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Hernando Téllez

(Colombia, 1908-1966)

ESPUMA Y NADA MÁS


Cenizas para el viento y otras historias
(Bogotá: Librería Mundial, 1950, 216 págs.)

NO SALUDÓ AL entrar. Yo estaba repasando sobre una badana la mejor de


mis navajas. Y cuando lo reconocí me puse a temblar. Pero el no se dio cuenta.
Para disimular continué repasando la hoja. La probé luego sobre la yema del
dedo gordo y volví a mirarla contra la luz. En ese instante se quitaba el
cinturón ribeteado de balas de donde pendía la funda de la pistola. Lo colgó
de uno de los clavos del ropero y encima colocó el kepis. Volvió
completamente el cuerpo para hablarme y, deshaciendo el nudo de la corbata,
me dijo: “Hace un calor de todos los demonios. Aféiteme”. Y se sentó en la
silla. le calculé cuatro días de barba. Los cuatro días de la última excursión en
busca de los nuestros. El rostro aparecía quemado, curtido por el sol. Me puse
a preparar minuciosamente el jabón. Corté unas rebanadas de la pasta,
dejándolas caer en el recipiente, mezclé un poco de agua tibia y con la brocha
empecé a revolver. Pronto subió la espuma “Los muchachos de la tropa deben
tener tanta barba como yo”. Seguí batiendo la espuma. “Pero nos fue bien,
¿sabe? Pescamos a los principales. Unos vienen muertos y otros todavía viven.
Pero pronto estarán todos muertos”. “¿Cuántos cogieron?” pregunté.
“Catorce. Tuvimos que internarnos bastante para dar con ellos. Pero ya la
están pagando. Y no se salvará ni uno, ni uno”. Se echó para atrás en la silla al
verme la brocha en la mano, rebosante de espuma Faltaba ponerle la sábana.
Ciertamente yo estaba aturdido. Extraje del cajón una sábana y la anudé al
cuello de mi cliente. Él no cesaba de hablar. Suponía que yo era uno de los
partidarios del orden. “El pueblo habrá escarmentado con lo del otro día”,
dijo. “Sí”, repuse mientras concluía de hacer el nudo sobre la oscura nuca,
olorosa a sudor. “¿Estuvo bueno, verdad?” “Muy bueno”, contesté mientras
regresaba a la brocha. El hombre cerró los ojos con un gesto de fatiga y esperó
así la fresca caricia del jabón. Jamás lo había tenido tan cerca de mí. El día en
que ordenó que el pueblo desfilara por el patio de la escuela para ver a los
cuatro rebeldes allí colgados, me crucé con él un instante. Pero el espectáculo
de los cuerpos mutilados me impedía fijarme en el rostro del hombre que lo
dirigía todo y que ahora iba a tomar en mis manos. No era un rostro
desagradable, ciertamente. Y la barba, envejeciéndolo un poco, no le caía mal.
Se llamaba Torres. El capitán Torres. Un hombre con imaginación, porque ¿a
quién se le había ocurrido antes colgar a los rebeldes desnudos y luego
ensayar sobre determinados sitios del cuerpo una mutilación a bala? Empecé
a extender la primera capa de jabón. El seguía con los ojos cerrados. “De
buena gana me iría a dormir un poco”, dijo, “pero esta tarde hay mucho qué
hacer”. Retiré la brocha y pregunté con aire falsamente desinteresado:
“¿Fusilamiento?” “Algo por el estilo, pero más lento”, respondió. “¿Todos?”
“No. Unos cuantos apenas”. Reanudé de nuevo la tarea de enjabonarle la
barba. Otra vez me temblaban las manos. El hombre no podía darse cuenta de
ello y ésa era mi ventaja. Pero yo hubiera querido que él no viniera.
Probablemente muchos de los nuestros lo habrían visto entrar. Y el enemigo
en la casa impone condiciones. Yo tendría que afeitar esa barba como
cualquiera otra, con cuidado, con esmero, como la de un buen parroquiano,
cuidando de que ni por un solo poro fuese a brotar una gota de sangre.
Cuidando de que en los pequeños remolinos no se desviara la hoja. Cuidando
de que la piel, quedara limpia, templada, pulida, y de que al pasar el dorso de
mi mana por ella, sintiera la superficie sin un pelo. Sí. Yo era un
revolucionario clandestino, pero era también un barbero de conciencia,
orgulloso de la pulcritud en su oficio. Y esa barba de cuatro días se prestaba
para una buena faena.
Tomé la navaja, levanté en ángulo oblicuo las dos cachas, dejé libre la hoja
y empecé la tarea, de una de las patillas hacia abajo. La hoja respondía a la
perfección. El pelo se presentaba indócil y duro, no muy crecido, pero
compacto. La piel iba apareciendo poco a poco. Sonaba la hoja con su ruido
característico, y sobre ella crecían los grumos de jabón mezclados con trocitos
de pelo. Hice una pausa para limpiarla, tomé la badana, de nuevo yo me puse
a asentar el acero, porque soy un barbero que hace bien sus cosas. El hombre
que había mantenido los ojos cerrados, los abrió, sacó una de las manos por
encima de la sábana, se palpó la zona del rostro que empezaba a quedar libre
de jabón, y me dijo: “Venga usted a las seis, esta tarde, a la Escuela”. “¿Lo
mismo del otro día?”, le pregunté horrorizado. “Puede que resulte mejor”,
respondió. “¿Qué piensa usted hacer?” “No sé todavía. Pero nos
divertiremos”. Otra vez se echó hacia atrás y cerró los ojos. Yo me acerqué con
la navaja en alto. “¿Piensa castigarlos a todos?”, aventuré tímidamente. “A
todos”. El jabón se secaba sobre la cara. Debía apresurarme. Por el espejo,
miré hacia la calle. Lo mismo de siempre: la tienda de víveres y en ella dos o
tres compradores. Luego miré el reloj: las dos veinte de la tarde. La navaja
seguía descendiendo. Ahora de la otra patilla hacia abajo. Una barba azul,
cerrada. Debía dejársela crecer como algunos poetas o como algunos
sacerdotes. Le quedaría bien. Muchos no lo reconocerían. Y mejor para él,
pensé, mientras trataba de pulir suavemente todo el sector del cuello. Porque
allí sí que debía manejar coro habilidad la hoja, pues el pelo, aunque es agraz,
se enredaba en pequeños remolinos. Una barba crespa. Los poros podían
abrirse, diminutos, y soltar su perla de sangre. Un buen barbero como yo
finca su orgullo en que eso no ocurra a ningún cliente. Y éste era un cliente de
calidad. ¿A cuántos de los nuestros había ordenado matar? ¿A cuántos de los
nuestros había ordenado que los mutilaran? ... Mejor no pensarlo. Torres no
sabía que yo era un enemigo. No lo sabía él ni lo sabían los demás. Se trataba
de un secreto entre muy pocos, precisamente para que yo pudiese informar a
los revolucionarios de lo que Torres estaba haciendo en el pueblo y de lo que
proyectaba hacer cada vez que emprendía una excursión para cazar
revolucionarios. Iba a ser, pues, muy difícil explicar que yo lo tuve entre mis
manos y lo dejé ir tranquilamente, vivo y afeitado.
La barba le había desaparecido casi completamente. Parecía más joven,
con menos años de los que llevaba a cuestas cuando entró. Yo supongo que
eso ocurre siempre con los hombres que entran y salen de las peluquerías.
Bajo el golpe de mi navaja Torres rejuvenecía, sí; porque yo soy un buen
barbero, el mejor de este pueblo, lo digo sin vanidad. Un poco más de jabón,
aquí, bajo la barbilla, sobre la manzana, sobre esta gran vena. ¡Qué calor!
Torres debe estar sudando como yo. Pero él no tiene miedo. Es un hombre
sereno que ni siquiera piensa en lo que ha de hacer esta tarde con los
prisioneros. En cambio yo, con esta navaja entre las manos, puliendo y
puliendo esta piel, evitando que brote sangre de estos poros, cuidando todo
golpe, no puedo pensar serenamente. Maldita la hora en que vino, porque yo
soy un revolucionario pero no soy un asesino. Y tan fácil como resultaría
matarlo. Y lo merece. ¿Lo merece? No, ¡qué diablos! Nadie merece que los
demás hagan el sacrificio de convertirse en asesinos. ¿Qué se gana con ello?
Pues nada. Vienen otros y otros y los primeros matan a los segundos y éstos a
los terceros y siguen y siguen hasta que todo es un mar de sangre. Yo podría
cortar este cuello, así, ¡zas! No le daría tiempo de quejarse y como tiene los
ojos cerrados no vería ni el brillo de la navaja ni el brillo de mis ojos. Pero
estoy temblando como un verdadero asesino. De ese cuello brotaría un chorro
de sangre sobre la sábana, sobre la silla, sobre mis manos, sobre el suelo.
Tendría que cerrar la puerta. Y la sangre seguiría corriendo por el piso, tibia,
imborrable, incontenible, hasta la calle, como un pequeño arroyo escarlata.
Estoy seguro de que un golpe fuerte, una honda incisión, le evitaría todo
dolor. No sufriría. ¿Y qué hacer con el cuerpo? ¿Dónde ocultarlo? Yo tendría
que huir, dejar estas cosas, refugiarme lejos, bien lejos. Pero me perseguirían
hasta dar conmigo. “El asesino del Capitán Torres. Lo degolló mientras le
afeitaba la barba. Una cobardía”. Y por otro lado: “El vengador de los
nuestros. Un nombre para recordar (aquí mi nombre). Era el barbero del
pueblo. Nadie sabía que él defendía nuestra causa...” ¿Y qué? ¿Asesino o
héroe? Del filo de esta navaja depende mi destino. Puedo inclinar un poco
más la mano, apoyar un poco más la hoja, y hundirla. La piel cederá como la
seda, como el caucho, como la badana. No hay nada más tierno que la piel del
hombre y la sangre siempre está ahí, lista a brotar. Una navaja como ésta no
traiciona. Es la mejor de mis navajas. Pero yo no quiero ser un asesino, no
señor. Usted vino para que yo lo afeitara. Y yo cumplo honradamente con mi
trabajo... No quiero mancharme de sangre. De espuma y nada más. Usted es
un verdugo y yo no soy más que un barbero. Y cada cual en su puesto. Eso es.
Cada cual en su puesto.
La barba había quedado limpía, pulida y templada. El hombre se
incorporó para mirarse en el espejo. Se pasó las manos por la piel y la sintió
fresca y nuevecita.
“Gracias”, dijo. Se dirigió al ropero en busca del cinturón, de la pistola y
del kepis. Yo debía estar muy pálido y sentía la camisa empapada. Torres
concluyó de ajustar la hebilla, rectificó la posición de la pistola en la funda y,
luego de alisarse maquinalmente los cabellos, se puso el kepis. Del bolsillo del
pantalón extrajo unas monedas para pagarme el importe del servicio. Y
empezó a caminar hacia la puerta. En el umbral se detuvo un segundo y
volviéndose me dijo:
“Me habían dicho que usted me mataría. Vine para comprobarlo. Pero
matar no es fácil. Yo sé por qué se lo digo”. Y siguió calle abajo.
Crítica al liberalismo.-Michel
Foucault
POLÍTICAS Y DERECHOS MX·JUEVES, 8 DE AGOSTO DE 2019·2 MINUTOS

<<No hay liberalismo sin cultura del peligro. El liberalismo participa de un


mecanismo en el que tendrá que arbitrar a cada instante la libertad y la seguridad de
los individuos alrededor de la noción de peligro. Si por un lado el liberalismo es un
arte de gobernar que en lo fundamental manipula los intereses, no puede—y esta es
la otra cara de la moneda—manipularlos sin ser al mismo tiempo el administrador
de los peligros y de los mecanismos de seguridad/libertad, del juego
seguridad/libertad que debe garantizar que los individuos estén lo menos expuestos a
los peligros. Vemos en todas partes esa estimulación del temor al peligro que en
cierto modo es la condición, el correlato psicológico y cultural interno del
liberalismo.

En eso consiste precisamente la crisis actual del liberalismo, es decir, que el


conjunto de los mecanismos que desde los años 1925, 1930, intentaron proponer
fórmulas económicas y políticas que dieran garantías a los Estados contra el
comunismo, el socialismo, el nacionalsocialismo, el fascismo, esos mecanismos,
garantías de libertad, establecidos para producir ese plus de libertad o, en todo caso,
para reaccionar ante las amenazas que pesaban sobre ella, fueron en su totalidad del
orden de la intervención económica, es decir, de la obstrucción o, de un modo u
otro, de la intervención coercitiva en el dominio de la práctica económica. Si se trata
de los liberales alemanes de la escuela de Friburgo a partir de 1927 o de los liberales
norteamericanos actuales llamados libertarios, tanto en un caso como en otro, el
elemento a partir del cual hicieron sus análisis es el siguiente: para evitar esa menor
libertad que entrañaría el pasaje al socialismo, al fascismo, al nacionalsocialismo, se
establecieron mecanismos de intervención económica. Ahora bien, esos mecanismos
de intervención económica ¿no introducen precisamente, de manera subrepticia,
tipos de intervención?, ¿no introducen modos de acción que son en sí mismos al
menos tan comprometedores para libertad como esas formas políticas visibles y
manifiestas que se quiere evitar?>>

*Citas tomadas del libro Nacimiento de la Biopolítica, p. 87, 88 y 91. Michel


Foucault.

1. LA BALANZA (I)

Los jueces del Tribunal entraron un día a la Gran Sala y


encontraron la Balanza de la Justicia un tanto cargada a la
izquierda. La Balanza fue procesada, condenada y ejecutada.

2. LA BALANZA (II)

Los jueces del Tribunal entraron un día a la Gran Sala y


encontraron la Balanza de la Justicia un tanto cargada a la
derecha. La Balanza fue exaltada y elevada a dignidades objeto
de emblema de la Patria. Al año... estaba peculando.

3. LA BALANZA (III)

Los jueces del Tribunal entraron un día a la Gran Sala y


encontraron la Balanza de la Justicia en justo balance:
perfectamente centrada. Se dictó contra ella entonces un auto
de detención preventiva. Al año... se le permitió regresar a sus
labores pero bajo fianza y libertad condicional.

4. LENGUAS DE FUEGO
(Al Trojatón)

Una vez, el fuego acabó con una hermosa colección de discos.


La gente, lógico, se puso triste, muy triste. En cambio, un viejo
y sabio Long Playing, que llevaba la música grabada en el alma,
los tranquilizó:
—No se aflijan —les dijo—: lo que ardió fue el acetato. La
música contenida en los discos sigue viva y está ensayando en
el cielo, que es el lugar adonde van las notas cuando mueren o
se olvidan. Así que muy pronto, cuando las están escuchando o
bailando, esas notas descenderán sobre ustedes en forma de
lenguas de fuego... a poseerlos como espíritus santos.

5. ABRELATAS

Hubo una vez un abreletas que se casó con una feminista del
subdesarrollo.

6. NOCIÓN

Un espejo se miró a otro espejo y, reproduciéndose al infinito,


ambos

tuvieron por fin noción de la Eternidad. Hasta que otro espejo


los usó a ambos para peinarse.

INSTANTÁNEA

Una cámara KODAK americana se echó al hombro un día una


MINOLTA japonesa y salió a la calle a tomar fotografías.
Extrañada observó que, luego de revelar el rollo, la gente
aparecía en las fotos con los ojos angulados. "¿Y a qué se debe
esto tan extraño –se preguntó—, será que en esta parte del
mundo no miramos la realidad con ojos propios?".

PLÁ$TICO

Una noche, los VISA, una familia de tarjetas de crédito,


decidieron salir a cenar a un restaurante. Al pedir la cuenta,
papá VISA sacó del bolsillo una billetera en la que cargada
hombrecitos, e intentó pagar con ellos.

— Ah, ah, ni hombrecitos ni mujercitas —aseveró el mesero—.


Únicamente efectivo.

— ¡Pero... siempre los han recibido! –insistió papá VISA.

— Sí. Antes –acotó el mesero—. Últimamente la máquina los


rechaza porque salen sin fondos, y con cierta falla en la banda
magnética.

AUTOTEXTO

Un día, en la triste soledad de una biblioteca pública, un libro


decidió abrir sus páginas, sentarse, encender una lámpara y
leerse a sí mismo. Aprendió mucho, pues se trataba de un libro
sobre los medios de comunicación en la era actual, entre los
cuales, ellos, libros, eran de poco uso. De modo que el libro
tuvo tiempo para releerse, subrayarse y analizarse, de la misma
manera que tuvo tiempo para hacer lo propio con el resto de
libros de la biblioteca. Tan sabio llegó a ser, que pronto fue
ascendido a enciclopedia y pudo entender que, claro, vivía en un
mundo de analfabetas en el cual los libros eran las únicas
personas que leían cosas importantes y a conciencia. Pronto,
convenció a sus colegas de que abandonaran las bibliotecas y se
fueran a los parques de diversión, a los cines, a las calles, a los
estadios deportivos, a los restaurantes de comida rápida, a los
supermercados, a los centros comerciales, a las emisoras de
radio, a las salas de belleza, a las playas y a las salas de
televisión con el propósito de leer a la gente. "Hay tanto que
aprender de ellos" –concluyeron– "que no habíamos caído en la
cuenta de que el mundo es una enorme biblioteca –y se
preguntaron—: "¿Por qué será que nos tenían encerrados?" –, a
lo que un anciano Tratado de Ética respondió—: "Es que lo que
se encierra es siempre lo peligroso".
UVAS VERDES

"Quiso una zorra hambrienta, al ver colgando de una parra


hermosos racimos de uva, atraparlos con su boca..." (Esopo) ,
pero el más inteligente racimo pensó:

— Qué tonto fue Esopo y qué tonta ha sido la Humanidad, y


hasta qué tontos han sido los propios racimos temerosos.
!Ignorantes: las zorras no comen uvas!

LA HORA

Las campanas de la torre empezaron a tocar a rebato y por su


cuenta. La gente entonces se congregó en la plaza, frente a la
iglesia, y preguntó a las campanas:

— ¿A qué se debe tanto alboroto?

Las campanas respondieron:

— A que ya es la hora.

— ¿La hora de qué?

— Ah, ese es problema de ustedes. Nosotras nos encargamos


sólo de dar la hora, ¡pero ya es la hora!

ALÓ... ALÓ !!

Un día un teléfono llamó por teléfono a otro teléfono.

—Oye —le dijo— me gustaría que discutiéramos sobre el


problema del cruce de líneas, la interceptación de nuestros
diálogos, la hosquedad de las operadoras y otras cosas de
menor importancia, como eso del terrorismo y el...

— !No seas ingenuo! —le interrumpió el otro— !Cómo se nota tu


inexperiencia en estos asuntos! ¿Cuántas veces te he dicho que
estas cosas no son para comentarlas por teléfono sino
personalmente!

NOTICIA

Erase una ciudad iluminada por luces de neón, faros


de automóviles, avisos comerciales, calcomanías
fosforescentes y señales de tráfico. Por ella, perdido entre
callejones, deambulaba en las noches el fantasma de una triste
lamparita de petróleo.

— Es una lámpara ciega —señalaban diarios y revistas, y


periodistas de radio y televisión—. Es una lámpara ciega —
insistían—, pues dice buscar a un hombre y no ve a todos los
que andamos por las calles.

TELECONTAGIO

Un grupo de televisores que jamás había visto televisión se


sentó un día en la sala de un amigo a mirar un programa en la
pantalla de un colega de 24 pulgadas. Tomando conciencia de
cuanto habían hecho a la Humanidad, fue un anciano PHILIPS
holandés de patitas y con alma aún en blanco y negro, quien
convenció a los compactos jóvenes japoneses de colores, alta
resolución y control remoto... que bebieran la pócima de cicuta
que habría de redimirlos en la muerte del imperdonable
atentado contra el diálogo socrático.

LÓGICO

Hubo una vez un poeta que se acercó a un olmo a pedirle peras,


y el olmo se las dio. Pero dejó claro que había hecho aquello
para que el mundo entero supiera que la lógica botánica daba
sus ramas a torcer ante una sola lógica: la lógica poética.
ASILO

Ayer en la tarde un semáforo se asiló en la embajada de un país


amigo. La policía secreta había empezado a perseguirlo porque
a partir de un mediodía se le dio por romper las convenciones y
marcar el siga con rojo y el alto con verde. El país
amigo, democrático también, decidió favorecerlo con el asilo
político porque, a pesar de todo, el semáforo rebelde seguía
pensando que la precaución se marcaba con amarillo.

NUMISMUNDO

Las monedas y los billetes de un coleccionista leyeron una vez a


escondidas el prólogo de un manual de numismática en el cual
se hablaba de un planeta en donde los hombres no usaban el
dinero para comprar cosas; sino que, siendo monedas y billetes
los reyes de la Creación, eran ellas y ellos quienes usaban a
hombres y mujeres para echárselos al bolsillo y utilizarlos como
unidades de cambio.

LA MANZANA

Una manzana que había sido expulsada de su casa por podrida,


empezó a rodar tierra y encontró con el paso de los días que no
estaba tan descompuesta como otros decían, sino madura, y
que ese, el de ser roja, tierna y dulce era el estado natural de
las manzanas; y que a partir de él, ella podía realizarse en la
función de satisfacer y alimentar a la Humanidad. "Claro —
pensó una noche, con madurez—, hasta mi propia especie ha
caído en las garras del aforismo y las trampas del sofisma".

1. ZAPATO ZAPATA
Zapato Zapata fue un zapatito que un lunes cualquiera decidió
fugarse de la zapatería y salir a predicar de vitrina en vitrina, de
almacén en almacén, de fábrica en fábrica, de taller en taller,
pidiendo a zapatos, chanclas, sandalias, zuecos, pantuflas, tenis
y botas que se fugaran como él de la vida ciudadana y se fueran
al monte o a la clandestinidad urbana, no con el propósito de
crear nuevos focos guerrilleros ni mucho menos con la intención
de hacer la revolución, sino con el sólo objeto de que la gente,
por fin, ante la ausencia de calzado, se viera forzada a poner los
pies en la tierra.

2. ENTRE LÁPICES

En una fábrica de lápices para la exportación, dos lápices


conversaban un día:

— ¿Y por qué fabrican aquellos colegas sin borrador?

— Es que esos van para la América Latina.

— ¿Y eso qué es?

— Una tierra lejana en donde nadie reconoce errores.

3. PARO CARDÍACO

Los corazones del mundo (todos) decidieron un día entrar en


huelga. Habían sentido que estaban siendo usados para
manifestar sentimientos contrarios a la bondad de la naturaleza
humana. Fue así como en una asamblea general ordinaria de la
A.M.C. –Asociación Mundial de Corazones— se decretó un paro
cardíaco general. Fue el fin del mundo, acontecido de la manera
más insólita y menos esperada. La gente fue cayendo al suelo
en sus casas, en las calles y en todas partes. Y no hubo temblor
de tierra, ni fuegos extraplanetarios, ni inundaciones, ni
voladura de torres, ni catástrofes de ningún tipo. El mundo se
acabó por donde más se sentía la maldad.
4. YA ERA TIEMPO

Nadie en la relojería pudo entender, ni mucho menos justificar,


que las aspiraciones de aquel relojito humilde fueran las de
llegar a ser reloj despertador, y las de aprender alpinismo, para
así subirse al pico más alto de Los Andes, poner la alarma a las
seis de la mañana y campanear, campanear y campanear, hasta
que todo el Continente despertara de su sueño.

5. CAUSA ULTIMA

Un revólver Colt-45 agarró un día una pistola, se la llevó a la


sien y se metió un tiro. Lo hizo por decepción amorosa: no
había podido conseguir el amor de una 32-corto. Como sucede
con el alma de todo suicida, sus balas no fueron al cielo ni al
infierno sino que quedaron penando para siempre en un eterno
errar por el mundo.

6. DON MOLINO DE LA MANCHA

En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero


acordarme, no ha mucho tiempo que vivió un molino de esos de
aspa de maderos, harina antigua y lúgubre interior. Un día
comentó a su molino vecino:

— Mirad, señor, vienen allí caminando hacia nos... un par de


bultos de trigo.

— ¡Que no son bultos de trigo, tontarrón –exclamó el vecino—.


Que son un caballero andante y su escudero!

— Que son dos bultos de trigo, os digo. Los estoy viendo con
mis propias ventanillas.
— A vos, señor —volvió a hablar el primer molino—, os ha
empezado a afectar tanta lectura.

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