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Cortázar.

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Julio Cortázar
Omar Prego Gadea
La fascinación de las palabras
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No pregunto por las glorias ni las


nieves, quiero saber dónde se van
juntando las golondrinas muertas.

Julio Cortázar
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CRONOLOGÍA

1914. Nacimiento de Julio Florencio Cortá-


zar, hijo de Julio Cortázar y María Herminia Descotte.
“Mi nacimiento (en Bruselas) fue un producto del tu-
rismo y la diplomacia”, declaró años después. En ese
entonces Bruselas estaba ocupada por los alemanes.
1916. La familia Cortázar se instala en Suiza,
donde aguarda el fin de la Primera Guerra Mundial.
1918. Regresó a la Argentina. La familia se
instala en Banfield, un suburbio de Buenos Aires. El
padre (de quien Julio no quiso nunca saber nada)
abandona a su mujer y a sus dos hijos. Julio se cría
con su madre, una tía, su abuela y su hermana Ofe-
lia, un año menor que él.
“Nunca hizo nada por nosotros”, dirá de su
padre. Enfermedades frecuentes, brazos rotos, as-
ma, primeros amores. El cuento “Los venenos” es
muy autobiográfico.
1923. Primeros ejercicios literarios. “Mi pri-
mera novela la terminé a los nueve años”, dirá.
También escribe poemas. La familia sospecha que
son plagiados, lo cual le provoca una gran desazón.
1928. Cursa estudios en la Escuela Normal
de Profesores Mariano Acosta (cuya atmósfera re-
creará en el cuento “La escuela de noche”) a la que
califica de “pésima, una de las peores escuelas ima-
ginables”. Rescata el nombre de dos profesores: Ar-
turo Marasso y Vicente Fattone.
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1932. Obtiene el título de Maestro Normal,
que lo habilita para ejercer el magisterio. Ese mismo
año intenta sin éxito viajar a Europa en un buque
de carga, con un grupo de amigos. “Buenos Aires
era una especie de castigo. Vivir allí era estar encar-
celado”, declara años más tarde en una entrevista a
Luis Harss.
En una librería de Buenos Aires descubre el
libro Opio, de Jean Cocteau, cuya lectura cambia
“por completo” su visión de la literatura y le hace
descubrir el surrealismo.
1935. Obtiene el título de Profesor Normal
en Letras e ingresa en la Facultad de Filosofía y Le-
tras. Aprueba el primer año, pero como en su casa
“había muy poco dinero y yo quería ayudar a mi
madre” abandona los estudios para iniciarse en el
profesorado.
1937. Es designado profesor en el Colegio
Nacional de una pequeña ciudad de la provincia de
Buenos Aires, Bolívar. Lee infatigablemente y escri-
be cuentos, que no publica.
1938. Publica su primera colección de poe-
mas, Presencia, con el seudónimo de Julio Denis.
De ellos dirá que eran unos sonetos “muy mallar-
meanos” y que el libro fue “felizmente” olvidado.
1939. En julio de ese año fue trasladado a la
Escuela Normal de Chivilcoy.
1941. Con el seudónimo Julio Denis publi-
ca un artículo sobre Rimbaud en la revista Huella,
que junto con la revista Canto fueron importantes
vehículos de expresión para los jóvenes escritores.
1944. Se traslada a Cuyo, Mendoza, y en su
Universidad imparte cursos de Literatura Francesa.
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Publica su primer cuento, “Bruja”, en la revista Co-
rreo Literario.
1945. Cuando Juan Domingo Perón gana
las elecciones presidenciales presenta renuncia.
“Preferí renunciar a mis cátedras antes de verme
obligado a ‘sacarme el saco’ como les pasó a tantos
colegas que optaron por seguir en sus puestos.”
Reúne un primer volumen de cuentos, La otra ori-
lla. Regresa a Buenos Aires, donde comienza a tra-
bajar en la Cámara Argentina del Libro.
1946. Publica el cuento “Casa tomada” en
la revista Los Anales de Buenos Aires, dirigida por
Jorge Luis Borges. Ese mismo año publica un traba-
jo sobre el poeta inglés John Keats, “La urna griega
en la poesía de John Keats” en la Revista de Estudios
Clásicos de la Universidad de Cuyo.
1947. Colabora en varias revistas, entre ellas
en Realidad. Escribe un importante trabajo teórico,
“Teoría del Túnel”.
1948. Obtiene el título de traductor públi-
co de inglés y francés, tras cursar en apenas nueve
meses estudios que normalmente insumen tres
años. El esfuerzo le provoca síntomas neuróticos,
uno de los cuales (la búsqueda de cucarachas en la
comida) desaparece con la escritura de un cuento,
“Circe”, que junto con “Casa tomada” y “Bestiario”
(aparecidos en Los Anales de Buenos Aires) será in-
cluido más adelante en Bestiario.
1949. Publica el poema dramático Los Reyes,
ignorado por la crítica. Durante el verano escribe
una primera novela, Divertimento, que de alguna
manera prefigura Rayuela. Divertimento será publi-
cada recién en 1986, después de su muerte.
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1950. Escribe otra novela, El examen, recha-
zada por el asesor literario de Losada, Guillermo de
Torre. Cortázar la presentará a un concurso convoca-
do por la misma editorial, sin éxito. Esta novela tam-
bién será editada tras la muerte del escritor, en 1986.
1951. Publica su libro de cuentos Bestiario,
en la editorial Sudamericana, donde ya figuran algu-
nas de sus obras maestras en el género. Pero el libro
—salvo para un puñado de lectores— pasa inadver-
tido. Obtiene una beca del gobierno francés y viaja a
París, con la firme intención de establecerse allí. Co-
mienza a trabajar como traductor en la UNESCO.
1953. Se casa con Aurora Bernárdez.
1954. Viaja a Montevideo, año en que la
UNESCO realiza allí su conferencia general, en cali-
dad de traductor y revisor. Se aloja en el Hotel Cer-
vantes (ya frecuentado por Jorge Luis Borges) en el
que transcurre su cuento “La puerta condenada”.
Anda por la ciudad, visita el barrio del Cerro, en el
que ubicará a La Maga.
Continúa trabajando como traductor inde-
pendiente de la UNESCO.
Sigue escribiendo lo que luego serán las His-
torias de cronopios y de famas, que había iniciado en
el año 1951: “Una noche, escuchando un concierto
en el Thèatre des Champs Elysées, tuve bruscamen-
te la noción de unos personajes que se llamarían
cronopios”, explicó años después.
Viaja a Italia, empieza a traducir los cuentos
de Edgar Allan Poe.
1956. En México (Ed. Los Presentes) publica
el libro de cuentos Final del juego, en el que aparece el
cuento “Los venenos”, al que Cortázar considera “au-
tobiográfico”. También lo es el que da título al volu-
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men. Asimismo publica la traducción de Obras en
prosa de Poe en la Universidad de Puerto Rico.
1959. Publica Las armas secretas (Ed. Suda-
mericana), que incluye el cuento largo “El persegui-
dor”. Este cuento supone un sesgo en la narrativa de
Cortázar. “Fue una iluminación. Terminé de leer
ese artículo (en el que se anunciaba la muerte de
Charlie Parker) y al otro día o ese mismo día, no me
acuerdo, empecé a escribir el cuento. Porque de in-
mediato sentí que el personaje era él (...) era lo que
yo había estado buscando.” Cortázar dice que allí
aborda “un problema de tipo existencial, de tipo
humano, que luego se ampliará en Los premios y so-
bre todo en Rayuela” (Los nuestros, Luis Harss).
1960. Viaja a Estados Unidos (Washington
y Nueva York) y publica (Ed. Sudamericana) la no-
vela Los premios escrita durante esa larga travesía en
barco “para entretenerme”, dirá.
1961. Realiza su primera visita a Cuba. Ella
le mostrará “el gran vacío político que había en mí,
mi inutilidad política. Desde ese día traté de docu-
mentarme, traté de entender, de leer”. Ese mismo
año la editorial Fayard publica Los premios, primera
traducción de una obra de Cortázar.
1962. Publica Historias de cronopios y de fa-
mas, en la editorial Minotauro, de Buenos Aires.
1963. Publica Rayuela (Ed. Sudamericana),
de la que se vendieron 5.000 ejemplares en el pri-
mer año. “Escribía largos pasajes de Rayuela sin te-
ner la menor idea de dónde se iban a ubicar y a qué
respondían en el fondo (...) Fue una especie de in-
ventar en el mismo momento de escribir, sin ade-
lantarme nunca a lo que yo podía ver en ese mo-
mento”, dirá (La fascinación de las palabras). Ese
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mismo año participa como jurado en el Premio Ca-
sa de las Américas, en La Habana.
1965. La editorial Pantheon de Nueva York
publica la traducción inglesa de Los premios y Luchter-
hand, Berlín, Geschichten der Cronopien und Famen.
1966. Publica el libro de cuentos Todos los
fuegos el fuego (Sudamericana, Buenos Aires). En
Nueva York, Pantheon publica la traducción al in-
glés de Rayuela y Gallimard la traducción francesa,
de Laure Guille-Bataillon.
1967. Aparece La vuelta al día en ochenta
mundos, un volumen que reúne cuentos, crónicas,
ensayos y poemas, con una diagramación extrema-
damente original concebida en gran parte por Julio
Silva. El libro, según Cortázar, fue imaginado como
un homenaje a Julio Verne “pero de una manera
muy indirecta”.
1968. Publica en Buenos Aires (Ed. Sudame-
ricana) la novela 62/Modelo para armar. La novela
provoca un cierto desconcierto en la crítica. Cortázar
había dicho que le gustaría “llegar a escribir un rela-
to capaz de mostrar cómo esas figuras constituyen
una ruptura y un desmentido de la realidad indivi-
dual, muchas veces sin que los personajes tengan la
menor conciencia de ello”. Ese mismo año publica
en Buenos Aires, con fotografías de Sara Facio y Ali-
cia D’Amico el libro Buenos Aires, Buenos Aires.
Publica otro de sus libros “almanaque”, Úl-
timo round, donde se recoge ensayos, cuentos, poe-
mas, crónicas, textos humorísticos.
La edición (Siglo XXI, México) está imagi-
nada como un edificio de dos plantas, alta y baja, y
cuenta con profusas ilustraciones. El libro contiene
(planta baja) una extensa carta de Cortázar a Rober-
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to Fernández Retamar escrita en Saignon el 10 de
mayo de 1967, publicada en la Revista de la Casa de
las Américas. “Esta carta se incorpora aquí a título
de documento, puesto que razones de gorilato ma-
yor impiden que la revista citada llegue al público
latinoamericano.” La carta estaba centrada en la si-
tuación del intelectual latinoamericano.
Pantheon de Nueva York publica la traduc-
ción inglesa en Historias de cronopios y de famas y
Einaudi (Torino, Italia) la de Rayuela.
1970. Viaja a Chile, invitado a la asunción
del gobierno del presidente Salvador Allende. La
editorial Sudamericana publica el libro Relatos, en
el que se incluye una selección de cuentos de Bestia-
rio, Final del juego, Las armas secretas y Todos los fue-
gos el fuego:
1971. Publica Pameos y meopas (Barcelona,
Ocnos), que incluye poemas escritos entre 1944 y
1958.
1972. Publica Prosa del observatorio (Barce-
lona, Lumen, con fotografías del propio Julio Cor-
tázar y la colaboración de Antonio Gálvez).
1973. Aparece Libro de Manuel (Buenos Ai-
res, Sudamericana), que obtiene en París el Premio
Médicis. Cortázar viaja a Buenos Aires para presen-
tar el libro. De paso visita Perú, Ecuador y Chile. La
novela levanta una considerable polvareda: “... si
durante años he escrito textos vinculados con pro-
blemas latinoamericanos, a la vez que novelas y re-
latos en que esos problemas estaban ausentes o sólo
asomaban tangencialmente, hoy y aquí las aguas se
han juntado, pero su conciliación no ha tenido na-
da de fácil, como acaso lo muestre el confuso y ator-
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mentado itinerario de algún personaje”, escribió en
el Prólogo.
En Barcelona (Tusquets) publica La casilla
de los Morelli, cuya edición, prólogo y notas estuvie-
ron a cargo de Julio Ortega.
1974. Aparece el libro de cuentos Octaedro
(Sudamericana). En abril participa en una reunión
del Tribunal Russell II, reunido en Roma para exa-
minar la situación política en América Latina, en
particular las violaciones de los derechos humanos.
1975. Viaja a Estados Unidos invitado por
la Universidad de Oklahoma.
Allí dicta un ciclo de conferencias sobre lite-
ratura latinoamericana y sobre su propia obra. Los
trabajos leídos en esa ocasión y dos textos suyos fue-
ron reunidos en el volumen The Final Island: The
Fiction of Julio Cortázar (1978), una primera valo-
ración crítica de su obra en lengua inglesa. Publica
Fantomas contra los vampiros multinacionales (Méxi-
co, Excelsior), una historieta.
Publica Silvalandia (México, Cultural
GDA), una serie de textos inspirados en cuadros de
Julio Silva.
1976. Realiza una visita clandestina a la al-
dea de Solentiname, en Nicaragua.
Publica Estrictamente no profesional. Huma-
nario (Buenos Aires, La Azotea) a partir de fotogra-
fías de Alicia D’Amico y Sara Facio.
1977. Aparece el libro de cuentos Alguien
que anda por ahí (Madrid, Alfaguara), en el que se
recoge el texto “Apocalipsis en Solentiname”.
1978. La editorial Pantheon publica en Nue-
va York la traducción inglesa de Libro de Manuel.
Cortázar hace en él una advertencia al lector nortea-
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mericano: “Este libro se completó en 1972. La Ar-
gentina estaba entonces bajo la dictadura militar del
general Alejandro Lanusse, y ya entonces la intensifi-
cación de la violencia y la violación de los derechos
humanos eran evidentes. Tales abusos han continua-
do y han sido incrementados bajo la junta militar del
general Videla (...) las referencias a Argentina y otros
países latinoamericanos son hoy tan válidas como lo
fueron cuando se escribió este libro”.
Publica Territorios, textos relativos a la pin-
tura (México, Siglo XXI).
1979. Publica Un tal Lucas (Madrid, Alfa-
guara). En octubre visita Nicaragua luego del triun-
fo de los sandinistas. Algunos de sus textos son uti-
lizados en la campaña de alfabetización del país.
1980. Publica el libro de cuentos Queremos
tanto a Glenda (México, Nueva Imagen). Realiza
una serie de conferencias en la Universidad de Ber-
keley, California.
1981. En uno de sus primeros decretos, el
gobierno socialista de François Mitterrand le otorga
la nacionalidad francesa, el 24 de julio.
1982. Publica un nuevo libro de cuentos,
Deshoras (México, Nueva Imagen). En noviembre
muere su esposa, Carol Dunlop.
1983. Aparece el libro Los autonautas de la
cosmopista, escrito a cuatro manos con Carol Dunlop,
en el que se narra un viaje de treinta y tres días entre
París y Marsella a razón de dos parkings por día.
Entre el 30 de noviembre y el 7 de diciem-
bre viaja a Buenos Aires, para visitar a su madre des-
pués de la caída de la dictadura y la asunción del
gobierno por el presidente Raúl Alfonsín. Las auto-
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ridades ignoran su presencia, pero es calurosamente
recibido por la gente, que lo reconoce en las calles.
Se publica Nicaragua tan violentamente dulce
(Managua, Ed. Nueva Nicaragua).
1984. El 12 de febrero Julio Cortázar mue-
re de leucemia y es enterrado en el cementerio de
Montparnasse, en la tumba donde yacía Carol
Dunlop. En México (Editorial Nueva Imagen) apa-
rece su libro de poemas Salvo el crepúsculo.
1986. La editorial Alfaguara emprende la
publicación de las obras completas de Julio Cortá-
zar, incluso aquellas que habían permanecido inédi-
tas hasta su muerte. Con ese propósito crea una co-
lección especial, Biblioteca Cortázar. El diseño de
las cubiertas fue confiado a Julio Silva.
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INTRODUCCIÓN

Nos vimos por última vez el viernes 20 de


enero de 1984, en su reducida habitación del hos-
pital Saint-Lazare de París, apenas a unos ciento
cincuenta metros a vuelo de pájaro de su casa de la
rue Martel. No recuerdo exactamente a qué hora
nos despedimos. No había ninguna razón especial
para que yo anotara ese detalle, pero de todos mo-
dos debían ser las siete de la noche porque una me-
dia hora antes, cuando yo entraba a la pieza, casi
tropecé con el encargado de distribuir la comida.
Julio estaba solo, sentado en un sillón, la
mirada perdida en una ventana que daba a un patio
interior casi en tinieblas, como si escuchara el ru-
mor de la lluvia. Llevaba puesto un viejo salto de ca-
ma y parecía más animado que el día anterior, en que
lo habíamos visitado con mi esposa. Ese día, en pre-
sencia de Saúl Yurkievich, nos había contado sin ro-
deos que estuvo a punto de morirse durante uno de
los exámenes a que lo estaban sometiendo en esa
sección de gastroenterología del hospital, considera-
da como una de las más eficaces de París.
“Me quedé sin pulso y todos pensamos que
me moría ahí mismo”, nos dijo.
Pero este viernes 20 de enero las cosas pare-
cen andar un poco mejor. “Estoy harto de esta co-
mida y del ruido que hacen estas chicas por la ma-
ñana. Aquí las enfermeras no parecen conocer las
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suelas de caucho. Taconean y cantan por los corre-
dores como si tal cosa”, se lamentó con resignación.
Estuvimos hablando una media hora, pero
se le veía cansado. “Tengo ganas de dormir, pero no
sé si podré. ¡Y esta comida no te digo nada! No es
que sea mala, pero cuando vuelva a casa lo prime-
ro que hago es prepararme un buen bifacho, de es-
te alto. De todos modos, salgo mañana. Mi médi-
co, el profesor Modigliani —¿te das cuenta? ¡Modi-
gliani! Yo tengo una especie de valeriana para los
pintores— me dijo que me fuera a casa y que vol-
viera para seguir con los exámenes toda la semana
que viene.”
Quedamos en que él me llamaría por teléfo-
no cuando terminara con el hospital. Se puso de pie
para darme la mano y nos despedimos. “Cuando
salga de todo esto tenemos que darnos un paseo por
un bosque. No tiene por qué ser muy lejos: Vincen-
nes o Fontainebleau. Lo que quiero es ver árboles”,
dijo. Le dejé Le Monde, que ese día traía una entre-
vista a Antonio Cándido. Antes de salir vi que ha-
bía una pequeña pila de libros junto a su mesita de
luz y algunas cuartillas, escritas a mano.
Esas son las últimas palabras que recuerdo
de Julio: “Lo que quiero es ver árboles”. Murió el
domingo 12 de febrero, poco después del mediodía
y lo enterramos el martes 14 en el cementerio de
Montparnasse a las once y media de la mañana, en
la tumba de su esposa, Carol Dunlop, muerta en
noviembre de 1982.
Fue una mañana fría, pero de una luminosi-
dad casi sobrenatural para quienes estamos acos-
tumbrados al cielo plomizo y bajo de París en in-
vierno. El sol destellaba en las aristas de mármol de
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los panteones y en las chapas de bronce y las copas
de los árboles se mecían apenas en la brisa matinal.
Pero lo más impresionante era el silencio. Desde
que el cortejo se puso en marcha desde la entrada
del cementerio y nos encaminamos hacia la tumba
recién removida, no recuerdo haber escuchado una
sola palabra. El único ruido, semejante al del mar
en una playa pedregosa, era el de los pies arrastrán-
dose por el sendero principal detrás del furgón mor-
tuorio. Después, cada uno de los amigos dejó caer
una flor encima del féretro de madera pulida y nos
fuimos. Mi esposa y yo nos quedamos un poco re-
zagados y cuando esa zona del cementerio se quedó
vacía, dos o tres gatos escuálidos y friolentos surgie-
ron de entre las tumbas y nos miraron alejar con in-
diferencia.

Nos conocimos en febrero de 1974, en una


exposición de hiperrealistas norteamericanos, en la
Fundación Rockefeller de París. Era exactamente
igual a sus fotografías: desmesuradamente alto, hue-
sudo, desgarbado, y parecía caminar con el perma-
nente temor de resbalarse. En ese entonces tenía se-
senta años, pero nadie le daría más de cuarenta y
cinco.
Recuerdo que esperé que terminara su reco-
rrida —estaba con un amigo— para acercarme. Le
dije quién era (un periodista uruguayo que acababa
de desembarcar en París) y le expliqué por qué lo
importunaba. En Montevideo acababan de detener
a Juan Carlos Onetti bajo la inverosímil acusación
de pornografía, por el solo hecho de haber sido ju-
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rado en un concurso de cuentos organizado por el
semanario Marcha.1 Le anuncié que el director de
Marcha, Carlos Quijano, también estaba preso.
Me escuchó con una extremada cortesía, me
dijo que ya estaba al tanto pero me pidió más datos
y me aseguró que iba a hacer cuanto estuviera a su
alcance para alertar a la opinión pública. Promesa
que cumplió escrupulosamente, como todas las su-
yas. Recuerdo que hablamos en la gran escalinata de
mármol de la entrada, de pie junto a una escultura
hiperrealista que representaba a un típico turista
norteamericano, vestido con pantaloncitos y una es-
tridente camisola hawaiana, lentes de sol, un gorrito
con visera como los que usan los beisbolistas y una
o dos máquinas fotográficas (auténticas) terciadas
sobre el pecho. Parecía interesado en nuestra conver-
sación y estar dispuesto a participar en ella de un
momento a otro.
Después nos seguimos viendo con cierta fre-
cuencia y nos hicimos amigos. En diciembre de
1982, después de la muerte de Carol, le propuse ha-
cer una larga entrevista, un libro que tratara de abar-
car (si esto era posible, y yo sabía muy bien que mu-
chas cosas se quedarían afuera) su vida de escritor y
de combatiente de las causas que él consideraba jus-
tas en el mundo, sobre todo el frágil proceso nicara-
güense, que lo tenía muy angustiado por ese enton-
ces, y la defensa de los derechos humanos.
Me dijo que sí, sin vacilar, pero me adelan-
tó que en principio tendría que ser “un libro muy
loco”. Convinimos en hacer un número indetermi-
nado de entrevistas —diez o doce como mínimo—
que iríamos concretando sobre la marcha, deslizán-
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dolas entre los intersticios de su agenda, en la que
casi no quedaban casilleros libres.
Fue entonces, mientras mirábamos esas co-
lumnas atestadas de citas, de compromisos militan-
tes en su mayoría, que me dijo: “El año que viene
pienso transformarlo en sabático. Tengo ganas de
encerrarme a escribir una novela, cueste lo que
cueste”. Le pregunté si ya había empezado a escri-
birla y me dijo que no. “Algunas notas. Pero empie-
za a darme vueltas por la cabeza. La veo como una
nebulosa.”
Me advirtió que probablemente no podría-
mos empezar a trabajar hasta el verano. Tenía que
terminar primero el libro que la muerte de Carol
había dejado trunco (Los autonautas de la cosmopis-
ta),2 un hermosísimo libro en el que se narra un via-
je entre París y Marsella en una destartalada camio-
neta —realizado en treinta y tres días sin salirse ja-
más de la autopista y a razón de dos parkings dia-
rios con obligación de dormir en el segundo— que
en el fondo es una conmovedora historia de amor.
Después pensaba viajar a Nicaragua y a su regreso a
Europa se iba a descansar algunos días en casa de
amigos, en España.

Empezamos a trabajar en los primeros días


de julio, en su casa de la rue Martel. La casa de Ju-
lio estaba situada en uno de esos edificios antiguos
de París, con una pesada puerta de barrotes de hie-
rro verdinoso, en parte oxidada, que daba a un an-
cho corredor que se abría en sucesivos patios inte-
riores. El edificio estaba lleno de oficinas de empre-
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sas textiles, de modo que a partir de las seis de la
tarde, cuando cesaba la actividad, uno tenía la im-
presión de avanzar por el edificio más solo del
mundo. El apartamento de Julio estaba al fondo, en
el pabellón C. Había que trepar una anchísima e
interminable escalera de madera, cuyos peldaños
parecían como lijados por el roce de innumerables
pisadas.
Había un recibidor flanqueado por una bi-
blioteca hasta el techo, atestada de libros, y ensegui-
da un vasto salón, con altísimas ventanas. A la iz-
quierda había un mostrador de madera que dividía
la pieza. Detrás estaba la cocina. En el salón de es-
tar había profundos sillones, un aparato de alta fi-
delidad y estanterías atestadas de discos y casetes,
cuidadosamente clasificadas. Ésta era la zona prefe-
rida de la gata de Aurora Bernárdez.
Nosotros trabajábamos en un despacho es-
pacioso, encalado como el resto de la casa, dos de
cuyas paredes estaban ocupadas por bibliotecas que
iban del piso al techo. En una tercera pared había
vastos armarios donde Julio guardaba carpetas con
recortes de prensa, originales, fotocopias de trabajos
enviados a diarios y revistas y una biografía del poe-
ta romántico inglés Keats, que escribió por los años
cincuenta en Buenos Aires, antes de venir a instalar-
se en París. El teléfono no sonaba jamás (había un
contestador automático) y las únicas personas que
solían andar por la casa eran Aurora Bernárdez,
quien le ofreció a Julio toda su atención y su amis-
tad, y una mujer extremadamente discreta que ve-
nía a hacer la limpieza y a poner la casa en orden.
Aurora se iba temprano a su trabajo en la UNESCO
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—más de una vez los encontré desayunando— des-
pués de asegurarse de que todo estaba en orden.
Trabajábamos casi sin pausa tres o cuatro
horas. Julio se sentaba en su sillón giratorio, de es-
paldas a una ventana que se abría hacia la rue du
Paradis. En los primeros tiempos, en los meses de
julio y agosto, Julio parecía encontrarse bien, acep-
taba de buen grado los interrogatorios y tengo la
impresión de que poco a poco se fue dejando ganar
por la idea de que el libro —que ya había sido
aceptado por la editorial Gallimard— podía ser
una buena oportunidad para decir algunas cosas
que se había guardado hasta entonces entre pecho
y espalda.
“Esto no lo dije nunca”, “esto lo estoy di-
ciendo por primera vez”, solía advertirme. Y más de
una vez empezábamos la conversación volviendo
sobre un tema del día anterior, a instancias del pro-
pio Julio: “Las mejores respuestas se me ocurren
después que te has ido”. Uno de los pocos temas
que decidimos dejar para después, para una o dos
entrevistas de repaso y cierre, fue el de su viaje a Ar-
gentina en diciembre, al cabo de una larga ausencia
impuesta por esos años sombríos y terribles de la
dictadura militar y los escuadrones de la muerte, de
esa alucinante noche de terror que tanto le dolía y
lo acosaba, y cuya angustia puede sondearse en al-
gunos de sus cuentos más recientes como “Graffiti”
o “Segunda vez”.3
De todos modos, a su regreso hablamos un
poco de cómo había encontrado a la Argentina.
“Argentina ha cambiado, por supuesto. Está empe-
zando a salir de una pesadilla de dictadura y tiranía.
Hay muchísimo por hacer.” Pero se mantenía aler-
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ta, como si temiera el regreso de los viejos demo-
nios. “Yo no creo que todavía la palabra izquierda
haya dejado de ser una mala palabra en mi país. Es-
pero que llegue el día en que eso se termine”, me di-
jo otro día.
Tenía proyectado un nuevo viaje en marzo,
y para ese entonces confiaba en que los argentinos
comprendieran que la palabra izquierda no solo no
era una mala palabra, sino “una de las mejores que
contiene el lenguaje político; incluso la mejor”.
Pensaba que esta que se ofrecía ahora a los argenti-
nos era quizá la última oportunidad: “Si el gobier-
no de Raúl Alfonsín tropieza con una oposición cie-
ga y negativa, no me extrañaría que dentro de poco
tuviéramos de nuevo a los militares, que seguirán
esperando su oportunidad agazapados en sus cuar-
teles”.
Muchas veces me pregunté (pero sobre todo
me lo pregunto ahora, en este desolado hueco que
nos ha dejado su muerte) si Julio sospechaba que la
muerte estaba rondándolo, como dos años antes lo
hizo con Carol. En todo caso nunca me lo hizo
saber. Estaba muy flaco, con los huesos de los hom-
bros marcándole el pulóver, como si quisieran salir-
se de la piel. Los pómulos, anchísimos, se le habían
acentuado y la espesa barba renegrida le enmarcaba
la cara, ocultando las mejillas hundidas. Solía que-
jarse de una incómoda comezón y a veces se le rese-
caba la garganta. Antes de empezar a trabajar, Julio
traía una botella de agua mineral y dos vasos, y de
vez en cuando bebía calmosamente, mientras yo le
hacía una pregunta o cambiaba la casete de turno
en el grabador.
Cortázar. La fascinación de las 6/2/09 2:38 PM Page 27

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Algunas veces, al terminar la jornada, nos
sentábamos en el salón a bebernos un whisky. “Creo
que nos lo hemos merecido”, sonreía. En esos mo-
mentos no hablábamos de literatura ni de política,
sino de música, invariablemente. Julio tenía una de-
saforada colección de discos y casetes de jazz, de
música clásica y de tangos, y me explicó que le gus-
taba sentarse a escuchar dos o tres discos, por la no-
che, con los audífonos puestos para no molestar a
los vecinos.
Pero además había descubierto que no era lo
mismo escuchar música sin audífonos que con ellos.
Y en su libro póstumo, Salvo el crepúsculo,4 escribió
un capítulo entero acerca de ese tema, explicando
cómo la música escuchada con audífonos parece
brotar del interior mismo del cerebro en lugar de
llegar de afuera: “Árbol interior: la primera maraña
instantánea de un cuarteto de Brahms o de Lutos-
lavski, dándose en todo su follaje”.
Sólo una vez, allá por el mes de setiembre de
1983, me llamó por teléfono para anular una cita y
después supe que había estado enfermo. Y otra vez
interrumpimos una entrevista porque me di cuenta
de que estaba muy fatigado. Ese día, al despedirnos,
me dijo: “Hoy anduvimos mal, pero no importa.
Nos desquitaremos en la próxima”. Le preocupaba
mucho que todo quedara claro y más de una vez,
cuando citaba a algún autor o un pasaje de uno de
sus libros, se levantaba para ir a buscar el volumen
en cuestión y verificar la cita.

[...]

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