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Si no hay una definición de virtud, menos la habrá de ciudadano y menos la habrá, pues, del

conjunto ideal de ciudadanos virtuosos, llámese «democracia» o algún otro concepto por el estilo.
Pero dejamos esto de lado por el momento para suponer que la rica tradición filosófica occidental
ha entregado a las imprentas (y por las voces al aire, quizás) una teoría consistente y definida sobre
la virtud. Sería una perogrullada decir que todas las personas desean el mayor bien para ellas, para
sus queridos, y, en fin, para el país del que son una parte integrante denominada «ciudadano». Pero,
como tantas cuestiones filosóficas, una tautología o un pleonasmo nos indican patentemente el
camino para discurrir sobre cuestiones contemporáneamente relevantes.
Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, nos dice que por virtud debe entenderse la práctica
autónoma y propiamente determinada que conduce a un ajustamiento de los extremos opuestos
de la conducta de los hombres. Así, pues, el hombre virtuoso será el hombre prudente: aquel que
considere los distantes extremos y posea la sabiduría práctica –porque la virtud, para el estagirita,
se trata sobre todo de un saber práctico y aplicado al mundo que se caracteriza por rechazar la
abstracción de la teoría– de aunar las ventajas de unos, las desventajas de otros y con ello conformar
un único conjunto de acciones o rumbos o direccionalidades a seguir, guiados siempre por la
prudencia como antesala definitiva de la virtud. Ello, por parte del libro sobre ética más influyente
de toda la historia de la filosofía occidental. Tal volumen, por supuesto, y coincidentemente con la
resabida definición del hombre como «animal político», finaliza con una invitación táctica y una
reclama silenciosa a seguir el estudio de la naturaleza humana práctica en el volumen que luego se
conocerá como Política. Pero ello nos ocupará un poco más adelante. Por ahora, centrémonos en la
definición concordante de Aristóteles acerca de lo que es –y significa– para un hombre el ser
virtuoso. Parece ser que esta característica o hábito, mejor dicho, no puede lograrse sin acciones y
no puede enseñarse con la mera escolarización. Platón decía que de todo lo que puede enseñarse
hay profesores: profesores de religión, de retórica, de filosofía, de comprensión lectora y lingüística.
Pero precisamente no se encuentran por ninguna parte del mundo profesores de virtud. Hay, por
supuesto, individuos que pregonan ser los salvadores morales definitivos; bienhechores
samaritanos y un poco insanos que por el precio de una tarde perdida arreglarán el mundo y al
hombre en dos momentos: uno, de sabia recolección de lecciones folk; el segundo, y más
interesante por lo inconexo y desastroso, de tentativas demenciales –y un poco escatológicas, por
supuesto– de salvaciones teñidas por la brujería y la simple superstición. Pero esos no son
profesores de virtud. Por lo tanto, la virtud no es enseñable. Y, si no es enseñable, entonces ¿cómo
podríamos «aprender» la virtud? Aristóteles respondería: haciéndola. Pero, repreguntamos, ¿si no
sabemos lo que es, cómo podemos hacerla? Kant, por otra parte, en el prólogo a la Fundamentación
metafísica de las costumbres, nos dice que la semilla de la virtud, la vara por la cual podemos medir
la calidad moral de las acciones y eventos, está ya en esa «voz de la consciencia» que sentimos por
primera vez en la infancia y que nos dice, categóricamente, que lo que estamos por hacer está mal
y no deberíamos hacerlo. Ese imperativo nos introduce a todo un mundo de reglas y vastos
mecanismos institucionales que, por otra parte, uno se pregunta cuál objetivo tendrán y mediante
cuáles instituciones se llevan a cabo en la praxis. Pero dijimos antes que la virtud no es enseñable.
Así, pues, ¿qué nos quieren enseñar estas reglas tácticas de la buena acción, del comportamiento
deseable, de la corrección inconsciente de las maldades humanas? Kant aboga por una
deontologización del concepto de virtud, y lo vuelve hipérbole e hipóstasis en una idea que es sólo
pensable y que, por tanto, está ajena a cualquier consideración empírica que pudiera alguna vez
guardar la loca intención de medir la moral. La virtud es eso que hasta los niños tienen, que les
permite distinguir el bien del mal. Kant piensa que el hombre viene ya al mundo con ciertas
categorías preestablecidas que son las que, inevitablemente, condicionan la misma experiencia y le
dan forma y estructuración. Ello se ve en sus doce categorías, en sus esquemas y en sus advertencias
paralógicas. ¿Sucede lo mismo con la virtud? La pretensión metafísica de trascendencia, a través de
la cual desprestigiamos a la dura realidad y volamos, allá lejos y hacia lo alto, al mundo paradisíaco
y eidético, es constitutiva universalmente de la naturaleza humana. No podemos evitar pensar en
cosas como el alma, Dios, el mundo o la libertad. Es, simplemente, una cuestión de hecho de la
composición humana que hay que aceptar como lo que es. Mas, si esta pretensión es ineludible, ¿la
pregunta por la virtud –en cuanto presupone la de la libertad, e incluso, la de Dios– es asimismo una
parte pequeña de la constitucionalidad humana como un todo? El imperativo categórico se basa en
la razón como facultad imperativa y constructiva equiparable en todos los hombres y, en los menos
racionales, en condición de semilla o entelequia. Entonces, siguiendo esto, podríamos decir que la
afirmación de que el imperativo categórico, como regla hacia la moral definitiva, se basa en leyes
invariables de la condición humana nos compromete con la otra afirmación de que las bases de la
virtud están dadas en la naturaleza humana y que, como tales, entonces un Estado decente y
eficiente tendría como misión casi principal la producción (sin sentido fordista), la mantención y la
procuración del habitus de la virtud.

Para Juan Bautista Alberdi, la preocupación principal no proviene del campo de la política, sino de
la economía. La política es necesaria, por supuesto, pero la gente no tiene por qué saber de ella: lo
fundamental es que trabajen, que ejerzan su libre capacidad de trabajar y producir, de generar una
economía floreciente y vital; las libertades políticas llegarán después, como dice Alberdi, “cuando
estemos listos para ellas” (CITAR). Mientras tanto, el ejercicio de la política debe ser encargado a
aquella parte (pequeña y concentrada) de la sociedad que posee los recursos, tanto materiales
como intelectuales, como para llevar a cabo decisiones estrictamente racionales. La opulencia es
prueba de razón, porque ¿cómo han ganado su riqueza, sino siendo razonables? Las asimetrías de
información, las irregularidades profundas del mercado, por supuesto, no fueron vistas en ese
entonces y, si hubieran sido advertidas, entonces quizá la marcha de la Argentina hubiera sido
distinta. Lo esencial es que el ejercicio de la política sea limitado estrechamente a un exclusivo
reducto de ciudadanos, que los demás sean solamente habitantes. Libres económicamente, atados
de manos políticamente, corren ciegos hacia el horizonte de la prosperidad económica sin
realmente poseer las riendas de su destino, que sería lo que la democracia ideal vendría a
proporcionar. Este destino será maquetado de acuerdo a las reglas preformadas por una aristocracia
capaz, racional y sobretodo confiable, predecible, no como aquella gran masa del pueblo que, como
sabemos, actúa mayormente por el influjo irresistible de las pasiones y una confusa amalgama de
deseos, inclinaciones y apetitos. La razón es el nivel de la política pero, por desgracia, hay poca gente
razonable; démosle el ejercicio de la política a ellos, pues, y démosle plenas libertades económicas
(libertades civiles) a la gran masa del pueblo: de ahí viene el progreso, y serán felices en la
prosperidad sin ser completamente libres. Pero eso es un precio que deberán pagar, acaso
inadvertidamente.
¿Cómo será la estructura de este poder político? Alberdi recuerda la arrogancia de los viejos
unitarios (la generación de Rivadavia) que intentaron implantar un régimen unitario mientras que
la realidad argentina imperiosamente necesitaba un examen más profundo, una inspección más
pertinaz: esa realidad tendía y tiende más hacia el federalismo que hacia su vertiente contraria.
Ahora bien, Alberdi busca una adecuación de la constitución a esa realidad vernácula, mas sin
renunciar por completo a las características centralistas. Bolívar había dicho que la América
necesitaba de presidentes como reyes; Alberdi, por su parte, hará suya esta afirmación y
dictaminará para la argentina un presidente plenipotenciario, cuyo accionar esté limitado
solamente por los artículos de la nueva Constitución. Las provincias, por su parte, poseerán cierto
ámbito de libertad, mas estarán todas subordinadas a la constitución declarada por Buenos Aires.

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