendiente con el liberalismo que Fernando VII desarrolló en los
últimos años de su reinado.
El grupo liberal que apoyaba a la regente María Cristina, conocido como los cristinos, estaba
sustentado en una mayoría del Ejército y de la burocracia ilustrada que ya había obtenido el
poder durante las postrimerías del reinado de Fernando VII, y sobre todo en los liberales que
habían regresado del exilio a partir de 1830. Junto a estos sectores se alineó la gran mayoría de
las clases populares urbanas y de la burguesía.
Los liberales vascos no eran contrarios al Fuero, pero querían su modificación, sobre todo en
dos aspectos: el tipo de representación política y la condición del País Vasco como zona libre de
comercio, ya que las aduanas estaban situadas en el interior, en localidades limítrofes con
Castilla y no en la frontera.
El Fuero amparaba una situación por la que la burguesía de las ciudades estaba marginada de las
instituciones y que les perjudicaba económicamente al dificultar las actividades comerciales e
industriales. Sin embargo, una vez que se transformó el sistema foral en 1841 conforme aspiraba
la burguesía urbana, los liberales se mostraron unánimes en su defensa y no hubo fisuras en la
sociedad vasca para sostenerlo.
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El liberalismo tuvo su principal apoyo en el País Vasco en los núcleos urbanos y entre los
diferentes estratros de la burguesía. Asimismo algunos sectores de la nobleza ilustrada fueron
atraídos por el liberalismo, aunque muchos de ellos se desengañaron tras el gobierno del Trienio
Liberal.
La burguesía vasca, y en especial la de las capitales, consideraba que las ideas liberales eran el
instrumento más adecuado para responder al reto que planteaba la nueva sociedad capitalista.
Un freno, sin embargo, obstaculizaba los propósitos de los liberales: el Fuero.
Fases de la guerra
La primera guerra carlista, si bien se extendería por lugares distintos de Cataluña, Aragón y
Valencia, tuvo sus focos principales en el País Vasco, haciendo posible que al mismo tiempo se
dilucidara el problema sucesorio y la lucha social por una reforma radical del sistema político y
económico.
Uno de los factores más destacables de esta primera guerra carlista, que duró siete años y de la
segunda que se extendería entre 1872 y 1876, fue el de la participación social amplia registrada
en el País Vasco. El carlismo, por su lado y el liberalismo por el suyo, lograrían la movilización
de importantes masas de población cada uno con sus particulares reclamos. De acuerdo con lo
que ha escrito Tomás y Valiente, los ingredientes principales que conformaron el banderín de
enganche del carlismo fueron:
La guerra se desarrolló entre 1833 y 1839 y finalizó con la victoria del bando cristino.
1ª 1833-1835
2ª 1835-1837
3ª 1837-1839
A pesar de la oposición de sectores de ambos bandos (los carlistas apostólicos y los radicales
liberales), los moderados de las dos partes consiguieron dominar las decisiones políticas en el
verano de 1838. Entre el acuerdo de Oñate y el Convenio de Vergara del 31 de agosto, varios
días de intensas negociaciones e intermediaciones lograron un pacto histórico. Las partes
contratantes, Espartero por los liberales y Maroto al frente de los generales carlistas,
guipuzcoanos y vizcaínos, ratificaron con un abrazo público la avenencia. El compromiso, que
no fue aceptado por alaveses y navarros, resultó ambiguo e insuficiente, y, por lo que luego
sucedió, inestable.
Como regente de su hija - la futura Isabel II -, María Cristina fue Reina Gobernadora de España
entre 1833 y 1840, presidiendo un agitado período de profunda revolución político-social y de
guerra civil.
Tras la muerte de Fernando VII, el gobierno presidido por Cea Bermúdez quiso mantener
intactas las estructuras de la monarquía absoluta. El descontento de los liberales con la política
de Cea Bermúdez y el comienzo de la guerra carlista forzaron a la regente María Cristina a
entregar el poder en 1834 al liberal moderado Martínez de la Rosa. El nuevo gobierno quiso
reunir a los liberales radicales, partidarios de la Constitución de 1812, y a los moderados que
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habían participado en el último gobierno de Fernando VII. Fruto de este intento fue la
promulgación en 1834 del Estatuto Real, Carta Otorgada muy parecida a la francesa de Luis
XVIII, que mantenía la soberanía en el Rey, aunque éste la compartía con las Cortes,
proclamaba el sufragio censatario y establecía un Parlamento bicameral. El Estatuto Real de
1834 anulaba en la práctica el orden foral, al fijar un sistema constitucional idéntico para el
territorio español sin exclusiones. En el País Vasco, como consecuencia de su promulgación, se
registraban las primeras disensiones ofíciales: el ayuntamiento de San Sebastián hizo pública su
conformidad y entusiasta adhesión al documento.
Moderados y progresistas
A partir de 1834, los liberales se fraccionaron en moderados, o partidarios del Estatuto Real, y
progresistas, o defensores de la soberanía nacional y de la Constitución de 1812. Los amplios
poderes que el Estatuto Real confería a la institución monárquica fueron aprovechados por la
regente María Cristina para entregar siempre el gobierno a los moderados. Los progresistas
organizaron movimientos conspiratorios que culminaron en agosto de 1836 en el Motín de la
Granja, que obligó a María Cristina a entregar el poder a los progresistas.
El nuevo gobierno, presidido por José María Calatrava, tuvo su máxima figura en Mendizábal,
ministro de Hacienda y Marina, que impulsó las leyes desamortizadoras y organizó eficazmente
el ejército cristino, en guerra contra los carlistas. También se acometió desde el gobierno la
reforma constitucional, promulgando en 1837 una nueva Constitución, que si bien recogía los
principios fundamentales defendidos por los progresistas, como la soberanía nacional, la
división de poderes y la creación de la Milicia Nacional, mantenía sin embargo importantes
concesiones a los moderados, como una segunda Cámara, o Senado, refugio de la nobleza y el
clero, y una fuerte intervención de la Corona, que poseía el derecho de veto sobre las leyes
aprobadas en las Cortes.
El 25 de octubre de 1839 las Cortes españolas ratificaban los Fueros de Navarra y de las otras
provincias vascas, sin perjuicio de la unidad constitucional de la Monarquía y estableciendo la
necesidad de modificaciones forales para acomodarlos a la Constitución. Las Juntas Generales
recibieron con agrado la confirmación foral de esta Ley histórica, que suponía una transición
entre progresistas partidarios de la abolición incondicional de los Fueros, y los moderados con
mayoría en Cortes que accedieron a las pretensíones fueristas. Como punto de referencia
posterior esta Ley señala el principio de la pérdida de la fatalidad para los vascos. Pese a la
moderación del texto es la primera vez que se establece en un documento jurídico la
superioridad de la unidad constitucional sobre la particularidad foral.
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La guinda del uniformismo constitucional la pondrían los progresistas, que acceden al poder en
1840, e inician una serie de ataques a las pervivencias forales (disolución de las Juntas
guipuzcoanas en noviembre de 1840, derogación del pase foral en enero de 1841) y finalmente
el decreto de Espartero de 29 de octubre de 1841 establece las aduanas en la costa y adscribe los
puestos políticos provinciales a las leyes generales de la monarquía.
En Navarra, por una ley de 16 de agosto de 1841 (“Ley Paccionada”) los Fueros navarros
fueron modificados. Era una ley que suponía, por una parte, la uniformización de determinados
aspectos que hasta ese momento habían sido propios de Navarra al resto de las provincias
españolas. Pero, por otro, se mantenía la naturaleza específica de Navarra, su condición de
provincias foral y, por tanto, con capacidad para mantener un régimen exclusivo y diferenciado.
La modificación del Fuero supuso que las aduanas se trasladaran a la frontera y que los navarros
tuvieran que cumplir el servicio militar. Dejaba de ser “reino”, desaparecían las Cortes y pasaba
a ser “provincia”.
Sin embargo, Navarra continuó disponiendo de atribuciones en materia fiscal y judicial, a la par
que la Diputación salió reforzada y con amplias ecompetencias en temas administrativos y
económicos. Fue un modelo que inspiró el sistema que posteriormente se implantó en las
provincias vascongadas una vez que se abolieron sus fueros a fines del XIX.
Durante el reinado de Isabel II (1844-1868), los moderados - dirigidos por Narváez - y los
progresistas - acaudillados por Espartero y Prim- impusieron el golpismo de partido, que
funcionó como el único mecanismo de cambio político.
El gobierno de Narváez
Tras la caída del general Espartero (1843), la joven Isabel II prestó juramento como reina
constitucional. El general Narváez y el partido moderado ocuparon el poder durante diez años,
empeñados en consolidar un régimen liberal moderado que evitara nuevas rebeliones carlistas y
que contara con el apoyo de la burguesía terrateniente, de la aristocracia e, incluso, de la Iglesia,
que todavía seguía añorando el absolutismo.
Una de las primeras medidas del gobierno dirigido por Narváez fue suprimir la Constitución de
1837. El nuevo texto constitucional, aprobado en 1845, dotaba a la Corona de amplios poderes
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en detrimento del Parlamento, pues establecía la soberanía compartida entre el Rey y las Cortes,
concedía al monarca el derecho a designar a todos los senadores y hacía aún más restringido el
derecho al voto, que apenas si alcanzaba al 0,8 % del total de la población.
Completando la Constitución de 1845, los sucesivos gobiernos promovieron una serie de leyes y
reformas, limitaron las libertades y contribuyeron a organizar el Estado en un sentido aún más
centralista.
En enero de 1851, Bravo Murillo sucedió a Narváez al frente del gobierno. En su gestión
destacaron: la firma del Concordato con la Santa Sede (1851), que declaraba la unidad católica
de España y aseguraba la intervención eclesiástica en la enseñanza, mientras que la Iglesia
reconocía las ventas de sus bienes desamortizados; la consolidación de la deuda pública; y una
serie de proyectos de obras públicas, entre los que se encuentran la construcción de nuevas
líneas de ferrocarril, la canalización del Ebro, la continuación del Canal de Castilla y la
construcción del Canal de Isabel II para el abastecimiento de aguas a Madrid.
País Vasco
Tras el ascenso al poder de la facción moderada del liberalismo español, apenas hubo obstáculos
para reintegrar una parcela de las atribuciones forales al País Vasco, a través de una transacción
de intereses. Se restablecieron las principales instituciones: Juntas Generales y Diputaciones
Forales, que asumieron el funcionamiento y las atribuciones administrativas. Pero a cambio, las
aduanas permanecieron en la costa y no se recuperó el pase foral. Para los liberales moderados
las concesiones resultaban favorables en cuanto suponían un aligeramiento de la radicalidad
anterior y trataban de atraerse las simpatías de los sectores forales sumándolos a su
enfrentamiento con los liberales progresistas.
En julio de 1856 la reina llamó al gobierno al general O'Donnell, que había formado la Unión
Liberal, un nuevo partido que pretendía superar los enfrentamientos entre moderados y
progresistas.
Aunque se produjo una cierta reactivación económica hacia 1860, coincidente con las
inversiones extranjeras en la construcción del ferrocarril, las crisis económicas y sociales se
sucedieron ininterrumpidamente entre 1856 y 1868: crisis de subsistencias de 1857; revueltas
campesinas, como la de Loja en 1861; epidemia de cólera en 1865 y quiebra financiera en 1866.
Desde 1866, los progresistas y demócratas empezaron a conspirar para el derrocamiento de la
monarquía isabelina a través de pronunciamientos militares: sublevación de Prim en Villarejo de
Salvanés, alzamiento del cuartel de San Gil en Madrid y del regimiento de Bailén en Gerona.