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Carlos Skliar

Música sugerida por lectores

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Confesión: hoy cumplo siete años.

A los siete años tú jugabas, nosotros jugábamos, ellos y ellas jugaban. También íbamos a la
escuela, por lo general. No trabajábamos, pero nos contaban acerca de otros niños que no
iban a la escuela ni jugaban. Lo sabíamos o lo intuíamos de algún modo porque los veíamos en
la calle, pero nos lo tenían que explicar una y otra vez. Cómo era posible que hubiera niños
distintos a nuestra niñez, harapientos, arrastrándose por el suelo, con ojos de adulto y cuerpo
pequeño, rebuscando en la basura algo para comer, o fumando cuando aun no tocaba, o
pidiendo dinero, o vendiendo estampitas de santos ignotos.

A los siete años todavía era posible imaginar que el mundo no se regía por las leyes de las
ciencias exactas sino de las artes y nos era insoportable la idea de la gravedad, de la velocidad
de la luz, de rigurosidad de las matemáticas, del sistema reproductivo, de las fracciones y las
hipotenusas. Solo después tuvimos que reemplazar la ficción por la realidad, la invención por
el concepto, la lectura por la Lectura y tragarnos la redondez absurda de las vocales y las
consonantes. No era posible volver atrás y cierta melancolía comenzó a rondar entre nosotros,
como si fuésemos víctimas solitarias y solidarias de un mismo colapso.

A los siete años no se trataba de la dicha o la desdicha. La vida no buscaba manifestarse en


plenitud ni en felicidad. Ya habíamos llorado, reñido, mentido, muchas horas se nos hacían
insoportables y muchos deseábamos pasar de página, ser adultos de una buena vez, acabar
con esa farsa impostora de la infancia. La cuestión es que queríamos crecer, no abandonar la
infancia. Este es el equívoco más absurdo de lo humano. Que acabar la niñez es acabar con la
infancia.

Tenía razón Bruno Schultz, y tenía también tanto miedo: se trata de ir hacia la infancia, de
madurar hacia ella y no de regresar a la melancolía de un tiempo que ya pasó, que ya no es,
que ya no está o, lo que es peor aún, que nunca existió. Tenía razón en advertir, en aquellos
tiempos de cólera y de guerra, que lo que podría salvarnos -si de salvación se tratara- es una
idea de infancia en cuanto modo artístico de estar en el mundo.

Tiene razón José Luis Pardo, y la seguirá teniendo por mucho tiempo: la infancia es la
experiencia de una inexperiencia que nos acompañará toda la vida, la presencia de una cierta
sabiduría venida de otra parte que nadie consigue nunca descifrar. Para no perder la infancia y
madurar hacia ella habría que seguir pensando que una calle, que las calles, son como los
bosques de los cuentos, y que existen sonidos, aromas, espesuras, irregularidades, colores,
matices, espesuras, que el mundo ofrece con generosidad y gratuidad.

Ese mundo que no está en las pantallas.

Ese mundo en medio del cuerpo en medio de la calle.

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