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Texto: La organización genital infantil 1923

Este texto se puede decir que es una continuación de Tres ensayos de teoría sexual, donde se
trató la vida sexual de los niños y de los adultos; las organizaciones pregenitales, dos tiempos
del desarrollo sexual, la investigación sexual infantil y la aproximación del desenlace de la
sexualidad infantil (5to año de vida) a su conformación final del adulto.

En la niñez se consuma la elección de objeto, como la característica de la fase de desarrollo de


la pubertad. Las aspiraciones sexuales se dirigen a una única persona, y en ella quiere alcanzar
su meta. Es el máximo acercamiento en la infancia a la conformación definitiva que la vida
sexual presentara después de la pubertad. La diferencia respecto de esta última es la
unificación de las pulsiones parciales y su subordinación a los genitales no se establece en la
infancia. La instauración de ese primado al servicio de la reproducción es la última fase de la
organización sexual.
Si bien no se alcanza una verdadera unificación de las pulsiones parciales bajo el primado de
los genitales, en el proceso de desarrollo de la sexualidad infantil el interés por los genitales y
el quehacer genital cobran una significatividad dominante. El carácter principal de la
organización genital infantil, es el mismo que se diferencia de la organización genital definitiva
del adulto. La diferenciación reside en que, para ambos sexos, solo desempeña un papel un
genital, el masculino. No hay primado genital, sino primado del falo.

Desgraciadamente no podemos referirnos en la exposición de este tema más que al varón,


pues nos faltan datos sobre el desarrollo de los procesos correlativos en las niñas.
El niño percibe la diferencia entre varones y mujeres, pero al comienzo no lo relaciona con la
diversidad de los genitales. Él cree que todos los seres humanos, animales y hasta cosas
inanimadas poseen un genital parecido al de él.

Este órgano, tan fácilmente excitante, capaz de variar de estructura y dotado de extrema
sensibilidad, ocupa en alto grado el interés del niño y plantea continuamente nuevos
problemas a su instinto de investigación.

Quisiera observarlo en otras personas, para compararlo con el suyo, y se conduce como si
sospechara que aquel miembro podría y debería ser mayor. La fuerza impulsora que este signo
viril desarrollará luego en la pubertad se exterioriza en este período infantil bajo la forma de
curiosidad sexual.

En las indagaciones el nene descubre que no todos los seres humanos son semejantes a él. La
visión casual de los genitales de una hermanita o de una compañera de juegos le inicia en este
descubrimiento.

Los niños de inteligencia despierta han concebido ya anteriormente, al observar que las niñas
adoptan al orinar otra postura y producen ruido distinto, la sospecha de alguna diversidad
genital, e intentan repetir tales observaciones para lograr un pleno esclarecimiento.

La reacción frente a las primeras impresiones de la falta del pene, al principio desconocen esa
falta, creen ver un pene pequeño y piensan que ya le va a crecer, luego llegan a la conclusión
de que estuvo presente y fue removido. La falta del pene la entiende como resultado de una
castración, y al niño se le plantea la tarea de habérselas con la castración de su propia persona.
Solo se puede apreciar la significatividad del complejo de castración, si se tiene en cuenta su
génesis en la fase del primado del falo.
Darse cuenta de la falta de pene en la mujer deriva en:
a) Horror hacia la mujer: Le resulta insoportable la idea de ser castrado, que se representa en
la visión de los genitales femeninos.
b) Menosprecio hacia la mujer: Parte del temor a la propia castración, se disocia una corriente
tierna y una excitación sexual. Denigra, desprecia a todas las mujeres menos a la madre
porque tiene falo.
c) Tendencia hacia la homosexualidad: Si se tiene un compañero sexual que tiene pene, no
tengo temor a la castración.
El nene cree que solo personas despreciables del sexo femenino están castradas,
probablemente culpables de las mismas mociones prohibidas en que él mismo incurrió,
habrían perdido el genital. Pero las personas respetables como su madre siguen conservando
el pene.

Para el niño, ser mujer no coincide todavía con la falta del pene. Cuando indaga en el
nacimiento de los niños, se da cuenta de que solo las mujeres pueden parir un hijo, por lo que
la madre perderá el pene y pensará complejas teorías, hasta equiparar el truque del pene a
cambio de un hijo. Al parecer no se descubren nunca los genitales femeninos, ya que el niño
vive en el vientre (intestino) de la madre y es parido por el ano.

Es importante tener presente las mudanzas que experimenta, durante el desarrollo sexual
infantil, la polaridad sexual a que estamos habituados. Una primera oposición se introduce con
la elección de objeto, que sin duda presupone sujeto y objeto.

En el estadio de la organización pregenital sádico-anal no puede hablarse aún de masculino y


femenino; predomina la antítesis de activo y pasivo.

En el estadio siguiente al de la organización genital infantil hay ya un masculino, pero no un


femenino; la antítesis es aquí genital masculino o castrado.

Sólo con el término de la evolución en la pubertad llega a coincidir la polaridad sexual con
masculino y femenino. Lo masculino comprende el sujeto, la actividad y la posesión del pene.
Lo femenino integra el objeto y la pasividad. La vagina es reconocida ya entonces como
albergue del pene, recibe la herencia del vientre materno.
Texto: el sepultamiento del complejo de Edipo 1924

Este texto tiene interés porque hace hincapié a que la sexualidad sigue un curso diferente de
desarrollo en los varones y las niñas.

El complejo de Edipo es un fenómeno central del periodo sexual de la primera infancia.


Después cae sepultado, se reprime, y es seguido por el periodo de latencia. Se va a pique a raíz
de las dolorosas desilusiones acontecidas. La nena, que quiere ser la amada predilecta del
padre, tendrá que vivenciar reprimendas por parte de él, y estará desilusionada. El varón, que
considera a la madre como su propiedad, ella le quita el amor y el cuidado para entregárselos
a un recién nacido. Así, el complejo de Edipo se iría al fundamento a raíz de su fracaso, como
resultado de su imposibilidad interna.

Otra concepción dirá que el complejo de Edipo tiene que caer porque ha llegado el tiempo de
su disolución. Es verdad que el complejo de Edipo es vivenciado de manera enteramente
individual por la mayoría de los humanos, pero es también un fenómeno determinado por la
herencia, dispuesto por ella, que tiene que desvanecerse de acuerdo con el programa cuando
se inicia la fase evolutiva siguiente, predeterminada.

Ambas concepciones tienen derecho, queda espacio para la ontogenética y la filogenética.

Últimamente se ha aguzado nuestra sensibilidad para la percepción de que el desarrollo sexual


del niño progresa hasta una fase en que los genitales ya han tomado sobre sí el papel rector.
Pero estos genitales son sólo los masculinos (más precisamente, el pene), pues los femeninos
siguen sin ser descubiertos. Esta fase fálica, contemporánea a la del complejo de Edipo, no
prosigue su desarrollo hasta la organización genital definitiva, sino que se hunde y es relevada
por el período de latencia. Ahora bien, su desenlace se consuma de manera típica y
apuntalándose en sucesos que retornan de manera regular.

Cuando el niño (varón) ha volcado su interés a los genitales, después tiene que hacer la
experiencia de que los adultos no están de acuerdo con ese obrar. Sobreviene la amenaza de
que se le arrebatará esta parte tan estimada por él. Las mujeres mismas proceden a una
mitigación simbólica de la amenaza, pero con el corte de la mano. Acontece que al varoncito
no se lo amenaza con la castración por jugar con la mano en el pene, sino por mojar todas las
noches su cama. La persistencia con mojarse en la cama ha de equipararse a la polucion del
adulto: una expresión de la misma excitación genital que en esa época ha esforzado al niño a la
masturbación.

Ahora bien, la tesis es que la organización genital fálica del niño se va al fundamento a raíz de
esta amenaza de castración. En efecto, al principio el varoncito no presta creencia ni
obediencia algunas a la amenaza. El niño ya ha perdido partes muy apreciadas de su cuerpo: el
retiro del pecho materno, primero temporario y definitivo después, y la separación del
contenido de los intestinos, diariamente exigido. Pero nada se advierte en cuanto a que estas
experiencias tuvieran algún efecto con ocasión de la amenaza de castración. Sólo tras hacer
una nueva experiencia empieza el niño a contar con la posibilidad de una castración.

La observación que por fin quiebra la incredulidad del niño es la de los genitales femeninos.
Con ello se ha vuelto representable la pérdida del propio pene, y la amenaza de castración
obtiene su efecto con posterioridad.
La vida sexual del niño en esa época en modo alguno se agota en la masturbación. La
masturbación es sólo la descarga genital de la excitación sexual perteneciente al complejo. El
complejo de Edipo ofrecía al niño dos posibilidades de satisfacción, una activa y una pasiva. 1)
Pudo situarse de manera masculina en el lugar del padre y, como él, mantener comercio con la
madre, a raíz de lo cual el padre fue sentido pronto como un obstáculo; o 2) quiso sustituir a la
madre y hacerse amar por el padre, con lo cual la madre quedó sobrando. La aceptación de la
posibilidad de castración, la intelección de que la mujer es castrada, puso fin a las dos
posibilidades de satisfacción derivadas del complejo de Edipo. Ambas conllevan a la pérdida
del pene; la masculina, en calidad de castigo, y la otra la femenina, como premisa (PUP). Si la
satisfacción amorosa en el terreno del complejo de Edipo debe costar el pene, entonces por
fuerza estallará el conflicto entre el interés narcisista en esta parte del cuerpo y la investidura
libidinosa de los objetos parentales. En este conflicto triunfa normalmente el primero de esos
poderes: el yo del niño se extraña del complejo de Edipo.

Modo en que acontece: Las investiduras de objeto son resignadas y sustituidas por
identificación. La autoridad del padre, o de ambos progenitores, introyectada en el yo, forma
ahí el núcleo del superyó, que toma prestada del padre su severidad, perpetúa la prohibición
del incesto y, así, asegura al yo contra el retorno de la investidura libidinosa de objeto. Las
aspiraciones libidinosas pertenecientes al complejo de Edipo son en parte desexualizadas y
sublimadas, lo cual probablemente acontezca con toda trasposición en identificación, y en
parte son inhibidas en su meta y mudadas en mociones tiernas. El proceso en su conjunto
salvó una vez más los genitales, alejó de ellos el peligro de la pérdida, y además los paralizó,
canceló su función. Con ese proceso se inicia el período de latencia, que viene a interrumpir el
desarrollo sexual del niño.

No veo razón alguna para denegar el nombre de «represión» al extrañamiento del yo respecto
del complejo de Edipo. Pero el proceso descrito es más que una represión; equivale, cuando se
consuma idealmente, a una destrucción y cancelación del complejo. Si el yo no ha logrado
efectivamente mucho más que una represión del complejo, este subsistirá inconciente en el
ello y más tarde exteriorizará su efecto patógeno.

Se justifica la tesis de que el complejo de Edipo se va al fundamento a raíz de la amenaza de


castración. ¿Cómo se consuma el correspondiente desarrollo en la niña pequeña?

También el sexo femenino desarrolla un complejo de Edipo, un superyó y un período de


latencia.

El clítoris de la niñita se comporta al comienzo en un todo como un pene, pero ella, por la
comparación con un compañerito de juegos, percibe que es «demasiado corto», y siente este
hecho como un perjuicio y una moción de inferioridad. Durante un tiempo se consuela con la
expectativa de que después, cuando crezca, ella tendrá un apéndice tan grande como el de un
muchacho. Es en este punto donde se bifurca el complejo de masculinidad de la mujer. Pero la
niña no comprende su falta actual como un carácter sexual, sino que lo explica mediante el
supuesto de que una vez poseyó un miembro igualmente grande, y después lo perdió por
castración. Así se produce esta diferencia esencial: la niñita acepta la castración como un
hecho consumado, mientras que el varoncito tiene miedo a la posibilidad de su consumación.
Excluida la angustia de castración, está ausente también un poderoso motivo para instituir el
superyó e interrumpir la organización genital infantil. El complejo de Edipo de la niñita es
mucho más unívoco que el del pequeño portador del pene; según mi experiencia, es raro que
vaya más allá de la sustitución de la madre y de la actitud femenina hacia el padre. La renuncia
al pene no se soportará sin un intento de resarcimiento. La muchacha se desliza -a lo largo de
una ecuación simbólica, diríamos- del pene al hijo; su complejo de Edipo culmina en el deseo,
alimentado por mucho tiempo, de recibir como regalo un hijo del padre, parirle un hijo. Se
tiene la impresión de que el complejo de Edipo es abandonado después poco a poco porque
este deseo no se cumple nunca. Ambos deseos, el de poseer un pene y el de recibir un hijo,
permanecen en lo inconsciente.

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