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Ana María Rengifo

Trabajo de Traducción

Prof. Victoria Béguelin

El Extranjero, Albert Camus1

Primera parte

Hoy, mamá murió. O quizá fue ayer, no lo sé. Recibí un telegrama del asilo: “Madre fallecida.
Entierro mañana. Mis condolencias.” Aquello no quiere decir nada. Quizá ocurrió ayer.
El asilo de ancianos queda en Marengo, a ochenta kilómetros de Alger. Tomaré el
autobús a las dos y llegaré por la tarde. Así podré velarla y estaré de regreso en mi casa
mañana por la noche. Le pedí dos días libres a mi patrón y él no podía negármelos con una
excusa semejante. Pero no parecía contento. Llegué a decirle: “No es culpa mía”. No respondió.
Entonces pensé que no debería haber dicho eso. En suma, no tenía por qué disculparme. Era
más bien él quien debía darme el sentido pésame. Pero lo hará sin duda pasado mañana,
cuando me vea de luto. Por el momento, es un poco como si mamá no estuviera muerta.
Después del entierro, por el contrario, será un asunto archivado y todo se habrá revestido de
una apariencia más oficial.
Tomé el autobús a las dos. Hacía mucho calor. Comí en un restaurante, el de Celeste,
como de costumbre. Todos me compadecían mucho y Celeste me dijo: “Madre sólo hay una”.
Cuando me marché, me acompañaron hasta la puerta. Estaba un poco aturdido porque tuve
que subir donde Emanuel para que me prestara una corbata negra y un brazalete. Perdió a su
tío, hace unos meses.
Corrí para no perder el autobús. Esa prisa, esa carrera, es a causa de todo eso sin duda,
más los tumbos que daba el vehículo, el olor a gasolina, la reverberación de la carretera y del
cielo, que me adormecí. Dormí durante casi todo el trayecto. Cuando me desperté, estaba
agazapado contra un militar que me sonrió y me pregunto si venía de lejos. Dije “Sí”, para no
tener que hablar más.
El asilo está a dos kilómetros del pueblo. Hice el camino a pie. Quise ver a mamá

1
Camus, Albert. L’étranger. Gallimard, 1942 (p. 9-31).
inmediatamente. Pero el portero me dijo que tenía que entrevistarme con el director. Como
éste estaba ocupado, esperé un poco. Durante todo el tiempo, el portero habló, y luego, me vi
con el director: me recibió en su oficina. Es un anciano bajito, con la Legión de Honor. Me miró
con sus ojos claros. Luego me estrechó la mano y la tuvo estrechada entre las suyas tanto
tiempo que yo no sabía cómo retirarla. Consultó un archivo y me dijo: “La señora Meursault
llegó aquí hace tres años. Usted era su único apoyo.” Creí que me estaba reprochando algo y
empecé a explicarle. Pero me interrumpió. “No tiene por qué justificarse, mi querido niño. Leí
el expediente de su madre. Usted no podía sostenerla económicamente. Necesitaba una
enfermera. Sus salarios son modestos. Y después de todo, ella era más feliz aquí." Dije: "Sí,
señor director." Y él agregó: "Usted sabe, ella tenía amigos, gente de su edad. Podía compartir
con ellos intereses que son de otro tiempo. Usted es joven y ella debía de aburrirse en su
compañía."
Era verdad. Cuando estaba en casa, mamá no hacía más que seguirme con los ojos en
silencio. Los primeros días que pasó en el asilo, lloraba a menudo. Pero eso era a causa de la
costumbre. Al cabo de unos meses, habría llorado si la hubieran sacado del asilo. De nuevo a
causa de la costumbre. Es en parte por eso que el último año casi dejé de visitarla. También
porque en ello se me iba todo el domingo - sin contar el esfuerzo de ir hasta el autobús,
comprar los tiquetes y aguantarse dos horas de carretera.
El director me habló un poco más. Pero yo ya casi no lo oía. Luego me dijo: "Supongo
que quiere ver a su madre." Me levanté sin decir nada y él se adelantó hasta la puerta. En la
escalera, me explicó: "La hemos transportado a nuestra pequeña morgue. Para no impresionar
a los demás. Cada vez que un interno muere, los otros quedan nerviosos durante dos o tres
días. Y eso dificulta el trabajo.” Atravesamos un patio donde había muchos ancianos que
charlaban en pequeños grupos. Se callaban cuando pasábamos a su lado. Y a nuestras
espaldas, las conversaciones volvían a comenzar. Parecía una algarabía sorda de cotorras. A la
puerta de un pequeño edificio, el director me abandonó: "Lo dejo, señor Meursault. Estoy a su
disposición en mi oficina. Normalmente, el entierro está fijado para las diez de la mañana.
Hemos pensado que de este modo usted podrá velar a la difunta. Una última palabra: su
madre, al parecer, expresó a menudo a sus compañeros el deseo de tener un entierro
religioso. Me encargué de hacer lo necesario. Pero quería ponerlo al tanto." Le agradecí.
Mamá, sin ser atea, no había pensado nunca en la religión mientras vivía.
Entré. Era una sala muy
clara, encalada y recubierta de una vidriera. Estaba amoblada con sillas y bancos en forma de
X. Dos de ellos, en el centro, sostenían un ataúd cerrado. Solo se veían tornillos brillantes,
apenas clavados, destacándose sobre la madera pintada con nogalina. Cerca del ataúd había
una enfermera árabe en bata blanca con una pañoleta de un color vivo en la cabeza.
En ese momento, el
portero entró a mis espaldas. Había debido correr. Masculló: "La cubrimos, pero debo
desatornillar el ataúd para que pueda verla.". Se estaba acercando al ataúd cuando lo detuve.
Me dijo: "¿No quiere?" Respondí: "No.". Interrumpió su gesto y me sentí incómodo porque
presentía que no debía haber dicho eso. Al cabo de unos momentos, me miró y preguntó:
"¿Por qué?", pero sin tono de reproche, como si sólo se estuviera informando. Dije: "No sé".
Entonces, retorciéndose el bigote blanco, declaró sin mirarme: "Comprendo." Tenía ojos
bellos, azul claro, y una tez algo roja. Me dio una silla y él mismo se sentó un poco detrás de
mí. La enfermera se levantó y se dirigió hacia la salida. En ese momento, el portero me dijo:
"Es un chancro que tiene." Como yo no entendía, miré a la enfermera y vi que llevaba sobre los
ojos una venda que le rodeaba la cabeza. A la altura de la nariz, la venda era plana. No se veía
más que la blancura de la venda en su rostro. Cuando ella se fue,
el portero habló: “Voy a dejarlo solo.” No sé qué gesto hice, pero se quedó, parado detrás de
mí. Esta presencia a mis espaldas me ponía incómodo. Una bella luz de final de tarde llenaba la
habitación. Dos abejorros zumbaban contra el vidrio/la vidriera. Y sentía que el sueño se
apoderaba de mí. Le dije al portero, sin voltearme hacia él: “¿Hace tiempo que está aquí?”
Inmediatamente respondió: “Cinco años” – como si hubiera esperado desde siempre mi
pregunta. Acto
seguido, charló mucho conmigo. Nunca pensó que terminaría de portero en el asilo de
Marengo. Tenía sesenta y cuatro años y era parisino. En ese momento, lo interrumpí: “¡Ah!
¿No es usted de aquí?” Luego me acordé de que antes de llevarme donde el director, me había
hablado de mamá. Me había dicho que había que enterrarla muy rápido, porque en la planicie
hacía mucho calor, sobre todo en este país. Fue entonces cuando me contó que había vivido en
París y que le costaba mucho olvidar. En París, uno se queda con el muerto tres, cuatro días a
veces. Aquí no hay tiempo, uno apenas si se ha hecho a la idea cuando ya tiene que correr
detrás del coche fúnebre. Entonces, su mujer le había dicho: “Cállate, esas cosas no son para
contarle al señor.” El viejo se había sonrojado y disculpado. Yo había intervenido para decir:
“Claro que no. Claro que no.” Me parecía que lo que contaba era apropiado e interesante.
En la pequeña morgue,
me contó que había entrado en el asilo como indigente. Como se sentía capaz, se había
ofrecido para el puesto de portero. Yo hice la observación de que, a fin de cuentas, era un
interno. Me dijo que no. Yo ya me había asombrado por su manera de decir: “ellos”, “los otros”,
y menos frecuentemente, “los viejos”, hablando de los internos, cuando algunos de estos no
eran de más edad que él. Pero naturalmente, no era la misma cosa. Él era portero, y en cierta
medida, tenía derechos sobre ellos. La enfermera
entró en ese momento. La noche había caído bruscamente. Muy rápido, la noche se había
espesado por encima de la vidriera. El portero prendió el conmutador y fui cegado por la
salpicadura repentina de la luz. Me invitó a ir al refectorio para cenar. Pero yo no tenía
hambre. Entonces se ofreció a traerme una taza de café con leche. Como me gusta mucho el
café con leche, acepté y volvió después de un momento con una bandeja. Bebí. Entonces, me
dieron ganas de fumar. Pero dudé porque no sabía si era capaz de hacerlo enfrente de mamá.
Reflexioné. Aquello no tenía ninguna importancia. Le ofrecí un cigarrillo al portero y fumamos.
En un momento dado, me
dijo: “Sabe usted, los amigos de su señora madre van a venir a velarla también. Es la
costumbre. Tengo que ir a buscar sillas y café negro.” Le pregunté si podíamos apagar una de
las lámparas. El resplandor de la luz sobre los muros blancos me cansaba. Me dijo que no era
posible. La instalación estaba hecha así: era todo o nada. Dejé de hacerle mucho caso. Salió,
volvió, acomodó las sillas. En una de ellas, apiló unas tazas alrededor de una cafetera. Luego se
sentó frente a mí, del otro lado de mamá. La enfermera también estaba al fondo, de espaldas a
nosotros. No alcanzaba a ver lo que hacía. Pero juzgando por el movimiento de sus brazos,
podía creer que estaba tejiendo. Estaba haciendo buen tiempo, el café me había calentado y
por la puerta abierta entraba un olor a noche y a flores. Creo que dormité un poco.
Fue un roce lo que me despertó. Como había
cerrado los ojos, la habitación me pareció aún más resplandeciente de blancura. Delante de
mí, no había ni una sombra y cada objeto, cada ángulo, todas las curvas se desdibujaban con
una pureza hiriente para los ojos. Fue en ese momento que los amigos de mi mamá entraron.
En total eran una decena y se deslizaban en silencio en esa luz cegadora. Se sentaron sin que
ninguna silla chirriara. Los veía como nunca he mirado a nadie y ni un solo detalle de sus
rostros o sus vestimentas se me escapaba. Sin embargo, no los oía y me costaba creer en su
realidad (CROIRE A LEUR REALITE). Casi todas las mujeres llevaban delantal y el cordel que
les apretaba la cintura hacía salir sus vientres abombados. Hasta entonces no me había dado
cuenta hasta qué punto las mujeres ancianas pueden tener barriga. Casi todos los hombres
eran muy flacos y llevaban bastón. Lo que me impresionaba de sus rostros era que no veía sus
ojos, sino solamente una luz sin brillo en medio de un nido de arrugas. Cuando se sentaron, la
mayoría me miró y asintió con la cabeza incómodamente, con los labios todos hundidos por
sus bocas sin dientes, sin que yo pudiera saber si se trataba de un saludo o de un tic. Me quedo
con la hipótesis de que me estaban saludando. Fue en ese momento en que me di cuenta de
que todos estaban sentados frente a mí, moviendo la cabeza y rodeando al portero. Tuve por
un momento la ridícula impresión de que estaban ahí para juzgarme.
Poco tiempo después, una de las mujeres se puso a llorar. Estaba en la
segunda hilera, escondida por una de sus compañeras, y yo no la podía ver bien. Lloraba
dando griticos, regularmente: me parecía que nunca se detendría. Los otros no parecían
escucharla. Estaban abatidos, apagados y silenciosos. Miraban el ataúd o su bastón o lo que
sea, pero miraban sólo eso. La mujer seguía llorando. Estaba muy asombrado ya que no la
conocía. Me habría gustado no oírla más. No obstante, no me atrevía a decírselo. El portero se
inclinó hacia ella, le habló, pero ella sacudió la cabeza, balbuceó algo y continuó llorando con
la misma regularidad. Entonces el portero vino a mi lado. Se sentó cerca de mí. Tras un
momento bastante largo, me informó sin mirarme: "Era muy cercana a su señora madre. Dice
que ella era su única amiga aquí y que ahora no tiene a nadie."
Nos quedamos largo tiempo así. Los suspiros y sollozos de la mujer se enrarecían. Se
sorbía mucho los mocos. Al fin se calló. Yo ya no tenía sueño, pero estaba cansado y me dolían
los riñones. En ese momento, el silencio de toda esa gente me era insoportable. De vez en
cuando, oía un ruido singular y no podía entender qué era. A la larga, terminé adivinando que
algunos de los ancianos chupaban el interior de sus mejillas y emitían esos extraños
chasquidos. No se daban cuenta de lo absortos que estaban en sus pensamientos. Yo inclusive
tenía la impresión de que esa muerta acostada en medio de ellos no significada nada para
ellos. Pero ahora creo que era una impresión errónea.
Todos tomamos café, servido por el portero. Luego, ya ni sé. La noche pasó. Recuerdo
que en un momento abrí los ojos y vi que los ancianos dormían TASSES SUR EUX-MÊMES,
excepto uno sólo, quien, con el mentón posado en el dorso de sus manos aferradas al bastón,
me miraba fijamente como si no esperara más que mi despertar. Luego, dormí otro poco. Me
desperté porque cada vez me dolían más los riñones. El día se deslizaba sobre la vidriera.
Poco después, uno de los ancianos se despertó y tosió mucho. Escupía en un gran pañuelo a
cuadros y cada uno de sus escupitajos era como un desgarramiento. Despertó a los otros y el
portero dijo que era mejor que se fueran. Se levantaron. Esta vieja molestosa les había dejado
una expresión triste en el rostro. Al salir y para mi gran asombro, todos me estrecharon la
mano - como si esa noche en que no habíamos intercambiado una sola palabra hubiera
aumentado nuestra intimidad. Estaba
cansado. El portero me condujo a su casa y pude asearme un poco. Bebí otra vez un café con
leche que estaba muy bueno. Cuando salí, ya estaba bien entrado el día. Por encima de las
colinas que separan a Marengo del mar, el cielo estaba lleno de rubores. Y el viento que
pasaba sobre las colinas traía hasta mí un olor a sal. Se preparaba un bello día. Hacía tiempo
que no iba al campo y sentía que me habría procurado placer darme un paseo si tan sólo no
hubiera ocurrido lo de mi mamá. Pero
esperé en el patio, bajo una palma de plátano. Respiraba el olor de la tierra fresca y ya no tenía
sueño. Pensé en mis compañeros de trabajo. A esa hora, debían estar levantándose para ir a
trabajar: para mí esa era siempre la hora más difícil. Pensé un poco más en estas cosas, pero
me distrajo una campana que sonaba dentro del establecimiento. Hubo un trajín al otro lado
de las ventanas, luego todo se calmó. El sol había subido un poco más en el cielo: empezaba a
calentar mis pies. El portero atravesó el patio y me dijo que el director quería verme. Fui a su
oficina. Me hizo firmar una cierta cantidad de documentos. Vi que estaba vestido de negro con
un pantalón a rayas. Cogió el teléfono en la mano y me interpeló: “Los empleados de la
funeraria están aquí desde hace un momento. Voy a pedirles que vengan a cerrar el ataúd.
¿Quiere usted ver a su mamá por última vez?” Dije que no. Musitó una orden por el teléfono:
“Figeac, dígale a los hombres que pueden proceder.” Luego me dijo que
iría al entierro y le agradecí. Se sentó a su escritorio, cruzó sus pequeñas piernas. Me informó
que él y yo seríamos los únicos, junto con la enfermera de turno. Teóricamente, los internos
no debían asistir a los entierros. Sólo los dejaba ir a la velación. “Es una cuestión de
humanidad”, observó. Pero en este caso, le había dado permiso para seguir el cortejo a un
viejo amigo de mi mamá: “Thomas Pérez.” En ese momento, el director sonrió. Me dijo: “Verá
usted, es un sentimiento algo pueril. Pero él y su mamá siempre estaban juntos. En el asilo, los
molestaban, le decían a Pérez: “Es su prometida”. Él se reía. Aquello les gustaba. Y el hecho es
que la muerte de la señora Meursault lo afectó mucho. No creí tener que negarle la
autorización. Pero acatando el consejo del médico domiciliario, le prohibí la velación de ayer.”
Nos quedamos en silencio bastante
tiempo. El director se levantó y miró por la ventana de su oficina. En un momento dado,
observó: “Ahí llega el cura de Marengo. Llegó antes de tiempo.” Me advirtió que serían
necesarios al menos tres cuartos de hora de marcha para llegar a la iglesia que queda en el
pueblo mismo. Bajamos. Frente al edificio, estaba el cura y dos monaguillos. Uno de estos
tenía un incensario y el cura se inclinaba hacia él para ajustar la longitud de la cadena de plata.
Cuando llegamos, el cura se irguió. Me llamó “hijo mío” y me dijo unas cuantas palabras. Entró;
lo seguí. De inmediato vi que los tornillos del
ataúd estaban ajustados y que había cuatro hombres negros en la habitación. Al mismo tiempo
oí decir al director que el carro me esperaba en la carretera y al cura empezar sus oraciones.
De ahí en adelante, todo pasó muy rápido. Los hombres se acercaron al ataúd con una sábana.
El cura, sus seguidores, el director y yo salimos. Ante la puerta estaba una señora que no
conocía: “Señor Meursault”, dijo el director. No oí el nombre de aquella señora y tan sólo
entendí que era enfermera delegada. Inclinó sin una sonrisa su rostro huesudo y largo. Luego,
nos apartamos para dejar pasar el cuerpo. Seguimos a los que lo cargaban y salimos del asilo.
Delante de la puerta, estaba el coche. Barnizado, oblongo y lustroso, me hacía pensar en una
cartuchera. Al lado de este estaban el director de la funeraria, un hombre bajo con una
vestimenta ridícula, y un anciano de aspecto inseguro. Comprendí que se trataba del señor
Pérez. Llevaba un sombrero de fieltro blando y redondo con alas largas (que se quitó cuando
el ataúd salió por la puerta), un traje cuyo pantalón TIRE-BOUCHONNAIT SUR LES zapatos y
una corbata negra demasiado pequeña (ET UN NOEUD D’ETOFFE NOIRE TROP PETIT POUR
SA CHEMISE A COL BLANC) para su gran camisa de cuello blanco. Sus labios temblaban bajo
un nariz llena de puntos negros. Su fino cabello blanco dejaba ver unas curiosas orejas
colgantes y MAL OURLEE cuyo color rojo sangre en ese rostro pálido me impresionó. El
director de la funeraria nos asignó nuestros puestos. El cura caminaba al comienzo, seguido
del coche. Alrededor de este, los cuatro hombres. Detrás, el director, yo, y cerrando la marcha,
la enfermera delegada y el señor Pérez.
El sol dominaba el cielo. Comenzaba a pesar sobre la tierra y el calor
aumentaba rápidamente. No sé por qué esperamos largo rato antes de ponernos en marcha.
Tenía calor con mis ropas oscuras. El viejecito, que se había vuelto a cubrir, se quitó el
sombrero. Yo me había volteado un poco hacia él y estaba mirándolo cuando el director me
habló de él. Me dijo que a menudo por las tardes mi madre y el señor Pérez se daban un paseo
hasta el pueblo acompañados por una enfermera. Yo miraba el campo a mi alrededor. A través
de esas líneas de cipreses que llevaban hasta las colinas cerca del cielo, esa tierra rojiza y
verde, esas pocas casas bien dibujadas, comprendía a mi mamá. La tarde en esta región debía
ser como una tregua melancólica. Ese día, el sol desbordado hacía que el paisaje se
estremeciera y volvía a este último inhumano y deprimente.
Nos pusimos en marcha. Fue en ese momento en que me di cuenta de
que Pérez cojeaba ligeramente. El coche, poco a poco, aceleraba y el anciano perdía terreno.
Uno de los hombres que rodeaba el coche se había dejado coger ventaja y ahora caminaba a
mi nivel. Yo estaba sorprendido de la rapidez con que el sol subía en el cielo. Me di cuenta de
que hacía tiempo que el campo zumbaba por el canto de los insectos y el crujido de la hierba.
El sudor caía por mis mejillas. Como no tenía sombrero, me abanicaba con mi pañuelo. El
empleado de la funeraria me dijo entonces algo que no oí. Al mismo tiempo, se secaba la
cabeza con un pañuelo que tenía en la mano izquierda, mientras su mano derecha levantaba el
borde de su cachucha. Le dije: “¿Cómo?”. Repitió señalando el cielo: “Está golpeando fuerte.”.
Dije: “Sí.” Poco tiempo después, me preguntó: “¿Es su madre la que está ahí?” Otra vez dije:
“Sí.” “¿Estaba mayor?” Respondí: “Más o menos”, porque no sabía la cifra exacta. A
continuación, se calló. Me volteé y vi al viejo Pérez a unos cincuenta metros detrás de
nosotros. Se apuraba balanceando su sombrero al extremo de su brazo. Miré también al
director. Caminaba con mucha dignidad, sin un sólo gesto inútil. Unas cuantas gotas de sudor
perlaban su frente, pero él no las secaba.
Me parecía que el cortejo se movía un poco más rápido. A mi alrededor estaba todavía
el mismo campo luminoso saturado de sol. El resplandor del sol era insostenible. En un
momento dado, pasamos por una parte de la carretera que había sido recientemente
arreglada. El sol había hecho estallar el asfalto. Los pies se hundían en este y dejaban al
descubierto su pulpa brillante. LES PIEDS Y ENFONCAIENT ET LAISSAIENT OUVERTE SA
PULPE BRILLANTE. Encima del coche, el sombrero del cochero, en cuero hirviendo, parecía
haber sido formado con este barro negro. Estaba un poco perdido entre el cielo azul y blanco y
la monotonía de esos colores, negro pegajoso de asfalto abierto, negro apagado de la ropa,
negro lacado del coche. Todo aquello, el sol, el olor a cuero y a excremento proveniente del
coche, el del barniz y el del incienso, el cansancio de una noche de insomnio, me turbaban la
mirada y las ideas. Me volteé una vez más: Pérez parecía estar muy lejos, perdido en una nube
de calor, luego ya no lo divisé más. Lo busqué con la mirada y vi que había abandonado la
carretera y cortado por los campos. También constaté que delante de mí la carretera viraba.
Comprendí que Pérez, quien conocía la región, tomaba un atajo para alcanzarnos. En el viraje
nos había alcanzado. Luego, lo perdimos. De nuevo cogió por un campo y de ese modo hizo
varias veces. Yo sentía la sangre golpeándome contra las cienes.
A continuación todo pasó con tanta
precipitación, certeza y naturalidad que ya no me acuerdo de nada. De una cosa solamente: a
la entrada del pueblo, la enfermera delegada me habló. Tenía una voz particular que no iba
con su rostro, una voz melodiosa y trémula. Me dijo: “Si vamos lento, corremos el peligro de
insolarnos. Pero si vamos muy rápido, transpiramos y en la iglesia atrapamos un resfriado.”
Tenía razón. No había salida. Conservé algunas imágenes de esa jornada: por ejemplo, el
rostro de Pérez cuando, por última vez, nos alcanzó cerca del pueblo. Grandes lágrimas de
pena y de contrariedad corrían por sus mejillas. Pero, a causa de las arrugas, no caían. Se
desparramaban, se volvían a unir, y formaban una película de agua en ese rostro destruido.
También están la iglesia y los aldeanos en los andenes, los geranios rojos sobre las tumbas del
cementerio, el desmayo de Pérez (parecía una marioneta dislocada), la tierra color sangre que
rodaba bajo el ataúd de mi mamá, la carne blanca de las raíces que se mezclaban con la tierra,
más gente, voces, el pueblo, la espera delante de un café, el incesante ronquido del motor, y mi
alegría cuando el autobús entró en el nido de luces de Alger y cuando pensé que me iba a
acostar y dormir durante doce horas.

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