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ERNESTO VOLKENING

Ensayos selectos

1. LA CELESTINA ENFOCADA DESDE OTRO ÁNGULO


2. GOETHE DEMONOLOGO
3. EL MUNDO ANCHO Y AJENO DE ALVARO MUTIS
4. GABRIEL GARCIA MARQUEZ O EL TROPICO DESEMBRUJADO

Ernesto Volkening (Amberes, pero de vecindario renano-alemán, 1908-Bogotá, 1982) llegó a Colombia en 1934, recién
graduado de Derecho, y aquí se quedó hasta su muerte. De hecho, toda su obra «sus ensayos paulatinos y constantes» la
publicó en Colombia, salvo la bella edición de ese libro extraño y maravilloso, entre diario y evocación de la infancia
europea, que es Los paseos de Lodovico (1974). Y sus dos únicos libros colombianos son, el primero, selección de sus
ensayos, y el segundo la edición revisada de su tesis de grado en Derecho.
Imposible negar que Volkening siguió siendo, por su formación y su enfoque, un europeo; pero imposible también negar
que el mundo cultural americano, y en particular colombiano, determinó sus temas, y se convirtió en uno de sus intereses
prioritarios interpretar las producciones culturales colombianas. En sus ensayos conviven, pues, autores tan exóticos como
Bachofen, Hamann o Hartlaub, con los consabidos García Márquez, Mejía Vallejo o Cepeda Samudio. Sus análisis
literarios son de una a veces exasperante minucia, cuyos puntos claves revientan de pronto como revelaciones
insospechadas. Es un explorador. Y lo era con no pocas armas teóricas, las cuales no aplicaba ingenuamente como
paradigmas de interpretación, sino como instrumentos iluminadores de relaciones antes nunca previstas en obras
literarias muy conocidas o en situaciones históricas eternamente comentadas. Fue colaborador de muchas revistas
culturales del país desde los años cuarentas, especialmente de la revista Eco (1960-1984), y esa obra dispersa sin duda es
mucho más extensa de lo que sus publicaciones han podido abarcar.

Oscar Torres Duque

Bibliografía ensayística:

» Los paseos de Lodovico. México, Librería Cosmos, 1974.


» Ensayos. Bogotá, Colcultura: Vol. I: 1975; Vol. II: 1976.
» El asilo interno en nuestro tiempo. Bogotá, Temis, 1981

***

LA CELESTINA ENFOCADA DESDE OTRO ÁNGULO

Ernesto Volkening

«La Celestina enfocada desde otro ángulo» fue escrito en 1967 y publicado en la revista Eco. Figura en el segundo
volumen de la selección de Ensayos de Colcultura.

»Libro, en mi entender divino


si encubriera más lo humano»,

dijo Cervantes de La Celestina. Justamente lo que de humano tiene ha de cautivar a los modernos que deben tener la
impresión de estar conversando con sus propios contemporáneos; tanto así que les parecerá inconcebible que una obra de
acentos tan extrañamente familiares haya sido escrita antes de 1500, poco después de la caída de Granada y del
descubrimiento de América. En efecto, nada encubre la tragicomedia de Calixto y Melibea; todo lo contrario, nos muestra
al hombre en la purpúrea magnificencia de sus pecados y de cuanto le es propio: la codicia, la astucia, la servidumbre y la
grandeza, el poder, la fragilidad y el abismo del corazón.
La discreta censura que se recata en el elogio cervantino y, lejos de restarle valor, condimenta lo que sin el grano de
pimienta fuese insulsa alabanza, también nos da la vara con que medir la distancia entre La Celestina y el Quijote,
distancia la cual no se explica por el solo hecho de haber transcurrido más de un siglo desde la aparición de la primera
hasta la del segundo.
En uno de sus sagaces aforismos observa Wilhelm Pinder, el historiador de arte cuya influencia sobre la formación del
espíritu de los gustos y las preferencias de la época, en particular de los años veinte de nuestro siglo, aún no ha sido
debidamente apreciada: «Las potencias que se yerguen detrás del barroco y del clasicismo son potencias eternas. Sobre
todo, se trata de la conciencia de estar acondicionado, y del anhelo de no estarlo». Partiendo de este criterio, llega uno a
la conclusión, prima facie asaz desconcertante, de que el Quijote se aproxima al clasicismo, y La Celestina, en cambio,
anda muy cerca del barroco, pues ¿qué puede ser más fuerte que el deseo de verse librado de las cadenas del tiempo y del
lugar en el Caballero de la Triste Figura, ni qué más profundo que en el bachiller Fernando de Rojas la melancólica
certidumbre de que no hay liberación, sino en la muerte?
Mas una vez que nos hayamos empapado de esa verdad, también lograremos captar mejor el sentido de otro apunte no
menos asombroso en que dice Pinder que nuestra comprensión de una época en manera alguna queda determinada por
la distancia que de ella nos separa. Lo mismo sería aplicable a una confrontación de las dos obras magnas de la literatura
española. Sin faltarle al respeto a Cervantes, me atrevo a decir que La Celestina, a pesar del mayor lapso transcurrido
desde su presumible primera publicación en 1499, halla una resonancia más honda en el sentimiento vital del hombre
moderno, lo que, dicho sea de paso, no implica ningún juicio apreciativo, sino que apenas se funda en la comprobación de
un hecho sicológico, quizás inaceptable, ya que no por eso menos tangible, para los admiradores del manchego. El
hombre de nuestros días, propenso a precipitar conclusiones, irrespetuoso e iconoclasta como el que más, le criticará al
Quijote «si lo lee, cosa que me parece poco probable» la fuga de la realidad al mito. Desde luego, se equivoca de cabo a
rabo, viendo en el mito una suerte de lucubración fantasmagórica en vez de concebirlo como un protofenómeno
arraigado en el subsuelo del alma colectiva, y cual si fuera poco, pasa por alto el que aquello que, valiéndose de un
manoseado término de la escuela socio-literaria, tilda de «escapismo», constituye precisamente el sine qua non del
Quijote y culmina con esa sublime evocación de la edad de oro en el capítulo XI que, a mi modesto parecer, ha de
contarse entre lo más hermoso y emocionante de cuanto se haya escrito en romance. Por añadidura, presenciamos en el
encuentro con las efigies del hidalgo y de su buen escudero Sancho, no tanto una fuga a mitológicas lejanías cuanto al
nacimiento de un mito cuya fuerza estimulante llega hasta el umbral de nuestra propia época y, por última vez, se encarna
en el binomio de Till Eulenspiegel y Lamme Goedzak del flamenco Charles de Coster. En último análisis, ¡qué
experimentamos y vivimos en las salidas de Don Quijote sino aquel tiempo mítico redescubierto por Mircea Eliade, un
tiempo que siempre fue y siempre será, el eterno presente!
Por desgracia, es este momento de la atemporalidad encerrada en el perenne retorno de la misma fundamental
experiencia mítica, el que más irrita al hombre de nuestro siglo y lo aterra hasta el extremo de precipitarlo hacia la
presunta atemporalidad del progreso ilimitado e inacabable. Ahora bien, si ponemos por caso que ese hombre lee La
Celestina «lo que se me hace no menos inverosímil, ya que tampoco acostumbra leer los libros que le ayuden a
comprenderse a sí mismo», tendrá sin duda la impresión harto grata de haber topado con un autor cuyas inclinaciones
parecen responder a su afán de deshojar mitos. En efecto, los acontecimientos de la tragicomedia de Calixto y Melibea se
sitúan en un plano de recia y casi explosiva terrenalidad, y con la fe de la alta Edad Media que en el Quijote aún se trasluce
cual postrer reflejo dorado del ocaso habrán desaparecido los últimos vestigios del pensar y sentir en categorías míticas, o
por lo menos es esto lo que cree el lector. Más tarde veremos que incurrió en otro error, pues ahí también está tangible el
mito «y por añadidura, un mito cuyos orígenes se pierden en la bruma de la más remota antigüedad», aun cuando, en vez
de manifestarse a través del nostálgico anhelo de la perdida edad de oro, haya quedado relegado al fondo del que se
destaca la efigie de la protagonista, y sin eso, sería ella nada más que una vieja alcahueta sucia, desaliñada, codiciosa y
llena de ardides. Tan sólo a medida que se proyecta su sombra sobre ese fondo arcaico va adquiriendo la Celestina, poco a
poco, las dimensiones de un ser que trasciende los límites de su propia individualidad retratada con el esmero, a un
tiempo amoroso e implacable, de un pintor de brujas. Por lo demás, no faltarían motivos para calificar de acertada la
apreciación del hipotético lector moderno, siquiera en el plano subjetivo, ya que se descubren en La Celestina no pocos
rasgos que responden a su sed insaciable de realidades, sobre todo en cuanto a la esfera erótica se refiere, o sea a ese
extraño fenómeno complementario de su aún más pronunciada inclinación hacia las abstracciones y las sutilezas
cerebrales.
En el fondo, tiene uno la impresión de que, en contraste con la patria castellana del Quijote, tierra de caballeros y monjes,
de pastores y escribanos, La Celestina encarna la otra España, tan ajena del tradicional concepto literario que se han
formado los franceses, alemanes e ingleses de la sombría austeridad y la firme compostura del carácter hispánico. No es la
España que nos pinta Fernando de Rojas la comarca pedregosa, polvorienta, de colores ocre y grisáceo que en el corazón
de la Península se yergue cual fortaleza inconquistable, sino un país mediterráneo de navegantes y mercaderes con estrato
moro, abierto a las múltiples y polifacéticas influencias que vienen de allende el mar, de Italia o del Oriente, y quizás
hayan contribuido a la versión, hoy día caída en desuso, de la filiación judía del autor. Tampoco es el escenario de su obra
el país de místicos, de inquisidores, de autos de fe. En la vida cotidiana, sus personajes son, como la mayoría de nuestros
contemporáneos, algo así como ateos practicantes que llaman al confesor cuando ya es tarde; las hechiceras, lejos de ser
quemadas, van a la picota por razones de orden público antes que por las de teología; en lugar de las austeras costumbres
de Castilla, reina una especie de paganismo alegremente desparpajado y celebra la voluptuosidad sus triunfos en un
ambiente lánguido en donde suenan los dulces lamentos de mil ruiseñores escondidos entre los arbustos; las noches están
llenas del monótono murmullo de las fuentes y del tañir de laúdes, a la vez que las fragancias de jazmín de los jardines
moros se mezclan con la suave brisa marina y el tentador perfume de almizcle que usa la bella ramera Areusa.
Ha desaparecido el mundo feudal de la Reconquista que tenía el pie en el estribo y en cuyas venas aún corría sangre de
godos, el mundo de los señores que sólo conocían dos ocupaciones: la guerra y la caza. Al joven Calixto, descendiente de
aguerridas estirpes, le quedan interminables horas de ocio y la caza, que, cuando corre en pos de su halcón extraviado, lo
lleva a la morada de la doncella Melibea. En su casual encuentro tejen diligentes manos de parcas la urdimbre de la
fatalidad en cuyas mallas se debaten y por fin perecen ambos cual pareja de palomas silvestres aprisionadas en la red del
pajarero. Pleberio, el padre de Melibea, a su vez no lo considera incompatible con su nobleza de «claro linaje» hacer el
comercio, armar buques y poseer molinos de aceite, en tanto que los lacayos de la laya de Sempronio y Parmeno andan
ostentando espadas de gentilhombres, y mutuamente se tratan de «caballeros», lo que es indicio de que la verdadera
nobleza va aburguesándose lentamente en sus torres almenadas que, como las mansiones de los nobles italianos, dominan
un embrollo de callejuelas tortuosas, tiendas y talleres.
Siempre se me hizo raro que, no obstante las indicaciones topográficas bastante precisas que da el autor, sea el bachiller
quien estudiara en Salamanca u otro, no hubiera podido comprobar en la literatura sobre La Celestina ningún dato que
nos permita ubicar exactamente el sitio en donde se desarrolla la acción. Más al atenernos a lo que Melibea, como antes
de insertar el último eslabón en la cadena de catástrofes, le dice a su padre: «Subamos, señor, a la azotea alta, por que
desde allí goce de la deleitosa vista de los navíos; por ventura aflojará algo mi congoja», nos inclinamos a trasladar el
escenario a una de tantas populosas ciudades portuarias de la costa de Levante. Si uno repasa cuidadosamente, página
por página, La Celestina sin perder de vista las escasas, si bien minuciosas observaciones escenográficas, resultará difícil
encontrar algo que sirva para invalidar semejante hipótesis, y en cambio abundan detalles incompatibles, verbigracia con
la opinión de Américo de Castro, según la cual «ese drama [...] se expande a la vida en la pequeña corte de los duques de
Alba de Tormes», por no hablar de los que incluso exigen su ubicación en el medio de una gran ciudad situada a orillas del
mar o cerca de la desembocadura de un río ancho y perteneciente a la órbita cultural del Mediterráneo antes que a la del
Atlántico. Para cerciorarse de ello es, desde luego, aconsejable prescindir de cuanto se sepa de la vida del autor y de su
permanencia en la docta Salamanca, en Talavera de la Reina o en la vecindad de la «enhiesta y toledana Escalona», de las
influencias que allí haya asimilado e incluso de lo que digan sus personajes, y escuchar tan sólo las sugerencias
perceptibles a modo de «cortina acústica» detrás de sus palabras. Entonces se experimenta una sensación compleja,
parecida a la que produce un lejano y confuso clamor de voces; siente uno latir el pulso de la vida, surge de infinidad de
tabernas el olor de vino, de aceite hervido, cebollas y ajos, pescado frito y mariscos, y se palpa en las profundidades de tan
exuberante maremágnum de sonidos, aromas y colores algo indefinible como aquel misterioso rumor preñado de vagas
amenazas, de peligros latentes, de traición y celadas tendidas a la vuelta de la esquina que antaño se percibiera en
vetustos rincones del vieux port de Marsella, de Nápoles y Estambul.
Esa conciencia del vivere pericoloso que apenas se manifiesta al principio en una que otra impresión cogida al vuelo, un
olfato, un leve estremecimiento, un no sé qué de crípticas alusiones, luego va compactándose a medida que progresa la
acción, y por fin culmina en una como erupción de lava candente, halla su complemento en el saber no menos profundo
que posee Celestina de los laberínticos senderos del amor carnal. Habrá quien interprete su sabiduría como fruto de los
conocimientos adquiridos en los largos años del ejercicio de su oficio. En ese caso no se podría hablar de los arcanos, ni
mucho menos de los misterios de la concupiscencia, los cuales, contrariamente a lo que da a entender el autor, quedarían
reducidos a una mera colección de secretos profesionales de la vieja alcahueta que sabe dónde aprieta el zapato a Juan y
Juanita, qué resortes hay que mover para poner en marcha el mecanismo de los impulsos eróticos, y cómo sacar pingües
utilidades de tales experiencias. Celestina sería, pues, una experta en sicología de amores, quizá precursora de la legión de
sicoanalíticos de moda cuya perspicacia se agota en la exploración de la zona infraumbilical. Ciertamente, hay en la
tragicomedia de la carne inquieta e insaciable detalles de sobra, que pudieran tentar a no pocos lectores a conformarse
con semejante interpretación un tanto simplista y modernizante. Cabe preguntar, sin embargo, si no se esconde en la
efigie de Celestina algo más inescrutable que ese conocimiento más o menos periférico que la deja relegada al margen de
los eventos, a la vez que le permite dirigir la pieza sin tomar parte en ella. Entre paréntesis, no parece del todo desatinada
la idea de una Celestina situada más allá del Bien y del Mal, ajena al dulce frenesí de quienes se hallan aprisionados en las
redes de la voluptuosidad, y, por lo mismo, capaz de poner en escena la eterna comedia cuyo desenlace inevitable conoce
la divina directora de teatro tan a fondo como sus peripecias mil veces repetidas.
Mas por muy fascinante que a primera vista nos parezca la Celestina, convertida en una especie de soberano e
imperturbable spiritus rector de un conjunto en el cual no se le ha asignado ningún papel, la concepción adolece de un
defecto, así fuese tan sólo por haber dejado de un lado la circunstancia de que en la vejez no desaparece, como por arte
de birlibirloque, el apetito, sino a lo sumo la posibilidad de satisfacerlo. Es el insoluble dilema vital entre el deseo y la
frustración el que atormenta a Celestina y le hace sentir en carne propia que, aun cuando se mantenga entre bambalinas,
no ha podido romper todavía el círculo mágico de la concupiscencia. De ahí que, después de haber facilitado la reunión
de Parmeno con Areusa (conforme a su plan de obligar al criado de Calixto), se despida la vieja de la pareja con las
palabras: «Quedaos adiós, que voime, sólo que me hacéis dentera con vuestro besar y retozar. Que aún el sabor en las
encías quedó, no lo perdí con las muelas» (Acto séptimo). En fin, lo único que ha alcanzado la anciana es el dudoso
privilegio de identificarse en la imaginación con la mujer y el hombre, lo que ha de proporcionarle doble placer y doble
tormento. Esa misma coparticipación hermafrodítica en algo que ya se sitúa allende la limitada zona del Yo, si bien se halla
confinado a la órbita de la realidad de primer plano, o sea a su aspecto obsceno, ha de darnos la clave para la comprensión
de la escena decisiva (Acto cuarto) en la cual Celestina, haciendo de mediadora a favor de Calixto, visita a Melibea y logra
conmover el corazón de la altanera y melindrosa doncella encerrada, como el gusano de seda, en el capullo de su
virginidad.
He aquí una conquista que por su síntesis de extrema audacia y diplomacia refinada ha causado el asombro y la
admiración de los buenos catadores, tanto en el pasado como en el presente. De veras, se necesitaba valor para invadir el
baluarte de la bien custodiada niña, hija de un hombre que sería capaz de aplastar a la intrusa, cual detestable insecto,
entre el pulgar y el índice, para jugarse el todo por el todo y hacerle sin ambages una insinuación descaradamente
opuesta a las buenas costumbres y las reglas de medieval clausura. Mas no es menos admirable la astucia de la vieja que,
dando una vuelta vertiginosa, no sólo supo desviar de su propia cabeza la ira de la orgullosa Melibea, sino incluso convertir
su aspereza en pura miel: no ha venido a solicitar ilícitos favores, nada de eso; limpia está su conciencia y muy cristianas
son sus intenciones, puesto que se hizo cargo de implorar la clemencia de la doncella en beneficio de un enfermo que
mucha urgencia tiene de recibir algún remedio milagroso. Desde luego, no hay quien quede impasible en tales
circunstancias, ni sensibilidad femenina que resista a semejante argumento. Por la brecha que abrió el descaro entra la
misericordia, y le sigue la pasión que cae cual tea ardiente en el polvorín. La entrega del cordón a que se atribuyen
mágicos poderes curativos no constituye sino un acto simbólico mediante el cual se sella la capitulación. La sirvienta
Lucrecia, niña del pueblo, lo adivina en seguida: «Ya, ya, perdida es mi ama».
Motivos les sobran a los admiradores de La Celestina para hacerse lenguas de las sutilezas de esa escena clave, aun
cuando no se den cuenta de lo que se esconde en un ardid cuyo resultado deja perpleja a la protagonista misma. Puede
ser ella tan audaz y tiene su estratagema tan sorprendente éxito, porque se mueve con un tino de sonámbula en regiones
del alma de Melibea, inaccesibles a su conciencia diurna como el cuarto vedado en el castillo de Barba Azul. Celestina
sabe lo que ni siquiera sospecha su víctima: la pasión se apoderó de ella en el mismo instante en que por primera vez se
encontró frente a frente con Calixto, y basta una chispa para incendiar la casa. Mas esa sabiduría no es de origen
mundano, ni se explica por los conocimientos del ánima humana y la experiencia de la alcahueta versada en su oficio, sino
que tiene su raigambre metafísica en una suerte de participation mystique, o sea en la identificación inconsciente con
aquella capa profunda del alma vital de donde brotan los instintos, y ese estrato primigenio no queda sujeto, como los
impulsos que allí nacen, florecen y luego se marchitan, a la ley inexorable del tiempo. De ahí que el saber que, por
emplear un término no muy adecuado de Lévy-Bruhl, «místicamente» participa en tales profundidades anímicas, también
se caracterice por ese momento de atemporalidad, el cual incluso se comunica a la que lo posee y saliendo de la
apergaminada piel culebrina de su existencia real, en cierto momento se nos presenta, ya no como atroz vieja desdentada
y caduca de brujeril semblante, sino rodeada de un halo de esplendor inefable. En esa misma tenebrosa matriz parece
tener su morada, además de la concupiscencia que en la tragicomedia de Calixto y Melibea se manifiesta de una manera
extrañamente abstracta, cual apetito puro, desprendido de sus raíces vitales, la Vida misma en su primordial estado
perenne, amorfo e indiviso que luego se densifica, se plasma, se desdobla cristalizándose en torno de los polos del devenir
y fenecer, de la generación y la muerte.
Porque surge La Celestina de las recónditas raíces de la vida inconsciente y sumida en un ensueño que no tiene comienzo
ni fin, se ha convertido lo que su autor modestamente llama tragicomedia en una grandiosa visión de aquel theatrum
mundi cuyos actores principales son Eros y Thanatos unidos en tan entrañable fraternidad que, cual si fueran hermanos
gemelos, se asoma el uno dondequiera que aparezca el otro. Merced a la presencia de la Muerte, el amor de Calixto y
Melibea se enriquece de una dulzura indeciblemente dolorosa, anda investida de la delicada nobleza de las cosas frágiles
y fugaces y adquiere las dimensiones de una pasión hasta tal extremo devastadora que, rebasando los lindes de la razón, la
costumbre y el pudor, ya no cabe dentro de los estrechos límites de la condición humana y clama por su propia perdición.
Mas incluso la perdición y la muerte culminan en una como embriaguez dionisíaca comparable al postrero resplandecer
de la llama que precede su extinción, sin menoscabo de la honda melancolía que nos invade mientras miramos el breve
drama del rojo candente transformado en gris de ceniza. Cogidos de la mano, el Amor y la Muerte se lanzan jubilosos al
baile que de las verdes praderas de la Vida conduce derecho al Averno. De ahí que tenga trascendencia de evento
simbólico la Caída mortal que sufre Calixto al dar, no bien salió de los brazos de la amada, un paso en falso; más aún, ese
carácter de símbolo infunde a la catástrofe, un sí es no es trivial y rayana en el ridículo, del galán que, cayendo de una
escalera, se rompe el pescuezo, cierta dignidad trágica y quizá tan emocionante como el gesto de Melibea arrojándose en
un acto de sublime emulación de lo alto de la torre al vacío.
En fin, si dejamos de un lado las convencionales relaciones moralizantes sobre la vanitas vanitatum et omnia vanitas en
que a menudo se enfrasca el autor, se nos presenta la tragicomedia de Calixto y Melibea cual enfático loor del
amour-passion de tintes escarlatas y nostálgicas reminiscencias de las canciones entonadas por los troveros en la corte de
los condes de Tolosa, ya que no exento de rasgos similares a las danzas macabras de la tardía Edad Media con sus
alternativas de humor grotesco y preciosismo, de frivolidad y horror. Bailando la ronda al son de impúdicas flautas, los
personajes aún agarrados de la vida, pero ya sumidos en la pálida luz del crepúsculo, forman un cortejo encabezado por la
Celestina, cuya posición solitaria y dominante, incluso trasciende en su peregrinar al sepulcro sin acompañamiento,
mientras que sus asesinos y los amantes van de bracete. También es propio del otoño de la Edad Media la idea de la
Muerte democrática que en el fúnebre baile de máscaras aparece, segando sin miramientos de ninguna especie a cuantos
están al alcance de la guadaña: nobles y plebeyos, el caballero y sus escuderos, la niña en flor y la vieja caduca.
Ciertamente, las danzas macabras pintadas a fines del siglo quince y a comienzos del dieciséis ya revelan en su tendencia
niveladora una paulatina disolución del jerárquico orden feudal, parecida a la que se manifiesta en el descaro y la grosera
familiaridad de los lacayos o en los ásperos comentarios de la ramera Elicia sobre la desigualdad de los destinos humanos;
pero, por otra parte, no se conciben tales escenas sin la fe ardiente y terca de una época para la cual representaba la
muerte apenas el preludio del Juicio Final, de la ascensión al Cielo o la caída al Infierno.
Distinto, más aún, diametralmente opuesto a ese concepto caracterizado por la subordinación de la vida terrenal a la del
más allá, una especie de crítica revolucionaria sub specie aeternitatis es, en cambio, el modo de pensar y sentir de la
Celestina, según lo da a entender su célebre exclamación en el Tercer acto: «íOh, muerte, muerte! ¡A cuántos privas de
agradable compañía! ¡A cuántos desconsuela tu enojosa visitación! Por uno que comes con tiempo, cortas mil en agraz».
En esas palabras no hay la menor alusión a la idea de recompensa y castigo, de supervivencia en la Gloria o en las llamas
eternas, y a la muerte, la «física muerte» se imprime, quizá por primera vez desde los días remotos de la Antigüedad, el
carácter de acontecimiento definitivo. Um neune ist alles aus (»el espectáculo termina a las nueve») solía decir Theodor
Fontane, el gran novelista y crítico de teatro berlinés. Cualquiera de los personajes de Fernando de Rojas pudiera haber
acuñado la misma frase que resume con brevedad epigramática la melancólica resignación otoñal de un hijo incrédulo del
siglo diecinueve.
La muerte considerada como un fin «el telón cae irrevocablemente una vez terminada la representación de una comédie
humaine de gran estilo, con sus esplendores y miserias, su belleza y sus inmundicias» quizá le parezca al creyente una
blasfemia o, siquiera, una prematura manifestación de aquel materialismo futuro que en los tiempos del bachiller
salmantino aún no andaba arropado en su indumentaria de doctrina filosófica, sino antes bien, se expresaba a modo de un
sentimiento vital indefinido, ya que no por eso menos punzante. Cabe observar, sin embargo, que existe, fuera y debajo
del materialismo teórico al cual solemos asociar los nombres de La Mettrie y del barón de Holbach, de Feuerbach, Marx y
Engels o «por mencionar la variante más trivial» los de Büchner, Vogt y Moleschott, una especie de subcorriente
materialista, más profunda y diferenciada de lo que se creyera partiendo de bases puramente doctrinarias. Lejos de ser un
producto de la reflexión, sus manifestaciones nacen de la experiencia del que siente cómo la vida se le escurre entre las
manos, y, en vez de afirmarnos con aire de maestro de escuela contento de sí mismo y pedante, que después no hay nada,
a no ser un banquete para los gusanos y los juegos fosforescentes de la putrefacción reducidos a una fórmula química, ese
materialista empírico nos hace copartícipes del hondo dolor que siente pensando que todas las cosas cuya superficie
áspera y porosa o suavemente aterciopelada tocan sus trémulos dedos, lo sobrevivirán. Tal es la filosofía de la nostálgica
canción popular vienesa que nunca he podido escuchar sin estremecerme:

»Habrá un vinillo que no probaremos;


Habrá bellas niñas, y ya no viviremos».
Lo que, conforme a las peculiaridades del temperamento austríaco, tiene en esas estrofas un timbre de abandono
crepuscular con algo de serena desenvoltura, halla en La Celestina su expresión dialéctica de salvaje e impotente rebeldía,
de lamento estridente al cual se opone un «íqué importa!», tanto más profundo cuanto más cerca se siente del ocaso. Esa
tensión violenta entre la conciencia de la muerte y la desesperada afirmación de la vida en trance de fenecer, constituye
uno de los aspectos que mayor impresión habrán de causarle al lector moderno porque tocan las fibras de su propio ser.
Otro aspecto igualmente afín a nuestra peculiar condición existencial estriba en un elemento dinámico, suerte de
peripecia brusca, vehemente y dramática en grado sumo, propia para hacer impacto en el lector desprevenido que
tranquilamente se abandona a la ancha corriente épica de los eventos. Hay en la literatura contemporánea pocos
ejemplos de una catástrofe desencadenada con tan demoledora fuerza como la muerte de Celestina y su epílogo, el
suplicio de los dos asesinos que mueren al amanecer, no bien consumaron su fechoría. No faltará quién crea que tales
acontecimientos sólo pueden ser adecuadamente representados por la cinematografía mediante la técnica del corte
abrupto y de los virajes vertiginosos. En efecto, se atreve uno a sostener que alienta cierta archifílmica pujanza y también
mucho de la dureza implacable, tan apreciada hoy día, en la asombrosa escena en que el criado Sosias, los ojos aún llenos
del atroz espectáculo, que acaba de presenciar, viene corriendo a contar a su amo con voz balbuciente: «Sempronio y
Parmeno... Nuestros compañeros, nuestros hermanos... Que quedan degollados en la plaza». Mas en último análisis, tan
tremendo efecto se ha producido empleando simplemente el inveterado recurso dramático del mensajero encargado de
relatar lo que sucedió detrás del escenario. Por eso, el resultado no se debe buscar en el terreno de lo formal, o sea en el
empleo de no sé qué truco novedoso, sino en la visionaria anticipación de un sentimiento vital que siglos más tarde habría
de encontrar su congruente expresión estética.
Observaciones similares se podrían hacer con respecto al presunto realismo de La Celestina que tantas veces y con tan
singular fuerza persuasiva nos ha sido ponderado, que su sola mención parece una perogrullada. Sin embargo, conviene
reflexionar antes de introducir en las disquisiciones sobre la tragicomedia de Calixto y Melibea un concepto cuyas
categorías y normas de aplicación en gran parte fueron extraídas del estudio de obras e ideas privativas de la segunda
mitad del siglo diecinueve. Realista en la acepción corriente del término es «hasta cierto punto, como se verá más
adelante» el semblante de la protagonista, la dramatis persona por excelencia que pone en marcha la acción, la domina
soberanamente, e incluso después de muerta da la impresión de conducirla a su fatídico desenlace. La evocación de sus
peculiaridades físicas y síquicas que se ha grabado con caracteres indelebles en la memoria de generaciones de lectores, y
contribuido a que el solo nombre de la Celestina haya llegado a ser sinónimo de alcahueta, a la vez que se ha convertido
en protoimagen de cuantas se dedican a la doble profesión de la brujería y del proxenetismo, la efigie de la anciana tan
pintorescamente fea, taimada y sabia, desvergonzada, tacaña y más codiciosa que el diablo que corre en pos de las almas
perdidas, servil en el trato de la gente de calidad que integra su clientela, y, con todo esto, consciente de su propia
superioridad fundada en secretos conocimientos, charlatana, dicharachera, sentenciosa sin carecer del aplomo en el
hablar que jamás yerra el blanco llena de bonhomía, pero armada de garras que se clavan en las muelles carnes de sus
víctimas y nunca sueltan la presa; la minuciosa descripción de las prácticas propias de su oficio, tales como el remiendo de
estropeadas virginidades, el uso de tinturas y objetos mágicos, la elaboración de pomadas y ungüentos faciales, la
preparación de filtros de amor y la alquímica transformación de no importa qué porquería en quintaesenciados perfumes,
todo eso revela la común raigambre oculta de la filosofía que engendra las distintas variedades del realismo, es decir, la
convicción de que incluso lo más noble y etéreo, lejos de haber descendido de celestiales alturas al mundo sublunar, saca
sus energías vitales del maloliente, si bien fortalecedor y nutritivo estiércol.
No menos realistas se nos hace a primera vista la caracterización exacta de todos los tipos humanos que mantienen
relaciones con la Celestina o se mueven dentro del aura de su personalidad, las prostitutas Elicia y Areusa, las criadas, los
lacayos y los mozos de establo, el fanfarrón Centurio, mitad chulo, mitad espadachín; todos ellos de inmediato nos
descubren por sus hábitos la clase social a la que pertenecen, mejor dicho, su periférica ubicación en las zonas limítrofes
de la sociedad, no así por su manera de hablar que nos brinda la oportunidad de ocuparnos del lenguaje de la Celestina y
de la problemática implícita en el concepto de quienes la consideran una creación realista hecha y derecha. No lo es,
como se desprende hasta de una lectura superficial, ni por la composición armoniosa y geométricamente bien
proporcionada en la cual ningún dramaturgo de la escuela realista hubiera puesto tan indecible esmero, ni por las ideas y
frases que puso el autor en la boca de sus personajes. Cuando Parmeno y Sempronio, el primero más inclinado a un
moralismo asaz cómico, sinvergüenza por los cuatro costados el segundo, discuten con su amo sobre el amor, creemos
escuchar a dos magistri artium graduados en Salamanca o en Alcalá de Henares, haciendo gala de su recién adquirida
erudición neoplatónica propia del Renacimiento incipiente. En el fondo interpretan los pensamientos de don Fernando de
Rojas, formado en severas disciplinas, antes que los suyos propios de más modesto origen. La misma impresión nos da la
protagonista que estila reminiscencias mitológicas muy superiores a su estado de ordinaria bruja medieval, y de buenas a
primeras se convierte en una magna hechicera de la antigua Tesalia, tan íntimamente familiarizada con las lúgubres
deidades del Averno como versada en el arte de sacar provecho de las influencias cambiantes de la luna para sus
maleficios.
Aún así, se equivocaría quien concluyera que el autor sencillamente desfiguró sus personajes, pues no se desfigura sino
aquello para lo cual existen modelos, y al creador de La Celestina le faltaban los moldes en que verter los nuevos
contenidos que tan irresistiblemente nos atraen. De ahí que a lo sumo se trate de una suerte de realismo avant la lettre e
imperfecto, si bien es indicio de una rara visión creativa el que la imperfección misma, la contradicción, a veces enojosa,
entre la forma y el contenido no le quita a la figura de Celestina ni un ápice de su verdad intrínseca.
Esa verdad permanece inaccesible a la sonda del análisis, a todo el aparato crítico tomado de los arsenales del arte
realista, porque arraiga en otros dominios; es, por emplear un término quizá no del todo inadecuado, de origen
suprarrealista. A veces se pregunta uno a qué habrá de atribuirse la insólita fuerza sugestiva que emana de La Celestina y,
desde el barroco hasta nuestros días, ha seguido irradiando, tal vez por vía de una tradición subconsciente aún no
suficientemente explorada, cuyas manifestaciones son observables sobre todo en el ámbito de la literatura
austríaco-bohemia. Por citar ejemplos, ni Zerlina en Die Schuldlosen (Los inocentes) de Hermann Broch, un personaje que
conserva muchos de los rasgos siniestros de su endemoniada predecesora ibérica, ni la Funzengruber, partera, alcahueta y
yerbatera, en la barroca y deliciosamente absurda evocación de la Viena imperial de los tiempos de Metternich que nos
ofrece Fritz von Herzmanovsky-Orlando bajo el título de Der Gaulschreck im Rosennetz (algo así como El espantacaballos
atrapado en una red de rosas), ni Denkwürdigkeiten von Gibacht (Cuentos memorables de Gibacht) del genial narrador
Johannes Urzidil, en cuyas páginas figuran dos encarnaciones de la Celestina, una brujeril y otra de perfil proxeneta,
parecen concebibles sin su prefiguración arquetípica en la obra de Fernando de Rojas que ha ejercido sobre las letras
europeas una influencia, quizá no menos profunda que el Quijote o La vida es sueño de Calderón. Dicho sea de paso, hasta
en una cinecomedia poco trascendente del sueco Ingmar Bergman, intitulada Sonrisas de una noche de verano, topamos
con un personaje del cuño de aquella anciana dama aristocrática que, aun cuando a su ingenio rococó sean ajenas las
malas artes y mañas del modelo, se nos antoja ser una intérprete encantadoramente maliciosa de su filosofía erótica.
Quién sabe si no está ahí, precisamente, la clave del enigma que nos tiene intrigados. Como se sospechaba desde el
principio, La Celestina representa algo más de lo que se nos revela cuando, siguiendo el ejemplo de los historiadores de
literatura del siglo pasado, nos fijamos exclusivamente en el lado realista de la personalidad de Celestina. Al enfocarla
desde ese ángulo, tan sólo logramos captar un aspecto de su ser, en tanto que el otro, o se nos escapa perdiéndose en un
misterioso claroscuro, o apenas se transparenta, verbigracia, en las palabras que ella dirige en el Primer acto a Parmeno:
«...el que verdaderamente ama es necesario que se turbe con la dulzura del soberano deleite que por el Hacedor de las
cosas fue puesto por que el linaje de los hombres perpetuase, sin lo cual perecería. Y no sólo la humana especie; mas en los
peces, en las bestias, en las aves, en los reptiles y en lo vegetativo algunas plantas han este respeto, si sin interposición de
otra cosa en poca distancia de tierra están puestas, que hay determinación de herbolarios y agricultores ser macho y
hembras...».
En tales frases se expande el horizonte que, como en la típica novela picaresca del siglo diecisiete, parecía
sociológicamente limitado, hacia cósmicas latitudes, y, merced a esta ampliación se coloca en otro plano la que tan
elocuentemente enseña la doctrina del panerotismo. Si damos un paso más adelante en nuestras reflexiones, llegamos a
vislumbrar un cosmos en el cual no sólo anhelan abrazarse todas las criaturas, hombres, animales y plantas, sino que
también es dable encontrar a dos seres que, según la concepción platónica, antaño formaban un todo indivisible, luego
fueron separados y, debido al influjo de poderes adversos, del destino, del azar o de las «circunstancias», como diríamos
hoy día, en la época de la filosofía venida a menos, se ven impedidos de volver a ser uno. Unir lo separado, he aquí el
sentido ulterior, la esencia de la misión terrenal de Celestina, y con ello se convierte la venal negociante de placeres en
mediadora de alta alcurnia, surge de brujeriles larvas la efigie de una sacerdotisa de Venus, y resplandece en lontananza
aquel horizonte mítico que, absortos en la contemplación de las fascinadoras realidades de primer plano, vanamente
buscábamos.

***

GOETHE DEMONOLOGO (1949)

Ernesto Volkening

A medida que se acerca el segundo centenario del natalicio de Johann Wolfgang Goethe, va aumentando la avalancha de
homenajes por cierto bien intencionados, si bien un tanto ajenos, a veces, a la personalidad y, en algunos casos, a las
concepciones explícitas del venerando. Parece que los autores de todos esos ensayos que llevan por título «Goethe y ...»
no tienen otra preocupación que la de implorar la bendición del olímpico personaje para las causas que más caras les son,
aunque sólo de contrabando puedan introducirlas al reino goetheano. Así hemos leído que el ministro de estado del
Duque de Sajonia, Weimar, saludó efusivamente el advenimiento de la Revolución francesa, lo cual nos causó no poca
sorpresa ya que creíamos bien definido su concepto adverso a ese movimiento en las Charlas de emigrados alemanes y en
la emponzoñada comedia El ciudadano General, por no hablar de otras manifestaciones igualmente críticas. Es como si el
comentarista se hubiera dicho: Goethe es un gran hombre, y yo soy partidario de las ideas de 1789; por consiguiente, nos
es preciso estar de acuerdo sobre tan importante cuestión. Menos ingenua, aunque tampoco compatible con los
obstinados hechos, los «stubborn facts», como dicen los ingleses, es la actitud adoptada por Thomas Mann en la
conferencia que dio hace poco en Zurich sobre Goethe y la Democracia. Si no estamos muy equivocados, la conclusión a
que llegara el ilustre novelista estriba en su inveterada costumbre de identificar, primero la democracia y el humanismo,
luégo el humanismo y el pensamiento goetheano.
Pero hay muchos humanismos, y el del renacimiento, por ejemplo, fue esencialmente aristocrático y exclusivista, según lo
demuestran, entre otras cosas, la distancia prudente, por no decir pusilánime en que se mantuvo Erasmo frente al
integérrimo rebelde Uldarico Hutten, y el bello poema Le bonheur de ce monde de Cristóforo Plantin de Amberes,
máxima expresión del saber vivir de un patricio de las letras, noblemente retirado de nuestro plebeyo mundo. Y la imagen
de Goethe es polifacética también. La libertad no estaba representada para él en la Declaración de los Derechos del
Hombre, sino en los fueros de los viejos hidalgos del Santo Imperio y en los privilegios de esa soberbia ciudad-república y
verdadera polis medieval donde nació. La sociedad que frecuentaba no era de burgueses, sino de los condes y barones
agrupados en torno de las pequeñas dinastías alemanas, de cortesanos de Viena, de consejeros de estado y de mujeres de
noble alcurnia. En cuanto a las innovaciones políticas que más tarde habrían de desembocar en el establecimiento de
regímenes liberales, su actitud, lejos de culminar en el entusiasmo incondicional, se resumía en la sabia resignación del
hombre de mundo quien se abstiene de arremeter en quijotesco ataque contra los molinos de viento. Y más que que todo
lo alejaba de una dcctrina que pretende organizar la vida pública de acuerdo con un concepto ideal y ultra-racionalista, su
profundo conocimiento de las fuerza irracionales que a modo de una corriente subterránea participan en el curso de la
historia.
Concibiéndolo en la imagen de «lo demoníaco» o también como obra de «los demonios», Goethe hizo del extraño e
inquietante fenómeno un tema predilecto que, luégo de haber sido planteado al final de la cuarta parte de su
autobiografía Poesía y Verdad, fue objeto de numerosas variaciones en los Coloquios con Eckermann. De ahí que, al
aumentar con nuestra modesta contribución el copioso chorro de homenajes, por lo menos podemos alegar a manera de
excusa el haber enfocado un problema que, además de ser de gran actualidad es esencialmente goetheano.
Como es de rigor, el lector esperará que le demos una definición del asunto que vamos a exponer, y en este caso su deseo
parece tanto más justificado cuanto que en lengua castellana lo demoníaco tiene un significado muy distinto del que
adquirió en el idioma de Goethe. Dos razones, empero, nos han inducido a defraudar tan justa esperanza: por una paree,
el proceder «more geométrico» poco se ajustaría al estilo de pensar de nuestro autor quien estaba imbuído de la
convicción, hondamente erraigada en su visión del mundo, de que una idea se va desarrollando lenta y orgánicamente, al
igual que la planta crece de la semilla. Por otra parte, el objeto mismo de nuestro ensayo, por su oscuridad y proteica
morfología, genuinamente demoníacas, se sustrae de la manera más pertinaz a cuantos esfuerzos se hagan por
aprisionarlo en la red de las categorías lógicas. Nos abstenemos, pues, de definirlo prematuramente, confiando en que
como fruto de un proceso evolutivo y de una descripcición cada vez más rica en matices, surgirá luminosa y en toda su
plenitud la idea goetheana.
A falta de un método más apropiado, trataremos de desenterrar primero algunas de las raíces históricas que conectan la
concepción de Goethe con el pasado espiritual del mundo de Occidente. Al proceder en esta forma, no nos importa que
las fuentes descubiertascarezcan del valor para el racionalismo crítico que a principios del siglo XIX comenzaba a guiar las
investigaciones históricas, ya que, siguiendo la línea de conducta trazada por el insigne mitólogo de Basilea, Juan Jacobo
Bachofen, nos hemos persuadido de que un mito, una leyenda, un símbolo o cualquier otro producto de la imaginación
colectiva, pueden constituír auténticos documentos para la historia del espíritu, y a ese título son tan útiles como la fuente
que resiste la acción corrosiva del criticismo.
En la antigüedad, poco propensa a las abstracciones, lo demoníaco aparece personificado. Así se cuenta que Sócrates
tenía un «daimonion» quien le aconsejaba con infalible certeza en todas las vicisitudes de la vida. Acostumbrados al modo
de ver psicológico, los modernos se inclinan a considerar ese fenómeno como actividad de una función parcial del alma o
«voz interior», y nada nos impide concebirlo así, siempre que se tenga en cuenta que para el filósofo de Atenas, ajeno a la
psicología en sus aspectos contemporáneos, el daimonion tenía una existencia tan objetiva e independiente de su propia
individualidad como la tuvieran los dioses tutelares de la polis para los ciudadanos medios que solían reunirse en la ágora
ateniense. Tampoco debemos pensar que el bien intencionado consejero dc Sócrates buscaba la felicidad de su protegido
en el significado un tanto ingenuo que reviste esa palabra para el común de las gentes. Puesto que evidentemente no hizo
ningún esfuerzo por salvarlo de la condena y de la ejecución por envenenamiento, lo único que le podemos conceder al
buen daimonion es que a manera de una conciencia superior al «principio del placer» le ayudaba a vivir y morir
pulcramente, cumpliendo el destino que la Moira le había asignado. Si, volviendo a la tendencia psicológica de nuestra
época, tratamos de encontrar un fenómeno análogo al daimonion socrático, lo descubrimos en el «alma profunda» que,
hablando para sí misma en sueños, revela, según nos enseña la escuela analítica de C. G. Jung, los designios ocultos del
individuo errante y descarriado.
Muy distintos de los demonios de los griegos son los que poblaron el mundo judaico y el del cristianismo primitivo, cuya
criptomitología se derivaba en gran parte de la tradición postbabilónica del judaísmo. Como en castellano el «demonio» y
Satanás, lo demoníaco y lo diabólico son, más o menos sinónimos, conviene hacer aquí una aclaración: Aquellos espíritus
malignos que, según se lee en el Evangelio de San Lucas, VIII, 32-37, fueron expulsados por Jesucristo del alma de un loco
y luego se hospedaron en los marranos, no eran demonios en el sentido específico que nosotros, siguiendo el ejemplo de
Goethe, atribuímos a esa palabra, sino diablos hechos y derechos. En cambio se trata de demonios en la prevención algo
enigmática que hace San Pablo en la epístola a los corintios, I, 5-10, recomendando a las mujeres que asistan a las
ceremonias religiosas con la cabeza cubierta, «a causa de los ángeles» que, de acuerdo con la creencia judío -cristiana de
la época, tenían la mala costumbre de buscar reposo en el cabello femenino. Posteriormente, en la cosmología de la
Cábala, impregnada de simbolismo judaico y de ideas neoplatónicas, se distingue, según Danzel, Magia y ciencia oculta,
entre los demonios propiamente dichos, ubicados entre el reino humano y el animal -que no son los de Goethe-, y los
ángeles, habitantes de la tercera región en la jerarquía del Sér, muy cerca de los «diez sefiroth» o circunferencias que
encierran el núcleo divino. Para la topografía humana, esos ángeles se hallan «extra mundum» mas por estar próximos a
Dios, sus sublimes exhalaciones los vivifican, si bien en forma ya algo debilitada, y su conocimiento de los planes del
Altísimo es mucho más íntimo que el del hombre, lo cual los capacita para interferir en los destinos terrenales, turbando
las intenciones de los mortales que, por estar más alejados de la Divinidad, tienen una conciencia más limitada y oscura. En
último análisis, la acción de los ángeles, en virtud de la inspiración divina, resulta benéfica, pero los humanos, tan
escasamente iluminados, la tienen por demoníaca, ya que muy a menudo está contraria a sus mezquinos intereses y su
concepto hedonista de la vida.
Falta saber qué es lo que se entendía por demoníaco en el lenguaje de los contemporáneos de Goethe. En los salones
literarios de Alemania que a comienzos del siglo pasado se hallaban bajo la influencia de la escuela romántica y por tanto
muy inclinados hacia lo extraordinario y misterioso, se hablaba con frecuencia del «hombre demoníaco» que fue
concebido como individuo de origen desconocido y sospechosos hábitos, enigmático, propenso, como los personajes de
E. T. A. Hoffmann, a vivir una segunda vida, oculta detrás de la fachada de su existencia profana, y dotado, sobre todo, de
un encanto inexplicable. Esa su influencia la ejerce sobre sus prójimos, valiéndose, sin recurrir jamás a la violencia o la
persuasión, de los medios sutiles de su personalidad, de su voz de extraño timbre y, en muchos casos, de la música. Como
lo demuestran los ejemplos del caudillo venerado cual semidiós, del gran músico triunfante en amores, de aquellos niños
que en el año 1212, impelidos por una fuerza sobrenatural, abandonaron sus hogares para hacer una cruzada y morir
miserablemente en los caminos, de Orfeo apaciguando las sanguinarios instintos de las fieras, son los seres sin razón o
dominados por el inconsciente los que más fácilmente sucumben a las emanaciones demoníacas.
La sensación que se experimenta cuando aparece el hombre demoníaco es de una extraña ambivalencia ya que no hay
manera de escapar a su poder seductor, y sin embargo se le teme. Otro fenómeno, muy característico en sus víctimas,
consiste en que nunca saben explicar por qué se les entregaron de cuerpo y alma. Trátase, pues, de un influjo irracional en
grado sumo que por eso constituye una reacción histórica, particularmente violenta, a las épocas rigurosamente
racionalistas como el siglo XIII, escolástico, el «grand siècle» cartesiano, y el nuestro, de orientación preponderantemente
científica y tecnológica.
Girando infatigablemente en torno del tema fascinador, la imaginación popular de la Edad Media creó la leyenda del
flautista de Hamelin, la cual con la certeza del espejo refleja uno de los aspectos más notables de lo demoníaco. Como es
de todos sabido, aquel siniestro personaje fue contratado por el cabildo de una pequeña ciudad del antiguo Imperio,
situada a orillas del Weser, para combatir una plaga de ratas. Cumplió ahogando los voraces roedores por millares en el
río, después de atraerlos por los mágicos aires que tocaba, pero los burgueses de Hamelin se negaron a pagarle el precio
estipulado. Enfurecido y ejercitando por segunda vez la atrayente fuerza de sus melodías, embrujó a los niños de la
población que le siguieron alelados para no volver. Ahí está el poder de lo demoníaco en todo su tenebroso esplendor, la
música que hechiza a infantes y animales, y algo más: el motivo milenario de la colectividad que, habiendo cometido una
injusticia, se purifica sacrificando lo inocente a la vez que lo más querido. Cabe preguntar si no es la mala conciencia o,
hablando en términos psicológicos, el complejo de culpa en los pueblos el que conspira con los demonios.
En la guerra de los treinta años surgió cual meteoro, en tierra de los hapsburgo, el conde Albrecht Wallenstein,
condottiere invicto y político sagaz en trance de usurpar prerrogativas inauditas y de fundar, al lado de los poderes
legítimos y tradicionales, un principado soberano, incompatible con la constitución del Imperio. Ese «uomo nuovo», como
lo hubieran laamado los italianos del renacimiento, conquistó por el solo encanto de su poderosa personalidad la fidelidad
ciega de sus lansquenetes, logrando así sin esfuerzo lo que su gran contrincante en el campo de batalla, Gustavo Adolfo
rey de Suecia, no alcanzó con la más férrea disciplina y a fuerza de oraciones. En la historia de Wallenstein hay tres rasgos
que nos llaman la atención: la ambivalencia de sentimientos respecto de la figura demoníaca se hizo patente en la hora de
su muerte cuando algunos de su séquito cayeron en su defensa, combatiendo como leones, mientras otros, a pesar de ser
sus favorecidos e impelidos, sin duda, por el anhelo de librarse de su influencia temible y avasalladora, le atravesaron el
pecho con sus espadas toledanas. Al analizar el papel que desempeñaba el asesinado en el fastuoso escenario imperial se
nota que fue esencialmente el hombre «de Fortuna», el que «se hace a sí mismo», una indiviudalidad y no un simple
eslabón en la cadena genealógica de una estirpe leal a la Corona, un solitario, sin vínculos estamentales y por eso privado
del respaldo irrestricto, de la «solidaridad mancomunada» que hacía la fuerza de la nobleza. Hallábase particularmente
expuesto en su espléndido aislamiento a los caprichos de lo demoníaco que él mismo irradiaba. En cada paso que daba, no
sólo tropezó con los obstáculos naturales de un mundo hostil a su ambición, sino que también lo amenazaban peligros
procedentes, al parecer, de esferas sobrenaturales; y no es de extrañar el que tratara de protegerse contra lo arbitrario, lo
invisible e imprevisible mediante el cálculo matemático: se entregó a la astrología tan dócilmente como otro usurpador
«sin Dios ni ley», sin patria ni familia, cuyo ascenso y caída hemos presenciado llenos de pavor y asombro.
Transcurridos dos siglos desde el fabuloso episodio del conde de Wallestein, duque de Friedland, la sociedad culta de
Europa, con una emoción en que se mezclaban la voluptuosidad y la angustia, sintió de nuevo el hechizante poder de lo
demoníaco. Ya no fue un soldado y hombre de estado quien obró el milagro, sino un artista, el eximio violinista Paganini.
De él se cuenta que, cuando tocaba su instrumento, sea en París, en Viena o en Londres, el auditorio quedó sumido en un
extraño estado de éxtasis que no se explicaba, ni por el virtuosismo técnico, por cierto extraordinario, ni por la fuerza
expresiva de su arte y, en pleno siglo XIX motivaba la leyenda de un pacto entre el maestro y Satanás.
En Goethe, hombre de educación clásica, pero familiarizado también con las doctrinas de la Cábala que tenía algunos
adeptos en su ciudad natal, lo demoníaco aparece, ya como voz orientadora o «daimonion» socrático, ya en la concepción
judaica de una fuerza sobrehumana que interfiere en los destinos de los hombres; y tampoco faltan las observaciones que
ponen de relieve su enigmático e irresistible poder seductivo.
El 8 de marzo de 1831, en los Coloquios con Eckermann, dice del Gran Duque de Weimar que para él era el prototipo del
hombre demoníaco: «... Nadie pudo resistirle. Ejerció una atracción sobre los hombres por la serenidad de su presencia, sin
tener necesidad de mostrarse bondodoso y amable. Todo lo que emprendí aconsejado por él, me salió bien. Así, en los
casos que estaban fuera del alcance de mi razón e inteligencia, lo más indicado era preguntarle qué debía hacer.
Entonces, él lo decidió instintivamente, de tal manera que yo, desde un principio, podía estar seguro del éxito.
Unos días antes, el 2 de marzo, concibe lo demoníaco como «lo que no se resuelve ni por la inteligencia, ni por la razón.
No está en mi propia naturaleza, pero me tiene subyugado».
Y en Poesía y Verdad (Cuarta parte, libro XX), leemos sobre las naturalezas demoníacas que «emana de ellos un poder
formidable, y ejercen una influencia increíble sobre todas las criaturas, y hasta sobre los elementos, y quién sabrá decir
hasta dónde lleguen sus efectos».
Quizá se opine que esas observaciones, escogidas por aparecer en ellas más claramente el fondo histórico de la
concepción goetheana, fueron hechas al azar, mas juntándolas con otras sentencias de los Coloquios se ve que,
obedeciendo a determinado propósito, forman un conjunto lógico y constituyen, por decirlo así, una «demonología»
completa, de inapreciable valor para una filosofía supra-racionalista de la historia. Es de advertir que Goethe habla
indistintamente, sin preocuparse por una delineación precisa entre los dos términos, ya de lo demoníaco, ya de los
demonios. Sin embargo, las revelaciones que nos hace a medida que va desarrollando su tema en presencia del
amanuense Eckermann, implican ya una distinción entre el sustantivo y el adjetivo, entre el origen de lo demoníaco y el
medio por el cual se manifiesta.
En cuanto se trata de saber de dónde viene lo demoniaco, Goethe, fiel a su sibilina costumbre de no decir todo, y
sobretodo de no profanar un misterio en que él mismo participa, es parco en palabras, aunque, respondiendo a una
pregunta de Eckerman, el 2 de mayo de 1831, excluye la paternidad del diablo. Mefistófeles como representante de la
Nada es negativo también en su modo de obrar, en tanto que la acción de lo demoníaco produce resultados postivos, si
bien puede parecer cruel la manera de lograrlos. El progreso histórico se paga caro, y la «via triunphalis» que conduce a
los imperios se pavimenta con los cráneos de los vencidos. Asimismo, mientras el príncipe de las tinieblas, consecuente en
su nihilismo, empuja, acelera, precipita los acontecimientos, ya que no puede permitir que algo eche raíces, se consolide,
adquiera forma y continuidad, lo demoniaco (cf. Coloquios, octubre 23 de 1828), igual a la naturaleza que «no da saltos»,
a menudo es de acción retardante y, luego de desencadenar un movimiento tormentoso, interpone, a fin de que maduren
las nuevas condiciones, una época de calma y de desarrollo lento, apenas perceptible, que por los apologistas del
racionalismo progresista será tildada de reaccionaria. Notable en este sentido fue el intervalo entre las guerras
napoleónicas y las revoluciones de 1830 y 1848, que para las pueblos exhaustos de Europa constituía un periodo de
descanso muy saludable, como lo demuestra el vigoroso despliegue de fuerzas sociales y económicas en la segunda mitad
del siglo. Parece extraño y hasta contradictorio el que ese mismo elemento demoníaco cuyas intenciones ulteriores no
son, por lo visto, en absoluto destructivas, hubiera sido calificado de «terrible» por Goethe. Lo es en cuanto que sus
intervenciones tendientes a cambiar el curso del mundo, aun cuando, a la larga, redunden en beneficio de los mortales,
nunca se inspiran en el amor al hombre, sino que, al contrario, revelan al observador profundo una indiferencia estelar,
inaccesible a la oración y la blasfemia. Lo demoníaco maneja los destinos sin contemplaciones, y si, en algunos casos, se
muestra benévolo, las apariencias engañan. De ahí la tragedia íntima de tantos individuos superiores que viven en la
ilusión de realizar un propósito bien meditado, de cumplir austeramente con su deber de hombres de estado o de seguir
solícitos su vocación espiritual, y en el ocaso de la vida se dan cuenta de haber sido la herramienta en manos de un artífice
anónimo e inescrutable.
Goethe interpretó el fenómeno como obra de los demonios y, según confieza en Poesía y Verdad, se salvó de las
emanaciones de «ese sér terrieble, buscando refugio... detrás de una imagen». Mas, aunque se obrara el milagro de los
milagros y lográramos contemplar con sus grandes ojos de vate pagano la efigie de aquellos arquetipos, no sabríamos si en
soberana independencia, a manera de un demiurgo, solo obedecen a su propia ley o, como los ángeles de la Cábala,
quedan subordinados a un grado más alto de la jerarquía cósmica. Una sola vez, cediendo a la insaciable curiosidad
intelectual de Eckermam (cf. marzo e de 1831), Goethe nos da a entender que, a su modo de ver los demonios participan
hasta cierto punto en el Fundamento del Sér: «Hijo querido, ¡qué sabemos nosotros de la idea de lo Divino, y qué
significan nuestros estrechos conceptos del Altísimo! Así lo nombrara con cien nombres, como los turcos, no alcanzaría a
abarcarlo, ni sabría decir nada que se aproximara a tan ilimitadas cualidades.» Veladamente se expresa en estas palabras
admirables, más que un concepto, un profundo sentimiento panenteista, muy de acuerdo con la cosmovisión goetheana
para la cual nada hay fuera de Dios, nada que no sea vivificado por el poderoso aliento divino, a la vez que se recoge la
olvidada concepción mística, tan arraigada en la tendencia especulativa del espíritu germano, de un «deus absconditus» y
del reverso nocturno de la Divinidad, continuando así una tradición que hoy aparece de nuevo en las reflexiones de un C.
G. Jung.
Mientras la opinión de Goethe sobre el origen de lo demoníaco se da a conocer de manera aproximativa y poniendo a
prueba nuestra capacidad adivinatoria, mucho más explícito es el poeta en cuanto se trata del medio a través del cual
suele manifestarse el fenómeno en nuestro mundo sublunar: «Cuanto más alta es la posición de un hombre, dice a
Eckerman el 24 de marzo de 1829, tanto más está expuesto al influjo de los demonios», y el 30 de marzo de 1831 afirma
que lo demoníaco «tiene predilección por los individuos eminentes...»
Como nos ha enseñado el ejemplo de Wallenstein, el hombre extraordinario, destacándose del fondo gris de la masa de
sus congéneres, moviéndose en las heladas cimas del espíritu de que hablara Nietzsche, y careciendo de los protectores
nexos de grupo, es el sér solitario, desvinculado, incondicionado por excelencia, y como tal expone el flanco vulnerable a
los flechazos de los ángeles tenebrosos.
En la organización primitiva el hombre superior está representado por las figuras del jefe de la tribu y del hechicero.
Ambos están -y precisamente en eso estriba su superioridad sobre los demás miembros del colectivo- en íntima comunión
con lo demoníaco, con «los espíritus» cuya benéfica acción va acompañada de ciertas emanaciones malignas que se
neutralizan mediante las prácticas mágicas o, en las comunidades de estructura más avanzada, por el cálculo astrológico.
La variante moderna del hombre extraordinario es el caudillo que en su persona reúne el poder espiritual del hechicero y
el político del jefe de la tribu, como ellos está dotado del dón de gracia o «charisma», según la terminología de Max
Weber. El mismo Goethe hace hincapié (cf. Coloquios, marzo 11 de 1828) en la afinidad entre lo demoníaco y la facultad
creativa del genio, puesto que ni lo uno ni lo otro es fruto de la virtud y del mérito, sino que, como dijera graciosamente el
novelista Teodoro Fontane, «uno lo tiene o no lo tiene» y por eso debe ser aceptado como regalo de los dioses.
Al hablar del caudillo, forzoso es mencionar la correlación muy peculiar entre él y la masa, ese vínculo de gratitud y
extática entrega que une a millones de seguidores a su prestante figura. Para comprender esos sentimientos de la
multitud, inexplicables desde un punto de vista exclusivamente racionalista en cuanto que ya existen antes de que el
«hombre providencial» hubiera dado pruebas materiales de su misión, y a veces sobreviven los fracasos más
espectaculares, hay que tener en cuenta que los partidarios del caudillo, valiéndose de su carácter de sumo sacerdote
laico y poseedor del «arcanum» inefable, celebran el rito de la comunión con el temible y venerado elemento demoníaco,
al mismo tiempo que lo creen capaz de desviar, a manera de un pararrayos, sus irradiaciones abrasadoras. Sin embargo, la
confianza en la protección que pueda ofrecerles el conductor muy a menudo redunda en el más funesto de los errores, ya
que los demonios, por su parte, se sirven del adorado jefe para apoderarse de los ánimos, y sueede a veces que todo un
pueblo, encabezado por su caudillo e impulsado por una fuerza ajena a la voluntad consciente de los individuos,
emprende la marcha hacia el abismo.
Por ese motivo Goethe casi nunca habla de lo demoníaco sin advertir en tono grave que el hombre, lejos de entregársele
incondicionalmente, en cuerpo y alma, debe oponerle en su trato con él, su razón y moralidad. Así, el poeta lleva a cabo
una síntesis que reune dos tendencias opuestas de la historia espiritual del mundo de Occidente, superándolas. Afirma
contra la corriente racionalista la validez y realidad de lo demoníaco, a la vez que, fijándole límites echa los cimientos de
un orden verdaderamente humano bajo los auspicios del dios Terminus de los romanos. Frente al desenfrenado
irracionalismo y al culto de las fuerzas ciegas del Destino, propios de la ideología neogermana, se constituye en
representante de un humanismo auténtico, pero en contraste con los humanistas desprovistos del sentido de lo trágico,
abarca en su conciencia singularmente vasta y profunda la tragedia del hombre extraordinario quien, después de servir de
instrumento selecto a los designios de los demonios se hunde: «El hombre tiene que ser arruinado para que vuelva a ser lo
que era. Cada individuo eminente tiene una misión y debe cumplirla. Mas, una vez que la haya cumplido ya no lo
necesitamos en su forma individualizada, y entonces la Providencia lo emplea para otro fin. Pero, como en este mundo
todo acontece de manera natural, los demonios le ponen una trampa tras otra, hasta que sucumba. Este fue el caso de
Napoleón y de tantos otros». (cf. Coloquios, marzo 11 de 1828).
No obstante que entre letrados y semiletrados florece con la ubicuidad de la mala yerba la perogrullada del universalismo
de Goethe, cada cual pretende encerralo en su sistema particular de conceptos, desconociendo que son numerosos y
siempre cambiantes, no sólo los aspectos que ofrece su ingente personalidad, sino también las perspectivas que a él le
presentaba determinada cuestión. No debe sorprendernos, por consiguiente, el que la actitud adoptada por él frente a lo
demoníaco fuera tan proteica y difícil de definir. Unas veces lo trata de manera extensiva, otras veces lo restringe, y esto
en doble sentido. Por una parte, lo demoníaco también se apodera del hombre ordinario en ciertas situaciones vitales,
como en el amor, el cual, bajo su influencia se convierte en esa fuerza irresistible, desbordante y ciega para las condiciones
materiales que Stendhal ha caracterizado como «amour passion». (cf. Coloquios, marzo 5 de 1830). Por otra parte,
algunos individuos sólo son extraordinarios a medida que los inspira el «daimonion», inflando sus escasas cualidades éticas
e intelectuales y asignándoles un papel histórico que de otra manera no sabrían desempeñar. Como prueba, Goethe cita
en términos prudentes, moderados por la lealtad y el afecto, el ejemplo del Gran Duque de Weimar quien, cuando lo
abandonaba el ingenio demoníaco era de una mediocridad poco envidiable. (cf. Coloquios, marzo 8 de 1831). Pero
también se hace patente en la persona de aquel príncipe la demoníaca raíz de esa actividad enérgica y desasosegada, ese
angustiado impulso fáustico que, nunca satisfecho de la meta alcanzada, en el fondo carece de objetivos, a la vez que
tortura el alma occidental con la perseverancia de una neurosis obsesiva. Goethe diagnosticó el mal, pero sólo Dios sabe
quién será llamado a curarlo.

***

EL MUNDO ANCHO Y AJENO DE ALVARO MUTIS

«¿No habéis visto a Warlamoff?


(Antonio Chekhov, La Estepa)

Le thé des caravanes existe.


(Blaise Cendrars, Vol a voile)

Se habla de navegaciones, de azares en los puertos clandestinos, de cargamentos preciosos, de muertes infames y de
grandes hambrunas. Lo de siempre.
(Alvaro Mutis, Caravansary)

«Caravansary» se intitula un poema en prosa de Alvaro Mutis, uno de los más hermosos y profundos que de él
conozco. Quizás no haya ningún otro que tan fielmente refleje su ser, su misma esencia de poeta y navegante. Que en
Alvaro son uno solo: el poeta andante, siempre a punto de partir en busca de nuevas costas, horizontes cada vez más
remotos, del misterio inefable de las grandes lejanías, que «por allá» se esconde púdicamente, enigmáticamente,
allende el River of no Return. Tal el substrato eminentemente lírico de su poesía que acabaría sucumbiendo al peligro
de perderse en emociones vagas y difusas, sin dejar más rastro que una estela de humo azul, si no le hiciera
contrapeso el elemento épico, tan recio y avasallador, de una obra propensa a tornarse chanson de geste. O por
emplear un término menos pretencioso: balada.
Figura baladesca es Maqroll el Gaviero, y también lo son sus avatares, hasta en la manera de fracasar, heroica o
ignominiosamente. Pero la gesta se narra o se canta, lo mismo da. Y esto quiere decir que, a diferencia del poema
lírico, que es expresión espontánea e inmediata de un sentimiento, una Stimmung, la poesía épica, desde la Ilíada
hasta la balada de cuño escocés, se condensa en la estampa del héroe, en una imagen concreta, una configuración
por el estilo de la que constituye el introito de «Caravansary».
No sé por qué Alvaro le puso título inglés; sus razones habrá tenido. En castellano se usa la palabra `caravanera' o
`caravanserallo', cuya mejor definición, que yo sepa, figura en el Diccionario Ingles/ Español de Simon & Schuster:
«Patio-posada donde pernoctan las caravanas».
Hélos ahí, pues, en el patio de la posada, sentados en cuclillas, bajo las estrellas de la noche bengalí: los caravaneros.
Los vemos, tal como los ve el poeta: mascando hojas de betel y escupiendo la savia que al escurrirse forma un bache
en torno «de los pies nervudos, recios como raíces que han resistido el monzón». Y los oímos, cual si fueran nuestros
los oídos del que escucha su platicar soñoliento en trance de apagarse lentamente, perezosamente, como los
rescoldos de una fogata. Los cuentos que desde tiempos inmemoriales se cuentan los nómadas mientras en sus caras
curtidas por el sol y el viento se pintan los reflejos rojizos de la lumbre: «un rosario de astucias, mezquinas ambiciones,
cansada lujuria, miedos milenarios. Lo de siempre...» En ese «lo de siempre», terminante y definitivo, resuena el eco
lejano del tiempo,»... una suave materia detenida en medio del diálogo». Contra el tiempo, una rueda que, girando
en torno de su eje, invariablemente regresa al punto de partida, nada pueden los hombres cuyas aventuras relatan los
camelleros: «Navegantes, comerciantes a sus horas, sanguinarios, soñadores y tranquilos». «Su recuerdo, reza la
invocación final, por fortuna comienza a esfumarse / en la piadosa nada / que a todos habrá de alojarnos. / Así sea».
En fin, no queda ni el arrepentimiento del que vergonzosamente abandonó el campo de batalla, ni la satisfacción de
haber caído en buena lid.
Lo épico de «Caravansary» está en ese modo sereno y resignado de aceptar la suerte de dados que llaman sino, en la
evocación de los héroes «sanguinarios, soñadores y tranquilos», y en las efigies de quienes «los piensan», como
bellamente dice el pueblo del altiplano. Pues la epopeya, así quede reducida a las proporciones de un cuento, tiene
de particular el recordarnos algo que ya pasó (si bien puede volver a pasar en cualquier momento).
No hay en todo eso ni asomo de romántica extravagancia. Ni de adornos domingueros. Al contrario, la gesta, por
deslumbrante que fuera, viste su ropa de todos los días, el trabajo hecho de trivialidades, de «los modestos negocios
de los hombres», dejando a la discreción del oyente (o del lector, que es oyente venido a menos) adivinar los
esplendores de su bárbara grandeza.
Tampoco da margen para vaguedades por el estilo de esas en que incurren los narradores falaces, ansiosos de
ocultarnos los abismos de su ignorancia. El cantor de gestas es, por excelencia, hombre que sabe de qué está
hablando, y lo sabe a ciencia cierta, en su calidad de testigo. De ahí, también, el marco fijo y preciso que sirve de
encuadre para el desfile de maravillas mil: aquel espacioso cuadrilátero bordeado (como es de suponer) por sendas
hileras de arcos, a donde han venido los caravaneros a descansar y echar un palique.
Mas no alcanzan las cuatro paredes del caravanserallo a contener cuanto el poema sugiere, ni es el tono de balada el
único que lo distingue de otros, quizás igualmente cautivadores, pero carentes de la dimensión de profundidad
tangible en el de Alvaro Mutis. Ahí está el busilis. Desde los balbuceantes y ¡ay! - tan lejanos comienzos (por allá en el
48, ¡Dios mío!) hasta la jugosa plenitud de la fruta madurada al calor de un generoso sol de otoño, su poesía tiene «la
dimensión más» o, por precisarlo, el aire cosmopolita, que es como el shibboleth por el cual se conocen los de la
misma raza.
Ha llegado el momento de hablar de un rasgo que es, a un tiempo, cualidad inherente a la materia poética destilada
en los alambiques de Alvaro y propiedad de la persona. De haber nacido « with a golden spoon in his mouth» y en una
época menos ajetreada que la nuestra por innobles afanes, sin duda hubiera ingresado en la cofradía aquella de los
magníficos trotamundos que en mi infancia vi regresar, así fuese por un fugaz instante:

«... from the strange ineffable places


From the Topaze Mountain and Desert of Doubt,
With the glow of the Yemen fall on their faces,
And a breath from the spices of Hadramaut».
(John Meade Falkner, Arabia)
Y antes de partir, hubiera podido decir, como el joven Rimbaud: «Je reviendrai avec des membres de fer, la peau
sombre; sur mon masque, on me jugera d'une race forte».

Su hado, más clemente, menos cruelmente inventivo que el del normando, no quería que fuera a los países de donde
sólo se regresa para morir. Y pensándolo bien, tampoco tenía que ir a ninguna parte para llegar a ser lo que es y
siempre ha sido: navegante en busca de la Ultima Thule, descubridor del aura que rodea la terra incognita,
explorador infatigable de aquellas manchas blancas que al muchacho que fui fascinaban en los mapamundi del siglo
pasado y de los cuales el adulto sabe que ya no existen, a no ser en una geografía del alma.
Si me fuera dado hacer el encomio de la poesía de Alvaro Mutis, diría que en ella late el corazón del mundo. No más.
El ritmo secreto de su verso (que sólo es libre en apariencia) se determina por el sosegado aspirar y expirar del anima
mundi.
En algunas partes de «Caravansary» se percatará el que tenga oído de ese perenne y tranquilo alternar entre la
sístole y la diástole, de algo que va y viene, apaciblemente, inexorablemente, como el péndulo de un reloj. El
movimiento en su misma monótona inalterabilidad inspira confianza (no mucha), hasta nos reconcilia a ratos con el
descubrimiento de que uno es el tiempo que, describiendo sus círculos eternamente iguales, mantiene al universo en
marcha, otro el que rige los destinos de los mortales en su peregrinaje a «la piadosa nada que a todos habrá de
alojarnos».
Rumbo a la muerte, de vez en cuando se detienen a descansar, a charlar, a olvidarse un rato de la que pacientemente
los espera, talvez a la vuelta de la esquina, talvez allá lejos, en Tashkent, en Abidjan... Mas cuando sucumben a la
extraña fascinación que tales nombres ejercen sobre la mente de los hombres, hasta el fin se olvidan y por un instante,
feliz y breve como la vida de la cachipolla, sienten ansias de partir, no importa para dónde, con tal que sea lejos, más
lejos de cuanto sea dable encontrar en los mapas.
A decir verdad, es de esto de lo que he querido hablar desde el principio: del tremendo poder transfigurador de un
poeta capaz de evocar un mundo misterioso e inmenso, con sólo citar unos nombres que para otros son meras
nociones geográficas. Bástanle unas palabras, unas tres o cuatro frases, talvez en sí mismas no muy lustrosas ni
particularmente elocuentes, para sacarnos de nuestra confortable prisión de hijos consentidos e hipercivilizados del
siglo veinte, incluso para romper las cuatro paredes de tapia pisada del caravanserallo y dejar que alce vuelo la
sempiterna saudade hacia los días antiguos, the times of yore. Porque, hoy día, cada paso que se dé más allá de los
confines de un orbe en trance de contraerse, es también un retorno al pretérito, así quede tan cerca como la época
de

«Burckardt, Halévy, Niebuhr, Slater,


Seventeenth, eighteenth-century bays,
Seetzen, Sadleir, Struys, and later
Down to the long Victorian days».
(John Meade Falkner, Arabia)

Allende el patio de la caravanera y como puesto entre paréntesis, se extienden espacios ilímites, llanuras sin fin,
parajes ignotos, moradas de pueblos que nadie ha visto, los escenarios de grandes hazañas, que ya no son más que un
rumor, una fábula, un recuerdo contado a media voz, somewhere entre Amberes y Wladiwostok: Eurasia, nuestra
cuna.
Hacía poco, Mercurio, el de los talones alados, dios vagabundo y mediador divino, siempre presto a llevar a sus
protegidos por tortuosos caminos al feliz encuentro -los legos en la materia lo llaman azar- se las arregló para que yo
volviera a uno de los grandes amores de mi juventud: Blaise Cendrars. Por decirlo de una vez, sin embrollarme más en
herméticas alusiones, cayó en mis manos, mientras estuve hurgando un montón de libros, Vol à voile, la apasionante
historia del muchacho que, luego de huir de la casa paterna en no sé qué lugar de la Suiza Romanda, tal vez la Chau
de-Fonds, vagabundea por toda Alemania, hasta topar, finalmente, con el que habría de convertirse en su paternal
amigo e iniciador en los difíciles asuntos de este perro mundo: Rogovine, el gran Rogovine, un judío de Varsovia,
lejano descendiente de la estirpe de l'illustre Gaudissart, pero en plano cosmopolita, por más señas traficante en
diamantes.
Pues bien, hay al comienzo del libro un capítulo que tiene por escenario el Transiberiano. Allí, hallándose los dos
confortablemente instalados en su compartimiento de 1a. clase, ese personaje inverosímil le cuenta a su joven
acompañante cuanto necesita saber, o sea todo (»mais qu'est-ce que tu as donc appris a l'école, mon petit, tu ne sais
rien!») de las caravanas de miles de camellos, cargados de miles y miles de cajas de té, que hacen la travesía del
interior de la China a los mercados de Manchuria.
Leyendo el estupendo relato (no sin darme cuenta de la triste verdad de que yo tampoco aprendí nada en la escuela),
quedé perplejo: ahí está, con todo su hechizo, el mundo de «Caravansary» transpuesto unas cuantas miles de leguas
más al Norte; ahí está todo en grande: un continente en movimiento; por ahí sopla, bramando, el viento de la estepa
infinita; ni siquiera falta la evocación de los adalides de epopeya: los dueños de las caravanas de té son mercaderes de
la talla de los que produjera la Edad Media, verdaderos príncipes nómadas ('Tu vas voir, des fils du roi»).
Lo asombroso de Vol à voile y lo que más poderosamente actúa sobre la embelesada imaginación del lector, es que la
gesta de los mercaderes príncipes de Shansi, de Sechuan o de Hupei, lejos de perderse en las brumas del mito, se
sitúa en los comienzos de nuestro propio siglo, los últimos años de la dinastía manchú. Apenas tres lustros antes, en
1888, escribió Chekhov «La Estepa» -para mí el más hermoso de sus cuentos- la historia de otro muchacho, el joven
Yegorushka, que con otra caravana, no de camellos, sino de bueyes, viaja a una ciudad de Ucrania donde ingresará en
el colegio. La caravana lleva un cargamento de lana al mercado y en alguna parte, por ahí entre el Dniéper y el
Doniez, ha de encontrarse, a recibir órdenes, con Warlamoff, el legendario señor de la estepa a quien pocos han
tenido el privilegio de verlo de cerca. Si, por fin, no se asomara: un viejito enjuto, torcido y seco como una raíz de
breza, lo creería uno pariente del conde de Westwest, el gran invisible de El Castillo de Kafka. Cuando aparece de
súbito, montado en un caballo feo, con la nagaika en la diestra, tenemos la impresión de presenciar la epifanía de un
malhumorado dios eslavo increpando a la tribu. Luego vuelve a hundirse su diminuta efigie en la vastedad de la
llanura que a su vez desemboca, allá lejos, en aquella otra, aún más vasta, del Asia Central, hasta llegar a las regiones,
ya borrosas, de donde parten y a donde regresan, siguiendo elípticas rutas trazadas por el poeta, las caravanas de
siempre.
Los caravaneros de Alvaro Mutis se parecen a los de Antonio Chekhov y a los de Blaise Cendrars, como si fueran hijos
de una misma madre, pero su caravanserallo se ubica en el lugar inefable en donde la geografía de «La Estepa» y de
«Vuelo a vela» de golpe se transfigura, luego se esfuma, por último se nos escapa volando a la Vía Láctea.

***

GABRIEL GARCIA MARQUEZ O EL TROPICO DESEMBRUJADO

Eco. Revista de la Cultura de Occidente.


Bogotá, tomo vii/4, agosto, 1963, N° 40, pp. 273—293.

De Gabriel García Márquez se ha dicho que sus modelos literarios son Joyce, Virginia Woolf, William Faulkner, pero
quién sabe si tales atribuciones no se inspiran en el deseo de inventarle un venerable árbol genealógico, antes bien
que en una justa apreciación de los méritos del narrador.
Cuando uno lee sus creaciones recientes, El coronel no tiene quien le escriba o el tomo de cuentos publicados en
México bajo el título de Los funerales de la Mamá Grande, sin adoptar de antemano una actitud preconcebida, o sea
ateniéndose al texto en vez de buscar las categorías que, a las buenas o a las malas, le fuesen aplicables, no se ven por
ningún lado las presuntas influencias de Joyce o de la Woolf. Las analogías que haya entre la obra del autor
colombiano y la de Faulkner las encontramos, no tanto en las peculiaridades temperamentales y en la forma, es decir,
en lo que realmente justificaría semejante comparación, cuanto en la temática.
Macondo o comoquiera que se le llame a aquel pueblo a orilla del bajo Cauca en donde se sitúa la mayor parte de los
eventos relatados por García Márquez, ciertamente nos recuerda en su tristeza, su abandono y las metafísicas
dimensiones de su tedio la célebre aldea de Yoknapatawpha escondida en algún recoveco del deep South. Ambas
poblaciones son, por decirlo así, condensaciones de las imágenes superpuestas de infinidad de villorios similares,
reconstrucciones ideal-típicas de una realidad compleja o, si se me permite acuñar un término paradójico,
abstracciones concretas. En García Márquez, como en Faulkner, resalta ese rasgo, merced al eterno retorno de lo
igual, hasta en las minucias aparentemente intrascendentes del relato: en los almendros de la plaza, cubiertos de una
espesa capa de polvo grisáceo o en la semejanza de ciertos personajes, por ejemplo, de la figura arquetípica del
ricacho de la aldea que en La prodigiosa tarde de Baltasar y en La viuda de Montiel se llama José Montiel, pero se
parece, como un huevo a otro sacado de la misma canasta, al obeso, diabético, malhumorado e inescrupuloso don
Sabas en El coronel no tiene quien le escriba .
Asimismo anda vagando por las páginas del narrador latino la sombra, medio legendaria, medio fantasmal, del héroe
de pretéritas guerras intestinas y campeón de una causa perdida, sólo que sus señas son las del coronel Aureliano
Buendía en lugar de las de John Sartoris, su faulkneriano alter ego en el Ejército confederado. Ni siquiera falta la
evocación de una mítica figura ancestral de la talla de Lucius Quintus Carothers Mc Caslin, fundador de un
inextricable embrollo de linajes legítimos y espurios, si bien se le han substituido a su semblante de monumental,
concupiscente, tenebroso y despótico patriarca del Antiguo Testamento los rasgos matriarcales de una protohembra,
la “Mamá grande”, cuya formidable humanidad tallada en carne y grasa descuella cual roca errática entre los
enclenques ejemplares de nuestra especie contemporánea.
Por último, Macondo, lo mismo que Yoknapatawpha para Faulkner, representa para García Márquez algo así como el
ombligo del mundo, no porque se sienta inclinado a la sentimental idealización de usos y curiosidades regionales —
ese periodista viajero, trotamundos e inquieto explorador de lejanos horizontes no es ningún provinciano, aun
cuando haya nacido en Aracataca— sino, sencillamente, porque, escuchando los consejos de su sano y saludable
instinto de narrador, se orienta hacia “el punto de reposo en medio de la fuga perenne de los fenómenos”, el eje en
torno del cual van girando las constelaciones planetarias de su universo narrativo.
El que desee trazar otras analogías con no sé qué admirado modelo de las letras anglosajonas, pues, que las busque;
por lo que a mi se refiere, confieso no haber logrado descubrirlas en las creaciones del cuentista, hasta donde lleguen
mis limitados conocimientos de su obra. Más aún, me abstengo, tras maduras reflexiones, de emprender semejantes
recherches de la paternité. Por una parte, la costumbre, desgraciadamente muy arraigada, de juzgar, clasificar y
rotular los valores propios, partiendo del parentesco, las más veces ilusorio, con los fenómenos y movimientos
literarios de Europa o de la América del Norte constituye una injusticia manifiesta frente al autor criollo que tiene
derecho a ser juzgado, primero que todo, en su individualidad, luego a la luz de lo que tenga en común con otros del
mismo origen, y sólo en último lugar por sus posibles afinidades selectivas con el resto del mundo. Por otra parte, el
curioso “delirio de relación” al que sucumben tantos críticos y aficionados en este terreno, implica el peligro de que
así se vaya creando un clima artificial, un ambiente en extremo literario, preñado de experiencias de segunda mano,
desde el cual ya no lleva ningún camino a la realidad, o sea al mundo propio del autor, tal como lo representa su obra.
En resumidas cuentas, mucha gente suele darse por satisfecha con haber establecido la filiación —cuanto más
exótica, más preciada— de fulano, y en adelante se cree exonerada de la obligación de leerlo o, a lo sumo, le da
sepultura en el mausoleo de los valores consagrados, a. no ser que lo entierre sin ceremonias en el cementerio de
pobres, cuando se haya quedado atrás en la emulación de supuestos precursores. En el caso de García Márquez ni
siquiera cabe preguntar en qué medida se acerque a Faulkner, pues como se veía, sólo puede ser comparado con él
en lo temático que, desde luego, se sustrae al juicio valorativo, no así en los aspectos, tan divergentes, del estilo y de
los medios de expresión.
En lugar de la construcción esencialmente faulkneriana de frases laberínticas, complicadas, interminables que van
cercando su objetivo a modo de espirales cada vez más estrechas y a las cuales podría aplicarse, mutatis mutandis, la
genial observación hecha por C. G. Jung en su ensayo sobre Ulises respecto del estilo “intestinal” de Joyce, se usa el
giro breve, conciso, lapidar y cristalino que va derecho al grano, dando la impresión de que son las cosas mismas en su
“ser así —y no de otra manera” las que hablan a través del narrador, según lo enseñan, mejor que prolijas
explicaciones, dos clásicos ejemplos de su manera de escribir.
El relato de los sinsabores del coronel que no tiene quien le escriba se inicia con las siguientes palabras: “...destapó el
tarro de café y comprobó que no había. más de una cucharada. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el
piso de tierra, y con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las últimas
raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata”. Y La siesta del martes, a mi modesto parecer lo mejor que,
hasta ahora, ha escrito García Márquez, comienza así: “El tren salió del trepidante corredor de rocas bermejas,
penetró en las plantaciones de banano, simétricas e interminables, y el aire se hizo húmedo y no se volvió a sentir la
brisa del mar. Una humareda sofocante entró por la ventanilla del vagón. En el estrecho camino paralelo a la vía
férrea había carretas de bueyes cargadas de racimos verdes. Al otro lado del camino, en intempestivos espacios sin
sembrar, Babia oficinas con ventiladores eléctricos, campamentos de ladrillos rojos y residencias con sillas y mesitas
blancas en las terrazas, entre palmeras y rosales polvorientos. Eran las once de la mañana y aún no había empezado el
calor”.
La sobriedad descriptiva que denotan esos dos ejemplares trozos de prosa escogidos entre una plétora de otros
igualmente característicos, la parsimonia y sequedad del lenguaje, cuya limitación estricta al enfoque del fenómeno
en su prístina pureza no deja lugar a placenteras asociaciones de ideas o imágenes, amén del agudo timbre de la voz
comparable a las vibraciones de una bien templada cuerda de acero, se nos hacen tanto más notables cuanto más se
alejan del concepto habitual que uno se haya formado de la personalidad de un autor nacido en las cálidas tierras del
mediodía y de sus presuntas inclinaciones a la metáfora exuberante o al lirismo efusivo. Sería difícil averiguar si acaso
se manifieste en tales ejemplos una pasión innata, heredada de quién sabe qué tatarabuelo venido de allende el mar,
por la mesura, la observación exacta y la parquedad del léxico; antes bien, cabe suponer que ese lenguaje desprovisto
de ornamentos y divagaciones subjetivas constituye un hábito adquirido, fruto de la autodisciplina, a la cual se habría
sometido el narrador consciente de ciertos peligros inherentes al tropicalismo, hasta convertirla en una como
“segunda naturaleza” y parte integrante de su ser.
Sea como fuere, se ha descubierto en el propio corazón del trópico y para asombro de quienes creen tener que
asimilar las nuevas tendencias de la novela francesa, un objetivismo de pura cepa que, si bien salió de una raíz
distinta, resiste la comparación con el de un Robbe-Grillet. Guardémonos, sin embargo, de recaer en la obsesión
europeizante al hablar del realismo de García Márquez (empleando el término en su acepción cabal, derivado de res,
la cosa) , o sea de un fenómeno de raigambre autóctona, afín a la minuciosidad y exactitud del relato, observables en
las novelas, desgraciadamente poco leídas hoy día, de su compatriota J. A. Osorio Lizarazo.
En efecto, no se me ocurre, por lo que respecta a ciertos rasgos predominantes en la obra del cuentista calentano,
nada más adecuado que una comparación con aquel intrépido narrador de la tragedia del viejo oficial de imprenta
que perdió su empleo, del burócrata de ínfima categoría y numerosa prole que vive de puro milagro, de la criada
explotada que se mata trabajando al servicio de una familia, igualmente explotada, de la clase media, del frustrado
agente viajero que, haciendo alarde de imaginarios talentos, lleva durante algún tiempo una existencia ficticia hasta
sucumbir a la conspiración entre el medio hostil y su propia incapacidad, de la gente del hampa y del
lumpenproletariat de extramuros, criado en la ladera del cerro, en fin de ese lado nocturno de Bogotá de los años
veinte y treinta, cuyas recónditas negruras por un fugaz instante se tornaron rojas y candentes en la hoguera del
nueve de abril de 1948.
Mas aquí también conviene hacer distinciones. Mientras en la prosa cruelmente desnuda y penetrante de Osorio
Lizarazo palpita un tremendo patetismo que se nutre del encono tenaz, llevado a demoniacos extremos, falta en la de
García Márquez la nota patética y se substituye al pesimismo abismal del bogotano que en la evocación de la miseria
humana y de todas las ignominias de la existencia se eleva al plano creativo, una suerte de estoica compostura, quizás
no menos ejemplar, pero más inmune al apasionamiento y, por ende, más al tono del atemperado clima emotivo que
caracteriza a las nuevas generaciones. Por añadidura, encarna García Márquez, en contraste con Osorio Lizarazo,
cuyos asuntos predilectos, al igual que sus peculiarísimas estilísticas, revelan al hombre de tierra fría, saturado de la
melancolía brumosa del altiplano, sumergido en el ambiente, medio conventual, medio burocrático de la ciudad de
su infancia, al narrador de tierra caliente en el sentido específico que solemos atribuir a esa noción geográfica.
Las creaciones de García Márquez —parece una redundancia insistir en ello— no se conciben sin aquel fondo, y su
perfil, más que su estilo que, como ya quedó dicho, difícilmente se acomoda a tales cánones, es el de un novelista
nato del trópico. Lo es, no sólo en cuanto atañe al tema fundamental y a la sensibilidad peculiar, sino también
físicamente. Si Balzac, cediendo a la pasión, tanto más entrañable cuanto menos correspondida que sentía por las
finanzas, se empeña en informarnos meticulosamente sobre la situación económica de los protagonistas, el monto de
sus rentas y la herencia que esperan recibir, García Márquez nos habla, primero que todo, del calor que hace
dondequiera que se muevan sus personajes. Tanto es así que el calor, ora húmedo y como viscoso, ora sofocante y
reseco, cual si fuera engendrado en un horno al rojo vivo, ocupa en sus cuentos el sitio del elemento omnipresente,
inasible y siniestro que en las novelas de Faulkner —verbigracia en el atroz pandemonio de Sanctuary— representa el
miedo. Archícaracterísticas son, por este respecto, las frases que a modo del leitmotiv acompañan el relato e
imperceptiblemente ejercen sobre el lector una sugestión proporcional a su letal monotonía: “A las doce había
empezado el calor”, “El pueblo flotaba en el calor”, “en algunas (casas) hacia tanto calor que sus habitantes
almorzaban en el patio”, “el lunes amaneció tibio y sin lluvia”, “el sol calentó tarde” o “calentó temprano”: he aquí
algunos ejemplos, recogidos al azar, de un sistema de referencias que, poco a poco, va adquiriendo las dimensiones
de una patografía del hombre tropical y de sus distintos estados de ánimo. Para comprender al “coronel que no tiene
quién le escriba”, tan importante resulta saber, en efecto, que en octubre, mes de lluvia, experimenta la sensación
desapacible de albergar en el vientre un gusano que sigilosamente le roe las tripas, y sólo en diciembre, cuando brilla
otra vez el sol en las calles, retorna a una visión más eufórica del mundo, como la circunstancia de que está
esperando, desde hace años, la carta que le anuncie el reconocimiento de su pensión por servicios militares prestados
en la guerra de los mil días. A todas luces, el arte narrativo de García Márquez se alimenta de una obsesión
meteorológicobarométrica, manifiesta en la manera como aquel elemento cálido, húmedo, lúbrico' o vaporoso
penetra el tejido permeable de la narración, llena el espacio vacío que se extiende entre los personajes, los rodea de
una especie e aura atmosférica y así se convierte en el medio unitivo, propio para crear la densidad peculiar del relato
que nos tiene cautivos desde el principio hasta el fin. De esta suerte logra el narrador, sin proponérselo ni recurrir a
una fábula trabajosamente elaborada o al suspenso artificial, uno de los principales objetivos del cuentista: la
fascinación del lector quien, viéndose a su vez atraído y absorbido por ese medio envolvente, pasa al estado de
participación mágica en la substancia del cuento.
Con esto no quiero decir que a sus cuentos, por muy poco que “suceda” en ellos, les falte tensión; todo lo contrario,
la palpamos hasta en una historia de la índole de Rosas artificiales, cuya materia narrativa se reduce a las tribulaciones
de una niña que quiere ir a misa y no puede, porque, a última hora, se le atraviesa algún impedimento baladí. La
tensión no está en los eventos, ni en los personajes, ni en el diálogo entre Mina que trata de ocultar un desengaño de
amores, y una anciana ciega que con los ojos del espíritu lee en su alma perturbada, sino en una zona intermedia,
preñada de vaguedades y de los silencios aún más asombrosos que el raro contraste entre la cruel insistencia de la
vieja que pacientemente tantea hasta tocar el punto neurálgico, y la discreción en su manera sibilina de aludir al fruto
de tan despiadado escrutinio. Percatándose de la sutil malicia, la ambigüedad, la naturaleza compleja y diferenciada
de tales fenómenos que se esconden en apariencias de cotidiana simplicidad, el lector cree adivinar lo que realmente
le importa al narrador y hasta dónde se apartan sus designos de los derroteros tradicionales de la novelística
sudamericana.
Excepción hecha del singular y desconcertante Machado de Assis, cuyo Don Casmurro —rara avis de la segunda
mitad del siglo diecinueve— constituye un hallazgo comparable a los más extraordinarios especímenes que en el
género de la novela sicológica haya producido Europa, descollaba en la prosa narrativa de la América meridional, aun
hace poco, el avasallador predominio de la Naturaleza, del paisaje, de los espacios inmensos. Lejos de quedar
relegado al plano de una decoración de fondo o de un escenario en que se desarrollan los acontecimientos
concebidos a modo de comédie humaine de trascendental y exclusiva importancia, se caracteriza el paisaje específico
de la novela criolla, verbigracia en La vorágine de José Eustasio Rivera o en las obras de Rómulo Gallegos, por las
manifestaciones de una vida autónoma e independiente que, como el Mar de Joseph Conrad, sigue su marcha sin
inmutarse ni parar mientes en la dicha o los padecimientos del hombre, y eso al extremo de que hasta la crueldad, a
veces aterradora, de los eventos recuerda la de los elementos, cuya hostilidad inescrutable vive y sufre el protagonista
en carne propia, antes bien que los quintaesenciados tormentos de la nouvelle noire. De ahí que nos sea dable
encontrar en la descripción del paisaje toda la polifacética e inagotable riqueza de matices que a menudo echamos
de menos en la caracterización, un tanto esquemática o próxima al género heroico-sentimental, ele los personajes, a
no ser que se retraten unas hembras de talle monumental que descienden en línea recta de la célebre doña Zoraida y,
a su vez, parecen personificar acciones de la Naturaleza fascinante, traicionera e impasible. Si hacemos caso omiso de
tales figuras, cuyos contornos trascienden las dimensiones humanas, el hombre extraviado en la inmensidad de los
llanos orientales o en la verde penumbra de la selva da la impresión de ser apenas un epifenómeno, un apéndice, una
pieza decorativa en la escena dominada por el Paisaje. La impresión no engaña, más aún, es particularmente
significativa de una fase sicológica, mejor dicho, e una situación vital, en la cual todavía estaba inconcluso el proceso,
iniciado' en la Conquista, de la penetración de los espacios continentales, y una multitud de fenómenos anímicos
privativos del hombre se proyectaba sobre la Naturaleza. El resultado es lo que la sicología de profundidades define
coma “pérdida del alma” o absorción de energías síquicas que parecen aprisionadas en las cosas, y por ende, cierto
apocamiento del ser humano que, a lo sumo, se rebela contra el medio ajeno y hostil sin mayores esperanzas de ganar
la batalla.
A primera vista, parece que García Márquez no sólo continúa esa tradición novelística, sino que recurriendo a nuevos
medios de expresión, incluso la lleva al apogeo en su modo de evocar la presencia física y feroz agresividad del calor,
mas por alucinantes y corpóreamente tangibles se nos hagan las influencias climáticas en el relato, asistimos, al mismo
tiempo, a un proceso de desencantamiento consciente del trópico. Ya no es la selva sumida en un misterioso
claroscuro, es una miseria de nombre Macondo, la que constituye el marco de sus cuentos y, con su alcaldía, su iglesia
parroquial, el altoparlante instalado en la torre del templo, un salón de billares, una pista de baile y una aglomeración
de tejados de cinc, no se distingue en absoluto de otros Macondos, igualmente abandonados, fastidiosos y
deprimentes, de la zona tórrida. Privado de sus exuberancias vegetales y riquezas cromáticas, el mundo tropical de
García Márquez revela una aridez, una pobreza, una trivialidad incolora, manoseada, polvorienta e insoportable, pero
con tal nitidez se dibuja el perfil del pueblo que su misma desnuda indigencia, vista por un ojo avizor comparable al
objetivo de una cámara fotográfica, produce una sensación de extrañeza, a la vez cautivadora e inquietante. Y por
señalar el aspecto más importante: en la medida en que el frondoso paisaje de la novela americana se reduce, como si
lo hubieran podado con unas enormes cizallas de jardinero, a dimensiones más modestas y banales, va desplazándose
la efigie humana del fondo al primer plano. En otras palabras, el narrador reconquista el terreno que había perdido el
hombre en su secular lucha fronteriza con la Naturaleza y al espacio exterior, en cuyas inmensidades se disuelven los
firmes contornos, se substituye una nueva dimensión, el plano por excelencia humano, propicio para el desarrollo de
bien perfiladas individualidades. Presenciamos, pues, en los cuentos de García Márquez lo que podríamos interpretar
como un proceso de humanización, guardándonos, claro está, de usar el término en el sentido un tanto vago y
sentimental que a veces se le atribuye.
No es “el hombre” de los humanistas, son los hombres quienes importan y se le presentan a García Márquez en su
realidad concreta e íntegra de seres caracterizados por una multitud de peculiaridades de orden histórico, social y
sociológico, si bien conservan en un recóndito baluarte de su personalidad algo inefable, intimo, enteramente suyo
que no entra en esa compleja urdimbre de relaciones existenciales. Por lo pronto, es cierto, sólo distinguimos la
silueta de Macondo, el pueblo de mala muerte, tal como lo traza el autor a grandes y escuetos rasgos de pluma, cuya
audaz abreviatura contrasta con la abundancia de figuras y la descripción exacta e un microcosmos humano que
revela estupendos conocimientos de hombres, cosas, condiciones. El rico de la comarca, dueño de una fortuna que se
debe a oscuros compromisos con las fuerzas imperantes, el representante del poder político—militar, personificado
por un sargento que ejerce facultades de dictador en miniatura, el cura que desde su silla colocada delante de la casa
parroquial vigila a sus feligreses y toma nota de quiénes concurren a ver una película calificada de inmoral, el tendero
turco, el médico, el abogado, los oficiales de sastrería que clandestinamente reparten hojas volantes, arriesgando que
la policía los acribille a balazos, una atrabiliaria y acaudalada solterona, las prostitutas, los culebreros, los yerbateros,
el ladrón, cada cual representa un tipo social determinado sin dejar de exhibir algún rasgo inconfundible que lo
define como individuo, ser de carne y hueso, singular criatura y habitante de su propio mundo ajeno a las
abstracciones sociológicas. Para García Márquez, la individualidad es lo que por ella se entiende, partiendo de la
acepción literal del término: el hombre tal cual, algo indiviso e irreductible, una totalidad, quizá modesta, pero no por
eso menos invulnerable, y el hombre que en medio del ajetreo de la vida cotidiana, de las multitudes aglomeradas en
la plaza de mercado, de la familiar e insípida palabrería de comadres y compadres de golpe descubre que está solo,
solo con su destino, su enfermedad, su infortunio y su muerte.
Luego de haberse librado de la supremacía del paisaje, el narrador arriesgaba que la recién conquistada libertad se
convirtiera en una nueva servidumbre y el hombre que antes había quedado a merced de la Naturaleza y de las
influencias del espacio, acabara identificándose con su función social, más exactamente con el estado en que se
encontraba la sociedad en esa misma época. Tendríamos entonces, puesto que las condiciones sociales en que viven
sus personajes predilectos dejan mucho que desear, una como segunda edición de la “novela de pobres”, lo que, al fin
y al cabo, no sería en absoluto criticable, pero tampoco constituiría un hallazgo. Ahora bien, lo nuevo en la obra de
García Márquez es atribuible a su manera de evocar, sin retoques ni ambages, una miseria cuyas raíces llegan hasta
profundidades inaccesibles a los habituales procedimientos de sondeo. Ahí está, por ejemplo, el caso del “coronel
que no tiene quién le escriba”. Basta haberlo visto raspar cuidadosamente la costra del tarro de café, para saber que
se trata de un viejo tan pobre como aquellos fabulosos ancianos balzaquianos que vegetan en buhardillas y hediondas
pensiones, o como el protagonista de La casa de vecindad de Osorio Lizarazo después de haber quedado cesante. No
importa desde qué ángulo se enfoque la condición del coronel y de su asmática cónyuge, siempre tropezaremos con
un estado de pobreza que va pegado a su existencia como el caracol a su concha. Mas aun cuando hayamos
comprobado que, desde la primera hasta la última página, el viejo sigue atando cabos y saltando matones, anclamos
lejos de conocerlo, y poco sabemos de la situación abismal del sufrido personaje, mientras ignoremos que su suerte
pende de un hilo, o sea de la probabilidad infinitesimal de que en la capital, a setecientos kilómetros de distancia, un
pequeño empleado del Ministerio de Guerra por casualidad encuentre, entre miles de asuntos pendientes, el
memorial en que el coronel reivindicó, años ha, su pensión de veterano, y luego lo pase a sus superiores en donde
quedará el legajo como en la mano de Dios Padre. Lo curioso es que el viejo, por muy terco que fuese en el fondo del
corazón sabe a qué atenerse o, si no lo supiera, debiera saberlo, ya que su cara mitad no se cansa de demostrarle, con
argumentos de peso, la vanidad de su esperanza. Sin embargo, mi coronel va todos los días a la oficina de correos a
reclamar la carta que nunca llega... Desde el instante en que el administrador, alzándose de hombros, le contesta que
no hay nada, hasta el olía siguiente, cuando se repite la escena, pasa un largo rato que debe ser aprovechado e algún
modo. El protagonista lo aprovecha, criando un gallo de riña que, si gana —¡y cómo no ha de ganar!— lo sacará de
sus apuros.
Resalta en este detalle un aspecto de la visión del inundo de García Márquez que va más allá de la sequedad realista
del relato condimentado con uno que otro grano de feroz humorismo: la propensión a lo grotesco, en la cual se
esconde su modo, nada pretencioso, si bien personalísimo, de acercarse al lado trágico ele la existencia humana. El
gallo, cuya imagen va arrimándose, poco a poco, al sitio que ocupaba en la conciencia de su dueño la carta
vanamente esperada, parece un animal corno cualquier otro, pero en realidad es una quimera, un monstruo
insaciable, la emplumada encarnación del anhelo que, compitiendo con el gusano en las entrañas del coronel, le
devora el alma.
En el fondo, los protagonistas de casi todos los cuentos de García Márquez se parecen al coronel. Lo que, para él, es
el fantasmagórico gallo de pelea, lo significan para el ebanista Baltazar la jaula de turpiales, “la jaula más bella
ele¡ mundo”, culminación de las añoranzas de toda una vida y presunta fuente de fabulosas ganancias, o para Dámaso
el contenido de la caja en el salón ele billares de don Roque. Los representantes del sexo masculino se caracterizan,
con muy pocas excepciones, por su ilimitada capacidad de forjarse ilusiones que les permite construir, a espaldas de
la desapacible realidad de Macondo, un mundo quimérico, en donde, escabulléndose a sus cónyuges, buscan refugio,
ansiosos de quemar incienso ante un ídolo fabricado con la delicadísima ma, terna del ensueño. Hay algo fugaz,
escurridizo, caprichoso e inasible en ese mundo de los varones gobernado por la gama, si bien contrasta la falta de
perseverancia con el tenaz empeño en agarrarse, sin hacer caso de los comentarios críticos de la conciencia diurna, a
las faldas de la voluble diosa Fortuna. He aquí un desplazamiento del centro de gravedad de la esfera masculina a la
femenina, suerte de trastruque de papeles en que se complace el narrador.
La inconstancia, el capricho, la fantasía, la debilidad, el desconocimiento de las férreas leyes que rigen el mundo y el
hábito de prestar oído a las efímeras sugerencias del instante, en fin, todas las virtudes y flaquezas que, desde tiempos
inmemoriales, suelen atribuirse en la sociedad de cuño patriarcal a la mujer, ahí se proyectan sobre el hombre. En
cambio, las mujeres de García Márquez son portavoces de la cordura, almas de buen temple, cuya fuerza reside,
precisamente, en la circunstancia de que, privadas del don de deslizarse a fantásticas regiones, sólo conocen un
mundo —su Macondo— y se muestran capaces de desarrollar, incluso en las situaciones más precarias en que las
meten las locuras de sus maridos, amantes e hijos, aquella notabilísima inventiva y presencia de ánimo, preciadas por
el conde Hermann Keyserling en su Viaje a través del Tiempo: “...las mujeres refugiadas en su naturaleza no pierden la
confianza en el porvenir ni siquiera durante las catástrofes más atroces; que para decirlo con palabras de Alfred
Weber, 'parlamentan' con el destino más espantoso, con lo cual logran realmente aplacarlo”, dice el ilustre filósofo
amateur, cual si hubiera conocido a las macondanas.
De esta suerte, el hombre atraído a la órbita de una fuerza superior, más concordante con las adversidades de la vida,
se encuentra en un estado de dependencia emocional del otro sexo, cuyas representantes, parecidas a las soberanas
de un matriarcado venido a menos, le imprimen al medio trivial de Macondo cierto sello de arcaica grandeza. Tal es el
caso de la esposa del coronel que, físicamente, parece una osamenta revestida de piel, mas en su complexión reseca
como un haz de leña conserva la brasa de un temperamento irascible, sale invicta de los espasmos del asma, no llora
ni cuando le matan al hijo, y haciendo ocasionales despliegues de macabro buen humor, se defiende de las infamias
del destino. A veces siente unas ganas casi irresistibles de matar al monstruo de gallo, pero en el último momento
sabe frenar su impulso, sea por estar convencida de que su marido lo tiene por algo que no se come, una especie de
ente mitológico o animal sagrado, cuya suerte se halla misteriosamente enlazada con la suya, sea porque ama al
coronel con el amor profundo, secreto e indulgente que a los mayores les inspira un niño absorto en sus juegos.
Del mismo talante es la modesta heroína de La siesta del martes. De muy lejos llega al pueblo ahogado en el calor de
mediodía como en un crisol de plomo derretido, a visitar la tumba de su hijo que cayó fulminado de un balazo,
cuando trataba de forzar la puerta de doña Rebeca. En la monosilábica conversación con el cura a quien pide las
llaves del cementerio, va surgiendo paulatinamente de la anonimidad la silueta de una mujer del pueblo rodeada de
un aura de dignidad invulnerable e imbuida de la convicción de que su hijo, no importa lo que piense y diga el
mundo, “era un hombre bueno”. La historia termina en el instante en que la mujer, luego de haber llenado los
requisitos y recibido las llaves, sale con su hijita de la penumbra protectora del despacha parroquial a la calle.
Entretanto, se ha divulgado en la aldea la sensacional noticia de su llegada, las comadres, ávidas de ver pasar a la
madre del ladrón, se asoman a las ventanas, y el camino al camposanto será una viacrucis, mas aun así, no hay arma
capaz de atravesar esa coraza de silencio, resignación y secular estoicismo.
Habrá quien encuentre un tanto abrupto el final, e incluso se sentirá defraudado en su candorosa esperanza de
presenciar quién sabe qué evento propio para cerrar el relato, conforme a inveterados moldes, “con broche de oro”.
En efecto, los cuentos de García Márquez habrán de parecer extrañamente fragmentarios y dejarán perplejos a
muchos lectores que, confiando en pisar tierra firme por dondequiera que vayan, dan un paso tras otro hasta quedar,
de repente, con un pie en el aire. Allende la zona habitada de Macondo bosteza el vacío. La honradez del autor no le
permite disimular su metafísica incertidumbre, recurriendo a fáciles consuelos, ni llenar la laguna con los habituales
sucedáneos de la perdida integridad del ser. Lo “fragmentario”, lejos de ser imputable como, pongamos por caso, en
El hombre sin cualidades de Musil, a la trágica discrepancia entre la magnitud del proyecto y las posibilidades de
llevarlo a cabo, en Gabriel García Márquez forma parte de su visión de un mundo inconcluso.

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